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El decamerón

Octava Jornada - Narración sexta

[Cuento - Texto completo.]

Giovanni Boccaccio

OCTAVA JORNADA – NARRACIÓN SEXTA

Bruno y Buffalmacco le roban un cerdo a Calandrino; le hacen hacer la prueba de buscarlo con pastas de jengibre y vino de garnacha y le dan dos de estas, una tras de la otra, hechas de boñigas de perro contitadas con áloe, y parece que él mismo se ha quedado con él, le hacen, además, obsequiarles si no quiere que a su mujer se lo digan.

 

No había la historia de Filostrato dado fin, la cual mucho fue reída, cuando la reina ordenó a Filomena que seguidamente narrase; la cual comenzó:

-Graciosas señoras, como Filostrato fue llevado a contar la historia que habéis oído por el nombre de Maso, así ni más ni menos soy llevada yo por el de Calandrino y de sus compañeros a contar otra de ellos, la cual, tal como creo, os gustará.

Quién Calandrino, Bruno y Buffalmacco fueron no necesita seros mostrado por mí, que asaz lo habéis oído antes; y por ello, pasando más adelante, digo que Calandrino tenía una pequeña tierra no lejos de Florencia, que había recibido como dote de su mujer, de la cual, entre las demás cosas que le daba, sacaba cada año un cerdo; y era su costumbre que siempre en diciembre se iban allí al pueblo su mujer y él, y lo mataban y lo hacían salar allí. Ahora bien, sucedió una vez entre las otras que, no estando la mujer bien de salud, Calandrino se fue solo a hacer la matanza; la cual cosa oyendo Bruno y Buffalmacco, y sabiendo que su mujer no iba, se fueron a ver a un cura vecino de Calandrino y grandísimo amigo suyo, y a estarse con él algunos días. Había Calandrino, la mañana en que éstos llegaron allí, matado el cerdo, y viéndolos con el cura los llamó y les dijo:

-Sed bienvenidos; quiero que veáis qué amo de casa soy.

Y llevándolos a su casa les mostró aquel cerdo. Vieron ellos que el cerdo era hermosísimo, y le oyeron a Calandrino que lo iba a poner en salazón para su familia. Y Bruno le dijo:

-¡Ah, qué bruto eres! Véndelo y disfruta los dineros: y a tu mujer dile que te lo han robado.

Calandrino dijo:

-No, no lo creería, y me echaría de casa; no os empeñéis, que no lo haré nunca.

Las palabras fueron muchas pero de nada sirvieron. Calandrino les invitó a cenar con tal desgana que no quisieron cenar y se separaron de él. Dijo Bruno a Buffalmacco:

-¿Por qué no le robamos el cerdo esta noche?

Dijo Buffalmacco:

-¿Pues cómo podríamos?

Dijo Bruno:

-El cómo bien lo veo si no lo quita del sitio donde lo tenía ahora mismo.

-Pues -dijo Buffalmacco- hagámoslo: ¿por qué no vamos a hacerlo? Y luego lo disfrutaremos aquí junto con el dómine.

El cura dijo que le gustaba mucho la idea. Dijo entonces Bruno:

-Aquí se necesita un poco de arte. Tú sabes, Buffalmacco, qué avaro es Calandrino y con cuánto gusto bebe cuando los demás pagan; vamos y llevémoslo a la taberna; allí, que el cura haga semblante de pagar todo por invitarnos y no le deje pagar nada a él: se ajumará y luego será muy fácil porque está solo en casa.

Como lo dijo Bruno, así lo hicieron. Calandrino, viendo que el cura no le dejaba pagar, se dio a la bebida, y bien que no lo necesitase mucho, se cargó bien; y siendo ya avanzada la noche cuando se fue de la taberna, sin querer cenar nada se metió en su casa, y creyendo haber cerrado la puerta, la dejó abierta y se fue a la cama. Buffalmacco y Bruno se fueron a cenar con el cura y cuando hubieron cenado, tomando los instrumentos para entrar en casa de Calandrino por donde Bruno había planeado, se fueron allí calladamente; pero encontrando la puerta abierta entraron dentro y cogiendo el cerdo, a casa del cura lo llevaron, y colgándolo, se fueron a dormir. Calandrino, habiéndosele ido el vino del cuerpo, se levantó por la mañana y, al bajar, miró y no vio el cerdo, y vio la puerta abierta; por lo que, preguntando a éste y a aquél si sabían quién le había quitado el cerdo, y no encontrándolo, comenzó a hacer un gran alboroto, ¡ay de él!, ¡desdichado de él!, que le habían robado el cerdo. Bruno y Buffalmacco, levantándose, se fueron hacia Calandrino para oír lo que decía del cerdo; el cual, al verlos, casi llorando llamándolos, dijo:

-¡Ay de mí, compañeros míos, que me han robado el cerdo!

Bruno, acercándose, le dijo en voz baja:

-¡Maravilla que hayas sido listo una vez!

-¡Ay! -dijo Calandrino-, que digo la verdad.

-Dices bien -decía Bruno-, grita fuerte para que parezca que ha sido así.

Calandrino gritaba entonces más fuerte y decía:

-¡Cuerpo de Cristo, que digo verdad al decir que me lo han robado!

Y Bruno decía:

-Dices bien, dices bien; y hay que decirlo así, grita fuerte, hazte oír bien para que parezca verdadero.

Dijo Calandrino:

-Me harás dar el alma al enemigo; digo que no me creerás, así no me cuelguen, que me lo han robado.

Dijo entonces Bruno:

-¡Ah!, ¿cómo va a poder ser esto? Yo lo he visto ayer, ¿quieres hacerme creer que te lo han robado?

Dijo Calandrino:

-Es tal como te digo.

-¡Ah! -dijo Bruno-, ¿es posible?

-Ciertamente -dijo Calandrino-, es así; por lo que estoy perdido y no sé cómo voy a volver a casa; la parienta no me creerá, y si me cree, no tendré paz con ella en todo el año.

Dijo entonces Bruno:

-Así me ayude Dios, eso está mal si es verdad; pero sabes, Calandrino, que ayer te enseñé yo a decir eso; no querría que tú en el mismo punto te burlases de tu parienta y de nosotros.

Calandrino comenzó a gritar y a decir:

-¡Ah!, ¿por qué me hacéis desesperar y blasfemar contra Dios y los santos y todo lo que existe? Os digo que esta noche me han robado el cerdo.

Dijo entonces Buffalmacco:

-Si es así, se debe ver el modo, si podemos, de recuperarlo.

-¿Y qué modo -dijo Calandrino- podremos encontrar?

Dijo entonces Buffalmacco:

-Por cierto que no ha venido de la India nadie a quitarte el cerdo; alguno de estos vecinos tuyos debe haber sido, y por ello, si los pudieses reunir, yo sé hacer la prueba del pan y el queso, y veremos de un golpe quién lo ha robado.

-¡Sí -dijo Bruno-, mucho vas a hacerle con pan y queso a ciertos caballerazos que tenemos alrededor!, que estoy seguro de que alguno de ellos lo ha cogido, y se daría cuenta del caso y no querría venir.

-¿Qué vamos a hacer, entonces? -dijo Buffalmacco.

Repuso Bruno:

-Habría que hacerse con buenas pastas de jengibre y con buen vino dulce e invitarlos a beber; no pensarían que era por eso y vendrían; y lo mismo pueden bendecirse las pastas de jengibre que el pan y el queso.

Dijo Buffalmacco:

-Por cierto dices verdad; y tú, Calandrino, ¿qué dices?, ¿lo hacemos?

Dijo Calandrino:

-Os lo ruego por el amor de Dios; que, si yo supiese quién se lo ha llevado me parecería sentirme medio consolado.

-Pues venga -dijo Bruno-, estoy listo para ir hasta Florencia a buscar esas cosas para ayudarte, si me das los dineros.

Tenía Calandrino unos cuarenta sueldos, que le dio. Bruno, yéndose a Florencia a ver a un amigo suyo boticario, compró una libra de buenas pastas e hizo hacer dos de estiércol de perro que hizo confitar con áloe recién exprimido; después, las hizo rebozar en azúcar como estaban las otras, y para no equivocarlas ni cambiarlas les hizo poner cierta señalecita por la cual muy bien las conocía; y comprando un frasco de buen vino dulce, se volvió al pueblo con Calandrino, y le dijo:

-Hace falta que mañana por la mañana invites a beber contigo a todos aquellos de quienes sospeches: es fiesta y todos vendrán de buen grado, y yo esta noche, junto con Buffalmacco, haré el encantamiento sobre las pastas y te las traeré mañana por la mañana a casa, y por tu amor yo mismo se las daré, y haré y diré lo que haya que decir y que hacer.

Calandrino lo hizo así. Reunida, pues, una buena compañía entre jóvenes florentinos que estaban en el pueblo y labradores, al venir la mañana, junto a la iglesia y alrededor del olmo, Bruno y Buffalmacco vinieron con una caja de pastas y con el frasco de vino, y haciéndoles poner en corro, dijo Bruno:

-Señores, me es necesario decir la razón por la que estáis aquí para que, si algo sucediese que no os agradase, no tengáis que quejaros de mí. A Calandrino, que aquí está, le quitaron ayer noche su hermoso cerdo y no puede encontrar quién se lo haya cogido; y porque otro distinto de quienes estamos aquí no se lo habrá podido quitar, él, para encontrar quién lo haya cogido os da a tomar estas pastas, una para cada uno, y de beber; y desde ahora sabed que quien haya cogido el cerdo no podrá tragar la pasta sino que le parecerá más amarga que el veneno y la escupirá; y para ello, a fin de que esta vergüenza no le suceda en presencia de tantos, es tal vez mejor que aquel que lo hubiese cogido lo diga al sire en confesión, y yo me abstendré de este asunto.

Todos los que allí había dijeron que querían comer de buen grado; por lo que Bruno, poniéndolos en fila y puesto a Calandrino entre ellos, comenzando en uno de los extremos comenzó a dar a cada uno la suya; y al estar junto a Calandrino, tomando una de las perrunas, se la puso en la mano. Calandrino prestamente se la echó a la boca y comenzó a masticar, pero tan pronto como la lengua notó el áloe, Calandrino, no pudiendo soportar el amargor, la escupió. Allí todos se miraban la cara el uno al otro, para ver quién escupía la suya; y no habiendo todavía Bruno terminado de darlas no haciendo semblante de enterarse de aquello, oyó decir a sus espaldas

-Vamos, Calandrino, ¿qué quiere decir esto?

Por lo que, prestamente volviéndose, y viendo que Calandrino había escupido la suya, dijo:

-Espérate, tal vez alguna otra cosa se la hizo escupir: ten otra.

Y tomando la segunda, se la puso en la boca y proveyó a dar las otras que tenía que dar. Calandrino, si la primera le había parecido amarga, ésta le pareció amarguísima; pero, sin embargo, avergonzándose de escupirla, masticándola, un tanto la tuvo en la boca, y teniéndola comenzó a arrojar lágrimas que parecían nueces, tan gruesas eran; y por último, no pudiendo resistir más, la arrojó fuera como lo había hecho con la primera.

Buffalmacco servía de beber a la compañía y a Bruno; los cuales, juntos con los demás al ver esto, todos dijeron que por cierto Calandrino se había quitado el cerdo a él mismo, y hubo muchos de ellos que ásperamente le reprendieron. Pero, luego que se hubieron ido, quedándose Bruno y Buffalmacco con Calandrino, le comenzó a decir Buffalmacco:

-He estado siempre seguro de que tú mismo lo habías robado y que nos querías mostrar que te lo habían robado para no darnos de beber ni una vez con los dineros que habías sacado.

Calandrino, que todavía no había escupido el amargor del áloe, comenzó a jurar que él no lo había robado.

Dijo Buffalmacco:

-¿Pero cuánto sacaste, socio?, dímelo de buena fe, ¿sacaste seis?

Calandrino, al oír esto comenzó a desesperarse; a quien Bruno dijo:

-Oye bien, Calandrino, que en la compañía hubo quien comió y bebió con nosotros y me dijo que tenías no sé dónde una jovencita que tenías a tu disposición, y le dabas lo que podías reunir, y que él estaba seguro de que le habías mandado el tal cerdo, tan buen burlador has aprendido a ser. Tú nos llevaste una vez por el Muñone abajo recogiendo piedras negras, y cuando nos hubiste embarcado te volviste, luego nos querías hacer creer que lo habías encontrado; y ahora semejantemente te crees que con tus juramentos nos haces creer igual que el cerdo, que has regalado o has vendido, te lo han robado. Ya estamos acostumbrados a tus burlas y las conocemos; no podrías gastarnos más: y por ello, para decir verdad, nos hemos pasado el trabajo de hacer el encantamiento, porque queremos que nos des dos pares de capones y, si no, se lo diremos todo a doña Tessa.

Calandrino, viendo que no era creído, pareciéndole haber tenido ya bastante sufrimiento, no queriendo además el acaloramiento de su mujer, les dio dos pares de capones. Y ellos, habiendo salado el cerdo, se lo llevaron a Florencia, dejando a Calandrino cornudo y apaleado.



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