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Julia Roberts, López Nieves y Paco Soler con la Gioconda

Oscar Hidalgo


El costarricense Francisco Soler y el puertorriqueño Luis López Nieves sucumbieron, igual que Julia Roberts y Mike Newell, ante la sonrisa de la Gioconda. Seducidos por Mona Lisa, los cuatro trabajaron con diferentes estrategias que la han refuncionalizado, dentro de creaciones que están orientadas a la apropiación de los códigos de este óleo, para incorporarlos en sus propios textos y contextos.

El ícono persiste y se re-semantiza en la Posmodernidad estadounidense, igual que en el Preciosismo costarricense y el Post-Boom latinoamericano. No es de sorprenderse pues en las tres vertientes ha ocurrido casi lo mismo al convocarla, porque Mona Lisa mantiene vigente su incógnita –como esencia femenina- para una Humanidad que quisiera explicarse el trasfondo que subyace en el rostro de esa mujer.

Sucede que pasan los años y llueven las más variadas versiones –como esta “Mona Lisa smile”, de Hollywood y las otras de la literatura hispanoamericana- pero, sin embargo, aún hoy, todos los críticos de arte y todos los tratados de la pintura renacentista siguen infructuosamente empeñados en tratar de explicarla.

1920: En una fecha tan lejana, Paco Soler la convirtió en protagonista de un coloquio narrativo que fue publicado en forma póstuma, en San José de Costa Rica: “El único cuento de hadas”. 2004: La revista Actual, de Venezuela, puso en la red el cuento de López Nieves que también se encuentra en el sitio web ciudadseva.com de este autor. 2003: La película de Julia Roberts, Kirsten Dunst y Maggie Gyllen Haal con guión de Lawrence Konner y Mark Rosenthal, fue filmada para conmemorar el quinto centenario de la pintura que se data en el 1503.

En estas tres opciones se nos ofrece el producto de muy distintas estrategias culturales de apropiación, empezando por la interpretación de Soler sobre los datos históricos de que disponía y, para ello, escribió una ficción de lo que pudo haber sucedido, sobre todo personalizando los diálogos entre Gioconda y Leonardo. Las escenas transcurren durante las jornadas que invirtió da Vinci en el óleo. En “Lisa di Noldo”, se narra en primera persona el ardiente romance que un hispano visitante del Louvre vive con la mujer que ha descendido de la tela y llega a vivir en nuestros días. Diríamos que López Nieves ha puesto en práctica una estrategia de posesión. Mientras que en “Mona Lisa smile” todo ocurre en una institución educativa para señoritas, durante los años cincuenta, donde una joven educadora la considera la suma de sus aspiraciones para desarrollarse intelectualmente, por lo que debe abandonar aquel limitado ambiente. Nos parece una estrategia de evocación.

Cuestión de estrategias de apropiación, es obvio. Mediante interpretaciones, posesiones y evocaciones se nos trajo a la figura mítica de la Gioconda, a través de los tiempos y los espacios. Ella actualiza su presente cuando destella en las páginas de Soler, se apasiona en la versión de López Nieves y lanza una interpelación a través de la penumbra de la que no sale en la película de Julia Roberts.

Decisiones y estrategias que en tres distintas direcciones corresponden a los artistas involucrados, para llevarnos por caminos que jamás hubieran soñado Lisa ni Leonardo. Pero por tratarse de decisiones de artistas en fechas tan distintas como 1920, 2003 y 2004, no cabe duda que algo similar han intentado llevar a sus audiencias: actualizarse el mito, re-llenarlo de contenidos semánticos y atribuirle nuevas funciones que sobrepasan a su colocación en una pared.

Empecemos con una pregunta: ¿Por qué la Gioconda? Para tratar de entender estas tres estrategias que comentamos, debemos tener presente que Rubén Darío y César Vallejo habían redimensionado a la Venus de Milo, que es otra pieza fundamental de la cultura occidental. Veamos lo que escribió Vallejo en el poema XXXVI de Trilce: “¿Por ahí estás, Venus de Milo? / Tú manqueas apenas, pululando / entrañada en los brazos plenarios / de la existencia que todaviiza/ perenne imperfección”.

Y un poco antes, la misma estatua mutilada había llamado la atención de Rubén Darío para introducirla en los versos de yo persigo una forma / “que no encuentra mi estilo/ botón de pensamiento que busca ser la rosa;/ se anuncia con un beso que en mis labios se posa/ al abrazo imposible de la Venus de Milo”.

Tenemos entonces a esta escultura transfigurada y llevada a ser no solamente la piedra labrada y semidestrozada que ha sobrevivido al paso de los siglos sino, además, un dato que está presente dentro de nuestros códigos culturales, tal y como fueron propuestos por estos dos exponentes del Modernismo y de la Vanguardia. Revestida de una promesa incumplida en el caso de Darío y ella misma hecha una clave de imperfección para Vallejo, esta Venus de Milo es más bien una suma de negación mientras que la pintura al óleo de da Vinci nos arroja una afirmativa interpelación, ineludible porque es imposible ignorarla.

Volvamos a Leonardo. La proyección cinematográfica de la película en que Julia Roberts se va hastiando a medida que crece la agresión a la que se la somete, establece un obvio contrapunto con la pintura. Esto porque la Gioconda resalta en el sueño que tiene la profesora: irse a París, para proseguir sus estudios de arte y ver in situ la Mona Lisa. De alguna manera, el óleo renacentista podría ser la clave de las opciones de cualquier persona que como Julia Roberts, se muestra un tanto desapegada a las convenciones sociales, pero que anda en busca de su realización en el arte, lo que se simboliza mediante el conocimiento personal de la Gioconda. Entre lo accesorio de la vida cotidiana, y sobre todo por esas cosas que debe soportar, al final la profesora de arte toma la decisión.

Pero otro es el caso en las páginas de Paco Soler y de López Nieves cuando incursionaron con Gioconda en distintas fases de la literatura fantástica. Tomemos para esto como punto de referencia conceptual la Postdata que Bioy Casares escribiera el 16 de mayo de 1965 al volumen Antología de la Literatura Fantástica, del que es coautor. ¿Qué es la literatura fantástica? “A un anhelo del hombre, menos obsesivo, más permanente a lo largo de la vida y de la historia, corresponde el cuento fantástico: al inmarcesible anhelo de oír cuentos; lo satisface mejor que ninguno, porque es el cuento de hadas, el de las colecciones orientales y antiguas y, como decía Palmerín de Inglaterra, el fruto de oro de la imaginación”. Pues bien, empalmemos a nuestros literatos de Puerto Rico y de Costa Rica dentro de esta vertiente de la literatura fantástica que antologara Bioy Casares.

Vamos con el primero en el tiempo. Soler es autor de la novela El resplandor del ocaso y de varias piezas escénicas por las que se le ha ubicado como exponente del Modernismo tardío costarricense. Muchos testimonios han dado cuenta de su labor periodística pero, en el otoño de 1919 Soler mismo pudo enviar un reporte personal de la Mona Lisa al poeta y amigo suyo Julián Marchena. En una carta fechada en París le explicaba: “Ya fui a visitar a Mona Lisa. La escapatoria no parece hacer afectado su espíritu. Sigue sonriendo su sonrisa misteriosa, melancólica y atormentadora”. Aludía con la palabra “escapatoria” al período en que había estado perdida debido a un robo pero, tras su recuperación, seguía reluciendo al público. Es curiosa la inserción de la palabra “escapatoria” porque el verbo del que procede indica una movilización voluntaria. Así lo entrevió y escribió Soler. Datada el 24 de noviembre de 1919, la misiva ha quedado como el fiel testimonio de la feliz realización de un sueño que tuvo el autor porque Paco Soler murió a las pocas semanas de consumar este feliz encuentro, el 4 de enero de 1920. De alguna manera fue su destino ver a la Gioconda y morir. Empero, de su entierro y paradero no hay dato fidedigno alguno y nadie ha podido indagar en Pere Lachaise. Curioso, porque ya Soler había dejado escrita una pieza dialogada en la que evidenció su particular sensibilidad estética sobre el momento en que Leonardo daba las últimas paletadas al retrato de Mona Lisa. El historiador de la literatura costarricense Abelardo Bonilla lo cita como un ejemplo del Modernismo tardío. Veamos este fragmento de Soler que pone Bonilla: “El crepúsculo primaveral se detiene en la ventana que mira al jardín como un ojo negro con pestañas de hiedra, donde las blancas flores de los maceteros tienen temblor de lágrimas bajo el nácar del ambiente”.

La erudición filológica puede explicar en detalle estas manifestaciones de la tendencia que han llamado el Preciosismo costarricense. Sin embargo, también estamos ante algo más, muy diferente y que sobresale en la Gioconda, entre la prosa literaria de Soler: “… el anciano Leonardo da Vinci acecha una sonrisa para dar el toque postrero con el rojo que acaba de encender en su pincel. Ambos se encuentran cansados”.

Recordemos que Leonardo y Lisa invirtieron varios años para que se diera fin al óleo de 73 X 53 cms. En este lapso, el artista habría podido conocer a cabalidad a su modelo y viceversa, de manera que cuando le sugiere que busque entretenimientos, ella le manifiesta su aburrimiento y prevé que va a fastidiarse. Leonardo trata de animarla y le dice que entre ellos hay distintas apreciaciones por sus diferencias de edad, lo que ejemplifica también con la palabra “distancia” que se presenta para establecer ese tajo brutal e ineludible entre realidad y obra de arte. “Sois muy joven y yo tan viejo… Es la distancia que separa tu sonrisa del rojo que aletea en mi paleta. Yo ni en tu sonrisa creo: es mientras ingenua, misteriosa; y me parece impenetrable, al tiempo que me parece un panal roto. No he sabido aprender si sonríes a una esperanza o si por vuestra desventura, ocultas un engaño. Pensemos en la noche, señora, la vemos oscura y está llena de luces”. Esta distancia entre la sonrisa y el color de la paleta es fundamental dentro de la teoría estética de Leonardo.

¿Modernismo? Tal vez por la secuencia de ciertas palabras que Paco Soler escribe en la ambientación que citaba Abelardo Bonilla y que vimos arriba, pero en este intercambio coloquial emergen con fuerza pasiones que apenas disimulan las palabras. Ambos interlocutores son penetrantes y se nos revela una mujer que está manteniendo sus propias reservas, personales e íntimas, así como un artista de gran comprensión acerca de las opciones vitales que se le ofrecen a su modelo. Siguen dialogando:

“Leonardo: El destino viene de casta de ciegos.

Mona Lisa: Eso cuentan del amor.

Leonardo: Pero mienten, el amor tan solo ha sido vendado y ve mejor de lo que suponemos.

Mona Lisa: Sabes maestro, que vuestras leyendas resultan hermosas antes que halagüeñas.

Leonardo: Perdonad. Quise alegrarte. Cuando no te veo sonreír se empaña todo para mí. Rebosas de ilusiones, amigas. Y a pesar, no adivino qué melancolía las baña. Esa melancolía es una larga lluvia monótona. Esperemos el arcoiris.

Mona Lisa: Llamad a siete ilusiones de siete colores diversos. Ahuyenta mi melancolía y sonreiré. Anhelo sonreír. Hace cuatro años tus historias me sacaban a la vida.

Leonardo: Por entonces sonreías.

Mona Lisa: Acertabas abriendo en mí grietas por donde se escapaba la risa”.

Soler ha captado la conversación posible, y sin duda se introdujo como testigo privilegiado, pero ¿logra el retrato captar a Gioconda, de acuerdo con lo que ha expresado el pintor?

A la altura del año de 1503 que se cita como punto de partida para el trabajo en el óleo de Gioconda, ya Leonardo era un maestro consumado en la anatomía humana. Había aprendido el estudio directo de los cuerpos en cuanto cementerio y morgue pudo introducirse o de los que pudo extraer cadáveres. El 22 de marzo de 1508 iba a dejar un registro muy revelador de su consumada práctica en el manejo, con escalpelo y tijeras, de los músculos y los tendones: “He disecado más de diez mil cuerpos humanos”.

De modo que no deben extrañarnos sus perfectas reproducciones pictóricas, a pesar de la “distancia” entre la modelo Gioconda y la paleta del pintor, ya que además estaban completamente  ajustadas a sus concepciones teóricas. Para Leonardo el arte es una copia al espejo de la realidad. “Siempre diremos que es más admirable aquella ciencia que representa las obras de la naturaleza, que la que sólo representa las obras del operador”. En estas condiciones asienta otra premisa: El pintor disputa y rivaliza con la naturaleza. Luego, la conclusión es explícita: “Debes tomar al espejo por maestro –hablo de un espejo plano-, porque sobre su superficie las cosas se asemejan en muchas partes a la pintura”.

No eran éstas sino las conclusiones de una doctrina estética que ya muchas veces había podido poner en las telas y de las que, precisamente, era Mona Lisa su más preciado logro. Porque el óleo de Mona Lisa nunca se lo entregó él a la familia de Gioconda sino que se lo dejó y lo llevó consigo a todos sus destinos, hasta su muerte.

Y a su fallecimiento, en Francia, quedó el cuadro dentro de las colecciones reales de arte que, con el paso del tiempo,  vinieron a formar el Louvre. Pasaron los siglos, transcurrió el siglo XX y fue en la orilla derecha del Sena donde vino a aparecer otro personaje, un hispanohablante que visitaba París. Por esas fechas se había celebrado el quinto centenario de la pintura de La Gioconda.

Las multitudes llenaban los pasillos del museo para ver este cuadro al óleo sobre tela. Sumaban entonces seis millones de visitantes por año. Y entre estas multitudes, alguien con sólo cinco días en París que empezaba a realizar su sueño de pasar un día completo en el famoso Museo. Padece de pronto un malestar que atribuye, en forma hipotética, a las cenas carnívoras en los restaurantes del Quartier Latin, o a los croque-messieurs y a las crêpes  que degustó en cualquier brasserie de París. Debido a su francés defectuoso y a su malestar estomacal, no entendió lo que dijeron los vigilantes en el servicio sanitario del Museo.

Estuvo en el baño al menos noventa minutos. Cuando finalmente salió a las oscuras galerías y vacíos pasillos, ya eran las siete y diez de la noche, no había nadie; el Museo había cerrado a las seis. ¿Qué hacer? ¿Cómo llegar a la salida? Durante más de dos horas caminó sin rumbo  en ese laberinto de pinturas y esculturas que en la narración parece convertirse en una metáfora del laberinto del tiempo, datable en el siglo XX y en el siglo XXI.

Comprendió de golpe que había perdido toda orientación y que ya no sabía si iba o venía. Estaba en una galería de tapices renacentistas. Fijó la vista sobre el que tenía justo al frente, que representaba un banquete. “Al mismo tiempo una brisa ligera, que surgió de la nada, me refrescó el rostro. Escuché un sonido suave, ingrávido, como los pasos de una mujer descalza. Con el rabo del ojo me pareció ver, de pronto, una sombra que se movía. Me puse de pie al instante y comprobé que no era una aparición, sino una elegante mujer de carne y hueso que se me acercaba”.

Y así después de la introducción escatológica por los malestares digestivos del protagonista y tras de este primer acto laberíntico para introducir los hechos, aparece la mujer ideal y da inicio la trama de López Nieves.

“–Ah, ¿también perdida? –exclamé sin pensarlo mucho. Quizás pude haber dicho algo más inteligente o menos predecible, pero estaba nervioso.

–No, no –dijo sin perder la sonrisa–. Vivo aquí”.

La recién llegada le explica que vive en el Museo, desde hace muchos años, dice que se alimenta de las miradas y de los elogios porque desde muy lejos vienen a visitarla. Durante trescientos años ha caminado las galerías todas las noches.

“-¿Puedes ayudarme a salir?

–Claro, ahora mismo puedo llevarte al vestíbulo, pero preferiría charlar un poco. ¿Tienes prisa?

Reexaminé a la mujer con la vista, sin decir palabra. Colocó la mano derecha sobre la izquierda, ambas al nivel de la cintura, y esperó a que terminara mi inspección. Con la sonrisa decía todo y nada.

–¡Eres La Gioconda, Monna Lisa! –exclamé de golpe.

–Desde el día en que me casé, hace muchos años.

–Lisa es lindo, pero nunca entendí el «monna». Es selvático.

–No, no. Viene de señora, «madonna». Mi nombre de soltera fue Lisa di Noldo, si te gusta más.

–Lisa di Noldo –repetí el melódico nombre–. Me gusta más”.

Comienza una mutua seducción entre el visitante y Lisa que se profundiza a medida que hablan, caminan, comen y bromean. Se produce la confesión del protagonista: “En algún momento de la noche, que ya no puedo precisar, comprendí de golpe que me había enamorado, que a partir de ese encuentro mi vida ya no podría ser la misma”.

Cuando está amaneciendo se van al salón donde se cuelga el retrato de la Gioconda. “-Ten cuidado. Y no me olvides –dijo en voz baja –, no me olvides.

Me miró con esa famosa expresión que no describiré, porque millones de personas lo han intentado sin éxito durante quinientos años. Había alegría en su rostro, pero también tristeza. Entonces, en cuestión de segundos, por impulso y sin planearlo, di el paso que habría de marcar el resto de mi vida: besé la boca más famosa del mundo.

Lisa no me rechazó: tampoco me abrazó. Para una mujer de su tiempo no es fácil besar a un hombre la primera noche. Todavía hay mujeres así en el mundo, y yo había conocido a varias, por eso reconocí la reacción de una mujer que quiere pero no debe, o que cree querer pero no está segura. Sostuve el beso; ella esperaba pasiva, pero sin repudio. Al despegarme bajó la mirada y guardó silencio por primera vez en toda la noche. La famosa sonrisa de siempre, el extraordinario signo de interrogación del que tanto se ha hablado en el mundo, había desaparecido: ante mí tenía ahora un tímido rostro sonrojado. Le levanté el mentón con el dedo. Me miró a los ojos con los suyos humedecidos y ya no fue necesario decir más”

El cuento prosigue con la ardorosa despedida y el alarmante descubrimiento policial de la inoportuna presencia de un extraño que se ha filtrado al interior del Museo. Se escuchan las voces de los guardianes asombrados que, furibundos, tiran al furtivo visitante, una rodilla dura le apretó el cuello contra el suelo y el hombre perdió el sentido. Logra la libertad.

El cuento detalla las nuevas visitas del enamorado y da cuenta de las grotescas aglomeraciones de turistas majaderos que siempre exclamaban lo mismo ante el óleo: «¡Es tan pequeña!»,  «Mamá, parece que me sonríe». «Papá, mira, adonde quiera que me muevo me sigue con la vista».

El hombre se instala en París y procede a cortar todos los hilos que le ataban a la patria. En París gozaría de holgura y de entera libertad. Todos los días visitaba desde las primeras horas el Museo hasta que cerraba. Cuando comenzaba su sexto mes en París se produce el reencuentro entre los amantes de esta historia, que ya es por entero romántica en esta parte del texto. Pero tiene que esperarse seis semanas más para que sea un pleno encuentro. Ella le esperaba ante la puerta, con su famosa sonrisa y los brazos cruzados.

“–¿Por qué tardaste tanto? –me reprochó con cariño.

Los labios más conocidos del mundo y el cuerpo más desconocido: ambos fueron míos esa noche, la más gloriosa de mi vida. Le dije que la amaba; respondió, con la voz entrecortada, que no quería vivir un día más sin mí. No digo más. Así pasamos la noche, entre declaraciones de amor, anécdotas sobre nuestros seis meses de separación y la historia del Che Guevara que finalmente, entre caricias y caricias, pude contarle a mi curiosa Lisa. No daré más detalles”.

Dos elementos icónicos que aporta el narrador son las referencias de Garibaldi y del Che Guevara, con lo que incorpora la Historia  de Italia y Latinoamérica que atañen a Lisa y al protagonista. Con esto asegura una intertextualidad en ambas direcciones.

En otro orden, resalta el desborde amoroso como recurso literario, uno más que le da continuidad a este rasgo del Boom latinoamericano y se lo reformula así dentro del post-Boom, asunto al que además se le han dedicado importantes capítulos en la estética latinoamericana, por parte de Lezama Lima, Asturias, Jorge Amado, García Márquez, Cortázar, Carlos Fuentes y Gioconda Belli, entre otros. El final es inusitado. Los amantes se quedan en el Museo del Louvre, ella en su cuadro y él como nuevo personaje discretamente incorporado en el tapiz llamado «El Banquete». Algunos académicos y por lo menos un crítico de arte han sugerido que el recién llegado al tejido tiene cierta similitud con Paco Soler, pero otros replicaron que esto sería estirar demasiado el concepto de Bioy Casares. El asunto reviste interés porque el nuevo rostro en el tapiz no puede ser el de López Nieves. Y si no, entonces, ¿quién es?

FIN


* Oscar Hidalgo, Alto Chucuyo de Tucurrique (Cartago, Costa Rica), ohr52@hotmail.com.


“Julia Roberts, López Nieves y Paco Soler con la Gioconda”, Oscar Hidalgo, Ciudad Seva, San Juan de Puerto Rico, 16 de enero de 2008, ciudadseva.com.


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