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La muerte de un caballero enamorado

Narración IX - El heptamerón

[Cuento - Texto completo.]

Margarita de Navarra

La muerte piadosa de un caballero enamorado a quien llegó tardíamente el consuelo de aquella a quien amaba

 

Érase una vez un hidalgo de buen parecer que vivía entre el Delfinado y la Provenza, y era más rico en virtudes y honestidad que en otros bienes, el cual amaba muchísimo a una doncella, cuyo nombre no revelo por consideración a sus padres que vienen de importantes familias bien conocidas y os aseguro que mi historia es verídica, pero como su familia no era del mismo rango que la de ella, él no se atrevía a expresar su amor que era tan grande y perfecto que hubiera preferido morir antes de tildar en lo más mínimo su honor.

Por lo que viéndose muy por debajo de ella y sin esperanza de casarse con ella, sólo pretendía amarla con toda su alma lo más perfectamente posible, lo que hizo durante mucho tiempo hasta que ella se percató; ésta, viendo la virtud y honestidad del caballero, se sintió afortunada de verse amada por tan virtuosa persona por lo que él se sintió contento sin esperar nada más. Pero la envidia, enemiga de toda tranquilidad, no pudo tolerar esta honesta felicidad, y no faltaron quienes fueron a decir a la madre de la joven que les extrañaba ver al hidalgo pasar tantas horas en su casa hablando con ella, sospechando que el motivo no era otro que le atraía la belleza de su hija.

La madre, que no dudaba de la honestidad del caballero en quien confiaba más que en cualquiera de sus hijos, se sintió molesta al ver que le ponían en tal aprieto, aunque finalmente, temiendo que se produjera un escándalo a causa de las habladurías, le rogó que dejara de frecuentar la casa durante algún tiempo, lo cual le pareció duro de soportar sabiendo que sus honestas intenciones respecto a su hija no merecía tal alejamiento. Sin embargo, para acallar las malas lenguas se mantuvo alejado de la casa hasta que cesó el rumor, volviendo entonces como de costumbre sin que hubiera mermado su buena voluntad.

Pero un día, estando en la casa, oyó que hablaban de casar a la doncella con un hidalgo que no le pareció ser tan rico que tuviera más méritos que él para aspirar al amor de la doncella. Pronto tomó ánimo e hizo que sus amigos hablaran a su favor pensando que si dejaban a la muchacha elegir ella lo preferiría a él. Sin embargo, la madre y los parientes de la muchacha escogieron al otro porque era mucho más rico, por lo que el hidalgo se disgustó de tal forma, sabiendo que su amiga lo sentía tanto como él, que poco a poco y sin otra enfermedad comenzó a desmejorar, cambiando de tal manera que parecía que la máscara de la muerte había cubierto la hermosura de su rostro, acercándose de hora en hora con alegría.

Es verdad que alguna vez no pudo contenerse y fue a hablar con la que tanto amaba, pero finalmente, al faltarle las fuerzas, se vio obligado a guardar cama, aunque trató de evitar que se enterara su amiga para no causarle pesar. Y dejándose por la desesperanza y la tristeza, perdió las ganas de beber y comer, de dormir y de reposar, de modo que era casi imposible reconocerlo, dada su delgadez y el demacrado color de su rostro. Alguien se lo comunicó a la madre de su amiga, que era muy caritativa y apreciaba al hidalgo, pues si hubiera sido por ella y por su hijo hubieran preferido la honestidad del caballero a todas las riquezas del otro. aunque los parientes del padre nunca lo aceptaran.

Así que, en compañía de su hija, fue a visitar al hidalgo a quien encontraron más muerto que vivo, pues al aproximarse el fin de sus días se había confesado y recibido los santos sacramentos pensando morir sin ver a nadie. Pero aun estando a dos dedos de la muerte, al ver entrar a quien era su vida y resurrección se sintió tan fortalecido. Se incorporó de un salto en la cama y dijo a la dama:

-¿Por qué motivo venís a visitar a quien ya tiene un pie en la fosa y de cuya muerte sois vos la causa?

-¡Cómo es posible -se dijo la dama- que aquél a quien amamos acepte la muerte por nuestra culpa! Decidme, por favor, qué razones tenéis para expresaros así.

-Señora -contestó él- he disimulado todo lo posible mi amor por vuestra hija y mis padres, al hablar de nuestro matrimonio, lo hicieron contra mi voluntad dada la desgracia que me ha sobrevenido al perder toda la esperanza de no poder conseguirlo. Pero estoy seguro de que nadie la amaría más que yo. El bien que ahora pierde del mejor amante que ha tenido en el mundo me produce más dolor que la pérdida de mi propia vida, que la conservaría tan sólo por ella, pero como no serviría de nada no temo perderla.

Cuando madre e hija le oyeron hablar así trataron de consolarle y aquélla dijo:

-Animaos, amigo, pues os prometo que si Dios os da salud, vos seréis el marido de mi hija y no otro, y delante de ella aquí presente, le ordeno que así os lo prometa.

La hija, llorando, se esforzó en confirmar lo que decía su madre, pero él, sabiendo que si recobraba la salud no tendría ya su cariño, y que las buenas palabras no tenían otro fin que hacerle recobrar la vida, les contestó que si hubiera oído esto hacía tres meses, habría sido el caballero más sano y feliz de Francia, pero que ya no podía ni creerlo ni esperarlo. Pero viendo su insistencia en hacérselo creer les dijo:

-Pues bien, como veo que me prometéis la felicidad que nunca pudo llegar, por mucho que vos lo deseéis, dada la debilidad que tengo, sí en cambio os ruego un pequeño favor que no me hubiera atrevido antes a hacerlo.

Al instante le prometieron ambas que harían lo que tanto demandaba:

-Os suplico -dijo él- que me entreguéis a la que me prometisteis por mujer y le mandéis que me abrace y me bese.

La hija, que no estaba acostumbrada a tales intimidades, se oponía, pero su madre se lo ordenó seriamente, viendo que se trataba de un hombre sin las fuerzas de un hombre sano. La hija entonces, obedeciendo, se acercó al lecho del pobre enfermo y le dijo:

-Amigo mío, os lo ruego, alegraos.

El pobre desgraciado, con la poca fuerza que le quedaba y extendiendo los brazos descarnados y descoloridos, abrazó a la que era la causa de su muerte y la besaba con su boca pálida y fría, y reteniéndola todo el tiempo que le fue posible le decía:

-El amor que os tengo es tan grande y honesto que no hubiera deseado otra cosa fuera del matrimonio que lo que ahora tengo, y ahora que lo poseo daría gustoso mi alma a Dios, que es el amor y la caridad perfectos y que conoce la magnitud de mi amor y la pureza de mis deseos, suplicándole reciba mi espíritu entre los suyos teniendo a mi amor entre los brazos.

Y diciendo esto la volvió a abrazar con tal vehemencia que su corazón debilitado no pudo soportar el esfuerzo y desfalleció; la alegría le regocijó de tal forma que su espíritu abandonó su cuerpo y voló a su creador. Y aunque su cuerpo estuviese ya sin vida y sin poder retener más a su presa, el amor que la joven había mantenido oculto se reveló tan fuertemente que ni la madre ni los servidores del difunto podían separarlos y tuvieron que recurrir a la viva fuerza para liberar a la viva, peor que muerta, de los brazos del fallecido a quien hicieron enterrar con todo honor. Durante las exequias las lágrimas de la pobre joven eran tan grandes, con lloros y gemidos, tanto mayores cuanto más los había disimulado durante la vida como queriendo corregir el error que había cometido. Y de allí en adelante -según he oído decir- ningún marido que se haya ofrecido a consolarla ha logrado encontrar eco en su corazón.

FIN


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