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El decamerón

Décima Jornada - Narración tercera

[Cuento - Texto completo.]

Giovanni Boccaccio

DÉCIMA JORNADA – NARRACIÓN TERCERA

Mitrídanes, envidioso de la cortesía de Natán, yendo a matarlo, sin conocerlo se encuentra con él, e, informado por él mismo sobre lo que debe hacer, lo encuentra en un bosquecillo como éste lo había dispuesto; el cual, al reconocerlo, se avergüenza y se hace amigo suyo.

 

Cosa semejante a un milagro les parecía, en verdad, a todos haber escuchado; es decir, que un clérigo hubiese hecho algo magnífico; pero callando ya la conversación de las señoras, mandó el rey a Filostrato que continuase; el cual, prestamente, comenzó:

-Nobles señoras, grande fue la magnificencia del rey de España y acaso mucho más inaudita la del abad de Cluny, ¡pero tal vez no menos maravilloso os parecerá oír que uno, por liberalidad, a otro que deseaba su sangre y también su espíritu, con circunspección se dispuso a entregársela! y lo habría hecho si aquél hubiera querido tomarlo, tal como en una novelita mía pretendo mostraros.

Certísimo es, si se puede dar fe a las palabras de algunos genoveses y de otros hombres que han estado en aquellas tierras, que en la parte de Cata, hubo un hombre de linaje noble y rico sin comparación, llamado por nombre Natán, el cual teniendo una finca cercana a un camino por el cual casi obligadamente pasaban todos los que desde Poniente a las partes de Levante o de Levante a Poniente querían venir, y teniendo el ánimo grande y liberal y deseoso de ser conocido por sus obras, teniendo allí muchos maestros, hizo allí en poco espacio de tiempo construir una de las mayores y más ricas mansiones que nunca fueran vistas, y con todas las cosas que eran necesarias para recibir y honrar a gente noble la hizo óptimamente proveer.

Y teniendo numerosa y buena servidumbre, con agrado y con fiestas a quienquiera que iba o venía hacía recibir y honrar; y tanto perseveró en tal loable costumbre que ya no solamente en Levante, sino en Poniente se le conocía por su fama. Y estando ya cargado de años, pero no cansado de ejercitar la cortesía, sucedió que llegó su fama a los oídos de un joven llamado Mitrídanes, de una tierra no lejana de la suya, el cual, viéndose no menos rico que lo era Natán, sintiéndose celoso de su fama y de su virtud, se propuso o anularla u ofuscarla con mayores liberalidades; y haciendo construir una mansión semejante a la de Natán, comenzó a hacer las más desmedidas cortesías que nunca nadie había hecho a quien iba o venia por allí, y sin duda en poco tiempo muy famoso se hizo.

Ahora bien, sucedió un día que, estando el joven completamente solo en el patio de su mansión, una mujercita, que había entrado por una de las puertas de la mansión, le pidió limosna y la obtuvo; y volviendo a entrar por la segunda puerta hasta él, la recibió de nuevo, y así sucesivamente hasta la duodécima; y volviendo la decimotercera vez, dijo Mitrídanes:

-Buena mujer, eres muy insistente en tu pedir -y no dejó, sin embargo, de darle una limosna.

La viejecita, oídas estas palabras, dijo:

-¡Oh liberalidad de Natán, qué maravillosa eres!, que por treinta y dos puertas que tiene su mansión, como ésta, entrando y pidiéndole limosna, nunca fui reconocida por él (o al menos no lo mostró) y siempre la obtuve; y aquí no he venido más que trece todavía y he sido reconocida y reprendida.

Y diciendo esto, sin más volver, se fue. Mitrídanes, al oír las palabras de la vieja, como quien lo que escuchaba de la fama de Natán lo consideraba disminución de la suya, en rabiosa ira encendido comenzó a decir:

-¡Ay, triste de mí! ¿Cuándo alcanzaré la liberalidad de las grandes cosas de Natán, que no sólo no lo supero como busco, sino que en las cosas pequeñísimas no puedo acercármele? En verdad me canso en vano si no lo quito de la tierra; la cual cosa, ya que la vejez no se lo lleva, conviene que la haga con mis propias manos.

Y con este ímpetu se levantó, sin decir a ninguno su intención y, montando a caballo con pocos acompañantes, después de tres días llegó a donde vivía Natán; y habiendo a sus compañeros ordenado que fingiesen no conocerle y que se procurasen un albergue hasta que recibiesen de él otras órdenes, llegando allí al caer la tarde y estando solo, no muy lejos de la hermosa mansión encontró a Natán solo, el cual, sin ningún hábito pomposo, estaba dándose un paseo; a quien él, no conociéndole, preguntó si podía decirle dónde vivía Natán. Natán alegremente le repuso:

-Hijo mío, nadie en esta tierra puede mostrártelo mejor que yo, y por ello, cuando gustes te llevaré allí.

El joven dijo que le agradaría pero que, si podía ser, no quería ser visto ni conocido de Natán; al cual Natán dijo:

-También esto haré, pues que te place.

Echando, pues, Mitrídanes pie a tierra, con Natán, que agradabilísima conversación muy pronto trabó con él, hasta su mansión se fue. Allí hizo Natán a uno de sus criados coger el caballo del joven, y al oído le ordenó que prestamente arreglase con todos los de la casa que ninguno le dijera al joven que él era Natán; y así se hizo. Pero cuando ya en la mansión estuvieron, llevó a Mitrídanes a una hermosísima cámara donde nadie le veía sino quienes él había señalado para su servicio; y, haciéndolo honrar sumamente, él mismo le hacía compañía. Estando con el cual Mitrídanes, aunque le tuviese la reverencia que a un padre, le preguntó que quién era; al cual respondió Natán:

-Soy un humilde servidor de Natán, que desde mi infancia he envejecido con él, y nunca me elevó a otro estado que al que me ves; por lo cual, aunque todos los demás le alaben tanto, poco puedo alabarle yo.

Estas palabras llevaron algunas esperanza a Mitrídanes de poder con mejor consejo y con mayor seguridad llevar a efecto su perverso propósito; al cual, Natán, muy cortésmente le preguntó quién era y qué asunto le traía por allí, ofreciéndole su consejo y su ayuda en lo que pudiera.

Mitrídanes tardó un tanto en responder y decidiéndose por fin a confiarse con él, con largo circunloquio, le pidió su palabra y luego el consejo y la ayuda; y quién era él y por qué había venido, y movido por qué sentimiento, enteramente le descubrió. Natán, oyendo el discurso y feroz propósito de Mitrídanes, mucho se enojó en su interior, pero sin tardar mucho, con fuerte ánimo e impasible gesto le respondió:

-Mitrídanes, noble fue tu padre y no quieres desmerecer de él, tan alta empresa habiendo acometido como lo has hecho, es decir, la de ser liberal con todos; y mucho la envidia que por la virtud de Natán sientes alabo porque, si de éstas hubiera muchas, el mundo, que es misérrimo, pronto se haría bueno. La intención que me has descubierto sin duda permanecerá oculta, para la cual antes un consejo útil que una gran ayuda puedo ofrecerte: el cual es éste. Puedes ver desde aquí un bosquecillo al que Natán casi todas las mañanas va él solo a pasearse durante un buen rato: allí fácil te será encontrarlo y hacerle lo que quieras; al cual, si matas, para que puedas sin impedimento a tu casa volver, no por el camino por el que viniste, sino por el que ves a la izquierda irás para salir del bosque, porque aunque algo más salvaje sea, está más cerca de tu casa y por consiguiente, más seguro.

Mitrídanes, recibida la información y habiéndose despedido Natán de él, ocultamente a sus compañeros (que también estaban allí adentro) hizo saber dónde debían esperarlo al día siguiente. Pero luego de que hubo llegado el nuevo día, Natán, no habiendo cambiado de intención por el consejo dado a Mitrídanes, ni habiéndolo cambiado en nada, se fue solo al bosquecillo y se dispuso a morir. Mitrídanes, levantándose y cogiendo su arco y su espada, que otras armas no tenía, y montado a caballo, se fue al bosquecillo, y desde lejos vio a Natán solo ir paseándose por él; y queriendo, antes de atacarlo, verlo y oírlo hablar, corrió hacia él y, cogiéndolo por el turbante que llevaba en la cabeza, dijo:

-¡Viejo, muerto eres!

Al que nada respondió Natán sino:

-Entonces es que lo he merecido.

Mitrídanes, al oír su voz y mirándole a la cara, súbitamente reconoció que era aquel que le había benignamente recibido y fielmente aconsejado; por lo que de repente desapareció su furor y su ira se convirtió en vergüenza. Con lo que, arrojando lejos la espada que para herirlo había desenvainado, bajándose del caballo, corrió llorando a arrojarse a los pies de Natán y dijo:

-Manifiestamente conozco, carísimo padre, vuestra liberalidad, viendo con cuánta prontitud habéis venido a entregarme vuestro espíritu, del que, sin ninguna razón, me mostré a vos mismo deseoso; pero Dios, más preocupado de mi deber que yo mismo, en el punto en que mayor ha sido la necesidad me ha abierto los ojos de la inteligencia, que la mísera envidia me había cerrado; y por ello, cuanto más pronto habéis sido en complacerme, tanto más conozco que debo hacer penitencia por mi error: tomad, pues, de mí, la venganza que estimáis convenientemente para mi pecado.

Natán hizo levantar a Mitrídanes, y tiernamente lo abrazó y lo besó, y le dijo:

-Hijo mío, en tu empresa, quieras llamarla mala o de otra manera, no es necesario pedir ni otorgar perdón porque no la emprendiste por odio, sino por poder ser tenido por el mejor. Vive, pues, confiado en mí, y ten por cierto que no vive ningún otro hombre que te ame tanto como yo, considerando la grandeza de tu ánimo que no a amasar dineros, como hacen los miserables, sino a gastar los amasados se ha entregado; y no te avergüences de haber querido matarme para hacerte famoso ni creas que yo me maraville de ello. Los sumos emperadores y los grandísimos reyes no han ampliado sus reinos, y por consiguiente su fama, sino con el arte de matar no sólo a un hombre como tú querías hacer, sino a infinitos, e incendiar países y abatir ciudades; por lo que si tú, por hacerte más famoso, sólo querías matarme a mí, no hacías nada maravilloso ni extraño, sino muy acostumbrado.

Mitrídanes, no excusando su perverso deseo sino alabando la honesta excusa que Natán le encontraba, razonando llegó a decirle que se maravillaba sobremanera de cómo Natán había podido disponerse a aquello y a darle la ocasión y el consejo; al cual dijo Natán:

-Mitrídanes, no quiero que ni de mi consejo ni de mi disposición te maravilles porque desde que soy dueño de mí mismo y dispuesto a hacer lo mismo que tú has emprendido, ninguno ha habido que llegase a mi casa que yo no lo contentase en lo que pudiera en lo que fuese por él pedido. Viniste tú deseoso de mi vida; por lo que, al oírtela solicitar, para que no fuese el único que sin obtener lo que habías pedido se fuese de aquí, prestamente decidí dártela y para que la tuvieses aquel consejo te di que creí que era bueno para obtener la mía y no perder la tuya; y por ello todavía te digo y ruego que, si te place, la tomes y te satisfagas con ella; no sé cómo podría emplearla mejor. Ya la he usado ochenta años y la he gastado en mis deleites y en mis consuelos; y sé que, según el curso de la naturaleza, como sucede a los demás hombres y generalmente a todas las cosas, por poco tiempo ya podrá serme otorgada; por lo que juzgo que es mucho mejor darla, como siempre he dado y gastado mis tesoros, que quererla conservar tanto que contra mi voluntad me sea arrebatada por la naturaleza. Pequeño don es dar cien años; ¿cuánto menor será dar seis u ocho que me queden por estar aquí? Tómala, pues, si te agrada, te ruego, porque mientras he vivido aquí todavía no he encontrado a nadie que la haya deseado y no sé cuándo pueda encontrar a alguno, si no la tomas tú que la deseas; y por ello, antes de que disminuya su valor tómala, te lo ruego.

Mitrídanes, avergonzándose profundamente, dijo:

-No quiera Dios que cosa tan preciosa como es vuestra vida vaya yo a tomarla, quitándola a vos, y ni siquiera que la desee, como antes hacía; a la cual no ya no disminuiría sus años, sino que le añadiría de los míos si pudiese.

A quien prestamente Natán dijo:

-Y si puedes, ¿querrías añadírselos? Y me harías hacer contigo lo que nunca con nadie he hecho, es decir, coger sus cosas, que nunca a nadie las cogí.

-Sí -dijo súbitamente Mitrídanes.

-Pues -dijo Natán- harás lo que voy a decirte. Te quedarás, joven como eres, aquí en mi casa y te llamarás Natán, y yo me iré a la tuya y siempre me haré llamar Mitrídanes.

Entonces Mitrídanes repuso:

-Si yo supiese obrar tan bien como sabéis vos y habéis sabido, tomaría sin pensarlo demasiado lo que me ofrecéis; pero porque me parece ser muy cierto que mis obras disminuirían la fama de Natán y yo no entiendo estropear en otra persona lo que no sé lograr para mí, no lo tomaré.

Estos y muchos otros amables razonamientos habidos entre Natán y Mitrídanes, cuando plugo a Natán juntos hacia la mansión volvieron, donde Natán, muchos días sumamente honró a Mitrídanes y con todo ingenio y sabiduría le confortó en su alto y grande propósito. Y queriendo Mitrídanes con su compañía volver a casa, habiéndole Natán muy bien hecho conocer que nunca en liberalidad podría vencerle, le dio su licencia.



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