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Un largo adiós de Ángel González

Poema comentado por Paz Díez Taboada


Un largo adiós

 

     Qué perezoso día
que no quiere marcharse
hoy a su hora.
                      El sol,
ya tras la línea lúcida
del horizonte,
tira de él,
lo reclama.
                     Pero
los pájaros lo enredan
con su canto
en las ramas más altas,
y una brisa contraria
sostiene en vilo el polvo
dorado de su luz
sobre nosotros.

Sale la luna y sigue siendo el día.
La luz que era de oro ahora es de plata.

 

Otoño y otras luces, 2001

 


Este último libro del poeta y académico Ángel González, fallecido en los primeros días del 2008, resultó ser la despedida poética del autor; sobre todo, la parte IV y última, “Otras luces”, en la que se halla este poema. Ya su título anuncia que estamos ante un “poema de adiós o despedida” de un día de largo atardecer que, como se infiere del paralelismo metafórico entre esta tarde a punto de morir y la llegada de la vejez -cuando el dorado ayer se transforma en el hoy de pálido rostro y cabello blanco- también puede considerarse un “adiós a la vida”. El sintagma “un largo adiós” es uno de los diversos tópicos elocutivos que, como fórmula fática de despedida, aparecen con reiteración en este subgénero elegíaco; y, en este caso, nos trae a la memoria los también “largos adioses” del romántico inglés Lord Byron (1788-1824) que se hallan en sus dos más celebrados poemas narrativos, The Childe Harold’s Pilgrimage (1812-1818) y Don Juan (1818-1824): “Adieu, fair Cadiz!, yea, a long adieu!” (st. 85) o “Farewell, my Spain!, a long farewell!” (II, st. 18).

Poeta existencial o “del transcurso”, la mayor parte de los poemas de Ángel González están formados por versos de diferentes medidas, largos y breves, que se alternan y combinan con ritmo irregular y sincopado como el fluir de un río, como el temblor de una llama, como la línea ondulatoria del vivir. Así, el “paso del tiempo” es, quizá, el principal asunto lírico, y recurrente, de la obra poética de este autor. El transcurrir del tiempo se concreta, unas veces, en el de la tarde o, como en este poema, en el atardecer o puesta de sol; pero, en otros casos, el poeta sigue el devenir de los días de la semana, de los meses o el ciclo completo de las estaciones del año; aunque quizá los mejores poemas suyos sean aquéllos en los que rememora el tiempo ya ido y, sobre todo, en los que revive, anudándolos a su vivir del momento, ciertos sucesos trágicos de la Guerra Civil, cuando él era aún un niño.

Pero este poema no sólo glosa el anochecer, sino, sobre todo, la mágica permanencia de la luz tras la puesta del sol. En este día perezoso, de atardecer lento y remiso a desaparecer a la hora que le corresponde, la luz, aunque el sol tire de ella, reclamándola, permanece en las ramas más altas de los árboles, enredada en ellas por el canto de los pájaros y también por la brisa que desde el oeste mantiene aún en el aire el polvo dorado. “Sale la luna”, pero el día se resiste a morir y aquella luz que un poco antes era “de oro,  ahora es de plata.” Pero, en esto, se equivocó Ángel González, porque la Poesía -con mayúscula- y su ritmo fluyente permanecían en él, aunque ya anciano, y nos hizo el favor a nosotros, sus lectores, de no trocar por plata el oro de sus versos.


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