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La cartelera celeste

[Cuento - Texto completo.]

Villiers de L’Isle Adam

Al señor Henry Ghys

Eritis sicut dii.
Antiguo Testamento


Cosa extraña y capaz de despertar la sonrisa de un financiero: ¡se trata del Cielo! Pero entendámonos: del cielo considerado desde el punto de vista industrial y serio.

Ciertos acontecimientos históricos, hoy en día científicamente confirmados y explicados (o algo parecido), por ejemplo: el Labarum de Constantino, las cruces reflejadas en las nubes por unas llanuras nevadas, los fenómenos de refracción del monte Brocken y ciertos espejismos en las regiones boreales, intrigaron notablemente y, por así decirlo, picaron la curiosidad de un sabio ingeniero meridional, el señor Grave, que concibió, hace ya algunos años, el luminoso proyecto de utilizar las anchas extensiones de la noche, y elevar, en una palabra, el cielo a la altura de la época.

En efecto, ¿para qué esas azuladas bóvedas que no sirven sino para desbocar las imaginaciones enfermizas de los últimos visionarios? ¿No se obtendría un legítimo derecho al reconocimiento público, y digámoslo (¿por qué no?), a la admiración de la posteridad, al convertir esos estériles espacios en espectáculos real y fructíferamente instructivos, al utilizar las inmensas llanuras y obtener, al fin, un buen rendimiento a esas Solognes indefinidas y transparentes?

No se trata aquí de sentimentalismos. Los negocios son los negocios. Es preciso pedir la colaboración, y también, si fuese necesario, la energía de gente seria sobre el valor y los resultados pecuniarios del inesperado descubrimiento del que hablamos.

En un principio, el fondo mismo del asunto parece prácticamente imposible y lindando casi con la locura. Roturar el azul, acotar el astro, explotar los dos crepúsculos, organizar la noche, disfrutar del cielo hasta ahora improductivo, ¡qué sueño!, ¡qué espinosa aplicación, erizada de dificultades! Pero, movido por el espíritu del progreso, ¿de qué problema no hallará el hombre la solución?

Imbuido en esta idea y convencido de que si Franklin, Benjamín Franklin, el impresor, había arrancado el rayo del cielo, debía ser posible, a fortiori, emplear este último con fines humanitarios; el señor Grave estudió, viajó, comparó, gastó, forjó, y, a la larga, tras haber perfeccionado las enormes lentes y los gigantescos reflectores de los ingenieros americanos, sobre todo los aparatos de Filadelfia y de Québec (que cayeron, por falta de un talento tenaz, en el dominio del Cant y del Puff), el señor Grave, decimos, se propone (provisto de las patentes necesarias) ofrecer, a nuestras grandes industrias de manufacturas e incluso a los pequeños comerciantes, la ayuda de una publicidad absoluta.

Cualquier competencia sería imposible ante el sistema del gran divulgador. Podemos imaginarnos alguno de nuestros grandes centros comerciales, con sus agitadas poblaciones, como Lyon, Burdeos, etc., en el crepúsculo. Desde aquí vemos ese movimiento, esa vida, esa extraordinaria animación que sólo los intereses financieros son capaces de dar, hoy en día, a ciudades serias. De repente, unos potentes haces de magnesio o de luz eléctrica, cien mil veces aumentados, surgen de la cima de alguna florecida colina, encanto de las jóvenes parejas -de una colina semejante, por ejemplo, a nuestro querido Montmartre-; esos rayos de luz, mantenidos por inmensos reflectores multicolores, envían bruscamente al cielo, entre Sirio y Aldebarán, al Ojo del Toro o bien justo en medio de las Híadas, la graciosa imagen de ese joven adolescente que sostiene un echarpe en el que leemos todos los días, con un renovador placer, estas bellas palabras: ¡Se restituye el oro de cualquier objeto que haya dejado de gustar! ¿Puede uno imaginarse las diferentes expresiones que tendrían, entonces, todos los rostros de la multitud, esas iluminaciones, esos bravos, esa alegría? Tras el primer movimiento de sorpresa, muy perdonable, los antiguos enemigos se abrazan, los más amargos resentimientos domésticos son olvidados: se sientan bajo el emparrado para mejor degustar ese espectáculo a la vez magnífico e instructivo, y el nombre del señor Grave, llevado por las alas de los vientos, vuela hacia la inmortalidad.

Basta reflexionar un poco para comprender los resultados de tan ingeniosa invención. ¿No debería extrañarse la Osa Mayor si entre sus patas, repentinamente, surgiera este inquietante anuncio: ¿Son necesarios los corsés?, ¿sí o no? O mejor aún: ¿no sería un espectáculo capaz de alarmar las conciencias melindrosas y de llamar la atención de los clérigos el ver aparecer, en el mismo disco de nuestro satélite, en la cara alegre de la Luna, ese maravilloso anuncio que todos nosotros hemos admirado en los bulevares y que tiene como lema: ¿Para el Hirsuto? ¡Qué genialidad si en uno de los segmentos trazados entre la v del Taller del Escultor, se leyera: Venus, reducción Kaulla! ¡Qué emoción si, en relación con esos licores de postre cuyo uso se recomienda por más de una razón, se percibiera, hacia el sur de Regulus, la capital del León, en la punta misma de la Espiga de la Virgen, un Ángel, sosteniendo un frasco en la mano, mientras que de su boca saliera un papel en el que se leyeran estas palabras: ¡Dios, qué bueno!…

Se entiende que aquí se trata de una empresa de anuncios sin precedentes, de responsabilidad ilimitada, con material infinito: hasta el Gobierno podría garantizarla, por primera vez en su vida.

Sería ocioso insistir en los servicios verdaderamente eminentes que tal descubrimiento está llamado a rendir a la Sociedad y al Progreso. ¿Se imaginan, por ejemplo, la fotografía sobre vidrio y el procedimiento Lampascope aplicados de esta manera -es decir, aumentados cien mil veces-, bien para la captura de los banqueros en fuga, bien para la de los malhechores famosos? En lo sucesivo, el culpable, fácil de seguir, como dice la canción, no podría asomarse a la ventana de su vagón sin ver en las nubes su denunciadora imagen.

¡Y en política!, ¡en materia de elecciones, por ejemplo! ¡Qué preponderancia! ¡Qué supremacía! ¡Qué increíble simplificación en los medios de propaganda, siempre tan onerosos! ¡Ya no habría más papeles azules, amarillos, tricolores, que llenan los muros y nos repiten sin cesar el mismo nombre, con la obsesión de un mareo! ¡Ninguna más de esas fotografías tan caras (y a menudo imperfectas) y que no consiguen su objetivo, es decir, que no excitan en absoluto la simpatía de los electores, ya por el encanto de los rasgos de la cara del candidato, ya por el aire de majestuosidad del conjunto! Porque, al fin y al cabo, el valor de un hombre es peligroso, perjudicial y más que secundario, en política; lo esencial es que tenga un aire «digno» a ojos de sus electores.

Supongamos que en las últimas elecciones, por ejemplo, los retratos de los señores B… y A… hubieran aparecido todas las noches, en tamaño natural, justo bajo la estrella p de la Lira. ¡Estarán de acuerdo en que ése era su lugar!, puesto que esos hombres de Estado cabalgaron antaño a lomos de Pegaso, si damos crédito a la Fama. Los dos habrían sido expuestos allí, durante la noche que precedió al escrutinio; ambos ligeramente sonrientes, la frente velada por una conveniente inquietud, y sin embargo de aspecto tranquilo. El procedimiento del Lampascope podría, incluso, con la ayuda de una ruedecita, modificar al instante la expresión de las dos fisonomías. Se hubiese podido hacerles sonreír al Futuro, llorar por nuestros desengaños, abrir la boca, arrugar la frente, hinchar de cólera las aletas de la nariz, tomar un aire digno, en fin, todo cuanto concierne a la tribuna y da tanto valor al pensamiento de un verdadero orador. Cada votante habría hecho su elección, habría podido darse cuenta de antemano, habría podido hacerse una idea de su diputado, y no se le habría dado, como vulgarmente se dice, gato por liebre. Incluso se puede añadir que, sin el descubrimiento del señor Grave, el sufragio universal es una especie de burla.

En consecuencia, esperemos que uno de estos amaneceres, o mejor, una de estas noches, el señor Grave, con el apoyo y la ayuda de un Gobierno iluminado, comience sus importantes experimentos. Hasta entonces los incrédulos podrán reírse. Como cuando Lesseps hablaba de unir los Océanos (lo que ha hecho, a pesar de los incrédulos). La Ciencia tendrá, ahora, la última palabra y el señor excesivamente Grave dejará de reír. Gracias a él, el Cielo acabará sirviendo para algo y adquiriendo, al fin, un valor intrínseco.

FIN



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