Casa digital del escritor Luis López Nieves


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El signo de los cuatro

[Novela - Texto completo.]

Arthur Conan Doyle

I
La ciencia de la deducción

Sherlock Holmes extrajo un frasco de un anaquel y la jeringa hipodérmica de su estuche. Con sus dedos largos, blancos y nerviosos, ajustó la delicada aguja y se enrolló la manga izquierda de su camisa. Durante un momento sus ojos se apoyaron pensativamente en su brazo nervudo, lleno de manchas y con innumerables cicatrices, causadas por las frecuentes inyecciones. Finalmente se introdujo la aguja delgada, presionó el pequeño pistón, se la sacó, y se dejó caer en un sillón forrado de terciopelo, con un profundo suspiro de satisfacción.

Tres veces al día, durante muchos meses, había sido yo testigo de este espectáculo, pero, a pesar de ello, no me resignaba a seguir viéndolo. Por el contrario, día con día me sentía más irritado a su vista. El remordimiento me quitaba el sueño al pensar que me faltaba valor suficiente para protestar. Una y otra vez me había prometido abordar aquel tema escabroso, pero había algo en el aire frío y tranquilo de mi compañero, que me impedía decidirme a hacerlo. Sus facultades casi adivinatorias, su disciplina mental y sus cualidades extraordinarias, me inhibían y me hacían sentir inferior y torpe.

Sin embargo, aquella tarde, sea a causa del vino que había tomado en el almuerzo, o a la exasperación que me produjo su actitud exageradamente deliberada, sentí que no podía resistir más tiempo.

-¿Qué es ahora? -pregunté-. ¿Morfina o cocaína?

Levantó los ojos lánguidamente del viejo volumen recubierto de negro que había abierto.

-Es cocaína -me dijo-, una solución al 7 por ciento. ¿Quiere usted probarla?

-No, gracias -contesté por brusquedad-. Aún no me repongo por completo de la campaña de Afganistán. No puedo darme el lujo de dar a mi constitución una nueva carga.

Sonrió de mi tono vehemente.

-Quizá tenga razón, Watson -dijo-. Supongo que la cocaína es perjudicial. Sin embargo, la he encontrado tan estimulante y benéfica para la mente, que su acción secundaria carece de importancia para mí.

-¡Pero, considere usted las consecuencias! -dije con pesar-. ¡Calcule lo que va a costarle a la larga! Su cerebro puede ser despertado y excitado como usted dice, pero mediante un proceso patológico y morboso, que entraña un creciente cambio de los tejidos y puede producir una debilidad mental permanente. Usted sabe, también, la reacción terrible que sucede a los momentos de excitación. No creo que éstos valgan la pena. ¿Por qué arriesga por un simple placer pasajero la pérdida de las grandes facultades con que fue usted dotado? Recuerde que no le hablo sólo como amigo, sino como médico que se siente hasta cierto punto responsable de su salud.

No pareció ofenderse por mis palabras. Por el contrario, unió las puntas de sus dedos y apoyó los codos en los brazos del sillón, como quien se dispone a enfrascarse, de buena gana, en una larga y agradable conversación.

-Mi mente -dijo- se rebela a estar ociosa. Déme problemas, déme trabajo, déme el más complicado de los criptogramas, o el análisis más intrincado, y me sentiré en mi atmósfera natural. Entonces puedo pasármela sin estimulantes artificiales. Pero aborrezco la rutina monótona de la existencia. Tengo hambre de exaltación mental. Por eso he escogido esta profesión particular… o más bien, la he creado… porque soy el único en el mundo que la practica.

-¿El único detective que no pertenece a la policía?

-El único detective que no sólo no pertenece a la policía sino que además es detective consultor -me contestó-. Yo soy la última y más alta corte de apelaciones en la materia. Cuando Gregson, o Lestrade, o Athelney fracasan, lo cual, dicho sea de paso, les sucede casi siempre, me someten el asunto a mí. Entonces yo, en mi calidad de perito, examino los datos, y emito mi opinión de especialista, sin siquiera pedir que se reconozca mi intervención en el asunto; mi nombre no figura en ningún periódico. La obra en sí misma, el placer de encontrar un terreno propicio donde ejercitar mis facultades, constituyen mi mayor premio; usted me ha visto operar en el caso de Jefferson Hope.

-Sí, cierto -exclamé con entusiasmo-. Nada en la vida me ha llamado tanto la atención, y no he podido menos que referir el asunto en un folleto que publiqué con el título de Estudio en escarlata.

Mi amigo movió tristemente la cabeza.

-He hojeado el folleto -dijo-, y, francamente, no puedo felicitarlo. El detectivismo es, o debería ser, una ciencia exacta, y hay que ocuparse de ella con la frialdad y ausencia de emociones con que se tratan las ciencias exactas; usted ha intentado darle un tinte de romanticismo, lo que equivale a mezclar una historia de amor o una fuga de enamorados con la quinta proposición de Euclides.

-Pero en el hecho había una novela -observé- y no podía desfigurar lo sucedido.

-Hay hechos que deben ser suprimidos o, por lo menos, reducidos a proporciones justas al referirlos. Lo único del asunto que merecía ser mencionado era el curioso razonamiento analítico de causas y efectos, con el que conseguí descubrir el misterio.

Esta crítica de una obra que yo había escrito con el especial objeto de serle agradable a él mismo, me desagradó bastante; y confieso también que me irritaba el egoísmo con que parecía pretender que cada línea de mi folleto estuviera dedicada únicamente a sus propios y particulares actos. En más de una ocasión, durante los años que hacía vivíamos en Baker Street, había tenido oportunidad de observar que, bajo las tranquilas y didácticas maneras de mi compañero, se escondía una pequeña dosis de vanidad. Con todo, no le contesté nada, me senté, y me puse a frotar mi pierna herida. Una bala de Jezail me la había atravesado tiempo atrás, y aunque la herida no me impedía andar, los cambios de temperatura me causaban agudos dolores.

-Mi clientela se ha extendido ya hasta el continente -repuso Holmes al cabo de un rato, llenando de tabaco su antigua pipa de palo de rosa-. La semana pasada recibí una consulta de François Le Villard, quien, tal vez usted lo sepa, ha llegado en los últimos tiempos a ser el mejor agente de la policía secreta de Francia. Posee, por entero, la rápida intuición, facultad propia de la raza céltica, pero tiene deficiencia en el amplio campo del conocimiento exacto, esencial para el desarrollo elevado de su arte. El asunto que me consultó fue el de un testamento, y presentaba algunas fases interesantes; le fui útil haciéndole conocer dos casos semejantes: uno, acontecido en Riga en 1857 y, el otro, en Saint Louis en 1871. Por ellos encontró la verdadera solución. Aquí tengo una carta suya que recibí esta mañana, y en la que me habla de la ayuda que le presté.

Me alargó la carta, toda arrugada. Eché una ojeada sobre el papel, y al vuelo encontré una profusión de términos elogiosos, como magnifiques, coup-de-maîtres, tours-de-force,2 que atestiguaban la ardiente admiración del detective francés.

-Habla como un discípulo a su maestro -observé.

-¡Oh! Le Villard exagera mi ayuda -contestó Sherlock Holmes-, cuando él mismo posee virtudes muy apreciables; tiene dos de las tres cualidades necesarias para ser un detective ideal: el poder de observación y el de deducción. Lo único que le falta es el conocimiento, que con el tiempo, puede llegar a adquirir. Ahora está traduciendo unos pequeños trabajos míos al francés. ¡Ah! ¿No lo sabía usted? -exclamó Holmes riéndose-. Pues sí, me confieso “culpable” de algunas monografías, todas sobre asuntos técnicos. Aquí tiene usted, por ejemplo, una sobre la diferencia entre las cenizas de los distintos tabacos, en la cual enumero ciento cuarenta formas de cigarros, cigarrillos y tabaco de pipa, con grabados a colores, ilustrativos de la diferencia de las cenizas. Es éste un punto que se presenta continuamente como tema de estudio en los juicios criminales, y a veces tiene una importancia decisiva. Si, por ejemplo, usted puede establecer de una manera definitiva que un asesinato ha sido cometido por un hombre que fumaba tabaco indio lukah, es obvio que el terreno de las pesquisas queda reducido con esa sola observación. Para un ojo ejercitado hay tanta diferencia entre la negra ceniza de un Trichinopolis y la blanca ceniza de un Ojo de Pájaro, como la puede haber entre un repollo y una patata.

-Usted posee un genio extraordinario para las minuciosidades -le dije.

-Aprecio la importancia que tienen. Esta otra monografía trata de las huellas de los pies, con algunas observaciones sobre el empleo de la pasta de París para conservar intactas las huellas. Y aquí tiene usted también una curiosa obrita sobre la manera como los diferentes oficios configuran las manos, con litografías de manos de pizarreros, tejedores y pulidores de diamantes. El asunto es de gran interés práctico para el detective científico, especialmente cuando se trata de cadáveres que nadie reclama o para descubrir los antecedentes de los criminales. Pero estoy cansándolo a usted con mi charla.

-De ninguna manera -le contesté con ardor-. Estas cosas me interesan muchísimo, en especial desde que he tenido la oportunidad de observar la aplicación práctica que usted les da. Pero hace un momento hablaba usted de observación y deducción. En cierta medida, una implica a la otra.

-¿Por qué? ¡Difícilmente! -replicó Holmes, recostándose con pereza en su sillón y despidiendo azules y espesas volutas de humo-. Por ejemplo, la observación me demuestra que usted ha estado esta mañana en la oficina de correos de la calle Wingmore; y la deducción me permite saber que usted fue a esa oficina a expedir un telegrama.

-¡Justo! -exclamé-. ¡Justo en ambas cosas! Pero, confieso que no alcanzo a ver cómo ha llegado usted a adivinarlo. La idea de ir al correo se me ocurrió de súbito, y a nadie he hablado de eso.

-La cosa es sencillísima -me contestó sonriendo al ver mi sorpresa- tan absurdamente sencilla que su explicación es superflua, pero voy a hacérsela a usted, porque va a servirme para definir los límites entre la observación y la deducción. La observación me hace ver que usted tiene un poco de barro de color rojizo adherido a su zapato, y precisamente delante de la oficina de correos de la calle Wingmore ha sido removido el pavimento y extraída la tierra de tal manera que es difícil entrar en la oficina sin pisarla. Esa tierra tiene un peculiar color rojizo que, a mi parecer, no existe en ningún otro lugar de nuestro barrio. He aquí la observación; el resto es deducción.

-¿Y cómo deduce usted lo del telegrama?

-Desde luego sé que usted no ha escrito carta alguna, pues toda la mañana hemos estado sentados frente a frente. Después he visto que en su escritorio, que está abierto, tiene usted una hoja entera de estampillas y un grueso paquete de tarjetas postales. ¿A qué iría usted, pues, a la oficina de correos, si no fuese a enviar un telegrama? Eliminando factores, el que queda tiene que ser verdadero.

-En este caso así es -contesté, después de reflexionar un instante-. Y además estoy de acuerdo en que la cuestión es de las más sencillas. ¿Me calificaría usted de impertinente si quisiera someter sus teorías a una prueba más severa?

-Al contrario -me contestó-. Eso me impedirá tomar una segunda dosis de cocaína. Tendré muchísimo gusto en estudiar cualquier problema que usted someta a mi consideración.

-Le he oído decir que es difícil que un hombre use diariamente un objeto sin dejarle impresa su individualidad, hasta el punto de que un observador ejercitado puede leerla en el objeto. Pues bien; aquí tengo un reloj que llegó a mi poder hace poco. ¿Tendría usted la amabilidad de darme su opinión respecto al carácter y costumbres de su anterior dueño?

Le entregué el reloj, ocultando un ligero sentimiento de burla, pues, en mi opinión, la prueba era imposible y la había propuesto como una lección contra el tono, en cierto modo dogmático, que Holmes asumía a veces. Mi amigo volvió el reloj de un lado a otro, miró fijamente la esfera, abrió las tapas de atrás, y examinó la máquina, primero a simple vista y luego con un poderoso lente convexo. Trabajo me costó no reírme al ver la expresión de su rostro, cuando por fin cerró las tapas y me devolvió el reloj.

-Apenas si he encontrado algo -observó-. Ese reloj ha sido limpiado recientemente y sustrae de mi vista los hechos más sugerentes.

-Tiene usted razón -le contesté-. Antes de enviármelo lo limpiaron.

En el fondo de mi corazón yo acusaba a mi compañero de invocar una cómoda excusa para ocultar su fracaso. ¿Qué datos habría podido proporcionarle el reloj aun cuando no hubiera sido limpiado?

-Si bien insatisfactoria, mi investigación no ha sido completamente inútil -agregó Holmes, fijando en el techo sus ojos soñadores y apagados-. Salvo rectificaciones que usted pueda hacer, me parece que ese reloj ha pertenecido a su hermano mayor, quien lo heredó de su padre.

-Eso lo calcula usted sin duda por las iniciales H. W. grabadas atrás.

-Así es; la W es el apellido de usted. El reloj ha sido fabricado hace unos cincuenta años y las iniciales son tan antiguas como el reloj mismo, lo que quiere decir que éste fue hecho para la generación anterior a la nuestra. Las joyas pasan generalmente a poder del hijo mayor, y éste tiene casi siempre el mismo nombre de su padre. Si mal no recuerdo, el padre de usted murió hace años, y por consiguiente, el reloj ha estado en manos de su hermano mayor.

-Hasta ahí, todo es exacto -contesté.

-El hermano de usted era de costumbres desordenadas; sí, muy descuidado y negligente. Cuando murió su padre, quedó en buenas condiciones, pero desperdició todas las oportunidades de progresar, y por algún tiempo vivió en la pobreza, con raros intervalos de prosperidad, hasta que se dio a beber y, por fin, murió. Eso es todo cuanto he podido saber.

De un salto me levanté de la silla y comencé a pasearme impacientemente por el cuarto, con el corazón lleno de amargura.

-Esto no es digno de usted, Holmes -exclamé-. Nunca hubiera podido creer que usted descendiera hasta eso. Usted ha hecho averiguaciones sobre la historia de mi infeliz hermano, y ahora pretende usted deducir de manera fantástica lo que ya sabía. ¡No piense usted que voy a creer que todo eso lo ha leído en un reloj viejo! El proceder es poco amistoso, y, para hablar claro, tiene sus ribetes de charlatanismo.

-Mi querido doctor -me respondió amablemente Holmes-, le ruego acepte mis excusas. Consideraba el asunto como un problema abstracto, y olvidaba que, tocándole a usted personalmente tan de cerca, le sería doloroso. Pero le aseguro que hasta el momento en que puso en mis manos ese reloj, no sabía que usted hubiera tenido un hermano.

-Y entonces, por vida de cuanto puede ser maravilloso, ¿de qué manera ha podido usted conocer los hechos que acaba de citar? Todos ellos son absolutamente correctos hasta en sus más mínimos detalles.

-¡Ah!, veo que he tenido suerte, pues tenía un cincuenta por ciento de probabilidades de acertar y no creí ser tan exacto.

-¿Pero cómo ha procedido usted? ¿Por simple adivinación?

-No, no; yo nunca trato de adivinar. Esa costumbre es perniciosa, destructiva de la facultad lógica. La extrañeza de usted proviene de que no sigue el curso de mis pensamientos ni observa los pequeños hechos de que pueden derivarse ambas consecuencias. Yo principié, por ejemplo, por asegurar que su hermano era descuidado; si usted observa con detenimiento el reloj, verá que no sólo está abollado en dos partes, sino también todo rayado y marcado, porque lo han tenido en el mismo bolsillo con otros objetos duros, como llaves o monedas; y no es seguramente una hazaña suponer que el hombre que trata con tanto desenfado un reloj que cuesta cincuenta guineas, es muy descuidado.

Con un movimiento de cabeza le hice ver que seguía su razonamiento.

-Es costumbre general entre los prestamistas ingleses, cada vez que reciben un reloj en empeño, trazar el número de la papeleta con un alfiler en la parte inferior de la tapa; esto es más cómodo que ponerle un letrero, pues así no hay riesgo de que el número se pierda o extravíe. Pues bien, en el interior de la tapa de ese reloj hay no menos de cuatro de esos números, visibles con la ayuda de mi lente. Primera conclusión: su hermano se veía frecuentemente en aguas muy bajas. Segunda conclusión: tenía a veces sus ráfagas de prosperidad, sin lo cual no hubiera podido reunir recursos con que rescatar la prenda. Por último, le ruego que mire usted la tapa interior, en la que está el agujero de la llave. ¿Qué manos de un hombre que no hubiera bebido podrían haber hecho todas esas marcas con la llave? En cambio, nunca verá usted un reloj de borracho que no las tenga; el borracho da cuerda por la noche a su reloj y deja en él los rastros de la inseguridad de su mano. ¿Dónde está el misterio de esto?

-Es tan claro como la luz del día -contesté-. Siento la injusticia que le hice. Debería tener más fe en sus extraordinarias facultades. ¿Puedo preguntarle si tiene en la actualidad alguna investigación profesional en mente?

-Ninguna. Por eso es que recurro a la cocaína. No puedo vivir sin que mi cerebro funcione intensamente. ¿Qué otra razón hay para vivir? Asómese aquí a la ventana. ¿Vio jamás un mundo más pesado, más aburrido y más soso? Vea cómo la niebla amarillenta cubre las casas incoloras. ¿Puede haber algo más desesperadamente prosaico? ¿Qué objeto tiene poseer facultades extraordinarias, doctor, si no se tiene ningún campo en que ejercerlas? El crimen es vulgar, la existencia es vulgar. Ninguna cualidad, excepto las vulgares, tiene función sobre la tierra.

Había abierto la boca para contestar cuando nuestra patrona entró llevando una tarjeta sobre una bandeja de latón.

-Una joven quiere verlo, señor -dijo dirigiéndose a mi compañero.

-Señorita Mary Morstan -leyó-. ¡Hum! No recuerdo ese nombre. Dígale a la joven que suba, señora Hudson. No se vaya, doctor. Prefiero que se quede aquí.

II
La exposición del caso

La señorita Morstan entró a la habitación con paso firme y gran compostura. Era una joven rubia, pequeña, muy limpia, y vestida con un gusto exquisito. Había, sin embargo, una sencillez y una simplicidad en su vestido que demostraban medios económicos limitados. Su vestido era de color gris, sin bordados ni adornos, y llevaba sobre la cabeza un pequeño turbante de la misma tela, cuyo único adorno consistía en una pluma blanca a un lado. Su rostro no tenía regularidad de facciones ni era de una belleza excepcional, pero su expresión era dulce y amable, y sus grandes ojos azules reflejaban una gran bondad. En mi experiencia con las mujeres, que se extiende a muchas naciones y a tres continentes diferentes, nunca había visto un rostro que revelara con tanta claridad una naturaleza refinada y sensible. No pude menos de observar que al tomar el asiento que Sherlock Holmes le ofrecía, sus labios pequeños temblaban y su mano se estremecía. Parecía presa de una intensa agitación interior.

-He recurrido a usted, señor Holmes -dijo-, porque una vez ayudó a la señora con quien trabajo, cuyo nombre es Cecil Forrester, a desembrollar un pequeno problema doméstico. Quedó muy bien impresionada de su bondad y de su habilidad…

-¿La señora Cecil Forrester? -repitió mi amigo con aire pensativo-. Creo que le fui de poca utilidad. El caso, según recuerdo, era muy simple.

-A ella no le pareció así. Pero, cuando menos, no podrá decir lo mismo del mío. Difícilmente puedo imaginar algo más extraño, más terriblemente inexplicable, que la situación en que me encuentro.

Holmes se frotó las manos y sus ojos brillaron de entusiasmo.

-Explique su caso -dijo en serio tono profesional.

Yo sentí que mi posición era un tanto desagradable.

-Estoy seguro de que ustedes me perdonarán si me retiro -dije, levantándome de mi silla.

Para mi sorpresa, la joven extendió su mano enguantada para detenerme.

-Si su amigo -dijo dirigiéndose a Holmes- tuviera la bondad de quedarse, creo que me sería de inestimable ayuda.

Me dejé caer en mi silla de nuevo.

-En síntesis -continuó ella-, el caso es el siguiente: mi padre era oficial en un regimiento de la India, de donde me envió a Inglaterra cuando era muy niña. Mi madre había muerto y yo no tenía familiares en Inglaterra. Conseguí colocación, sin embargo, en un buen internado en Edimburgo, y allí permanecí hasta que tuve diecisiete años de edad. En el año 1878 mi padre, que era capitán de su regimiento, obtuvo una licencia de doce meses y volvió a Inglaterra. Me telegrafió desde Londres que había llegado sin novedad y me pedía que fuera de inmediato a la capital, dándome como su domicilio el hotel Langham. Su mensaje, según recuerdo, estaba concebido en frases plenas de bondad y de cariño. Al llegar a Londres me dirigí al Langham. Me informaron que efectivamente el capitán Morstan estaba alojado allí, pero que había salido la noche anterior y que aún no volvía. Esperé todo el día, sin recibir noticias de él. Esa noche, por sugestión del gerente del hotel, me comuniqué con la policía y al día siguiente todos los periódicos publicaron su desaparición. Nuestras pesquisas no produjeron ningún resultado. Hasta la fecha no he vuelto a tener noticias de mi infortunado padre. Volvía a su patria con el corazón henchido de esperanzas, buscando un poco de paz y de comodidad, y en lugar de eso… -se llevó la mano a la garganta y un sollozo ahogado interrumpió la frase.

-¿La fecha? -preguntó Holmes, abriendo su libro de apuntes.

-La desaparición ocurrió el 3 de diciembre de 1878, hace unos diez años.

-¿Su equipaje?

-Se quedó en el hotel. Nada había en él que pudiera servir de pista: algunas ropas, algunos libros y una considerable cantidad de curiosidades de las islas Andaman, en las que había estado, con otros oficiales, encargado de la custodia de los presidiarios.

-¿Tenía algunos amigos en Londres?

-|Solamente sé de uno: el mayor Sholto, de su mismo regimiento, el 34º de Infantería de Bombay. Se había retirado del servicio un poco antes, y vivía en Upper Norwood. Naturalmente, nos dirigimos a él, pero nos contestó que ni siquiera sabía que su compañero de armas estuviera en Inglaterra.

-Caso singular -observó Holmes.

-Todavía no le he referido a usted la parte más singular. Hace unos seis años, para hablar con exactitud, el 4 de mayo de 1882, apareció en el Times un aviso en que se pedía la dirección de la señorita Mary Morstan, advirtiéndose que era en interés de ella proporcionar su domicilio. El aviso no mencionaba el nombre ni la dirección del que lo había puesto. Yo acababa de entrar por ese entonces, en la casa de la señora Cecil Forrester como aya. Por consejo de esta señora publiqué mi dirección en la columna de avisos. El mismo día llegaba por correo una cajita de cartón dirigida a mi nombre, dentro de la cual encontré una perla muy grande y lustrosa. No había ni una palabra escrita. Desde entonces, todos los años en la misma fecha recibo una perla igual a ésa, dentro de una cajita semejante, sin dato alguno sobre la persona que la envía. Un perito ha declarado que las perlas pertenecen a una clase muy rara y tienen un considerable valor. Usted podrá ver, por sí mismo, que son muy hermosas.

Abrió, mientras hablaba, una caja chata, mostrando seis perlas finísimas como nunca antes había visto.

-Lo que usted dice es muy interesante -exclamó Sherlock Holmes-. ¿Le ha ocurrido algo más?

-Sí, precisamente hoy. Por eso he venido a verlo. Esta mañana recibí esta carta, que quiero que mejor la lea usted por sí mismo.

-Gracias -dijo Holmes-. Hágame usted el favor de darme también el sobre. Timbre del correo: Londres. Sudoeste. Fecha: julio 7. ¡Hum! La marca de un dedo en una esquina, probablemente del cartero. Papel de la mejor calidad; sobre de seis peniques el paquete: hombre escrupuloso para comprar sus útiles de escritorio. Ninguna dirección.

La espero esta noche, a las siete, en el tercer pilar del costado izquierdo del teatro Lyceum. Si tiene desconfianza, vaya con dos amigos. No lleve gente de la policía. Si la lleva, todo quedará en nada. Su amigo desconocido.

-¡Bueno! Pues realmente el misterio es de lo más interesante. ¿Qué piensa usted hacer, señorita Morstan?

-Eso es exactamente lo que yo deseaba preguntarle a usted.

-Si es así, iremos, seguramente, usted y yo… Sí, ¿por qué no…?, el doctor Watson es el hombre preciso. La persona que le escribe a usted dice dos amigos, y el doctor me ha acompañado ya antes.

-Pero ¿querrá venir? -preguntó la joven con expresión de súplica en la voz y en la mirada.

-Para mí será motivo de especial placer -dije con fervor- poder servir a usted en algo.

-Son ustedes muy buenos -contestó la joven-. Siempre he vivido retirada y no tengo amigos a quienes recurrir. Supongo que con volver a las seis será suficiente.

-No vaya usted a venir más tarde -le previno Holmes-. Pero aclaremos otro punto. ¿La letra de esta carta es la misma con que rotularon las cajitas con las perlas?

-Aquí tengo las direcciones -contestó la señorita Morstan, sacando seis pedazos de papel.

-Es usted un cliente modelo; posee una intuición correcta de las cosas. Veamos.

Holmes extendió los papeles sobre la mesa y comenzó a recorrerlos rápidamente con la mirada.

-Todos han sido escritos desfigurando la letra, lo que no sucede con la carta -dijo al cabo de un momento-. Miren ustedes como la irreprochable y griega no se abre siempre igual; fíjense además en el gancho de la s final. Son de la misma persona, no hay que dudarlo. No quisiera alentar en usted falsas esperanzas, señorita Morstan, pero, ¿hay algún parecido entre esta letra y la de su padre?

No puede haber dos que se parezcan menos.

-Estaba seguro de que ésa iba a ser la respuesta de usted. Entonces, a las seis la esperamos. Haga usted el favor de dejarme estos papeles, para examinarlos mientras tanto. No son más que las tres y media. Au revoir, pues.

-Au revoir -contestó nuestra visitante, diigiéndonos una mirada viva y amable. Se guardó en el pecho la cajita con las perlas finísimas como nunca antes las había visto.

Yo me acerqué a la ventana y desde allí la vi alejarse calle abajo, con paso ligero. Hasta que el turbante gris y la pluma blanca desaparecieron entre la oscura multitud, no me retiré de la ventana.

-¡Qué mujer tan simpática! -exclamé, volviéndome hacia mi compañero.

Éste había encendido otra vez su pipa y estaba recostado en un sillón, con los ojos medio cerrados.

-¿Es simpática? -preguntó lánguidamente- no lo había observado.

-Es verdad que usted no es más que un autómata, una máquina de calcular -exclamé-. Hay veces que noto en usted algo positivamente ajeno a los sentimientos del resto de la humanidad.

Holmes sonrió con amabilidad.

-Es condición de importancia primordial -dijo- impedir que nuestro criterio sea extraviado por las cualidades personales de alguien. Un cliente es para mí una simple unidad, un factor en un problema. Las cualidades que conmueven son antagónicas al razonamiento claro. Sepa usted que la mujer más encantadora que he conocido en mi vida fue ahorcada por haber envenenado a tres niñitos con el objeto de cobrar los seguros de vida de los tres, y el hombre más repelente que he visto hasta ahora es un filántropo que ha gastado cerca de un cuarto de millón en los pobres de Londres.

-Sin embargo, en este caso…

-Yo nunca hago excepciones. Una excepción basta para destruir la regla. ¿Ha tenido usted ocasión de estudiar el carácter de las personas por la letra? ¿Qué piensa usted de la de este sujeto?

-Que es legible y regular -contesté-. Hombre acostumbrado a los negocios y que tiene carácter.

Holmes movió la cabeza.

-Mire usted las letras largas -dijo-. Rara es la que se eleva más allá de la altura común. Esa d podría ser una a y esa l una i. Los hombres de carácter siempre diferencian las letras largas de las cortas, por ilegible que sea su escritura. Hay vacilación en estas letras, aunque orgullo en las mayúsculas. Voy a salir ahora. Tengo que hacer unas cuantas investigaciones. Permítame recomendarle este libro, uno de los más notables que se han escrito. Es El martirio del hombre, de Winwood Reade. Estaré de vuelta en una hora.

Me senté en la ventana, con el volumen en la mano, pero mis pensamientos estaban muy distantes de las atrevidas especulaciones del escritor. Mi mente insistía en correr hacia nuestra visitante… su sonrisa, el tono profundo de su voz, el extraño misterio que pendía sobre su vida. Si tenía diecisiete años cuando desapareció su padre, debía tener veintisiete ahora… una edad perfecta, cuando la juventud ha perdido su timidez y la experiencia la ha vuelto serena. Así me quedé sentado pensando, hasta que me embargaron pensamientos tan peligrosos que corrí hacia mi escritorio y me enfrasqué furiosamente en el tratado de patología más reciente. ¿Qué era yo sino un modesto cirujano del ejército, con una pierna débil y una cuenta bancaria más débil aun, para atreverme a pensar en tales cosas? Ella debía ser para mí una unidad, un factor… nada más. Si mi futuro era oscuro, más valía enfrentarse a él como hombre, que tratar de iluminarlo con fantasías de la imaginación.

III
En busca de una solución

Holmes regresó poco después de las cinco y media. Venía alegre, entusiasmado, de humor excelente… en ese estado de ánimo que siempre alternaba con accesos de la más negra depresión.

-No hay gran misterio en este asunto -dijo, tomando la taza de té que le había servido-. Los hechos parecen admitir sólo una explicación.

-¡Qué! ¿Ya ha resuelto el caso?

-Bueno, eso sería mucho decir. He descubierto un hecho importante, eso es todo. Es, sin embargo, muy importante. Necesitan añadirse algunos detalles todavía. Acabo de descubrir, consultando los archivos del Time, que el mayor Sholto de Upper Norwood, que formara parte del 34º Regimiento de Infantería de Bombay, murió el 28 de abril de 1882.

-Debo ser muy tonto, Holmes, pero no veo qué importancia puede tener eso en el caso.

-¿No? Me sorprende. Estudie las cosas en esta forma. El capitán Morstan desaparece. La única persona en Londres a quien pudo haber visitado fue al mayor Sholto. El mayor Sholto negó saber que su amigo estaba en Londres. Cuatro años más tarde muere Sholto. A la semana siguiente a su muerte, la hija del capitán Morstan recibe un valioso presente, que se repite año tras año y que ahora culmina con una carta que la trata como víctima. ¿A qué daño puede referirse excepto a la pérdida de su padre? ¿Y por qué habrían de iniciarse los regalos inmediatamente después de la muerte de Sholto, a menos que el heredero de éste sepa algo del misterio y desee realizar con ella una especie de compensación? ¿Tiene usted alguna otra teoría que pudiera explicar lo que sucede?

-¡Pero qué extraña compensación! ¡Y qué forma tan rara de hacerlo! Además, ¿por qué se escribió la carta hasta ahora, en lugar de que se hubiera hecho hace seis años? Por otro lado, la carta habla de hacerle justicia. ¿Qué justicia se le puede hacer? Es demasiado suponer que su padre esté vivo aún. Y hasta donde sabemos no se ha cometido ninguna otra injusticia con ella.

-Hay dificultades; ciertamente las hay -dijo Sherlock Holmes, pensativamente-. Pero nuestra expedición de esta noche las resolverá todas. ¡Ah, aquí llega un carruaje y la señorita Morstan viene en su interior! ¿Está usted listo? Será mejor que bajemos, porque casi se ha pasado la hora.

Tomé mi sombrero y mi bastón más pesado. Observé que Holmes tomaba su revólver de un cajón y lo deslizaba en su bolsillo. Saltaba a la vista que consideraba muy seria nuestra tarea de esa noche.

La señorita Morstan estaba envuelta en una capa oscura. Tenía el rostro tranquilo, pero pálido. Se necesitaba ser muy valiente para no sentir inquietud por la extraña empresa en que nos habíamos embarcado. Sin embargo, su control era perfecto y contestó de buena gana las preguntas que Sherlock Holmes le hizo.

-El mayor Sholto fue amigo íntimo de mi padre -dijo-. Sus cartas estaban llenas de alusiones al mayor. Los dos comandaron las tropas en las islas Andaman y anduvieron juntos mucho tiempo. Por cierto, en el escritorio de mi padre se encontró un curioso papel que nadie ha podido comprender. No creo que tenga la menor importancia, pero pensé que quizá querrían verlo, y lo traje conmigo. Aquí está.

Holmes desdobló cuidadosamente el papel, extendiéndolo sobre sus rodillas. Enseguida, empezó a examinarlo minuciosamente con su lente doble.

-El papel ha sido fabricado en la India -observó- y ha estado por algún tiempo clavado en una tabla. Este diagrama parece ser el plano de una parte de un extenso edificio con numerosos patios, corredores y pasajes. Hay una pequeña cruz hecha con tinta roja, y encima de ella, a pesar de que casi ya está borrado, escrito a lápiz, se puede leer: “3, 37 por la izquierda”. En el lado izquierdo hay un curioso jeroglífico, algo que parece como cuatro cruces en línea; los brazos de estas cruces se tocan entre sí; a un lado, en caracteres groseros y mal hechos, han escrito: “El signo de los cuatro: Jonathan Small, Mahomet Singh, Abdullah Khan, Dosk Akbar”. No; confieso que no veo en esto nada que se relacione con nuestro asunto, pero de todos modos, este documento es importante. Se ve que ha estado cuidadosamente guardado en una cartera, pues está tan limpio por un lado como por el otro.

-Lo encontramos en la cartera de papá.

-Consérvelo usted cuidadosamente, señorita, pues podría sernos útil. Comienzo a sospechar que nuestro asunto puede ser mucho más profundo y difícil de lo que yo suponía al principio. Tengo que ordenar mis ideas.

Diciendo esto se recostó contra el respaldo del asiento del carruaje. Por sus cejas fruncidas y por la expresión fija de los ojos, me di cuenta de que se abandonaba completamente a sus pensamientos. Nuestra compañera y yo nos pusimos a conversar en voz baja respecto a nuestra expedición y su posible resultado; pero Holmes se mantuvo en su impenetrable reserva durante todo el trayecto.

Estábamos en septiembre, y todavía no eran las siete; pero el día había sido muy oscuro, y una densa y pesada neblina envolvía la ciudad. Nubes de color de lodo se cernían tristemente sobre las fangosas calles.

Las luces de gas del Strand, que parecían manchas de difusa claridad, arrojaban un débil resplandor sobre el resbaloso pavimento. La amarillenta iluminación de las vidrieras se esparcía en el aire lleno de vapor, y sus melancólicos rayos pugnaban por extenderse a través de la concurrida vía.

Había algo de fantástico en la interminable procesión de caras que cruzaban los angostos haces luminosos; rostros alegres o tristes, contentos o miserables. Así como sucede con la humanidad misma, las cosas pasaban de la oscuridad a la luz, para volver después de la luz a la oscuridad. No soy hombre impresionable, pero aquel sombrío y pesado anochecer, unido al extraño asunto en que me encontraba comprometido, me ponía nervioso e inquieto. Mirando a la señorita Morstan, pude notar que ella también era presa de la misma intranquilidad. Holmes era el único que podía elevarse por encima de las inquietudes que nos sacudían; tenía su libro de apuntes abierto sobre las rodillas, y de vez en cuando anotaba algunos números o escribía alguna observación, a la luz de una linterna de bolsillo.

Cuando llegamos al teatro Lyceum, ya había una compacta multitud en cada una de las puertas laterales. Un continuo flujo de cabriolés desfilaba por delante de la puerta principal, depositando allí su carga de hombres con blancas pecheras y mujeres luciendo alhajas y cubiertas con lujosos abrigos. Apenas nos habíamos acercado al tercer pilar, lugar de la cita, cuando se nos aproximó un individuo de baja estatura, moreno y delgado, vestido de cochero.

-¿Ustedes son los que vienen con la señorita Morstan? -preguntó.

-Yo soy la señorita Morstan y estos dos caballeros son mis amigos -contestó la joven.

El hombre nos miró con ojos inquisidores y penetrantes.

-Perdone usted, señorita -replicó en tono algo brusco-, pero tiene que darme su palabra de que ninguno de sus compañeros pertenece a la policía.

-Le doy a usted mi palabra -fue la respuesta.

El hombre silbó fuertemente, y en el acto se acercó un muchacho conduciendo un cupé cuya portezuela abrió. El hombre subió al pescante y nosotros entramos al vehículo. No acabábamos de sentarnos cuando el cochero azotó los caballos, que partieron con furioso trote por las nubladas calles.

Era curiosa nuestra situación. Nos encaminábamos hacia un lugar desconocido, con un objeto también desconocido, pero si la invitación que nos había hecho no era una completa burla -hipótesis inconcebible- podíamos esperar, con fundamento, que nuestra excursión tuviera importantes resultados. La actitud de la señorita Morstan era tan resuelta y tranquila como siempre. Yo traté de distraerla contándole algunas de mis aventuras en Afganistán; pero, si he de decir la verdad, me sentía tan excitado por nuestra situación y tenía tal curiosidad por conocer el lugar adonde íbamos, que apenas podía coordinar mi relato. Al principio tenía alguna idea de la dirección que llevábamos, pero la rapidez de la marcha, la niebla, y mis limitados conocimientos de Londres, me hicieron perder luego toda orientación; sólo me di cuenta de que nos dirigíamos a algún punto muy distante. Pero Sherlock Holmes jamás se desorientó. A medida que el cupé iba cruzando plazas y pasando por tortuosas calles, él mencionaba entre dientes el nombre de cada paraje.

-Rochester Row -dijo-. Ahora Vincent Square. Ahora bajamos por Vauxhall Bridge Road. Al parecer nos dirigimos hacia el lado de Surrey. Sí, ya me lo imaginaba. Ahora estamos sobre el puente. Pueden ustedes mirar el río.

A nuestros ojos se asomó el imponente Támesis con sus aguas caudalosas y tranquilas, pero nuestro coche continuó su camino y pronto nos perdimos en un laberinto de callejuelas, cuyos nombres mi compañero seguía repitiendo de modo extraordinario.

-Nuestra misión no parece llevarnos a regiones muy elegantes.

En efecto, habíamos llegado a un barrio pobre. La oscuridad de las largas hileras de casas de ladrillo era sólo interrumpida de vez en cuando por el brillo de las tabernas que había en las esquinas. A estas casas de ladrillo siguió una larga fila de villas de dos pisos, cada una con un jardincillo enfrente y, luego, otra vez, nuevas e interminables hileras de edificios de ladrillo. Aquella colonia era uno más de los tentáculos que el gigantesco monstruo de Londres extendía hacia el campo. Por fin, el coche se detuvo ante una casa que parecía tan deshabitada y oscura como sus vecinas, salvo por una leve lucecilla que brillaba en una ventana. A nuestro llamado, sin embargo, la puerta fue instantáneamente abierta por un criado hindú vestido con un turbante amarillo, ropas blancas muy sueltas y una chaqueta también amarilla.

-El sahib los espera -dijo. En seguida oímos una voz aguda procedente de una habitación del interior.

-Hazlos pasar, khitmutgar -gritó-. Tráelos directamente acá.

IV
La historia del hombre calvo

Seguimos al hindú por un pasadizo sórdido y vulgar, mal iluminado y peor amueblado, hasta que llegamos a una puerta colocada a la derecha, y entramos. Una cascada de luz amarillenta cayó sobre nosotros y en el centro de ella apareció un hombrecillo de cabeza prominente, con una angosta franja de cabello rojizo alrededor de ella. El cuero cabelludo, calvo y reluciente, parecía surgir como una montaña en el centro de un bosque de árboles tostados por el sol. Se frotaba las manos frecuentemente y sus facciones estaban en perpetuo movimiento: ya sonrientes, ya disgustadas, pero nunca, ni por un instante, en reposo. La naturaleza le había dado un labio inferior demasiado prominente, que dejaba visible una línea de dientes amarillentos e irregulares. Trataba de disimular este defecto pasándose la mano por la parte inferior del rostro. A pesar de su notable calvicie, se veía joven. En realidad, acababa de cumplir treinta años.

-Soy vuestro servidor, señorita Morstan -dijo con voz chillona-. Soy vuestro servidor, caballeros. Tengan la bondad de pasar a mi pequeño refugio. Es un lugar pequeño, pero amueblado a mi gusto: un oasis de arte en el deprimente desierto del sur de Londres.

Todos nos sentimos asombrados del aspecto de la habitación a la que nos había invitado a pasar. La pieza parecía tan fuera de lugar en aquella sórdida casa, como un diamante de primera engarzado en cobre. Espesas y brillantes cortinas, y ricos gobelinos, recubrían las paredes. Los cortinajes estaban corridos en algunos sitios para exponer algunos cuadros encerrados en elegantes marcos, o algún fino jarrón oriental. La alfombra era de color ámbar y negro. Era tan gruesa y tan suave que los pies se hundían agradablemente, como en un lecho de musgos. Dos grandes pieles de tigre, tendidas sobre ella, aumentaban la impresión de lujo oriental, al igual que una enorme pipa hookah, colocada sobre una esterilla en un rincón. Una lámpara de plata, en forma de paloma, colgaba de un alambre dorado casi invisible, en el centro de la habitación. A medida que ardía iba llenando el aire de un olor sutil y aromático.

-Mi nombre es Thaddeus Sholto -dijo el hombrecillo, sonriendo y haciendo gesticulaciones-. Usted es la señorita Morstan, desde luego. Y estos caballeros…

-Son el señor Sherlock Holmes y el doctor Watson.

-Un doctor, ¿eh? -gritó muy excitado-. ¿Trae usted su estetoscopio? ¿Puedo pedirle algo? Tengo serias dudas respecto a mi válvula mitral. ¿Tendría usted la amabilidad de verme? Tengo bastante confianza en la aórtica, pero me agradaría su opinión sobre la mitral.

Escuché su corazón como me lo pedía, pero no encontré nada anormal, salvo un pánico cerval, que lo hacía temblar de pies a cabeza.

-Parece normal -dije-. No tiene motivo para inquietarse.

-Usted perdonará mi ansiedad, señorita Morstan -comentó-. Mi salud es muy delicada y desde hace tiempo tengo sospechas respecto a esa válvula. Me alegra mucho oír que no tengo motivo de temor. Si su padre, señorita Morstan, hubiera tenido la precaución de no someter su corazón a tensiones intensas, estaría vivo para estas fechas.

La inesperada y cruel referencia a cosa tan delicada me molestó tanto que sentí deseos de abofetearlo. La señorita Morstan se dejó caer en una silla y se puso intensamente pálida.

-Mi corazón me decía que mi padre había muerto -murmuró.

-Yo le puedo dar a usted toda clase de datos al respecto -continuó Sholto-, y además, puedo hacerle justicia. Y la haré, sí, diga lo que quiera mi hermano Bartholomew. Me ha agradado que haya venido usted con sus amigos, no sólo porque estará bien cuidada, sino porque así serán testigos de lo que voy a hacer y decir. Entre los tres podremos enfrentarnos a mi hermano Bartholomew.

Se sentó en un taburete rojo, y nos miró a los tres, curiosamente, con sus débiles y azules ojos.

-Por mi parte -dijo Holmes-, cualquier cosa que usted diga no pasará de mí.

Yo aprobé con un movimiento de cabeza.

-¡Está bien, está bien! -exclamó el hombrecito-. ¿Puedo obsequiarla con una copa de chianti, señorita Morstan? ¿O de tokay? No tengo otra clase de vino. ¿Abro una botella? ¿No? Bueno, pero confío en que no la incomodará el olor del tabaco. El balsámico olor del tabaco es para mí un sedativo inapreciable.

Acercó un fósforo a la gran taza de la hookah, y el humo empezó a correr alegremente por el agua rosada. Los tres estábamos sentados en semicírculo, la cabeza echada hacia adelante y la barba entre las manos, mientras que el extraño y agitado hombrecito, que se había acurrucado en el centro, movía sin cesar su abultada y reluciente calva.

-Cuando resolví hablar con usted -dijo Sholto-, pensé en enviarle mi dirección, pero temí que, desatendiendo mi súplica, se presentara con gente desagradable. Por eso me tomé la libertad de fijar la cita de tal manera que mi criado Williams pudiera verlos a ustedes antes de conducirlos aquí. Le tengo entera confianza y le di la orden de abandonar el asunto si, después de observarlos, así lo consideraba conveniente.

“Ustedes me perdonarán estas precauciones, pero soy hombre de gusto poco vulgar, refinado podría decir, y nada hay para mí menos estético que un vigilante. Tengo natural aversión a todas las formas del materialismo ordinario. Pocas veces me pongo en contacto con la muchedumbre grosera, y como ustedes ven, vivo rodeado de una pequeña atmósfera de elegancia. Puedo darme el título de protector de las artes; éste es mi lado débil. El paisaje aquel es un Corot genuino, y si acaso un conocedor pudiese abrigar dudas respecto a aquel otro cuadro de Salvador Rosa, nadie vacilaría respecto a ese Rouguereu. Yo soy partidario de la escuela moderna francesa…”

-Usted dispensará, señor Sholto -cortó la señorita Morstan-, pero he venido aquí, a petición suya, con el objeto de saber lo que tiene que decirme, y como ya es tarde desearía que la conversación durase lo menos que fuese posible.

-De todos modos, nuestra entrevista tendrá que durar algún tiempo -contestó el calvo-, pues debemos ir a Norwood, a ver a mi hermano Bartholomew. Iremos todos juntos y trataremos de sacar el mejor partido posible. Está muy enojado conmigo porque he seguido el camino que me parecía más justo. Anoche tuvimos un cambio de palabras bastante fuertes. Ustedes no pueden imaginarse qué terrible es cuando se pone colérico.

-Si tenemos que ir hasta Norwood, lo mejor será ponernos en camino en el acto -me aventuré a observar.

El hombrecito se echó a reír con tanta fuerza, que enrojeció hasta las orejas.

-Difícilmente conseguiríamos nada con eso. No sé lo que diría él si yo me presentase con ustedes así, tan de improviso. No, tengo que prepararlos primero, enseñándoles la manera como debemos proceder. En primer lugar, debo decirles que hay varios puntos de la historia acerca de los cuales yo mismo permanezco ignorante. Lo único que puedo hacer es presentarles los hechos tal como los conozco.

“Como ustedes deben haber supuesto, soy hijo del mayor John Sholto, del ejército de la India. Hace unos once años que mi padre se retiró del servicio, y se vino a vivir a Pondicherry Lodge, en Upper Norwood. En la India había prosperado, y trajo una considerable suma de dinero, una numerosa colección de valiosas curiosidades, y un séquito de criados indígenas. Con sus riquezas compró una casa y se estableció en ella rodeado de lujo. Mi hermano gemelo Bartholomew y yo somos sus únicos hijos.

“Recuerdo perfectamente la sensación que causó la desaparición del capitán Morstan. Mi hermano y yo leíamos los pormenores en los diarios, y sabiendo que el desaparecido era amigo de nuestro padre, llegamos a hablar del asunto muchas veces en su presencia. Éste nos ayudaba, con frecuencia, a hacer cálculos sobre lo que podía haber acontecido. Nunca sospechamos ni por un instante que nuestro padre ocultase en su pecho el secreto con todos sus detalles; que él fuese el único conocedor de la suerte de Arthur Morstan.

“Sin embargo, nos dábamos cuenta de que un peligro se cernía sobre su cabeza.. Temía salir solo de la casa, y empleaba como porteros, en Pondicherry Lodge. a dos pugilistas. Williams, el mismo que los trajo aquí a ustedes esta noche, era uno de ellos; en un tiempo fue campeón de peso ligero de Inglaterra. Nuestro padre nunca nos dijo qué era lo que le inspiraba esos temores, aunque le habíamos notado una pronunciadísima aversión a los cojos con pata de palo. Una vez disparó su revólver sobre uno de ellos, que resultó después ser un hombre inofensivo, solicitante de pedidos para una casa de comercio. Tuvimos que pagar una fuerte suma para que el asunto no se hiciera público. Mi hermano y yo creíamos, al principio, que se trataba de una manía; pero después los sucesos se encargaron de hacernos cambiar de opinión.

“A principios de 1882 nuestro padre recibió una carta de la India, que le produjo una violenta impresión. Cuando la abrió estábamos almorzando, y cuando se enteró de su contenido estuvo a punto de desmayarse. Ese mismo día cayó enfermo, y nunca recuperó la salud. Jamás pudimos descubrir lo que la carta contenía, y lo único que me fue dado saber mientras mi padre la tenía en la mano, es que era breve y estaba escrita con letra muy confusa. La hinchazón del brazo, que mi padre había padecido durante los últimos años, se agravó, y a fines de abril del mismo año nos informó que estaba desahuciado y deseaba comunicarnos sus últimos deseos.

“Cuando entramos en el cuarto lo encontramos medio incorporado, sostenido por varias almohadas y respirando con dificultad. Nos dijo que cerráramos la puerta y que nos pusiéramos uno a cada lado de la cama. Luego, tomándonos las manos, nos hizo un extraordinario relato. Voy a tratar de reproducirlo con sus propias palabras:

“Sólo hay una cosa -nos dijo- que pesa sobre mi ánimo en este momento supremo: la manera como me he portado con la huérfana del pobre Morstan. Tal conducta, que ha amargado el resto de mi vida, ha privado a esa niña de un tesoro del que, por lo menos, la mitad es suya. Y sin embargo, yo mismo no me he servido de él, tan ciega e insensata es la avaricia. La simple posesión del tesoro era tan dulce para mí, que se me hacía insoportable la idea de compartirlo con otro. ¿Ven ustedes ese rosario de perlas que está allí, junto al frasco de quinina? Ni siquiera de eso he podido desprenderme, a pesar de que lo había sacado con el propósito de enviárselo a ella. Ustedes, hijos míos, la pondrán en posesión de una parte del tesoro de Agra; pero no vayan a enviarle nada, ni siquiera el rosario, hasta que yo haya muerto. Después de todo, hombres ha habido que estando tan graves como yo ahora, se han restablecido después.

“Voy a decirles a ustedes cómo murió Morstan -continuó-. Estaba débil del corazón, pero ocultaba su enfermedad a todo el mundo; yo era el único que la conocía. Durante nuestra permanencia en la India entramos ambos en posesión de un tesoro, por medio de una extraordinaria serie de circunstancias. Yo me traje todo el tesoro a Inglaterra, y Morstan vino directamente a verme el mismo día de su llegada, para reclamarme su parte. De la estación vino a pie hasta aquí, y fue recibido en la puerta por mi fiel y antiguo criado Lal Chowdar, que ya murió. Morstan y yo no nos pusimos de acuerdo sobre la división del tesoro, y llegamos a cambiar palabras violentas. Hubo un momento en que él, en el paroxismo de la cólera, saltó de su silla hacia mí, pero en ese mismo instante se llevó la mano al costado, se puso color de tierra, y luego cayó de espaldas, rompiéndose la cabeza contra una esquina del cofre que encerraba el tesoro. Cuando corrí a auxiliarlo, vi con horror que estaba muerto.

“‘Durante largo rato permanecí sentado, medio atontado, pensando en lo que haría. Mi primer impulso fue, naturalmente, pedir socorro; pero no pude menos que reconocer que las circunstancias harían pensar que lo había asesinado. Su muerte, ocurrida en el momento de una disputa, y la herida de la cabeza, serían pruebas abrumadoras en mi contra. Además, una investigación llevada a cabo por las autoridades, esclarecería algunos hechos relativos al tesoro, que yo tenía particular empeño en conservar en secreto. Morstan me había dicho que ni un alma viviente sabía dónde estaba, y pensaba que tampoco había necesidad de que persona alguna lo supiera en adelante.

“‘Todavía estaba sumido en mis reflexiones, cuando al levantar la cabeza, vi en la puerta a Lal Chowdar, mi sirviente, que entró rápidamente y cerró en seguida. «No tenga usted miedo, sahib -me dijo- nadie sabrá que usted lo mató. Escondamos el cadáver. ¿Quién va a adivinar después?» Yo no lo he matado -le contesté. Lal Chowdar movió la cabeza y se sonrió. «Todo lo he oído, sahib -me replicó-. Oí la disputa, y oí el golpe. Pero mis labios están sellados. En la casa todos duermen. Vamos a sacar el cadáver.»

“‘Esto fue suficiente para decidirme; si mi propio sirviente no creía en mi inocencia, ¿qué esperanzas podían quedarme de probarla ante un jurado compuesto de doce comerciantes tontos? Entre Lal Chowdar y yo escondimos el cadáver esa noche. Pocos días después, en los diarios de Londres aparecía la noticia de la misteriosa desaparición del capitán Morstan.

“‘Por lo que acabo de referirles, verán ustedes que sería injusto acusarme de su muerte. Mi falta consiste en que no sólo oculté el cadáver, sino, también, el tesoro, y en que me he aferrado a la parte que tocaba a Morstan con tanto interés como a la mía. Deseo por consiguiente que ustedes lleven a cabo la restitución. Aproxímense más. El tesoro está escondido en…’

“En ese mismo instante el rostro se le contrajo en una horrible mueca; con el pavor pintado en los ojos y con la mandíbula inferior desprendida, casi colgando, lanzó un grito que nunca podré olvidar: ‘¡Quítenlo de allí! ¡Por el amor de Dios, quítenlo de allí!’ Mi hermano y yo volvimos rápidamente el rostro hacia la ventana en la que mi padre había clavado la vista. Destacándose en la oscuridad, una cara nos miraba; vimos perfectamente la mancha blanca que hacía la nariz al apretarse contra el vidrio. Era una cara barbuda. Los ojos, crueles y salvajes, brillaban con una expresión maligna. Mi hermano y yo nos precipitamos hacia la ventana, pero el hombre desapareció en seguida. Cuando volvimos al lado de nuestro padre, lo encontramos inmóvil y el pulso ya le había cesado de latir.

“Esa noche buscamos por todo el jardín. No encontramos ningún rastro, salvo la huella de un pie, precisamente debajo de la misma ventana. De no ser por esa huella, habríamos creído que todo era producto de nuestra imaginación. Sin embargo pronto tuvimos otra prueba, más convincente todavía, de que alguna mano secreta operaba en nuestro derredor. La ventana del cuarto de nuestro padre fue encontrada abierta a la mañana siguiente. Los cajones de la cómoda habían sido registrados y sobre el pecho del cadáver pudimos ver un pedazo de papel, escrito con mala letra, con las siguientes palabras: ‘El signo de los cuatro’. Nunca supimos lo que significaba esa frase, ni quién podía haber sido el secreto visitante. Según pude juzgar, ninguno de los objetos pertenecientes a mi padre desapareció del cuarto, por más que todo había sido revuelto. Naturalmente, mi hermano y yo pensamos que tenía que existir alguna vinculación entre el incidente y el temor con que había vivido mi padre, pero hasta ahora todo sigue sumido en el más profundo de los misterios.”

El hombrecito cesó de hablar para encender otra vez su hookah, y durante unos instantes siguió fumando en silencio, pensativo. Los tres habíamos escuchado inmóviles la extraordinaria narración. En la parte referente a la muerte de su padre, la señorita Morstan se puso pálida como un cadáver, y yo temí que se desmayara; pero el malestar se le pasó después de apurar un vaso de agua que le serví de un frasco veneciano colocado en una mesita. Sherlock Holmes se había echado hacia atrás en su silla, con expresión abstraída, las pestañas caídas sobre los chispeantes ojos. Al mirarlo, no pude menos que recordar las amargas quejas que le había oído proferir ese día con respecto a la vulgaridad de la vida: allí tenía, pues, un problema que iba a someter su sagacidad a una prueba decisiva. El señor Thaddeus Sholto paseaba sus miradas sobre nosotros, con visible orgullo por el efecto que su historia había producido; a poco, prosiguió su relato, entrecortado por las chupadas que daba a su pipa.

-Tanto mi hermano como yo nos sentimos, como ustedes imaginarán, bastante preocupados por lo del tesoro. Durante semanas y meses excavamos y revolvimos por todas las partes del jardín, sin descubrir su paradero.

“Era para volverse loco al pensar en que nuestro padre había estado a punto de mencionarnos el escondrijo, precisamente en el momento en que la muerte le sobrevino. Por el rosario podíamos juzgar del esplendor de las ocultas riquezas. Ese rosario fue causa de algunas pequeñas discusiones entre mi hermano y yo. Las perlas eran evidentemente de gran valor, y a él se le hacía duro deshacerse de ellas, pues, aquí entre nosotros, mi hermano se inclina algo al defecto de que padeció mi padre. Además, decía que si enviábamos el rosario, ello podría dar lugar a habladurías y causarnos trastornos. Todo lo que conseguí fue persuadirlo de que debía dejarme averiguar la dirección de la señorita Morstan y enviarle una a una las perlas desprendidas del rosario, con intervalos fijos, para que así, por lo menos, estuviera al abrigo de la miseria.”

-Bondadosa idea -dijo con acento de gratitud nuestra compañera- fue usted muy bueno al pensar· de esa manera.

El hombrecito hizo ademán, más bien, de pedir excusas.

-Nosotros éramos depositarios de los bienes de usted -dijo- ésa fue mi manera de ver el asunto, aunque mi hermano Bartholomew no se decidía a contemplarlo bajo la misma luz. Nosotros teníamos ya mucho dinero, y yo no sentía deseos de enriquecerme más. Por otra parte, habría sido de muy mal gusto tratar a una señorita de manera tan poco delicada. Le mauvais goût mène au crime.3 Los franceses saben expresar estas cosas con mucha claridad. Nuestra diferencia de opiniones sobre el particular fue tan lejos, que pensé que lo mejor sería poner casa aparte. Abandoné Pondicherry Lodge, trayéndome al viejo khitmutgar y a Williams. Pero ayer ocurrió un acontecimiento de la mayor importancia; el tesoro fue encontrado; en el acto, le escribí a usted, señorita Morstan. Ahora no nos queda más que ir a Norwood y pedir la parte que nos corresponde. Anoche hice saber a Bartholomew mis ideas al respecto, así es que aunque no nos recibirá muy bien, por lo menos nos espera.

El señor Thaddeus Sholto dejó de hablar, pero continuó agitándose en su lujoso asiento. Todo fue silencio durante un rato. Estábamos embargados por el nuevo giro que el misterioso asunto había tomado. Holmes fue el primero en ponerse de pie.

-Usted ha procedido bien, señor -le dijo-, desde el principio hasta el fin. Es posible que nosotros podamos retribuirle su buen comportamiento, arrojando alguna luz sobre aquello que para usted está todavía en la oscuridad. Pero, como la señorita Morstan hacía notar hace poco, ya es tarde, y lo mejor sería terminar cuanto antes con el asunto.

El hombrecito colgó con el mayor cuidado el tubo de su hookah, y de atrás de una cortina sacó un larguísimo y pesado abrigo con puños y cuello de astracán. Se lo abotonó tan arriba como pudo, no obstante que, con una noche tan oscura, nadie habría de verlo. Concluyó sus preparativos poniéndose una gorra de piel de conejo con orejeras que le caían hasta el cuello, de modo que lo único que quedaba visible de su persona era su movible y picada cara.

-Soy algo débil de salud -replicó, caminando hacia la calle-, y me veo obligado a tratarme como un valetudinario.

El cupé esperaba en la puerta. El programa había sido probablemente arreglado de antemano, pues apenas entramos en el carruaje, echó a andar con paso rapidísimo. Thaddeus Sholto hablaba sin cesar, en voz tan alta que dominaba el ruido de las ruedas.

-Bartholomew es un mozo inteligente -nos dijo-.

¿Cómo creen ustedes que descubrió el lugar en que se encontraba el tesoro? Persuadido, por fin, de que el escondrijo se hallaba puertas adentro, revolvió cada metro cúbico de la casa, y midió el terreno por todas partes, para que no se le escapara una sola pulgada sin registrar. Entre otras cosas, observó que el edificio tenía setenta y cuatro pies de alto, y que sumando el alto de todas las habitaciones y teniendo en cuenta los espacios que hay entre ellas, explorados por él mediante varios sondajes, apenas llegaba a un total de setenta pies. Había, pues, un espacio de cuatro pies no examinados todavía, el cual no podía estar sino en la parte superior del edificio. Entonces abrió un agujero en el techo del cuarto más elevado, y se encontró con que encima de éste había una especie de cuartito, herméticamente cerrado y desconocido para todos. En el centro se levantaba el cofre del tesoro, apoyado sobre dos vigas. Lo bajó a través del agujero y allí sigue. Calcula el valor de las joyas en no menos de medio millón de libras esterlinas.

A la mención de esta suma gigantesca, todos nos miramos con ojos asombrados. La señorita Morstan, si podíamos poner en vigor sus derechos, se convertiría de una humilde institutriz en una de las mujeres más ricas de Inglaterra. Lo lógico hubiera sido que un amigo fiel se alegrara de aquella noticia; sin embargo, me avergüenza confesarlo, me dominó el egoísmo y sentí que el corazón me pesaba como un plomo. Tartamudeé algunas palabras de felicitación y me quedé sentado, inmóvil, con la cabeza caída sobre el pecho, sordo a la charla de nuestro nuevo conocido. Éste era un hipocondriaco confirmado y yo escuchaba, a distancia, una cadena interminable de síntomas y de preguntas suplicantes sobre la composición y acción de innumerables medicinas, algunas de las cuales llevaba en el bolsillo, en un estuche de piel. Confío en que no recuerde ninguna de las respuestas que le di esa noche. Holmes me aseguró, posteriormente, que me había oído prevenirlo contra el peligro terrible de tomar más de dos gotas de aceite de castor, mientras le recomendaba la estricnina en grandes dosis, como sedante. Sin importar lo que pueda haber dicho, me sentí ciertamente aliviado cuando nuestro coche se detuvo, por fin, y el cochero saltó hacia el suelo para abrir la portezuela.

-Éste es Pondicherry Lodge, señorita Morstan -dijo Thaddeus Sholto, ofreciéndole la mano para bajar.

V
La tragedia de Pondicherry Lodge

Eran cerca de las once de la noche cuando llegamos a la casa de Bartholomew. Habiendo dejado tras nosotros la neblina húmeda de la gran ciudad, la noche tenía, ahora, un aspecto agradable y claro. Un viento tibio soplaba del oeste y pesadas nubes cabalgaban lentamente por el cielo, con la media luna espiando ocasionalmente hacia la tierra, a través de las rendijas que aquéllas dejaban. El tiempo era lo bastante claro como para ver a cierta distancia, pero Thaddeus Sholto bajó uno de los faroles laterales del carruaje para alumbrarnos el camino.

Pondicherry Lodge se levantaba en el centro de un amplio terreno que lo circundaba. Sobre el terreno se había levantado una alta barda de piedra rematada con vidrios rotos. Una sola puerta, angosta y recubierta de hierro, daba acceso al interior. Al llegar a ella, nuestro guía se detuvo y llamó de un modo peculiar, semejante al que emplean los carteros.

-¿Quién es? -gritó una voz áspera desde el interior.

-Soy yo, McMurdo. A estas alturas ya deberías conocer mi modo de tocar.

Se escuchó un gruñido, y después, el sonido de un manojo de llaves. Por último, el chirrido de una cerradura al ser abierta. La pesada puerta giró hacia adentro y un hombre bajito y robusto se colocó en la parte entreabierta. La luz amarillenta de la linterna iluminó un rostro abotagado y unos ojillos parpadeantes y desconfiados.

-¿Es usted, señor Thaddeus? ¿Y quiénes son los demás? El amo no me dio órdenes de dejarlos pasar.

-¿No, McMurdo? ¡Me sorprendes! Dije anoche a mi hermano que traería algunos amigos.

-No ha salido de su cuarto en todo el día, señor Thaddeus, y no tengo órdenes. Usted sabe muy bien que debo apegarme a lo que me dicen. Puedo dejar entrar a usted; pero sus amigos deben quedarse donde están.

¡Aquél era un obstáculo inesperado! Thaddeus Sholto miró a su alrededor con expresión perpleja y desolada.

-¡Ésta es una maldad de tu parte, McMurdo! -dijo-. Si yo respondo por ellos eso debe bastarte. Viene con nosotros una joven, además. No puede quedarse en la calle a estas horas de la noche.

-Lo siento mucho, señor Thaddeus -dijo el portero en tono inexorable-. La gente puede ser amiga de usted y no ser amiga del amo. Y él me paga para que cumpla con mi deber y lo cumpliré. Yo no conozco a los amigos de usted.

-¡Oh, te equivocas, McMurdo! -exclamó Sherlock Holmes repentinamente-. No creo que me hayas olvidado. ¿No recuerdas al aficionado que peleó contigo tres rounds en la noche de tu beneficio, hace cuatro años?

-¿El señor Sherlock Holmes? -gritó el exboxeador-. ¡Bendito sea Dios! ¿Cómo pude haberle confundido? Si en lugar de quedarse allí tan quieto, se hubiera acercado y me hubiera colocado ese izquierdazo tan suyo, lo habría reconocido de inmediato. ¡Ah, usted es un hombre que ha desperdiciado sus talentos, sí, señor! Usted habría ido muy lejos, si se hubiera dedicado al box.

-Ya ve, Watson, si todo lo demás me fracasa, aún tengo la probabilidad de triunfar en una profesión científica -dijo Holmes echándose a reír-. Estoy seguro de que mi amigo boxeador no va a dejarnos aquí, en el frío.

-Pase usted, señor; pase usted… usted y sus amigos pueden pasar. Lo siento mucho, señor Thaddeus, pero las órdenes son muy estrictas. Tenía que asegurarme de quiénes eran sus amigos antes de dejarles entrar.

Entramos. Un caminito de arena, trazado en medio del terreno desolado, conducía a la enorme casa cuadrada, envuelta entre las sombras. Sólo el reflejo de la luna hacía brillar el vidrio de una de las ventanas. Las vastas dimensiones del edificio, su aspecto sombrío y su mortal silencio, oprimían el corazón. El mismo Thaddeus Sholto parecía sentir cierto malestar y el farol vacilaba en su mano.

-No sé qué signifique esto -decía- debe haber alguna equivocación. Anoche le dije a Bartholomew bien claro que esta noche vendríamos, y sin embargo, no veo luz en su ventana. No sé qué pensar.

-¿Y siempre tiene la casa en esta oscuridad?

-Sí; en eso ha seguido la costumbre de mi padre. A veces sospecho que éste debe haberle dicho muchas más cosas que a mí. La ventana del cuarto de Bartholomew es aquella donde da la luna. Los vidrios brillan, pero no me parece que haya luz en el interior.

-No la hay -dijo Holmes- pero por aquella otra ventanita, cercana a la puerta, veo salir un rayo de luz.

-¡Ah! Ése es el cuarto del ama de llaves… el de la señora Bernstone. Ella nos dirá lo que hay. Tal vez ustedes no tengan inconveniente en esperar aquí uno o dos minutos, pues si entramos todos juntos, como ella tampoco sabía que íbamos a venir, la presencia de ustedes podría alarmarla. Pero, ¡chist! ¿Qué es eso?

Levantó el farol y lo agitó formando círculos de luz en derredor nuestro. La señorita Morstan me tomó del brazo, y todos permanecimos silenciosos, con los corazones sobresaltados y el oído al acecho. Del enorme, negruzco edificio se escapaban, en el silencio de la noche, tristes y lastimeros lamentos; era el continuo ¡ay! entrecortado y agudo de una mujer presa del terror.

-Ésa es la señora Bernstone -dijo Sholto-. No hay más mujer que ella en la casa. Espérenme aquí. Vuelvo al instante.

Se dirigió apresuradamente hacia la puerta y llamó a ella con su toque especial. Desde donde estábamos pudimos ver que una mujer alta y entrada en años le abría y manifestaba el placer que le causaba su visita.

-¡Oh! ¡Señor Thaddeus! ¡Qué gusto me da que haya venido…!

Alcanzamos a escuchar otras expresiones semejantes hasta que, al cerrarse la puerta, la voz se perdió en un murmullo monótono.

Nuestro guía nos había dejado el farol. Holmes lo levantó, lo dirigió en distintas direcciones y examinó atentamente la casa y los montones de escombros que cubrían el terreno por todas partes. La señorita Morstan y yo estábamos uno al lado del otro; teníamos las manos entrelazadas. ¡Qué cosa tan maravillosamente sutil es el amor! Dos personas que nunca se habían visto hasta ese mismo día, entre las cuales no había existido un cambio de palabras cariñosas, ni siquiera la más leve mirada de afecto, y en un momento las manos de una y otra se buscaban y se unían. El fenómeno me ha maravillado después, pero entonces me pareció la cosa más natural acercarme a ella, y ella, por su parte, me ha dicho que desde que me vio se sintió instintivamente impulsada a volverse hacia mí en demanda de consuelo y protección. Permanecimos con las manos enlazadas, como dos niños, y nuestros corazones se sintieron tranquilos a pesar de las sombras que nos rodeaban.

-¡Qué lugar tan extraño! -exclamó mi compañera, mirando de un lado a otro.

-Tal parece que en este sitio hubieran soltado a todos los topos de Inglaterra. Algo parecido he visto en la falda de un cerro, cerca de Ballarat, donde los buscadores de minas habían hecho sus exploraciones.

-Y la causa es la misma -dijo Holmes-. Éstos son los rastros de los buscadores del tesoro. Recuerden ustedes que han estado más de seis años buscándolo. No hay que maravillarse de que el terreno parezca una criba.

La puerta de la casa se abrió con estrépito en ese momento y Thaddeus Sholto salió corriendo con las manos extendidas hacia adelante y con el terror retratado en los ojos.

-¡A Bartholomew le pasa algo raro! -gritó-. ¡Yo tengo miedo! Mis nervios no pueden soportar esto.

Estaba en realidad tembloroso y balbuciente; su cara movible y puntiaguda parecía querer salirse por entre el gran cuello de astracán, con la expresión desconsolada y suplicante de un niño aterrado.

-Entremos todos a la casa -dijo Holmes en tono seco y decidido.

-¡Sí, vamos! -suplicó Thaddeus Sholto-. Yo no me siento capaz de tomar esa resolución.

Entramos al cuarto del ama de llaves, situado en el lado izquierdo del corredor. La anciana se paseaba de un extremo a otro de la habitación, mirando asustada a un lado y a otro, apretándose los dedos; pero la presencia de la señorita Morstan pareció producir en ella el efecto de un calmante.

-¡Bendiga Dios esa cara tan cariñosa y tranquila! -exclamó en medio de un histérico sollozo-. ¡Cuánto bien me produce su presencia! ¡Oh! ¡Y cuánto he sufrido hoy!

Nuestra compañera le tomó la mano, una mano delgada y maltratada por el trabajo, y murmuró algunas palabras de consuelo, amables y cariñosas, que en el acto devolvieron el color a las mejillas de la anciana.

-El patrón se ha encerrado con llave y no contesta -explicó el ama de llaves-. Todo el día estuve esperando que me llamara sin atreverme a subir, pues con frecuencia desea estar enteramente solo; pero hace como una hora, comprendiendo por fin que pasaba algo extraño, subí y miré por el ojo de la cerradura. Vaya usted, señor Thaddeus; vaya usted y mire por sí mismo. Durante diez años seguidos he visto diariamente al señor Bartholomew Sholto, unas veces alegre, otras triste; pero nunca le vi una cara como la que tiene hoy.

Sherlock Holmes tomó la lámpara y encabezó la marcha, pues Thaddeus Sholto estaba tan nervioso que los dientes parecían bailarle dentro de la boca. Temblaba de tal modo, que para subir las escaleras tuve que sostenerlo. Las rodillas se le doblaban. Dos veces, durante nuestra ascensión, Holmes sacó su lupa y examinó cuidadosamente ciertas manchas de la estera que cubría el centro de la escalera. A mí me parecieron simples manchas de barro, sin forma alguna. Mi amigo subía lentamente, escalón por escalón, manteniendo la lámpara bien baja y dirigiendo la mirada a derecha e izquierda. La señorita Morstan había quedado atrás con la asustada ama de llaves.

La tercera escalera terminaba en un corredor recto y bastante largo, a cuyo lado derecho había un gran cuadro pintado en tela de la India, y al izquierdo, tres puertas. Holmes seguía avanzando con la misma manera lenta y metódica y mi compañera y yo lo seguíamos de cerca; nuestras sombras, altas y negras, se balanceaban por el corredor. La puerta hacia la que nos dirigíamos era la tercera. Holmes llamó sin obtener respuesta, y entonces trató de dar vueltas al picaporte. Estaba cerrado por dentro y el pestillo era ancho y sólido, como pudimos ver acercando la lámpara. La llave estaba puesta, aunque ladeada, de manera que el agujero no quedaba enteramente cubierto. Sherlock Holmes se inclinó a mirar por él e inmediatamente volvió a levantarse, respirando con dificultad.

-Algo diabólico hay en esto, Watson -dijo, conmovido como jamás lo había visto-. ¿Qué piensa usted que pueda haber allí?

Me incliné hacia el agujero y retrocedí horrorizado. La luna alumbraba plenamente el cuarto, con luz vaga pero clara. Frente a la puerta había visto una cara idéntica a la de nuestro compañero Thaddeus Sholto. Era la misma cabeza prominente y lustrosa, el mismo fleco de cabellos rojos, el mismo rostro incoloro. Pero las facciones se contraían en una horrible sonrisa, en una mueca fija y sobrenatural, que en aquella habitación alumbrada por la luna impresionaba más los nervios que cualquier espasmo o contorsión. Tanto se parecía esa cara a la de nuestro diminuto amigo, que involuntariamente miré hacia atrás, para ver si éste estaba todavía allí. Luego recordé que Thaddeus nos había dicho que él y su hermano eran gemelos.

-¡Qué cosa tan terrible! -dije dirigiéndome a Holmes-. ¿Y qué vamos a hacer ahora?

-Echar la puerta abajo -contestó; y recostándose sobre ella, cargó todo el peso de su cuerpo contra la cerradura.

La puerta crujió y gruñó, pero no cedió. Entonces nos pusimos los tres a empujarla, y por fin se abrió bruscamente, dejándonos libre la entrada.

La habitación parecía un laboratorio químico. En la pared que quedaba exactamente enfrente de la puerta había dos hileras de frascos de cristal y una mesa cubierta con quemadores Bunsen, probetas y retortas. En los rincones había cestas de mimbre con toda clase de ácidos. Una de ellas parecía estar rota, porque un chorro de líquido oscuro se había desprendido de ella y la atmósfera estaba saturada de un olor parecido al del alquitrán, muy nauseabundo y penetrante. Una escala colgaba de un lado del cuarto, entre una pila de tablones y yeso. Arriba de ella, en el techo, se veía un agujero lo suficientemente grande como para permitir el paso de un hombre. Al pie de la escala había sido arrojado descuidadamente un trozo de cuerda.

Junto a la mesa, en un sillón de madera, el amo de la casa se encontraba sentado, encogido, con la cabeza sumida en el hombro izquierdo y con aquella horrible e inescrutable sonrisa en el rostro. Estaba rígido y frío. Era notorio que tenía varias horas de haber muerto. Me dio la impresión de que no sólo sus facciones, sino todos sus miembros estaban retorcidos de un modo, por demás, fantástico. Cerca de una de sus manos, sobre la mesa, se veía un instrumento peculiar. Era un bastón color marrón, con un puño de piedra semejante a la cabeza de un martillo, asegurado burdamente con cáñamo áspero y corriente. A un lado se encontraba una hoja de papel, arrancada de algún cuaderno de apuntes, y en ella se veían garabateadas algunas palabras. Holmes las leyó y me extendió el papel.

-Vea usted -dijo levantando las cejas significativamente.

A la luz de la linterna leí estremeciéndome de horror: “El signo de los cuatro”.

-En nombre sea de Dios, ¿qué significa esto? -exclamé.

-Significa asesinato -contestó él, inclinándose sobre el muerto-. ¡Ah, ya me lo esperaba! ¡Mire acá! -Señaló hacia lo que parecía una gran espina oscura, clavada en la piel, exactamente arriba de la oreja del muerto.

-Parece una espina -comenté.

-Es una espina. Puede usted extraerla. Pero tenga cuidado porque está envenenada.

La tomé entre el dedo índice y el pulgar. Salió tan fácilmente que casi no dejó ninguna señal. Sólo quedó una gota de sangre en la perforación que había hecho.

-Éste es un misterio absolutamente indescifrable para mí -dije-. Me parece que se va oscureciendo, en lugar de aclararse.

-Por el contrario, se aclara a cada instante. Sólo me faltan unos cuantos eslabones para tener un caso perfectamente completo.

Thaddeus Sholto, cuya presencia casi habíamos olvidado desde el momento en que entramos a la habitación, estaba de pie, en el umbral, convertido en la imagen misma del terror, retorciéndose las manos y gimiendo sin cesar. De pronto, sin embargo, estalló en un grito agudo y lastimero.

-¡El tesoro ha desaparecido! -gritó-. ¡Robaron el tesoro! Allí está el agujero a través del cual lo bajamos. ¡Yo le ayudé a hacerlo! ¡Fui la última persona que lo vio! Lo dejé aquí anoche y le oí cerrar la puerta con llave mientras yo descendía las escaleras.

-¿A qué hora fue eso?

-A las diez en punto de la noche. Y ahora está muerto. Llamarán a la policía y sospecharán que yo tuve alguna intervención en esta horrible tragedia. ¡Oh, sí, estoy seguro de que sospecharán de mí! Pero, ¿ustedes no me creen culpable, verdad, caballeros? Seguramente ustedes no pensarán que yo fui. ¿Creen que los habría traído si hubiera sido yo? ¡Oh, Dios! ¡Creo que me voy a volver loco! -sacudió los brazos y dio de patadas en el suelo, como quien está sufriendo un frenético acceso de locura.

-No tiene razón para ponerse así, señor Sholto -dijo Holmes bondadosamente, poniéndole la mano sobre el hombro-. Siga mi consejo. Vaya a la estación de policía e informe de lo que ha sucedido. Ofrézcase a ayudar y a cooperar en todo lo posible. Nosotros esperaremos aquí hasta que usted vuelva.

El hombrecillo obedeció, semiatontado, y lo oímos bajar la escalera.

VI
Sherlock Holmes hace una demostración

-Ahora, Watson -dijo Holmes frotándose las manos-, disponemos de media hora de libertad. Hagamos buen uso de ella. El caso está, como ya le he dicho, casi completo; pero no debemos fracasar por exceso de confianza. Por simple que ahora parezca el asunto, puede tener implicaciones más profundas.

-¿Simple? -grité yo.

-Claro que sí -insistió Sherlock con el aire del profesor que explica a sus alumnos un caso que le parece sencillo-. Siéntese en ese rincón, para que las huellas de sus pies no compliquen la cuestión. ¡Ahora, a trabajar! En primer lugar, ¿cómo entraron esos tipos, y cómo salieron? La puerta no ha sido abierta desde anoche. ¿Qué me dice de la ventana? -tomó la lámpara y se acercó a ella, explicando en voz alta sus observaciones. Más que dirigirse a mí, monologaba-. La ventana se cierra por dentro. El marco es sólido. No hay goznes a los lados. Vamos a abrirla. No hay ninguna cañería cerca. El techo está bastante fuera del alcance de cualquier persona. Sin embargo, un hombre ha entrado por la ventana. Anoche llovió un poco. Aquí está la huella de un pie, marcada por el lodo, sobre el alféizar. Y aquí hay una señal circular de lodo, y otra en el suelo, y otra más, cercana a la mesa. ¡Mire acá, Watson! Ésta es realmente una demostración preciosa.

Miré los discos de lodo, redondos y perfectamente definidos.

-Ésta no es la huella de un pie -dije.

-Es algo mucho más valioso para nosotros. Es la impresión de una pata de palo. Mire aquí, en el alféizar, la marca de una bota gruesa, con un ancho tacón de metal. Cerca de ella está la huella de la pata de palo.

-Entonces, se trata de un cojo.

-Exactamente. Pero hay alguien más… un aliado muy hábil y eficiente. ¿Podría usted escalar este muro, doctor?

Me asomé por la ventana abierta. La luna todavía brillaba intensamente, iluminando aquel ángulo de la casa. Estábamos a unos veinte metros arriba del suelo y a pesar de que mis ojos hurgaron cuidadosamente, no pude encontrar un solo sitio en que pudieran encontrar apoyo los pies de un hombre en aquel muro liso de ladrillo.

-Es absolutamente imposible -exclamé.

-No cabe duda de que es imposible. Pero suponga usted que un amigo le arrojase desde aquí un extremo de aquella gruesa cuerda que veo en el rincón y amarrase el otro en este enorme gancho de la pared. Creo que entonces, siendo usted un hombre ágil, subiría fácilmente hasta aquí, aun teniendo una pata de palo. Después, naturalmente, bajaría del mismo modo y su amigo recogería la cuerda, la desprendería del gancho, cerraría la ventana, echaría el pestillo por dentro, y saldría de la habitación en la forma en que entró. Como cosa de importancia secundaria hay que hacer notar -y señaló con el dedo hacia la cuerda- que el amigo de la pierna de palo, aunque parece hábil para trepar, no ha sido nunca marinero, ni tiene las manos callosas. Con mi lente descubro más de una mancha de sangre en la cuerda, especialmente cerca del extremo, lo que me hace suponer que nuestro hombre descendió con tanta velocidad que se le desprendió un pedazo de piel.

-Todo está muy bien -dije yo-, pero el asunto se va volviendo más misterioso cada vez. ¿Y qué me dice del cómplice? ¿Cómo entró al cuarto?

-¡Sí, el cómplice! -repitió Holmes en actitud meditativa-. Todo lo que se refiera a ese sujeto es interesante. El tal auxiliar abre una mala página en los anales del crimen de nuestro país, pero en la India, si mi memoria no me es infiel, en Senegambia, se han presentado casos parecidos.

-¿Cómo habrá entrado? -repetí-. La puerta estaba cerrada con llave, la ventana era inaccesible. ¿Y la chimenea?

-La parte inferior de la chimenea es demasiado pequeña -contestó Holmes-. Ya había pensado en eso, pero tuve que descartarlo.

-¿Y entonces cómo?

-Usted no quiere aplicar mis preceptos -me observó Sherlock-. ¿Cuántas veces le he dicho que una vez eliminado lo imposible, lo que queda debe ser la verdad, por improbable que parezca? Sabemos que no ha podido venir por la ventana, ni por la puerta, ni por la chimenea. Sabemos también que no ha podido estar oculto en el cuarto, pues aquí no hay dónde esconderse. ¿Por dónde penetró, entonces?

-¡Por el agujero del techo! -exclamé.

-Evidentemente. Ése es el único camino. Le agradecería me tuviera la lámpara. Vamos a extender nuestras pesquisas hasta el cuarto de arriba, el cuarto secreto en que estaba el tesoro.

Holmes subió por la escala, y poniendo una mano a cada lado del agujero, se introdujo por éste. Luego se inclinó desde arriba, tomó la lámpara y la sostuvo mientras yo subía.

El recinto en que nos encontrábamos, tenía unos tres metros de largo por dos de ancho. El piso estaba formado de frágiles tablones, lo que nos obligaba a tener que caminar con cuidado. El techo, en punta, no era, visiblemente, más que la cubierta interior de la verdadera techumbre de la casa. No había muebles ni objeto alguno, y el polvo acumulado durante años formaba en el suelo una espesa capa.

-¡Aquí tiene usted! -exclamó Sherlock Holmes poniendo su mano en la pared inclinada-. ¿Y ve usted? Ésta es una claraboya que conduce afuera. Con empujarla encuentra uno por dónde ha entrado el criminal número uno. Veamos si podemos encontrar otras huellas de su personalidad.

Acercó la lámpara al suelo y al instante vi, por segunda vez en aquella noche, que su rostro adquiría una expresión de sorpresa y horror. En cuanto a mí, al bajar la vista, sentí frío hasta en los huesos. En el piso se veían las huellas de un pie desnudo, perfectamente definido y formado, pero de dimensiones que apenas alcanzarían la mitad del tamaño ordinario del pie humano.

-¡Holmes! -murmuré a su oído-. ¡Esta horrible cosa ha sido hecha por un niño!

-Yo también me sentí horrorizado en el primer momento por la misma idea -me contestó- pero la cosa es muy natural. La memoria me ha fallado, porque, de lo contrario, habría podido explicar en el acto lo que acabamos de ver. Bajemos, pues nada tenemos ya que hacer aquí.

-¿Cuál es, entonces, su teoría respecto a esas huellas? -le pregunté cuando estuvimos abajo.

-Mi querido Watson, trate usted de hacer un pequeño análisis por sí mismo -me contestó impacientándose ligeramente-. Usted conoce mis métodos: aplíquelos, y la comparación de los resultados será digna de estudio.

-No concibo nada que explique los hechos -fue mi respuesta.

-Pues muy pronto lo verá usted -me dijo con indiferencia-. Ahora, aunque creo que ya no hay ninguna cosa de importancia que observar aquí, voy a buscar otra vez.

Sacó su lente y una cinta de medir, y se puso a recorrer el cuarto a gatas, midiendo, comparando y examinando. Su larga y afilada nariz apenas despegaba unas cuantas pulgadas del suelo. Los escrutadores ojos brillaban como los de un pájaro. Tan silenciosos y furtivos eran sus movimientos, parecidos a los de un perro de caza que sigue una pista, que al verlo así no pude menos de pensar en el terrible criminal que habría sido si en vez de poner su energía y sagacidad al servicio de la ley, las hubiera ejercido en contra de ésta. Mientras husmeaba, profería gruñidos, hablando consigo mismo. De pronto, soltó una ruidosa exclamación de alegría.

-Decididamente estamos de buenas -dijo-. Ahora ya no nos queda mucho por hacer. El criminal Número Uno ha tenido la desgracia de meter el pie en la creosota. Puede usted ver el talón de su pequeño pie marcado aquí en esta parte del pestilente charco. ¿Ve usted? El liquido ha corrido en abundancia.

-Bueno, ¿y qué?

-Pues ya tenemos al individuo. ¿Le parece poco? Conozco un perro que seguiría este rastro hasta el fin del mundo. Si un gato puede descubrir un arenque en estado de descomposición en la despensa mejor cerrada, ¿cómo no ha de poder un sabueso entrenado especialmente seguir un olor tan penetrante como éste? La respuesta no es difícil y… Pero, vaya, aquí están los representantes titulares de la ley.

Del piso bajo subía el ruido de fuertes pisadas y el clamor de sonoras voces. La puerta del vestíbulo se cerró con estrépito.

-Antes de que suban, ponga usted su mano aquí, en el brazo de este pobre diablo, y después en la pierna. ¿Qué siente usted?

-Los músculos están tan duros como si fueran de madera -contesté.

-Así es. Se encuentran en un estado de extrema contracción, muy diferente del usual rigor mortis.4 Combinando eso con la contorsión de la cara y con la sarcástica sonrisa, o sea la risus sardonica,5 como la llamaban los escritores antiguos, ¿a qué conclusión llegaría usted?

-Muerte producida por algún poderoso alcaloide vegetal -contesté-. Alguna sustancia parecida a la estricnina, que produce el tétano.

-Esa misma idea se me ocurrió apenas vi la tirantez de los músculos de la cara. Al entrar en el cuarto, traté inmediatamente de encontrar el instrumento con que se introdujo el veneno al organismo. Como usted vio, pronto descubrí la espina clavada en la piel probablemente disparada de lejos, aunque no con gran fuerza. Examine usted la espina.

Tomándola cuidadosamente, la acerqué al farol. Era larga, puntiaguda y negra, y cerca de la punta parecía haber sido untada con alguna sustancia gomosa que se hubiese secado rápidamente. El extremo posterior había sido recortado y redondeado con un cuchillo.

-¿Cree usted que esa espina sea de madera inglesa?

-No, seguramente que no.

-Pues con todos esos datos debería usted estar en aptitud de sacar alguna conclusión precisa. Pero aquí vienen las fuerzas regulares y las auxiliares deben batirse en retirada.

Mientras Sherlock Holmes hablaba, se oyeron los pasos de personas que se acercaban por el corredor. Un hombre alto y corpulento, vestido con un traje gris, entró al cuarto con andar pesado. Tenía la cara colorada, grasosa e hinchada; sus ojos, muy pequeños y vivos, miraban de modo muy penetrante desde las profundidades de sus gruesos párpados. Tras él entraron un inspector de policía uniformado y Thaddeus Sholto, todavía palpitante.

-¡Este es un asunto fantástico! -exclamó el hombre corpulento-. ¡Un asunto que vale la pena! ¿Quiénes son esos dos? ¿Cuál es la razón de que la casa esté tan poblada como una conejera?

-Me parece que usted debe recordar quién soy, señor Athelney Jones -dijo Holmes con acento tranquilo.

-¡Ya lo creo que sí! -gruñó el otro-. Usted es el señor Sherlock Holmes, el teórico. ¡Cómo no voy a acordarme de usted! Nunca olvidaré las lecciones que nos dio a todos nosotros sobre las causas, consecuencias y efectos, en relación con el asunto de las joyas de Bishopgate. Ahora bien, usted nos puso sobre el rastro, pero convendrá en que más que el raciocinio lo que le ayudó en ese caso fue su buena suerte.

-Pues fue un caso de simple razonamiento.

-¡Vamos, vamos! ¡Nunca se avergüence usted de reconocer la verdad! ¿Y qué me dice usted de este asunto? ¡Mal negocio, mal negocio! Hechos descarnados, ningún lugar para las teorías. ¡Qué suerte para mí haberme encontrado hoy en Norwood, para hacerme cargo de este caso! Estaba en el puesto de policía cuando llegó el aviso. ¿De qué cree usted que ha muerto este hombre?

-¡Oh! Este es un asunto en que me sería difícil teorizar -contestó Holmes secamente.

-No, no. Nosotros no podemos negar que usted a veces da en el clavo. ¡Qué lío éste! La puerta cerrada, según entiendo. Joyas por valor de medio millón, desaparecidas. ¿Cómo estaba la ventana?

-Cerrada por dentro, pero en el antepecho hay rastros de pisadas.

-Bien, bien. Si la ventana estaba cerrada por dentro, las pisadas nada tienen que ver en el asunto. Eso lo indica el sentido común. El hombre puede haber muerto de un accidente, pero la cuestión es que las joyas no están aquí. ¡Ah! Se me ocurre una teoría. A veces me asaltan ideas geniales. Salga usted al corredor, sargento, y usted también, señor Sholto. El señor puede quedarse. ¿Qué piensa usted de esto que le voy a decir, Holmes? Según su propia confesión, Sholto estuvo anoche con su hermano. El hermano murió por efecto de un accidente, y Sholto se llevó el tesoro. ¿Qué le parece a usted?

-Sin duda, el muerto se levantó después y echó llave a la puerta.

-¡Hum! La cosa falla ahí. Apliquemos el sentido común. Este Thaddeus Sholto estuvo con su hermano; entre ellos hubo una disputa, cosa que sabemos. El hermano está muerto y las joyas no aparecen. También esto lo sabemos. Nadie ha visto al hermano desde que Thaddeus se separó de él. La cama demuestra que el hermano no se acostó. Thaddeus está visiblemente trastornado. No tiene una apariencia muy atractiva que digamos. Ya ve usted que voy tendiendo mi red en torno de Thaddeus, y las mallas comienzan a apretarlo ya.

-Usted no está todavía en completa posesión de los hechos -dijo Holmes-. Esta astilla de madera, que tengo muchas razones para creer envenenada, estaba allí, en esa parte de la piel donde todavía puede usted ver la marca; este papel, escrito como ve, estaba en la mesa, y a su lado, este curioso bastón con puño de piedra. ¿Encaja todo eso en su teoría?

-La confirma en todos los aspectos -dijo pomposamente el obeso detective-. La casa está llena de curiosidades de la India. Thaddeus trajo eso acá y si la astilla estaba envenenada pudo haber hecho uso de ella al igual que cualquier otro hombre con intenciones asesinas. Ese papel tiene el exclusivo objeto de despistarnos, estoy seguro. La única cuestión que queda por resolver es cómo escapó. ¡Ah!, desde luego… aquí hay un agujero en el techo -con gran agilidad, tomando en cuenta su corpulencia, subió la escala y se introdujo por el agujero. Inmediatamente después oímos su voz, alegre y entusiasta, proclamando el feliz hallazgo de la claraboya.

-Puede descubrir algo -comentó Holmes irónicamente, encogiéndose de hombros-. Tiene chispazos ocasionales. Il n’y a pas des sots si incommodes que ceux qui ont de l’esprit! 6

-¡Vea usted! -exclamó Athelney Jones, descendiendo por la escala-. Los hechos son mejores que las simples teorías, después de todo. Mi punto de vista del caso ha sido confirmado. Hay una claraboya que se comunica con el techo y está parcialmente abierta.

-Yo fui quien la abrió.

-¡Oh, ya veo! Entonces, ¿usted la notó también? -dijo medio decepcionado-. Bueno, haciendo caso omiso de quién la vio primero, lo importante es que demuestra la manera como huyó nuestro caballero. ¡Inspector! -gritó.

-¡Sí, señor! -contestó la voz desde el corredor.

-Diga usted al señor Sholto que entre. ¡Ah! Ya está aquí. Señor Sholto, es mi deber prevenirle que cualquier cosa que usted diga ahora puede ser utilizada en su contra. En nombre de la justicia queda usted arrestado en relación con la muerte de su hermano.

-¡Ya está! ¿No decía yo? -gimió el pobre hombrecito, levantando las manos y mirándonos asustado.

-No tenga temor, señor Sholto -le dijo Holmes Muy pronto lo libraré de esa acusación.

-¡No prometa usted demasiado, señor “teorizador”, no prometa usted demasiado! -le previno el detective en tono amenazador-. Puede ser que el asunto le resulte mucho más difícil de lo que piensa.

-No sólo estoy seguro de librar al señor Sholto, sino que voy a obsequiarlo a usted, sin el menor interés, con el nombre y señas de una de las dos personas que estuvieron anoche en este cuarto. Se llama Jonathan Small, es hombre de escasa educación, pequeño de estatura, activo, y con una pata de palo algo gastada en la parte inferior. El pie izquierdo lo lleva calzado con un botín de suela ordinaria, cuadrado en la punta, y el tacón tiene un ribete de hierro. Es hombre de cierta edad, tiene la cara y las manos quemadas por el sol, y ha estado en presidio. Estas pocas indicaciones pueden servirle a usted, y agrégueles: el sujeto debe tener en este momento la palma de la mano desgarrada, sin buena parte de la piel. La otra persona…

-¡Ah! ¿La otra persona? -preguntó Athelney Jones con voz burlona, a pesar de que estaba impresionado por la exactitud con que Holmes hablaba.

-Es una persona bastante rara -contestó éste, girando sobre sus talones-. Espero muy pronto poder presentarle a usted el par. Una palabra, Watson…

Y me llevó afuera, hasta cerca de la escalera.

-Este inesperado acontecimiento -dijo- nos ha hecho perder de vista el propósito original de nuestro viaje.

-Estaba pensando en eso precisamente -contesté-. No es justo que la señorita Morstan permanezca en este desagradable sitio.

-No. Debe usted acompañarla a su casa. Vive con la señora Cecil Forrester en Lower Camberwell; así que no está muy lejos. Lo esperaré aquí, si es que quiere volver. ¿No está demasiado cansado?

-De ningún modo. No creo que pueda descansar hasta saber más acerca de este fantástico asunto. Durante mi existencia he presenciado muchas cosas, pero le doy mi palabra de que esta rápida sucesión de extrañas sorpresas ha destrozado completamente mis nervios. Sin embargo, me gustaría llegar con usted hasta el fin del asunto.

-Su presencia me será de gran utilidad -contestó-. Resolveremos el caso de modo independiente y dejaremos que este tipo Jones se regocije con esos castillos de naipes que tanto le gusta construir. Cuando haya dejado a la señorita Morstan, quiero que vaya al número 3 de Pinchin Lane, cerca del río, en Lambeth. La tercera casa del lado derecho es de un taxidermista apellidado Sherman. Verá usted en la vitrina una comadreja sosteniendo un conejillo. Levante al viejo Sherman y dígale, con mis cumplidos, que necesito a Toby inmediatamente. Traiga a Toby en el coche.

-Es un perro, supongo.

-Sí, un perro de raza indefinida, con un asombroso olfato. Prefiero tener la ayuda de Toby que la de toda la fuerza policiaca de Londres.

-Lo traeré -le contesté-. Ahora es la una. Estaré de vuelta antes de las tres, si logro conseguir un caballo fresco.

-Y yo veré qué puedo averiguar de la señora Bernstone y del criado indio. Este último, según me dijo el señor Thaddeus, duerme en la buhardilla contigua. Después estudiaré los métodos del gran Jones y escucharé sus nada delicados sarcasmos.

Goethe siempre tiene razón: Wir sind gewohnt, dass die Menschen verhöhnen was sie nicht verstehen.

VII
El episodio del barril

La policía había traído un coche y en él llevé a la señorita Morstan de regreso a su casa. Con un espíritu angelicalmente femenino, había resistido toda aquella tragedia con aparente tranquilidad porque había alguien más débil que ella a quien ayudar. Por eso, cuando fui a buscarla, la encontré amable y sosegada, al lado del ama de llaves. Ya en el coche, sin embargo, palideció y estuvo a punto de desmayarse; después le sobrevino un llanto nervioso, producido por las emociones a que había estado expuesta. En otra ocasión, posteriormente, me confesó que durante el trayecto me sintió frío y distante. No comprendía la lucha que se realizaba dentro de mi pecho, ni la fuerza de voluntad tan terrible a la que tuve que recurrir para controlarme. Mi corazón la amó apasionadamente desde aquel instante en que sentí su mano en la mía, en el jardín. Comprendí que ni aun muchos años de vida convencional y normal me podían haber mostrado mejor su naturaleza· dulce y valiente, como lo habían hecho las extrañas experiencias de ese solo día. Sin embargo, había dos pensamientos que sellaban mis labios y que impedían que brotaran las palabras de cariño y de consuelo que hubiera querido decirle. Era una mujer débil y desamparada, sacudida física y mentalmente por las emociones. Hablarle de amor en aquellos momentos hubiera equivalido a aprovecharse de las circunstancias. Pero, lo que resultaba peor, Mary estaba a punto de llegar a ser una mujer rica. Si las investigaciones de Holmes tenían éxito, se convertiría en heredera de una fortuna. ¿Era justo, era decente que un miserable cirujano del ejército, con un ingreso por igual miserable, se aprovechara de una intimidad que sólo circunstancias fortuitas habían establecido? ¿No me consideraría ella, entonces, como un vulgar cazador de fortunas? La sola idea de que ese pensamiento cruzara por su mente me ataba. Aquel tesoro de Agra se interponía entre nosotros como una barrera infranqueable.

Eran cerca de las dos de la madrugada cuando llegamos a la casa de la señora Cecil Forrester. La servidumbre se había retirado desde hacía varias horas, pero la señora Forrester se había interesado tanto en el extraño mensaje que recibiera la señorita Morstan, que decidió esperarla. Ella misma nos abrió la puerta. Era una mujer simpática y de edad madura. Me impresionó la ternura con que abrazó a mi compañera y el tono maternal de su voz al saludarla. Saltaba a la vista que no la trataba como a una simple persona a sueldo, sino como a una verdadera amiga. Mary se apresuró a presentarme y la señora Forrester me invitó a pasar, suplicándome que le contara todas nuestras aventuras. Me excusé, explicándole la importancia de la misión que me habían confiado, pero le prometí visitarla después para informarle de los progresos que hubiéramos logrado en el caso. Al dirigirme hacia la puerta volví atrás y aún me parece ver el cuadro encantador que formaban las dos mujeres, cariñosamente abrazadas en el vestíbulo, bañadas por la luz de la lámpara. Era estimulante poder gozar de la contemplación de un hogar británico tranquilo, en medio de aquel loco, macabro y oscuro asunto en que estábamos enfrascados.

Entre más pensaba en lo que había sucedido, más me desorientaba. Repasé toda la extraordinaria secuencia de acontecimientos, mientras mi carruaje avanzaba por las silenciosas calles alumbradas por el gas de los faroles. Estaba el problema original. Pero eso, al menos, era perfectamente claro ahora. La muerte del capitán Morstan, el envío de las perlas, el anuncio, la carta… habíamos logrado hacer la luz sobre todos esos acontecimientos. Pero sólo nos habían conducido a un misterio más profundo y más trágico. El tesoro hindú; el curioso plano encontrado entre el equipaje de Morstan; la extraña escena de la muerte del mayor Sholto; el descubrimiento del tesoro, seguido inmediatamente por el asesinato del descubridor; las singulares circunstancias del crimen: las pisadas, las armas notables, las palabras del papel, iguales a las encontradas también en poder del capitán Morstan… era un verdadero laberinto en el que un hombre menos notablemente dotado que mi compañero se habría dado por vencido.

Pinchin Lane se componía de una hilera de casas de ladrillo de dos pisos y aspecto miserable, en el barrio más bajo de Lambeth. Tuve que llamar algún tiempo en el número 3 antes de obtener algún resultado. Por fin, noté el brillo de la luz de una vela tras el cristal de la ventana y un rostro apareció en ésta.

-¡Lárguese, borracho vagabundo! -gritó el rostro-. Si sigue armando bulla abriré las jaulas y le echaré cuarenta y tres perros encima.

-Todo lo que necesito es que deje salir uno -contesté.

-¡Lárguese! -gritó la voz-. ¡Malhaya sea, tengo un vampiro en esta maleta y se lo dejaré caer encima como no se marche de aquí!

-Pero lo que yo quiero es un perro -insistí.

-¡No voy a discutir con usted! -exclamó el señor Sherman-. Ahora, siga su camino; cuando cuente tres, soltaré el vampiro.

-El señor Sherlock Holmes… -empecé a decir; pero las palabras tuvieron un efecto mágico, pues la ventana se cerró de golpe y un instante después se abría la puerta.

El señor Sherman era un viejo alto y desgarbado, de hombros caídos, cuello largo y anteojos azules.

-Un amigo del señor Sherlock Holmes es siempre bienvenido a esta casa -dijo-. Pase usted, señor. Cuidado con el tejón porque muerde. ¡Ah, grosero, grosero! ¿Tienes deseos de probar el sabor de la carne de mi visitante? -se dirigía a un armiño de prominentes ojos rojizos, que asomaba la cabeza entre los barrotes de una jaula-. No se fije usted en eso, señor… esa culebra no hace nada… le extraje el veneno, por lo que anda por el cuarto sin peligro. Acaba con toda clase de sabandijas. Perdone que haya sido brusco con usted al principio, pero los chiquillos del barrio me fastidian que da gusto y con frecuencia me levantan a medianoche. ¿Qué es lo que deseaba el señor Sherlock Holmes?

-Quiere un perro.

-¡Ah, me supongo que necesita a Toby!

-Sí, así dijo que se llamaba.

-Toby vive en el número siete, a la izquierda.

El hombre avanzó lentamente, alumbrando con la vela la extraña familia de animales de que se había rodeado. A la luz incierta y vacilante de la vela pude percibir vagamente los ojos brillantes que nos contemplaban con curiosidad desde todos los rincones.

Toby era un perro feo, de pelo largo y orejas caídas, mezcla de no sé qué razas, de piel blanca y castaña y de aspecto ordinario y antipático. Después de alguna vacilación aceptó el terrón de azúcar que el naturalista me había entregado para que le diera. Una vez que hubimos sellado de esa manera nuestra amistad, me siguió al carruaje sin la menor dificultad.

Acababan de dar las tres cuando llegué a Pondicherry Lodge. El expugilista McMurdo había sido arrestado como cómplice y ya estaba en la estación de policía, junto con el señor Sholto.

Dos vigilantes cuidaban la entrada de la casa, pero con sólo mencionar el nombre del detective me dejaron pasar con todo y perro.

Holmes estaba en la puerta de la casa, con las manos en los bolsillos y fumando su pipa.

-¡Ah! ¡Lo ha traído usted! -dijo-. ¡Verá usted qué perro! Athelney Jones ha salido. Durante la ausencia de usted he presenciado un gran despliegue de energía. Ha arrestado no solamente al amigo Thaddeus, sino también al portero, al ama de llaves y al sirviente indio. Ahora la casa nos pertenece, pues la única persona que ha quedado en ella es un sargento de policía que está arriba. Deje usted el perro aquí, y suba conmigo.

Atamos a Toby a la mesa del vestíbulo y subimos las escaleras. El cuarto estaba como lo habíamos dejado. El único cambio consistía en que el cadáver había sido cubierto con una sábana. Un sargento de policía, visiblemente aburrido, estaba recostado en un rincón.

-Présteme usted su linterna, sargento -dijo mi compañero-. Ahora, áteme usted este pedazo de cartón al cuello, de modo que quede colgando por delante. Gracias. Y ahora, tengo que quitarme los botines y las medias. Hágase usted cargo de ellos, Watson. Yo voy a tener necesidad de andar descalzo. Moje usted un pañuelo en la creosota: así. Ahora, venga usted arriba un momento conmigo.

Pasamos por el agujero del techo y Holmes proyectó otra vez la luz sobre las huellas de las pisadas impresas en el polvo.

-Hágame usted el favor de fijarse bien en esas huellas -me dijo-. ¿Observa usted algo de particular en ellas?

-Son de un pie de niño o de una mujer diminuta.

-No hablo del tamaño. ¿No nota nada más?

-Se parecen a todas las huellas de pisadas.

-¡De ninguna manera! Mire usted. Esta es la marca dejada por el pie derecho. Ahora voy a imprimir a un lado la marca de mi pie. ¿Qué diferencia nota usted?

-Que sus dedos están juntos y apretados, mientras que en la otra huella están separados uno de otro.

-Exactamente. Ese es el punto, no lo olvide usted.

Ahora ¿quiere hacerme el favor de subir a esa claraboya y oler el marco de madera? Yo me quedo aquí, porque tengo este pañuelo en la mano.

Hice lo que me indicaba, y en el acto sentí un fuerte olor parecido al alquitrán.

-Quiere decir que para salir apoyó el pie allí. Si usted ha podido descubrir el rastro me parece que Toby lo hará también, y sin dificultad. Ahora, corra usted abajo, suelte el perro y fíjese en lo que va a hacer.

Cuando llegué al jardín, ya Sherlock Holmes estaba en el techo y desde abajo le vi deslizarse lentamente, como una culebra, por el borde del tejado. Pronto se perdió de vista detrás de un grupo de chimeneas, pero luego reapareció para desaparecer otra vez, hacia el otro lado del techo. Di la vuelta a la esquina de la casa, y lo vi sentado en la punta de una viga.

-¿Es usted, Watson? -me gritó.

-Sí.

-Éste es el sitio. ¿Qué es eso negro que hay allí?

-Un barril con agua.

-¿Lleno hasta el tope?

-Sí.

-¿No hay señas por allí de alguna escalera?

-No.

-¡Demonio de hombre! Este sitio es bastante peligroso, pero yo debo poder bajar por donde él subió. El tubo de agua parece sólido. Allá vamos, de todos modos.

Oí el roce de sus pies, la linterna comenzó a descender lentamente por la pared, hasta que Holmes saltó sobre la tapa del barril y de allí al suelo.

-Fue cosa fácil seguirle los pasos. Las tejas estaban flojas en todo el trayecto y el hombre, en su precipitación, dejó caer esto que confirma mi diagnóstico, como dicen ustedes los doctores.

El objeto que me enseñaba era una pequeña bolsa tejida con paja de colores, parecida por su forma y tamaño a una pitillera. Dentro de ella había media docena de espinas de madera oscura, puntiagudas en un extremo y redondas en el otro, iguales a la que había matado a Bartholomew Sholto.

-¡Son armas infernales! ¡Tenga usted cuidado, no se vaya a pinchar con ellas! Me complace mucho haberlas encontrado, pues éstas eran probablemente las únicas que le quedaban, y ya no corremos el peligro de meternos una en el pellejo. Por mi parte, preferiría enfrentarme a una bala Martini que a una de estas espinas. ¿Se cree usted capaz de emprender una caminata de seis millas, Watson?

-Ya lo creo.

-¿Lo soportará su pierna herida?

-¡Oh, sí!

-¡Ya estás aquí, tú! ¡Valiente Toby! ¡Huele, Toby, huele! -dijo acercando al hocico del perro el pañuelo mojado en creosota: el animal se quedó parado, con las piernas abiertas y la cabeza en actitud semejante a la del catador que huele el bouquet de un famoso vino.

Holmes arrojó el pañuelo, amarró una fuerte cuerda al collar del perro, y condujo a éste hasta el pie del barril. El animal prorrumpió en una serie de aullidos agudos y trémulos, y con la nariz en el suelo y la cola al aire, partió siguiendo el rastro, a un paso que mantenía tirante la cuerda y que nos obligaba a caminar a gran velocidad.

El horizonte había ido aclarando hacia el este y ya podíamos distinguir hasta cierta distancia, a la luz de la fría y gris mañana. La casa, cuadrada y maciza, se destacaba detrás de nosotros con sus negruzcas ventanas herméticamente cerradas y sus paredes altas y desnudas. El perro nos llevaba a través de los terrenos de la casa, subiendo y bajando por los montículos. Todo el lugar, con sus montones de tierra y sus huecos sombríos, presentaba un aspecto que armonizaba con la horrible tragedia sucedida en la casa.

Llegamos al muro exterior y Toby siguió corriendo a lo largo de éste, olfateando precipitadamente, medio oculto entre la sombra, hasta que por fin se detuvo en un rincón, detrás de un pequeño arbusto. En el punto de unión de las dos paredes faltaban varios ladrillos y los huecos que habían dejado estaban gastados en su parte inferior, como si con frecuencia hubieran servido de escalera. Holmes trepó por allí, levantó al perro y lo dejó caer al otro lado.

-Aquí hay señales del hombre de la pata de palo -comentó Holmes cuando me reuní con él-. Mire esta mancha de sangre que hay en el yeso blanco. ¡Es una gran fortuna que no haya llovido con fuerza desde ayer! El olor debe permanecer en el camino a pesar de las veintiocho horas de ventaja que nos llevan.

Confieso que yo tenía mis dudas al respecto, al reflexionar en el gran tránsito que debía haber cruzado aquel camino de Londres en el intervalo. Sin embargo, mis temores se calmaron rápidamente. Toby no vaciló ni mostró desconcierto un instante, sino que continuó avanzando con absoluta seguridad, con sus pasos oscilantes tan peculiares. Era notorio que el penetrante olor de la creosota se elevaba por sobre todos los otros olores del camino.

-No vaya a creer -me dijo Holmes- que todo el éxito en este caso depende de la simple casualidad de que uno de estos tipos haya pisado la creosota. Ahora tengo conocimientos que me permitirían seguirlos de muchos modos diferentes. Éste, sin embargo, es el método más rápido y ya que la fortuna lo ha puesto en nuestras manos, sería realmente tonto desaprovecharlo. No obstante, ha impedido que se convierta en el problema puramente intelectual que había prometido ser al principio. Hubiera recibido un poco de crédito si no hubiera sido por esta pista demasiado palpable.

-¡Vaya que si hay crédito en esto, y de sobra! -le contesté-. Le aseguro, Holmes, que me maravillan los medios mediante los cuales ha sacado sus conclusiones. Estoy más impresionado aún que en el caso de Jefferson Hope. Esto me parece más profundo y más inexplicable. ¿Cómo pudo describir, por ejemplo, al hombre de la pata de palo con tanta seguridad?

-¡Sencillísimo, amigo mío! A mí no me gusta adoptar actitudes teatrales. La cosa es clara y evidente. Dos oficiales que están al frente de un presidio llegan a conocer un importante secreto relacionado con un tesoro enterrado. Un inglés llamado Jonathan Small les dibuja un plano. Usted recordará que vimos este nombre en el plano que tenía el capitán Morstan. Small lo firmó, en su nombre y en el de sus asociados, con el dramático título de “El signo de los cuatro”. Con ayuda del plano, los oficiales… o uno de ellos al menos… descubre el tesoro y lo trae a Inglaterra, dejando de cumplir, es probable, alguna de las condiciones bajo las cuales le fue dado el secreto. Ahora bien, ¿por qué no sacó el tesoro el propio Jonathan Small? La respuesta es obvia. El plano está fechado en la época en que Morstan estaba al frente de una prisión y, por tanto, en íntima asociación con prisioneros. Jonathan Small no sacó el tesoro porque tanto él como sus socios eran prisioneros y no podían huir.

-Pero todo eso son simples especulaciones.

-Son algo más que eso. Forman la única hipótesis que explica los acontecimientos. Veamos cómo encaja con lo que sucedió después. El mayor Sholto vive tranquilamente algunos años, feliz, en posesión del tesoro. Entonces recibe una carta de la India que le produce gran terror. ¿De qué podía tratarse?

-Probablemente de que las personas a quienes había engañado se encontraban en libertad, por haber cumplido su condena.

-O que habían escapado. Esto es más probable, porque él debía saber cuál iba a ser la fecha de su liberación y la noticia de ésta no podía haberle sorprendido. ¿Qué es lo que hace Sholto entonces? Toma precauciones contra un hombre que tiene una pierna de madera; y ese hombre es un blanco, fíjese usted, porque un día Sholto hace fuego erróneamente sobre un comerciante que también tiene una pierna de palo. Ahora bien, en el plano sólo hay un nombre de individuo de raza blanca; los otros son hindúes o mahometanos. No hay más hombre blanco que él. Por consiguiente, podemos decir con seguridad que Pata de Palo es Jonathan Small. ¿Cree usted falso mi razonamiento?

-No, es claro y preciso.

-Bueno, pongámonos ahora en el lugar de Jonathan Small. Veamos las cosas desde su punto de vista personal. Vino a Inglaterra con la doble idea de recuperar lo que, según él, le pertenecía y de vengarse del hombre que lo había perjudicado. Consiguió averiguar la residencia de Sholto, y es posible que llegase a comunicarse con alguien de dentro de la casa. Hay un criado, Lal Rao, a quien nosotros no hemos visto todavía. La señora Bernstone dice que es un buen hombre, pero quién sabe. Ahora bien, Small no podía encontrar el escondite del tesoro, conocido únicamente del mayor y de un criado fiel que ya había muerto. Un día sabe Small que Sholto está moribundo. Desesperado al pensar que el secreto del tesoro puede desaparecer con el mayor, burla la vigilancia de los guardianes, se acerca a la ventana del cuarto, y sólo retrocede en presencia de los dos hijos. Enloquecido por el odio que profesa al muerto, entra por la noche en el cuarto, registra los papeles con la esperanza de descubrir algún memorándum relativo al tesoro, y finalmente deja un recuerdo de su visita en una corta inscripción sobre un papel. Sin duda había resuelto de antemano que en caso de que le pudiera dar muerte al mayor, dejaría esa nota en el cadáver, como señal de que no se trataba de un vulgar asesinato, sino de algo que desde el punto de vista de los cuatro asociados era un acto de justicia. En los anales del crimen son frecuentes estos curiosos rasgos de orgullo y son indicaciones en cuanto a la persona del criminal. ¿Sigue usted el curso de mis ideas?

-Con perfecta claridad.

-Bueno. ¿Qué podía hacer Jonathan Small, sino seguir observando en secreto los esfuerzos que se hacían para encontrar el tesoro? Es posible que se ausentara de Inglaterra y sólo volviese de vez en cuando. Sobreviene el descubrimiento del cuartito de arriba y él lo sabe en el acto, lo que nos revela de nuevo que tiene un aliado dentro de la casa. Con su pierna de palo es literalmente incapaz de trepar solo hasta la elevada habitación de Bartholomew, así que aparece asociado con un compañero bastante raro, que vence la dfficultad pero mete su pie desnudo en la creosota, dando lugar así a la intervención de Toby y proporcionando una correría de seis millas a un oficial retirado y con un talón de Aquiles.

-Pero quien cometió el crimen no fue Jonathan, sino su extraño compañero.

-Eso es, y probablemente contra la voluntad de Jonathan, a juzgar por la prisa que se dio éste para volver a salir del cuarto apenas estuvo adentro. Jonathan no tenía resentimiento alguno contra Bartholomew Sholto y se habría contentado simplemente con maniatarlo y ponerle una mordaza; por otra parte no tenía ningún interés en arriesgar su propia cabeza. Pero la cosa no tenía remedio; los salvajes instintos de su compañero habían estallado y el veneno realizó su obra. Jonathan Small no tuvo, por tanto, otro recurso que dejar la famosa nota, bajar el cofre del tesoro al jardín y escapar con él. Tal ha sido el curso de los acontecimientos, conforme a mi manera de descifrar el enigma. En cuanto a los datos que he dado respecto a su persona, está claro que debe ser ya de cierta edad y estar quemado por el sol después de permanecer por largo tiempo en un horno como las islas Andaman. Su estatura es fácil de calcular por el largo de sus pasos y en cuanto a la barba, ya sabíamos que la tenía, pues como usted recordará ésta fue una de las cosas que más impresionó a Thaddeus Sholto cuando Small apareció en la ventana. Y con esto creo que no tengo más que añadir.

-¿Y el cómplice?

-¡Oh, bueno, no hay gran misterio en eso! Pero pronto sabrá mucho al respecto. ¡Qué preciosa mañana! Mire cómo flota esa nubecilla sonrosada; parece la pluma de algún gigantesco flamenco. La orilla rojiza del sol se eleva a empujones por sobre el techo de nubes que cubre Londres. Este buen sol brilla sobre un respetable número de personas, pero yo me atrevería a asegurar que entre todas ellas no hay nadie ocupado en una misión más extraña que la nuestra. ¡Qué pequeños nos sentimos con nuestras mezquinas ambiciones y nuestros ridículos afanes en presencia de las grandes fuerzas de la naturaleza! ¿Ha leído a Jean Paul?

-Bastante. Me familiaricé con él a través de Carlyle.

-Es como si hubiese usted seguido el curso de un arroyuelo hasta el lago en donde nace. Jean Paul hace un comentario curioso pero notable. Dice que la prueba principal de la grandeza verdadera de un hombre estriba en la percepción de su propia pequeñez. Esto proporciona, como usted ve, un poder de comparación y de apreciación que es en sí mismo una prueba de nobleza. Hay mucho alimento para este pensamiento en las obras de Richter. Trae usted una pistola consigo, ¿no?

-Sólo traigo mi bastón.

-Es muy probable que necesitemos algo semejante si damos con esos tipos. Usted se hará cargo de Jonathan. Si el otro tipo intenta algo, tendré que matarlo.

Diciendo esto sacó su revólver, le puso dos balas y volvió a guardarlo en el bolsillo derecho de su saco.

Durante este tiempo Toby nos había conducido hacia la metrópoli por caminos semirrurales, flanqueados de villas. Ahora, sin embargo, empezábamos a avanzar por calles continuas, de las que iban saliendo obreros y trabajadores de los muelles, mientras numerosas mujeres, en su mayoría desarregladas, abrían las ventanas y barrían las aceras. En las tabernas de las esquinas comenzaba ya el movimiento; varios individuos de aspecto vulgar salían de estos establecimientos, limpiándose con la manga de la camisa el bigote mojado por el primer trago del día. Perros de aspecto extraño se acercaban a nosotros y nos miraban con expresión curiosa, pero nuestro inimitable Toby no miraba a la derecha ni a la izquierda. Seguía avanzando en línea recta, con el hocico pegado al suelo y lanzando alegres gruñidos que indicaban nuevas señales del rastro.

Habíamos atravesado Streatham, Brixton, Camberwell y ahora nos encontrábamos en Kennington Lane, después de haber dejado atrás las callejuelas laterales de oriente del Oval. Los hombres a quienes perseguíamos parecían haber avanzado en un curioso zigzag, probablemente con la idea de no ser observados. Nunca seguían el camino principal si podían continuar su camino por callejuelas extraviadas. Al pie de Kennington Lane parecían haber tomado hacia la izquierda a través de Bond Street y Miles Street. En el punto en que esta calle da vuelta hacia Knight’s Place, Toby cesó de avanzar y empezó a correr hacia atrás y hacia adelante, con una oreja levantada y la otra caída, convertido en la personificación de la indecisión canina. Empezó a avanzar en círculos, mirándonos de vez en cuando, como si en su desesperación solicitara nuestra ayuda.

-¿Qué demonios le pasa a este perro? -gruñó Holmes-. Seguramente no tomaron un coche, ni se fueron volando por los aires.

-Quizás estuvieron aquí algún tiempo -sugerí.

-¡Oh, no hay cuidado! Estamos de nuevo sobre la pista -exclamó en tono de alivio.

Después de dar algunas vueltas, Toby parecía haberse decidido repentinamente, y partió con una energía y una determinación que no había demostrado hasta entonces. El olor parecía más intenso que antes, pues ni siquiera tuvo que poner el hocico en el suelo, sino que tiró de la cuerda y trató de echar a correr. Yo podía ver, por el brillo de los ojos de Holmes, que éste pensaba que nos acercábamos al final de nuestro viaje.

Nuestro guía nos hizo descender por Nine Elms, hasta llegar al gran aserradero de Broderick y Nelson, contiguo a la taberna de El Águila Blanca. Aquí el perro, muy excitado, penetró al aserradero a través de una puerta lateral. Algunos de los obreros habían empezado ya a trabajar. El perro nos hizo correr a través del suelo cubierto de viruta y aserrín, para atravesar entonces un callejón, después un pasadizo y posteriormente dos grandes pilas de madera. Por fin se detuvo, con un ladrido de triunfo, al lado de un barril grande que se encontraba en el centro de un patio. Con la lengua colgando y los ojos brillantes, Toby saltó sobre el barril, mirándonos fijamente en espera de nuestras muestras de gratitud. Los tablones del barril y sus cintas de hierro estaban manchadas con un líquido negruzco y el aire se sentía pesado por el intenso olor a creosota que lo llenaba.

Sherlock Holmes y yo nos miramos fijamente y entonces, de modo simultáneo, estallamos en un irreprimible acceso de risa.

VIII
Los agentes irregulares de Baker Street

-¿Y ahora qué? -pregunté-. Toby ha perdido su carácter de infalible.

-Es explicable -dijo Holmes sacándolo del barril y saliendo con él-. Si usted toma en cuenta la cantidad de creosota que va de un lado a otro de Londres en un solo día, verá que no hay por qué admirarse de lo que pasó. Se usa en gran cantidad, sobre todo en esta época del corte de madera. El pobre Toby no es culpable.

-Nos pondremos de nuevo sobre la pista principal, supongo.

-Sí. Y, afortunadamente, no tenemos que recorrer una gran distancia. Evidentemente lo que desconcertó al perro en la esquina de Knight’s Place es que había dos pistas diferentes, que iban en direcciones opuestas. Seguimos la que no era; eso es todo. Sólo nos queda seguir la otra.

No hubo ninguna dificultad en hacer esto. Al llevar a Toby al sitio en que había cometido el error, trazó un ancho medio círculo y finalmente partió en una nueva dirección.

-Tenemos que tener cuidado de que no nos lleve ahora al lugar de donde vino la creosota -observé.

-Ya había pensado en eso. Pero noté que camina por la acera, mientras que el barril fue llevado por el centro de la calle. No, ahora estamos sobre la verdadera pista.

El perro nos llevó hacia la orilla del río, atravesando Belmont Place y Prince Street. Al finalizar Broad Street corrió directamente hacia el agua, en donde había un pequeño embarcadero de madera. Toby nos llevó hasta la propia orilla de éste y allí se quedó, gimiendo con desesperación y viendo hacia el agua oscura que corría a nuestros pies.

-Hoy tenemos mala suerte -dijo Holmes-. Tomaron un bote aquí.

En el agua, muy cerca de la orilla, se balanceaban varios esquifes y lanchas pequeñas. Llevamos a Toby cerca de cada una de aquellas embarcaciones, pero, aunque olfateó con entusiasmo, no dio señales de haber encontrado nada en ninguna de ellas.

Junto al muelle se alzaba una pequeña casa de ladrillos, que en su segunda ventana ostentaba un letrero de madera que decía: “Mordecai Smith”, en gruesas letras, y más abajo: “Botes de alquiler, por hora y por día”. Una segunda inscripción trazada sobre la puerta informaba que también había una lancha de vapor, dato confirmado por la cantidad de carbón de piedra amontonado en el muelle. Sherlock Holmes miró lentamente a su alrededor y su rostro adquirió una expresión de desagrado.

-Esto se pone feo -dijo-. Estos tipos son mucho más vivos de lo que yo esperaba. Parece que se han preocupado en disimular su retirada y temo que aquí, en este lugar, hayan preparado de antemano una fuga perfecta.

Holmes se iba aproximando a la casa cuando la puerta se abrió y por ella salió corriendo un muchachito de aproximadamente seis años, perseguido por una mujer gruesa y colorada, que tenía en la mano una enorme esponja.

-Ven a lavarte, Jack -gritó la mujer-. Ven pronto, pillo de mil demonios, que si tu padre vuelve y te encuentra así, no será poco lo que tengamos que oírle.

-¡Qué chiquillo más bonito! -exclamó Holmes, desplegando su estrategia-. ¡Qué buenos colores tiene el pícaro! Dime, Jack, ¿qué es lo que más deseas en el mundo?

El chico reflexionó un momento.

-Un chelín -contestó.

-¿Y nada más?

-Bueno, pues dos chelines -contestó el pequeño, después de breve meditación.

-¡Pues aquí los tienes, tómalos! ¡Lindo chico, señora Smith!

-Dios lo bendiga a usted, señor. Cierto, es bonito pero es un diablillo. Mucho trabajo me cuesta manejarlo, sobre todo cuando mi marido sale y está varios días fuera.

-¿Y ahora está ausente? -dijo Holmes con expresión de desconsuelo-. Lo siento mucho, pues yo deseaba hablar con el señor Smith.

-Desde ayer por la mañana se marchó, señor, y a decir verdad ya empiezo a inquietarme por él. Pero si es un bote lo que desea el señor yo le podría proporcionar lo mismo.

-Deseaba alquilar la lancha de vapor.

-¡Vaya! Bendito sea usted, señor; pero si mi marido se ha ido en la lancha de vapor… Esto es lo que me da qué pensar, pues a bordo no había más carbón que el necesario para ir cuando mucho hasta Woolwich y volver. Si se hubiera ido en la chalana, no tendría preocupación, pues muchas veces ha tenido que ir a Gravesend llevando algo y si ha encontrado trabajo por allá, se ha quedado. ¿Pero para qué sirve un bote de vapor sin carbón?

-Puede haberlo comprado en el muelle de abajo.

-Puede haberlo comprado, señor, pero no es capaz de tal cosa, pues muchas son las veces que le he oído bramar contra los precios que cobran por unos cuantos sacos. Y por otra parte, a mí no me es simpático ese cojo de la pata de palo, con su cara tan horrible y su manera de hablar tan extraña. ¿A qué puede venir con tanta frecuencia a la casa?

-¿Un cojo con pata de palo? -preguntó Holmes con negligente sorpresa.

-Sí, señor. Es un hombre moreno, con cara de mono, que viene frecuentemente a buscar a mi marido. Anoche fue él quien lo hizo levantar de la cama y lo que es más, mi hombre sabía que iba a venir, porque había preparado la lancha de vapor. Le digo con franqueza, señor, que este asunto no me tiene nada tranquila.

-Pero, mi querida señora Smith -dijo Holmes encogiéndose de hombros-, se está alarmando por nada. ¿Cómo puede usted saber que fue el cojo quien vino anoche? No comprendo por qué habla con tanta seguridad.

-Por su voz, señor. Reconocí su voz, que es fea y espesa como la neblina. Tocó en la ventana… deben haber sido las tres. “Arriba, capitán -dijo-, es hora de marcharnos.” Mi viejo despertó a Jim… mi hijo mayor… y se fueron sin decirme una palabra. Oí a la pierna de palo golpeando en las piedras.

-¿Y venía solo el hombre de la pata de palo?

-No podría decirlo con seguridad, señor. Pero no oí más voz que la suya.

-Pues lo siento mucho, señora Smith, porque necesito una lancha de vapor y tenía muy buenas referencias de la… déjeme recordar… ¿cómo se llama?

-La Aurora, señor.

-¡Ah! ¿No es una lancha vieja, de color verde, con una franja amarilla, y muy ancha del centro?

-No por cierto. Es una cosita tan fina, que no hay en todo el río una que la iguale. No hace mucho tiempo que la pintaron de negro con dos fajas rojas.

-Gracias. Ojalá tenga usted pronto noticias del señor Smith. Yo voy a bajar al río, y, si veo a la Aurora, avisaré al señor Smith que está usted inquieta. ¿Dice que la chimenea es negra?

-No del todo, señor. Negra con una franja blanca.

-¡Ah! ¡Cierto! Los costados eran negros. Adiós, señora Smith. Aquí viene un botero con su chalana, Watson. Tomémosla para cruzar el río.

-Lo principal con esta clase de gente -dijo Holmes cuando estuvimos sentados en los bancos de la chalana- es no dejarles adivinar nunca que sus informaciones pueden ser de alguna importancia para uno. En el mismo instante en que llegan a creerlo, cierran la boca como una ostra. Por el contrario, si usted los escucha sin interés por la confidencia, tal como yo lo acabo de hacer, tiene la probabilidad de obtener cuanto desee.

-Ahora parece que todo está claro -observé.

-¿Y qué haría usted en mi lugar?

-Alquilaría una buena lancha y me iría río abajo, siguiendo la pista a la Aurora.

-Querido amigo, esta tarea sería colosal. La Aurora puede haber tocado en cualquiera de los muelles de uno u otro lado del río entre este punto y Greenwich. Desde el puente comienza un perfecto laberinto de desembarcaderos que tiene varias millas de extensión; aun cuando no se dedicara usted a otra cosa, emplearía en ella días y más días para visitarlos todos.

-Entonces, acudamos a la policía.

-No. Probablemente llamaré a Athelney Jones, pero sólo en el último momento. No es mal hombre y no deseo hacer nada que pueda herirlo profesionalmente, pero ya que hemos ido tan lejos en este asunto, estoy empeñado en desenredarlo solo.

-¿Y si pusiera avisos en los periódicos pidiendo datos a los empleados de los muelles?

-¡Peor que peor! Nuestros hombres verían entonces que la persecución de que eran objeto arreciaba y se apresurarían a abandonar el país. Aun sin eso, hay probabilidades de que se ausenten, pero mientras se crean perfectamente a salvo no se darán prisa en hacerlo. La energía de Jones nos va a servir en este sentido; es más que probable que su opinión sobre el asunto se abra paso hasta la prensa diaria y, entonces, los fugitivos crean que todos seguimos un rastro falso.

-¿Y ahora qué vamos a hacer? -le pregunté en el momento en que desembarcábamos, cerca de la penitenciaria de Millbank.

-Tomar ese carruaje, irnos a casa, comer algo, y dormir una hora. Es casi seguro que esta noche la pasaremos también en vela. ¡Deténgase en una oficina de telégrafos, cochero! Vamos a quedarnos con Toby, porque todavía nos puede servir.

Nos detuvimos en la oficina de correos de la calle Great Peter, y Holmes envió su telegrama.

-¿Para quién cree usted que es? -me preguntó al entrar en el coche, que se puso otra vez en marcha.

-Le aseguro que no sé.

-¿Recuerda la división de detectives privados a la que recurrí para el asunto de Jefferson Hope?

-¡Oh! -le contesté riéndome.

-Pues éste es un caso en que sus servicios nos serán inapreciables. Si me fallan, tengo todavía otros recursos; pero, primero voy a ensayarlos a ellos. El telegrama era para Wiggins, mi sucio lugarteniente. Espero que antes de que hayamos concluido de almorzar lo tengamos en casa, con su pandilla.

Eran ya más de las ocho de la mañana para entonces y yo comenzaba a sentir una fuerte reacción después de las sucesivas emociones de la noche anterior. Me sentía cansado y aturdido, con la mente oscura y el cuerpo fatigado. No me impulsaba el entusiasmo profesional de mi compañero, ni podía observar el asunto como un problema intelectual puramente abstracto. Por lo que se refería a la muerte de Bartholomew Sholto, había oído muy poco de él y no podía sentir una gran antipatía por su asesino. El tesoro, sin embargo, era un asunto diferente. Esas riquezas, o parte de ellas, pertenecían a la señorita Morstan. Mientras hubiera una probabilidad de recobrarlas, estaba dispuesto a consagrar mi vida a ese objetivo. Es cierto que si lograba encontrarlas, probablemente Mary quedaría para siempre fuera de mi alcance. Sin embargo, mi amor por ella habría sido indigno y egoísta si me hubiera dejado influir por ese pensamiento.

Un baño y un cambio de ropa me hicieron sentir mejor. Cuando bajé a la sala, encontré ya listo el desayuno. Holmes se servía café.

-Aquí lo tiene usted -dijo, riendo y señalando hacia un periódico desplegado-. Entre el enérgico Jones y el tonto reportero han arreglado la cuestion a su gusto. Pero usted se debe sentir ya fastidiado del caso. Será mejor que coma primero el jamón con huevos.

Tomé el periódico que me ofrecía y leí la corta noticia, que tenía por encabezado: “Misterioso asunto en Upper Norwood”.

“El señor Bartholomew Sholto, de Pondicherry Lodge, Upper Norwood -decía el Standard-, fue encontrado anoche muerto en su cuarto, aproximadamente a las 12, en circunstancias que indican la existencia de un crimen. Según nuestros informes, no se han hallado en el cadáver señales visibles de violencia, aunque una valiosa colección de piedras preciosas de la India, que el difunto había heredado de su padre, han sido sustraídas de la casa. El descubrimiento fue hecho por el señor Sherlock Holmes y el doctor Watson, que habían ido a la casa con el señor Thaddeus Sholto, hermano del muerto. El conocido agente de Scotland Yard, señor Athelney Jones, estaba casualmente, y por singular fortuna, en la estación de policía de Norwood, y a la media hora del primer aviso ya se encontraba en el lugar de la tragedia. En el acto consagró sus notables facultades a procurar la detención de los criminales. El resultado ha sido el arresto de Thaddeus Sholto, hermano del muerto, junto con el ama de llaves, señora Bernstone, un criado hindú llamado Lal Rao y el portero apellidado McMurdo. Es indudable que el ladrón o ladrones conocían bien la casa pues el señor Jones ha podido, mediante sus probados conocimientos técnicos, establecer que los malvados no pudieron entrar por la puerta ni por la ventana, sino por el techo del edificio, penetrando por una puerta-claraboya a un cuarto que se comunica con la pieza en donde fue encontrado el cadáver. Este hecho, que ha sido puesto en claro perfectamente, prueba de manera concluyente que no se trata de ladrones que hubieran entrado a la casa accidentalmente. La pronta y enérgica acción de los funcionarios de la ley prueba la gran ventaja que significaría una organización de policía que permita que cerebros vigorosos y enérgicos puedan operar inmediatamente en casos semejantes. No podemos menos que señalar que lo acontecido es un argumento en favor de los que deseamos ver más descentralizado nuestro servicio de detectives, de modo que éstos se pongan en contacto más inmediato y efectivo con los asuntos que les corresponde investigar.”

-¿No es admirable? -dijo Holmes saboreando su taza de café-. ¿Qué piensa usted de eso?

-Creo que hasta nosotros estuvimos muy cerca de ser arrestados como cómplices.

-Yo también lo creo, y ahora mismo no respondería de nuestra libertad si Jones sufriera un nuevo ataque de energía.

En ese instante sonó la campanilla con fuerza y la señora Hudson, la patrona de la casa, dio algunos gritos de cólera.

-¡Por Dios, Holmes! -exclamé medio levantándome de mi asiento-. Creo que ya están ahí en nuestra busca.

-No, la situación no es tan grave. Quienes están ahí son los de la fuerza no oficial: los agentes irregulares de Baker Street.

Mientras Holmes hablaba, oímos en la escalera un rumor de pies descalzos y muchas voces chillonas. Poco después entraban en el cuarto una docena de pilluelos de la calle, sucios y harapientos. No obstante su tumultuosa entrada, se notaba cierta disciplina, pues inmediatamente se alinearon frente a nosotros mirándonos como si esperaran nuestras órdenes. Uno de ellos, más alto y de más años que los otros, dio un paso militar al frente, con una expresión de importancia y superioridad muy divertida.

-Recibí su telegrama, señor -dijo-, y en seguida me vine con ellos. Tres chelines, y también seis peniques para el ómnibus.

-Aquí están -contestó Holmes sacando el dinero-. En adelante, los otros pueden informarte a ti, Wiggins, y tú a mí. No es posible que ustedes invadan la casa de esa manera. Sin embargo, no está por demás, en este caso, que todos oigan mis instrucciones. Necesito saber el paradero de una lancha de vapor llamada Aurora, pertenece a Mordecai Smith. Está pintada de negro con dos franjas rojas. La chimenea es negra con una franja blanca. Debe estar anclada río abajo, en alguna parte… Uno de ustedes debe ir al desembarcadero de Mordecai Smith que está enfrente de Millbank, y estar alerta por si la lancha regresa. Divídanse el trabajo y registren minuciosamente ambas orillas. Apenas sepan algo, vengan a avisarme. ¿Han entendido?

-Sí, jefe -contestó Wiggins.

-En cuanto a sueldo, la misma tarifa que antes y una guinea para el que encuentre la lancha. Aquí tienen un día adelantado. ¡Y largo de aquí!

Dio un chelín a cada uno y todos se precipitaron escaleras abajo. Al instante los vi, desde la ventana, desbordarse por la calle.

-Si la lancha no ha naufragado, ellos me la encontrarán -dijo Holmes levantándose de la mesa y encendiendo su pipa-. Esos chiquillos pueden ir a todas partes, verlo todo, oír lo que todos hablan. Espero que antes de anochecer me traigan la noticia de que la han descubierto. Mientras tanto, lo único que nosotros podemos hacer es esperar. Hasta que hayamos encontrado la Aurora, o al señor Mordecai Smith, no tendremos nuevamente en nuestras manos la pista.

-Me parece que Toby podría comerse estos restos. ¿Va usted a acostarse, Holmes?

-No, no me siento cansado. Mi temperamento es muy curioso. Nunca me ha cansado el trabajo y en cambio la ociosidad me fatiga de modo abrumador. Ahora voy a fumar y a reflexionar. Lindo asunto el que nos ha proporcionado mi graciosa cliente. Si alguna vez un hombre tuvo una tarea fácil es la que tengo ahora en mis manos. Los hombres con piernas de palo no son nada comunes, pero el otro individuo, creo yo, es único.

-¡Otra vez ese hombre!

-No quiero convertirlo en un misterio… para usted, al menos. Pero ya debe haberse formado su propia opinión de él. Veamos, considere los datos de que disponemos. Huellas de pies diminutos, dedos jamás aprisionados por una bota, pies desnudos, un mazo con puño de piedra, gran agilidad, flechitas envenenadas. ¿Qué deduce de todo esto?

-¡Un salvaje! -exclamé-. Quizás uno de esos hindúes asociados con Jonathan Small.

-Lo creo muy difícil. Cuando vi por primera vez esas armas extrañas me incliné a creerlo así, pero el tipo notable de las huellas me hizo reconsiderar mi punto de vista. Algunos de los habitantes de la península Índica son hombrecillos pequeños, pero ninguno pudo haber dejado huellas como ésas. El hindú verdadero tiene pies grandes y delgados. El mahometano, que usa sandalia, tiene muy separado el dedo pulgar del resto de los dedos, por las cintas de la sandalia que pasan generalmente a través de él. Esas flechitas, además, pueden ser disparadas sólo de un modo. Por medio de una cerbatana. Ahora bien ¿dónde podemos encontrar un salvaje de este tipo?

-En América del Sur -aventuré.

Holmes extendió la mano hacia arriba y sacó de un anaquel un libro voluminoso.

-Este es el primer volumen de una enciclopedia que está siendo publicada. Puede considerarse como la autoridad más moderna. Veamos qué encontramos. “Islas Andaman, situadas a trescientas o cuatrocientas millas al norte de Sumatra, en la bahía de Bengala.” ¡Hum! ¡Hum! ¿Qué es esto? “Clima húmedo, arrecifes de coral, tiburones, Port Blair, una isla prisión, Rutland Island, álamos…” ¡Ah, aquí está! “Los aborígenes de las islas Andaman pueden jactarse de ser la raza más pequeña que hay sobre la tierra, aunque algunos antropólogos piensan que los pigmeos del Africa son más bajos. Tampoco se descartan los indios digger de América y los indígenas de la Tierra del Fuego. La estatura media de los aborígenes de las islas Andaman es de menos de cuatro pies (un metro veinte centímetros), aunque se pueden encontrar adultos mucho más pequeños aún. Son un pueblo feroz, intratable y taciturno, aunque una vez ganada su confianza se convierten en los amigos más devotos.” Escuche eso, Watson. Ahora, fíjese en esto: “Son horribles por naturaleza, con grandes cabezas deformes, ojos pequeños y feroces, y facciones distorsionadas. Sus pies y manos, sin embargo, son notablemente pequeños. Tan intratables y feroces son estos salvajes, que han resultado inútiles todos los esfuerzos de las autoridades británicas por conquistar su simpatía. Siempre han sido el terror de las naves naufragadas en los alrededores de sus islas, ya que destrozan a los supervivientes con mazos de cabeza de piedra o con flechas envenenadas, su arma más terrible. Estas masacres invariablemente concluyen con un festín caníbal”. ¡Vaya una gente simpática, Watson! Si a este tipo lo hubieran dejado actuar a su gusto, este asunto habría tenido un aspecto más macabro todavía. Me imagino que Jonathan Small debe estar arrepentido de haberlo empleado.

-Pero, ¿cómo logró un cómplice tan singular?

-¡Ah, eso es más de lo que puedo decir, por el momento! Pero, ya que sabemos que Small viene de las islas Andaman, no resulta muy extraordinario que este isleño haya venido con él. Sin duda sabremos con el tiempo cómo llegó a establecerse esta intimidad. Watson, usted parece estar completamente agotado. Tiéndase sobre el sofá y veremos si puedo hacerlo dormir.

Trajo su violín de un rincón y, mientras yo me tendía sobre el diván, empezó a tocar un aire suave, melodioso, arrullador… compuesto por él, sin duda alguna, porque tenía un don extraordinario para la improvisación. Tengo un vago recuerdo de sus manos delgadas, de su rostro franco y del arco de su violín, elevándose y bajando. Entonces tuve la impresión de que flotaba tranquilamente en un suave mar de sonidos, hasta que me encontré en el país de los sueños, con el dulce rostro de Mary Morstan inclinado sobre mí.

IX
Se completa la cadena

La tarde estaba ya muy avanzada cuando desperté, sintiéndome perfectamente descansado. Sherlock Holmes se encontraba sentado en la misma posición en que lo dejé, con la salvedad de que había puesto su violín a un lado y estaba enfrascado en la lectura de un libro. Al sentir que me movía me miró y noté que estaba preocupado.

-Ha dormido profundamente -me dijo-. Temí que nuestra charla lo despertara

-No oí nada. ¿Ha tenido nuevas noticias, entonces?

-Desgraciadamente, no. Confieso que estoy sorprendido y decepcionado. A estas alturas esperaba ya algo más concreto. Wiggins acaba de presentarse a darme su informe. Dice que no han encontrado rastros de la lancha. Es una cosa desesperante, porque cada minuto que transcurre es precioso.

-¿Puedo hacer algo? Me siento ahora perfectamente listo para cualquier misión nocturna.

-No, no podemos hacer nada. Tenemos que resignarnos a esperar. Si salimos, el mensaje podría llegar en nuestra ausencia, provocando con ello graves tardanzas. Puede usted hacer lo que desee. Yo me quedaré aquí, en guardia.

-Entonces iré a Camberwell a visitar a la señora Cecil Forrester. Ayer me suplicó que lo hiciera.

-¿A la señora Cecil Forrester? -preguntó Holmes con cierto brillo malicioso en los ojos.

-Bueno, desde luego que a la señorita Morstan también. Estarán ansiosas de noticias.

-Yo no les diría mucho de lo que sé, si fuera usted -dijo Holmes-. Las mujeres nunca son de confiar… ni la mejor de ellas.

No me molesté en discutir aquel atroz sentimiento antifeminista.

-Volveré dentro de una hora o dos -comenté.

-¡Está bien! ¡Que tenga buena suerte! Pero, oiga, ya que va a atravesar el río, hágame el favor de devolver a Toby, pues no creo que ahora nos pueda prestar ningún servicio.

Tomé al perrito y lo dejé, acompañado de medio soberano, en poder del viejo naturalista de Pinchin Lane. En Camberwell encontré a la señorita Morstan un poco agotada a consecuencia de las aventuras de la noche anterior, pero ansiosa de enterarse de todo lo sucedido. La señora Forrester también estaba llena de curiosidad. Les dije todo lo que habíamos hecho, suprimiendo, desde luego, las partes más terribles de la tragedia. Así que aunque hablé de la muerte del señor Sholto no dije nada preciso sobre el modo en que había sido asesinado. A pesar de todas mis omisiones, había emoción suficiente en el relato como para sorprenderlas y alterarlas.

-¡Es toda una novela! -gritó la señora Forrester-.

Una joven a quien roban su patrimonio, un tesoro de medio millón de libras esterlinas, un caníbal negro y un rufián cojo con pata de palo. ¡Caramba, sustituyen muy bien al dragón convencional o al conde villano!

-Y hasta aparecen dos caballeros errantes al rescate -añadió la señorita Morstan mirándome con ternura.

-Mary, tu fortuna depende del éxito de esta investigación. No me parece verte lo suficientemente emocionada. ¡Imagínate lo que significará ser tan rica… tener el mundo a tus pies!

Sentí que el corazón me daba un vuelco cuando observé que la señorita Morstan no daba muestras de alegría ante esa perspectiva. Por el contrario, sacudió su orgullosa cabeza, como si el asunto aquel la tuviera sin cuidado.

-Es por el señor Thaddeus Sholto por quien me siento preocupada -dijo-. Todo lo demás carece de importancia; en cambio, ese señor se ha comportado conmigo de modo bondadoso y honorable, de principio a fin. Es nuestro deber librarlo de una acusación tan terrible e infundada.

Cuando salí de Camberwell empezaba a oscurecer y era completamente de noche cuando llegué a casa. El libro y la pipa de mi compañero se encontraban cerca de su sillón, pero él había desaparecido. Miré a mi alrededor, con la esperanza de encontrar alguna nota, pero no fue así.

-Supongo que el señor Sherlock Holmes salió -dije a la señora Hudson, que había subido para correr los cortinajes.

-No, señor. Está en su habitación. ¿Sabe una cosa? -su voz se convirtió en un discreto susurro-. ¡Temo por su salud!

-¿Por qué, señora Hudson?

-Bueno, está muy extraño. Una vez que se fue usted, empezó a caminar y a caminar, de arriba a abajo, de un lado a otro, hasta que el ruido de sus pasos me aturdió. Entonces lo oí hablando consigo mismo, y cada vez que sonaba la campanilla salía corriendo a preguntar: “¿Quién es, señora Hudson?” Y ahora se ha encerrado en su cuarto, pero lo sigo oyendo caminar como antes. Espero que no se vaya a enfermar, señor… Me aventuré a sugerirle algo sobre una medicina calmante, pero me dirigió una mirada tan feroz que no sé cómo pude salir del cuarto.

-No hay motivo alguno para que usted se inquiete por él, señora Hudson -le contesté-. Ya lo he visto ponerse así varias veces, con anterioridad. Tiene cierto asuntillo que lo tiene inquieto e intranquilo.

A pesar del tono tranquilo con que le hablé a nuestra bondadosa patrona, yo mismo me sentí alarmado cuando a la media noche desperté y oí en la pieza vecina el triste sonido de los pasos de Sherlock. Comprendí lo agobiador que era para su espíritu activo aquella involuntaria inacción.

A la hora del desayuno tenía un aspecto de gran agotamiento físico. Sus mejillas sonrosadas daban la impresión de que estaba afiebrado.

-Se está usted matando, amigo mío -le dije-. Le oí caminar por su cuarto toda la noche.

-Sí, no pude dormir. Este problema infernal me está consumiendo. Es espantoso estar detenido por un obstáculo tan insignificante cuando todos los demás han sido vencidos. Conozco a los hombres, sé cuál lancha emplearon… lo sé todo, y sin embargo, no logro noticias de ellos. He puesto a otros agentes a trabajar y he usado todos los medios a mi disposición. Todo el río ha sido registrado en ambas orillas, pero no hay noticias, ni la señora Smith ha sabido nada de su esposo. Pronto tendré que llegar a la conclusión de que han hundido la barca. Pero hay ciertos detalles que se oponen a tal teoría.

-Puede ser que la señora Smith nos haya puesto tras una pista falsa.

-No, creo que esa idea debe ser descartada. He hecho ya mis investigaciones y he llegado a comprobar que la lancha de vapor existe y que tiene las características que la mujer nos dio.

-¿Y no se habrán marchado río arriba?

-También he tenido en cuenta esa posibilidad, y he enviado gente a escudriñar el río hasta Richmond. Si de hoy a mañana no tenemos noticias, yo mismo me pondré en marcha, ya no en busca de la embarcación, sino de los hombres. Pero es seguro; seguro, que hoy vamos a saber algo.

Pero no fue así. Ni Wiggins ni los otros comisionados de Holmes nos enviaron la menor noticia. Llegaron los periódicos, la mayor parte con artículos sobre la tragedia de Norwood, todos más bien hostiles al infortunado Thaddeus Sholto, sin que ninguno de ellos trajera nuevos datos, salvo la noticia de que al día siguiente se iba a iniciar el juicio.

Por la noche fui a Camberwell, a comunicar nuestro fracaso a las señoras, y cuando volví a casa, Holmes estaba más preocupado que nunca, y de bastante mal humor. Apenas contestó a mis preguntas. Se pasó toda la noche enfrascado en un delicado análisis químico que exigía un considerable calentar de retortas y una gran destilación de vapores, a cuyo término el cuarto se llenó de olores lo suficientemente penetrantes como para hacer salir a cualquiera precipitadamente. Hasta las primeras horas de la mañana pude oír el rozar de las probetas, lo que me indicaba que mi amigo continuaba sumergido en sus operaciones.

Era todavía muy temprano cuando me desperté bruscamente, y con sorpresa lo vi de pie frente a mi cama, vestido con un tosco traje de marinero. Llevaba una camiseta y una ordinaria corbata roja.

-Me voy río abajo, Watson -me dijo-. He dado muchas vueltas al asunto y no veo más que un medio de salir del paso. De todos modos, vale la pena probarlo.

-No habrá inconveniente para que yo vaya con usted, supongo.

-No, usted puede ser mucho más útil quedándose aquí, en mi lugar. Yo mismo siento tener que ausentarme, pues es casi seguro que en el curso del día tengamos alguna noticia, aunque Wiggins parecía anoche haber perdido las esperanzas. Abra usted todas las cartas y telegramas y si encuentra algo proceda como mejor le parezca. ¿Puedo contar con usted?

-Con toda seguridad.

-Temo que no le sea posible telegrafiarme, pues no sabría decirle desde ahora dónde me encontraré más tarde. Sin embargo, si tengo suerte no iré muy lejos y de cualquier modo no volveré sin noticias.

A la hora del almuerzo no sabía aún qué había sido de él pero leyendo el Standard encontré nuevas alusiones al asunto.

“Respecto a la tragedia de Upper Norwood -decía el artículo-, tenemos motivos para creer que este asunto promete ser más complejo y misterioso de lo que al principio se suponía. Hay datos recientes que prueban la casi imposibilidad de que el señor Thaddeus Sholto estuviera complicado en el crimen. Anoche se le puso en libertad, lo mismo que al ama de llaves, señora Bernstone. Se cree, sin embargo, que la policía sigue la pista a los verdaderos culpables. El asunto está en manos del señor Athelney Jones, de Scotland Yard, quien se ocupa de él con su reconocida energía y sagacidad. Otras personas serán arrestadas de un momento a otro.”

“Tal como están las cosas -pensé-, la situación es satisfactoria. Sea lo que sea, el amigo Sholto está a salvo. No alcanzo a imaginarme cuál será la pista que ahora se sigue, aunque no hay que hacer caso de la insinuación, pues es una frase estereotipada para los casos en que la policía comete un desatino.”

Arrojé el diario sobre la mesa, pero mi vista tropezó en el mismo instante con un aviso de la sección de “Personas extraviadas”. Decía así:

Desaparecido.- Mordecai Snith, dueño de embarcaciones, y su hijo Jim salieron del muelle Smith el martes a las tres de la mañana, aproximadamente, en la lancha de vapor Aurora, pintada de negro con dos bandas rojas y chimenea negra con faja blanca. Se pagará la suma de cinco libras a la persona que dé noticias sobre el paradero del citado señor Mordecai Smith y de la lancha Aurora, en el muelle del mismo nombre o en Baker Street 221 B.

Estaba claro que el aviso era obra de Holmes. La dirección de nuestra casa bastaba para probarlo. El procedimiento me pareció ingenioso, pues si los fugitivos leían el aviso, no verían en él más que la natural ansiedad de una esposa, causada por la desaparición de su marido.

El día me pareció interminable. Cada vez que sonaba la campanilla o alguien se acercaba de prisa por la calle, me imaginaba que era Holmes que regresaba, o alguien que acudía al llamado del aviso.

Quise distraerme leyendo, pero mi pensamiento no se apartaba de nuestra extraña empresa y de la infame pareja en cuya persecución nos habíamos empeñado. “¿No habrá acaso -me preguntaba mentalmente-, alguna equivocación en los razonamientos de mi compañero? ¿Y si se estuviera engañando a sí mismo? ¿Y si hubiera construido toda una teoría partiendo de premisas falsas?”

Yo no le había visto nunca equivocarse, pero el razonador más perspicaz puede engañarse alguna vez. Era posible que el extremado refinamiento de su lógica lo indujera a un error; es decir, su preferencia por las explicaciones sutiles y caprichosas sobre las fáciles y comunes al alcance de la mano.

Pero al recorrer con el pensamiento la larga cadena de curiosas circunstancias, algunas de ellas triviales, pero todas apuntando en la misma dirección, no pude menos que concluir que en el caso de que las explicaciones de Holmes fueran incorrectas, la verdadera teoría tenía que ser igualmente excepcional y sorprendente.

A las tres de la tarde tocaron fuertemente la campanilla. Una voz autoritaria resonó en el vestíbulo y un momento después entró en mi cuarto, con no poca sorpresa mía, Athelney Jones en persona. Pero su actitud era muy diferente a la del brusco y sentencioso profesor que alardeaba de su sentido común y que con tanta confianza en sí mismo se había hecho cargo del asunto de Upper Norwood. Sus ojos miraban con expresión de abatimiento; su actitud era la de un hombre que parecía pedir disculpa.

-Buenos días, señor.

-Buenos días -dijo-. Parece que el señor Sherlock Holmes está ausente.

-Sí, y no sé cuándo volverá. Sin embargo, si usted desea esperarlo, siéntese y pruebe uno de estos cigarros.

-Gracias -me contestó, enjugándose el rostro con un pañuelo rojo.

-¿Quiere un poco de whisky con soda?

-Bueno, medio vaso. Hace mucho calor en esta época del año, y estoy cansado de tantos trabajos y sinsabores. ¿Conoce usted mi teoría sobre el asunto de Norwood?

-Recuerdo haberle oído exponer una.

-Bueno, pues me he visto obligado a desecharla. Ya tenía al señor Sholto estrechamente envuelto en mis redes, cuando de improviso se me escapa por un agujero abierto en el centro de la malla. Ha podido probar una coartada incontrovertible: desde el momento que salió del cuarto de su hermano, no estuvo ni un solo instante fuera de la vista de alguna persona, de modo que no pudo ser él quien saltó por las ventanas y trepó por los techos. El asunto es extremadamente oscuro, y mi crédito profesional está en juego. Mucho me serviría ahora una pequeña ayuda.

-Todos necesitamos ayuda alguna vez -dije.

-Su amigo el señor Sherlock Holmes es un hombre maravilloso, señor -continuó el detective en voz baja y tono confidencial-. Es un hombre a quien nadie puede vencer. Lo he visto operar en gran número de asuntos y no puedo decir que en uno solo haya dejado de hacer completa luz. Es irregular en sus procedimientos y tal vez algo ligero en la exposición de sus teorías, pero, a pesar de ello, habría sido el mejor oficial del cuerpo de detectives. Lo digo sin que me importe que esta opinión se sepa o no. Esta mañana recibí un telegrama suyo, del que deduzco que tiene algunos datos sobre el asunto Sholto. Le voy a enseñar el telegrama.

Sacó el papel del bolsillo y me lo dio a leer. Estaba fechado en Poplar, a las 12, y decía: “Vaya usted inmediatamente a Baker Street. Si no he vuelto, espéreme. Sigo de cerca la pista a los asesinos de Sholto. Es necesario que vaya, si desea tomar parte en el desenlace”.

-Esto suena bien -dije-. Seguramente ha encontrado otra vez el rastro.

-¡Ah! ¡Quiere decir que él también se había equivocado! Hasta los mejores detectives se extravían a veces. Por supuesto que esto mismo puede ser una falsa alarma, pero, como funcionario de la ley, mi deber es no dejar escapar la menor probabilidad. Pero alguien acaba de entrar en la casa. Tal vez sea Holmes.

Oímos un pesado paso por la escalera, al mismo tiempo que una respiración fatigada y difícil, como la de un hombre extenuado. Una o dos veces cesaron los pasos, como si la ascensión fuera superior a las fuerzas de la persona, hasta que por fin llegó a la puerta y entró.

Su aparición justificaba los ruidos que habíamos oído. Era un hombre de edad, vestido con un traje de marinero; la chaqueta la llevaba abotonada hasta el cuello. Estaba encorvado y le temblaban las piernas. Su respiración asmática denotaba gran sufrimiento. Apoyado en un grueso garrote, levantaba los hombros por el esfuerzo que hacía para introducir aire a sus pulmones. En torno del cuello tenía una corbata roja que le cubría hasta la barba. De su cara cubierta sólo resaltaba un par de ojos oscuros muy penetrantes, entre el marco formado por unas enmarañadas cejas blancas y unas largas patillas grises. Su apariencia era la de un respetable capitán de barco caído en la pobreza y agobiado por los años.

-¿Qué se le ofrece, amigo? -le pregunté.

El viejo miró en torno suyo, con el aire propio de las personas de edad avanzada.

-¿Está aquí el señor Sherlock Holmes? -preguntó a su vez.

-No, pero yo lo represento. Puede usted decirme a mí lo que se le ofrece.

-Necesito hablar con él personalmente -contestó.

-Pero le digo a usted que yo lo represento. ¿Se trata de la lancha de Mordecai Smith?

-Sí. Yo sé en dónde está la lancha, y sé en dónde se encuentran los hombres que el señor Sherlock Holmes busca. Sé dónde está el tesoro. Lo sé todo.

-Pues dígamelo a mí, yo se lo diré al señor Holmes.

-A él es a quien tengo que decírselo -repitió con la petulante obstinación de los viejos.

-Bueno, entonces espérelo.

-No, no. Yo no voy a perder un día entero por complacer a nadie. Si el señor Holmes no está aquí, que vaya él mismo y lo averigüe. Ninguno de ustedes dos me inspira confianza y no quiero decirles ni una sola palabra.

Y se volvió hacia la puerta, pero Athelney Jones se puso por delante.

-Espere un poco, amigo -le dijo-. Usted posee un secreto importante, y no puede salir de aquí. Tendrá que esperarse, aunque no quiera, hasta que nuestro amigo regrese.

El viejo se dirigió hacia la puerta, pero viendo que Athelney Jones se ponía de espaldas contra ésta, se convenció de la inutilidad de toda resistencia.

-¡Bonita manera de tratar a la gente! -exclamó golpeando en el suelo con su palo-. ¡Yo he venido aquí en busca de un caballero y ustedes dos, a quienes en mi vida he visto, me detienen y me tratan de este modo!

-No por eso le pesará a usted haber venido -le dije-. Nosotros lo recompensaremos por la pérdida de su tiempo. Siéntese aquí en el sofá y no tendrá que esperar mucho tiempo.

Se acercó al sofá de muy mal modo y, sentándose, se llevó la cara a las manos. Jones y yo volvimos a nuestros cigarros y a nuestra conversación. Pero súbitamente oímos la voz de Holmes junto a nosotros.

-Me parece que podrían obsequiarme con un cigarro -dijo.

Ambos saltamos de nuestros asientos. Holmes estaba allí, sentado junto a nosotros, muy divertido de nuestro asombro.

-¡Holmes! -exclamé-. ¡Usted aquí! ¿Pero en dónde está el viejo?

-Aquí está -contestó Holmes, levantando con la mano un montón de pelo blanco-. Aquí tienen ustedes: peluca, patillas, cejas y todo. Yo sabía que mi disfraz era bastante bueno, pero me parecía difícil que hasta ustedes se dejaran engañar.

-¡Ah, bribón! -exclamó Jones entusiasmado-. ¡Qué actor tan extraordinario habría sido usted! La tos era exactamente la de un pobre diablo en camino al asilo y esas piernas tambaleantes valdrían en cualquier teatro diez libras por semana. Pero con todo, hubo un momento en que creí descubrir que al viejo le brillaban los ojos de manera muy semejante a los suyos. Ya ve que no lo dejamos escaparse tan fácilmente.

-Todo el día he estado ocupado en nuestro negocio -dijo Holmes encendiendo un cigarro-. ¿Sabe usted que hay muchos criminales que ya empiezan a conocerme, especialmente desde que este amigo (y me señaló) tomó a su cargo la publicación de mis pesquisas? Por eso ya no puedo ponerme en acción sin disfrazarme como lo he hecho ahora. ¿Recibió usted mi telegrama?

-Sí; a ello se debe mi visita.

-¿Y ha adelantado usted algo en el asunto?

-Todos mis planes han caído por tierra. He tenido que poner en libertad a dos de los presos y no tengo pruebas contra los otros dos.

-No importa. Nosotros le proporcionaremos un nuevo par en remplazo de los que libertó. Pero para eso es necesario que se ponga bajo mis órdenes. Puede aprovechar oficialmente todo el crédito que resulte de nuestra obra. Pero no procederá sino conforme a las instrucciones que yo le daré. ¿Está usted de acuerdo?

-En todo, si con eso conseguimos cazar a los criminales.

-Bueno, en primer lugar, necesito que un vaporcito de los más rápidos de la policía esté a las siete en el malecón de Westminster.

-Eso es fácil de arreglar. Hay siempre uno de guardia en ese lugar; pero puedo ir a llamar por teléfono, para asegurarme.

-Además, quiero dos policías competentes, para el caso de que haya resistencia.

-Habrá dos o tres hombres en el bote. ¿Qué más?

-Cuando aprehendamos a los hombres tendremos el tesoro. Creo que sería un gran placer para mi amigo, aquí presente, llevar la caja a la señorita Morstan. Quiero que sea ella la primera en abrirlo. ¿Qué le parece, Watson?

-Sería un gran placer para mí.

-Aunque es un procedimiento irregular -dijo Jones sacudiendo la cabeza de un lado a otro-, creo que podemos hacer esa pequeña concesión, aunque el tesoro posteriormente deberá entregarse a las autoridades para que decidan.

-De acuerdo. Eso será fácil de llevar a cabo. Otro punto. Me gustaría saber todos los detalles respecto a este caso directamente de los labios de Jonathan Small. Usted sabe que me gusta aclarar hasta los últimos detalles de cada uno de mis casos. ¿Hay alguna objeción a que yo tenga una entrevista no oficial con ese individuo, ya sea aquí, en mis habitaciones, o en alguna otra parte, mientras él está cuidadosamente custodiado?

-Bueno, usted es el amo de la situación. Aún no tengo pruebas de la existencia de este individuo Jonathan Small. Sin embargo, si usted puede echarle mano no veo por qué pueda negarme a que tenga una entrevista con él.

-Entonces, todo queda entendido, ¿verdad?

-Perfectamente. ¿Hay algo más?

-Sólo que insisto en que cene usted con nosotros. La cena estará lista en media hora. Tengo ostras y un buen trozo de carnero que haré a la parrilla. Lo acompañaremos con un poco de vino blanco. Watson, usted nunca ha tenido oportunidad de apreciar mis dotes culinarias.

X
El fin del isleño

Nuestra cena fue bastante alegre. Holmes podía conversar agradable y animadamente cuando así se lo proponía y esa noche pareció estar decidido a ello. Estaba en un estado de exaltación nerviosa. Nunca lo había visto tan genial. Habló de una rápida sucesión de temas diferentes: de milagros y trucos de ilusionistas, de la alfarería medieval, de los violines Stradivarius, del budismo en Ceilán y de las naves de guerra del futuro… extendiéndose en cada uno de los temas como si hubiera hecho un estudio especial al respecto. Su brillante buen humor marcaba la reacción de la negra depresión que lo embargara en los días anteriores. Athelney Jones resultó ser también un hombre sociable en sus horas de descanso y se comportó durante la cena con el aire de un bon vivant .8 En cuanto a mí, me sentía feliz al pensar que nos acercábamos al fin de nuestra tarea. Holmes me contagió su animación. Ninguno de nosotros aludió durante la cena a la causa que nos había reunido.

Cuando limpiaron la mesa y quitaron el mantel, Holmes consultó su reloj y llenó tres vasos de oporto.

-Brindemos por el éxito de nuestra pequeña expedición -dijo-. Y ahora, es tiempo ya de que nos marchemos. ¿Tiene usted su pistola, Watson?

-En mi escritorio tengo mi viejo revólver de servicio.

-Será mejor que lo traiga consigo. Más vale estar preparados. Veo que el coche está ya en la puerta. Lo dejé ordenado para las seis y media.

Era poco más de las siete cuando llegamos al embarcadero de Westminster y encontramos ya nuestra lancha esperándonos. Holmes miró la lancha detenidamente.

-¿Hay algo que la identifique como lancha de la policía? -preguntó.

-Sí, esa lámpara verde que tiene a un lado.

-Entonces, quítenla.

Se realizó aquel pequeño cambio. Subimos a bordo y las amarras fueron soltadas. Jones, Holmes y yo nos sentamos en la popa. Había un hombre en el timón, otro atendiendo la máquina y dos inspectores de policía, de aspecto adusto, en la proa.

-¿A dónde nos dirigimos? -preguntó Jones.

-A la Torre. Dígales que se detengan frente a Jacobson’s Yard.

Nuestra embarcación era evidentemente muy rápida. Pasamos velozmente las largas hileras de barcazas de carga como si estuvieran inmóviles y no navegando. Holmes sonrió con satisfacción al ver que pasábamos un vapor fluvial y lo dejábamos atrás.

-Creo que podremos alcanzar cualquier embarcación del río -dijo.

-Bueno, yo no me siento tan optimista, aunque no hay muchas lanchas más veloces que la nuestra.

-Tenemos que dar alcance a la Aurora y ésta tiene fama de desarrollar una gran velocidad. Le explicaré exactamente cómo he llegado a esto, Watson. ¿Recuerda qué furioso estaba de que me hubiera detenido una cosa tan insignificante?

-Sí.

-Bueno, di a mi mente un descanso completo, enfrascándome en un análisis químico. Uno de nuestros grandes hombres de Estado ha dicho que no hay mejor descanso que un cambio de trabajo. Así es. Cuando logré disolver el hidrocarburo en que estaba trabajando, volví a pensar en el problema de los Sholto y recapacité sobre el asunto de principio a fin. Los muchachos habían recorrido el río de arriba abajo sin resultado. La lancha no estaba en ningún muelle ni desembarcadero, ni había vuelto a su punto de partida. No era creíble que la hubieran echado a pique para borrar su rastro, a pesar de que ésa podía ser la última hipótesis, en el caso de que todas las demás fallaran. Yo sabía que Small tenía cierta dosis de astucia, aunque no sea capaz de nada parecido a la malicia fina. Ésta es, generalmente, fruto de la educación. De esa reflexión deduje que habiendo estado por algún tiempo en Londres, pues sabíamos que había vigilado continuamente Pondicherry Lodge, sería muy difícil que abandonara la ciudad de improviso. Sin duda, necesitaría algún tiempo, aunque no fuera más que un día, para arreglar sus cosas. Esa era, de todos modos, una probabilidad aceptable.

-A mí me habría parecido bastante improbable -observé-. Era más lógico que hubiese arreglado sus asuntos antes de emprender toda actividad.

-No, yo no lo creo así. Su alojamiento debía ser un punto de retirada demasiado valioso para abandonarlo antes de estar seguro de que ya no lo necesitaba. Y además, otra reflexión me hizo confirmar esa idea. Jonathan debía haberse dado cuenta de que la peculiar apariencia de su compañero, por más que lo hubiera disfrazado, daría lugar a habladurías y tal vez a que se le relacionara con la tragedia de Norwood. Para eso sí tiene la suficiente astucia. Cuando salieron de su guarida era de noche y era evidente que deseaban regresar a ella antes de que amaneciese. Pues bien, según la señora Smith, cuando se embarcaron en la lancha eran más de las tres. Ya debía estar la mañana bastante clara y la gente comenzaría a circular dentro de una hora o algo así. Por consiguiente, me dije, no fueron muy lejos. Pagaron bien a Smith para que contuviera la lengua, le contrataron la lancha para la fuga final y corrieron a su escondite con la caja del tesoro. En un par de noches, cuando hubieran tenido tiempo para ver lo que decían los diarios y para ver, asimismo, si había alguna sospecha sobre ellos, escaparían protegidos por las sombras de la noche hacia algún barco anclado en Gravesend o en algún otro puerto, en donde, sin duda alguna, deben haber arreglado pasajes para América o las colonias.

-Pero, ¿y la lancha? No pueden haberla escondido en su guarida.

-Exactamente. Comprendí que la lancha no debía estar muy lejos, a pesar de haberse vuelto invisible. Entonces me puse en el lugar de Small y examiné el problema como debía haberlo hecho un hombre de su capacidad. Probablemente debe haber considerado que enviar la lancha de regreso a su muelle o mantenerla detenida en cualquier embarcadero habría hecho fácil la búsqueda, si por casualidad la policía se ponía tras su pista. ¿Cómo, entonces, podía esconder la lancha y al mismo tiempo tenerla a su disposición para el momento en que la necesitara? Me pregunté qué habría hecho yo, de estar en su caso. Sólo se me ocurrió una salida. Yo habría entregado la lancha en algún astillero, o en algún taller de reparaciones de barcos, con instrucciones de hacer algún cambio insignificante en ella. Colocada dentro del astillero, quedaba oculta a las miradas indiscretas y completamente a mi alcance.

-La cosa era bastante sencilla.

-Las cosas más sencillas son las que nunca se le ocurren a uno. Me propuse proceder conforme a mi idea y en el acto me puse en marcha, vestido con este inofensivo traje marinero. Pregunté en muchos astilleros, sin resultado alguno; pero, por fin, en el decimosexto, el de Jacobson, me dijeron que la Aurora había sido llevada allí dos días antes por un hombre que tenía una pierna de madera, el cual había pedido que le compusieran el timón. “El timón no tenía nada -me dijo el capataz-. Mírela dónde está; es aquélla de franjas rojas.” Y en ese momento ¿quién creen ustedes que llegó? Mordecai Smith, el desaparecido dueño de la embarcación. Estaba completamente borracho. Yo no lo habría conocido, por supuesto, si él no hubiera dicho su nombre y el de la lancha. “La necesito para esta noche a las ocho -dijo-, a las ocho en punto, fíjese bien, pues tengo que llevar a dos señores que no pueden esperar”. Se veía que le habían pagado bien, pues tenía mucho dinero y regalaba chelines a la gente del astillero. Cuando salió, lo seguí durante un rato, pero al ver que se metía en una taberna, regresé al astillero y habiendo encontrado en el camino a uno de los muchachos de Wiggins, lo puse de guardia a vigilar la lancha. La orden es que cuando ésta salga se acerque a la orilla del muelle y agite su pañuelo. Nosotros esperaremos río abajo y será muy difícil que no podamos apoderarnos de los hombres y del tesoro.

-Sean o no esos hombres los verdaderos criminales -dijo Jones-, la manera como usted ha preparado su plan es excelente. Pero si el asunto hubiera estado en mis manos yo habría puesto un piquete de policía en el astillero de Jacobson para que los arrestara.

-Y no habría logrado nada. El tal Small es un sujeto bastante astuto y con seguridad enviará de antemano un espía, de modo que si éste le llegara a comunicar algo sospechoso, se nos eclipsaría lo menos por una semana más.

-Pero usted podía haber detenido a Mordecai Smith y haberlo obligado a que le enseñara el escondite de los otros -observé yo.

-Con eso no habría hecho más que perder mi tiempo. Hay cien probabilidades contra una de que Smith conozca el paradero de los criminales. Cuando necesiten de sus servicios le enviarán un recado y nada más. No, yo reflexioné sobre todas las situaciones posibles y la decisión que tomé me parece la mejor.

Durante la conversación habíamos ido pasando toda la serie de puentes que atraviesan el Támesis. Estábamos ya enfrente de la City cuando los últimos rayos del sol hicieron brillar la cruz de la cúpula de San Pablo. Antes de llegar a la Torre había anochecido.

-Ese es el astillero de Jacobson -dijo Holmes señalando un grupo de mástiles por el lado de Surrey-. Crucemos lentamente, de arriba hacia abajo, ocultándonos detrás de esta línea de barcos -y sacando del bolsillo un par de anteojos de noche, miró detenidamente la tierra-. Veo a mi centinela en su puesto, pero no hay señales de pañuelo.

-¿Si avanzáramos un poco más, corriente abajo, y allí esperáramos? -propuso Jones impaciente.

-No tenemos el derecho de dar nada por seguro -contestó Holmes-. Es cierto que hay diez probabilidades contra una de que la Aurora se dirija aguas abajo, pero nosotros no estamos seguros de ello. Este punto tiene la ventaja de que nos permite ver la entrada del astillero y, al mismo tiempo, evita que, a su vez, ellos nos vean a nosotros. La noche se presenta clara y luz no nos ha de faltar. Quedémonos aquí. Miren allá, donde alumbra el gas, cómo pasa la gente.

-Obreros del astillero que salen del trabajo.

-Feo aspecto el de esos individuos, pero debemos suponer que cada uno de ellos oculta en su interior una llama inmortal por pequeña que sea. Uno no se lo imagina al verlos. ¡Qué enigma tan extraño es el hombre!

-Alguien lo llama un alma escondida dentro de un animal.

-Winwood Reade trata muy bien el punto -dijo Holmes-. Hace notar que mientras el hombre es individualmente un enigma indescifrable, en conjunto se convierte en una certidumbre matemática. Usted no podría, por ejemplo, predecir las cosas de las que un hombre sería capaz, pero sí puede decir con precisión para qué puede servir el término medio de los hombres que componen un grupo. Los individuos varían, pero la colectividad es siempre igual. Esto sostienen las estadísticas. Pero… ¿no es un pañuelo eso que veo allá? Estoy seguro de que algo se agita allí enfrente.

-Sí, es nuestro muchacho -exclamé yo-. Lo veo perfectamente…

-¡Y allí está la Aurora! -interrumpió Holmes-. ¡Y va como un demonio! ¡A todo vapor, maquinista! ¡Proa hacia aquella lancha de luz amarilla! ¡Por Cristo, que nunca me lo perdonaré si consigue escapársenos!

La lancha se había deslizado fuera del astillero sin ser vista y luego había pasado por detrás de dos o tres barquichuelos, de modo que antes de que nosotros la hubiéramos notado, ya andaba a gran velocidad. Y allá iba con la proa en dirección de la corriente, deslizándose con una estupenda rapidez. Jones la miró con grave expresión y movió la cabeza.

-Es tan veloz -dijo- que dudo que podamos alcanzarla.

-¡Pues tenemos que alcanzarla! -exclamó Holmes apretando los dientes-. ¡Carbón a la máquina, muchachos! ¡Que dé cuanto pueda! ¡Que arda nuestra lancha con tal de que alcancemos a la otra!

Nosotros íbamos a todo vapor. Las hornillas rugían y la poderosa máquina rechinaba y palpitaba. Se le habría creído con un enorme corazón de metal. La proa, larga y aguda, cortaba las tranquilas aguas del río, enviando agitadas olas a derecha e izquierda. Un gran farol amarillo, colocado en el bauprés, alumbraba el camino con un largo y brillante chorro de luz. Por delante, a poca distancia, aparecía un bulto negro: la Aurora. La estela de blanca espuma que dejaba tras de sí daba una idea de la rapidez de la marcha. Nosotros pasábamos como flechas por entre la multitud de lanchas, vapores y buques de velas rozándolas materialmente. Oíamos voces que nos apostrofaban en medio de la oscuridad, pero la Aurora volaba y nosotros la seguíamos sin perder un instante.

-¡Carbón, muchachos, más carbón! -gritaba Holmes, inclinándose hacia la máquina, y el terrible resplandor de abajo iluminaba sus enérgicas facciones aguileñas-. ¡Hay que llegar a la última libra de vapor que se pueda!

-Me parece que vamos ganando un poco de terreno -dijo Jones, que no quitaba los ojos de la Aurora.

-Estoy seguro de que sí -le contesté yo-. No pasarán muchos minutos sin que la alcancemos.

Pero en ese instante, por obra y gracia de nuestra mala suerte, un remolcador con tres lanchas cargadas se atravesó entre nosotros y la Aurora. Tuvimos que desviar el timón con toda la fuerza posible para evitar una colisión y antes de que pudiéramos rodear las lanchas y recuperar nuestra ruta, la Aurora nos había ganado por lo menos doscientos metros de terreno. Sin embargo, todavía seguía a nuestra vista. La noche iba aclarando más y más y el cielo se cubría de estrellas.

Nuestra máquina avanzaba con estupenda rapidez y el frágil casco vibraba y crujía de manera alarmante. La mancha indefinida que había frente a nosotros fue convirtiéndose en la ligera y hermosa Aurora, a medida que nos acercábamos a ella. Jones volvió nuestro faro buscador hacia la otra lancha, de tal modo que pudiéramos ver claramente las figuras que había sobre su cubierta. Un hombre estaba sentado junto a la popa, con algo negro entre las rodillas. A su lado se veía un bulto negro que semejaba un perro. En el timón iba el hijo de Smith, mientras que, contra el brillo rojo de la caldera, destacaba el viejo Smith, desnudo hasta la cintura, que se ocupaba de echar carbón a la máquina, de modo desesperado.

Es probable que al principio tuvieran ciertas dudas sobre si en verdad les íbamos persiguiendo, pero ahora que seguíamos claramente su mismo curso, no podía ya haber la menor duda en el ánimo de ellos respecto a nuestras intenciones. En Greenwich estábamos ya a menos de cien metros de distancia. En Blackwall no nos separaban más de sesenta. He perseguido a muchas criaturas, en diferentes países, durante mi accidentada carrera, pero nunca ninguna persecución me ha producido una emoción tan grande como la loca y veloz cacería a través del Támesis.

La distancia se iba acortando notoriamente, metro a metro. En el silencio de la noche podíamos oír los bramidos de las máquinas de ambas embarcaciones. El hombre que estaba en la popa de la Aurora parecía estar muy ocupado, ahora en cuclillas, aunque de vez en cuando levantaba la mirada para calcular la distancia que aún nos separaba. Ya estábamos tan cerca de ellos que Jones pudo gritarles que se detuvieran. Ahora sólo nos separaba el largo de cuatro botes. Teníamos a Barking Level por un lado y, del otro, los pantanos de Plumstead. A la voz de Jones, el hombre se puso de pie en la cubierta y agitó sus dos puños en nuestra dirección, lanzándonos mil improperios con aguda y cascada voz. Era de mediana estatura y fuerte constitución. Al fijarme en sus piernas abiertas, vi que tenía una pata de palo. En el momento en que sus coléricos y estridentes gritos comenzaron a resonar, se movió el confuso bulto que yacía a su lado y se enderezó hasta convertirse en el hombrecito más pequeño que había visto en mi vida, con una cabeza deforme cubierta por una masa de enredados cabellos.

Holmes tenía ya su revólver en la mano y yo también saqué el mío a la vista de aquel ser salvaje y horrible.

El hombrecito estaba envuelto en una especie de capote oscuro, o tal vez en una frazada, que sólo le dejaba descubierta la cara, pero solamente la vista de esa cara era suficiente para quitarle el sueño a cualquiera durante una noche. Los diminutos ojos le brillaban con un fulgor sombrío y los delgados labios dejaban ver dos hileras de agudos dientes que rechinaban con ferocidad.

-Hagan fuego si levanta la mano -nos previno tranquilamente Holmes.

En ese momento no nos separaba de ellos más que un largo de bote y nuestro bauprés casi tocaba la popa de la Aurora. Me parece estar viendo todavía a los dos hombres: el europeo, puesto de pie, con las piernas bastante apartadas, lanzándonos maldiciones; el hirsuto salvaje, por otro lado, con su horrible cara y sus fuertes y agudos dientes iluminados por la luz de nuestro farol.

La claridad de la noche nos ayudó mucho, pues pudimos ver cómo el salvaje, de improviso, sacaba de debajo de su abrigo un pedazo de madera redondo y corto, parecido a una regla de colegial, y se lo llevaba a la boca. Nuestros revólveres hicieron fuego al mismo tiempo. El salvaje dio una vuelta, levantó los brazos y con una especie de tos ahogada cayó al río. Ya se perdía entre el torbellino de las aguas, cuando todavía pude ver la amenazadora mirada que nos dirigían sus venenosos ojos.

El cojo se lanzó en ese momento sobre la rueda del timón y haciéndola girar con todas sus fuerzas, hizo que la Aurora se dirigiera en línea recta hacia la orilla sur, mientras nosotros pasábamos como un rayo a pocos pies de su popa. Viramos al instante y continuamos la persecución, pero ya la Aurora casi llegaba a tierra. El lugar era agreste y desierto; la luna iluminaba un extenso terreno pantanoso, interrumpido por lagunas de agua estancada y manchas de raquítica vegetación.

La lancha se metió con sordo ruido en un banco de fango, con la proa al aire y la popa a flor de agua. El fugitivo saltó por la borda, pero, al caer, la pierna de palo se le clavó en el suelo movedizo. En vano se esforzó en sacarla; por más que hizo, no pudo avanzar en un sentido ni en otro. Entonces se puso a bramar con impotente furia y a dar patadas en el suelo con el otro pie. Con eso no consiguió sino clavarse más y más en el banco fangoso. Cuando llegamos en nuestra lancha a su lado, lo encontramos tan fuertemente retenido por el fango, que, para izarlo a bordo, tuvimos que echarle un lazo y tirar con fuerza, como si estuviéramos pescando algún pez maligno.

Los dos Smith, padre e hijo, estaban sentados en su lancha, tristes y sombríos. Apenas se lo ordenamos, pasaron a bordo de la nuestra. Jalamos a la Aurora hasta que estuvo al costado de nuestra embarcación y entonces vimos en la cubierta un sólido cofre de hierro de fabricación india. No cabía duda de que ésa era el arca que contenía el tesoro de los Sholto. No encontramos la llave. Como el cofre pesaba considerablemente, con todo cuidado lo pasamos al pequeño camarote de nuestra embarcación. Mientras avanzábamos lentamente, ahora de regreso, hicimos girar nuestro faro buscador en todas direcciones, sin encontrar señales del isleño. En alguna parte del oscuro y fangoso fondo del Támesis yacen los restos de nuestro extraño y maligno visitante.

-Miren aquí -exclamó Holmes señalando hacia el piso de madera de nuestra lancha-. Apenas si disparamos a tiempo.

Exactamente enfrente del sitio en que estuvimos de pie se había clavado una de aquellas mortales flechitas que conocíamos tan bien. Nuestro enemigo debió haberla lanzado en el mismo instante en que nuestras balas lo alcanzaron. Holmes sonrió al ver aquel objeto y se encogió con su indiferencia acostumbrada, aunque confieso que, a mí, me hizo sentir enfermo el pensamiento de la horrible muerte que se pudo haber abatido sobre cualquiera de nosotros aquella noche.

XI
El gran tesoro de Agra

Nuestro cautivo se sentó en el camarote, frente a la caja de hierro por la que tanto había luchado y por cuya posesión esperara tanto tiempo. Era un individuo tostado por el sol, de ojos inquietos y una fina red de arrugas sobre sus facciones cobrizas, que hablaban elocuentemente de una dura vida al aire libre. La prominencia singular de su barbilla, cubierta por espesa barba, indicaba que era un hombre de terquedad rayana en el fanatismo. Su edad podía calcularse, aproximadamente, en cincuenta años, pues su rizado cabello negro mostraba algunas canas. Su rostro, en reposo, no era desagradable, aunque sus pobladas cejas y su barbilla agresiva le daban, como yo había podido apreciar momentos antes, un aspecto terrible cuando estaba encolerizado. Ahora permanecía sentado, con las manos esposadas y la cabeza caída sobre el pecho, mirando con ojos agudos y brillantes la caja que fuera causa de tantas desventuras. Me pareció que había más pena que cólera en su expresión rígida y contenida. En una ocasión levantó su mirada hacia mí, con cierto dejo burlón brillándole en los ojos.

-Bueno, Jonathan Small -dijo Holmes encendiendo un habano-, siento mucho que esto haya terminado así.

-Y yo lo siento también, señor -contestó el otro francamente-. No creo que pueda eludir la acción de la ley. Pero le doy a usted mi palabra de que nunca levanté mi mano contra el señor Sholto. Fue ese pequeño demonio de Tonga el que disparó una de sus malditas flechas contra él. Yo no intervine en eso, señor. Lo sentí tanto como si hubiera sido mi propio pariente. Di latigazos al malvado, con la punta de la cuerda, por lo que había hecho. Pero el hombre ya estaba muerto y no podía revivirlo.

-Tome un cigarrillo -dijo Holmes-, y será mejor que beba un trago de mi cantimplora, porque está empapado. ¿Cómo esperaba usted que un hombrecillo tan pequeño y débil como ese negro dominara al señor Sholto y lo controlara mientras subía usted por la cuerda?

-Usted parece saber tanto acerca de esto como si hubiera estado allí, señor. La verdad es que yo esperaba encontrar vacía la habitación. Conocía yo bastante bien los hábitos de la casa y era la hora en que el señor Sholto generalmente bajaba a cenar. No voy a hacer ningún secreto de este asunto. La mejor defensa que puedo tener es decir simplemente la verdad. Ahora bien, si hubiera sido el padre de Bartholomew Sholto, lo habría matado con placer. No habría pensado más, para apuñalarlo, de lo que pienso en fumarme este cigarro. Lo que no me puedo perdonar es que por mi culpa haya muerto el joven Sholto, con quien yo no tenía ningún motivo de resentimiento.

-Está usted a cargo del señor Athelney Jones, de Scotland Yard. Él va a ser tan amable de llevarlo a mis habitaciones, en donde le suplico que haga un relato fiel de todo lo que pasó. Debe usted ser veraz hasta en los detalles insignificantes, pues si lo es, quizá pueda ayudarle en algo. Creo poder probar que el veneno actúa tan rápidamente que el hombre ya estaba muerto cuando usted entró en la habitación.

-¡Así es, señor! Nunca recibí una impresión más fuerte en mi vida como cuando lo vi, sonriéndome con la cabeza de lado, en el momento de saltar por la ventana. Me impresionó terriblemente, señor. Habría medio matado a Tonga por lo que hizo, si no se hubiera apresurado a ponerse fuera de mi alcance. Fue así como olvidó su mazo y algunos de sus dardos, lo que me atrevo a sospechar que les ayudó a ponerse sobre nuestra pista, aunque francamente no puedo comprender cómo pudieron seguirnos el rastro. No siento ningún rencor hacia usted por ello. Pero me parece una cosa extraña -añadió con una sonrisa amarga- que yo, teniendo derecho legal a más de medio millón de libras, haya pasado la primera mitad de mi vida construyendo un malecón en las islas Andaman y que ahora tenga que pasar la otra mitad cavando zanjas en Dartmoor. Fue un día maldito para mí aquel en que puse mis ojos por primera vez en el mercader Achmet y oí hablar del tesoro de Agra, el cual nunca trajo otra cosa que desventuras a su poseedor. Para Achmet, significó el asesinato; para el mayor Sholto, el temor y el remordimiento; para mí, esclavitud de toda una vida.

En ese momento, Athelney Jones asomó su ancho rostro y sus pesados hombros en la pequeña cabina.

-¡Oh, una reunión de familia! -comentó burlonamente-. Creo que probaré del contenido de su cantimplora, Holmes. Bueno, creo que debemos felicitarnos. Es una lástima que no hayamos detenido vivo al otro; pero no había alternativa. Debe usted confesar, mi querido Holmes, que nos hizo correr un riesgo grande. ¡Hubiera sido terrible que no hubiéramos podido alcanzarlos!

-Todo lo que termina bien está bien -contestó Holmes-. Aunque es cierto que ignoraba que la Aurora fuera una lancha de tanta potencia.

-Smith dice que es una de las embarcaciones más rápidas del río y que si él hubiera tenido otro hombre para ayudarlo con la máquina, nunca le habríamos dado alcance. Sin embargo, jura que no sabía nada sobre el asunto de Norwood.

-Y realmente es así -gritó nuestro prisionero-. Smith no sabía una palabra. Seleccioné su lancha porque había oído que era muy veloz. No le dijimos nada, pero le pagamos bien y hubiera obtenido una buena recompensa si nos hubiera logrado llevar con bien a nuestro barco, el Esmeralda, anclado en Gravesend, que parte dentro de algunas horas para el Brasil.

-Bueno, si no ha hecho ningún mal nos encargaremos de que nada malo le suceda. Aunque somos muy rápidos en aprehender a nuestros hombres, no nos precipitamos demasiado en condenarlos.

Era divertido notar la forma en que Jones empezaba a apropiarse del mérito de la captura. Por la leve sonrisa que cruzó el rostro de Sherlock Holmes, comprendí que no le había pasado inadvertido el asunto.

-Debemos estar acercándonos al puente Vauxhall -dijo Jones-. Le ayudaremos a desembarcar con el tesoro, doctor Watson. No necesito decirle que estoy aceptando una grave responsabilidad al permitir esto. Es una cosa completamente irregular, pero un convenio es un convenio. Debo, sin embargo, en cumplimiento del más estricto deber, enviar un inspector con usted, ya que tiene a su cargo algo tan valioso. Supongo que tomará un coche, ¿no?

-Así es.

-Es una lástima que no tengamos la llave, porque podríamos hacer un inventario primero. Tendrá usted que forzarla. ¿Dónde está la llave, amigo?

-En el fondo del río -contestó Small brevemente.

-¡Hum! No tenía objeto que nos diera usted esta molestia innecesaria. Ya hemos tenido bastante trabajo con usted. Sin embargo, doctor, quiero advertirle que tenga cuidado. Lleve después la caja a su casa de Baker Street. Allí nos encontrará, en camino hacia la estación de policía.

Se detuvieron en Vauxhall para que desembarcara con mi pesada caja de hierro. Me acompañaba un bonachón y regordete inspector de policía. Un recorrido de un cuarto de hora nos llevó a la casa de la señora Cecil Forrester. La criada pareció sorprenderse de mi visita a tan altas horas de la noche. La señora Forrester había ido a una fiesta, me explicó, y era muy posible que llegara muy tarde. La señorita Morstan, sin embargo, estaba en el estudio. Me dirigí hacia allá, con la caja en la mano, dejando en el coche al alegre inspector.

Mary estaba sentada junto a la ventana abierta, vestida con un traje blanco de discretos adornos escarlata en cuello y cintura. Una suave luz de una lámpara, cubierta con una pantalla, caía sobre ella, jugueteando con su rostro dulce y grave y dando un brillo metálico a los rizos de su abundante cabellera. Uno de sus blancos brazos caía a un lado de la silla de mimbre en que se encontraba sentada, y toda su postura hablaba de una agobiadora melancolía. Sin embargo, al ruido de mis pisadas se puso de pie inmediatamente, y la sorpresa y el placer colorearon sus pálidas mejillas.

-Oí llegar un coche -me dijo-. Creí que la señora Forrester había vuelto muy temprano, pero nunca soñé que fuera usted. ¿Qué noticias me trae?

-He traído algo mejor que noticias -dije colocando la caja sobre la mesa. Empecé a hablar jovial y ligeramente, aunque sentía mi corazón agobiado por la pena-. Le he traído algo que vale por todas las noticias del mundo. Le he traido una fortuna.

Mary contempló la caja del tesoro.

-Entonces, ¿ése es el tesoro? -preguntó con frialdad.

-Sí, es el gran tesoro de Agra. La mitad le pertenece y la otra mitad es de Thaddeus Sholto. Corresponderá aproximadamente doscientas mil libras a cada uno. ¡Imagínese! Recibirá diez mil libras anuales de renta. Habrá muy pocas damas más ricas que usted en Inglaterra. ¿No es maravilloso?

Creo que debo haber exagerado mi supuesto regocijo y que ella descubrió cierta falsedad en mis felicitaciones, porque levantó las cejas ligeramente y me miró con curiosidad.

-Si tengo esto, se lo debo a usted -dijo.

-No, no -protesté-, a mí no, sino a mi amigo Sherlock Holmes. A pesar de toda mi buena voluntad, jamás habría podido seguir una pista tan difícil.

-Por favor, le suplico que se siente y me cuente todo, doctor Watson.

Narré de modo breve lo que había ocurrido desde que la vi por última vez… el flamante método de investigación de Holmes, el descubrimiento de la Aurora, la aparición de Athelney Jones, nuestra expedición nocturna y la loca persecución a través del Támesis. Ella escuchó con los labios entreabiertos y los ojos brillantes. Cuando hablé del dardo que había estado a punto de causar la muerte de alguno de nosotros, palideció de tal modo que pensé que iba a desmayarse.

-No es nada -me dijo cuando la obligué a beber un poco de agua-. Ya estoy bien. Fue una impresión terrible saber que expuse a mis amigos a un peligro así.

-Ya todo pasó -contesté-. No fue nada. No le describiré más detalles macabros. Hablemos de algo más alegre. Aquí está el tesoro. ¿Qué podría ser más agradable? Dejé a mis amigos para traer esto conmigo. Pensé que le interesaría ser la primera en ver el tesoro.

-Claro que me interesa verlo -aseguró. Sin embargo, no había gran entusiasmo en su voz. Se me ocurrió que simulaba interés para no aparecer ingrata con su indiferencia al botín que tantos esfuerzos nos había costado obtener-. ¡Qué linda caja! -exclamó inclinándose sobre ella-. Debe haber sido hecha en la India, supongo.

-Sí, está labrada en metal de Benarés.

-¡Y es muy pesada! -agregó tratando de levantarla-. La caja por sí sola debe ser de mucho valor. ¿Dónde está la llave?

-Small la arrojó al Támesis. Tendré que usar el atizador de la señora Forrester.

En el frente de la caja había un gran aldabón con la forma de un Buda sentado. Debajo de uno de sus extremos introduje el atizador de hierro y, sirviéndome de éste como palanca, lo levanté. El aldabón se levantó produciendo un chasquido metálico. Con dedos temblorosos por la emoción, levanté la tapa. Los dos miramos hacia adentro, con expresión de gran asombro. ¡La caja estaba vacía!

Su peso era perfectamente explicable. Tenía una recubierta de hierro de dos centímetros de espesor. Era maciza, bien hecha, sólida, como corresponde a un cofre que está destinado a contener objetos de gran valor. Sin embargo, en su interior no había el más leve rastro de joyas. Estaba completamente vacía.

-¡El tesoro ha desaparecido! -dijo la señorita Morstan con perfecta tranquilidad.

Al escuchar sus palabras y comprender lo que significaban, sentí como si se levantara la neblina que cubría mi alma. No me había dado cuenta de hasta qué punto pesaba sobre ella aquel tesoro de Agra, hasta ese momento en que el peso hubo desaparecido. Era egoísta, desleal y perverso de mi parte, sin duda alguna, pero sólo acertaba a pensar en que, aquella barrera dorada que nos separaba, había desaparecido para siempre.

-¡Gracias a Dios! -exclamé desde lo más profundo de mi corazón.

Mary me miró con una sonrisa interrogadora.

-¿Por qué dice eso? -me preguntó.

-Porque ahora estás de nuevo a mi alcance -dije tomándole la mano. Ella no opuso resistencia-. Te amo, Mary, tan sincera y apasionadamente como puede amar un hombre a una mujer. Este tesoro, estas riquezas, habían sellado mis labios. Ahora que han dejado de existir, puedo decirte cuánto te amo. Por eso dije… ¡Gracias a Dios!

-Entonces, yo diré también… ¡gracias a Dios! -murmuró dejándose atraer hacia mi pecho. Sin importar quién hubiera perdido un tesoro, yo comprendí aquella noche que la aventura me había hecho encontrar un tesoro para mí solo.

XII
La extraña historia de Jonathan Small

El inspector que me esperaba en el coche era un hombre muy paciente, pues transcurrió largo tiempo antes de que me reuniera con él. Su rostro se nubló cuando le mostré la caja vacía.

-¡Allí va nuestra recompensa! -dijo tristemente-. Donde no hay dinero, no hay paga. El trabajo de esta noche nos hubiera producido una pequeña fortuna a Sam Brown y a mí, si el tesoro hubiera estado allí.

-El señor Thaddeus Sholto es un hombre rico -dije-. Procurará que ustedes sean recompensados, haya o no tesoro.

El inspector movió la cabeza de un lado a otro, con expresión taciturna.

-Esto ha tenido un fin desagradable y eso mismo pensará el señor Athelney Jones -insistió.

Su profecía resultó correcta, pues el detective se mostró cariacontecido cuando llegué a Baker Street y le enseñé la caja vacía. Acababan de llegar -Holmes, el prisionero y él-, pues habían cambiado de planes y decidieron reportarse en la estación en el camino de regreso a casa. Mi compañero estaba tendido en su sillón, con su acostumbrada expresión de indiferencia, mientras Small se encontraba sentado frente a él, muy erguido y con la pata de madera cruzada sobre su pierna sana. Cuando mostré la caja vacía, se reclinó en el respaldo de la silla y se echó a reír alegremente.

-Esto es cosa suya, Small -dijo Athelney Jones, furioso.

-Sí, he puesto el tesoro en un sitio en donde nadie podrá encontrarlo nunca -gritó con exaltación-. Es mi tesoro, y si yo no puedo disfrutar de él, tendré buen cuidado de que ningún otro lo haga. Les aseguro que ningún hombre viviente tiene derecho al tesoro, salvo tres hombres, que purgan condena en la prisión de Andaman, y yo. Ahora sé que no puedo disfrutarlo, y sé que tampoco ellos podrán hacerlo. Mi interés se basa, también, en el interés de ellos. Ese ha sido, siempre, “el signo de los cuatro” entre nosotros. Bueno, estoy seguro de que ellos me hubieran pedido que hiciera lo que hice. Arrojé el tesoro al Támesis, antes que dejar que cayera en poder de los parientes de Sholto o de Morstan. No íbamos a permitir que se enriquecieran gracias a lo que nosotros habíamos hecho a Achmet. Ustedes encontrarán el tesoro donde está la llave y donde está también el pequeño Tonga. Cuando vi que su lancha iba a alcanzarnos, puse el botín en lugar seguro. No van a sacar una sola rupia de este asunto.

-Nos está engañando, Small -dijo Athelney Jones severamente-. Si hubiera deseado arrojar el tesoro al Támesis, habría sido más fácil para usted haberlo lanzando al agua la caja con todo su contenido.

-Sí, más fácil para mí… y más fácil para ustedes recobrar el tesoro -contestó dirigiéndonos una astuta mirada oblicua-. El hombre que fue lo suficientemente listo como para darme caza, lo habría sido también para sacar una caja de hierro del fondo del río. Ahora que las joyas están esparcidas por cinco millas de río, será algo más difícil sacarlas de allí. Me dolió mucho tener que hacer eso. Estaba casi loco de desesperación cuando ustedes me dieron alcance. Sin embargo, no tiene objeto apenarse por lo sucedido. He tenido muchas altas y bajas en mi vida, pero he aprendido a no lamentarme de lo irremediable.

-Lo que ha hecho es un asunto muy serio, Small -dijo el detective-. Si hubiera ayudado a los representantes de la ley, habría tenido mejores probabilidades de que le hicieran justicia durante el juicio a que será sometido.

-¡Justicia! -rugió el presidiario-. ¡Linda justicia! ¿Para quién es la justicia? ¿Para nosotros? ¿En dónde está la justicia para que puedan participar de ella los que la necesitan? ¡Miren ustedes cuánto me ha favorecido a mí! Veinte largos años en aquel pantano, semillero de fiebres, todo el día trabajando a pleno sol, toda la noche encadenado dentro de las inmundas barracas, devorado por los mosquitos, consumido por el paludismo, maltratado por cada uno de esos infames negros empleados como guardianes, y que se complacen en atormentar a los blancos. Ese es el precio que yo he pagado por el tesoro de Agra. ¡Y usted me habla de justicia porque ve que no me es posible soportar la idea de que otro pueda gozar del fruto casual de mis desventuras! Preferiría ser ahorcado veinte veces, o recibir en el pecho uno de los dardos de Tonga, a vivir en un calabozo de presidiario y saber que otra persona vive cómodamente en un palacio, con un dinero que me pertenece a mí.

Small había arrojado su máscara de estoicismo. Su discurso era un desordenado torrente de palabras. Sus ojos arrojaban chispas. Las esposas que lo sujetaban se entrechocaban por la manera como agitaba las manos. Al ver la furia que se retrataba en su rostro, comprendí cuán fundado y natural era el terror que se había apoderado del mayor Sholto al saber que el presidiario defraudado por él había salido en su busca.

-Usted olvida que nosotros no sabemos nada del asunto -le dijo Holmes con mucha calma-. Todavía no nos ha referido usted su historia y, por consiguiente, no podemos saber si la justicia ha estado o no, en principio, de su lado.

-Usted me ha hablado con mucha bondad, señor, aunque comprendo que es a usted a quien tengo que agradecer estos brazaletes que me oprimen las muñecas. Pero no le guardo rencor por esto, porque estaba expuesto a que me sucediera. Si usted quiere conocer mi historia, no hay motivos para que yo la oculte. Lo que voy a decirle es tan verídico como que hay Dios. Gracias, ponga usted el vaso aquí, cerca de mi mano, para poder beber un trago si me da sed.

“Soy de Worcestershire, nací cerca de Pershore. Si usted pudiera ir por allá, encontraría que todavía quedan muchos Small. A veces he pensado en ir a dar una vuelta por mi pueblo, pero la verdad es que nunca he sido orgullo de la familia y dudo que ésta se alegrara de volver a verme. Todos mis parientes han sido gente de orden, concurrentes asiduos a la iglesia, agricultores en pequeña escala, conocidos y respetados en toda la región. En cambio, yo comencé a causarles disgustos desde niño. Pero cuando acababa de cumplir dieciocho años los libré de mi presencia, pues por culpa de una muchacha me vi a punto de ser arrestado. No tuve más medio de escapar que aceptar el chelín de la reina y entrar en el 3er. Regimiento de Buffs, que salía para la India.

“Sin embargo, mi vocación de militar no era muy grande y todavía no había aprendido bien a cambiar el paso y a manejar mi carabina, cuando un día cometí la locura de ponerme a nadar en el Ganges. Felizmente para mí, John Holden, el sargento de mi compañía, estaba bañándose en ese momento y era uno de los mejores nadadores del ejército. Un cocodrilo me sorprendió y me arrancó la pierna derecha un poco más arriba de la rodilla, con tanta limpieza como si un cirujano la hubiera amputado. El dolor y la pérdida de sangre me hicieron desmayarme y es casi seguro que me habría ahogado si Holden no me hubiera tomado de las ropas y arrastrado hacia la orilla.

“Estuve cinco meses en el hospital y cuando por fin pude salir, trayendo esta pierna de madera adherida al muñón, me encontré con que el ejército me había dado de baja por invalidez y con que estaba incapacitado para realizar cualquier ocupación activa.

“Me sentía, como ustedes pueden imaginarse, desesperado de mi situación, pues era un inválido cuando aún no cumplía veinte años. Sin embargo, mi infortunio probó ser una bendición, poco después. Un hombre apellidado Abelwhite, que se dedicaba al cultivo del añil, quería un capataz que vigilara el trabajo de los coolies y se encargara de que en realidad desquitaran el sueldo que se les daba. Resultó ser amigo de nuestro coronel, quien había tomado un profundo interés en mí desde el accidente. Para no hacer el cuento largo, el coronel me recomendó para el puesto y como el trabajo se hacía en su mayor parte a caballo, mi pierna no resultaba un gran obstáculo, pues con el muñón bastaba para poder mantenerme bien aferrado a la silla.

“Lo que tenía que hacer era recorrer la plantación, ver cómo trabajaban los hombres y reportar a los perezosos. El sueldo era bueno, gozaba de habitaciones cómodas y, en general, estaba tan contento que me propuse pasar el resto de mi vida allí. El señor Abelwhite era un hombre bondadoso y con frecuencia iba a visitarme a mi casita para fumar una pipa conmigo, pues los blancos de esas regiones se sienten atraídos por un cariño y un afecto que es completamente desconocido en los países de raza blanca.

“Bueno, mi buena suerte nunca me acompañó mucho tiempo. Repentinamente, sin la menor advertencia, estalló la gran revuelta sobre nosotros. Un mes antes, la India estaba tan pacífica en apariencia como Surrey o Kent; al siguiente, había doscientos mil demonios sueltos por todo el país y la India se había convertido en un verdadero infierno.

“Naturalmente, ustedes deben conocer todo eso mucho mejor que yo, pues la lectura no figura entre mis especialidades. Yo no sé más que lo que pasó ante mis ojos. Nuestra finca estaba en un lugar llamado Muttra, cerca del límite de las provincias del noroeste. Noche tras noche se iluminaba el cielo con el incendio de los caseríos y día tras día pasaban por nuestra casa las caravanas de europeos, con sus esposas y niños, en dirección de Agra, la guarnición más cercana.

“El señor Abelwhite era muy obstinado. Se le había metido en la cabeza que todos exageraban el asunto y que la revuelta se desvanecería tan fácilmente como había prendido. Se pasaba los días en la terraza, bebiendo whisky y fumando tranquilamente, mientras el país entero ardía a su alrededor. Por supuesto, nosotros no lo abandonamos. Ni yo ni Dawson, el hombre que llevaba los libros del establecimiento y que vivía allí con su esposa.

“Bueno, un día estalló la catástrofe. Yo había ido a una plantación algo lejana y regresaba en la tarde, cabalgando lentamente, cuando alcancé a ver algo que se encontraba en el fondo de una barranca. Dirigí mi caballo hacia el lugar y sentí que el corazón se me helaba al observar que aquel oscuro objeto lo formaban los restos de la mujer de Dawson, a la que habían destrozado a cuchilladas. Los chacales y los perros salvajes ya la habían devorado en parte. Un poco más adelante estaba el propio Dawson, echado boca abajo, muerto, empuñando todavía con la mano derecha un revólver descargado; frente a él habían quedado los cadáveres de cuatro cipayos.

“Detuve mi caballo, reflexionando qué dirección tomaría, pero en ese momento vi que de la casa de Abelwhite salía una columna de humo. Poco después, las llamas se abrían paso a través del techo. Comprendí, entonces, que nada podía hacer por mi patrón y que acercarme a aquel infierno significaría un sacrificio inútil. Desde el lugar en que me encontraba distinguía centenares de negros endemoniados, vestidos con casaca roja, que bailaban y aullaban en torno de la casa quemada. Algunos de ellos llamaron la atención de los otros sobre mí y sentí el silbido de un par de balas cerca de mi cabeza. Entonces lancé mi caballo por entre los sembradíos y por la noche me encontré en Agra, sano y salvo.

“Pero pronto vi que allí tampoco estábamos muy seguros. El país se agitaba de un extremo a otro como un avispero. En los lugares en que los ingleses conseguían reunirse en pequeños grupos, apenas podían dominar el terreno que se encontraba dentro del alrededor de sus cañones. Los que no se ponían a cubierto en esos refugios, andaban fugitivos y desamparados. Era una lucha de millones contra centenares y lo más cruel era que los hombres contra quienes luchábamos, ya sea que pertenecieran a la infantería, a la caballería o a la artillería, salían de nuestras mismas tropas. Habían sido seleccionados, enseñados y disciplinados por nosotros. Nos mataban con nuestras propias armas y tocaban nuestras cornetas para reunirse y atacarnos.

“En Agra estaba el 3er. Regimiento de Fusileros de Bengala, algunos sikas, dos escuadrones de caballería y una batería de artillería. Se había formado, además, un cuerpo de voluntarios compuesto de empleados públicos y comerciantes y a él me incorporé, a pesar de mi pata de palo. A principios de julio salimos al encuentro de los rebeldes de Shahgungé y los hicimos retroceder por algún tiempo, pero la pólvora se nos agotó y tuvimos que replegarnos hacia la ciudad.

“De todos los alrededores no recibíamos más que malas noticias, lo que no debe causarles a ustedes admiración, pues si dan una ojeada al mapa verán que nos hallábamos precisamente en el corazón de la revuelta. Lucknow está a menos de cien millas al este de Agra, y Cawnpore, a una distancia casi igual hacia el sur. En cualquier dirección que hubiéramos mirado no habríamos visto más que torturas, asesinatos y violaciones.

“La ciudad de Agra es grande y en ella hormigueaban toda clase de fanáticos y feroces adoradores del diablo en todas sus formas. Eramos un puñado de hombres y estábamos perdidos si seguíamos en esas calles estrechas y tortuosas, por lo que nuestro jefe resolvió que nos trasladásemos a la otra orilla del río y tomásemos posesión de la antigua fortaleza de Agra.

“No sé si alguno de ustedes, señores, ha oído hablar alguna vez de esa vieja fortaleza. Es un lugar muy raro, el más curioso en que jamás me he encontrado, y eso que no he dejado de rodar por algunos extraños rincones. Antes que todo, su extensión es enorme, me atrevería a asegurar que sus muros encierran varios acres de terreno. La parte moderna es muy grande y en ella se estableció la guarnición con mujeres, niños, almacenes, etcétera.. Pero con ser tan grande esta parte moderna, no cabe comparación entre ella y la antigua a donde nadie va ya y en donde los escorpiones y los ciempiés se pasean con impunidad absoluta. La componen enormes y desiertos patios, pasadizos azotados por el viento y largos corredores que se cruzan y enmarañan de tal manera, que más fácil es perderse en ellos. Por esa razón, era muy raro que alguien se aventurara por esos rumbos, a no ser que algún grupo emprendiera una exploración, auxiliado por buenas antorchas.

“Las aguas del río bañan la parte delantera del fuerte, sirviéndole así de protección; pero en las fachadas laterales y en las de atrás, tanto de la parte vieja del edificio como de la nueva, hay muchas puertas que, naturalmente, tenían que ser bien custodiadas. La guarnición era reducida y el número de hombres que la componían era insuficiente para cubrir los puestos de los cuatro ángulos y manejar los cañones. De ahí la imposibilidad de apostar una fuerte guardia en cada una de las innumerables entradas. Lo que hicimos fue organizar un cuerpo central de guardia en medio del fuerte y dejar cada puerta a cargo de un europeo y dos o tres indígenas.

“Yo fui escogido para guardar durante ciertas horas de la noche una pequeña puerta que se encontraba en el costado sudoeste del edificio, bastante aislada. Me pusieron dos soldados sikas a mis órdenes y me dieron instrucciones de disparar mi carabina en el caso de que ocurriera algo, a fin de que en el acto acudiera gente del cuerpo de la guardia central a auxiliarme. Pero el cuerpo central estaba por lo menos a doscientos pasos de mi puesto y en ese espacio se enredaba un laberinto de pasadizos y corredores, por lo que siempre abrigué serias dudas en cuanto a la posibilidad de que la gente llegara a tiempo, en caso de un ataque.

“De todos modos, yo estaba bastante orgulloso con el puesto de mando que se me había dado, considerando que no era más que un simple recluta y que me faltaba una pierna. Durante dos noches hice la guardia con mi dos punjabases, un par de individuos altos y de aspecto imponente, llamados Mahomet Singh y Abdullah Khan, ambos guerreros consumados que habían peleado contra nosotros en Chillan Wallah.

“Uno y otro hablaban bien el inglés. A pesar de ello, apenas conseguía que conversaran conmigo. Preferían estar juntos y charlar en su extraña jerga sika.

“Por mi parte, pasaba el tiempo del lado exterior de la puerta, con la vista perdida en el ancho río y en las temblorosas luces de la gran ciudad. El ruido de los tambores y cornetas, los alaridos y aullidos de los rebeldes, ebrios de opio y licor, eran suficientes para recordarnos durante toda la noche que al otro lado del río estaban nuestros peligrosos vecinos. El oficial de servicio pasaba cada dos horas por cada uno de los puestos, para cerciorarse de que no había novedad.

“La tercera noche de mi guardia era oscura y una menuda lluvia caía, empujada por el viento. No era divertido con semejante tiempo quedarse hora tras hora en la puerta, por lo que traté, una y otra vez, de hacer hablar a los sikas, sin obtener resultado.

“La ronda pasó a las dos de la mañana y por un momento rompió el fastidio de la noche. Viendo que mis compañeros no querían aceptar mi conversación, saqué mi pipa y puse en el suelo mi carabina para encender un fósforo. En el mismo instante me asaltaron los dos sikas, uno me apuntó a la cabeza con la carabina y el otro me puso en el cuello la punta de un gran cuchillo, jurando entre dientes que si hacía el menor movimiento, lo hundiría hasta el puño.

“Mi primer pensamiento fue que los dos estaban confabulados con los rebeldes y que ése no era más que el acto preparatorio de un asalto. Si caía esa entrada en manos de los rebeldes, el fuerte entero les pertenecería y las mujeres y niños que estaban dentro serían tratados como los de Cawnpore.

“Ustedes creerán tal vez, señores, que yo trato de presentarme con méritos que no tengo, pero les doy mi palabra de que cuando esa idea me pasó por la mente, abrí la boca, aunque sentía en la garganta la punta del cuchillo, con la intención de lanzar un grito, seguramente el último, para hacer que la guardia acudiera. El hombre del cuchillo pareció adivinar mis pensamientos porque, sin soltarme, murmuró en voz baja:

“-No haga ruido alguno. El fuerte no corre ningún peligro. No hay perros rebeldes de este lado del río.

“Había cierto timbre de verdad en sus palabras y yo comprendí que si levantaba la voz era hombre muerto. Podía leer mi sentencia en los ojos oscuros del sika. Por tanto, esperé en silencio para averiguar qué deseaban de mí.

“-Escúcheme, sahib -dijo el más alto y el más feroz de los dos, que recibía el nombre de Abdullah Khan-. Usted tiene que estar con nosotros o lo tendremos que callar para siempre. La cuestión es demasiado grande para que vacilemos en hacerlo. O está en cuerpo y alma con nosotros, jurándolo por la Cruz de los cristianos, o su cuerpo será arrojado esta noche al foso y nosotros nos pasaremos con nuestros hermanos al ejército rebelde. No hay término medio. ¿Qué prefiere usted… la vida o la muerte? Podemos darle sólo tres minutos para decidirse, pues el tiempo está pasando y todo debe hacerse antes de que la guardia vuelva a pasar por aquí.

“-¿Cómo puedo decidirme? -dije yo-. No me han dicho aún lo que quieren de mí. Pero déjenme advertirles que si es algo en contra de la seguridad del fuerte, no estoy dispuesto a hacer ninguna concesión. En tal caso, húndanme ese cuchillo y no hablemos más.

“-No es nada contra el fuerte -dijo el hombre-. Nosotros sólo le pedimos que haga lo que todos sus compatriotas vienen a hacer aquí. Le pedimos que sea rico. Si usted quiere ser uno de los nuestros esta noche, le juramos sobre el cuchillo desnudo, con el triple juramento que ningún sika ha quebrantado jamás, que tendrá una parte del botín. Una cuarta parte del tesoro será suya. No podemos ser más justos.

“-Pero, ¿en qué consiste el tesoro? -pregunté-. Estoy tan deseoso de ser rico como otro cualquiera, si ustedes me enseñan cómo lograrlo.

“-Jure entonces por los huesos de su padre, por la honra de su madre, por la Cruz de su fe, no levantar la mano jamás, ni pronunciar nunca una palabra en nuestra contra, ni ahora ni después.

“-Lo juro, siempre y cuando el fuerte no esté en peligro.

“-Entonces, mis camaradas y yo juramos que usted tendrá una cuarta parte del tesoro, que será dividido por partes iguales entre los cuatro.

“-Pero, si sólo somos tres… -protesté.

“-No, Dosk Akbar debe tener su parte. Podemos contarle la historia mientras lo esperamos. Colócate en la puerta, Mahomet Singh, y avísanos cuando llegue con el otro. La historia es ésta, sahib, y voy a contársela porque sé que un juramento es sagrado para un cristiano y podemos confiar en usted. Si fuera un hindú mentiroso, no le habríamos creído aunque hubiera jurado por todos los dioses de sus falsos templos. Pero el sika conoce al inglés y el inglés conoce al sika. Escuche, pues, lo que tengo que decirle:

“En las provincias del norte hay un rajá que tiene muchas riquezas aunque sus tierras son reducidas. Buena parte de ellas la heredó de su padre, pero en su mayoría las ha reunido él mismo, pues su carácter es ruin y prefiere guardar el oro a gastarlo. Cuando estalló la revuelta quiso ser amigo del león y sin embargo, creyó que el fin de los blancos había llegado, al oír que en todo el país no se hablaba más que de expulsión y muerte.

“A pesar de todo, siendo como es hombre precavido, trazó sus planes de manera que, sucediera lo que sucediera, por lo menos le quedara la mitad de su tesoro. Todo lo que era oro y plata lo guardó en los sótanos de su palacio; las piedras más preciosas y las mejores perlas que poseía, en cambio, las puso en un cofre de hierro que entregó a un servidor fiel para que, disfrazado de comerciante, lo trajera al fuerte de Agra y lo escondiera aquí hasta que el país volviera a la paz. De esa manera, si los rebeldes triunfaban, le quedaría el dinero, es decir, el oro y la plata; si los ingleses eran los victoriosos, las joyas estarían aquí. Una vez dividida su fortuna, se arrojó a la lucha en favor de los cipayos, porque éstos eran los más fuertes en su comarca. Al proceder así, fíjese usted, sahib, sus bienes pueden pasar a poder de los que han sido fieles al juramento que prestaron.

“Este supuesto comerciante, que viaja con el nombre de Achmet, está ahora en la ciudad de Agra y va a venir al fuerte. Trae por compañero a mi hermano de leche, Dosk Akbar, quien conoce el secreto y le ha prometido conducirlo esta noche hasta una de las puertas laterales de la fortaleza, habiendo escogido ésta. Dentro de un momento estarán aquí. El lugar es solitario y nadie sabrá que han venido.

“La gente oirá decir que Achmet el comerciante ha muerto, y nada más, pero nosotros nos repartiremos el tesoro del rajá. ¿Qué dice usted, sahib?”

Jonathan Small hizo una pequeña pausa para ordenar sus ideas y luego siguió:

-En Worcestershire consideramos grande y sagrada la vida de un hombre, pero en un país en donde todo lo que nos rodea es fuego y sangre y se tropieza con la muerte a la vuelta de cada esquina, el asunto varía de aspecto. Que Achmet el comerciante hubiera existido o no me era indiferente, mientras que al oír hablar del tesoro, el corazón me había dado un vuelco. Ante la idea de todo lo que podía hacer con el dinero en mi tierra natal, y de la cara que mis parientes pondrían al ver que la oveja negra regresaba con los bolsillos llenos de oro, me decidí de inmediato, pero Abdullah Khan creyó ver que vacilaba y buscó nuevos argumentos.

“-Piense usted, sahib -continuó-, en que si este hombre cae en manos del comandante, será ahorcado o fusilado y las joyas irán a parar a manos del gobierno, con lo que nadie ganará ni una rupia. Y si a nosotros nos toca arrestar al hombre, ¿por qué no nos ha de tocar igualmente el tesoro? Las joyas estarán mejor en nuestro poder que en las arcas de la Compañía. Con ellas tendremos los cuatro más que suficiente para ser ricos y grandes personajes. Nadie sabrá lo que ocurrió porque aquí estamos aislados de todos los hombres. ¿Qué otra cosa podríamos exigir? Díganos usted otra vez, sahib, si está con nosotros o si debemos considerarlo como enemigo.

“-Estoy con ustedes en cuerpo y alma -le contesté.

“-Bien -me dijo él devolviéndome la carabina-. Ya ve usted que tengo confianza en su palabra y que sé que no ha de faltar usted a ella como nosotros no faltaremos a la nuestra. Ahora sólo tenemos que esperar a mi hermano y al comerciante.

“-Estoy con ustedes en cuerpo y alma -repetí-. ¿Y su hermano sabe lo que va a suceder? -pregunté.

“-La idea es de él, la ha planeado muy bien. Ahora vamos a la puerta a reunirnos con Mahomet Singh.

“La menuda llovizna seguía cayendo, pues era el principio de la estación lluviosa. Negros nubarrones cruzaban el firmamento y era difícil distinguir a cierta distancia. Frente a la puerta había un profundo foso. Era extraño para mí estar de pie allí, con aquellos dos salvajes punjabases, esperando al hombre que se acercaba a una muerte segura.

“De pronto, mi mirada sorprendió el brillo de una linterna del otro lado del foso. Desapareció entre las ondulaciones del terreno, pero volvió a aparecer, avanzando lentamente en dirección nuestra.

“-¡Aquí vienen! -exclamé.

“-Usted lo recibirá con naturalidad, sahib -susurró Abdullah a mi oído-. Procure no darle motivo de alarma. Envíenos con él y nosotros haremos el resto, mientras usted permanece aquí en guardia. Tenga la linterna lista para alumbrarlo, con objeto de que podamos estar seguros de que es nuestro hombre.

“La luz se acercaba lentamente, hasta que pude ver dos figuras oscuras en la orilla opuesta del foso. Dejé que descendieran al fondo del foso, atravesaron el agua estancada en él y empezaban a subir hacia la puerta, antes de gritar:

“-¿Quién vive?

“-Amigos -fue la respuesta.

“Saqué la linterna y el torrente de luz cayó sobre ellos de lleno. El primero era un hombre sika, la espesa barba negra le llegaba casi hasta la cintura. Yo no había visto jamás a un hombre tan alto, más que en alguna exhibición de rarezas. El otro era de baja estatura, rechoncho, con un turbante amarillo y un bulto, envuelto en un chal, bajo el brazo. Parecía estar asustado. Las manos le temblaban notoriamente y movía la cabeza sin cesar, de un lado a otro, mirando furtivamente con sus ojos pequeños y brillantes. Parecía un ratón en el momento de salir del agujero. La idea de que íbamos a matarlo me dio un escalofrío, pero luego pensé en el tesoro y el corazón se me endureció como una piedra.

“Cuando el hombre vio que yo era blanco dio un grito de alegría y corrió hacia mí.

“-¡Protéjame usted, sahib! -dijo con voz entrecortada-. ¡Protéjame usted! He atravesado todo el Raipootona para buscar refugio en el fuerte de Agra. Me han robado, me han maltratado, me han ultrajado, porque he sido fiel a la Compañía. Bendita sea esta noche en que por fin me encuentro a salvo, con mis escasos bienes.

“-¿Qué trae usted en ese bulto? -le pregunté.

“-Una caja de hierro que contiene algunos objetos familiares que no desearía perder, aunque no tienen ningún valor. Esto no quiere decir que yo sea un mendigo y tanto a usted, joven sahib, como al gobernador, los recompensaré si me dan el asilo que vengo a pedir.

“Imposible me fue seguir hablando con aquel hombre. Mientras más miraba su asustada cara, más duro se me hacía pensar en que lo íbamos a matar a sangre fría. Lo mejor era concluir de una vez.

“-¡Llévenlo al cuerpo principal de guardia! -dije.

“Los dos sikas se pusieron uno a cada lado, el gigante por detrás, entrando así el grupo por la puerta. Jamás hombre alguno se encaminó tan tranquilamente a la muerte. Yo me quedé en mi puesto de costumbre.

“Desde allí oí el mesurado paso de los tres a lo largo de los desiertos corredores. De improviso cesaron las pisadas y a mis oídos llegó el ruido de voces ahogadas, de una sorda lucha y fuertes golpes. Al cabo de un momento sentí, horrorizado, que alguien corría en mi dirección, respirando fuertemente, como si el aliento fuera a faltarle. Dirigí la luz de mi linterna hacia el largo y recto pasadizo y vi al falso mercader que se iba acercando, rápido como el viento, con la cara bañada en sangre, y detrás de él, saltando como un tigre, el enorme sika de barba negra con un cuchillo brillándole en la mano.

“Nunca he visto a nadie correr tan ligero como el gordo comerciante. Iba ganando terreno al sika y me di cuenta de que si conseguía salir al aire libre, nadie podría alcanzarlo. El corazón se me oprimía de compasión, pero otra vez me acometió la idea del tesoro, más y más imperativa.

“El hombre pasaba en ese instante delante de mí. Le metí la carabina por entre las piernas y lo vi dar dos vueltas en el aire, como una liebre herida de muerte. Antes de que pudiera siquiera incorporarse, ya el sika estaba encima de él y le hundía dos veces el cuchillo en el costado. Achmet no exhaló un gemido ni movió un músculo, allí donde había caído permaneció inmóvil. Yo creo que en la caída se descalabró. Ya ven ustedes, señores, que cumplo mi promesa de decirles lo ocurrido, exactamente, palabra por palabra, aunque no me sea favorable.”

Jonathan Small suspendió el relato y levantó sus maniatadas manos para beber el whisky con agua que Holmes le había servido.

Confieso que, por mi parte, sentía en ese momento una invencible repugnancia hacia el hombre, no solamente por su intervención a sangre fría en tan tremendo asesinato, sino, además, por la indiferencia y hasta cierto punto el orgullo con que narraba la espantosa historia. Cualquiera que fuese el castigo que le estaba reservado, yo sentía que ya jamás contaría con mis simpatías. Sherlock Holmes y Jones, silenciosos y con las manos puestas en las rodillas, seguían con profundo interés el relato, pero en sus rostros se retrataba el mismo disgusto que yo sentía. Es probable que Small lo notara, pues, cuando nos dirigió de nuevo la palabra, había en su voz y en sus maneras un tinte de desconfianza.

-Aquello fue muy malo, no cabe duda -dijo-, pero yo desearía saber cuántas personas habrían rehusado, encontrándose en mi lugar, esa fortuna que me ofrecían, cuando hubieran sabido que al no aceptarla, serían degolladas. Después, estando ya el hombre dentro del fuerte, yo tenía que decidir entre mi vida y la suya. Si lograba escaparse, todo se descubriría, y a mí me habrían formado un consejo de guerra y probablemente fusilado, pues en tiempos como ésos no abunda la clemencia.

-Continúe usted su historia -le dijo Holmes con sequedad.

-Bueno. Lo llevamos al interior, entre Abdullah, Akbar y yo. No dejaba de pesar bastante, por más que fuese de baja estatura. Mahomet Singh se quedó de guardia en la puerta.

“Los sikas habían preparado un lugar para enterrar al muerto. Se encontraba a alguna distancia de la puerta, en un patio cuyas baldosas estaban destrozadas. El suelo se había hundido en un rincón, formando una tumba natural, y en ella depositamos al comerciante Achmet, cubriéndolo después con gran cantidad de pedazos de baldosas. Después de esto, volvimos en busca del tesoro.

“Éste se encontraba en el mismo sitio donde lo había dejado caer Achmet al verse atacado. El cofre era el mismo que ahora está abierto en esa mesa. La llave colgaba de un cordón de seda atado a aquella asa cincelada que hay en la tapa.

“Lo abrimos y la luz de la linterna iluminó una gran cantidad de piedras preciosas, parecidas a las de los cuentos que yo leía en Pershore cuando era niño. La vista de tantas riquezas cegaba.

“Después de haberlas observado con ojos de avaricia un buen rato, sacamos todas las joyas e hicimos una lista. Había ciento cuarenta y tres diamantes de primera, incluyendo uno que ha sido llamado, creo, el Gran Mogol, y que se dice es la segunda piedra en el mundo, por su tamaño. Había noventa y siete esmeraldas finísimas y ciento setenta rubíes, algunos de los cuales, sin embargo, eran pequeños. Había cuarenta carbunclos, doscientos diez zafiros, sesenta y un ágatas, y una gran cantidad de berilos, ónices, ojos de gato, turquesas y otras piedras preciosas cuyos nombres me eran entonces desconocidos, pero con los que me familiaricé posteriormente. Además de esto, había casi trescientas perlas muy finas, doce de las cuales estaban ensartadas en un hilo de oro. Por cierto, estas últimas han sido sacadas del cofre, pues no estaban allí cuando lo recobré.

“Después de contar nuestras riquezas, las colocamos de nuevo en el cofre y las llevamos a la puerta, para mostrarlas a Mahomet Singh. Entonces renovamos solemnemente nuestro juramento de apoyarnos mutuamente y ser fieles a nuestro secreto. Acordamos esconder nuestro botín en un lugar seguro hasta que el país hubiera recobrado de nuevo la paz, para entonces dividirlo por partes iguales entre nosotros. No tenía objeto dividirlo por el momento, pues si encontraban en nuestro poder joyas de tanto valor, eso causaría sospechas y en el fuerte no contábamos con ninguna habitación privada o un lugar en que cada uno pudiera ocultar la parte del tesoro que le correspondía. Llevamos la caja, por tanto, al mismo patio en donde habíamos enterrado el cadáver de Achmet, y allí, bajo ciertos ladrillos, en el muro mejor conservado, hicimos un agujero y guardamos nuestra fortuna. Tomamos cuidadosa nota del sitio y al día siguiente dibujé cuatro planos, uno para cada uno de nosotros, y pusimos al pie de ellos el signo de los cuatro, pues habíamos jurado que cada uno de nosotros actuaría siempre en beneficio de todos, de tal modo que ninguno sacara mayor provecho que los demás. Ese es un juramento que, con la mano sobre el corazón, puedo asegurar que no he quebrantado jamás.

“Bueno, no tiene objeto que yo les cuente, caballeros, lo que fue del levantamiento de la India. Después que Wilson tomó Delhi, y sir Colin liberó Lucknow, la médula de la revuelta quedó rota. Empezaron a llegar nuevas tropas y Nana Sahib tuvo que retirarse hacia las fronteras. Una columna volante, comandada por el coronel Greathead rodeó Agra y limpió la región de rebeldes. La paz iba restableciéndose en el país y nosotros cuatro empezábamos a confiar en que había llegado el momento de marcharnos sin peligro, con nuestra parte del tesoro, a disfrutar de éste. De pronto, sin embargo, nuestras esperanzas se desvanecieron, pues fuimos arrestados por el asesinato de Achmet.

“Todo sucedió de la siguiente manera. Cuando el rajá puso en manos de Achmet sus joyas, lo hizo porque sabía que era un hombre de confianza. Pero los orientales son gente muy suspicaz, sin embargo. Por eso el rajá seleccionó un servidor, todavía de más confianza, para que espiara al primero. Este segundo hombre recibió instrucciones de no perder de vista a Achmet y de seguirlo como su propia sombra. Esa noche fue tras él y lo vio pasar la puerta. Desde luego, pensó que se había refugiado en el fuerte. Al día siguiente, él mismo solicitó ser admitido en él, pero no logró encontrar a Achmet.

“Esto pareció tan extraño al espía que, después de algún tiempo de búsqueda infructuosa, se dirigió a un sargento y le comunicó sus temores, haciendo que el sargento diera parte al comandante. Un rápido registro concluyó con el descubrimiento del cadáver y así fue como, en el mismo momento en que nosotros nos creíamos a salvo, fuimos aprehendidos y enjuiciados bajo la acusación de asesinato. Los tres, como guardianes de la puerta esa noche, y el otro, porque se le había visto en compañía de la víctima.

“En el proceso no se habló una sola palabra del tesoro, pues el rajá había sido depuesto y expulsado de la India y nadie más que él podía haber revelado la verdad, pero el asesinato resultó probado y nosotros convictos de haberlo ejecutado. Los tres sikas fueron condenados a trabajos forzados perpetuos y yo a muerte, pero después me conmutaron la sentencia y quedé en igual situación que los otros.

¡Extraña posición la nuestra! Los cuatro nos encontrábamos con la cadena al pie, casi sin ninguna probabilidad de escapar y, a pesar de ello, con el secreto que poseíamos habríamos podido vivir cada uno en un palacio.

“Era cosa de arrancarse a pedazos el corazón tener que soportar las patadas y puñetazos de cualquier miserable guarda y no comer más que arroz y no beber más que agua, cuando la fortuna estaba allí cerca, esperando únicamente que extendiéramos hacia ella la mano. Al principio temí volverme loco, pero siempre he sido muy terco y conseguí dominar mi impaciencia, esperando que el momento propicio se presentara.

“Un día me imaginé que éste, por fin, había llegado. Los cuatro fuimos transportados de Agra a Madrás y de allí a la isla Blair, del grupo de las Andaman. Los presidiarios blancos son raros en ese punto y como mi conducta había sido buena desde el principio, llegué a gozar pronto de muchos privilegios. Me dieron una choza en el pueblo Esperanza, pequeño lugar situado en la falda del monte Hariet, y me dejaron con libertad para pasearme. El lugar es insalubre, asolado por las fiebres y con sus alrededores infestados de caníbales siempre listos para aprovechar la oportunidad de lanzarnos un dardo envenenado.

“Había que dragar, abrir fosos, cultivar papas y una docena de cosas más, de modo que en todo el día no cesábamos de trabajar, pero en la noche podíamos disponer de nuestro tiempo hasta cierta hora. En esos ratos aprendí, entre otras cosas, a preparar medicinas para el médico y hasta llegué a saber algo de enfermedades y curaciones.

“Esto no impedía que yo viviese constantemente alerta, esperando la oportunidad de escaparme, pero la isla se encuentra a cientos de millas de otras costas, y en esos mares el viento sopla poco, por no decir nada; fugarse era una cosa sumamente difícil.

“El doctor Somerton, médico del establecimiento, era un joven alegre, muy aficionado a todo género de deportes. Los otros oficiales jóvenes se reunían por las noches en sus habitaciones a jugar a los naipes. La pieza destinada a botiquín, donde yo acostumbraba preparar las drogas, era un cuartito contiguo a la sala del médico. Ambas piezas se comunicaban por una pequeña ventana. Con frecuencia, aburrido por la soledad, apagaba la luz y de pie frente a la ventana me ponía a verlos jugar y a oír su conversación. Soy muy aficionado a los naipes y mirándolos me hacía la ilusión de estar jugando yo mismo. Los jugadores eran el mayor Sholto, el capitán Morstan y el teniente Bromlie Brown, es decir, los tres jefes de la guarnición, además del médico, y dos o tres empleados del presidio, veteranos de la baraja, que jugaban con elegancia, con mucha calma y gran prudencia. La partida era siempre interesante.

“Pues bien, pronto noté una cosa por demás extraña: los civiles ganaban siempre y los militares nunca dejaban de perder. No quiero insinuar nada, pero eso era lo que pasaba. Los empleados de la prisión no habían hecho, desde que se encontraban en las Andaman, otra cosa que jugar a los naipes; se conocían el juego al dedillo, mientras que los oficiales sólo trataban de pasar el tiempo y eran muy descuidados.

“Noche tras noche se vaciaban los bolsillos de los militares y entre más perdían, más se empeñaban en seguir jugando. Al mayor Sholto le iba peor que a nadie. Si al principio pagaba en oro y billetes de banco, pronto empezó a emitir pagarés por grandes sumas. A veces ganaba un poco, lo suficiente para que renacieran sus esperanzas de desquite, pero en seguida se le volteaba la suerte y la desdicha se ensañaba con mayor crueldad que nunca. Todo el día se le veía vagar más sombrío que un cielo tempestuoso; pronto comenzó a beber sin medida.

“Una noche perdió como nunca había perdido. Yo estaba sentado en mi choza cuando él y el capitán Morstan pasaron de regreso a sus habitaciones. Eran amigos íntimos y nunca se les veía separados. El mayor hablaba de sus pérdidas.

“-Ya no hay remedio, Morstan -decía al pasar por delante de mi choza-. Tengo que pedir mi retiro. Estoy arruinado.

“-¡No seas tonto, viejo! -le contestó el otro dándole una palmada en el hombro-. Yo también he tenido una mala racha, pero…

“Eso fue todo lo que pude escuchar, pero fue suficiente para hacerme reflexionar.

“Dos días después vi al mayor Sholto paseándose por la playa y aproveché la oportunidad para hablarle.

“-Quisiera que me diera usted un consejo, mayor -le dije.

“-Bueno, Small, ¿de qué se trata? -me preguntó quitándose la pipa de la boca.

“-Quería preguntarle, señor, a quién corresponde, según la ley, un tesoro que se halla escondido. Yo sé dónde hay uno enterrado que vale medio millón y ya que no puedo aprovecharlo, creo que tal vez sería lo mejor denunciarlo a las autoridades, con lo que obtendría, quizás, que se me redujera una parte de mi pena.

“-¿Medio millón, Small? -balbuceó el mayor, mirándome fijamente como para cerciorarse de que decía la verdad.

“-Sí, señor, en piedras preciosas y perlas. Está en un sitio que yo sé, a la disposición del que vaya a buscarlo. Lo más curioso del caso es que su verdadero dueño ha sido declarado fuera de la ley. En este caso, ¿el tesoro pertenece al primero que lo encuentre?

“-No. Al gobierno, Small, al gobierno vme dijo esto con un acento que me hizo comprender que ya era mío.

“-¿Entonces usted cree que debo dar parte al gobernador general? -le pregunté con calma.

“-Sí, sí, pero no haga usted nada con precipitación, porque tal vez se arrepentirá después. Cuénteme cómo es eso, Small, presénteme usted hechos.

“Le referí toda la historia, introduciendo en ésta algunos pequeños cambios para que el mayor no pudiera identificar los lugares, y cuando terminé, siguió inmóvil y pensativo. Por el temblor de sus labios comprendí su lucha interior.

“-El asunto es por demás importante, Small -me dijo por fin-, y no debe usted decir a nadie una palabra de él. Pronto volveremos a hablar.

“A las dos noches siguientes se presentaron en mi choza él y su amigo, el capitán Morstan, sirviéndose de una linterna para encontrar el camino por entre la negra oscuridad.

“-Deseo que el capitán Morstan oiga la historia de los propios labios de usted, Small -me dijo el mayor.

“Yo repetí el relato que le había hecho a él.

“-¿Cree usted que sea verdad? -preguntó-. ¿Será lo suficiente para proceder?

“El capitán Morstan hizo un movimiento afirmativo con la cabeza.

“-Mire usted, Small -me dijo el mayor-. Mi amigo y yo hemos hablado del asunto y hemos llegado a la conclusión de que en el secreto que usted posee, no toca intervención alguna al gobierno. Después de todo, no se trata sino de bienes privados que le pertenecen y por eso usted puede disponer libremente de ellos. Ahora, la cuestión es ¿qué precio pone usted a su secreto? Si llegáramos a entendernos en cuanto a este punto, podría ser que nosotros nos hiciéramos cargo del negocio o que, por lo menos, lo examináramos.

“El mayor trataba de hablar en tono frío o indiferente, pero sus ojos brillaban de codicia y de impaciencia.

“-¡Ah! En cuanto a eso, señores -contesté tratando también de aparecer dueño de mí mismo, pero mostrándome, a pesar de todo, tan excitado como él-, el hombre que se encuentra en mi posición no puede hacer más que un trato. Ustedes me ayudarán a recuperar la libertad, lo mismo que a mis tres compañeros; a cambio de ello, los asociaremos en el negocio, es decir, les daremos la quinta parte del tesoro.

“-¡Hum! -me contestó-. ¡La quinta parte! La proposición no es muy tentadora.

“-Cincuenta mil para cada uno de los dos -le dije.

“-Pero ¿cómo podríamos libertarlos? Bien sabe que eso es imposible.

“-No es del todo imposible -le contesté-. Todo lo tengo pensado hasta en los menores detalles. El único obstáculo para nuestra fuga consiste en la falta de una embarcación apropiada para el viaje y de provisiones para el tiempo que éste dure, pero en Calcuta y Madrás hay gran cantidad de yates y goletas que pueden servir perfectamente para tal objeto. Nos embarcaríamos durante la noche; con desembarcar en algún punto de la costa india, habrían ganado ustedes su parte del tesoro.

“-Si no se tratara más que de uno -dijo.

“-Todos o ninguno -le contesté-. Lo hemos jurado; los cuatro tenemos que salvarnos juntos.

-Ya ve usted, Morstan -hizo notar el mayor-, Small es hombre de palabra, pues no abandona a sus amigos. Me parece que podemos tener confianza en él.

-Este negocio es inmundo -contestó el otro-. Pero como usted me dice, con ese dinero podemos retirarnos del servicio.

“-Bueno, Small -dijo el mayor-. Aceptamos el negocio, pero antes, naturalmente, tenemos que comprobar la verdad de su historia. Dígame dónde está escondido el cofre y yo pediré permiso, de modo que en el vapor mensual de provisiones pasaré a la India con ese objeto.

“-No tan pronto -le repliqué con calma, mientras él se excitaba más-. Yo debo obtener primero el consentimiento de mis tres camaradas. Ya le he dicho a usted que todos o ninguno.

“-¡Qué tontería! -prorrumpió Sholto-. ¿Qué tienen que hacer esos negros con nuestro trato?

“-Negros o azules -le dije-, yo estoy con ellos y con ellos tengo que ponerme de acuerdo.

“El asunto se arregló en una segunda conferencia, a la que asistieron Mahomet Singh, Abdullah Khan y Dosk Akbar. Volvimos a discutir el negocio y por fin llegamos a este convenio:

“Nosotros entregaríamos a cada uno de los dos oficiales un plano del fuerte de Agra, señalando en ellos el lugar donde el tesoro estaba escondido. El mayor Sholto iría a la India a comprobar nuestra información. Si encontraba el cofre lo dejaría allí, nos enviaría un pequeño yate provisto de víveres para el viaje, debiendo esta embarcación detenerse frente a la isla Rutland hasta que nosotros la abordáramos, y volvería entonces a su puesto. El capitán Morstan pediría después licencia para ausentarse, se reuniría con nosotros y nos llevaría a Agra, donde nos repartiríamos el tesoro. La parte correspondiente al mayor Sholto se le daría al capitán Morstan.

“Este convenio lo sellamos con los juramentos más solemnes que la mente puede concebir y la boca expresar. Toda la noche me la pasé trabajando y por la mañana ya estaban listos los dos planos, marcados con el signo de los cuatro: Abdullah, Akbar, Mahomet y yo.

“Bueno, señores, estoy cansándoles a ustedes con mi largo relato, pues ya veo que mi amigo el señor Jones está impaciente por encerrarme en un calabozo bien seguro. Voy a abreviar todo lo que pueda. El infame Sholto fue a la India, pero jamás volvió a vernos. El capitán Morstan me enseñó su nombre en la lista de pasajeros de uno de los vapores que habían salido poco después. Un tío suyo había muerto, dejándole una fortuna, y él se había separado del ejército; pero su herencia no le impedía traicionar a cinco hombres como nos traicionó a nosotros. Morstan fue a Agra a los pocos días y comprobó, como lo esperábamos, que el tesoro había desaparecido. Sholto se había robado el tesoro, olvidándose del sagrado juramento hecho. Desde ese día ya no viví más que para la venganza, pensando en ella de día y soñando con ella de noche. La venganza llegó a ser en mí una pasión dominante y avasalladora. Poco me importaba la ley, poco el presidio. Escaparme, perseguir a Sholto hasta encontrarlo, estrangularlo con mis propias manos, era mi único pensamiento. El mismo tesoro de Agra se había convertido para mí en cosa de poca importancia al lado de la necesidad de exterminar a Sholto.

“Deben saber ustedes que durante mi vida me he preocupado de muchas cosas y todas las he realizado, sin excepción, Pero esta vez pasó mucho tiempo antes de que llegara mi día. Les he dicho que había aprendido algo de medicina. Un día en que el doctor Somerton estaba en cama, con fiebre, una cuadrilla de presidiarios se presentaron en la enfermería con un pequeño indígena que se encontraron en el bosque. el cual, sintiéndose gravemente enfermo, había ido allí en busca de un lugar solitario donde morir. Yo me hice cargo del enfermo, por más que éste era perverso como una serpiente. Al cabo de dos meses lo había curado y puesto en condiciones de andar. El isleño me tomó cariño y ya casi no iba a ver a sus gentes. La mayor parte del tiempo se la pasaba en mi choza. Yo llegué a aprender algo de su idioma, lo que hizo que me quisiera más.

“Tonga -éste era su nombre- era experto en la navegación de las costas y tenía una canoa bastante grande. Cuando me convencí de que realmente me tenía cariño y que estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por mí, decidí servirme de él para escapar. Un día le hablé al respecto. Convenimos en que una noche, designada de antemano, se acercaría con su embarcación a un muelle viejo que nadie vigilaba y en donde yo estaría esperándolo. Le di instrucciones para que se proveyera de varios cántaros de agua y de una cantidad regular de patatas, cocos y papas dulces.

“El pequeño Tonga era agradecido y fiel y jamás hombre alguno tuvo un compañero tan leal como ése. En la noche convenida estuvo con su canoa en el muelle. Pero dio la casualidad de que en esos momentos se encontraba por allí uno de los guardas, un miserable indígena que nunca había desperdiciado la oportunidad de insultarme y maltratarme. Muchas veces había jurado vengarme de él, y ahora, de improviso, se me presentaba la ocasión de cumplir mi juramento. Se hubiera dicho que la suerte lo ponía en mi camino para que yo pudiera pagar mi deuda antes de salir de la isla. Estaba de pie en la playa, dándome la espalda, con su carabina al hombro. Miré a todos lados en busca de una piedra para hacerle volar los sesos, pero no la encontré por ninguna parte.

“Entonces se me ocurrió una extraña idea. Me senté en el suelo y en medio de la oscuridad me desaté del muslo la pata de palo. Di tres largos saltos y caí sobre el hombre, dándole un fuerte golpe en plena frente, con el que le hundí los sesos. Todavía pueden ver ustedes la madera astillada en la parte que chocó contra el cráneo. Ambos rodamos por tierra, pues yo no pude conservar el equilibrio, pero al incorporarme vi que estaba perfectamente inmóvil.

“Me dirigí a la embarcación y al cabo de una hora estábamos en plena mar. Tonga había llevado consigo todos sus bienes, sus armas y sus dioses. Entre otras cosas tenía un largo bambú y algunas esteras hechas de ramas de cocos, lo que me permitió preparar una especie de vela para la canoa. Durante diez días estuvimos vagando en una y otra dirección, confiados al azar. Al undécimo día fuimos recogidos por un buque de vela que iba de Singapur a Sedán, llevando un cargamento de peregrinos malayos. Estos eran tan numerosos que llenaban el buque, pero Tonga y yo conseguimos acomodarnos entre ellos. Los malayos tenían la excelente cualidad de que no se ocupaban del prójimo ni hacían preguntas indiscretas.

“Si fuera a contarles a ustedes todas las aventuras que pasamos mi pequeño compañero y yo, no me lo agradecerían, pues los tendría escuchándome hasta el amanecer. Vagamos por aquí y por allá en diferentes países, pues parecía que algo nos alejaba siempre de Londres. Pero yo no perdía de vista ni un momento mi propósito y casi no había noche que no soñara con Sholto. Creo haberlo matado en mis sueños más de cien veces. Por fin, hace algunos años, conseguimos desembarcar en Inglaterra. No me fue difícil encontrar la casa de Sholto y en el acto me puse a averiguar si había vendido las piedras o todavía las conservaba. Me hice amigo de alguien que estaba en posibilidad de ayudarme -no menciono nombres porque no deseo arrastrar conmigo a nadie- y pronto supe que aún conservaba el tesoro. Entonces traté de acercármele de diferentes modos, pero el hombre era muy astuto y siempre estaba custodiado por dos pugilistas, aparte de sus hijos y su khitmutgar.

“Un día recibí la noticia de que estaba moribundo. Corrí a la casa y me metí en el jardín, furioso al pensar que se escapaba de mis garras; miré por la ventana y lo vi en la cama, con un hijo a cada lado. Yo había ido resuelto a vérmelas con los tres, pero cuando le vi las quijadas caídas, comprendí que ya estaba muerto. Esa misma noche entré en el cuarto y registré los papeles para ver si encontraba las señas del lugar donde se encontraba mi tesoro, pero no descubrí una sola línea que me lo revelara. Al salir de la habitación estaba tan rabioso como puede estarlo un hombre en la peor de las circunstancias. Antes de marcharme me dije que si alguna vez volvía a ver a mis amigos los sikas, les agradaría saber que yo había dejado en el cuarto de nuestro burlador un recuerdo del odio que le teníamos. Fue entonces cuando escribí ‘el signo de los cuatro’ en un papel que prendí en el pecho del cadáver. Era demasiado que lo llevaran a la tumba sin un recuerdo de los hombres burlados y robados por él.

“Por esas fechas vivíamos de lo que producía la exhibición del pobre Tonga en las ferias y otros lugares por el estilo, donde yo lo presentaba como el Negro Caníbal. Tonga comía carne cruda delante del público y bailaba sus danzas guerreras, lo que nos dejaba al final del día un buen puñado de peniques. Yo seguía recibiendo constantemente noticias de Pondicherry Lodge. Durante mucho tiempo no supe sino que los hijos buscaban el tesoro y no lo encontraban. Pero, por fin, sucedió lo que esperábamos con tanta impaciencia: el tesoro había sido encontrado. Estaba en el techo de la casa, encima del laboratorio químico de Bartholomew Sholto. Fui a observar el lugar y no me fue posible trazarme, en seguida, un plan para llegar hasta allá arriba con mi pierna de palo. Averigüé y supe de la existencia de la puerta-claraboya, informándome, también, de la hora en que el señor Sholto comía. Me pareció, entonces, que con el auxilio de Tonga podía realizar mi deseo; poniendo manos a la obra, lo llevé hasta el sitio mismo y le até una larga cuerda a la cintura. Tonga era un gato para trepar y pronto estuvo en el techo, pero la mala suerte de Bartholomew Sholto lo retuvo en el cuarto y esto le costó la vida. El negrito creyó haber hecho algo magnífico matándolo, pues cuando yo llegué al cuarto, izándome por la cuerda, lo encontré orgulloso como un pavo real. Se sorprendió mucho cuando lo golpeé con la punta de la cuerda, echándole mil maldiciones por su insaciable sed de sangre. Tomé el cofre del tesoro y lo amarré con la cuerda, deslizándome por ella después, pero antes dejé, sobre la mesa, el signo de los cuatro, para hacer ver que las piedras preciosas habían ido a dar por fin a manos de aquellos que tenían más derecho que nadie sobre ellas. Tonga izó la cuerda desde arriba, cerró la ventana y salió por donde había entrado.

“No sé si me falta algo que contar. Había oído hablar a un marinero de la velocidad de la Aurora, la lancha de Smith, y pensé que ésta podía servirnos para nuestra fuga. Contraté al viejo Smith. Le ofrecí una gruesa suma de dinero si nos ponía sanos y salvos a bordo del vapor. Es probable que Smith se diera cuenta de que a nosotros nos pasaba algo raro, pero nunca le revelamos nuestro secreto. Todo lo que he referido es la verdad, señores, y si la he dicho a ustedes no ha sido para divertirlos, pues no han trabajado ciertamente por mi felicidad, sino porque he creído que mi mejor defensa consiste en no ocultar nada, de modo que todo el mundo sepa el comportamiento del mayor Sholto conmigo y sepa, asimismo, que soy inocente de la muerte de su hijo.”

-La historia es extraordinaria -dijo Sherlock Holmes-. Interesante como pocas. En la última parte de su narración no ha habido más que una cosa que yo ignoraba, y es que la cuerda había sido llevada por usted. Yo suponía que la habían encontrado en el cuarto. Y ahora que recuerdo, mi creencia era que Tonga había dejado caer todos sus dardos, pero después tuvo uno más para dispararlo sobre nosotros.

-Sí, señor, todos se le habían caído, salvo el que le quedaba en el tubo con que los lanzaba.

-¡Oh, desde luego! -dijo Holmes-. Pero eso tampoco se me ocurrió.

-¿Tiene usted alguna otra pregunta que hacerme? -preguntó amablemente el prisionero.

-Creo que no, gracias -contestó mi compañero.

-Bueno, Holmes -dijo Athelney Jones-, merece usted nuestras mayores consideraciones. Sabemos ahora que es usted un verdadero maestro en el arte de la investigación; pero el deber es el deber y he ido demasiado lejos al cumplir los caprichos de usted y de su amigo. No me sentiré tranquilo hasta que tengamos a nuestro amigo, aquí presente, a buen recaudo. El coche sigue esperando y abajo hay dos inspectores. Estoy muy agradecido con ambos por su ayuda. Desde luego, serán llamados para atestiguar en el juicio. Que pasen ustedes buenas noches.

-Buenas noches, caballeros -dijo Jonathan Small a su vez.

-Pase usted primero, Small -comentó Jones al salir de la habitación-. Tendré buen cuidado de que no me golpeé con su pierna de palo como lo hizo con el caballero de las islas Andaman.

-Bueno, éste es el fin de nuestro pequeño drama -comenté después de haber estado fumando en silencio algún rato-. Me temo que ésta será probablemente la última investigación en que tendré oportunidad de estudiar sus métodos. La señorita Morstan me ha hecho el honor de aceptarme como su futuro esposo.

Holmes lanzó un gruñido de desilusión.

-Ya me lo temía; realmente no puedo felicitarlo -murmuró.

Yo me sentí un poco ofendido.

-¿Tiene usted alguna razón para sentirse insatisfecho de mi elección?

-Absolutamente ninguna. Creo que se trata de una de las jóvenes más encantadoras que he conocido y que se ha mostrado muy útil en la investigación que hemos estado haciendo. Tiene un verdadero genio en tal sentido. Recuerde usted que supo conservar el plano del lugar donde se encontraba el tesoro, de entre todos los papeles de su padre. Pero el amor es una cosa emocional y todo lo que es emocional se opone a ese frío razonamiento que me parece la cualidad más importante del hombre y que antepongo a todo lo demás. Yo no me casaré nunca, para que mi juicio y mi sentido común no sufran serios perjuicios.

-Confío -dije echándome a reír- en que mi juicio podrá sobrevivir a la prueba. Pero, parece usted muy cansado.

-Sí, empiezo ya a sentir los efectos de las andanzas. Estaré convertido en un guiñapo humano durante una semana, cuando menos.

-Es extraño cómo los accesos de lo que en cualquier otro hombre llamaría pereza, alternan en usted con ataques de vigor y energía extraordinarias.

-Sí -contestó él-, hay en mi personalidad características que me hacen aparecer como un completo haragán, combinadas con características de un hombre excepcionalmente inquieto y activo; pero, volviendo al asunto de Norwood, ¿vio usted cómo yo tenía razón cuando le dije que Small contaba con un aliado dentro de la casa? El aliado no puede ser otro que Lal Rao, el criado. Así que Jones tuvo realmente el honor indiscutible de haber cogido un pez en su gran redada.

-La división me parece bastante injusta -comenté-. Usted ha hecho la mayor parte del trabajo en este asunto. Yo saco de él una esposa. Jones obtiene el crédito. ¿Y qué le queda a usted?

-Para mí queda aún la botella de cocaína -dijo Sherlock Holmes. Y extendió su mano, larga y blanca, hacia ella.



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