Casa digital del escritor Luis López Nieves


Recibe gratis un cuento clásico semanal por correo electrónico

Intimidad

[Cuento - Texto completo.]

Jean-Paul Sartre

Lulú se acostaba desnuda porque le gustaba acariciarse con las sábanas y porque el lavado cuesta caro. Enrique protestó al principio: no se mete uno desnudo en la cama, eso no se hace, es sucio. Sin embargo acabó por seguir el ejemplo de su mujer, pero en él aquello era descuido; cuando había gente era rígido como una estaca, por costumbre (admiraba a los suizos y especialmente a los ginebrinos; les encontraba mucha parada porque eran de madera) pero se descuidaba en las cosas pequeñas, no era muy limpio; por ejemplo, no se cambiaba bastante a menudo de calzoncillos; cuando Lulú los ponía entre la ropa sucia no podía dejar de notar que tenían el fondo amarillo a fuerza de frotar contra la entrepierna. Personalmente, Lulú no detestaba la suciedad: da más intimidad; pone sombras tiernas, en el pliegue del codo, por ejemplo; no le gustaban nada esos ingleses, esos cuerpos impersonales que no huelen a nada. Pero la horrorizaban las negligencias de su marido, porque eran maneras de mimarse. Por la mañana, al levantarse, era siempre muy tierno consigo mismo, con la cabeza llena de sueños; y la luz, el agua fría, la cerda del cepillo, le hacían el efecto de injusticias brutales.

Acostada de espaldas Lulú había metido el dedo gordo del pie izquierdo en una rotura de la sábana: no era una rotura, estaba descosida. Eso le fastidiaba. “Tendré que arreglarla mañana.” Pero de cualquier modo tiró un poco de los hilos para sentirlos romperse. Enrique todavía no dormía, pero ya no molestaba. A menudo se lo había dicho a Lulú: en cuanto cerraba los ojos se sentía ligado por lazos tenues y resistentes, no podía ni levantar el meñique. Una gorda mosca enredada en una tela de araña. A Lulú le agradaba sentir contra ella ese gran cuerpo cautivo. Si pudiera quedarse como está, paralizado, sería yo quien lo cuidara, quien lo limpiara como a una criatura; algunas veces lo volvería sobre el vientre y le daría de azotes y otras veces cuando su madre viniera a verlo, lo descubriría con cualquier pretexto, levantaría las sábanas y su madre lo vería totalmente desnudo. Pienso que caería dura, debe hacer quince años que no lo ve así. Lulú pasó ligeramente la mano sobre la cadera de su marido y lo pellizcó un poco en la ingle. Henri gruñó pero no hizo ningún movimiento. Reducido a la impotencia. Lulú sonrió, la palabra “impotencia” la hacía siempre sonreír. Cuando todavía amaba a Henri y descansaba a su lado, paralizado así, se complacía en pensar que había sido pacientemente atado por muchos hombrecitos del tipo de aquellos que vio en un dibujo cuando era pequeña y leía la historia de Gulliver. Llamaba a menudo a Henri “Gulliver” y a Henri le agradaba porque era un nombre inglés y Lulú parecía instruida, pero hubiera preferido que Lulú lo pronunciara con acento. Lo que habían podido aburrirla: si quería alguna instruida, no tenía más que casarse con Jeanne Beder; tenía senos como cuernos de caza, pero sabía cinco idiomas. Cuando todavía íbamos los domingos a Sceaux, me aburría de tal modo con su familia que tomaba un libro cualquiera; siempre había alguno que viniera a mirar lo que leía y su hermanita me preguntaba: “¿Lo comprende, Lucía?…” Lo que hay es que no me encuentran distinguida. Las suizas sí; esas son gente distinguida, porque su hermana mayor se casó con un suizo que le hizo cinco hijos, y que los impone con sus montañas. En cuanto a mí no puedo tener hijos, es algo constitucional, pero nunca he pensado que sea distinguido lo que hace cuando sale conmigo, de ir todo el tiempo a los mingitorios y yo me veo obligada a mirar las fachadas esperándolo, ¿con qué aire? y vuelve a salir tirando de su pantalón y arqueando las piernas como un viejo.

Lulú retiró el dedo de la rotura de la sábana y agitó un poco los pies por el placer de sentirse alerta junto a aquella carne muelle y cautiva. Escuchó un borborigmo: un vientre que canta es cosa que me fastidia; nunca puedo saber si es su vientre o el mío. Cerró los ojos: son líquidos que gorgotean en montones de tubos húmedos, los hay en todo el mundo, en Rirette, en mí (no me gusta pensar en eso, me hace doler el vientre). Me ama, no quiere a mis intestinos: si se le mostrara mi apéndice en un frasco no lo reconocería; está todo el tiempo manoseándome, pero si se le pusiera el frasco entre las manos no sentiría nada en su interior, no pensaría: “es de ella”; se debería poder amar todo en una persona, el esófago, el hígado y los intestinos. Quizá no se les quiera por falta de costumbre; si se les viera como se ven nuestras manos y nuestros brazos, quizá se les amaría. Entonces las estrellas de mar deben amar más que nosotros: cuando hay sol se extienden sobre la playa y sacan el estómago para hacerle tomar aire y todo el mundo puede verlo; me pregunto por dónde haríamos salir el nuestro, por el ombligo. Había cerrado los ojos y unos discos azules se pusieron a dar vueltas, como ayer en la feria, yo tiraba sobre los discos con flechas de goma y había algunas letras que se iluminaban, una a cada golpe y formaban el nombre de una ciudad: él me impidió formar Dijon por completo, con su manía de pegarse contra mi espalda; detesto que me toquen por detrás, quisiera no tener espalda, no me agrada que la gente me haga bromas cuando no la veo, pueden entretenerse con eso, y luego no se ven las manos, se las siente que bajan o suben y no se puede prever lo que quieren, miran todo lo que pueden y uno no los ve, él adora eso; a Henri ni se le ocurriría, pero él solo piensa en ponerse a mi espalda y estoy segura que de gusto me toca el trasero porque sabe que me muero de vergüenza de tenerlo, le excita que tenga vergüenza, pero no quiero pensar en él (ella tenía miedo), quiero pensar en Rirette. Pensaba en Rirette todas las noches a la misma hora, en el preciso momento en que su marido empezaba a farfullar y a gemir. Pero hubo alguna resistencia, el rostro quería mostrarse, llegó a ver durante unos instantes sus cabellos negros y motosos y creyó que eso estaba allí y se estremeció porque nunca se sabe lo que va a venir, si es la cara, vaya, eso todavía pasa, pero hubo noches que las pasó sin cerrar los ojos debido a los sucios recuerdos que subían a la superficie; es espantoso cuando se conoce todo lo de un hombre, y sobre todo eso. Henri no es lo mismo, puedo imaginarlo de la cabeza a los pies, eso me enternece, porque es blando, con una carne totalmente gris, salvo el vientre, que es rosado. Él dice que el vientre de un hombre bien hecho, cuando está sentado, hace tres pliegues, pero el suyo hace seis, solo que los cuenta de dos en dos y no quiere ver los otros. Se sintió excitada pensando en Rirette: “Lulú, usted no sabe lo que es un hermoso cuerpo de hombre”. Es ridículo, naturalmente que sí, sé lo que es eso, quiere decir un cuerpo duro como piedra, con músculos, no me gusta; Patterson tenía un cuerpo así y me sentía blanda como una oruga cuando me estrechaba contra él. Me casé con Henri porque era muelle, porque se parecía a un cura. Los curas son dulces como mujeres con sus sotanas, y parece que tienen medias. Cuando tenía quince años hubiera querido levantar suavemente sus vestidos y ver sus rodillas de hombre y sus calzoncillos; me parecía raro que tuvieran algo entre las piernas; con una mano hubiera tomado el vestido y la otra mano la hubiera deslizado a lo largo de sus piernas subiendo hasta donde yo sé. No es que me agraden en tal forma las mujeres, pero una cosa de hombre, cuando está bajo un vestido es delicada, es como una gran flor. Lo que hay es que en realidad nunca se puede tomar eso entre las manos; si solamente pudiera quedarse tranquilo, pero se pone a moverse como un animal, se endurece, me da miedo cuando está duro y totalmente derecho: tiene un aspecto brutal; qué sucio es el amor. Yo amaba a Henri porque su pequeña cuestión no se endurecía nunca, no levantaba nunca la cabeza; yo reía, a veces lo besaba, no le temía más que a un niño; por la noche tomaba su dulce cosita entre los dedos, enrojecía y daba vuelta la cabeza de costado suspirando; pero eso no se movía, se quedaba muy discretamente en mi mano, no lo apretaba, quedábamos largo tiempo así y él se dormía. Entonces me acostaba de espaldas y pensaba en curas, en cosas puras, en mujeres, y primero me acariciaba el vientre, mi bello vientre chato, bajaba la mano, bajaba y era el placer; el placer solo yo sé procurármelo.

Los cabellos motosos, los cabellos de negro. Y la angustia en la garganta como una bola. Pero apretó fuertemente los párpados y finalmente fue la oreja de Rirette la que apareció. Una orejita roja y dorada que parecía de azúcar confitada. Al verla Lulú no sintió tanto placer como de costumbre porque escuchaba la voz de Rirette al mismo tiempo. Era una voz aguda y precisa que no agradaba a Lulú: “Usted debe marcharse con Pierre, mi pequeña Lulú; es la única cosa inteligente que puede hacer”. Tengo mucho afecto por Rirette pero me molesta un poquito cuando se da importancia y se encanta con lo que dice. La víspera, en la “Coupole”, Rirette se inclinó con aire razonable y algo huraño: “Usted no puede quedarse con Henri, sería un crimen, puesto que no lo quiere”. No pierde ocasión de hablar mal de él, me parece que eso no es muy amable, él siempre ha sido cortés con ella; ya no lo amo, es posible, pero no es Rirette quien debe decírmelo, con ella todo parece simple y fácil; se ama o no se ama; pero yo no soy tan simple. En primer lugar tengo aquí mis costumbres, y después lo quiero, es mi marido. Hubiera querido pegarle, siempre tengo deseos de hacerle mal porque es gorda. “Eso sería un crimen.” Levantó el brazo, vi su axila; siempre me gusta más cuando tiene los brazos desnudos. La axila. Se entreabrió, hubiérase dicho una boca y Lulú vio una carne rosada, algo arrugada bajo pelos crespos que parecían cabellos; Pedro la llama: “Minerva regordeta”, eso no le gusta del todo. Lulú sonrió porque pensaba en su hermanito Robert, que le dijo un día que ella estaba en combinación: “¿Por qué tienes cabello bajo el brazo?”, y ella le contestó: “Es una enfermedad”. Le agradaba vestirse delante de su hermanito, porque siempre tenía reflexiones raras, uno se preguntaba de dónde las sacaba. Y tocaba todas las cosas de Lulú, doblaba los vestidos cuidadosamente, tiene las manos tan listas, más tarde será un buen modisto. Es un oficio encantador, y yo dibujaría algunas telas para él. Es curioso que un niño piense en convertirse en modisto; me parece que si yo hubiera sido muchacho, hubiera querido ser explorador o actor, pero no modisto; pero él siempre ha sido soñador, no habla mucho, sigue su idea, en cuanto a mí, hubiera querido ser hermana de caridad para ir a mendigar en las casas ricas. Siento los ojos muy dulces, dulces como la carne, voy a dormirme Mi hermoso rostro pálido bajo la toca tendría un aire distinguido. Vería centenares de antecámaras sombrías. Pero la sirvienta daría luz en seguida, entonces vería cuadros de familia, bronces artísticos sobre las consolas y algunas perchas. Vendría la señora con una libretita y un billete de cincuenta francos: “Tome, hermana”. “Gracias, señora, que Dios la bendiga, hasta la vista”. Pero yo no hubiera sido una verdadera hermana. Algunas veces, en el ómnibus hubiera guiñado el ojo a un tipo, él se asombraría primero, me seguiría luego diciéndome algunas bromas y yo lo haría encerrar por un agente. El dinero de la limosna lo guardaría para mí. ¿Qué me compraría? UN ANTÍDOTO. Es idiota. Mis ojos se ablandan, eso me gusta, se diría que los han empapado en agua y todo mi cuerpo es confortable. La bella tiara verde con las esmeraldas y los lapislázuli. La tiara giró, giró, y era una horrible cabeza de buey, pero Lulú no tenía miedo, y dijo: “Socorro, los pájaros del Cantal. Firmes”. Un ancho río rojo atraviesa áridas campiñas. Lulú pensaba en su máquina de cortar carne, después en la gomina.

“Eso sería un crimen”. Se sobresaltó y se enderezó en su noche, con los ojos duros. Me torturan, ¿acaso no se dan cuenta? Sé bien que Rirette lo hace con buena intención, pero ella que es tan razonable para los otros, debería comprender que necesito reflexionar. Él me ha dicho: “¡Vendrás!” poniendo ojos de fuego. “Vendrás a mi casa para mí. Te quiero toda para mí.” Me horrorizan sus ojos cuando quiere hacerse el hipnotizador, me amasaba el brazo; cuando le veo esos ojos pienso siempre en el pelo que tiene en el pecho. Vendrás, te quiero toda para mí. ¿Cómo pueden decirse semejantes cosas? Yo no soy un perro.

Cuando me senté, le sonreí, había cambiado de polvo por él y me había pintado los ojos, porque así le gustan, pero él no vio nada, no miraba mi cara, miraba mis senos y yo hubiera querido que se secaran sobre mi pecho para fastidiarlo, sin embargo, no tengo mucho, son muy pequeños. Vendrás a mi villa de Niza. Dijo que era blanca con una escalera de mármol y que da sobre el mar, y que viviremos totalmente desnudos todo el día, debe parecer raro subir una escalera cuando una está desnuda; lo obligaría a subir delante de mí, para que no me mirara; si no no podría ni levantar el pie, me quedaría inmóvil deseando con todo mi corazón que se volviera ciego; por lo demás eso no cambiaría nada; cuando él está allá me parece siempre que estoy desnuda. Me tomó por el brazo, con aspecto perverso, y me dijo: “¡Me llevas en la piel!” y yo tenía miedo, y le dije: “Sí”; quiero hacerte feliz, pasearemos en auto, en barco, iremos por Italia y te daré todo lo que quieras. Pero su villa casi no está amueblada y nos acostaremos en el suelo sobre un colchón. Quiere que duerma en sus brazos y sentiré su olor; me gustaría mucho su pecho porque es moreno y amplio, pero tiene un montón de pelo encima, querría que los hombres no tuvieran pelo. Los suyos son negros y suaves como la espuma, a veces los acaricio y a veces me dan horror, retrocedo lo más lejos posible pero él me aplasta contra sí. Querrá que duerma en sus brazos, me abrazará y sentiré su olor; y cuando esté oscuro escucharemos el ruido del mar, y es capaz de despertarme en medio de la noche si siente deseos de hacer eso: no podré nunca dormir tranquila salvo cuando tenga mis asuntos, porque entonces en cualquier forma me dejará tranquila, aunque parece que hay hombres que hacen eso con las mujeres indispuestas y después tienen sangre en el vientre, sangre que no es de ellos y también debe haber en las sábanas, por todas partes, es desagradable, ¿por qué es necesario que tengamos cuerpos?

Lulú abrió los ojos, las cortinas estaban teñidas de rojo por una luz que venía de la calle; había también un reflejo rojo en el espejo. A Lulú le agradaba esa luz roja y había un sillón que se recortaba como una sombra china contra la ventana. Sobre el brazo del sillón Henri había colocado su pantalón, los tiradores colgaban en el vacío. Es necesario que le compre tiradores. Oh no quiero, no quiero irme. Me abrazará durante todo el día y seré suya, haré su placer, me mirará, pensará: “Es mi placer, la he tocado aquí y allá y puedo volver a empezar cuando quiera”. En Port-Royal. Lulú dio algunos puntapiés en las sábanas; detestaba a Pierre cuando se acordaba de lo que pasó en Port-Royal. Ella estaba detrás del cerco, creía que él se había quedado en el auto, que consultaba el mapa, y lo vio de pronto, había venido silenciosamente por detrás y la miraba. Lulú dio un puntapié a Henri, con esto va a despertarse. Pero Henri hizo: “Hump” y no se despertó. Querría conocer un joven bello, puro como una niña, no nos tocaríamos, nos pasearíamos por el borde del mar tomados de la mano y por la noche nos acostaríamos en dos camas gemelas, seríamos como hermano y hermana y conversaríamos hasta el alba. O si no me gustaría mucho vivir con Rirette, son tan encantadoras las mujeres entre ellas; tienen los hombros gruesos y suaves; fui muy desgraciada cuando se enamoró de Fresnel, me turbaba pensar que la acariciaba, que pasaba lentamente las manos sobre sus hombros y sobre sus costados y que ella suspiraba. Me pregunto cómo puede ser su rostro cuando está así acostada, totalmente desnuda, debajo de un hombre y siente sus manos que se pasean sobre su carne. Yo no la tocaría por todo el oro del mundo, no sabría qué hacer con ella, aun cuando ella quisiera, aun cuando me dijera. “Acepto, encantada” no sabría; pero si fuera invisible, querría estar allí mientras le hacen eso y mirar su cara (me asombraría que tuviera todavía aire de Minerva) y acariciar con mano ligera sus rodillas separadas, sus rosadas rodillas, y escucharla gemir. Lulú con la garganta seca emitió una risa breve: algunas veces uno tiene esas ideas. Una vez inventó que Pierre quería violar a Rirette. Y yo lo ayudaba, tenía a Rirette entre mis brazos. Ayer. Ella tenía las mejillas coloradas, estábamos sentadas sobre su diván, una contra otra, ella tenía las piernas apretadas, pero no nos dijimos nada, nunca nos diremos nada. Henri comenzó a roncar y Lulú silbó. Estoy aquí, no puedo dormir, me hago mala sangre y el imbécil ronca. Si me tomara en sus brazos, si me suplicara, si me dijera: “¡Lo eres todo para mí, Lulú, te amo, no te vayas!” haría por él ese sacrificio, me quedaría, sí, me quedaría con él, para darle gusto.

II

Rirette se sentó en la terraza del “Dome” y pidió un oporto. Se sentía cansada, estaba irritada contra Lulú:

“…y el oporto tiene gusto a corcho; Lulú se burla porque ella toma siempre café, pero en cualquier forma no se puede tomar siempre café a la hora del aperitivo; aquí toman café todo el día o si no café con leche, porque no tienen un centavo, lo que debe ser enervante, yo no podría, rompería todo el negocio en la nariz de los clientes, son gente que no tienen necesidad de aparentar. No comprendo por qué me da siempre citas en Montparnasse. Quedaría igualmente cerca de su casa si me encontrara en el café de la Paz o en el Pam-Pam y así me alejaría menos de mi trabajo; no puedo decir lo que me entristece ver siempre estas mismas cabezas, en cuanto tengo un minuto tengo que venir acá, en la terraza todavía se puede estar, pero adentro huele a ropa sucia, no me gustan los fracasados. Y aun sobre la terraza me siento desplazada porque estoy demasiado limpia, los que pasan deben asombrarse de verme entre esta gente que no se afeita nunca y entre estas mujeres que tienen aire de no sé qué. Deben decirse: ‘¿Qué hace esta, aquí?’. Sé que a veces, en verano, vienen algunas americanas bastante ricas, pero parece que ahora se detienen en Inglaterra por el gobierno que tenemos, por eso el comercio de lujo no marcha, he vendido menos de la mitad que el año pasado en esta época, y me pregunto qué harán las otras, pues soy la mejor vendedora, la señora Dubesch me lo ha dicho, me da lástima la pequeña Yonnel, no sabe vender, no ha podido hacer ni un centavo más de su sueldo este mes; y cuando uno ha estado en pie todo el día, uno querría distraerse un poco en un lugar agradable, con algo de lujo, un poco de arte y un personal bien vestido, uno querría cerrar los ojos y dejarse ir, y luego habría música en sordina; no costaría demasiado caro ir de vez en cuando al dancing de los ‘Ambassadeurs’; pero los mozos de aquí son en tal forma insolentes, se ve que sirven a gente de poco más o menos, salvo el morenito que me atiende, que es amable; creo que a Lulú le gusta sentirse rodeada por todos estos tipos, le daría miedo ir a un lugar un poco elegante, en el fondo no está segura de sí misma, en cuanto un hombre tiene modales delicados la intimida, no amaba a Louis; ¡pues, bueno! pienso que aquí puede sentirse a su gusto; aquí hay algunos que no llevan ni siquiera cuello postizo, con sus aires de pobres, sus pipas y las miradas que echan, no tratan ni siquiera disimular, se ve que no tienen dinero para pagarse mujeres, no es eso sin embargo lo que falta en el barrio, hasta es desagradable, se diría que la van a comer a uno y ni siquiera son capaces de decir gentilmente que la desean y demostrar el asunto en forma que agrade”

El mozo se aproximó:

—¿Seco su oporto, señora?

—Sí, gracias.

Agregó con aire amable:

—¡Qué lindo tiempo!

—No es demasiado pronto —dijo Rirette riendo.

—Es verdad, parecía que el invierno no iba a terminar nunca.

Se fue y Rirette lo siguió con los ojos. “Me agrada mucho ese mozo —pensó—, sabe mantenerse en su lugar, no es familiar, pero tiene siempre una palabra para mí, una pequeña atención particular.”

Un joven delgado y agobiado la miró con insistencia. “Cuando se quiere llenar el ojo de una mujer, se debía al menos llevar la ropa limpia. Le contestaré eso si me dirige la palabra. Me pregunto por qué no se va ella. No quiere apenar a Henri. Encuentro eso demasiado lindo: en cualquier forma una mujer no tiene el derecho de arruinar su vida por un impotente.” Rirette detestaba a los impotentes, era algo físico. “Debe irse, decidió, es su felicidad la que está en discusión; le diré que no debe jugar con su felicidad: Lulú usted no tiene derecho a jugar con su felicidad. No le diré nada más, se acabó, se lo he dicho cien veces, no se puede hacer la felicidad de la gente contra su voluntad.” Rirette sintió un gran vacío en la cabeza porque estaba muy fatigada, miraba el oporto, viscoso en su vaso como un caramelo líquido y una voz repetía en ella: “La felicidad, la felicidad”, era una bella palabra enternecedora y grave y pensó que si se le hubiera pedido su opinión en el concurso del París Soir ella hubiera dicho que era la más bella palabra de la lengua francesa. “¿Es que alguien ha pensado en eso? Dicen: energía, valor, pero es porque son hombres, se hubiera necesitado que fuera una mujer, son las mujeres las que pueden hallar eso, se hubieran necesitado dos premios, uno para hombres y la más bella palabra hubiera sido honor; otro para las mujeres, yo lo hubiera ganado, habría dicho felicidad; honor y felicidad, casan bien, es divertido. Le diré: Lulú, usted no tiene derecho de hacer fracasar su felicidad, su felicidad, Lulú, Su Felicidad.” Personalmente encuentro muy bien a Pierre, primero es un hombre bueno, y luego es inteligente, lo que no molesta, tiene dinero, tendrá atenciones con ella. Es de esos hombres que saben vencer las pequeñas dificultades de la vida; eso es agradable para una mujer; me agrada mucho que sepan mandar, no es más que un matiz, pero sabe hablar a los mozos, a los “maître d’hótel”, se le obedece, yo llamo a eso tener parada. Es quizá lo que más le falta a Henri. Y luego, hay algunas consideraciones de salud, con el padre que ella ha tenido, podría fijarse un poco, es encantador ser delgada y diáfana y no tener nunca hambre ni sueño; dormir cuatro horas por noche y correr París durante todo el día para colocar dibujos de géneros, pero se necesita inconsciencia, tendría necesidad de seguir un régimen racional, comer poco cada vez, me parece bien, pero a menudo y a horas fijas. Será demasiado tarde cuando la lleven por diez años a un sanatorio.

Miró con aire perplejo el reloj de la plaza Montparnasse cuyas agujas señalaban las once y veinte. “No comprendo a Lulú, es un temperamento raro, nunca he podido saber si los hombres le agradan o le disgustan; no obstante debía estar contenta con Pierre, eso le hace cambiar un poco su tipo del año pasado, su Rabut, Rebut como yo lo llamaba.” Este recuerdo la divirtió pero retuvo su sonrisa porque el joven flaco la seguía mirando, y ella sorprendió su mirada al volver la cabeza. Rabut tenía la cara llena de puntos negros y Lulú se divertía en sacárselos apretando con las uñas sobre la piel: “Es repugnante pero no es culpa de Lulú; ella no sabe lo que es un hombre elegante; yo adoro a los hombres coquetos, en primer lugar son tan bellas las prendas elegantes de los hombres; sus camisas, sus zapatos, las hermosas corbatas tornasoladas, es rudo si se quiere, pero es tan dulce, es fuerte, una fuerza dulce, es como su olor a tabaco inglés y a agua de colonia y su piel cuando están bien afeitados, no es… no es como la piel de la mujer, se diría cuero de Córdoba, sus brazos fuertes se cierran sobre uno, uno pone la cabeza sobre su pecho, uno siente su olor fuerte y dulce de hombres cuidados, murmuran palabras dulces, tienen hermosas prendas, lindos zapatos rudos de cuero de vaca, murmuran: ‘Mi querida, mi dulce querida’, y uno se siente desfallecer”. Rirette pensó en Louis, que la había dejado el año anterior y se la oprimió el corazón. “Un hombre a quien uno ama y que tiene un montón de pequeñas cosas, un anillo, una cigarrera de oro y algunas pequeñas manías… solo que, ¡lo canallas que puedan ser estos; peores que mujeres! Lo mejor sería un hombre de cuarenta años, alguno que todavía se cuidara, con cabellos grises en las sienes y peinados para atrás, muy seco, con anchas espaldas, muy deportivo, pero que conociera la vida y que fuera bueno porque hubiera sufrido. Lulú no es más que una criatura, tiene suerte de tener una amiga como yo, porque Pierre comienza a cansarse, y no faltaría quien se aprovechara en lugar de decirle como yo que tenga paciencia. Cuando está un poco tierno conmigo, hago como si no me diera cuenta, me pongo a hablar de Lulú y siempre encuentro una palabra para hacerla valer, pero no merece la suerte que tiene, no se da cuenta de ella, le deseo que viva un poco sola como yo desde que se fue Louis; vería lo que es volver sola a su habitación por la noche cuando uno ha trabajado todo el día, y encontrar la habitación vacía y morirse de ganas de apoyar la cabeza sobre un hombro. Uno se pregunta dónde encuentra valor para levantarse al día siguiente por la mañana y volver al trabajo y ser seductora y alegre y dar valor a todo el mundo cuando uno querría más bien morir que continuar semejante vida.”

El reloj dio las once y media. Rirette pensó en la felicidad, en el pájaro azul, en el pájaro de la felicidad, en el rebelde pájaro del amor. Se sobresaltó. “Lulú lleva treinta minutos de retraso, es lo normal. No dejará nunca a su marido, no tiene bastante voluntad para ello. En el fondo es sobre todo por respetabilidad que se queda con Henri, lo engaña, pero mientras le digan: ‘señora’, piensa que no tiene importancia. Dice enormidades de él, pero no hay que repetirle al día siguiente lo que ha dicho, porque se pondría furiosa. He hecho todo lo que he podido, le he dicho lo que había que decirle, tanto peor para ella.”

Un taxi se detuvo delante del “Dome” y Lulú bajó. Llevaba una gran valija y su rostro estaba un poco solemne.

—He dejado a Henri —gritó desde lejos.

Se aproximó curvada por el peso de su valija. Sonreía.

—¿Cómo, Lulú? —dijo Rirette impresionada—, no quiere decir usted…

—Sí —dijo Lulú— terminó, lo he largado.

Rirette continuaba incrédula:

—¿Y él lo sabe? ¿Usted se lo dijo?

Los ojos de Lulú se pusieron tempestuosos.

—¡Y cómo! —dijo.

Rirette no sabía todavía qué pensar, pero, en cualquier caso, creyó que Lulú necesitaba estímulo.

—Eso está muy bien —dijo— ha sido usted valiente.

Tenía ganas de agregar: Ya ve que no era tan difícil. Pero se contuvo. Lulú se dejaba admirar: tenía las mejillas rojas y los ojos llameantes. Se sentó y colocó la valija a su lado. Llevaba un abrigo de lana gris con cinturón de cuero y un suéter amarillo claro con el cuello arrollado. Estaba sin sombrero. A Rirette no le agradaba que Lulú se paseara sin sombrero: reconoció de inmediato la curiosa mezcla de reprobación y de alegría en que estaba hundida. Lulú le producía siempre ese efecto: “Lo que amo en ella —decidió Rirette—, es su vitalidad”.

—En un dos por tres —dijo Lulú— le he dicho lo que tenía en el corazón. Y se quedó listo.

No vuelvo en mí —dijo Rirette—, pero ¿qué le ha dado?, mi pequeña Lulú. Debe haber comido león. Ayer a la noche me hubiera dejado cortar la cabeza a que usted no lo abandonaba.

—Es por mi hermanito. Conmigo no me importa que se haga el superior pero no puedo sufrir que toque a mi familia.

—Pero ¿cómo ha sido, qué ha pasado?

—¿Dónde está el mozo? —dijo Lulú agitándose en la silla—, los mozos del “Dome” no están nunca cuando se les llama. ¿Es el morenito el que nos sirve?

—Sí —dijo Rirette—, ¿sabe, que lo he conquistado?

—¿Ah? Entonces desconfíe de la mujer del lavabo, está todo el tiempo metido con ella. Le hace la corte pero creo que es un pretexto para ver a las mujeres entrar en los servicios; cuando salen las mira en los ojos para hacerlas enrojecer. A propósito, la dejo un minuto, tengo que bajar a telefonear a Pierre, ¡qué cara va a poner! Si ve al mozo, pídale un café cortado. Voy un minuto y le cuento todo.

Se levantó, dio algunos pasos y volvió hacia Rirette.

—Soy muy feliz, mi pequeña Rirette.

—Querida Lulú —dijo Rirette, tomándole las manos.

Lulú se soltó y atravesó la terraza con paso ligero. Rirette la miró alejarse: “Nunca la hubiera creído capaz de esto. Qué alegre está, pensó un poco escandalizada, eso ha conseguido plantando a su marido. Si me hubiera escuchado hace mucho que lo hubiera hecho. De cualquier modo es gracias a mí, en el fondo, tengo mucha influencia sobre ella”.

Lulú volvió al cabo de algunos instantes.

—Pierre tuvo que sentarse —dijo—, quería detalles Pero se los daré dentro de un momento, almuerzo con él. Dice que quizás podremos salir mañana a la noche.

—Qué contenta estoy, Lulú —dijo Rirette—, cuénteme rápido. ¿A la noche lo decidió?

—Sabe, no decidí nada —dijo Lulú modestamente—, se decidió solo. —Golpeó nerviosamente sobre la mesa—. ¡Mozo, mozo! Me fastidia este mozo, querría un café cortado.

Rirette estaba molesta, en el lugar de Lulú y en circunstancias tan graves no hubiera perdido su tiempo en correr detrás de un café cortado. Lulú tiene algo de encantador, pero es asombroso hasta qué punto puede ser fútil, es un pájaro.

Lulú se echó a reír:

—¡Si hubiera visto la cara de Henri!

—Me pregunto lo que irá a decir su madre —dijo Rirette con seriedad.

—¿Mi madre? Estará en-can-ta-da —dijo Lulú con aire seguro—. Él era grosero con ella, ¿sabe?; la tenía hasta acá. Reprochándole siempre el haberme educado mal, que yo era así, que yo era asao, que se veía bien que había recibido una educación de trastienda. Sabe, lo que he hecho ha sido también en parte por ella.

—Pero ¿qué ha pasado?

—Pues bueno, ha abofeteado a Robert.

—Pero ¿Robert había ido a su casa?

—Sí, de paso, esta mañana, porque mamá quiere ponerlo de aprendiz en casa de Gompez. Creo que se lo dije. Entonces pasó por casa mientras desayunábamos y Henri lo abofeteó.

—Pero ¿por qué? —preguntó Rirette ligeramente molesta. Odiaba la manera que tenía Lulú de contar las cosas.

—Tuvieron algunas palabras —dijo Lulú vagamente— y el pequeño no se queda callado, le hace frente. “Viejo asno”, le dijo en plena cara. Porque Henri lo llamó mal educado; naturalmente, es lo único que sabe decir; yo me retorcía. Entonces Henri se levantó —desayunábamos en el estudio— y le largó una bofetada. ¡Lo hubiera matado!

—¿Entonces usted se fue?

—¿Irme? —dijo Lulú asombrada—. ¿Adónde?

—Creía que en ese momento lo había dejado. Escúcheme, mi pequeña Lulú, es necesario contarme todo en orden, si no no comprenderé nada. Dígame —agregó entrando en sospechas— ¿es verdad que lo ha abandonado?

—Claro que sí, hace una hora que se lo estoy explicando.

—Bueno; entonces, Henri abofeteó a Robert, ¿y después?

—Después —dijo Lulú— lo encerré en el balcón, ¡quedaba muy raro! Estaba todavía en pijama. Golpeaba en el vidrio pero no se atrevía a romperlo porque es avaro como un piojo. Yo en su lugar hubiera destruido todo aunque me hubiera ensangrentado las manos. Y luego vinieron los Texier; entonces me sonreía a través de la ventana, para hacer creer que era una broma.

Pasó el mozo, Lulú lo tomó del brazo.

—¿Entonces usted es el mozo? ¿Le molestaría servirme un café cortado?

Rirette se sintió molesta y dirigió al mozo una sonrisa un poco cómplice, pero el mozo quedó sombrío y se inclinó con una obsequiosidad llena de reprobación. Rirette censuró un poco a Lulú: nunca sabía tomar el tono justo con los inferiores; era a veces demasiado familiar y a veces demasiado exigente y demasiado seca.

Lulú se puso a reír.

—Me río porque vuelvo a ver a Henri en pijama en el balcón. ¿Sabe cómo me las compuse para encerrarlo? Él estaba en el fondo del estudio, Robert lloraba y él lo sermoneaba. Abrí la ventana y le dije: “Mira, Henri, un taxi ha atropellado a la florista”. Vino a mi lado, le gusta mucho la florista porque le ha dicho que es suiza y cree que está enamorada de él. “¿Dónde?, ¿dónde?”, decía. Me retiré suavemente, entré en la habitación y cerré la ventana. Le grité a través del vidrio: “Eso te enseñará a hacerte el bruto con mi hermano”. Lo dejé más de una hora en el balcón, nos miraba con ojos como platos; estaba azul de rabia. En cuanto a mí, le sacaba la lengua y le daba bombones a Robert; después traje mis cosas al estudio y me vestí delante de Robert porque sé que Henri odia eso: Robert me besaba los brazos y el cuello como un hombrecito, es encantador: hacíamos como si Henri no estuviera. Con todo aquello, olvidé lavarme.

—Y el otro que estaba ahí, detrás de la ventana. Es muy cómico —dijo Rirette riendo a carcajadas.

Lulú dejó de reír:

—Tengo miedo de que haya tomado frío —dijo seriamente—; cuando una está enojada no reflexiona. —Continuó con alegría—: Nos mostraba el puño y hablaba todo el tiempo, pero no comprendí ni la mitad de lo que decía. Después se fue Robert y en seguida llamaron los Texier y los hice entrar. Cuando los vio se puso todo sonriente, y daba saltos en el balcón, yo les decía: “Miren a mi marido, mi queridito, ¿no parece un pez en un acuario?”. Los Texier lo saludaron a través del vidrio; estaban ligeramente asombrados, pero saben comportarse.

—Estoy viendo lo que dice —dijo Rirette riendo—. ¡Ah! Su marido en el balcón y los Texier en el estudio… —Repitió muchas veces: “Su marido en el balcón y los Texier en el estudio”. Hubiera querido encontrar palabras raras y pintorescas para describir la escena de Lulú, pensaba que Lulú no tenía el sentido de lo cómico. Pero las palabras no acudieron.

—Abrí la ventana —dijo Lulú— y Henri entró: Me besó delante de los Texier y me llamó “bandidita”. “La bandidita, dijo, me ha querido jugar una mala pasada.” Yo sonreía, los Texier sonreían cortésmente; todo el mundo sonreía. Pero cuando se fueron me tiró un puñetazo a la oreja, entonces tomé un cepillo y se lo tiré a un costado de la boca: le partí los dos labios.

—Mi pobre Lulú —dijo Rirette con ternura.

Pero Lulú rechazó con el gesto toda compasión. Se mantenía derecha sacudiendo sus bucles oscuros con aire combativo y sus ojos lanzaban chispas.

—Entonces nos explicamos, le lavé la boca con una servilleta y le dije que me había equivocado que ya no lo amaba y que me iba. Se puso a llorar y dijo que se mataría. Pero eso no pasa. ¿Se acuerda Rirette el año pasado, cuando esas historias con la Renania? Me cantaba eso todos los días: “Va a haber guerra, Lulú, partiré y me matarán, y te lamentarás y tendrás remordimientos por todos los dolores que me has causado”. “Anda allá, eres impotente, le respondía, será caso de reformarte.” En cualquier forma lo calmé, porque hablaba de encerrarme con llave en el estudio; le juré que no me iría antes de un mes. Después se fue a su escritorio, tenía los ojos rojos y un pedazo de tela emplástica sobre el labio; no estaba muy lindo. Arreglé la casa, puse las lentejas en el fuego e hice mi valija. Le dejé unas palabras sobre la mesa de la cocina.

—¿Qué le escribió?

—Le puse —dijo Lulú orgullosamente—: “Las lentejas están en el fuego, sírvete y apaga el gas. Hay jamón en la nevera. Yo estoy harta y me largo”.

Rieron las dos y algunos transeúntes se volvieron. Rirette pensó que debían ofrecer un espectáculo encantador y lamentó no estar sentada en la terraza del “Viel” o del “Café de la Paix”. Cuando terminaron de reír se callaron y Rirette notó que no tenían nada más que decirse. Estaba un poco desencantada.

—Tengo que largarme —dijo Lulú levantándose— me encuentro con Pierre a mediodía. ¿Qué haré con mi valija?

—Déjemela —dijo Rirette—, se la daré a guardar enseguida a la encargada de los baños. ¿Cuándo la vuelvo a ver?

—Iré a buscarla a su casa a las dos. Tengo un montón de diligencias que hacer con usted. No he recogido ni la mitad de mis cosas, es necesario que Pierre me dé dinero.

Lulú se fue y Rirette llamó al mozo. Se sentía grave y triste por las dos. El mozo acudió; Rirette había notado ya que se apresuraba a venir siempre que ella llamaba.

—Son cinco francos —dijo. Y agregó con aire un poco seco—: Estaban muy alegres las dos, se las oía reír desde lejos.

Lulú lo ha herido —pensó Rirette con despecho—. Y dijo ruborizándose:

—Mi amiga estaba algo nerviosa esta mañana.

—Es encantadora —dijo el mozo con sinceridad—. Le agradezco, señorita.

Embolsó los seis francos y se fue. Rirette estaba un poco aturdida, pero sonaron las doce y pensó que Henri iba a volver a su casa y a encontrar la carta de Lulú: fue para ella un momento lleno de dulzura.

*

—Querría que se enviara todo esto antes de mañana por la noche al hotel del Teatro, en la calle Vandamme —dijo Lulú a la cajera, con aire de señora. Se volvió hacia Rirette:

—Es cosa hecha, Rirette, nos largamos.

—¿A qué nombre? —dijo la cajera.

—Señora Lucienne Crispin.

Lulú se echó el abrigo al brazo y empezó a correr; bajó corriendo la gran escalera de la “Samaritana”. Rirette la seguía, estuvo muchas veces a punto de caer porque no miraba sus pies; no tenía ojos más que para la delgada figura azul y amarillo canario que bailaba ante ella. “Sin embargo es cierto que tiene un cuerpo obsceno…” Cada vez que Rirette veía a Lulú de espaldas o de perfil, se asombraba por la obscenidad de sus formas pero no se explicaba por qué era una impresión. “Es liviana y delgada, pero tiene algo de indecente, no salgo de eso. Hace todo lo que puede por modelarse; eso debe ser. Dice que tiene vergüenza de su trasero y se pone faldas que se le pegan a las nalgas. Su trasero es pequeño, lo comprendo, mucho más pequeño que el mío, pero se ve más. Es totalmente redondo por debajo de sus delgados riñones, llena bien la falda, se diría que lo han modelado encima; y además, que baila.”

Lulú se volvió y se sonrieron. Rirette pensaba en el cuerpo indiscreto de su amiga con una mezcla de reprobación y languidez: pequeños senos levantados, una carne pulida, toda amarilla —cuando se le tocaba se hubiera jurado que era de goma— largos muslos, un largo cuerpo canalla de miembros largos: “Cuerpo de negra —pensó Rirette— tiene aire de negra que baila la rumba”. Cerca de la puerta rotatoria un espejo devolvió a Rirette el reflejo de sus formas plenas: “Soy más deportiva, pensó, tomando el brazo de Lulú; impresiona más que yo cuando estamos vestidas, pero totalmente desnudas, soy seguramente mejor que ella”.

Se quedaron un momento silenciosas, luego Lulú dijo:

—Pierre ha estado encantador. Usted también ha estado encantadora, Rirette. Estoy muy reconocida a los dos.

Había dicho esto con aire forzado, pero Rirette no puso atención: Lulú nunca había sabido agradecer, era demasiado tímida.

—Me fastidia —dijo de pronto Lulú— pero es necesario que me compre un corpiño.

—¿Aquí? —dijo Rirette. Pasaban justamente ante un negocio de lencería.

—No, pero me acordé porque vi esto. Para los corpiños voy a Fischer.

—¿En el bulevard Montparnasse? —exclamó Rirette—. Comprenda, Lulú —continuó gravemente—, valdría más no ir demasiado por el bulevard Montparnasse, sobre todo a esta hora, podemos tropezarnos con Henri, lo que sería infinitamente desagradable.

—¿Con Henri? —dijo Lulú encogiéndose de hombros—. Nada de eso. ¿Por qué?

La indignación empurpuró las mejillas y las sienes de Rirette.

—Usted es siempre la misma, mi pequeña Lulú; cuando una cosa la disgusta, la niega, pura y simplemente. Tiene ganas de ir a lo de Fischer; entonces sostiene que Henri no pasa por el bulevard Montparnasse. Usted sabe muy bien que pasa todos los días a las seis: es su camino. Me lo ha dicho usted misma; sube por la calle Rennes y va a esperar el AE en la esquina del bulevard Raspail.

—En primer lugar no son más que las cinco —dijo Lulú—, y luego quizá no ha ido al escritorio; después de lo que le he escrito ha debido acostarse.

—Pero, Lulú —dijo de pronto Rirette—, hay otro Fischer ¿sabe? no lejos de la Ópera, en la calle Cuatro de Septiembre.

—Sí —dijo Lulú con aire apático—, pero habría que ir allá.

—¡Ah, cómo me gusta mi pequeña Lulú! Habría que ir allá. Pero si está a dos pasos, mucho más cerca que la plaza Montparnasse.

—No me gustan los que venden allí.

Rirette divertida pensó que todos los Fischer vendían los mismos artículos. Pero Lulú tenía obstinaciones incomprensibles. Henri era evidentemente la persona que menos deseos tenía de encontrar en ese momento y hubiérase dicho que iba expresamente a ponerse en su camino.

—Pues bien —dijo con indulgencia— vamos a Montparnasse, por lo demás Henri es tan alto que lo veremos antes de que nos vea.

—Y además qué —dijo Lulú—. Si se le encuentra, se le encuentra; eso es todo. No va a comernos.

Lulú quiso ir a Montparnasse a pie, dijo que precisaba aire. Siguieron la calle del Sena, después la del Odeón y la calle Vaugirard. Rirette hizo el elogio de Pierre y mostró a Lulú lo bien que se había mostrado en estas circunstancias.

—¡Cómo me gusta París! —dijo Lulú—; lo que lo voy a echar de menos.

—Cállese, Lulú. Cuando pienso que tiene la suerte de ir a Niza y que echa de menos París…

Lulú no contestó, se puso a mirar a derecha e izquierda con aire triste e investigador.

Cuando salieron de la tienda de Fischer oyeron dar las seis. Rirette tomó a Lulú por el codo y quiso llevarla más rápido. Pero Lulú se detuvo delante del florista Baumann.

—Mire esas azaleas, mi pequeña Rirette, si tuviera un lindo salón las pondría por todas partes.

—No me agradan las flores en maceta —dijo Rirette.

Estaba exasperada. Volvió la cabeza hacia la calle Rennes y, naturalmente, al cabo de un segundo vio aparecer la alta silueta estúpida de Henri. Iba sin sombrero y llevaba un traje deportivo, de lana marrón. Rirette detestaba el marrón.

—Ahí está, Lulú, ahí está —dijo precipitadamente.

—¿Dónde? —dijo Lulú— ¿dónde está?

No estaba mucho más tranquila que Rirette.

—Detrás de nosotros, en la otra acera. Vámonos y no nos volvamos.

Lulú se volvió a pesar de todo:

—Ya lo veo —dijo.

Rirette trató de llevársela, pero Lulú se puso rígida, miraba fijamente a Henri, y dijo por fin:

—Creo que nos ha visto.

Parecía espantada, cedió de pronto a Rirette y se dejó llevar dócilmente.

—Ahora por amor del cielo, Lulú, no se vuelva —dijo Rirette un poco sofocada—. Vamos a torcer a la derecha en la próxima calle, es la calle Delambre.

Caminaban muy de prisa y tropezaban con los transeúntes. Por momentos Lulú se hacía arrastrar un poco, por momentos era ella la que tiraba de Rirette hacia adelante. Pero no habían llegado a la esquina de la calle Delambre cuando Rirette vio una gran sombra oscura detrás de Lulú, comprendió que era Henri y se puso a temblar de cólera. Lulú conservaba los párpados bajos, tenía aire burlón y obstinado. “Lamenta su imprudencia pero es demasiado tarde, tanto peor para ella.”

Apresuraron el paso; Henri las siguió sin decir una palabra. Pasaron por la calle Delambre y continuaron caminando en dirección a la del Observatorio. Rirette escuchaba sonar los zapatos de Henri, oía también una especie de estertor ligero y regular que escandía su marcha; era la respiración de Henri (Henri había tenido siempre la respiración fuerte, pero nunca hasta ese punto; había debido correr para encontrarlas o tal vez sería la emoción).

“Es necesario hacer como si no estuviera, pensó Rirette, no parecer que notamos su presencia.” Pero no pudo dejar de mirar con el rabillo del ojo. Estaba pálido como un lienzo y bajaba de tal modo los párpados que los ojos parecían cerrados. “Se diría un sonámbulo”, pensó Rirette con algo de horror. Los labios de Henri temblaban y, sobre el labio inferior un pequeño trozo de tafetán rosado se había puesto también a temblar. Y la respiración; siempre la respiración igual y ronca que terminaba ahora con una musiquita gangosa. Rirette no se sentía cómoda: no temía a Henri, pero la enfermedad y la pasión le daban siempre algo de miedo. Al cabo de un momento Henri avanzó suavemente la mano, sin mirar, y tomó el brazo de Lulú. Lulú torció la boca como si fuera a llorar y se soltó estremeciéndose.

—Pffuh —hizo Henri.

Rirette tenía unas ganas locas de detenerse, sentía una puntada al costado y le zumbaban los oídos. Pero Lulú casi corría, ella también tenía aire de sonámbula. Rirette tuvo la impresión que si dejaba el brazo de Lulú y se detenía, los dos continuarían corriendo uno al lado del otro, mudos, pálidos como muertos y con los ojos cerrados.

Henri se puso a hablar. Dijo con voz rara y enronquecida:

—Vuelve conmigo.

Lulú no contestó. Henri repitió con la misma voz ronca y sin entonación:

—Eres mi mujer, vuelve conmigo.

—Bien ve que no quiere volver —respondió Rirette con los dientes apretados—. Déjela tranquila.

Él no pareció haber oído. Repetía:

—Soy tu marido. Quiero que vuelvas conmigo.

—Le ruego que la deje tranquila —dijo Rirette con tono agudo—. No ganará nada fastidiándola así. Déjenos en paz.

Él volvió hacia Rirette una cara asombrada.

—Es mi mujer —dijo—, es mía. Quiero que vuelva conmigo.

Había tomado el brazo de Lulú y esta vez Lulú no se soltó.

—Váyase —dijo Rirette.

—No me iré. La seguiré por todas partes. Quiero que vuelva a casa.

Hablaba con esfuerzo. De pronto hizo una mueca que le descubrió los dientes y gritó con todas sus fuerzas:

—¡Eres mía!

Algunos se volvieron riendo. Henri sacudía el brazo de Lulú y gruñía como una bestia, retrayendo los labios. Por suerte, pasó un taxi vacío. Rirette lo llamó y se detuvo. Henri se detuvo también. Lulú quiso proseguir su marcha pero la mantuvieron sólidamente cada uno por un brazo.

—Debía comprender —dijo Rirette tirando de Lulú hacia la calle—, que nunca la llevará con usted por medio de violencias.

—Déjela, deje a mi mujer —dijo Henri tirando en sentido inverso—. Lulú estaba floja como un paquete de ropa.

—¿Sube o no sube? —gritó el conductor impaciente.

Rirette dejó el brazo de Lulú e hizo llover una granizada de golpes sobre las manos de Henri. Pero no pareció sentirlos. Al cabo de un momento dejó su presa y se puso a mirar a Rirette con aire estúpido. Rirette lo miró también. Le costaba reunir sus ideas, un inmenso disgusto la invadió. Se quedaron así mirándose en los ojos durante algunos segundos; los dos jadeaban. Luego Rirette se repuso, tomó a Lulú por la cintura y la arrastró hacia el taxi.

—¿Dónde vamos? —dijo el conductor.

Henri las había seguido, quería subir con ellas. Pero Rirette lo rechazó con todas sus fuerzas y cerró rápidamente la puerta.

—Marche, marche —dijo al conductor—, después se le dirá dónde.

El taxi partió y Rirette se dejó caer en el fondo del coche. “¡Qué vulgar es todo esto!” —pensó. Odiaba a Lulú.

—Dónde quiere ir, mi pequeña Lulú —preguntó dulcemente.

Lulú no contestó. Rirette la abrazó y se volvió persuasiva.

—Es necesario que me conteste. ¿Quiere que la lleve a casa de Pierre?

Lulú hizo un movimiento que Rirette tomó por una afirmación. Se inclinó hacia adelante:

—Mesina 11.

Cuando Rirette se volvió, Lulú la miraba con aire extraño.

—Que es lo que él… —comenzó Rirette.

—La odio —aulló Lulú—, lo detesto a Pierre, detesto a Henri. ¿Por qué corren todos detrás de mí? Me torturan.

Se detuvo de pronto y todos sus rasgos se desfiguraron.

—Llore —dijo Rirette con calma digna—, llore. Eso le hará bien.

Lulú se dobló en dos y se puso a sollozar. Rirette la tomó en sus brazos y la apretó contra sí. De tiempo en tiempo le acariciaba los cabellos. Pero en su interior se sentía fría y despreciativa. Cuando el coche se detuvo, Lulú se había calmado. Se enjugó los ojos y se empolvó:

—Discúlpeme —dijo amablemente—, estaba nerviosa. No podía soportar verlo en ese estado, me hacía daño.

—Parecía un orangután —dijo Rirette tranquilizada.

Lulú sonrió.

—¿Cuándo la vuelvo a ver? —preguntó Rirette.

—Oh, no antes de mañana. ¿Sabe que Pierre no puede recibirme a causa de su madre? Estoy en el Hotel del Teatro. Podría ir temprano, a eso de las nueve, si no le molesta, porque en seguida iré a ver a mamá.

Estaba descolorida y Rirette pensó con tristeza que era terrible la facilidad con que Lulú se descomponía.

—No se canse mucho esta noche —dijo.

—Estoy terriblemente cansada —dijo Lulú—, espero que Pierre me dejará volver temprano, pero no comprende nunca estas cosas.

Rirette se quedó en el taxi y se hizo llevar a su casa, un momento pensó en ir al cine, pero no tenía ganas. Tiró su sombrero sobre una silla y dio un paso hacia la ventana. Pero el lecho la atraía, tan blanco, tan dulce, tan húmedo en su cavidad de sombras. Arrojarse en él, sentir la caricia de la almohada sobre sus mejillas ardientes. “Soy fuerte, soy la que ha hecho todo por Lulú y ahora estoy sola y nadie hace nada por mí.” Tenía tanta piedad de sí misma que sintió una ola de sollozos subir hasta su garganta. “Se van a ir a Niza y no los veré más. Soy yo quien ha hecho su felicidad pero no pensarán en mí. Y me quedaré aquí trabajando ocho horas por día, vendiendo perlas falsas en Burma.” Cuando las primeras lágrimas rodaron por sus mejillas se dejó caer suavemente en la cama. “A Niza… repetía llorando amargamente, a Niza… al sol… en la Riviera…”

III

¡Puff!

Noche negra. Se hubiera dicho que alguien andaba por la habitación: un hombre en zapatillas. Avanzaba con precaución, primero un pie, después el otro, sin poder evitar un ligero crujido del piso. Se detenía, había un momento de silencio; después, llevado de pronto al otro extremo de la habitación, volvía a iniciar, como un maniático, su marcha sin objeto. Lulú tenía frío, las mantas eran demasiado ligeras. Había dicho ¡puff! en voz alta y el sonido de su voz le dio miedo.

¡Puff!, estoy segura de que en este momento mira el cielo y las estrellas, prende un cigarrillo, está fuera, dice que le agrada el tinte malva del cielo de París. A pasos cortos, vuelve a su casa a pasos cortos: se siente poético cuando acaba de hacer eso, me lo ha dicho, y ligero como una vaca a la que acaban de ordeñar, no piensa más en eso; y yo estoy manchada. No me asombra que se sienta puro en este momento, ha dejado aquí su inmundicia, en la oscuridad hay una toalla empapada y la sábana está húmeda en la mitad de la cama; no puedo estirar las piernas porque sentiría mojado debajo de la piel, qué inmundicia, y él está totalmente seco, lo oí que silbaba bajo la ventana cuando salió; está allá abajo, seco y fresco, entre sus lindas ropas, con su sobretodo de media estación, es necesario reconocer que sabe vestirse, una mujer puede estar orgullosa de salir con él. Estaba bajo mi ventana y yo estaba desnuda en la oscuridad, tenía frío y me frotaba el vientre con las manos porque todavía me creía mojada. “Subo un minuto, dijo, solo para ver tu habitación.” Se quedó dos horas y la cama crujía —esa sucia camita de hierro. Me pregunto dónde ha ido a buscar este hotel, me dijo que en otra ocasión pasó aquí quince días, que estaría muy bien, son raras estas piezas, he visto dos, nunca había visto habitaciones tan chicas y están llenas de muebles, hay poufs y canapés y mesitas, esto apesta a amor; no sé si habrá pasado quince días, pero seguramente no los ha pasado solo; es necesario que me respete muy poco para haberme metido aquí dentro. El mozo del hotel se reía cuando subimos, es un argelino, detesto ese tipo, me dan miedo, me miró las piernas, después entró en el escritorio, debió decirse: “Ya está, van a hacer eso”, e imaginará cosas sucias, parece que es asombroso lo que hacen allá abajo a las mujeres. Si les cae una bajo las manos, queda coja para toda la vida; y todo el tiempo que Pierre me fastidió pensaba en el argelino que estaría pensando en lo que yo hacía y que se figuraría inmundicias peores que las que ocurrían. ¡Hay alguien en la habitación!

Lulú retiene la respiración, pero los crujidos cesan casi de inmediato. Me duele entre los muslos, a veces me pica y a veces me arde, tengo ganas de llorar y será así todas las noches salvo la de mañana porque la pasaremos en el tren. Lulú se mordió los labios y se estremeció porque se acordó que había gemido. No es verdad, no gemí, respiré solo un poco fuerte, porque es tan pesado cuando está encima que me corta la respiración. Él me dijo: “Gimes, estás gozando”. Me horroriza que se hable mientras se hace eso, querría que se olvidara pero no deja de decir cochinerías. No gemí, en primer lugar yo no puedo gozar, es un hecho, el médico lo ha dicho, a menos que me lo haga yo misma. No quiere creerlo, nunca han podido creerlo, todos dicen: “es porque empezaste mal, yo te enseñaré el placer”, los dejo decir pero sé bien lo que ocurre, es fisiológico, pero eso los veja.

Alguien sube la escalera. Es alguien que regresa. A menos, Dios mío, que no sea él quien vuelve. Es muy capaz si le vuelve el deseo. No es él, son pasos pesados; acaso —el corazón de Lulú le saltó en el pecho— si fuera el argelino, sabe que estoy sola, va a venir a golpear a la puerta, no puedo, no puedo soportar esto, no, es en el piso de arriba, es un tipo qué vuelve, mete la llave en la cerradura, eso le lleva tiempo, está borracho, me pregunto quién se aloja en este hotel, deben ser a medida; a mediodía encontré una rusa en la escalera, tenía ojos de drogada: ¡No gemí! Pero naturalmente terminó por turbarme con todos sus manejos; lo sabe hacer; me horrorizan los tipos que lo saben hacer, preferiría acostarme con uno virgen. Esas manos que van derecho donde deben, que frotan, que se apoyan un poco, no demasiado… La toman a uno por un instrumento en el que están orgullosos de saber ejecutar. Detesto que me turben, tengo la garganta seca, tengo miedo, tengo mal gusto en la boca y estoy humillada porque creen que me dominan. Abofetearía a Pierre cuando adopta su aire fatuo y dice: “Tengo técnica”. Dios mío, decir que la vida es esto, es para esto para lo que una se viste y se lava y se pone bonita y se escriben todas las novelas y se piensa todo el tiempo y he aquí lo que es finalmente; uno se mete en una habitación con un tipo que medio la ahoga y finalmente le moja el vientre. Quiero dormir, ¡oh!, si solo pudiera dormir un poco, mañana viajaré toda la noche, estaré rota. En cualquier forma querría estar un poco fresca para pasear en Niza; parece que es tan hermoso, hay callecitas italianas y trapos de color que se secan al sol, me instalaría con mi caballete y pintaría y algunas niñitas vendrían a ver lo que hacía. ¡Porquería! (Había avanzado un poco y su cadera había tocado la mancha húmeda de la sábana.) Es para hacer esto para lo que me lleva. Nadie, nadie me ama. Caminaba a mi lado y yo casi desfallecía y esperaba una palabra de ternura; si él hubiera dicho: “Te amo”, seguramente que no hubiera vuelto con él, pero le hubiera dicho alguna amabilidad, nos hubiéramos separado como buenos amigos. Yo esperaba, esperaba, me tomó del brazo y le dejé el brazo. Rirette estaba furiosa; no es verdad que parezca un orangután, pero sabía que pensaba alguna cosa así, lo miraba de costado con ojos turbios, es asombroso lo mala que puede ser, pues bueno, pese a eso, cuando me tomó el brazo no resistí, pero no era a mí a quien él quería, él quería a su mujer porque se casó conmigo y es mi marido; me rebajaba siempre, decía que era más inteligente que yo y todo lo que ha pasado es por su culpa, no tenía más que tratarme como a una igual y todavía estaría con él. Estoy segura de que en este momento no me extraña, no llora, jadea, eso es lo que hace y está muy contento porque tiene toda la cama para él solo y puede extender sus largas piernas. Querría morirme. Tengo tanto miedo de que piense mal de mí, no podía explicarle nada porque Rirette estaba entre nosotros; hablaba, hablaba, Parecía histérica. Ahora está contenta, se felicita por su valor, ¡vaya una gracia!, con Henri que es dulce como un cordero. Iré con él. No pueden obligarme a dejarlo como a un perro. Saltó fuera de la cama y dio una vuelta el conmutador. Mis medias y una combinación, eso basta. Ni siquiera se tomó el trabajo de peinarse, de tal modo estaba apresurada, y los que me vean no sabrán que estoy desnuda debajo de mi gran abrigo gris que me cae hasta los pies. El argelino —se detuvo latiéndole el corazón—; será necesario que lo despierte para que me abra la puerta. Bajó muy despacio pero los escalones crujían uno a uno; golpeó contra el vidrio del escritorio.

—¿Quién es? —dijo el argelino. Tenía los ojos rojos y el cabello desordenado, no parecía muy temible.

—Ábrame la puerta —dijo Lulú secamente.

Un cuarto de hora más tarde llamaba en casa de Henri.

—¿Quién es? —preguntó Henri a través de la puerta.

—Soy yo.

Él no contesta, no quiere dejarme entrar en casa. Pero llamaré en la puerta hasta que abra y él cederá debido a los vecinos. Al cabo de un minuto se entreabrió la puerta y apareció Henri, pálido, con un grano sobre la nariz. Estaba en pijama. “No ha dormido” —pensó Lulú con ternura.

—No quería irme así, quería volver a verte.

Henri seguía sin decir nada. Lulú entró empujándolo un poco. Qué fastidioso es, siempre se le encuentra al paso, me mira con sus ojos redondos, tiene los brazos colgando, no sabe qué hacer con su cuerpo. Cállate, anda, cállate, bien veo que estás emocionado y que no puedes hablar. Él hacía esfuerzos por tragar la saliva y fue Lulú quien tuvo que cerrar la puerta.

—Quiero que nos separemos como buenos amigos —dijo ella.

Él abrió la boca como si fuera a hablar, giró precipitadamente sobre sus talones y huyó. ¿Qué va a hacer? Ella no se atrevía a seguirlo. ¿Llora acaso? De pronto lo oyó toser; está en el baño. Cuando volvió, ella se colgó de su cuello y colocó su boca sobre la de él: él olía a vómito. Lulú estalló en sollozos:

—Tengo frío —dijo Henri.

—Acostémonos —propuso ella llorando—, puedo quedarme aquí hasta mañana por la mañana.

Se acostaron y a Lulú la sacudieron enormes sollozos cuando volvió a ver su habitación y su linda cama limpia y la luz roja en el vidrio. Pensaba que Henri la tomaría en sus brazos, pero no lo hizo: se había acostado cuan largo era como si hubieran puesto una estaca en la cama. Está tan rígido como cuando habla con un suizo. Ella le tomó la cabeza con las dos manos y lo miró fijamente. “Eres puro, tú, eres puro.” Él se puso a llorar:

—¡Qué desgraciado soy! —dijo—, nunca he sido tan desgraciado.

—Yo tampoco, —dijo Lulú.

Lloraron largo tiempo. Al cabo de un momento ella apagó la luz y puso la cabeza sobre su hombro. Si pudiéramos quedarnos así siempre: puros y tristes, como huérfanos; pero no es posible, eso no pasa en la vida. La vida era una inmensa ola que iba a romperse sobre Lulú y a arrancarla de los brazos de Henri. Tu mano, tu mano grande. Está orgulloso de ellas porque son grandes, dice que los descendientes de las viejas familias tienen siempre grandes las extremidades. No me tomará ya la cintura entre sus manos —me hacía cosquillas, pero estaba orgullosa porque casi podía juntar los dedos—. No es verdad que sea impotente, es puro, puro —y un poco perezoso—, sonrió en medio de sus lágrimas y lo besó debajo del mentón.

—¿Qué voy a decirles a mis padres? —observó Henri—. Mi madre se morirá.

La señora Crispin no moriría, por el contrario, triunfaría. Hablarán de mí durante la comida, los cinco, con aire de reprobación, como gente que lo sabía todo desde hace mucho, pero que no quería hablar debido a la pequeña que tiene dieciséis años y que es muy joven para que se traten ciertas cosas delante de ella. Ella se reirá por dentro porque lo sabe todo, sabe siempre todo y me detesta. ¡Todo ese barro! Y las apariencias están en mi contra.

—No les digas todo en seguida —suplicó—, diles que fui a Niza por razones de salud.

—No me creerán.

Ella besó a Henri con besitos rápidos en toda la cara.

—Henri, tú no eras muy amable conmigo.

—Es verdad —dijo Henri—, no era bastante amable, pero tú tampoco —dijo reflexionando—, tampoco tú eras muy amable.

—Yo tampoco —dijo Lulú—. ¡Oh! Qué desgraciados somos.

Lloraba tan fuerte que pensó que se ahogaba; en seguida iba a amanecer y ella se iría. Nunca, nunca se hace lo que se quiere, uno se ve arrastrado.

—No hubieras debido irte así —dijo Henri.

Lulú suspiró.

—Yo te quería Henri.

—¿Y ahora no me quieres ya?

—No es lo mismo.

—¿Con quién te vas?

—Con gente que tú no conoces.

—¿Cómo conoces gente que no conozco? —dijo Henri con cólera—. ¿Dónde los viste?

—Dejemos eso, querido, mi pequeño Gulliver. ¿No vas a hacerte el marido en este momento?

—¡Te vas con un hombre! —dijo Henri llorando.

—Escucha, Henri, te juro que no, te lo juro por la cabeza de mamá, todos los hombres me disgustan en este momento. Me voy con un matrimonio, amigos de Rirette, gente de edad. Quiero vivir sola, ellos me encontrarán trabajo, ¡oh Henri!, ¡si supieras qué necesidad tengo de vivir sola, cómo me disgusta todo esto!

—¿Qué? —dijo Henri—, ¿qué es lo que te disgusta?

—¡Todo! —lo besó—. Solo tú no me disgustas, querido mío.

Ella pasó sus manos bajo el pijama de Enrique y le acarició largamente todo el cuerpo. Él se estremeció bajo esas manos heladas, pero la dejó hacer; dijo solamente:

—Me voy a enfermar —seguramente había algo quebrado en él.

A las siete se levantó Lulú con los ojos hinchados de llorar, y dijo con cansancio:

—Es necesario que vuelva allá.

—¿Dónde?

—Estoy en el Hotel del Teatro, en la calle Vandamme. Un hotelucho.

—Quédate conmigo.

—No, Henri, te lo ruego, no insistas. Te he dicho que es imposible.

“Es la ola que la lleva a uno; no se puede juzgar, ni comprender, solo hay que dejarse ir. Mañana estaré en Niza.” Pasó al baño para mojarse los ojos con agua tibia. Se volvió a poner, tiritando, su tapado. “Es como una fatalidad, con tal que pueda dormir en el tren, esta noche, si no estaré rota al llegar a Niza. Espero que haya tomado primera; será la primera vez que viaje en primera. Todo es siempre así: hace años que tengo ganas de hacer un viaje largo en primera clase y el día en que eso me ocurre, las cosas se arreglan de tal modo que casi ni me va a gustar.” Ahora tenía prisa por irse porque estos últimos momentos tenían algo de insoportable.

—¿Qué vas a hacer con ese Gallois? —preguntó ella.

Gallois había pedido un aviso a Henri, Henri lo había hecho y ahora Gallois no lo quería.

—No sé —dijo Henri.

Se había hundido bajo las mantas y no se le veían más que los cabellos y un poco de la oreja. Dijo con voz lenta y blanda:

—Querría dormir durante ocho días.

—Adiós, querido mío —dijo Lulú.

—Adiós.

Ella se inclinó sobre él, apartó un poco las mantas y lo besó en la frente. Permaneció largo tiempo en el descansillo sin decidirse a cerrar la puerta del departamento Al cabo de un momento volvió los ojos y tiró violentamente del picaporte. Oyó un ruido seco y creyó que iba a desmayarse: había experimentado una impresión semejante cuando arrojaron la primera paletada de tierra sobre el féretro de su padre.

“Henri no ha sido muy amable. Hubiera podido levantarse para acompañarme hasta la puerta. Me parece que me hubiera sentido menos desgraciada si hubiera sido él quien cerrara.”

IV

—Ha hecho eso —dijo Rirette mirando a lo lejos—. ¡Ha hecho eso!

Era por la tarde. A eso de las seis Pierre había telefoneado a Rirette y ella se le había reunido en el “Dome”.

—Pero —dijo Pierre—, ¿no iba usted a verla esta mañana a las nueve?

—La vi.

—¿No tenía aire extraño?

Claro que no —dijo Rirette—, yo no noté nada. Estaba un poco fatigada, pero me dijo que había dormido mal después que usted se fue porque estaba muy excitada con la idea de ver Niza y porque tenía un poco de miedo del mozo argelino… Mire, hasta me preguntó si creía que usted habría tomado primera en el tren, me dijo que era el sueño de su vida viajar en primera. No —decidió Rirette— estoy segura de que no tenía nada parecido en la cabeza, al menos mientras yo estuve allí. Me quedé dos horas con ella y para esas cosas soy bastante observadora, me asombraría si algo se me hubiera escapado. Me dirá que es muy disimulada, pero la conozco desde hace cuatro años y la he visto en cantidad de circunstancias, conozco a mi Lulú como a la palma de mis manos.

—Entonces serán los Texier los que la han decidido. Es raro… —meditó algunos instantes y continuó de pronto—: Me pregunto quién les ha dado la dirección de Lulú. Soy yo quien eligió ese hotel y ella nunca había oído hablar de él antes.

Jugaba distraídamente con la carta de Lulú y Rirette estaba molesta porque hubiera querido leerla y él no se lo proponía.

—¿Cuándo la recibió? —preguntó por último.

—¿La carta? —se la tendió con sencillez—. Tome. Puede leerla. La han debido dejar en la portería hace una hora.

Era una delgada hoja violeta, como las que se venden en los puestos de cigarrillos:

“Mi queridísimo:

Han venido los Texier (no sé quién les ha dado la dirección) y voy a darte mucha pena, pero no me voy, mi amor, mi querido Pierre; me quedo con Henri porque es demasiado desgraciado. Han estado a verlo esta mañana, no quería abrir y la señora Texier dice que no tenía cara humana. Han sido muy amables y han comprendido mis razones, ella dice que todas las culpas son de él, que es un oso, pero que no es malo en el fondo. Ella dice que le ha sido necesario esto para que él comprenda lo ligado que está a mí. No sé quién les ha dado mi dirección, no me lo han dicho; han debido verme por casualidad cuando salí esta mañana del hotel con Rirette. La señora Texier me dijo que comprendía bien que me pedía un enorme sacrificio pero que me conocía lo bastante como para saber que no me sustraería a él. Lamento mucho nuestro bello viaje a Niza, pero pienso, mi amor, que no serás tan desdichado porque me tendrás siempre. Soy tuya con todo mi corazón y todo mi cuerpo y nos veremos tan a menudo como antes. Si no me tuviera más, Henri se mataría, le soy indispensable; te aseguro que no me divierte tener semejante responsabilidad. Espero que no pondrás mal gesto, no querrás que tenga remordimientos ¿verdad? Vuelvo en seguida con Henri, estoy un poco nerviosa porque pienso que voy a volver a verlo en ese estado, pero tendré el valor de imponer mis condiciones. En primer lugar quiero más libertad porque te amo, y quiero que deje tranquilo a Robert y que nunca hable mal de mamá. Estoy muy triste, querido, querría que estuvieras aquí. Te deseo, me estrecho contra ti y siento tus caricias por todo mi cuerpo. Estaré mañana a las cinco en el ‘Domé’.

Lulú.”

—¡Mi pobre Pierre! —Rirette le había tomado la mano.

—Le diré —dijo Pierre—, que lo lamento sobre todo por ella. Necesitaba aire y sol. Pero, puesto que lo ha decidido así… Mi madre me hacía escenas espantosas —continuó—. La villa es suya y no quería que llevara allí a una mujer.

—¿Ah? —dijo Rirette con voz entrecortada—, ¿ah? Entonces está muy bien; ¡todo el mundo contento!

Dejó caer la mano de Pierre y se sintió, sin saber por qué, invadida por un amargo pesar.

FIN


“Intimité”,
Le mur
, 1939


Más Cuentos de Jean-Paul Sartre