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De cómo el Dr. Job Paupersum le trajo rosas rojas a su hija

[Cuento - Texto completo.]

Gustav Meyrink

En el famoso café de lujo “Stefanie” de Munich, y en altas horas de la noche, se hallaba sentado, rígido, con la mirada perdida, un anciano de aspecto por demás singular. La corbata deshilachada y dejada en absoluta libertad, más la frente poderosa que casi le llegaba hasta la nuca, revelaba al hombre docto, al académico de relevancia. Aparte de una barba plateada y rala que parecía escapada de una pléyade de chinches, cuyo extremo inferior cubría aquella parte central del chaleco donde a los grandes pensadores les suele faltar un botón, el anciano caballero poseía muy poco que valiera la pena mencionarse en cuanto a bienes terrenales. Para decirlo con absoluta precisión: nada.

Tanto más vivificante le resultó, por consiguiente, que ese parroquiano de vestimenta tan mundana y lustroso bigote negro que hasta ese momento estuviera sentado junto a la mesa del rincón de enfrente llevándose a la boca de tanto en tanto un trozo de pescado frío, haciendo gala de un delicado manejo del cuchillo (momentos en los cuales resaltaban aún más los destellos que despedía el brillante del tamaño de una guinda que lucía en el meñique elegantemente estirado), y que entre bocado y bocado lo obsequiara con miradas asaz observadoras, se levantara limpiándose a boca, cruzara el local casi vacío, se inclinara cortésmente ante él y preguntara:

-¿Gustaría el caballero jugar una partida de ajedrez?… ¿Digamos, por un marco la partida?

Fantasmagóricas escenas a todo color, referidas al derroche y la opulencia, se fueron sucediendo rápidamente ante los ojos mentales del académico, y mientras su corazón maravillado murmuraba: “A este bruto me lo manda Dios”, sus labios ya le estaban ordenando al camarero que justamente se había acercado para ocasionar, como era su costumbre, una serie de complicadas perturbaciones en el funcionamiento de las bombillas de luz:

-¡Julián, un tablero de ajedrez!

-Si no me equivoco, tengo el honor de conversar con el Dr. Paupersum, ¿no es así? -retomó el diálogo el hombre de mundo.

-Job… este, hm, sí… Job Paupersum -le confirmó distraídamente el académico, pues estaba como hechizado por la monumental esmeralda que bajo el aspecto de una lucecilla de automóvil, pero cumpliendo la función de un alfiler de corbata, adornaba el cuello de su interlocutor.

Fue recién con la llegada del tablero de ajedrez que se quebró el embrujo y pudo actuar nuevamente con entera libertad; colocó las piezas, fijó con saliva la cabeza de un caballo que estaba floja y reemplazó la torre que faltaba con una cerilla convenientemente doblada, todo en un abrir y cerrar de ojos. A partir de la tercer jugada el hombre de mundo se desprendió de sus binóculos, adoptó una pose por demás pedante y se sumió en hondas cavilaciones.

“Parece querer inventar las cosas más estúpidas que se puedan realizar sobre un tablero de ajedrez… de otra manera no me explico por qué se lo pasa meditando tanto tiempo”, se dijo el académico mientras observaba distraídamente a la matrona embutida en seda verde -el único ser viviente que quedaba en el local fuera de él y el hombre de mundo- que se mantenía erguida como una diosa invulnerable sobre el sofá del fondo, sosteniendo ante sí un plato del que desbordaba el merengado, su frío corazón de mujer acorazado detrás de unas buenas cincuenta libras de grasa.

-Abandono- manifestó por fin el caballero de la lucecilla verde, hizo a un lado las piezas y extrajo del costado de su ropa un estuche dorado del cual hizo aparecer una tarjeta de visita que inmediatamente le alcanzó al académico. El Dr. Paupersum leyó: Zenon Sawaniefski, Empresario de Monstruosidades.

-Hm. Claro. Hm… de monstruosidades, hm, monstruosidades -repitió durante un buen rato sin haber entendido gran cosa-. ¿Pero no pensaba usted seguir jugando algunas partiditas más? -preguntó luego en voz más alta, su pensamiento siempre dirigido hacia la acumulación de capitales.

-Ciertamente. Por supuesto. Todas las que usted quiera -le respondió amablemente el hombre de mundo-. ¿Pero qué le parece si antes hablamos de algo más remunerativo?

-¿De algo más… más remunerativo? -se le escapó al académico, mientras alrededor de sus ojos se iban formando leves arruguitas de recelo.

-He sabido casualmente -comenzó el empresario y ordenó al camarero por medio de movimientos plásticos que trajera una botella de vino y una copa-; por pura casualidad, decía, que usted, a pesar de su renombre como luminaria de las ciencias, se halla de momento sin un empleo fijo.

-Sí que lo tengo. Durante el día hago paquetes para las Damas de Caridad y luego los proveo de sus correspondientes sellos postales.

-¿Y con eso se mantiene?

-En la medida en que al lamer los sellos postales suministro a mi organismo una determinada cantidad de hidratos de carbono.

-¿Pero no sería mucho mejor que hiciera uso de su conocimiento de idiomas? Como intérprete, por ejemplo, en un campo de prisioneros.

-Sucede que solo domino el coreano antiguo, los diversos dialectos españoles, tres de los dialectos esquimales y unas dos docenas de lenguas suajilis. Sucede también que hasta ahora lamentablemente no estamos en guerra con ninguno de estos pueblos.

-Más le hubiera valido aprender los idiomas francés, inglés, ruso y serbio -acotó el empresario.

-No le quepa la menor duda de que entonces la guerra hubiera sido con los esquimales y no con los franceses -argumentó a su vez el académico.

-Ajá, si a usted le parece…

-Así es, mi querido señor, no hay nada que ajajear, desgraciadamente es así.

-Yo, en su lugar, estimado doctor, habría hecho el intento en algún diario con un tratado enjundioso sobre la guerra. Todas cosas inventadas, se entiende.

-Lo hice, lo hice -se lamentó el anciano-, relatos desde el frente, sobrios, objetivos, conmovedoramente escuetos, pero…

-¡Hombre, usted sí que es un caso de escopeta! -estalló el empresario-. ¿Relatos desde el frente escuetos, sobrios y objetivos? Los informes que llegan desde el frente deben ser conmovedores, sí, pero de ninguna manera escuetos y mucho menos objetivos… y en cuanto a sobrios, francamente… Usted debió haber tratado de…

El catedrático lo interrumpió con un gesto de cansancio:

-He tratado de hacer todo lo humanamente posible en esta vida. Cuando no pude hallar un editor para mi libro, un compendio de cuatro tomos sobre el tema Presunciones acerca del uso del polvo limpiador en la China prehistórica, me dediqué a la química… -de solo ver cómo tomaba vino el otro, el académico se volvía cada vez más verborrágico- y al poco tiempo ya había hecho un invento para templar acero con un procedimiento totalmente nuevo…

-¡Pero con algo así tendría que haber ganado un montón de dinero! -exclamó el empresario.

-No. Un fabricante al que le mostré el invento me disuadió de patentarlo (más tarde lo patentó él por su cuenta), diciendo que solamente se podía ganar mucho dinero con inventos pequeños y aparentemente insignificantes, que no despertaran la envidia de los competidores. Siguiendo su consejo inventé la famosa pila bautismal plegable, para aliviar a los misioneros metodistas la conversión de los pueblos salvajes.

-¿Y?

-Me dieron tres años de cárcel por blasfemia.

-Siga usted, sígame contando, estimado doctor -animaba el hombre de mundo al académico-, todo esto es sumamente interesante.

-Uf, le podría seguir contando durante días enteros de mis esperanzas destrozadas… Para conseguir una beca ofrecida por cierto famoso promotor de las ciencias, emprendí largos estudios en el museo etnológico y escribí un libro que llamó poderosamente la atención del jurado: Hipótesis acerca de cómo habrían pronunciado los antiguos Incas el nombre Huisilopochtli -según la conformación del paladar de las momias peruanas- si esta palabra no hubiese sido creada en México sino en Perú.

-¿Consiguió la beca?

-No. El famoso promotor de las ciencias habló conmigo -eso fue antes de la guerra- y me dijo que por el momento no disponía de suficiente dinero, ya que, además de promotor de las ciencias, era un fanático adepto de la paz, y que por consiguiente estaba dispuesto a invertir todo el efectivo de sus arcas en una campaña pro afianzamiento de las buenas relaciones entre Alemania y Francia, a fin de conservar intactos los valores humanos tan trabajosamente elaborados en común.

-¿Pero al estallar la guerra no se dieron para usted nuevas posibilidades?

-No. El promotor me dijo entonces que tenía que ahorrar más que nunca para aportar también él su granito de arena a la exterminación definitiva del enemigo natural y hereditario.

-Bueno, será cuestión de esperar hasta que la guerra termine, mi estimado doctor.

-No. Para entonces el promotor de las ciencias tendrá que ahorrar con mucha más razón para la reconstrucción de todos los valores humanos destruidos y la reanudación de las buenas relaciones entre los pueblos por ahora interrumpidas.

El empresario meditó un largo rato, y luego preguntó compasivo:

-¿Y cómo es que no se pegó un tiro?

-¿Pegarme un tiro? ¿Para ganar dinero?

-No, no precisamente para eso: lo que quise decir, hm, es que, en fin, que no deja de ser admirable que nunca haya perdido el coraje de empezar siempre de nuevo.

El académico perdió súbitamente toda la calma; su rostro, que hasta ese instante había permanecido inmóvil, como tallado en madera, adquirió una expresión temerosa y vacilante. En los ojos de los animales medrosos puede verse, cuando se hallan frente a un abismo, acosados por la muerte y con el perseguidor muy cerca detrás suyo, un brillo de dolor y de profunda desesperanza semejante al que se podía ver ahora en la mirada del viejo. Sus magros dedos comenzaron a tantear sobre la tabla de la mesa con movimientos temblorosos, como si estuviesen bajo la tensión de un llanto trabajosamente contenido y como tratando de hallar apoyo. Las líneas que corren desde las aletas de la nariz hasta la comisura de los labios se le habían alargado tan visiblemente, distorsionando de tal manera su boca, que parecía estar luchando contra un ataque de parálisis. Tragó saliva un par de veces.

-Ahora me doy cuenta de todo -dijo finalmente, como alguien que teme que se le trabe la lengua- ya sé, usted es un agente de seguros. Durante la mitad de mi vida he estado temiendo tropezar con uno de esos. (El hombre de mundo trataba en vano de explicarse, y protestaba enérgicamente con las manos y los gestos de la cara.) Sí, ya lo sé, usted me quiere insinuar solapadamente que saque un seguro de vida y que luego me suicide para que… y bueno, por qué no decirlo… para que mi hijita pueda seguir viviendo y no tenga que morirse de hambre junto conmigo. ¡No diga nada! ¿O es que realmente piensa que yo no sé que a los de su ralea no se les escapa nada, pero lo que se dice nada? Ustedes lo saben todo de nuestras vidas; han cavado pasillos secretos que van de casa a casa y con ojos de lobos hambrientos espían en todas las alcobas para saber qué se puede sacar de ellas. Saben cuándo nace un niño, cuántos céntimos hay en los bolsillos de cada cual, si alguien se va a casar o si está planeando un viaje peligroso.

“Llevan la contabilidad exacta sobre cada uno de nosotros y se intercambian nuestras direcciones. Y usted, usted ha llegado a leer en mi corazón y conoce el pensamiento que me viene atormentando hace ya diez años. ¿Cree acaso que soy tan vil y tan egoísta que no estaría ya asegurado y muerto… muerto por el bien de mi única hija, y por mi propia mano, sin esperar una insinuación de ustedes, que lo único que quieren es embaucarnos y que estafan a sus propias compañías, ustedes, sí, que trampean por un lado y por el otro, aconsejándole a uno cómo suicidarse sin que nadie se de cuenta… para después ir corriendo a hacer la denuncia y poder cobrar así una nueva comisión? Van y dicen: ¡esto es suicidio, no hay que pagar la póliza!… ¿Cree que yo no veo, como lo ven todos, que las manos de mi querida niña son cada día más blancas y más transparentes, y que yo no sé lo que esto significa: labios secos y afiebrados y tos durante la noche? Aunque fuese un canalla de su misma índole ya lo habría hecho hace mucho tiempo -para poder comprar medicinas y alimentos sustanciosos-, pero yo sé qué es lo que sucede siempre en estos casos: el dinero no se pagaría nunca, y… y después… ¡no, no y no, no quiero ni pensarlo!”

El empresario quiso hacer una nueva tentativa para interrumpir el torrente de palabras del anciano y debilitar la sospecha de que él fuese un agente de seguros, pero no se atrevió: el académico había cerrado su mano, antes vacilante, en un puño firme y amenazante.

-Voy a tener que pensar en una salida diferente -musitó el doctor Paupersum en voz muy baja y después de una serie de gestos incomprensibles, como dando fin a una larga frase pronunciada solo mentalmente; y siguió diciendo-: Está el asunto ese de los gigantes ambranos.

-¡Gigantes ambranos! ¡Caramba, por fin llegamos al tema de mi especialidad! ¡Era precisamente de eso que quería hablarle! -esta vez el empresario no se dejaba parar por nadie-: ¿Cómo es eso de los gigantes ambranos? He sabido que usted escribió un ensayo sobre el tema. ¡Pero por qué no bebe usted, doctor! ¡Julián, otra copa!

El doctor Paupersum volvió a ser al instante todo un académico.

-Los gigantes ambranos -comenzó con la solemnidad que se estila en estos casos- eran individuos mal conformados, con pies y manos enormes, y su existencia se daba exclusivamente en una aldea tirolesa llamada Ambras, lo que siempre dio lugar a la suposición de que se trataba de una enfermedad muy rara cuyo agente provocador debía ser buscado en aquel mismo lugar, ya que evidentemente no había hallado terreno propicio en ninguna otra parte. Pero yo fui el primero que logró demostrar que el tal agente debía encontrarse en el agua de un arroyo local, actualmente casi seco, y los experimentos que he hecho en este sentido me autorizan a declarar que puedo ofrecer una prueba fehaciente de lo que afirmo utilizando para ello mi propio cuerpo, y que puedo comprometerme a provocar en mí -después de pocos meses, si fuese necesario, y a pesar de mi avanzada edad- malformaciones como las ya mencionadas o tal vez mucho peores.

-¿Peores como qué, por ejemplo? -preguntó el empresario lleno de expectación.

-Mi nariz podría llegar a transformarse en una especie de trompa, algo así como la de los carpinchos americanos; mis orejas podrían adquirir el tamaño de un plato sopero; mis manos ya habrían ganado a los tres meses el tamaño de una hoja de palmera (Lodoicea Sechellarum); en tanto que mis pies, mal que me pese, no llegarían a sobrepasar las dimensiones de la tapa de un barril de cien litros. En lo que se refiere al crecimiento de mis rodillas, la cosa se presenta sumamente promisoria, aunque debo confesar que mis cálculos teóricos aún no pueden considerarse definitivos, de modo que a pesar de mi esperanza de hacerlas parecerse a corto plazo a ciertos hongos gigantes centroamericanos, no me está permitido dar garantías científicas, sin que por ello…

-¡Con esto me basta! ¡Usted es mi hombre! -gritó el empresario casi sin aliento-. Y ahora por favor no me interrumpa. Resumiendo: ¿estaría usted dispuesto a realizar este experimento en su propia persona si yo le garantizo un ingreso anual de medio millón y un adelanto de unos cuantos miles… digamos… bueno, digamos de unos quinientos marcos?

El doctor Paupersum se sintió mareado. Cerró los ojos. ¡Quinientos marcos! ¿Es que había sobre esta tierra tanto dinero? Durante un par de minutos se vio a sí mismo convertido en un mastodonte antediluviano de larga trompa, y ya le parecía escuchar la clara voz de un negro, ataviado al estilo de los pregoneros de feria, gritándole a la multitud que exudaba cerveza: “¡Vengan ustedes, zeñorrraz y zeñorrrez, vengan a verrr al monztruo máz grande de ezte ziglo por mizerrablez diez zéntimos!”…

Pero enseguida se le presentó también la visión de su querida, queridísima hija rebosante de salud, envuelta ricamente en sedas y tules blancos, con una corona de azahares sobre la cabeza, arrodillada feliz ante el altar… y toda la iglesia brillantemente iluminada… y de la imagen de la Virgen partían rayos luminosos… y… por un instante sintió que se le encogía el corazón: él mismo tenía que mantenerse oculto detrás de una columna, ahora ya no la podría besar nunca, nunca, nunca más, ni siquiera se podía dejar ver… él, el monstruo más horrible del mundo! ¡Lo único que lograría sería espantar al novio! Y de ahora en adelante tendría que vivir entre las sombras, como los animales que le temen a la luz, y mantenerse bien oculto durante las horas del día. ¡Pero qué importancia podía tener aquello! ¡Ninguna! ¡Lo que importaba era que su hija recobrara la salud! ¡Y que fuera feliz! ¡Y rica! Ahora estaba como maravillado… ¡Quinientos marcos! ¡Qui-nien-tos mar-cos!…

El empresario, que tomaba el largo silencio del académico como muestra de indecisión, echó mano de todos sus poderes persuasivos:

-¡Estimadísimo doctor! ¡Tenga cuidado con lo que hace! ¡Negándose, no hace más que pisotear su propia felicidad! Hasta ahora toda su vida estuvo errada. ¿Y por qué? Usted estuvo llenando su cabeza hasta reventar con un montón de estudios. Estudiar es una estupidez. Míreme a mí: ¿acaso yo estudié? Eso es algo que solo pueden permitirse los ricos de nacimiento… y esos no tienen ninguna necesidad de estudiar. El hombre tiene que ser sumiso y tonto -por decirlo de algún modo- entonces la naturaleza le va a tomar cariño. La naturaleza también es muy tonta. ¿O ha visto usted alguna vez que un tonto se haya ido a pique?… Usted debió ser más agradecido y desarrollar mejor los talentos que el destino le colocó en la cuna. ¿Es que nunca se miró en el espejo? Quien tenga su aspecto, incluso ahora, cuando todavía no bebió ni un solo traguito del agua de Ambras, podía haberse edificado una sólida posición trabajando de payaso… ¡Dios, las señales de la madre naturaleza son tan fáciles de entender! ¿O acaso teme que al convertirse en monstruo pierda respetabilidad? Yo solo puedo asegurarle que toda mi compañía está formada exclusivamente por personas de las mejores familias… Ahí tengo, por ejemplo, a un anciano caballero que nació sin piernas ni brazos. A ese lo presenté una vez a su majestad la reina de Italia como un bebito belga mutilado por los generales alemanes.

El Dr. Paupersum solamente había llegado a entender las últimas palabras.

-¿Qué disparate está diciendo? -lo increpó; malhumorado-. ¡Primero dice que el lisiado es un caballero anciano y luego pretende haberlo presentado como un bebito belga!

-¡Pero si eso es precisamente lo que le presta encanto a la situación -le contradijo el empresario-; yo afirmo simplemente que envejeció así de rápido después de la impresión que le causó ver cómo un sargento prusiano devoró a su madre mientras aún estaba viva.

El académico comenzó a sentirse inseguro; el cinismo del otro era desconcertante.

-Está bien, sea. Pero, ante todo, dígame: ¿cómo piensa presentarme en público mientras me van creciendo la trompa, los pies, etc., etc.?

-¡Más sencillo, imposible!… Primero lo escamoteo con un pasaporte falso por la frontera suiza, y de Suiza a París. Allí lo meto en una jaula, y a usted lo único que le queda por hacer es bramar cada cinco minutos como un toro salvaje y comer tres veces por día algunas culebritas (ya verá que puede, la cosa suena mucho peor de lo que es). Por la noche es la función de gala: un turco muestra cómo lo enlazó en las selvas vírgenes de Berlín, y en el cartel de afuera dice:

Garantizamos que este es un académico alemán auténtico (que sería la pura verdad; yo nunca me presto para embustes). ¡El primer ejemplar de su especie que es traído vivo a Francia!… etc., etc. Por lo demás, estoy seguro de que mi amigo d’Annunzio se va a mostrar encantado de redactar el texto, él le va a dar el necesario tono poético, ya verá.

-¿Y qué pasa si entretanto se termina la guerra? -se permitió dudar el académico-. Usted sabe, con esta mala suerte mía…

El empresario sonrió:

-No se preocupe, mi queridísimo doctor: el tiempo en que un francés ponga en duda algo que habla mal de los alemanes no llegará nunca. Ni que pasen mil años.

¿Qué fue eso… un terremoto? No, había sido el camarero que iniciaba el turno de la noche con un preludio musical de copas rotas. El Dr. Paupersum miró asustado a su alrededor. La diosa invulnerable del sofá había desaparecido y su lugar estaba ocupado ahora por un viejo e incorregible crítico de teatro, que seguramente estaría destrozando in mente una función de estreno que iba a tener lugar la semana entrante; mojaba el dedo índice con la punta de la lengua, luego alzaba con la yema de ese mismo dedo unas migas de pan que habían quedado olvidadas sobre el mantel, se las metía en la boca, las trituraba minuciosamente con sus incisivos y ponía cara de hurón.

El Dr. Paupersum se fue dando cuenta paulatinamente de que se encontraba sentado de espaldas al local y que, según las apariencias, había estado en esa posición durante todo el tiempo; de lo que cabía inferir que las cosas que había presenciado con su vista le habían llegado por medio del enorme espejo que se hallaba frente a él, y en el que ahora se reflejaba su propia cara que lo contemplaba dubitativamente… El hombre de mundo seguía ahí, y estaba comiendo realmente pescado frío -con cuchillo-, pero estaba en el rincón más lejano del local y no aquí sentado a su mesa.

“¿Cómo habré llegado hasta el Stefanie?”, se preguntaba el académico.

No podía recordarlo.

Pero poco a poco fue reconstruyendo los detalles: “Esto viene de tanto pasar hambre y de ver a otro comer pescado y beber vino. Mi yo se desdobló por un rato. Es una vieja historia esa del desdoblamiento, y bastante natural por otra parte; en tales casos nos convertimos en espectadores, como en el teatro, y somos al mismo tiempo protagonistas en el escenario. Y los papeles que interpretamos se componen de cosas que hemos leído o escuchado alguna vez y que secretamente… despertaron en nosotros alguna esperanza. ¡Sí, sí, así es, la esperanza suele ser un poeta extremadamente cruel! Nos hace imaginar diálogos de los que creemos estar participando, nos vemos a nosotros mismos realizando determinados gestos… hasta que el mundo exterior, ya totalmente raído gracias a nuestra imaginación, se va plasmando en formas ilusorias. Incluso las frases que nacen en nuestro cerebro ya no son iguales a las que pensamos siempre; surgen acompañadas por observaciones marginales, igual que en las novelas… ¡Qué cosa tan curiosa es el ‘yo’! Puede llegar a abrirse y separarse como un atado de varillas del que no se hizo más que desatar la cuerda…” y nuevamente el Dr. Paupersum se sorprende a sí mismo murmurando: “¿Cómo habré llegado hasta el Stefanie?”

Un grito de júbilo barrió de pronto toda tribulación:

-¡Pero si he ganado un marco jugando al ajedrez! ¡Un marco entero! Ahora está todo bien: mi niña podrá sanar. Una botella de buen vino y otra de leche, y…

Con salvaje excitación comenzó a revolver en todos sus bolsillos, pero entonces su mirada cayó sobre la franja negra cosida alrededor de una de sus mangas, y la desnuda, atroz realidad estalló en su interior: ¡su hija había muerto ayer por la noche! Se tomó la cabeza con las manos, ¡sí, sí, estaba muerta! Ahora creía saber cómo llegó al Stefani desde el cementerio, después del entierro. La enterraron esta tarde. Rápidamente, con indolencia y mal humor, porque llovía tanto. Y después había estado corriendo por las calles horas enteras, apretando los dientes, sin oír otra cosa que el monótono golpetear de sus zapatos, mientras seguía contando, siempre contando, del uno al cien, una y otra vez, para no volverse loco, loco de miedo de solo pensar que sus pasos pudieran llevarlo contra su voluntad a casa, a su cuarto desnudo con el miserable lecho en el que ella había muerto… dejándolo vacío para siempre. Y de alguna manera tiene que haber sido que llegó hasta aquí. De alguna manera…

Se sostuvo al borde de la mesa para no desmoronarse. De pronto, incoherentemente, su cerebro de académico fue atravesado por un nuevo pensamiento: “Claro, lo que yo tenía que haber hecho es pasarle, por medio de una transfusión, toda la sangre de mis venas; transferirle sangre, claro, sangre de mis venas…”, repetía mecánicamente hasta que otra idea repentina lo volvió violentamente en sí: “¡Pero no puedo dejar a mi hijita sola en esta noche de lluvia!”, quiso ser un grito y solo pudo ser un sollozo apagado saliéndole del pecho.

-Rosas, su último deseo fue un ramo de rosas… y ahora podré comprárselo, ya que gané un marco jugando al ajedrez… -revolvió otra vez en sus bolsillos y salió corriendo, olvidándose el sombrero, detrás de una última, pequeñísima quimera.

A la mañana siguiente lo hallaron sobre la tumba de su hija. Muerto. Con las manos profundamente metidas en la tierra. Se había cortado las venas y su sangre se había filtrado hasta llegar a la que yacía abajo. Pero su rostro estaba iluminado por esa paz orgullosa que ninguna esperanza puede turbar.

FIN


 “Wie dr. Hiob Paupersum seiner tochter rote rosen brachte”,
Murciélagos, 1916


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