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El suicida sustituto

[Cuento - Texto completo.]

Giovanni Papini

Era inútil. Cada esfuerzo parecía agravar el inconveniente. El sombrerito de paño no quería cubrir adecuadamente aquella vergonzosa calvicie, surcada por escasos cabellos estirados que el peluquero extendía tres veces por semana a través del cráneo, última barrera de toda ilusión absalónica. Los manotazos que llevaban al sombrerito de derecha a izquierda eran, según la tácita opinión del matemático presente, un puro derroche de energía. Mi pobre amigo estaba más nervioso que los otros días. Una sola taza de café -¡y de qué miserable café!- lo había reducido a ese estado. No podía estar quieto: la silla se agitaba debajo de él con graves crujidos y bruscos estruendos sofocados por el piso. Los cigarrillos -había fumado dos paquetes en pocas horas-, le habían dado una especie de delirio confabulatorio que comenzaba a preocuparme. Desde muy temprano, cuando llegué a la ciudad, no tuve ánimo para dejarlo solo. Probablemente sufría, pero no quería hablar del motivo de su sufrimiento.

Viéndolo allí, en el café, con el lápiz en la mano, los ojos extraviados, el sombrero sobre una pared y el cigarrillo apagado, que surgía oblicuo y cayéndose de uno de los ángulos de los labios morados, daba casi miedo y ya el camarero, en secreto, me había pedido al oído que lo llevara a casa.

Se lo propuse.

-¿A casa? -me dijo, mirándome de través-. ¿Y dónde está mi casa? No tengo una piedra donde apoyar mi cabeza.

Estas últimas palabras las pronunció sonriendo levemente, pero de inmediato retomó su acento trágico.

-¿Por qué -continuó- no se puede tener el derecho de repetir las palabras de Cristo? ¿No somos hijos del hombre como él? ¿No debemos beber la hiel como él? Y si alguna vez lo quisiera, ¿no podría ser torturado como él?

El matemático, que hasta entonces no había abierto la boca más que para sorber su cafecito, se volvió hacia mí y dejó caer una breve sentencia como desde lo alto de la sabiduría:

-¡Literatura!

Mi amigo no contestó. Se tocó nuevamente el pobre sombrero y llamó en voz alta:

-¡Muchacho!

Entró el chico vestido de rojo; tenía una ancha boca de batracio.

-¡Una vela encendida!

Cuando le colocaron la vela delante, apoyó la mano sobre la llama apretando los labios.

-¿Qué haces?

Traté de retirarle el brazo, pero se defendió con el otro y mantuvo la mano curvada sobre el fuego. Los parroquianos del café fijaron su atención en nosotros y miraban: el propio dueño acudió, profundamente serio y con los ojos que parecían salírsele de las órbitas, sin saber qué decir. El matemático miró el reloj. Empezamos a sentir olor a quemado. Algunas personas se levantaron murmurando que era una porquería y se fueron sin pagar.

Le di un nuevo sacudón al brazo y apagué la vela. Mi amigo extrajo el pañuelo, se vendó la mano ennegrecida y dijo con voz furiosa:

-Lo hice para contestarle a ese imbécil.

Y se levantó. Dejamos el café en medio del vocerío de los espectadores. Hubo quien hablaba de llamar a la policía o a un médico. Una señora afirmaba con énfasis:

-¡Es un faquir! ¡Es un faquir!

Dejamos las calles del centro en silencio y atravesamos el puente para subir a la colina que tantas veces había hospedado nuestros entusiastas conciliábulos. El sol esparcía relámpagos desde el oro de la basílica y en medio de la fachada el enorme Cristo de mosaico, de cabellos negros y dilatados ojos, contemplaba duramente a la ciudad baja, extendida a sus pies, que no hacía caso de él.

Pero no llegamos hasta arriba. Dejamos la avenida y tomamos por una calle secundaria que lleva al prado de los olivos. Sobre el césped cortado se levantaban como siempre los horadados muros republicanos y arriba, en lo alto, las cruces de mármol blanco del cementerio de lujo. Sentada al pie de un árbol una vieja de chal rojo se peinaba con recogimiento, observando cada tanto el peine con singular atención.

-Detengámosnos aquí -dijo mi amigo-. No tengo ganas de caminar y querría decirte algo.

Nos sentamos como pudimos sobre las piedras que flanquean el sendero. Se escuchaba el chirrido del tranvía en la curva de la avenida y la voz de una niña que llamaba insistentemente a alguien. Mi pobre amigo parecía bastante calmado bajo la suave brisa que se explayaba en ese solitario rincón. Se tocaba por momentos la mano quemada y si alguna lágrima involuntaria no hubiese brillado entre las pestañas, se hubiera dicho que era un hombre como todos los demás. Ahora se le había pasado la vergüenza: había tirado el sombrerito de paño y su cabeza oblonga, desnuda en el centro y sobre la frente, totalmente roja por la congestión, se refrescaba bajo la brisa crepuscular.

-¿Sabes cuándo he nacido? -me preguntó luego de un largo rato de silencio.

-Sé que tienes treinta y dos años ya cumplidos, pero el día de tu nacimiento lo ignoro.

-Pasado mañana terminan mis treinta y tres años.

Dijo estas palabras en voz baja como si me revelara un gran secreto.

-¿Eso que quiere decir? -respondí con mi habitual estupidez antisentimental-. El tiempo pasa para todos, y al fin de cuentas todavía no eres viejo.

¡Qué desprecio vi en sus ojos grises! Lo recuerdo en este momento como no lo había visto nunca hasta entonces. No había advertido jamás el poderío de su mirada.

-Escucha -agregó-; tú no entiendes nada. Esperaba que pudieras comprender algo más que los otros y todavía no he perdido la esperanza. Te juro que haré todo lo posible, hasta la última gota de sangre, ¿comprendes?, para salvarte.

-¡Pero explícate de una buena vez! -repliqué entre fastidiado y ofendido-. Hoy no has hecho más que hablar de todo un poco sin sentido, y de todo has hablado mal sin dejarme meter baza. Hace un rato, en el café, has cometido esa triste payasada para molestar a un hombre que no tiene ninguna importancia. Ahora me sales con razonamientos misteriosos y enigmas sin sentido. ¿Qué quieres? ¿Quieres salvarme? ¿Y de quién? ¡Hablemos claro, de una vez por todas!

-Escúchame -contestó con voz cambiada y casi patética- tú sabes que siempre te he querido y que has sido el único hombre del cual he esperado algo. Siempre me he franqueado contigo, no del todo, pero mucho más que con los otros. Muchas veces elegí tu compañía, te escribí cartas que no puedes haber olvidado. Ahora te escojo una vez más para esta última confesión y tú quieres hacerme sentir a la fuerza que no eres digno de ella. Pero no tengo tiempo que perder y no te dejo. No creas que me hago el loco y el enigmático para hacerme el interesante. Otras veces lo hice porque un poco de charlatanería bien manejada ayuda hasta a un genio, pero hoy no tengo ganas. Te hablaré lo más francamente que puedo. Ya te dije que dentro de dos días terminan mis treinta y tres años. No lo recordé para hacer literatura nostálgica cuando se nos va la juventud. Para mí, ésta es una fecha importante. Para los otros hombres el pasar de los treinta y tres a los treinta y cuatro no significa nada. Es el cambio de una cifra y nada más. Para mí, sin embargo, se trata de un momento extremadamente grave. Treinta y tres años constituyen para mí la edad sagrada, divina, perfecta. A mi parecer, quien no ha demostrado su capacidad de grandeza hasta entonces no hará nunca nada bueno, aunque viviese mil años. Los que no han demostrado a los treinta y tres años su genio o no dieron indicios ciertos de lo que puede esperarse de ellos en un futuro próximo tienen un definido y terrible deber. A los treinta y tres años fue muerto Jesús. Esta es la edad clásica y solemne del sacrificio supremo. Quien no ha podido dar su alma a los hombres debe darles por lo menos su vida. Yo me encuentro en esta circunstancia. Durante muchos años pensé hacer algo superior a lo que hicieron los demás y me he arrastrado detrás de mi estéril inconformismo hasta este momento, esperando siempre el milagro y confiando en el futuro. Ahora estoy condenado y renuncio a todo. Troncharé mi existencia perfectamente inútil. Terminaré en un mismo día mis años y mi vida. Estoy decidido firmemente a este final y nadie podrá disuadirme. Me sacrificaré también yo por alguien y mi muerte no será llana como fue mi nacimiento. Óyeme bien, porque se trata de ti. Me mataré justamente por ti, me mato en tu lugar, abandono mi vida para salvar la tuya.

“Como te dije, eres el único hombre en el que tuve esperanzas. Últimamente hubiese querido que tú hicieras lo que yo no podía hacer, que te convirtieras en aquel que yo no había podido ser. Hay en ti momentos y gérmenes de genialidad, síntomas de una profunda diferencia con los otros. Tuve y tengo esperanza en ti, aunque no quieras entender lo que digo ni lo que espero. Desde hace algún tiempo llevas una vida que me desagrada. No lees más, no trabajas, no vienes a buscarme. Te has juntado con imbéciles y lo que escribes es pura chapucería de salón, de café, fría, sin nervio. No te veo ir más al campo, pero sé que frecuentas muchas mujeres; no te encuentro más solo, siempre acompañado de hombres de los que deberías huir como de la peste. No eres más el que eras: todas tus ambiciones han caído como alas rotas; miras más en ganar que en asombrar, buscas mas bien vivir cómodo que ascender. Nunca te dije estas cosas tan crudamente, pero ahora las oyes de un moribundo que te estima. Por eso he pensado hacer una última y desesperada tentativa para salvarte. Debo morir pasado mañana, de todos modos, pero quiero que sepas que muero por ti. Estás demasiado aferrado a la vida y no tienes el valor de matarte. Tras la caída de estos últimos meses, si tú volvieras a pensar en lo que has sido y en lo que deseabas ser deberías matarte, pero sé que no lo harás.

“Yo tomaré tu lugar y cargaré también con tus pecados. No pudiendo soportar más el espectáculo penoso de tu olvido de ti mismo, hago lo que deberías hacer y no te atreves. Me mato con la esperanza de que mi sacrificio por ti sacuda de tal manera tu alma que logre sacarla a flote y cambie su esencia hasta su muerte.

“Nada se obtiene sin sacrificio, sin sangre. Yo me sacrifico por ti; mi sangre la derramo en aras de tu grandeza. También yo, como Jesús a los treinta y tres años, marcho voluntariamente al suplicio extremo. Él murió para salvar a todos los hombres; yo, que no soy Dios, muero para salvar a uno solo. Esperemos que mi holocausto sea más afortunado que el suyo. Puede ser que yo me engañe y que tú estés ya tan enfangado en la mediocridad que ni siquiera la impresión que te cause mi muerte pueda hacerte rezarte y hacer que recuerdes tu verdadero yo. Pero quiero esperar hasta el final. Cuando sepas que un hombre que tú estimabas se mató por la pena de verte tan bajo y por la esperanza de devolverte a tu verdadero destino, quizás no sonrías más como en este momento. Yo no bromeo. Dentro de dos días te enterarás si me he comportado como un payaso o si te he dado verdaderamente la máxima prueba de amor que un hombre puede dar a otro hombre.”

No lo interrumpí hasta ese momento y escuché el largo discurso sin poder menos que sonreír bobamente cada tanto. Pero algo quería decir también yo. No puedo olvidar la lógica ni siquiera en los más graves momentos.

-Perdona -le dije con tranquila ironía- no he comprendido bien si te matas porque no has sido capaz de hacer nada o porque quieres forzarme a hacer algo. En el primer caso, no tengo ninguna razón especial para conmoverme o estremecerme; en el segundo, aguardaré la experiencia, si es que has hablado seriamente.

¡Ojalá no lo hubiese dicho! Mi amigo, sin mirarme siquiera, se acomodó en la cabeza el sombrero de fieltro y se alejó inmediatamente de mí, agitando convulsivamente la mano envuelta en el pañuelo. Intenté seguirlo, pero la noche caía y algo de niebla ofuscaba ya las avenidas desiertas. El desdichado corría desesperadamente con su andar desgarbado de hombre cansado. En uno de los recodos lo perdí de vista y no pude saber dónde había entrado. ¿Qué podía hacer? La famosa fecha ha pasado y nunca más he vuelto a verlo.

FIN



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