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El alba

[Cuento - Texto completo.]

Anatole France

Cours-la-Reine estaba desierto. El gran silencio de verano reinaba sobre las verdes márgenes del Sena, sobre las viejas hayas taladas cuyas sombras empezaban a alargarse hacia Oriente y en el azul tranquilo de un cielo sin nubes, sin brisas, sin amenazas y sin sonrisas. Un paseante, procedente de las Tullerías se dirigía lentamente hacia las colinas de Chaillot. Tenía la agradable delgadez de la primera juventud y llevaba el atuendo —los pantalones y las medias negras— de los burgueses, cuyo reinado había llegado por fin. No obstante, su rostro expresaba más ensoñación que entusiasmo. Llevaba un libro en la mano; su dedo, introducido entre dos páginas, marcaba el lugar de su lectura, pero ya no leía. Por momentos se detenía, prestaba atención para escuchar el murmullo ligero, y a la vez terrible, que ascendía de París, y en aquel ruido más débil que un suspiro, adivinaba gritos de muerte, de odio, de alegría, de amor; toques de tambor, disparos, en fin todo cuanto de ferocidad estúpida y de entusiasmo sublime hacen subir las revoluciones desde el pavimiento de las calles hacia el cálido sol.

A veces volvía la cabeza y se estremecía. Todo lo que había sabido, todo lo que había visto y oído en unas cuantas horas llenaba su cabeza de imágenes espantosas: la Bastilla tomada y ya casi destruida por el pueblo; el preboste de los comerciantes muerto de un disparo en medio de un gentío furioso; el gobernador, el viejo de Launay, masacrado en la escalinata del Hôtel de Ville; una plebe terrible, pálida como el hambre, ebria, fuera de sí, perdida en su sueño de sangre y gloria, desplazándose de la Bastilla a la Plaza de la Grève y, por encima de cien mil cabezas alucinadas, los cuerpos de los inválidos colgados de un farol; y la frente coronada de un triunfador en uniforme blanco y azul; los vencedores, precedidos por los registros, las llaves y la vajilla de plata de la antigua fortaleza; y delante de ellos, los magistrados del pueblo, La Fayette y Bailly, conmovidos, gloriosos, sorprendidos, con los pies en la sangre y la cabeza en una nube de orgullo. Luego, el miedo reinando aún sobre la masa desatada por el rumor difundido de que las tropas reales iban a entrar de noche en la ciudad; las rejas de los palacios arrancadas para hacer picas, los arsenales saqueados, los ciudadanos levantando barricadas en las calles y las mujeres subiendo piedras a los tejados de las casas para aplastar con ellas los regimientos extranjeros.

Aquellas escenas violentas se reflejaron en su imaginación con tintes melancólicos. Cogió su libro preferido, un libro inglés de meditaciones sobre las tumbas, y se marchó a lo largo del Sena, bajo los árboles de Cours-la-Reine, hacia la casa blanca hacia la que día y noche vuela su pensamiento. Todo está en calma a su alrededor. Ve sobre la ribera a pescadores de caña, sentados, con los pies en el agua y, soñando, sigue el curso del río. Al llegar a las primeras rampas de las colinas de Chaillot, tropieza con una patrulla que vigila las comunicaciones entre París y Versalles. Aquella patrulla, armada con fusiles, mosquetes y alabardas, está compuesta por artesanos que llevan el mandil de sarga o de cuero, por hombres de leyes vestidos de negro, un sacerdote y un gigante barbudo en camisa, y sin pantalón. Detienen a todo el que pretende pasar porque se han descubierto contactos entre el gobernador de la Bastilla y la corte, y temen una sorpresa.

El paseante es joven y de aspecto ingenuo. Apenas pronuncia unas palabras y la patrulla lo deja pasar sonriendo. Asciende por una calleja inclinada, perfumada por los saúcos en flor, y se detiene a mitad de la pendiente ante la verja de un jardín. El jardín es pequeño pero las veredas sinuosas y los pliegues del terreno prolongan el paseo. Dos sauces introducen el extremo de sus ramas en el estanque en el que nadan algunos patos. En la esquina de la calle, sobre una loma, se levanta un ligero cenador y un césped fresco se extiende por delante de la casa. Allí, en un banco rústico se encuentra sentada una mujer joven; su rostro se encuentra cubierto por una gran pamela de paja adornada con flores naturales. Sobre un vestido de rayas blancas y rosas lleva una pañoleta atada a la cintura que, colocada algo alta, le da a la falda una largura esbelta llena de gracia. Los brazos, apretados por mangas estrechas, descansan. Un cesto de forma antigua repleto de ovillos de lana se encuentra a sus pies. Cerca de ella, un niño, cuyos ojos azules brillan a través de las mechas de cabellos dorados, hace montones de arena con una pala.

La joven permanece inmóvil sin ver nada y como encantada, mientras que él, delante de la verja, se niega a romper aquel encanto tan dulce. Finalmente, ella levanta la cabeza y muestra un rostro joven casi infantil, cuyas facciones redondas y puras tienen una expresión de dulzura y amistad. Él se inclina ante ella. Ella le tiende la mano.

—Buenos días, señor Germain; ¿qué noticias? ¿Qué noticias trae? Como dice la canción… Yo solo sé canciones.

—Perdone, señora, que haya interrumpido su ensoñación. La estaba contemplando. Sola, inmóvil, me ha parecido el ángel del sueño.

—¡Sola! ¡sola! —responde como si solo hubiera oído este término— ¡sola! ¿Está uno solo alguna vez? —Y como veía que él la miraba sin comprender, añadió—: Dejemos eso; son ideas mías… ¿Qué noticias hay?

Entonces él le contó lo ocurrido en aquella gran jornada, la Bastilla vencida, la libertad instaurada. Sophie lo escuchó atentamente, luego dijo:

—Hay que alegrarse; pero nuestra alegría debe ser el gozo austero del sacrificio. A partir de ahora los franceses ya no son dueños de sí mismos; se deben a la revolución que va a cambiar el mundo.

Mientras pronunciaba estas frases, el niño se arrojó alegremente sobre sus rodillas.

—Mira, mamá; mira qué jardín más bonito.

Ella dijo besándolo:

—Tienes razón, Émile; no hay nada más útil en la vida que hacer un bonito jardín.

—Es cierto —añadió Germain—; ¿qué galería de pórfido y oro puede compararse a una verde alameda?

Y pensando en la dulzura de conducir hacia la sombra de los árboles a aquella mujer apoyada en su brazo, exclamó lanzándole una mirada profunda:

—¡Ah! ¡qué me importan los hombres y las revoluciones!

—¡No! ¡no! —contestó ella– yo no puedo dejar de pensar en el gran pueblo que quiere instaurar el reino de la justicia. Señor Germain, mi adhesión a las nuevas ideas parece sorprenderle. Hace poco tiempo que nos conocemos. Usted no sabe que mi padre me enseñó a leer en el Contrato social y en los Evangelios. Un día, durante un paseo, me mostró a Jean-Jacques. Solo era una niña pero rompí a llorar al ver el semblante taciturno del más sabio de los hombres. Crecí odiando los prejuicios. Más tarde, mi marido, que profesaba como yo la filosofía de la naturaleza, quiso que nuestro hijo se llamara Émile y que se le enseñara a trabajar con las manos. En su última carta, escrita hace tres años a bordo del buque en el que pereció unos días después, me recomendaba una vez más los preceptos de Rousseau acerca de la educación. Estoy imbuida del espíritu nuevo. Creo que hay que luchar por la justicia y la libertad.

—Al igual que usted, señora —suspiró Germain— siento horror del fanatismo y de la tiranía; como usted, amo la libertad, pero mi alma está desfallecida. Mi pensamiento se escapa de mí a cada instante, no soy dueño de mí y sufro mucho.

La joven no respondió. Un anciano empujó la verja y avanzó con los brazos en alto agitando su sombrero. No llevaba ni polvos no peluca. Unos cabellos grises y largos le caían a ambos lados de un cráneo calvo. Estaba vestido de ratina gris; sus medias eran azules, sus zapatos carecían de hebillas.

—¡Victoria! ¡victoria! —gritaba—. ¡El monstruo ha caído en nuestro poder y vengo a darle la noticia, Sophie!

—Estimado vecino, acabo de conocer la noticia gracias al señor Germain, que tengo el gusto de presentarle. Su madre era amiga de la mía en Angers. Desde hace seis meses que se encuentra en París, tiene la amabilidad de venir de vez en cuando a visitarme al fondo de mi retiro. Señor Germain, le presento a mi vecino y amigo, el señor Franchot de La Cavanne, hombre de letras.

—Diga más bien: Nicolas Franchot, labrador.

—Ya sé que es así como firmó usted sus memorias acerca del comercio de cereales. Por lo tanto, para darle gusto y pese a que considero que es usted más diestro manejando la pluma que el arado, le llamaré Nicolas Franchot, labrador.

El anciano saludó a Germain y exclamó:

—¡Ha caído pues la fortaleza que tantas veces devoró la razón y la virtud! Han caído los cerrojos tras los cuales pasé seis meses sin aire y sin luz. Hace de ello treinta y un años; el 17 de febrero de 1768 me mandaron a la Bastilla por haber escrito una carta sobre la tolerancia. Hoy, por fin, el pueblo me ha vengado. La razón y yo triunfamos juntos. El recuerdo de este día pervivirá tanto como el universo: lo juro por este sol que vio morir a Hiparco y huir a los Tarquinios.

La voz estridente del señor Franchot asustó al pequeño Émile que se agarró al vestido de su madre. Viendo de repente al niño, Franchot lo levantó y le dijo con entusiasmo:

—Tú serás más feliz que nosotros, pequeño, pues crecerás en libertad.

Pero Émile, asustado, echó hacia atrás la cabeza y lanzó grandes gritos.

—Señores —dijo Sophie secando las lágrimas de su hijo— les invito a cenar. Estoy esperando al señor Duvernay, que vendrá si no lo retiene ninguno de sus enfermos. —Y, volviéndose hacia Germain, dijo—: Como sabe, el señor Duvernay, médico del rey, es elector del extrarradio de París. Sería diputado de la Asamblea Nacional si, como el señor de Condorcet, no hubiera renunciado por modestia a este honor. Es un hombre de mucho mérito; les resultará agradable y provechoso oírlo.

—Joven —dijo Franchot— conozco al señor Jean Duvernay y sé algo de él que le honra. Hace dos años, la reina lo mandó llamar para que atendiera al delfín que se hallaba sumido en una especie de languidez. Duvernay vivía entonces en Sèvres, donde un carruaje de la corte acudía cada mañana para conducirlo a Saint-Cloud junto al niño enfermo. Un día, el vehículo regresó vacío a palacio. Duvernnay no llegó. Al día siguiente, le reina le reprochó:

—Señor, ¿se olvidó del delfín?

—Señora —respondió el excelente hombre— atiendo a vuestro hijo con humanidad, pero ayer tuve que atender a una campesina que estaba de parto.

—¿No es hermoso? —dijo Sophie—. ¿No es para estar orgulloso de nuestro amigo?

—Sí, es muy hermoso —respondió Germain.

Una voz profunda y suave se oyó cerca de ellos

—No sé qué es lo que tanto les entusiasma —dijo—, pero me gustaría oírlo. ¡En estos días se ven tantas cosas admirables!

El hombre que así hablaba llevaba una peluca empolvada y una chorrera de fino encaje. Era Jean Duvernay; Germain reconoció su rostro por haber visto un grabado suyo en las tiendas del Palacio Real.

—Vengo de Versalles —dijo Duvernay—. Le debo al duque de Orléans el placer de veros en este día señalado. Me ha traído en su carroza hasta Saint-Cloud. El resto del trayecto lo he hecho de la manera más cómoda: andando.

Efectivamente, sus zapatos de hebilla de plata y sus negras medias estaban cubiertos de polvo. Émile agarró con sus diminutas manos los botones metálicos que brillaban en el traje del médico y Duvernay, apretándolo sobre sus rodillas, sonrió por unos instantes a los destellos de aquel alma incipiente. Sophie llamó a Nanon.

Una gruesa doncella apareció, cogió y se llevó en brazos al niño, ahogando con sonoros besos los gritos desesperados del pequeño.

La mesa había sido preparada en el cenador. Sophie colgó su pamela de paja en una rama del sauce: los bucles de sus rubios cabellos cayeron entonces sobre sus mejillas.

—Van a cenar de una manera muy sencilla —dijo ella a la moda inglesa.

Desde el lugar en el que se sentaron se divisaba el Sena y los tejados de la ciudad, las cúpulas, los campanarios. Permanecieron en silencio ante aquel espectáculo, como si vieran París por primera vez. Luego hablaron de los asuntos del día, de la Asamblea, del voto unipersonal, de la reunión de las Órdenes y del exilio del señor Necker. Los cuatro estaban de acuerdo en que la libertad había sido conquistada para siempre. El señor Duvernay veía erigirse un orden nuevo y alababa la habilidad de los legisladores elegidos por el pueblo. Pero su pensamiento no era entusiasta y, a veces, parecía que alguna inquietud se mezclaba con sus esperanzas. Nicolas Franchot no era tan comedido. Anunciaba el triunfo pacífico del pueblo y una era de fraternidad. En vano le decían tanto el científico como la joven:

—La lucha acaba de empezar, esta no es sino nuestra primera victoria.

—La filosofía nos gobierna —les respondía—. ¡Cuántos beneficios no derramará la razón sobre los hombres sometidos a su imperio todopoderoso! La Edad de Oro imaginada por los poetas se hará realidad. Todos los males desaparecerán junto al fanatismo y la tiranía que les dieron la vida. El hombre virtuoso e ilustrado gozará de todo tipo de felicidad. ¿Qué digo? Con la ayuda de los físicos y de los químicos, logrará conquistar la inmortalidad sobre la tierra.

Al escucharlo, Sophie movió la cabeza.

—Si usted pretende privarnos de la muerte —dijo— encuéntrenos un manantial de eterna juventud. Sin él, su inmortalidad me da miedo.

El viejo filósofo le preguntó riendo si la resurrección cristiana la tranquilizaba más.

—Yo temo —dijo después de haber vaciado su vaso— que los ángeles y los santos se sientan inclinados a favorecer al coro de vírgenes antes que al de las viejas viudas.

—No sé—respondió la joven con voz lenta y levantando los ojos— no sé qué valor tienen a los ojos de los ángeles estos pobres encantos formados de barro; pero creo que el poder divino sabrá reparar mejor los ultrajes del tiempo si fuera necesario de lo que su física y su química podrán conseguir jamás en este mundo. Usted, señor Franchot, que es ateo y que no cree que Dios reina en los cielos, no puede comprender nada de la revolución que no es sino el advenimiento de Dios al mundo.

La dama se levantó. Había anochecido y se divisaban a lo lejos las luces de la gran ciudad. Mientras que los dos ancianos seguían charlando en el cenador, Germain ofreció su brazo a Sophie y juntos se pasearon por los oscuros paseos. Ella le iba diciendo el nombre y la historia de cada uno de ellos.

—Ahora estamos en el paseo de Jean-Jacques, que conduce al salón de Émile. Este paseo era recto, yo lo curvé con el fin de que pasara por debajo de este viejo roble que, durante todo el día, le da sombra a este banco rústico que he denominado «El descanso de los amigos». Venga, sentémonos un momento en este banco.

Germain oía en el silencio los latidos de su corazón.

—Sophie, yo la amo —susurró tomándola de la mano.

Ella la retiró suavemente y, mostrando al joven las hojas que una ligera brisa hacía estremecerse:

—¿Está oyendo?

—Oigo el viento en las hojas.

Ella movió la cabeza y dijo con una voz tan suave como una melodía:

—¡Germain, Germain! ¿Quién le dice que es el viento en las hojas? ¿Quién le dice que estamos solos? ¿Será usted pues una de esas almas vulgares que no han adivinado nada del mundo misterioso? —Y como él la interrogara con una mirada repleta de ansiedad, dijo—: Señor Germain, tenga la amabilidad de subir a mi habitación. Encontrará un librito sobre la mesa, tráigalo…

El joven obedeció. Durante el tiempo que este estuvo ausente, la joven viuda contempló el oscuro follaje movido por el viento de la noche. Germain regresó con un librito de cantos dorados.

Los Idilios de Salomon Gessner; eso es, —dijo Sophie—; abra el libro por la página señalada, y si sus ojos le permiten leer a la luz de la luna, lea.

Él leyó: «¡Ah! con frecuencia mi alma vendrá a colocarse a tu alrededor; con frecuencia, cuando henchido de un sentimiento noble y sublime medites en soledad, un suave soplo rozará tus mejillas, ¡que un dulce estremecimiento embargue entonces tu alma!». Ella lo detuvo.

—¿Comprende ahora, amigo mío, que no estamos nunca solos y que hay palabras que yo no podré escuchar mientras un soplo procedente del Océano pase por entre las ramas de los robles?

Las voces de los dos ancianos iban aproximándose.

—Dios es el bien —decía Duvernay.

—Dios es el mal y lo suprimiremos —decía Franchot.

Ambos, al mismo tiempo que Germain, se despidieron de Sophie.

—Adiós, señores —les respondió esta—. Digamos: «¡Viva la libertad y viva el rey!». Y usted, vecino, no nos impida morir cuando nos llegue la hora.

FIN


“L’Étui de nacre”, 1892
Traducción de Esperanza Cobos Castro


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