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Curado

[Cuento - Texto completo.]

Emilia Pardo Bazán

Al salir el médico rural, bien arropado en su capote porque diluviaba; al afianzarle el estribo para que montase en su jaco, la mujerona lloraba como una Magdalena. ¡Ay de Dios, que tenían en la casa la muerte! ¡De qué valía tanta medicina, cuatro pesos gastados en cosas de la botica! ¡Y a más el otro peso en una misa al glorioso San Mamed, a ver si hacía un milagriño!

El enfermo, cada día a peor, a peor… Se abría a vómitos. No guardaba en el cuerpo migaja que le diesen; era una compasión haber cocido para eso la sustancia, haber retorcido el pescuezo a la gallina negra, tan hermosa, ¡con una enjundia!, y haber comprado en Areal una libra entera de chocolate, ocho reales que embolsó el ladrón del Bonito, el del almacén… Ende sanando, bien empleado todo…, a vender la camisa!… pero si fallecía, si ya no tenía ánimo ni de abrir los ojos!… ¡Y era el hijo mayor, el que trabajaba el lugar! ¡Los otros, unos rapaces que cabían bajo una cesta! ¡El padre, en América, sin escribir nunca! ¡Qué iba a ser de todos! ¡A los caminos, a pedir limosna!

Secándose las lágrimas con el dorso de la negra y callosa mano, la mujerona entró, cerró la cancilla, no sin arrojar una mirada de odio al médico que, indiferente, se alejaba al trotecillo animado de su yegua. Estaban arrendados con él, según la costumbre aldeana, por un ferrado de trigo anual; no costaban nada sus visitas…, pero, ¡cata!, ellos se hermanan con el boticario, recetan y recetan, cobran la mitad, si cuadra…, ¡todo robar, todo quitarle su pobreza al pobre! Y allí, sobre la artesa mugrienta, otro papel, otra recitiña, que sabe Dios lo que importaría, además del viaje a Areal, rompiendo zapatos y mojándose hasta los huesos.

Lejos, en el fondo de la cocina, apenas alumbrada por una candileja de petróleo, se oía el fatigoso anhelar del enfermo y el hálito igual, dulce, de los tres niños echados en un mismo jergón de hojas de maíz. El fuego del lar aún ardía semiextinguido. Una sabandija corrió un instante por la pared y se ocultó en un resquicio, dejando la medrosa impresión de su culebreo fantástico, agigantado por la proyección de sombra. La vaca, en el establo, mugió insistente, llamando a su ternerillo; fuera aulló el perro. La mujerona, con movimiento de cólera, agarró la receta y la echó a las brasas, donde se consumió trabajosamente el recio papel…

Quejóse el enfermo, con aquel quejido suyo, desgarrador, de rabia y náusea, y la madre, acercándose al cajón de tablas pegado al muro -el lecho aldeano-, se inclinó sobre el mozo y susurró a su oído:

-Calla, mi yalma, que ende amaneciendo voy por el mediquín, y te lo traigo, y te cura.¡Como hay Dios que voy por él! ¡Ya no me pasa el médico esa puerta!

Era el supremo recurso, la postrera ilusión de todo labriego en aquella parroquia de Noan -el curandero, el médico libre, sin título, que ejercía secretamente, acertando más, ¡buena comparanza!, que los otros pillos-. El mediquín no recetaba. Llevaba consigo, en el profundo bolso, tres o cuatro frasquetes y papelitos doblados, unas gotas y unos polvos, y en el acto administraba lo preciso; no había que trotar hasta Areal, esperar los siete esperares en la botica y después largar pesos al boticario, que el diaño cargue con él. Una peseta o dos al mismo mediquín, y campantes; y el mozo, antes de una semana, sachando en la heredad.

Aún no blanqueaba el alba, anunciándola tan sólo vago reflejo cárdeno hacia el bosque, cuando salió la mujerona, arrebujada la cabeza en su mantelo de burel, haciendo saltar barro líquido ¡flac!, ¡flac! de los charcos, al hincar en ellos las enormes zuecas. Cuando volvió, acompañada del curandero, que renegaba del tiempo- ¡vaya una invernía, vaya un perro llover!- a la puerta de la choza la esperaba el mayor de los pequeños, Juaniño, asustado, descalzo, manoteando.

-¡Señora madre…, que Eugenio está al cabo! ¡Que ya no atiende cuando le gritan!

La mujerona y el curandero se precipitaron; el interior de la choza parecía tenebroso a quien venía del exterior, de la claridad que ya empezaba a derramar un mustio amanecer de noviembre, y el mediquín encendió cerillas, y a la intermitente luz examinó al moribundo. Un gemido horrible, lento, rumiando, por decirlo así, salió de la fétida cama.

-¡Ay Virgen de la Guía! ¡Ay San Mamed! -clamó la madre-. ¡Es el estortor! ¡Está gunizando!

-No, mujer, no; calle, no se desdiche, que va a descansar.

La voz del curandero fue como un conjuro. El gemido se atenuó. Por la única ventana de la choza entró un rayo dorado del sol naciente. Los tres chicuelos, asombrados y respetuosos, permanecían en pie, mal despiertos, enredados los rubios rizos, sofocados aún los carrillos, metido el índice en la boca. Esperaban el milagro que iba a realizarse, y sus almitas cándidas y nuevas se entreabrían para acoger el rocío de lo maravilloso. ¡Aquel señor regordecho, de gabán de paño azul y gorra de cuadros verdes, podía curar a Eugenio! ¿Cómo? ¿De qué manera? Por una virtud… Eso, por una virtud… El caso es que iba a curarle. Eugenio no gemiría más; no tendría aquellas ansias tan grandísimas; cerraría los ojos y dormiría como un santo bendito.

El curandero, entretanto, sacaba del bolso uno de sus frasquetes no rotulados, lo miraba un instante al trasluz, enderezaba el cuentagotas, pedía agua, que le traían en un cuenco de barro, dosificaba y, cuenco en mano, volvía a llegarse al lecho… Con un brazo pasado alrededor del cuello del moribundo, le hacía beber, beber… ¡Asombroso caso! El mozo bebía y guardaba lo bebido… Cruzó las manos la madre, deshaciéndose en bendiciones. El curandero dejó suavemente sobre la almohada de follato la cabeza de revueltas greñas, de cara demacrada, color de arcilla. Una imperceptible sonrisa, una ráfaga de paz, de bienestar, sosegaron un momento la dolorosa faz atormentada del enfermo.

-Te va bien, yalma? -preguntó, embelesada, la mujerona.

-Sí, señora…; muy bien… -respondió él, dulcemente.

Del pico de un pañuelo salieron tres pesetas, que el curandero, al retirarse, guardó en el ancho bolsón de su abrigo; el precio de la visita y de la pócima. Los pequeñuelos permanecían absortos. ¡Eugenio no se quejaba ya! ¡Le veían así… dormido, tan sereno…. respirando maino, a modo del aire entre el trigal! ¡Como un santo, un santo bendito!

Ni se enteraron de que, hacia el mediodía, aquel ligero susurro cesó… La madre, al acercarse para administrarle otra dosis de la medicina milagrosa, tocó algo ya frío, rígido: un cuerpo inerte. Alzó estridente alarido. Se mesó las canas a puñados, se clavó las uñas en el pergamino del rostro… y Juaniño, consolándola, cogiéndose a su zagalejo remendado, repetía:

-No se apure, señora… Voy por el curandero… Calle, que se lo traigo ahora mismo…



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