Casa digital del escritor Luis López Nieves


Recibe gratis un cuento clásico semanal por correo electrónico

El zueco

[Cuento - Texto completo.]

Marcel Schwob

El bosque del Gâvre está cruzado por doce grandes senderos. La víspera de Todos los Santos, el sol rayaba aún las hojas verdes con una barra sangre y oro, cuando una niña vagabunda apareció por la ruta principal del este. Llevaba un pañuelo rojo a la cabeza atado bajo el mentón, una camisa de paño gris con botones de cobre, una falda deshilachada, un par de pequeñas pantorrillas doradas, redondas como bolillos, que se introducían en zuecos guarnecidos de hierro. Cuando llegó a la gran encrucijada, al no saber hacia dónde ir, se sentó cerca de la señal kilométrica y se puso a llorar. Y lloró durante tanto rato que la noche cayó mientras las lágrimas corrían entre sus dedos. Las ortigas dejaban inclinarse sus racimos de granos verdes. Los grandes cardos cerraban sus flores violetas, la carretera gris a lo lejos reforzaba su color grisáceo bajo la niebla. De repente, dos garras y un fino hocico se subieron a un hombro de la pequeña; y después un cuerpo aterciopelado por completo, seguido de una cola en penacho, anidó entre sus brazos e introdujo su nariz en la manga corta de paño. Entonces la niña se levantó, y se introdujo bajo los árboles, bajo los arcos que formaban las ramas entrelazadas con breñas picadas de endrinas de donde surgían de improviso avellanos y ablanedos dirigidos hacia el cielo. Y, al fondo de una de aquellas bóvedas negras, vio dos llamas muy rojas. El pelo de la ardilla se erizó; algo rechinó los dientes, y la ardilla saltó al suelo. Pero la niña había corrido tanto por los caminos que ya no tenía miedo, y avanzó hacia la luz.

Un ser extraordinario, con los ojos encendidos y la boca de un violeta oscuro, se hallaba agazapado bajo un matorral; sobre su cabeza se erguían dos cuernos puntiagudos y allí mordisqueaba las avellanas que cogía constantemente con su larga cola. Abría las avellanas con los cuernos, les quitaba las cáscaras con sus manos secas y peludas, cuyas palmas eran rosas y rechinaba los dientes cuando se las comía. Al ver a la niña, dejó de roer y se quedó mirándola, guiñando constantemente los ojos.

-¿Quién eres? -dijo ella

-¿No ves que soy el diablo? -contestó el animal levantándose.

-No, señor diablo, -gritó la niña-. ¡Oh… oh… no me haga daño! No me hagas daño, señor diablo. Yo no te conozco ¿sabes? ¡nunca he oído hablar de ti. ¿Eres malo?

El diablo se echó a reír. Acercó su garra puntiaguda hacia la niña y le lanzó a la ardilla sus avellanas. Cuando se reía, los manojos de pelos que crecían en sus fosas nasales y en sus orejas bailaban sobre su cara.

-Sé bienvenida, niña -dijo el diablo-. Me gustan las personas sencillas. Creo que eres una buena chica, pero no te sabes aún el catecismo. Cuando seas mayor tal vez te enseñen que yo me llevo a los hombres, pero verás claramente que eso no es cierto. Sólo vendrás conmigo si quieres.

-Pero, yo no quiero -dijo la niña-. Eres malo; en tu casa todo debe estar negro. Yo, como puedes ver, deambulo a la luz del sol por la carretera; recojo flores y, a veces, cuando pasan damas o caballeros, me las compran por diez céntimos. Y por la noche, a veces, hay buenas mujeres que me permiten dormir sobre su heno. Esta noche no he podido comer porque estamos en el bosque.

Y el diablo dijo:

-Escucha, pequeña, no tengas miedo. Voy a ayudarte. Ponte de nuevo el zueco que se te ha caído.

Y mientras decía esto, el diablo cogía una avellana con su cola, y la ardilla cascaba otra. La pequeña introdujo su pie mojado dentro del zueco y, de repente, se encontró en la carretera principal bajo un sol naciente que formaba bandas rojas y violetas por oriente, en el aire fresco de la mañana, con la bruma flotando aún por encima de los prados. Ya no había ni bosque, ni ardilla, ni diablo. Un carretero borracho que pasaba en aquel instante al galope conduciendo un grupo de becerros que mugían bajo una lona mojada, le azotó las piernas con el látigo a modo de saludo. Las abejarucos de cabeza azul piaban en los setos de majuelo cuajados de flores blancas. La pequeña, bastante sorprendida, se puso de nuevo a andar. Durmió bajo una coscoja en un rincón del campo y al día siguiente prosiguió su camino. Andando, andando, llegó hasta las landas pedregosas bañadas por un aire salado. Y más lejos encontró cuadrados de tierra, cubiertos de agua salina, con montones de sal que amarilleaban ante el cruce de las calzadas. Andarríos y nevatillas picoteaban el estiércol en la carretera. Grandes bandadas de cuervos se abatían sobre los campos, con roncos graznidos.

Una tarde halló sentado al margen del camino a un mendigo harapiento, con la frente vendada por un trapo viejo, el cuello surcado por cuerdas rígidas y retorcidas y los párpados vueltos. Cuando la vio llegar, se levantó y le impidió el paso con sus brazos extendidos. Ella dio un grito; sus gruesos zuecos resbalaron por la pasarela del arroyo que cortaba la ruta: la caída y el pánico hicieron que se desmayara. El agua, susurrando, le bañaba el cabello; las arañas rojas se deslizaban entre las hojas de los nenúfares para mirarla; las ranas verdes agachadas la contemplaban tragando aire. Sin embargo, el mendigo se rascó con lentitud el pecho bajo su ennegrecida camisa y continuó su camino arrastrando una pierna. Poco a poco el sonido de la escudilla golpeando en su bastón se desvaneció por completo.

La pequeña se despertó bajo el intenso sol. Estaba dolorida y no podía mover el brazo derecho. Sentada sobre la pasarela, trataba de sobreponerse al aturdimiento. Luego, a lo lejos, se oyeron los cascabeles de un caballo; y poco después el rodar de un vehículo. Protegiéndose los ojos del sol con la mano logró divisar una toca blanca que destacaba entre dos blusas azules. El charabán avanzaba con rapidez; delante trotaba un pequeño caballo bretón con cabestro adornado de cascabeles y dos plumeros colocados sobre los anteojeras. Cuando llegó a la altura de la chica, ésta tendió el brazo izquierdo suplicante. Una mujer gritó:

-¡Vaya! parece un chica que necesita ayuda. Detén el caballo, Jean, voy a ver qué le pasa. Sujétalo bien para que no se mueva y pueda bajarme. ¡So! ¡so! ¡vamos pues! Vamos a ver qué le ocurre.

Pero cuando se acercó, la chiquilla había vuelto al país de los sueños. El sol le había dañado demasiado los ojos, el blanco resplandor de la carretera y el dolor sordo que le producía el brazo dañado le habían estrangulado el corazón dentro del pecho.

-Parece que está a punto de morir, -susurró la campesina- ¡Pobre chiquilla! O es algo retrasada o ha sido mordida por un cocodrilo o por un sourd; esos animales, que recorren los caminos de noche, son bien dañinos. Sujeta bien el carro, Jean, que no se mueva. Ven a echarme una mano, Mathurin, para subirla.

El charabán la fue traqueteando; el pequeño caballo siguió trotando con sus dos plumeros que se sacudían cada vez que una mosca le hacía cosquillas en la testera; la mujer de la cofia blanca, situada entre las dos blusas azules, se volvía de vez en cuando hacia la chiquilla, que seguía muy pálida. Llegaron por fin a una casa de pescador, cubierta de bálago; su propietario era uno de los pescadores más acomodados de la comarca, pues tenía con qué vivir y podía enviar su pescado al mercado en el fondo de la carreta.

Allí concluyó el viaje de la pequeña, pues a partir de entonces permaneció en la casa de aquellos pescadores. Las dos blusas azules eran las de Jean y Mathurin; la mujer de la cofia blanca, la señora Mathô; el marido el marinero que pescaba en una chalupa. Retuvieron a la chica pensando que podía ser útil para llevar la casa. Como los chicos y chicas de los marineros, fue educada a base de golpes. Los maltratos y los pescozones cayeron sobre ella con asiduidad. Y cuando se hizo mayor, a fuerza de arreglar las redes, manipular los cubos de agua sucia, conducir el vertedor, limpiar las algas, lavar los chubasqueros, introducir los brazos en el agua grasienta y en el agua salada, sus manos se le pusieron rojas y agrietadas, las muñecas arrugadas como el cuello de un lagarto, los pies endurecidos y llenos de callos por haber pasado mil veces sobre las pústulas del varec y las ristras de mejillones violetas que arañan la piel con el filo cortante de sus conchas. De la chiquilla de antaño sólo quedaban dos ojos como brasas y una tez morena; con las mejillas marchitas, las pantorrillas torcidas, la espalda encorvada por las pesadas cestas de sardinas, llegó a convertirse en una bracera destinada al matrimonio. Fue prometida a Jean, y antes de que los comentarios del pueblo publicaran los esponsales, Jean tomó un vale a cuenta sobre el matrimonio. Se casaron: el hombre se fue a pescar a la traína y a beber al regreso jarras de sidra y vasos de ron.

No era agraciado pues tenía una cara huesuda y un tupé de cabellos amarillos entre dos orejas puntiagudas. Pero tenía los puños fuertes: tras cada día de borrachera, Jeanne aparecía cubierta de moratones. Parió una ristra de chiquillos que aparecían agarrados a sus faldas cuando, en el dintel de la casa, raspaba la marmita de las papillas. También éstos fueron educados como los chicos y chicas de los marineros: a golpes. Los días transcurrían monótonos, lavando a los niños, arreglando redes, acostando al padre cuando volvía borracho y, a veces, en algunas buenas tardes, jugando al tres-siete con las vecinas mientras la lluvia golpeaba los cristales y el viento abatía las ramillas de la chimenea.

Luego el hombre desapareció en el mar; Jeanne lo lloró en la iglesia. Pasó mucho tiempo con la cara triste y los ojos rojos. Los hijos crecieron y se fueron uno por aquí, otro por allá. Finalmente, se quedó sola, vieja, cojitranca, encogida, temblorosa y viviendo del poco dinero que le enviaba uno de los hijos que era gaviero. Y un día, al llegar la aurora, los rayos grises que entraron a través de los cristales ahumados iluminaron una apagada chimenea y una vieja moribunda. Las rodillas puntiagudas levantaban sus harapos, mientras daba las últimas bocanadas.

Al tiempo que una de esas bocanadas cantaba en su garganta, se oyó tocar a maitines y sus ojos se oscurecieron de repente: sintió que se hacía de noche; vio que se hallaba en el bosque del Gâvre; que acababa de ponerse su zueco; que el diablo cogía una avellana con su cola y la ardilla roía otra. Gritó sorprendida al verse de pequeña, con su pañuelo rojo, su camisa gris y su falda desgarrada, y con angustia exclamó:

-¡Oh! ¡Eres el diablo y vienes a llevarme! -gimió santiguándose.

-Has hecho bastantes progresos y eres libre de venir conmigo o no -dijo el diablo.

-¿Cómo?! -dijo- ¿No soy una pecadora y vas a quemarme?

-No -dijo el diablo-, puedes vivir o venirte conmigo.

-Pero, Satanás ¡si estoy muerta!

-No -repitió el diablo-. Es cierto que te he hecho vivir toda tu vida, pero sólo durante el instante que empleaste en volver a poner tu zueco. Ahora puedes elegir entre esa vida o el nuevo viaje que te ofrezco.

Entonces la chiquilla se tapó los ojos con una mano y se puso a reflexionar. Recordó sus penas y fatigas, su vida triste y gris; se sintió sin fuerzas para volver a empezar.

-¡Esta bien! -le dijo al diablo- te acompaño.

El diablo lanzó un surtidor de vapor blanco con su boca violeta, hundió sus garras en la falda de la pequeña y, abriendo unas grandes alas negras de murciélago, subió con rapidez por encima de los árboles del bosque. Haces de fuego rojo como cohetes surgieron de sus cuernos, del extremo de sus alas y de las puntas de sus pies; la pequeña iba colgando inerte, como un pájaro herido. Pero, de repente, sonaron las doce campanadas de la iglesia de Blain, y de todos los campos oscuros subieron formas blancas, mujeres y hombres, de alas transparentes, que volaban con suavidad por los aires. Eran los santos y santas cuya fiesta acababa de empezar; el cielo pálido estaba repleto de ellos, que resplandecían de forma extraña. Los santos tenían en torno a la cabeza un aureola de oro; las lágrimas de los santos y las gotas de sangre que habían vertido se habían convertido en diamantes y rubíes que salpicaban sus ropajes diáfanos. Y santa Magdalena deshizo sobre la pequeña sus cabellos rubios; el diablo se encogió y cayó hacia la tierra como una araña al extremo de su hilo; la santa cogió a la niña en sus blancos brazos y dijo:

-Para Dios, tu vida de un segundo tiene el mismo valor que la de decenas de años; no tiene en cuenta el tiempo, pero valora el sufrimiento: ven a festejar con nosotros la fiesta de Todos los Santos.

Y los harapos de la niña cayeron; uno tras otro también cayeron los zuecos al vacío de la noche, y dos alas deslumbrantes surgieron de sus hombros. Y voló, entre santa María y santa Magdalena, hacia un astro bermejo y desconocido donde se encuentran las islas de los Bienaventurados. Allí es donde un segador misterioso acude cada noche, con la luna por guadaña, y entre las praderas de gamonitas siega estrellas rutilantes que luego siembra en la noche.

FIN


Coeur double

Traducción de Esperanza Cobos Castro

Véase “El deán de Santiago”



Más Cuentos de Marcel Schwob