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El montero

[Cuento - Texto completo.]

Emilia Pardo Bazán

Aquella noche, la roja Sabel -la mujer de Juan Mouro, el montero de la Arestía- notó algo extraño en aquella actitud de su marido, cuando este regresó del trabajo, negras las manos de la pólvora de los barrenos, y enredados en el grueso terciopelo de su chaqueta pequeños fragmentos graníticos.

-Mi hombre, la cena está lista -advirtió Sabel cariñosamente-. Hay un pote tan cocidito que da gloria. He mercado vino nuevo, y te he puesto una tartera de bacalao gobernado con patatas. ¡Siéntate, mi hombre, y a comer como el rey!

El montero no respondió. Soltó la herramienta en un ángulo de la cocina, acomodóse cerca de la lumbre, y sacando la petaca de cuero, amasó un golpe de tabaco picado entre las palmas de las manos. Lió después el pitillo, y lo encendió y chupó, sin desarrugar el entrecejo un instante, torvo y sombrío, fija la vista en el suelo. Sabel, con solicitud, porfió:

-Llégate a la artesa, mi hombre… Te voy a echar el caldo en la cunca… Mira cómo resciende.

Siempre enfurruñado, Juan Mouro tiró la colilla y se acercó a la artesa, cuya tapa bruñida y negruzca servía de mesa de comedor. Sabel le sirvió el espeso caldo de berzas y unto, observándole con el rabillo del ojo y esperando la confidencia, que no podía faltar. El montero y su mujer se entendían muy bien: ella afanándose en la casa, él bregando en la cantera de la Arestía, extrayendo piedra y más piedra, unidos por el deseo de juntar para adquirir el gran pedazo de sembradura que se extendía al norte de su vivienda y la mancha de castaños adyacentes. Jóvenes aún, se amaban a su manera, con sanas y rudas caricias, y ponían en común las aspiraciones limitadas y tercas del humilde. Así es que Sabel aguardaba, mientras su marido se saciaba, ávidamente, como hombre rendido que repara sus fuerzas. Y así que la satisfacción de la necesidad le produjo bienestar, reventó el embuchado.

-¿No sabes, mujer? Es una cosa que parece cuento. Que saltan con que no les da la gana de que yo arranque más piedra en todo el mes…, ¡y sabe Dios si en el otro!

-¿Qué dices, hom?…

-¡Asimismo… ray!

-¿Y quién tiene poder para eso? ¿El Auntamiento? ¿Los vecinos de la Arestía? ¿No soltamos por la cantera muy buenos cuartos?-refunfuñó Sabel, indignada, depositando sobre la artesa la tartera del bacalao y dos platos de barro vidriado, relucientes como cobre.

-¡Qué Auntamiento ni qué…! ¡No, mujer; si son los de la juelga! Los canteros de Sainís, de Bertial, de Dosiñas. Me leyeron la sentencia: que no se trabaja, y que no se trabaja, y que no se trabaja…, ¡ray!

-¿Y ellos mandan en ti? ¡Que manden en sus orejas!

-Mandar…, según: mandan y no mandan… Al tiempo que arman esas juelgas (el demonio las coma), todo Dios tiene que sujetarse a la voluntá de quien se le antoja volverlo todo de patas arriba… ¡ray, ray!

-¿Y no se asujetando? -insinuó Sabel-. Su voz trepidaba irritada; veía ya sus economías devoradas por el paro del trabajo, y el querido pedazo de sembradura perdido para siempre, adquirido por la codiciosa vecina, la Norteira, a quien un hijo, desde Montevideo, libraba a veces cantidades. -¿Y no se asujetando? -repitió ante el mutismo de Juan-. ¿Qué señorío tiene sobre de ti, pregunta mi curiosidad, para se meter en si subes o no subes a la Arestía?

-Señorío, ninguno; ya se sabe, mujer; pero una mala partida pronto se le hace a un hombre…, ¡ray!

Volvió Sabel a callar unos instantes. Luchaba con la impresión vaga y siniestra de las palabras de su marido. Su instinto de hembra sagaz le decía también que Juan, indeciso, no esperaba sino el consejo, la excitación de la dona. Fijó los ojos en el arca, en cuyo pico guardaba sus ahorros, y creyó ver salir los duros, tan bien ganados con el sudor del montero, en fila, para mercar el pan diario. Su hombre estaba hecho a la buena comida, al traguito, que arrancar piedra no es como ensartar abalorio…, ¡Y ahora! ¡Con los brazos quietos, con la cantera comprada, con las piezas encargadas, que sabe Dios si los maestros se cansarían y las encargarían a otra parte! ¡Gastar todo el peto; quizá tener que pedir prestado al usurero!… Sabel puso delante de Juan la jarra de loza colmada de vino. El vino da ánimos…

-¿De modimanera que salen con la suya? ¿No arrancas?-porfió así que Juan hubo bebido.

-Si arranco o no arranco, eso se verá -respondió él con arrogancia jactanciosa-. A mí nadie me manda por malas, ¿lo oyes? Y a dormir, que mañana cumple madrugar.

-Si al fin no vas al monte… -insinuó ella, como el que deja caer las palabras.

No hubo respuesta. Cubrió Sabel el fuego, y media hora después apagaba la candileja de petróleo. Al principio durmió con inquieto sueño, no libre de pesadillas; pero hacia el amanacer la salteó el letargo profundo que preparan la buena digestión y el cansancio normal de la labor diaria. Despertó con un rayo de sol matutino y un revuelo de moscas sobre la cara; las maderas, desunidas, dejaban pasar luz y aire. Al sentirse sola en la cama, saltó precipitadamente al suelo, despavorida.

-¡Juan, Juan! -gritó, lanzándose por la escalera, que retemblaba bajo sus pisadas de buena moza.

La cocina estaba desierta; la puerta de la casa, entornada había quedado; de la esquina faltaban las herramientas. No cabía duda: el montero iba camino del monte…

Sabel asomóse a la puerta, tembló; una ráfaga fresca, fría más bien, procedente del mar, que no cesa de abanicar a la tierra mariñana, fue acaso la causa de su escalofrío: reparó que estaba en camisa y que tenía los pies descalzos, y aprisa se metió dentro. Mientras se vistió, el temblorcillo proseguía, y allá en su interior una voz hueca y pavorosa murmuraba palabras de amenaza, de improperios, de maldición. «Te despabilamos a tu hombre, ahora mismo… Le abrasamos la cara, le cortamos el pescuezo… Le sacamos afuera las tripas…» Toda la brutal palabrería de las riñas aldeanas, las interjecciones y tacos de la guapeza rústica, zumbaban en los oídos de Sabel. El bocado de pan del desayuno se le atragantó. Ya no se acordaba de los duros, guardados en el pico del arca, sino sólo de su hombre, de su trabajador, del que lo ganaba, con los recios brazos y el hercúleo esfuerzo…

-¡Ay, si me lo mancan!… ¡Juaniño!

Poco a poco se fue serenando. El día avanzaba, y la claridad del sol es certero conjuro para disipar terrores. Sabel se puso a desgranar espigas de maíz. De improviso oyó en la carretera unas corridas como de animal perseguido que huye; empujaron la puerta y el montero se precipitó, sin sombrero, sin herramienta, cubierto de polvo, en mangas de camisa manchadas de sangre…

-Vienen tras de mí. Escóndeme, mujer…

-¿Qué hiciste, mi hombre?-sollozó Sabel-. ¡Ay pobres, desdichados de nosotros!

-Me salieron al camino. Que no arrancase… Me llamaron vendido. Me querían apalear. Dejé a uno, que ni da a pie ni a pierna. Le partí la cabeza con el picachón, así. ¡Ese ya es ánima del Purgatorio!

-Más vale que sea él que tú -contestó Sabel, abrazándose locamente a su marido, y escuchando ya en la carretera, a lo lejos, el tropel de la gente que perseguía al matador.



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