Casa digital del escritor Luis López Nieves


Recibe gratis un cuento clásico semanal por correo electrónico

Los huesos de la historia

Julio Bolívar


Hasta hace un año atrás, más o menos, no sabía de la existencia de López Nieves. Como no sé, también ahora, de la existencia de muchos pintores, escritores fabulosos, poetas indispensables, o ensayista iluminadores o que oscurecen en la medida que explican. Siempre es así.

Supe de este autor puertorriqueño llamado Luis, como se llamó también Louis Stevenson, o Jorge Luis Borges, una mañana de domingo, cuando leía la prensa y Angie me comentó sobre un escritor que le llamó la atención e inmediatamente me leyó la entrevista en voz alta. Trocar la historia, fue la frase que quedó vibrando en mi memoria. Angie ya no está conmigo. Y ahora que no la veo, quisiera llamarla para decirle que me toca hablar sobre aquel escritor que a ella tanto le gustó.

Ahora me pregunto, -después de una sorprendente llamada de Angie, como si intuyera mi aprieto de hoy, cuando me toca hablar de López Nieves-, ¿Cómo supone que conoce la verdad este escritor que troca, o subvierte la historia para escribir ficciones?

Quien lee historia siempre cree que lee la verdad, pero siempre viene un aguafiestas y te cuenta otra historia, y revela nuevos documentos, -le argumento a Angie, fanática de López- y siempre viene otro y aparece otro documento, y otro historiador refuta al anterior afirmando que alteró los datos y así sucesivamente los historiadores discuten sobre la verdad documental, luego, fundan una academia y san se acabó. La historia es la que autoriza la Academia, no la historia novelada. Como diría Lucien Fevre: son los combates por la historia.

López Nieves -le comento a Angie, por teléfono en esta inquietante llamada, que quisiera alargar y que no terminara nunca- se ha impuesto una tarea titánica. Si no fuera por la ironía, y lo estrambótico que resultan sus personajes y sobre la pregunta del lugar en donde descansan los restos de François Marie Arouet, seudónimo de Voltaire en su novela El corazón de Voltaire, su tarea sería interminable. Revisar quinientos años de historia, en nuestro caso latinoamericano, no es tarea fácil, aunque como él mismo dice y se ha repetido mil veces, El escritor no tiene que ser exacto, sólo tiene que ser verosímil .

Trocar o reinventar la historia, tampoco es tarea nueva. Recordemos a los cronistas: José de Oviedo y Baños, cuando cuenta en su famoso libro sobre la fundación de la provincia de Venezuela, en uno de sus capítulos en el que los indios del momento resisten la presencia española y logran repeler el ataque, narra que en el camino de la huída muere uno de ellos, (que por cierto es el único español que datan como muerto en la conquista, lo demás eran derrotas pero sin bajas), llamado Martín Tinajero -ya el nombre es de ficción- por la carrera en la huída, lo medio entierran y continúan huyendo. En el contraataque los peninsulares regresan por el mismo camino y en vez del olor típico que tienen los cadáveres, perciben un grato olor como de jazmín, al encontrarse parte del cadáver de Tinajero, que habían enterrado a medias, revolotean sobre él, miles de abejas que liban alegremente un líquido transparente y almibarado. Qué podemos decir de esta escena en la escritura de un cronista, que no estaba en el momento de la guerra de la conquista. Que Tinajero tenía diabetes, o que el cronista para embellecer la santidad de los conquistadores, dotó de dulzura la sangre española. O sería que estaba soñando el que le contó los hechos a Oviedo y Baños. Vaya usted a saber. Lo cierto es que esa historia es sólo data, poco confiable. Imposible creer que un cadáver por más glucosa que tuviera su sangre no se descompusiera. Lo importante es que resulta verosímil.

Angie, se sorprende cuando le digo que López Nieves, afirma que no sabe qué escribe, que esta confundido y no sabe si escribe historia o novela, que además piensa que la historia es otro género de la literatura (La novela como fuente de historia). Por eso escribió Seva (1984). Nadie sabe si es verdad o mentira, lo cierto es que creó una duda metódica sobre la verdadera creación de Puerto Rico, en fin, de lo que trata su historia, o novela que la historia de la isla es otra, que aparentemente tuvo su resistencia. O que soñó, al autor me refiero, que hubo resistencia. Los historiadores se escandalizaron, unos aplaudieron, y otros se enardecieron, los poetas cantaron.

Siempre se ha dicho que la historia la cuentan los vencedores, pero como el mundo cambia, en 30 años, como afirma López, la historia será otra. Que también, como dicen ahora, aquellos habitantes de Seva se resistieron a la conquista norteamericana de turno y que no fueron tan dóciles los puertorriqueños, como cuenta la historia oficial.

Entonces, -se pregunta mi querida Angie- quién esta soñando, o dónde está la verdad. Cómo se sigue preguntado López Nieves.

Después de esta extraña conversación telefónica Angie me dice. -Recuerda que yo soy de Puerto Rico, y tengo también mi historia que contar.

-Si??, le contesto-. Cuál es -le contesto retador.

Bueno como dice López Nieves- Todos tenemos nuestra invasión favorita y la contamos como nos parezca.

-A ver cuenta.-

-Aquí va- No tiene título todavía, no te vayas a reír.

El 11 de octubre de 1492, a las nueve de la noche, Cristóbal se encaramó al mástil principal de la Santa María, envolvió el brazo derecho en una soga gruesa para no perder el balance, y clavó la vista en el horizonte umbroso. Aunque no había luna llena, el recuerdo del tenaz sol de la tarde aún flotaba en el aire y le permitía ver las apacibles olas de la mar. Allí permaneció cuarenta y cinco minutos, sin apenas mover la cabeza ni cerrar los ojos. Algunos tripulantes levantaban la vista recelosa de vez en cuando, pero no estaban seguros de si meditaba, oraba o examinaba una y otra vez, como era su costumbre, el mismo punto del horizonte inacabable.

A las diez menos cuarto Cristóbal se secó el sudor de la frente y bajó a cubierta. Su rostro no reflejaba frustración, ira ni cansancio: sólo mucha sorpresa y un poco de inquietud. Colocó la mano distraída sobre el hombro del marinero suspicaz que se disponía a subir al palo en su lugar, pero no dijo palabra. Regresó al castillo de popa, encendió con dificultad una de las pocas velas que le quedaban, desenrolló sobre el escritorio un pequeño mapa antiguo y se dedicó a estudiarlo.

A los pocos minutos, exactamente a las diez de la noche, Cristóbal Colón se frotó los ojos cansados. Reposó el mentón en la palma de la mano y miró por la ventana. Creyó ver a lo lejos, en medio de la noche oscura, una lumbre que subía y bajaba como si alguien hiciera señas con una antorcha. El rostro se le calentó de golpe. Llamó al repostero de estrados Pedro Gutiérrez, lo sentó junto a sí y le preguntó si veía la lumbre. Gutiérrez se acercó a la ventana, sacó el cuerpo hasta la cintura y respondió que sí, que la veía. Cristóbal Colón entonces llamó a Rodrigo Sánchez de Segovia y le preguntó si veía la lumbre, pero éste dijo que no. Poco después la luz desapareció y nadie más pudo verla.

A las dos de la mañana, sin haber dormido un segundo, el capitán Colón todavía examinaba el mapa con una lupa. Las manchas de sudor de sus axilas, que no se habían secado en los últimos cuatro días, le bajaban por los costados de la camisa y le subían hasta la mitad de las mangas. El Capitán colocó el dedo sobre el mapa y lo movió a la izquierda lentamente; lo detuvo en medio de la mar, en algún punto a todas luces imaginario. Comenzaba a bajarlo hacia el suroeste cuando estalló, de pronto, el grito casi histérico de Rodrigo de Triana, vigía de la Pinta: “¡Tierra! ¡Tierra! ¡Tierra!”

Don Cristóbal Colón dejó de respirar: se puso de pie y golpeó el escritorio con el puño. En ese mismo instante hizo fuego el estrepitoso cañón lombardo de la Pinta, señal acordada para cuando se hallara tierra. Las naves restantes dispararon su propio cañonazo: las tripulaciones se despertaban y comenzaban a celebrar. Las campanas de la Niña, la Pinta y la Santa María repicaban a todo vuelo.

Don Cristóbal Colón salió a cubierta y ordenó al timonel que acercara la Santa María a la Pinta, donde Rodrigo de Triana contaba a la tripulación cómo había visto tierra por primera vez y le recordaba al capitán Martín Alonso Pinzón la recompensa de diez mil maravedís. La Niña se acopló a las otras dos naves y los marineros de las tres carabelas se unieron sobre la cubierta de la Pinta. Aunque eran las dos de la mañana y la noche era oscura, todos veían con sus propios ojos que no habían llegado al infierno ni al final del mundo, sino que estaban en una playa común y corriente, con arena, árboles y olas apacibles. El almirante don Cristóbal Colón ordenó arriar velas y esperar a que amaneciera. Impartió instrucciones de preparar el desembarco y luego regresó a la Santa María y se encerró en su camarote. Sacó del bolsillo una pequeña llave reluciente que aún no había tenido ocasión de usar en todo el viaje. Con ella abrió un baúl mediano, de madera oscura y perfumada, que tampoco había tenido motivo para abrir hasta hoy. Sacó una larga túnica de lana negra y la vistió por encima de su ropa de capitán. Sacó también unas botas nuevas, de cuero fulgente, que calzó tras quitarse las botas gastadas que había usado durante todo el viaje. Se lavó el rostro en una palangana de agua salada; luego se mojó el cabello blanco y lo peinó con los dedos.

Al abrir la puerta del camarote se encontró de frente con los marineros de las tres naos. Cuando vieron al nuevo almirante, envuelto en lana negra y con botas relucientes, se hincaron de rodillas: algunos lloraban de alegría, otros llevaban en los rostros el bochorno del amotinado arrepentido. El almirante don Cristóbal Colón los miró sin decir palabra.

—Capitán, perdónanos —dijo al fin un marinero flaco—. Fuimos desconfiados. —Cantemos el Salve Regina —respondió don Cristóbal—. Luego preparaos para buscar víveres y agua.

Pocas horas después, al amanecer, el pequeño bote de remos llegaba a la playa con el almirante don Cristóbal Colón en la proa. Lo acompañaban, entre otros, los capitanes Martín Alonso Pinzón y Vicente Yáñez Pinzón. El flamante Virrey, con sus botas de cuero espléndido, fue el primero en saltar del bote y pisar las nuevas tierras de la reina de Castilla. Los maravillados acompañantes del descubridor seguían sus pasos de cerca.

A las nueve de la mañana las tripulaciones de las tres naves se habían bañado en la playa cristalina y descansaban sobre la arena blanca. El almirante de la Mar Océano hablaba con sus capitanes bajo la sombra de un árbol extraño, cuyo fruto olía a perfume y tenía forma de corazón. De vez en cuando miraba hacia la insondable selva que estaba a sus espaldas. De pronto, cinco indias desnudas salieron de la arboleda. Cuatro eran jóvenes y robustas; de turgentes senos y anchas caderas, su triángulo negro apenas estaba cubierto con una especie de trapito amarrado con un delgado hilo que no sabíamos en donde terminaba, la quinta, mucho más vieja, todavía tenía el encanto de sus tiempos idos, sus senos grandes estaban caídos y el vello púbico ya no era tan oscuro, caminaba con la ayuda de un palo. Las jóvenes traían papagayos, hilo de algodón en ovillos y azagayas. Al ver a estas hermosas criaturas que irrumpían de repente en la playa, los marineros se excitaron inmediatamente y corrieron a buscar sus espadas y su ropa en un acto de pudor disimulado mientras sonreían como bendecidos de dios. Don Cristóbal Colón se acercó con prisa, ordenó la calma entre sus hombres y luego caminó lentamente hasta los indias asombrados. Cuando se detuvo frente a ellas las jóvenes lo miraron con extrañeza, como si buscaran en sus rostro algo familiar, sonreían, pero la vieja, apoyándose del brazo de una de las muchachas, lo abrazó con la intensidad y el amor que sólo tienen las madres. Luego bajó la cabeza en señal de respeto y le dijo a don Cristóbal Colón en voz baja, en una lengua que ningún español pudo comprender:

—¡Hijo mío, al fin has regresado!

FIN

-¡Pero, Angie. eso es de López Nieves!- De su libro La verdadera muerte de Juan Ponce de León. Además le cambiaste el final, así no era.

-No puede ser, él, López Nieves, me plagió, tendré que escribir otra historia. pero dime , ¿No te gustó?. En ese momento la llamada se cortó y jamás pude contestarle, más nunca llamó.

FIN


“Los huesos de la historia”, Julio Bolívar. Presentación de “Charla con el escritor Luis López Nieves”, realizada en el Auditorio Úslar del IESA, Caracas, Venezuela, 15 noviembre 2007.


Volver a Bibliografía crítica sobre la obra de Luis López Nieves