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Chertapkanof y Tredopuskin

[Cuento - Texto completo.]

Iván Turguéniev

En una cálida mañana de estío, volvía de caza acompañado de Jermolai.

Mecido por el movimiento de la “telega” estaba él adormecido y sacudía la cabeza sin poderse despertar.

Los perros roncaban tranquilamente junto a nosotros y escapaban a los tábanos que atormentaban al pobre caballo.

Nos rodeaba una nube de polvo. El cochero tomó un camino boscoso. Las ruedas del carro tropezaban a cada instante con la maleza crecida.

Jermolai acabó por despertarse y dijo:

—Pero por aquí ha de haber gallos silvestres.

Con esta noticia bajamos y penetramos en la espesura.

Bien pronto mi perro encontró una banda de gallos silvestres, sobre los que Jermolai y yo descargamos nuestros fusiles.

Nos preparábamos a disparar de nuevo, cuando la enramada, abriéndose junto a mí, dejó pasar a un caballero.

—¿Con qué derecho, señor, caza usted en mis tierras? —preguntó con altanería.

El personaje que hablaba de esta suerte pronunciaba por la nariz y por accesos, precipitadamente. Lo observé con atención. Nunca en mi vida se me había cruzado semejante persona. Imagínese un hombrecito rubio, de nariz respingona, torcida y de largos mostachos colorados. Tenía metido hasta las cejas un bonete persa. Llevaba un traje amarillo gastado con adornos de galones de plata en todas sus costuras. Todo denunciaba el largo uso, pues estaba sembrado de zurcidos; un cuerno de caza colgaba de sus hombros. De su cintura salía la punta de un puñal.

El caballo era flaco, hético, y asimismo los dos perros que lo acompañaban.

Aspecto, miradas, movimientos y expresión del desconocido mostraban una loca audacia y un indomable orgullo. Los ojos, de un verde azulado, daban vidriosos destellos; miraban al azar, como los de un hombre ebrio.

La cabeza hacia atrás, inflaba los carrillos, se sacudía como un gallo de la India. El conjunto de sus modales recordaba muchísimo al pavo. Repitió su pregunta.

—Ignoraba que estuviese prohibido cazar en este bosque —le respondí.

—Está usted en mis tierras, señor.

—Según sus deseos, voy a retirarme.

—Permita usted, ¿es un noble a quien tengo el honor de hablar?

Me presenté.

—En ese caso —agregó—, continúe usted cazando. Me honra satisfacer el gusto de un gentilhombre. Soy Pantalei Chertapkanof.

Dicho esto, mi interlocutor se inclinó; afirmándose en los estribos dio a su caballo un recio latigazo. El pobre animal se encabritó, echó espuma y le quebró la pata a uno de los perros, que lanzó lamentables ladridos.

Pantalei, fuera de sí, redobló el castigo al animal. Luego, saltando al suelo, examinó la pata del perro, escupió sobre la herida y la empujó. Se agarró enseguida a las crines de su caballo y puso el pie en el estribo.

El animal alargó el pescuezo y al rato desaparecían en la espesura.

Oí los latigazos que Chertapkanof seguía dando a su pobre caballo, y luego su cuerno de caza, con cuyo sonido vibrante llenaba los bosques.

En ese momento salió del matorral, cerca de mí, otro personaje: un caballero bajo y grueso, que montaba un caballo bayo. Me preguntó si no había visto a un caballero que montaba un animal zaino colorado. Y como le respondiese afirmativamente:

—¿Hacia dónde enderezó?

—Por allí.

—Se lo agradezco humildemente, monseñor.

Espoleó su cabalgadura y se alejó en la dirección que le había indicado. Lo seguí con los ojos hasta que su casquete puntiagudo no se vio más entre las ramas.

Este segundo personaje parecía exactamente opuesto al primero, por su aspecto: la cara hinchada, redonda como una bola; su expresión era de bondad y timidez; venitas azules le surcaban la nariz espesa; en la parte delantera de la cabeza no tenía un solo cabello; en lo bajo de la nuca, un cerco de pelo feamente rubio. Sus ojos, que no cesaban de guiñar nerviosamente, daban la impresión de haber sido horadados por un taladro, y en sus labios gruesos y colorados flotaba una continua sonrisa. Vestía sobretodo verde con botones de cobre; los pantalones de paño no le llegaban más que a las rodillas y dejaban al descubierto la caña de sus botas y lo rechoncho de sus pantorrillas.

—¿Este quién es? —pregunté a Jermolai.

—Ivano Ivanovich Tredopuskin, que vive con Chertapkanof.

—Debe de ser un pobre hombre.

—No es rico, y tampoco lo es Chertapkanof. No tienen un céntimo.

—¿Por qué viven juntos?

—Por afecto. El uno va adonde va el otro. Como dice el proverbio: Por donde pasa el caballo con su casco, el cangrejo pasa con sus pinzas.

Salimos del matorral. Cerca de nosotros dos perros ladraron, y entre la maleza corrió una liebre grande.

Tras ella se lanzaron los galgos. Luego llegó Chertapkanof. Procuraba en vano dirigir la jauría. De su ancha boca escapaban sonidos inarticulados e ininteligibles; se enfadaba con su cabalgadura y la hartaba de latigazos. Los lebreles buscaban, la liebre torció camino y cruzó como una flecha delante de Jermolai. Los perros salieron para otro lado.

—¡Guarda: fuego! —gritó Chertapkanof.

Jermolai disparó el arma, la liebre rodó como una bola sobre la gramilla seca; saltó un perro y la atrapó.

Chertapkanof, en un abrir y cerrar de ojos se apeó, y sacando su puñal lo hundió hasta el mango en el cuerpo de la presa. Lanzó un grito de victoria y se llenó de orgullo cuando vio llegar a Tredopuskin.

—Debiéramos privarnos de la caza en esta estación del año —dije a Chertapkanof, señalándole un vecino campo de avena.

—Ese campo me pertenece —respondió con sequedad.

Le cortó las patas a la liebre y se la ató a la silla.

Y dijo a Jermolai:

—Según las leyes de la caza, te debo el tiro, querido. En cuanto a usted, señor —dijo recalcando cada sílaba—, le quedo agradecido.

Montó de nuevo.

—¿Me permite preguntar su nombre?

Se lo dije otra vez.

—Me place haberlo conocido. Cuando la ocasión se presente, hágame el placer de visitarme.

Luego, con un ademán de impaciencia:

—Pero ¿dónde está Fomka?

—Su caballo ha caído y reventó —dijo Tredopuskin.

—¿Cómo? ¿Reventó Orbacane? ¡Pfon pfi! ¿Dónde está?

—Más allá del bosque.

Chertapkanof salió al galope.

Tredopuskin me saludó dos veces, por su amigo y por él; y, como de ordinario, se alejó al trote a través de la maleza.

Me pregunté por qué dos seres tan diferentes por carácter y maneras podían vivir juntos, y comuniqué mi asombro a Jermolai. Este me dio noticias que permiten, junto con otras, formarnos una idea completa sobre ambos personajes.

Pantalei Tremeich Chertapkanof tiene en el país reputación de atolondrado, de hombre peligroso y fantástico. Y con todo, es orgulloso como Artaban y un perdonavidas de lo peor. Sirvió en el ejército; motivos desagradables lo obligaron a dimitir, y salió con graduación de teniente. Su familia tenía en otro tiempo grandes propiedades y vivía como viven los grandes señores de la estepa. Siempre estaba servida la mesa del castillo, nadie pedía hospitalidad sin obtenerla, y hasta los caballos de los extraños eran cuidados y alimentados a lo grande. La casa de estos ricos castellanos era numerosa: músicos, cantores, y en los días de fiesta toda la turba de los criados se hartaban de aguardiente. Iban durante el invierno a Moscú, en sus espaciosas “kolymagues”. A veces, de vuelta de la ciudad, se quedaban sin un céntimo y se veían en caso de vivir con los productos de la granja y los establos.

Pantalei, es decir, Eremei Lukich, había heredado una tierra ya empobrecida, pero no llevaba una vida menos alegre. No dejó a su hijo, al morir, más que la aldea de Beztonow, cuya población se componía de 30 hombres y 70 mujeres, todos esclavos de la corona. Le correspondía también el octavo de las tierras de Kolobradova. Como no quería saber nada de los mercaderes, con los salteadores, como él decía, el difunto había enseñado a sus siervos un gran número de oficios.

Se arruinó, precisamente, por persistir en esta mala combinación. Al menos satisfizo todas sus excentricidades. Quiso tener un día un carruaje desmesurado. Y lo tuvo, en efecto. Para hacerlo andar hubo necesidad de requisar todos los caballos y todos los hombres de la aldea. Pero al primer ensayo se abrió y se deshizo.

Eremei Lukich hizo levantar en el lugar un monumento y ya no se preocupó más del asunto. Tuvo enseguida la fantasía de edificar una iglesia sin ayuda de un arquitecto. Se encargó él mismo de diseñar los planos y fundamentos.

Para fabricar los ladrillos se quemó una selva íntegra. Luego se pusieron los cimientos. Por su solidez y extensión, aquello podía soportar una catedral. Los muros se elevaron, después la cúpula… Pero luego se derrumbó. “No es nada”, pensó Eremei. “Que se empiece de nuevo.” De nuevo se construyó la cúpula, de nuevo se derrumbó.

“El número 3 es divino”, pensó Lukich. “Ensayemos una tercera vez.” Y el mismo accidente se repitió, más terrible y más peligroso. Grandes grietas surcaron los muros de la iglesia y amenazaron su solidez.

—Han puesto algún maleficio en esta construcción —dijo el propietario—. Las brujas de la aldea tienen la culpa.

Y de acuerdo con sus órdenes, fueron azotadas todas las viejas del lugar. Después de reflexionarlo, desistió de edificar el templo. Solo quedaron sus ruinas, que atestiguaban una fantasía del señor Lukich. Poco después decidió reconstruir todas las casas de la aldea sobre un modelo uniforme. Las juntó de tres en tres, en forma de triángulo. En el medio del triángulo había un poste que remataba en un nido de estornino.

Diariamente tenía nuevas extravagancias. Ya se hacía preparar una sopa de lampazo, ya le daba por hacer cortar las colas de todos los caballos para fabricar casquetes a sus criados. A veces quería reemplazar el lino por ortigas y alimentar los puercos con hongos. Habiendo leído un día, en un periódico de Moscú, un artículo concerniente a la buena moral de las aldeas, decretó que todo el mundo aprendiese este artículo de memoria y lo recitara con frecuencia.

En aquella misma época, por motivos de “orden y regularidad”, Eremei quiso que todos sus súbditos tuviesen un número y lo llevasen marcado sobre el cuello del traje. Cada vez que un campesino se encontraba con su amo, gritaba: “Número 21.” “Número 7.” Y el amo respondía: “Dios te guarde.”

—A pesar de sus buenas medidas, Eremei llegó a una situación muy embarazosa. Se vio en el caso de hipotecar todas sus tierras y tuvo que venderlas al poco tiempo. La última aldea suya, donde estaba la iglesia sin cúpula, fue rematada por el Estado. Tal acontecimiento ocurrió después de su fallecimiento. Meses antes había muerto en su castillo, rodeado de su servidumbre, bajo los ojos del médico. El pobre Pantalei no recibió, como herencia, más que el caserío de Beszonovo.

Cuando la enfermedad de su padre se declaró, Pantalei estaba en el regimiento y tenía diecinueve años. Criado por una madre débil e indulgente, pudo satisfacer siempre todos sus caprichos. Las esperanzas de su madre, Vasilia Vasilievna, no se realizaron, porque su Pantalei se hizo un franco holgazán.

El padre había descuidado la educación del hijo, absorbido por sus extravagancias y reformas económicas. Solo en cierta ocasión le administró un buen castigo. Ese día, es verdad, lo había puesto de malísimo humor un accidente sufrido por uno de sus galgos.

Vasilia Vasilievna nunca hizo mayores gastos para la educación de su hijo. Había desenterrado como preceptor a un viejo alsaciano inválido, llamado Birkopf. Hasta en sus últimos días temblaba al suponer que este mentor pudiese renunciar al empleo. Birkopf se aprovechaba de semejante disposición, bebía como un agujero y se lo pasaba durmiendo desde la mañana a la noche y desde la noche a la mañana. Pantalei terminó su educación en falso, y entró en el ejército.

Grande fue su sorpresa para Pantalei cuando llegó con licencia, para los funerales de su padre, y vio que su fortuna se hallaba reducida a nada. Con la desesperación, Pantalei cambió completamente. Ya no se le reconocía. Había sido hasta entonces perezoso, pero bueno y honesto. A partir de entonces fue violento y pendenciero, peleó con sus vecinos, ricos o pobres, y se mostró descortés con las autoridades civiles.

—Soy —decía en cualquier ocasión— un noble chapado a la antigua.

Al “stanovoi” un día casi lo mata porque no se quitó el sombrero al encontrarse con él.

Le devolvían la pelota, por cierto, y aquello era una contienda sin fin. Los funcionarios siempre temían tener que dirimir asuntos con Chertapkanof. Que le hicieran una observación a disgusto suyo, y él proponía arreglar la cuestión con un duelo a muerte. “¡Vaya! —decía—. Yo no tengo apego a la vida. Además, soy un noble chapado a la antigua.”

Por otra parte, su probidad era perfecta, y siempre tomaba la defensa de sus campesinos cuando su causa era justa. Los amparaba hasta el último extremo. “Que yo no sea Chertapkanof si no aplasto al temerario que se atreva a invadir el derecho ajeno.”

Tikone Tredopuskin no podía, como su amigo, enorgullecerse de su nacimiento. Su padre pertenecía al común y no adquirió la nobleza sino al precio de cuarenta años de un servicio asiduo e irreprochable. Pertenecía al número de esos hombres a quienes la mala suerte combate con una pertinacia que parece odio personal.

Durante sesenta años tuvo que luchar contra todas las miserias que son la herencia de la gente ínfima. Se debatía como un pez en el hielo; vivía al día, nunca durmió su borrachera completa.

El pobre hombre pasó así una existencia de mártir y murió en algo como un granero, sin dejar un solo céntimo a sus hijos. Luchó vanamente contra la desgracia, como una liebre caída en la red; todos sus esfuerzos lograban solamente que se enredase más en la malla.

Bueno y honesto, la gente se aprovechaba de ello. Casado con una tísica, tuvo varios hijos que murieron temprano. Sobrevivieron dos, Tikone y su hermana Matrona.

Se casó esta, joven todavía, con un abogado retirado de los negocios.

Por lo que se refiere a Tikone, logró su padre hacerlo entrar como supernumerario en una administración. No permaneció mucho tiempo en ella; la situación precaria que había sobrellevado, de continua lucha con el frío y el hambre, el ver los sufrimientos de su madre, los desesperados esfuerzos de su padre, las duras exigencias de los propietarios y de los proveedores, todo concurrió a darle un carácter tímido y reservado.

A la vista de un superior caía en síncope, como un pajarillo que se siente atrapado. Con frecuencia, la naturaleza adjudica aptitudes y gustos contrarios a los que necesitaríamos a fin de cumplir con los deberes de nuestra condición.

De esta suerte había hecho que Tikone, hijo de un pobre empleado, fuese persona dulce, benévola, inclinada a los goces, dotada de un gusto y de un olfato admirablemente finos… Le desarrolló estas disposiciones y, sin embargo, lo condenó a nutrirse de repollos agrios y de carne podrida. No por eso dejó de hacerse hombre. Pero desde entonces, su papel en el mundo resultó de lo más curioso.

El destino, que tan cruelmente había martirizado al padre, no fue más clemente con el hijo, y le hizo su juguete. No lo llevó ni una sola vez a la desesperación, ni a las profundas angustias; pero lo zarandeó a través de todas las Rusias, lo hizo amo y criado, lo sometió a funciones ridículas.

Tan pronto se le encontraba con cargo de mayordomo en casa de alguna protectora biliosa y exigente, como se le podía descubrir comensal de un rico mercader, avaro hasta la médula. O sí no, tenía la cancillería de un gentilhombre de ojos rasgados y pelo cortado a la inglesa, o era semibufón de un propietario aficionado a la caza.

En suma: había pasado por todas las miserias de las posiciones dependientes. Infinidad de veces, por la noche, al retirarse a su habitación, decidió, avergonzado y con lágrimas en los ojos, escaparse y procurarse otra ocupación en la ciudad próxima, y dejarse morir de hambre si no hallaba empleo.

Pero invariablemente su timidez lo vencía, le presentaba las ideas de la víspera con apariencia triste, y lo obligaba a renunciar a sus proyectos. ¿Era probable, por otra parte, que pudiese hallar una colocación? “No me aceptarían”, murmuraba el infeliz, y se agachaba a ponerse el collar de sus miserias.

La situación de Tikone era, pues, deplorable; desde luego porque carecía de las cualidades propias del bufón. No era capaz de bailar hasta caer rendido de cansancio, ni de gastar mil monerías, abundar en bromas y frases graciosas, bajo la amenaza sorda de un castigo; no podía reír y cantar desnudo y expuesto a un frío de veinticinco grados bajo cero; era imposible que bebiese aguardiente con tinta o comiese hongos venenosos.

Sabe Dios lo que hubiera sido del pobre Tredopuskin sí su último amo no hubiese escrito en el testamento: “Doy a Zezé (por otro nombre Tikone) y a sus herederos, la aldea de Bésriélendéefka.”

Pasado algún tiempo, el honesto legatario murió de apoplejía. Puso la justicia sus sellos y, al cabo de quince días se reunían los parientes del difunto. Se llamó a Tredopuskín, que compareció enseguida.

Los herederos conocían las funciones de Tikone en casa del pariente muerto. Y así fueron los silbidos y los gritos cuando lo vieron entrar en la sala.

—¡Señor terrateniente! Amigos, ¡aquí está el nuevo amo!

—Sí —dijo uno que se pagaba de ingenioso—, este señor es perfecto, se sabe lo que es. Justamente… es un… un… ¿un señor?

Y estalló en una risa olímpica.

El pobre bufón no quería creer que fuese verdad tanta dicha. Fue preciso mostrarle la pertinente disposición testamentaría. Se sonrojó, guiñó los ojos, abrió la boca y acabó por ponerse a llorar.

Con tales demostraciones, los espectadores lanzaron un ¡hurrah! y los vidrios temblaron como en un día de tormenta.

Bésriélendéefka no era, al fin y al cabo, más que una aldea de veintidós almas. Y los presentes no la tenían en mucho. Pero, puesto que la ocasión era buena, ¿por qué no divertirse? Cierto señor Rostilaf Adamych Stoppel discurrió más. Se aproximó a Tikone hasta rozarle la cadera y le dijo con desdén:

—Usted, señor, desempeñaba, creo, en casa del difunto Fedorych, funciones de bufón. ¿Era usted su criado favorito?

El señor Stoppel era un fino conversador, y dijo con la mayor desenvoltura estas palabras. Tikone, pasmado, no sabía qué responder. Escuchaban los herederos al hombre espiritual, que repitió su pregunta. Pero Tredopuskin, con la mirada perdida, no sabía qué responder.

—Lo felicito a usted —dijo Stoppel—. Lo felicito, nuevo señor. Verdad que pocas personas se avendrían a emplear sus medios de hacer fortuna. Pero cada uno tiene sus gustos, ¿no?

Alguien, en el fondo de la sala, hizo oír una exclamación de asombro. El señor Stoppel supuso que semejante burla era una alabanza, e insistió con ganas:

—¿Podría usted decirnos qué clase de mérito le ha hecho a usted digno del pequeño legado? Aquí estamos en familia, hable usted sinceramente.

No comprendió Tíkone las palabras del señor Stoppel, se limitó a menear la cabeza. Otro heredero, hombre joven, con la frente llena de placas amarillas, gritó:

—Sí, sí, tiene usted razón. Usted seguramente sabe caminar con las manos, o bailar con las piernas al aire.

—O imita el canto del gallo.

Y otro, después de una risotada:

—O tal vez baila sobre esa nariz.

Una voz gritó al fin:

—¡Basta! ¿No les avergüenza atormentar a este pobre hombre?

Todos se volvieron. Era Chertapkanof. Pariente lejano del difunto, lo habían convocado también. Según su costumbre, se había mantenido apartado y no conversaba con nadie.

—¡Basta! —gritó moviendo la cabeza, furibundo.

El elegante Stoppel, al ver en el interruptor un hombre de escasa apariencia, no lo tomó en serio.

—¿Quién es? —preguntó.

—Cualquier cosa —le dijeron al oído. Confirmada su sospecha, le habló con altanería:

—¿Desde cuándo tenemos un inspector general supremo? ¿Qué clase de pájaro es usted?

Chertapkanof saltó como un cohete y gritó tartamudeando de coraje:

—¿Quién soy yo? Pantalei Chertapkanof, de la más rancia nobleza. Mi bisabuelo estuvo en el sitio de Kazán, bajo el Terrible. Y tú, ¿eres noble siquiera?

Adamych palideció. La interpelación, tan espontánea y viva, lo había turbado. Chertapkanof se adelantó impetuosamente hacia él, que retrocedió asustado.

—¡Quiero dos pistolas! ¡Armas, pronto! A tres pasos de distancia. O pídeme perdón y lo mismo a este pobre hombre.

—Dele explicaciones —clamó la asamblea—. Es un loco. ¡Cuidado!

—Perdón —balbuceó Stoppel—. Yo no sabía…

—Y a él, a él, pídele perdón —le impuso Chertapkanof con una voz firme.

—Perdóneme usted también —añadió el otro, que pasaba por el espantoso trance.

Pantelei tomó de la mano al antiguo bufón y cruzó la sala con él. La asamblea, tan ruidosa momentos antes, se había calmado como por ensalmo.

A partir de ese día tan fértil en emociones, los dos señores terratenientes ya no se separaron. Tikone, débil y fofo, profesaba a su amigo una especie de culto. Consideraba a Pantalei un hombre instruido, inteligente, extraordinario.

Y, sin duda, su educación, aunque deficiente y mala, era muy superior a la de Tikone. Hablaba el ruso y mal el francés. En materia de grandes espíritus rusos, estimaba a Dervajine y tenía pasión por Marlinski.

* * *

Días después de mi encuentro con los dos amigos, fui a visitar a Chertapkanof en Bezsonovo. Desde lejos se veía su casa, edificada en un sitio sin árboles, sobre una tierra alta, y parecía un nido de águilas en las rocas inaccesibles.

Las dependencias de la finca formaban cuatro cuartos: el establo, la cochera, los baños y el cobertizo.

Ni foso ni empalizada rodeaban la propiedad ni señalaban el límite del señorío.

Al llegar cerca del cobertizo hallé cuatro o cinco perros ocupados en despedazar el cadáver de un viejo caballo. Uno de ellos levantó un momento su hocico teñido de sangre, miró y volvió a devorar. Junto a los perros había un muchacho de cara pálida, vestido a la manera cosaca. Amenazaba a los animales con un largo látigo.

—¿Está tu amo? —le pregunté.

—Llame con las manos.

Bajé del coche y entré por la galería.

No tenía apariencia de lujo la casa de Chertapkanof. Las vigas de la armazón, ennegrecidas por el tiempo, habían cedido en más de un lugar; las chimeneas estaban en ruinas. Los pequeños cristales, de azulados reflejos, tenían cierto aspecto melancólico, y encajados en aquellos muros amarillentos, antiguos, daban la impresión de ojos, ojos turbios de viejas malvadas.

Llamé y nadie respondió.

Adentro hablaban, sin embargo. Y oí las siguientes palabras de una voz gritona:

—A. B. C. D. Vamos, pues, imbécil.

Volví a llamar y la misma voz gritó:

—Entre, entre.

Di con una antecámara oscura, inmediata a una pieza con la puerta abierta. Allí estaba Pantalei, abrigado con un batán que se abría sobre largos pantalones y sentado en una vieja silla. Con una mano cerraba el hocico a un perro de aguas y con la otra le acercaba a la nariz un pedazo de pan.

—¡Ah! —dijo con dignidad—, encantado de verlo. Estoy dando una lección a Vinzov. ¡Tikone! Ven aquí, hay una visita.

—¡Voy! —respondió Tikone.

—¡Eh, María, dame el látigo!

Y reanudó tranquilamente la lección de su perro.

Mientras tanto, yo examinaba la habitación. Una mala mesa de cuatro patas disparejas y seis sillas desfondadas componían todo el moblaje. Las paredes, blanqueadas de cal, tenían manchitas que representaban estrellas. Bajo un velo de polvo un antiguo espejo. Y telas de araña colgando del cielo raso resquebrajado.

—A. B. C. D. —pronunciaba lentamente Chertapkanof. Luego exclamó de repente, haciendo una contorsión—: ¡Bestia estúpida, come!

Modestamente, el pobre animal estaba sentado sobre sus patas traseras; manso y bueno, atendía cada movimiento de su amo y procuraba cumplir enseguida sus órdenes. Pantalei le ofrecía de comer, gritando:

—¡Come, pues, animal!

Al ver que no se decidía a comer, le dio un puntapié. El perro se alejó sin quejarse, aunque debió de dolerle que lo tratasen tan mal delante de una visita.

Se abrió la puerta contigua y entró Tredopuskin haciendo reverencias.

Me levanté y fui hacia él.

—Por favor, se lo ruego, no se levante.

Nos sentamos juntos, mientras Chertapkanof se iba a otra pieza.

—¿Hace tiempo que está en nuestra tierra de Canaán? —me preguntó Tredopuskin, después de toser discretamente, apoyando la punta de los dedos sobre su labio superior.

—Hace pocas semanas.

—¡Ah, bravo! ¡Qué hermoso día el de hoy!… Los cereales prosperan. Una bendición.

Y me miró con un gesto agradecido y como si conviniera que me diese aquellas informaciones. Y prosiguió:

—Ayer Pantalei mató dos liebres. Tuvimos contratiempos. Pero ¡qué liebres!

—¿Tiene buenos perros el señor Chertapkanof?

—Sí, excelentes —respondió Tredopuskin con entusiasmo—. Son los mejores de la jurisdicción, porque cuando el propietario de Bezsonovo desea algo, todo ha de ceder.

Entró en ese instante Pantalei y el semblante de Tikone, iluminándose, parecía decir: “¡Vea usted mismo si sería posible encontrar un hombre semejante a este!”

Hablamos los tres de cacerías.

—¿Quiere ver una jauría? —me preguntó Chertapkanof. Y sin aguardar a que le respondiese llamó a su criado Karp, que apareció enseguida, muchacho vestido con traje de nankín, adornado de anchos botones blasonados.

—Di a Foma que me traiga a Ammalat y Saiga. Pero en forma… ¿comprendes?

Una sonrisa contrajo la boca de Karp. Meneó la cabeza, como signo de inteligencia, y desapareció. A los pocos minutos Foma venía con los dos perros atrahillados.

Chertapkanof escupió en las narices de uno, que se quedó quieto. Se siguió conversando y mi huésped fue dejando su fanfarronería y pareció más simpático. De pronto me miró y dijo con cierta ingenuidad:

—Pero ¿por qué se queda sola? ¿Por qué no aprovecha su buena compañía? ¡Eh, María, ven!

Hubo un movimiento en la sala contigua, pero ninguna voz respondió.

—Ma…a…ría, ven con nosotros —dijo suavemente Pantalei.

Entró una mujer que tendría alrededor de veinte años, alta, esbelta. Tenía el cutis cetrino de las bohemias. Sus ojos almendrados estaban rasgados de amarillo y sombreados de muy negras pestañas. Los dientes tenían blancura de marfil y tocaban el coral de los labios. Negros los cabellos, caían sueltos sobre sus espaldas. Vestía de blanco y llevaba un chal celeste, echado artísticamente; levantado sobre uno de los hombros, dejaba ver un brazo fino, terminado por la mano, de línea aristocrática. Avanzó algunos pasos y pareció cohibida.

—Permítame que le presente a María, mi mujer, si usted quiere.

Ella se sonrojó algo cuando la saludé. Me agradaba mucho con su nariz afilada, las mejillas pálidas, medio sumidas y los rasgos, en fin, que denunciaban pasiones fuertes y una perfecta despreocupación.

Se sentó junto a la ventana. A fin de no aumentar su cortedad, me puse a conversar con Chertapkanof. De tiempo en tiempo ella me echaba ojeadas que parecían dardos de serpiente.

Tikone se sentó a su lado y le dio conversación. Ella sonreía, y los labios, levantándose, hicieron la expresión de su cara, no digo felina, tampoco leonina, y menos angelical. Una expresión realmente extraordinaria y muy hermosa de contemplar.

—Bueno, María —dijo el dueño de casa—, ¿no tienes algunos refrescos para nuestro huésped?

—Hay algo de confitería.

—Pues, dánoslo, y también aguardiente. Y trae tu guitarra y canta.

—No, no quiero.

—¿Por qué?

—Pues, porque no tengo ganas.

—Pero ¿por qué?

—No sé.

—¡Qué loca! En fin, trae lo que te he pedido.

Fue y volvió; puso las golosinas en la mesa y nuevamente se sentó junto a la ventana. Ahora su fisonomía era perversa, se alzaban y recaían sus pestañas como las antenas de una avispa. Por sus miradas ariscas tenía yo la impresión de que habría tormenta. De pronto se levantó. Bajo la ventana pasaba una mujer. Le gritó: “¡Axinia!” Parece que, al volverse, la mujer resbaló y cayó. María retrocedió para que desde abajo no la vieran y rompió a reír a carcajadas. Resonaron agradablemente a los oídos de Chertapkanof las notas argentinas de aquellas carcajadas y lo alegraron de nuevo. La tormenta se disipó.

Con atmósfera calma, desde ese momento, nos dimos a jugar locos de contento y a charlar como colegiales. María rivalizaba con nosotros en alegría, sus ojos echaban alternativamente claridad y sombra, su cuerpo tenía ondulaciones de ola, su naturaleza salvaje se revelaba íntegra.

Una inspiración la hizo correr a buscar su guitarra, y quitándose el chal entonó una romanza. Pura su voz, como el cristal resonaba en nuestro corazón. Notas fuertes, como el ruido del mar, alternaban con una cadencia suave, con gorjeo de ruiseñor. Después un aire de danza bohemia, con el refrán: “Ai jghi, govori, al jghi.”

Chertapkanof se dejó llevar por el ritmo de la danza, Tredopuskin zapateaba. María exaltada, inspirada, hacía volar las notas melodiosas y fascinantes. Exhausta, al fin, interrumpió su canto y dejó correr sus dedos ligeramente sobre las cuerdas de la guitarra. Sin embargo, con un último ímpetu, lanzó todavía vigorosas notas. Y Pantalei, que había relajado el paso, recomenzó con más brío, casi tocaba el cielo raso, gritando: “¡Rápido! ¡Rápido!”

Dejé Bezsonovo a medianoche, contento de mi visita y de mis amigos.

FIN


Relatos de un cazador, 1852


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