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El decamerón

Décima Jornada - Narración novena

[Cuento - Texto completo.]

Giovanni Boccaccio

DÉCIMA JORNADA – NARRACIÓN NOVENA

Saladino, disfrazado de mercader, es honrado por micer Torello; viene luego la cruzada; micer Torello pone un plazo a su mujer para que pueda volver a casarse, es hecho prisionero y por amaestrar aves de presa llega a oídos del sultán, el cual, reconociéndole y dándole a conocer, sumamente le honra; micer Torello enferma y por arte de magia es llevado en una noche a Pavia, y en las bodas que se celebraban por el nuevo matrimonio de su mujer, reconocido por ella, con ella a su casa vuelve.

 

Había ya a sus palabras Filomena puesto fin y la magnífica gratitud de Tito había sido alabada mucho por todos concordemente, cuando el rey, el postrer lugar reservando a Dioneo, así comenzó a hablar:

-Atrayentes señoras, sin falta cuenta Filomena la verdad por lo que sobre la amistad dice, y con razón al final de sus palabras se lamenta que hoy sea ésta tan poco grata a los mortales. Y si nosotros, aquí, para corregir los defectos mundanos o aunque sólo fuera para reprenderlos estuviésemos, continuaría yo con extenso discurso sus palabras; pero como otro es nuestro fin, me ha venido al ánimo el mostraros, tal vez con una historia muy larga, pero en todas sus partes agradable, una de las magníficas obras de Saladino, para que por las cosas que en mi novela oigáis, si plenamente la amistad de alguien no se puede conquistar por nuestros vicios, sepamos al menos deleitarnos en obra cortésmente, esperando que, cuando sea, de ello se siga una recompensa.

Digo, pues, que, según afirman algunos, en el tiempo del emperador Federico I, para reconquistar Tierra Santa tuvo lugar una cruzada general entre los cristianos; la cual cosa, Saladino, valentísimo señor y entonces sultán de Babilonia, habiendo oído algo de ello, se propuso ver personalmente los preparativos de los señores cristianos para aquella cruzada, para mejor poder prevenirse. Y arreglados sus asuntos en Egipto, haciendo semblante de ir en peregrinación, con dos de sus hombres más ilustres y más sabios y con tres servidores solamente, en disfraz de mercader se puso en camino; y habiendo andado por muchas provincias cristianas y cabalgando por Lombardía para pasar más allá de los montes, sucedió que, yendo de Milán a Pavia y siendo ya el anochecer, se toparon con un gentilhombre cuyo nombre era micer Torello de Strata de Pavia, el cual con sus criados y con perros y con halcones se iba a estar a una hermosa posesión que sobre el río Tesino tenía. A los cuales, al verlos micer Torello se dio cuenta de que nobles y forasteros eran y deseó honrarlos; por lo que, preguntando Saladino a uno de sus servidores cuánto había todavía de allí a Pavia y si a tiempo de entrar en ella pudiese llegar allí, no dejó que respondiese el servidor sino que él mismo repuso:

-Señores, no podréis llegar a Pavia a una hora en que podáis entrar dentro.

-Pues -dijo Saladino- hacednos la merced de enseñarnos, porque extranjeros somos, dónde podremos albergarnos mejor.

Micer Torello dijo:

-Eso haré de buena gana. Ahora mismo estaba pensando en mandar a uno de estos míos junto a Pavia por cierta cosa: lo mandaré con vos y os conducirá a un lugar donde os albergaréis asaz convenientemente.

Y al más discreto de los suyos acercándose, le ordenó lo que tenía que hacer, y le mandó con ellos; y yéndose él a su posesión, prestamente, lo mejor que pudo hizo preparar una buena cena y poner la mesa en un jardín; y hecho esto, junto a la puerta vino a esperarlos. El servidor, hablando con los hombres nobles sobre diversas cosas, por ciertos caminos los desvió y a la posesión de su señor, sin que se diesen cuenta, los condujo; a los cuales, cuando los vio micer Torello, saliendo a pie a su encuentro, dijo sonriendo:

-Señores, sed muy bien venidos.

Saladino, que era sagacísimo, se dio cuenta de que este caballero había temido que no habrían aceptado el convite si, cuando los encontró, les hubiese invitado, y por ello, para que no pudieran negarse a quedarse aquella noche con él, con una artimaña los había conducido a su casa; y contestado su saludo, dijo:

-Señor, si de los corteses hombres pudiese uno quejarse, nos quejaríamos de vos, el cual, aunque hayáis estorbado un tanto nuestro viaje, sin que hayamos merecido por nada vuestra benevolencia sino por un solo saludo, a aceptar tan alta cortesía como es la vuestra nos habéis obligado.

El caballero, sabio y elocuente, dijo:

-Señores, esta que recibís de mí, en vuestro aspecto, es pobre cortesía; pero en verdad fuera de Pavia no habríais podido estar en ningún lugar que fuese bueno, y por ello no os sea grave haber alargado un poco el camino para tener un poco menos de incomodidad.

Y así diciendo, viniendo su servidumbre alrededor de aquéllos, en cuanto desmontaron, acomodaron sus caballos, y micer Torello a los tres hombres nobles llevó a las cámaras preparadas para ellos, donde les hizo descalzarse y refrescarse un poco con fresquísimos vinos, y en amable conversación hasta la hora de cenar los entretuvo.

Saladino y sus compañeros y servidores sabían todos latín, por lo que muy bien entendían y eran entendidos, y les parecía a todos ellos que este caballero era el hombre más amable y el más cortés y el que mejor hablaba de todos los otros que hubiesen visto hasta entonces. A micer Torello, por otra parte, le parecía que eran aquellos hombres ilustrísimos y de mucho más valor de lo que antes había estimado, por lo que se dolía para sí mismo de que con compañía y más solemne convite no podía honrarlos aquella noche; por lo que pensó en reparar aquello a la mañana siguiente, e informando a uno de sus servidores de lo que quería hacer, a su mujer, que discretísima era y de grandísimo ánimo, se lo mandó a Pavia, que muy cerca estaba y cuyas puertas no se cerraban nunca. Y después de esto, llevando a los gentileshombres al jardín, cortésmente les preguntó quiénes eran y adónde iban. Al cual repuso Saladino:

-Somos mercaderes chipriotas y venimos de Chipre, y por nuestros negocios vamos a París.

Entonces dijo micer Torello:

-¡Pluguiese a Dios que esta tierra nuestra produjese tales nobles como veo que Chipre hace los mercaderes!

Y de este razonamiento en otros estando un tanto, se hizo hora de cenar: por lo que les invitó a sentarse a la mesa, y en ella, según era la cena improvisada, fueron muy bien y ordenadamente servidos; y poco después, levantadas las mesas, se pusieron en pie, que, dándose cuenta micer Torello de que estaban cansados, en hermosísimos lechos los llevó a descansar, y semejantemente él, poco después, se fue a dormir.

El servidor enviado a Pavia dio la embajada a la señora, la cual, no con ánimo mujeril sino real, haciendo prestamente llamar a muchos amigos y servidores de micer Torello, todas las cosas oportunas para un grandísimo convite hizo preparar, y a la luz de las antorchas hizo invitar al convite a muchos de los más nobles ciudadanos, e hizo sacar paños y sedas y pieles y completamente poner en orden lo que el marido le había mandado a decir.

Venido el día, los gentileshombres se levantaron, con los cuales micer Torello, montando a caballo y haciendo venir sus halcones, a una charca vecina les llevó y les mostró cómo volaban; pero preguntando Saladino si alguien podía ir a Pavia y llevarlos al mejor albergue, dijo micer Torello:

-Ése seré yo, porque ir allí necesito.

Ellos, creyéndoselo, se alegraron y juntos con él se pusieron en camino; y siendo ya la hora de tercia y habiendo llegado a la ciudad, creyendo que eran enviados al mejor albergue, con micer Torello llegaron a su casa, donde ya al menos cincuenta de los más ilustres ciudadanos habían venido para recibir a los gentileshombres, alrededor de los cuales acudieron rápidamente a los frenos y espuelas. La cual cosa viendo Saladino y sus compañeros, demasiado bien comprendieron lo que era aquello y dijeron:

-Micer Torello, esto no es lo que os habíamos pedido: bastante habéis hecho esta noche pasada y mucho más de lo que merecemos; por lo que sin inconveniente podíais dejarnos seguir nuestro camino.

A quienes micer Torello repuso:

-Señores, de lo que ayer noche se os hizo estoy yo más agradecido a la fortuna que a vosotros, que a tiempo os alcanzó en el camino para que necesitaseis venir a mi pequeña casa; de lo de esta mañana os quedaré yo obligado y junto conmigo todos estos gentileshombres que están en torno vuestro, a quienes si os parece cortés negaros a almorzar con ellos podéis hacerlo si queréis.

Saladino y sus compañeros, vencidos, desmontaron y recibidos por los gentileshombres alegremente fueron llevados a sus cámaras, las cuales riquísimamente les habían preparado; y dejando las ropas de camino y refrescándose un tanto, a la sala, que espléndidamente estaba aparejada, vinieron; y habiendo sido dada el agua a las manos y sentándose a la mesa con grandísimo orden y hermoso, con muchas viandas fueron magníficamente servidos; tanto que, si el emperador hubiese venido allí, no se habría sabido cómo hacerle más honor. Y aunque Saladino y sus compañeros fuesen grandes señores y acostumbrados a ver grandísimas cosas, no menos se maravillaron mucho de ésta, y les parecía de las mayores, teniendo en cuenta la calidad del caballero, que sabían que era burgués y no noble.

Terminada la comida y levantada la mesa, habiendo hablado un tanto de altas cosas, haciendo mucho calor, cuando plugo a micer Torello, los gentileshombres de Pavia se fueron a descansar, y quedándose él con los tres suyos, y entrando con ellos en una cámara, para que ninguna cosa querida para él quedara que visto no hubieran, allí hizo llamar a su valerosa mujer; la cual, siendo hermosísima y alta en su persona y adornada con ricas vestimentas, en medio de dos hijos suyos, que parecían dos angelotes, vino hacia ellos y placenteramente les saludó. Ellos, al verla, se levantaron y con reverencia la recibieron, y haciéndola sentarse entre ellos, gran fiesta hicieron con sus dos hermosos hijitos. Pero luego de que con ellos hubo entrado en agradable conversación, habiéndose ido un poco micer Torello, ella amablemente les preguntó de dónde eran y adónde iban; a quien los gentileshombres respondieron como habían hecho a micer Torello. Entonces la señora, con alegre gesto, dijo:

-Así pues, veo que mi previsión femenina será útil, y por ello os ruego que por especial merced no rehuséis ni tengáis por vil el pequeño presente que voy a hacer traeros, sino considerando que las mujeres, de acuerdo con su pequeño ánimo pequeñas cosas dan, más considerando el buen deseo de quien da que la cantidad del presente, lo toméis.

Y haciendo traer para cada uno dos pares de sobrevestes, una forrada de seda y otra de marta, en nada de burgueses ni de mercaderes, sino de señor, y tres jubones de cendal y lino, dijo:

-Tomad esto: las ropas de mi señor son como las vuestras; las otras cosas, considerando que estáis lejos de vuestras mujeres, y lo largo del camino hecho y el que os queda por hacer, y que los mercaderes son hombres limpios y delicados, aunque poco valgan podrán seros preciadas.

Los gentileshombres se maravillaron y claramente conocieron que micer Torello ninguna clase de cortesía quería dejar de hacerles, y temieron, viendo la nobleza de las ropas, en nada propias de mercaderes, que hubiesen sido reconocidos por micer Torello; sin embargo, a la señora respondió uno de ellos:

-Éstas son, señora, grandísimas cosas y no deberíamos tomarlas fácilmente si vuestros ruegos a ello no nos obligasen, a los cuales no puede decirse que no.

Hecho esto y habiendo ya vuelto micer Torello, la señora, encomendándolos a Dios, se separó de ellos, y de cosas semejantes a aquéllas, tal como a ellos convenía, hizo proveer a los criados. Micer Torello con muchos ruegos les pidió que todo aquel día se quedasen con él; por lo que, después que hubieron dormido, poniéndose sus ropas, con micer Torello un rato cabalgaron por la ciudad, y venida la hora de la cena, con muchos honorables compañeros magníficamente cenaron. Y cuando fue el momento, yéndose a descansar, al venir el día se levantaron y encontraron en el lugar de sus rocines cansados, tres gordos palafrenes y buenos y semejantemente caballos nuevos y fuertes para todos sus criados. La cual cosa viendo Saladino, volviéndose a sus compañeros, dijo:

-Juro ante Dios que hombre más cumplido ni más cortés ni más precavido que éste no lo ha habido nunca; y si los reyes cristianos son tales reyes en su condición como éste es caballero, el sultán de Babilonia no podrá enfrentarse siquiera con uno, ¡no digamos con todos los que vemos que se preparan para echársele encima!

Pero sabiendo que negarse a recibirlos no era oportuno, muy cortésmente agradeciéndolo, montaron a caballo. Micer Torello, con muchos compañeros, gran trecho en el camino les acompañaron fuera de la ciudad, y por mucho que a Saladino le doliese separarse de micer Torello, tanto se había prendado ya de él, le rogó que atrás se volviese, teniendo que irse; el cual, por muy duro que le fuese separarse de ellos, dijo:

-Señores, lo haré porque os place, pero os diré esto: yo no sé quiénes sois ni deseo saber más de lo que os plazca; pero seáis quienes seáis, que sois mercaderes no me dejaréis creyendo esta vez: y que Dios os guarde.

Saladino, habiendo ya de todos los compañeros de micer Torello tomado licencia, le repuso diciendo:

-Señor, podrá todavía suceder que os hagamos ver nuestra mercancía, con la cual vuestra creencia aseguraremos; e idos con Dios.

Se fueron, pues, Saladino y sus compañeros, con grandísimo ánimo de (si la vida les duraba y la guerra que esperaban no lo impidiese) hacer aún no menor honor a micer Torello del que éste le había hecho; y mucho de él y de su mujer y de todas sus cosas y actos y hechos habló con sus compañeros, alabándolo todo. Pero luego que todo Poniente, no sin gran fatiga, hubo corrido, entrando en el mar, con sus compañeros se volvió a Alejandría, y plenamente informado, se dispuso a la defensa.

Micer Torello se volvió a Pavia y mucho estuvo pensando que quiénes serían aquellos tres, pero nunca a la verdad llegó, ni se aproximó. Llegando el tiempo de la cruzada y haciéndose grandes preparativos por todas partes, micer Torello, no obstante los ruegos de su mujer y las lágrimas, se dispuso a irse de todas las maneras; y habiendo hecho todos los preparativos y estando a punto de montar a caballo, dijo a su mujer, a quien sumamente amaba:

-Mujer, como ves, me voy a esta cruzada tanto por el honor del cuerpo como por la salvación del alma; te encomiendo todas nuestras cosas y nuestro honor; y como estoy seguro de irme, y de volver, por mil accidentes que puedan sobrevenir, ninguna certeza tengo, quiero que me concedas una gracia: que suceda lo que suceda de mí, si no tienes noticia cierta de mi vida, que me esperes un año y un mes y un día sin volver a casarte, comenzando con este día que de ti me separo.

La mujer, que mucho lloraba, repuso:

-Micer Torello, no sé cómo voy a soportar el dolor en el cual, al partiros, me dejáis: pero si mi vida es más fuerte que él y algo os acaeciese, vivid y morid seguro de que viviré y moriré como mujer de micer Torello y de su memoria.

A la cual micer Torello dijo:

-Mujer, certísimo estoy de que, en cuanto esté en ti sucederá esto que me prometes; pero eres mujer joven y hermosa y de gran linaje, y tu virtud es muy conocida por todos; por la cual cosa no dudo que muchos grandes y gentileshombres, si nada de mí se supiera, te pedirán por mujer a tus hermanos y parientes, de cuyos consejos, aunque lo quieras, no podrás defenderte y por fuerza tendrás que complacerlos; y éste es el motivo por el cual este plazo y no mayor te pido.

La mujer dijo:

-Yo haré lo que pueda de lo que os he dicho; y si otra cosa tuviera que hacer; os obedeceré en esto que me ordenáis, con certeza. Ruego a Dios que a tales plazos ni a vos ni a mí nos lleven estos tiempos.

Terminadas estas palabras, la señora, llorando, se abrazó a micer Torello, y quitándose del dedo un anillo se lo dio, diciendo:

-Si sucede que muera yo antes de que os vuelva a ver, acordaos de mí cuando lo veáis.

Y él, cogiéndolo, montó a caballo, y diciendo adiós a todo el mundo, se fue a su viaje; y llegado a Génova con su compañía, subiendo a la galera, se fue, y en poco tiempo llegó a Acre y con otro ejército de los cristianos se unió. En el cual casi inmediatamente comenzó una grandísima enfermedad y mortandad, durante la cual, fuese cual fuese el arte o la fortuna de Saladino, casi todo lo que quedó de los cristianos que se salvaron fueron por él apresados a mansalva, y por muchas ciudades repartidos y puestos en prisión; entre los cuales presos fue uno micer Torello, y a Alejandría llevado preso.

Donde, no siendo conocido y temiendo darse a conocer, por la necesidad obligado se dedicó a domesticar halcones, en lo que era grandísimo maestro; y de esto llegó la noticia a Saladino, por lo que lo sacó de la prisión y se quedó con él como halconero. Micer Torello, que no era llamado por Saladino sino «el cristiano», a quien no reconocía, ni el sultán a él, solamente en Pavia tenía el ánimo, y muchas veces había intentado escaparse, y no había podido hacerlo; por lo que, venidos ciertos genoveses como embajadores a Saladino para rescatar a algunos conciudadanos suyos, y teniendo que irse, pensó en escribirle a su mujer que estaba vivo y que volvería con ella lo antes que pudiese, y que lo esperase; y así lo hizo, y caramente rogó a uno de los embajadores, que conocía, que hiciese que aquellas noticias llegasen a manos del abad de San Pietro en Cieldoro, que era su tío.

Y estando en estos términos micer Torello, sucedió un día que, hablando con él Saladino de sus aves, micer Torello comenzó a sonreír e hizo un gesto con la boca en que Saladino, estando en su casa de Pavia, se había fijado mucho, por el cual acto a Saladino le vino a la mente micer Torello; y comenzó a mirarlo fijamente y le pareció él; por lo que, dejando la primera conversación, dijo:

-Dime, cristiano, ¿de qué país de Poniente eres?

-Señor mío -dijo micer Torello-, soy lombardo, de una ciudad llamada Pavia, hombre pobre y de baja condición.

Al oír esto Saladino, casi seguro de lo que dudaba, se dijo alegre: «¡Dios me ha dado la ocasión de mostrar a éste cuánto me agradó su cortesía!» Y sin decir más, haciendo preparar en una alcoba todos sus vestidos, le condujo dentro y dijo:

-Mira, cristiano, si entre estas ropas hay alguna que alguna vez hayas visto.

Micer Torello comenzó a mirar y vio aquellas que su mujer le había dado a Saladino, pero no juzgó que podían ser aquéllas; pero respondió:

-Señor mío, ninguna conozco, aunque es verdad que aquellas dos se parecen a ropas con que yo, además de tres mercaderes que en mi casa estuvieron, anduve vestido.

Entonces Saladino, no pudiendo ya contenerse, lo abrazó tiernamente, diciendo:

-Vos sois micer Torello de Strá, y yo soy uno de los tres mercaderes a los cuales vuestra mujer dio estas ropas; y ahora ha llegado el tiempo de asegurar vuestra creencia en lo que era mi mercancía, como al separarme de vos os dije que podría suceder.

Micer Torello, al oír esto, comenzó a ponerse contentísimo y a avergonzarse; y a estar contento de haber tenido tal huésped, y a avergonzarse de que pobremente le parecía haberlo recibido; al cual Saladino dijo:

-Micer Torello, puesto que Dios os ha enviado a mí, pensad que no yo de ahora en adelante sino que vos aquí sois el dueño.

Y haciéndose fiestas grandes por igual, con reales vestidos lo hizo vestir, y llevándole ante sus barones más ilustres y habiendo dicho muchas cosas en alabanza de su valor, ordenó que por cualquiera que su gracia apreciase tan honrado fuese como su persona; lo que de entonces en adelante todos hicieron, pero mucho más que los otros los dos señores que habían sido compañeros de Saladino en su casa.

La altura de la súbita gloria en que se vio micer Torello, algo las cosas lombardas le hizo olvidar, y máximamente porque con seguridad esperaba que sus cartas hubieran llegado a su tío. Había, en el campo donde estaba el ejército de los cristianos, el día que fueron apresados por Saladino, muerto y sido sepultado un caballero provenzal de poca monta cuyo nombre era micer Torello de Dignes; por la cual cosa, siendo micer Torello de Strá a causa de su nobleza conocido por el ejército, cualquiera que oyó decir «Ha muerto micer Torello», creyó que era micer Torello de Strá y no el de Dignes; y el accidente del apresamiento que sobrevino no dejó que los engañados saliesen de su error. Por lo que muchos itálicos volvieron con esta noticia, entre los cuales los hubo tan presuntuosos que osaron decir que lo habían visto muerto y asistido a su sepultura; la cual cosa, sabida por la mujer y por sus parientes, fue ocasión de grandísimo e indecible pesar no solamente de ellos, sino de todos los que lo habían conocido.

Largo sería de exponer cuál fue y cuánto el dolor y la tristeza y el llanto de su mujer; a la cual, después de algunos meses en que se había dolido con tribulación continua, y había empezado a dolerse menos, siendo solicitada por los más ilustres hombres de Lombardía, sus hermanos y todos sus demás parientes empezaron a pedirle que se casara, a lo que ella muchas veces y con grandísimo llanto habiéndose negado, obligada, al final tuvo que hacer lo que querían sus parientes, con esta condición: que habría de estar sin convivir con el marido tanto cuanto le había prometido a micer Torello.

Mientras en Pavia estaban las cosas de la señora en estos términos, y ya unos ocho días antes del plazo en que debía ir a vivir con su marido, sucedió que micer Torello vio en Alejandría un día a uno que había visto subir con los embajadores genoveses a la galera que venía a Génova; por lo que, haciéndole llamar, le preguntó que qué viaje habían tenido y cuándo habían llegado a Génova. Al cual dijo éste:

-Señor mío, mal viaje hizo la galera, tal como oí en Creta, donde me quedé; porque estando cerca de Sicilia, se levantó una peligrosa tramontana que contra los bajíos de Berbería la arrojó, y no se salvó un alma; y entre los demás perecieron dos hermanos míos.

Micer Torello, creyendo las palabras de aquél, que eran veracísimas, y acordándose de que el plazo que le había pedido a su mujer terminaba de allí a pocos días, y dándose cuenta de que nada de él debía saberse en Pavia, tuvo por cierto que su mujer debía haber vuelto a casarse; con lo que cayó en tan gran dolor que, perdidas las ganas de comer y echándose en la cama, decidió morir. La cual cosa, cuando llegó a oídos de Saladino, que sumamente le amaba, vino a verle; y luego de muchos ruegos y grandes que le hizo, sabida la razón de su dolor y de su enfermedad, le reprochó mucho no habérsela dicho antes, y luego le rogó que se animase, asegurándole que, si lo hacia, él obraría de modo que estuviese en Pavia antes del plazo dado; y le dijo cómo.

Micer Torello, dando fe a las palabras de Saladino, y habiendo muchas veces oído decir que aquello era posible y se había hecho muchas veces, comenzó a animarse, y a pedir a Saladino que se apresurase en ello. Saladino, a un nigromante suyo cuyo arte ya había experimentado, le ordenó que arreglase la manera de que micer Torello, sobre una cama fuese transportado a Pavia en una noche; a quien el nigromante respondió que así sería hecho, pero que por bien suyo lo adormeciese. Arreglado esto, volvió Saladino a Micer Torello, y hallándolo completamente determinado a estar en Pavia antes del plazo dado, si pudiera ser, y si no pudiera a dejarse morir, le dijo así:

-Micer Torello, si tiernamente amáis a vuestra mujer y teméis que pueda ser de otro, sabe Dios que yo en nada puedo reprochároslo porque de cuantas mujeres me parece haber visto ella es quien por sus costumbres, sus maneras y su porte (dejando la hermosura, que es flor caduca) más digna me parece de alabarse y tenerse en aprecio. Me habría complacido muchísimo que, puesto que la fortuna os había mandado aquí, el tiempo que vos y yo vivir debamos, en el gobierno del reino que yo tengo igualmente señores, hubiésemos vivido juntos; y si esto no me hubiera sido concedido por Dios, ya que habría de veniros al ánimo o querer la muerte o encontraros en Pavia al final del plazo impuesto, sumamente habría deseado saberlo a tiempo de poder mandaros a vuestra casa con el honor, la grandeza, la compañía que vuestra virtud merece; lo que, puesto que no me ha sido concedido, y vos deseáis estar allí presente, tal como puedo y en la forma que os he dicho os mandaré.

A quien micer Torello dijo:

-Señor mío, sin vuestras palabras, vuestros actos me han demostrado bien vuestra benevolencia, que por mí nunca en tan supremo grado fue merecida, y de lo que decís, aunque no lo dijeseis, vivo y moriré certísimo; pero tal como he decidido, os ruego que lo que me habéis dicho que vais a hacer lo hagáis pronto, porque mañana es el último día en que deben esperarme.

Saladino dijo que aquello sin duda estaba arreglado; y el día siguiente, esperando mandarlo a la noche siguiente, hizo Saladino hacer en una gran sala un hermosísimo y rico lecho con todos los colchones, según su costumbre, de velludo y drapeados de oro, y poner por encima una colcha labrada con arabescos de perlas gordísimas y de riquísimas piedras preciosas, la cual fue después aquí tenida por un incalculable tesoro, y dos almohadones tales como semejante lecho requería; y hecho esto, mandó que a micer Torello, que ya estaba repuesto, le pusiesen un traje a la guisa sarracena, que era la cosa más rica y más bella que nunca nadie había visto, y la cabeza, a su manera, hizo que se la envolvieran en uno de sus larguísimos turbantes. Y siendo ya tarde, Saladino entró, con muchos de sus barones, en la alcoba donde Micer Torello estaba, y sentándose a su lado, casi llorando, comenzó a decir:

-Micer Torello, el momento que va a separarme de vos está cerca, y como yo no puedo acompañaros ni haceros acompañar, por la condición del camino que tenéis que hacer, que no lo sufre, aquí en la alcoba tengo que despedirme de vos, a lo que he venido. Y por ello, antes de dejaros con Dios, os ruego que por el amor a la amistad que hay entre nosotros, que no os olvidéis de mí, y si es posible, antes de que nos llegue nuestra hora, que vos, habiendo puesto en orden vuestras cosas en Lombardía, una vez por lo menos vengáis a verme para que pueda yo entonces, habiéndome alegrado con veros, enmendar la falta que ahora por vuestra prisa tengo que cometer; y hasta que esto suceda, no os sea enojoso visitarme con cartas y pedirme las cosas que os gusten, que con más agrado por vos que por ningún hombre del mundo lo haré con seguridad.

Micer Torello no pudo retener las lágrimas, y por ello, impedido por ellas, contestó con pocas palabras que era imposible que nunca sus beneficios y su valor se le fuesen de la memoria, y que sin falta lo que le pedía haría si es que el tiempo le era concedido. Por lo que Saladino, tiernamente abrazándolo y besándolo, con muchas lágrimas le dijo:

-Idos con Dios -y salió de la alcoba, y los demás barones después de él se despidieron y se fueron con Saladino a la sala donde había hecho preparar el lecho.

Pero siendo tarde ya y el nigromante estando en espera de hacer aquello y preparándolo, vino un médico con un brebaje para micer Torello y diciéndole que se lo daba para fortalecerle, se lo hizo beber: y no pasó mucho sin que se durmiese. Y así durmiendo fue llevado por mandato de Saladino al hermoso lecho sobre el cual puso él una grande y bella corona de gran valor, y la señaló de manera que claramente se vio después que Saladino se la mandaba a la mujer de micer Torello. Después, le puso a micer Torello en el dedo un anillo en el que había engastado un carbunclo tan reluciente que una antorcha encendida parecía, cuyo valor era inestimable; luego le hizo ceñir una espada guarnecida de manera que su valor no podría apreciarse con facilidad, y además de esto un broche que le hizo prender en el pecho en el que había perlas cuyas semejantes nunca habían sido vistas, con otras muchas piedras preciosas, y luego, a cada uno de sus costados, hizo poner dos grandísimos aguamaniles de oro llenos de doblones y muchas redecillas de perlas, y anillos, y cinturones, y otras cosas que largo sería contarlas, hizo que le pusiesen en torno. Y hecho esto, otra vez besó a micer Torello y dijo al nigromante que se diese prisa; por lo que, incontinenti, en presencia de Saladino, el lecho llevando a micer Torello, desapareció de allí, y Saladino se quedó hablando de él con sus barones.

Y ya en la iglesia de San Pietro en Cieldoro de Pavia, tal como lo había pedido, llevaba un rato posando micer Torello con todas las antes dichas joyas y adornos, y todavía dormía, cuando habiendo tocado ya a maitines, el sacristán entró en la iglesia con una luz en la mano; y le sucedió que súbitamente vio el rico lecho y no tan sólo se maravilló sino que, sintiendo un miedo grandísimo, huyendo se volvió atrás: al cual viendo huir el abad y los monjes, se maravillaron y le preguntaron la razón. El monje la dijo.

-¡Oh! -dijo el abad-, pues no eres ya ningún niño ni eres tan nuevo en la iglesia para espantarte tan fácilmente; vamos nosotros, pues, y veamos qué coco has visto.

Encendidas, pues, más luces, el abad con todos sus monjes entrando en la iglesia vieron este lecho tan maravilloso y rico, y sobre él el caballero que dormía; y mientras, temerosos y tímidos, sin acercarse nada al lecho las nobles joyas miraban, sucedió que, habiendo pasado la virtud del brebaje, micer Torello, despertándose, lanzó un suspiro. Los monjes al ver esto y el abad con ellos, espantados y gritando: “¡Señor, ayúdanos!”, huyeron todos.

Micer Torello, abiertos los ojos y mirando alrededor, conoció claramente que estaba allí donde le había pedido a Saladino, de lo que se puso muy contento; por lo que, sentándose en el lecho y detalladamente mirando todo lo que tenía alrededor, por mucho que hubiera conocido ya la magnificencia de Saladino, le pareció ahora mayor y más la conoció. Sin embargo, sin moverse, viendo a los monjes huir y dándose cuenta de por qué, comenzó por su nombre a llamar al abad y a rogarle que no temiese, porque él era Torello su sobrino.

El abad, al oír esto, sintió mayor miedo como quien por muerto lo tenía desde hacia meses; pero luego de un tanto, tranquilizado por verdaderas pruebas, sintiéndose llamar, haciendo la señal de la santa cruz, se acercó a él; al cual micer Torello dijo:

-Oh, padre mío, ¿qué teméis? Estoy vivo, gracias a Dios, y aquí he vuelto de ultramar.

El abad, a pesar de que tenía la barba larga y estaba en traje morisco, después de un tanto lo reconoció, y tranquilizándose por completo, le cogió de la mano, y dijo:

-Hijo mío, ¡seas bien venido!

Y siguió:

-No debes maravillarte de nuestro miedo porque en esta tierra no hay hombre que no crea firmemente que estás muerto, tanto que te diré sólo que doña Adalieta tu mujer, vencida por los ruegos y las amenazas de sus parientes y contra su voluntad, se ha vuelto a casar; y hoy por la mañana debe irse con su marido, y las bodas y todo lo que se necesita para la fiesta está preparado.

Micer Torello, levantándose del rico lecho y haciendo al abad y a los monjes maravillosas fiestas, pidió a todos que de su vuelta no hablasen con nadie hasta que no hubiese él resuelto un asunto suyo. Después de esto, haciendo poner a salvo las ricas joyas, lo que le había sucedido hasta aquel momento le contó al abad. El abad, contento de sus aventuras, con él dio gracias a Dios. Después de esto, preguntó micer Torello al abad que quién era el nuevo marido de su mujer. El abad se lo dijo, a quien micer Torello dijo:

-Antes que se sepa que he vuelto quiero ver el comportamiento que tiene mi mujer en estas bodas; y por ello, aunque no sea costumbre que los religiosos vayan a tales convites, quiero que por mi amor lo arregléis de manera que los dos vayamos.

El abad contestó que de buena gana; y al hacerse de día mandó un recado al recién casado diciendo que con un compañero quería asistir a sus bodas; a quien el gentilhombre repuso que mucho le placía. Llegada, pues, la hora de la comida, micer Torello, con aquel traje que llevaba, se fue con el abad a casa del recién casado, mirado con asombro por quien le veía, pero no reconocido por ninguno; y el abad decía a todos que era un sarraceno enviado por el sultán al rey de Francia como embajador.

Y, pues, micer Torello sentado a una mesa exactamente frente a su mujer, a quien con grandísimo placer miraba; y en el gesto le parecía molesta por estas bodas. Ella también alguna vez le miraba, no porque le reconociese en nada (que la larga barba y el extraño traje y la firme creencia de que estaba muerto no se lo permitían), sino por la rareza del traje. Pero cuando le pareció oportuno a micer Torello ver si se acordaba de él, quitándose del dedo el anillo que su mujer le había dado cuando se separó de ella, hizo llamar a un jovencito que delante de él estaba sirviendo, y le dijo:

-Di de mi parte a la recién casada que en mi país se acostumbra, cuando algún forastero como yo come en el banquete de una recién casada, como es ella, en señal de que gusta de que él haya venido a comer, que ella le manda la copa en la que bebe llena de vino; con lo cual luego de que el forastero ha bebido lo que guste, tapándola de nuevo, la novia bebe el resto.

El jovencito dio el recado a la señora, la cual, como cortés y discreta, pensando que aquél era un gran infanzón, para mostrar que le agradaba su llegada, una gran copa dorada, que tenía delante, mandó que fuese lavada y colmada de vino y llevada al gentilhombre; y así se hizo. Micer Torello, que se había metido en la boca su anillo, hizo de manera que lo dejó caer en la copa sin que nadie se diese cuenta, y dejando un poco de vino, la tapó y se la envió a la señora. La cual, cogiéndola, para cumplir la costumbre, destapándola se la llevó a la boca y vio el anillo, y sin decir nada lo estuvo mirando un rato; y reconociéndolo como el que ella le había dado al irse a micer Torello, lo cogió, y mirando fijamente al que creía forastero, y reconociéndolo, como si se hubiese vuelto loca, tirando al suelo la mesa que tenía delante, gritó:

-¡Es mi señor, es verdaderamente micer Torello!

Y corriendo a la mesa a la que él estaba sentado, sin importarle sus ropas ni nada de lo que hubiese sobre la mesa, echándose contra él cuando pudo, lo abrazó fuertemente y no se la pudo arrancar de su cuello, por dicho ni hecho de nadie que allí estuviera, hasta que micer Torello le dijo que se compusiese un poco porque tiempo para abrazarlo le sería aún concedido mucho.

Entonces ella, enderezándose, estando ya las bodas todas turbadas y en parte más alegres que nunca por la recuperación de tal caballero, rogados por él, todos callaron; por lo que micer Torello desde el día de su partida hasta aquel momento, lo que le había sucedido a todos narró, concluyendo que al gentilhombre que, creyéndole muerto, había tomado por mujer a la suya, si estando vivo se la quitaba, no debía parecerle mal.

El recién casado, aunque un tanto burlado se sintiese, generosamente y como amigo respondió que de sus cosas podía hacer lo que más le agradase. La señora, el anillo y la corona recibidas del nuevo marido allí las dejó y se puso aquel que de la copa había cogido, e igualmente la corona que le había mandado el sultán; y saliendo de la casa en donde estaban, con toda la pompa de unas bodas hasta la casa de micer Torello fueron, y allí los desconsolados amigos y parientes y todos los ciudadanos, que le miraban como si fuese resucitado, con larga y alegre fiesta se consolaron.

Micer Torello, dando de sus preciosas joyas una parte a quien había hecho el gasto de las bodas y al abad y a muchos otros, y por más de un mensajero haciendo saber su feliz repatriación a Saladino, declarándose su amigo y servidor, muchos años con su valerosa mujer vivió después, siendo más cortés que nunca.

Este fue, pues, el fin de las desdichas de micer Torello y de las de su amada mujer, y el galardón de sus alegres y espontáneas cortesías. Las cuales, muchos se esfuerzan en hacer que, aunque tengan con qué, saben tan mal hacerlas que las hacen pagar más de lo que valen; por lo que, si de ellas no se sigue recompensa, no deben maravillarse, ni ellos ni otros.



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