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La comedia piadosa

[Cuento - Texto completo.]

Emilia Pardo Bazán

– I –
Casuística

Ni los años ni los corrimientos habían ofendido demasiadamente la hermosura de doña Petra Regalado Sanz, a quien conocía por Regaladita la buena sociedad de Marineda. De un cabello negro como la pez, aún quedaban abundantes residuos entrecanos, peinados con el arte en sortijillas; de un buen talle y de unas lozanas carnes trigueñas, una persona ya ajamonada y repolluda, pero muy tratable, como dicen los clásicos; de unos ojuelos vivos y flechadores, «algo» que aún podía llamarse fuego y lumbre; de unas manitas cucas, otras amorcilladas, pero hoyosas y tersas como rasolíes. Con tales gracias y prendas, no cabe duda que Regaladita estaba todavía capaz de dar un buen rato al diablo y muchisímas desazones al ángel custodio: por fortuna (apresurémonos a declararlo, no le ocurra al lector a sospechar de la honestidad de nuestra heroína), Regaladita no pensaba en tal cosa, sino muy al contrario, como veremos, y con altísimos y cristianos pensares.

Era viuda, de marido que, por vivir poco, no molestó en extremo, aunque sí lo bastante para que Regaladita le cobrase cierto asquillo a la santa coyunda y se propusiese no reincidir. Disfrutaba una rentita modesta en papel del Estado, suficiente para el desahogo de una señora «pelada», como ella decía. Cortaba el cupón apaciblemente, y ni la apuraban malas cosechas, ni emigraciones, ni desalquilos, ni impuestos, ni litigios, ni otros inconvenientes que traen a mal traer a los propietarios de fincas rústicas y urbanas. En cambio, las alteraciones del orden público y de la paz europea solían causarle jaqueca y flato. Cuando sus amigas veían a Regaladita con ruedas de patata en las sienes, ya se sabe: echaban la culpa a Ruiz Zorrilla o al emperador de Alemania.

Mas no por eso se crea que la vida de Regaladita se deslizaba como manso arroyuelo, exenta de cuidados y de aspiraciones y de poéticas nostalgias. ¡Ah, eso no! Regaladita no se daba por contenta con su «pasar» decoroso, su vivienda abrigada como un nido, sus buenas relaciones y sus frecuentes goces de vanidad al verse más conservada que manzana en el frutero. Regaladita, allá en lo recóndito de su corazón, acariciaba un sueño ambicioso, inverosímil… ¡Nada menos que el de llegar a santa!… ¡Santa a estas alturas!

Penitencia asidua del padre Incienso, todos los sábados, al arrodillarse al pie de la rejilla, manifestaba Regaladita a su confesor firmes y ardientes propósitos de avanzar por el camino de la perfección espiritual, y de tratar rigurosamente al asno, o sea al cuerpo antojadizo y goloso. Entiendan, señores, por Dios, que los antojos del asno de Regaladita no eran antojos de ésos que abochornan. La idea de ciertos feísimos pecados ni cruzaba por su mente. Las tentaciones de sensualidad que Regaladita combatía con amazónico denuedo tenían por causa algún plato sabroso, algún sorbo de rancio jerez, paladeado con morosa delectación: algún abrigo «pintado» que su dueña miraba de frente y de espalda, combinando dos espejos con pueril coquetería; algún par de guantes superfluo, cuyo importe estaría mejor empleado en bonos de la Sociedad de San Vicente; alguna butaca mullida en que se arrellanaba con sobrado gusto para que fuese inocente la complacencia.

El padre Incienso, jesuita avisado y perito en achaques de escrúpulos y conatos de santidad, sonreía con indulgencia, allá para su faja, siempre que Regaladita, con harto sobrealiento por lo incómodo de la postura, le confiaba sus ardientes anhelos de «padecer o morir».

«Muy fondona y acolchada estás tú para echarla de ascética -pensaba el discreto confesor, calmando, lo mejor que sabía, por medio de exhortaciones llenas de profunda sensatez, aquel místico afán-. Vamos a ver: ¿por qué se me aflige usted tanto? ¿Por qué en casa de Veniales repitió de la perdiz estofada y se chupó los dedos? ¡Valiente pecado, hija!… Le voy a poner a usted de penitencia que se coma una patita más para otra vez… Pero ¿cómo le he de decir a usted que la acción de comer es de suyo indiferente, y hasta loable cuando se tiende a reparar las fuerzas y a conservar la salud?…»

No se daba por convencida la pecadora, y escarbando más y más en la conciencia, sacaba otras faltillas que, a fuerza de argucia, disfrazaba de gravísimas infracciones a la ley de Dios.

-No diga usted, padre; es usted demasiado bueno; yo soy terrible, porque no hago sino disparates. El vestido que compré ayer cuesta a cinco pesetas la vara, y en la tienda había telas que aparentaban lo mismo y sólo costaban a tres y media. Pude ahorrarme eso… para los pobres. ¡Ya ve usted si hice mal!

-No, hija -contestaba el padre Incienso sin alterarse-. No hizo usted mal; la tela que ha comprado será de más duración, y también más conforme a su posición de usted en el mundo. Son motivos atendibles. No ha de andar usted metida en un saco.

-Padre -murmuraba otras veces la devota-, ha de saber que anteanoche en casa de la marquesa de Veniales, se bailó el vals, y el secretario del Gobierno civil resbaló y fue a dar de narices contra el biombo. Las muchachas se rieron, pero yo me reía más que todas…

-¿De modo que el interesado lo oyese?

-Yo no sé si lo oiría…

-No me parece caritativo, y bueno será que usted se contenga para no ofender ni herir a nadie; sin embargo, tampoco veo ahí motivo para desconsolarse e hipar ahora…

-Sí, señor; que lo hay… Porque ya sabe usted que quiero ser mejor todos los días, y que no viviré tranquila hasta que llegue a conseguir…

-¿A conseguir… qué?

-Lo que han conseguido otras -contestaba Regaladita, bajando los ojos ante la mirada perspicaz y un poquito irónica del padre.

-Hija mía -advertía éste sin descomponerse y en tono melifluo-, ya le he dicho a usted que eso es… ambicionar demasiado, y ociosidades; dispénseme usted la expresión. Conténtese con ser lo que está siendo: una buena señora, que vive cristianamente, sin ofender a Dios en cuestiones de ésas que…, que le ofenden muchísimo, aunque las pueda absolver este tribunal, como usted sabe. Yo no la considero a usted perfecta y, sin embargo, sólo le pido que se vaya sosteniendo como hasta aquí, o un poquito más, pero sin esos píos de santidades. Créame usted a mí, yo la conozco. Recuerde usted, hija mía, lo que se cuenta de las santas, y cómo vivieron, y lo que tuvieron que hacer para alcanzar la santidad dichosa. Ayunos, cilicios, mortificaciones de todas clases, penitencias durísimas. ¡Si usted se impusiese un día nada más lo que ellas se imponían a diario, enfermaría usted de peligro, no lo dude! Represéntese usted lo que es llevar a raíz de la carne un cinturón con púas de hierro; piense en un mendrugo de pan añejo, aderezado con ceniza; imagínese una noche en oración, de rodillas y con los brazos en cruz; suponga por cama una tarima, y por cabezal un guijarro.

Regaladita se estremecía al escuchar tan terrorífica pintura; parecíale sentir en las costillas y en los muslos mordeduras de férreos garfios, y en el paladar sabor a ceniza y berzas sin sal ni otro condimento. Una voz burlona susurraba a su oído: «¡Atrévete, cobarde, comodona, golosa; atrévete con esos pinchos y esas camas de piedra!» Y compungida, y casi con ganas de hacer pucheros, balbució:

-¡Quién sabe, padre! Tal vez sirviese yo para todo eso y mucho más… Usted no me permite nunca que ensaye… ¡No quiere usted que gane coronas en el cielo…!

-¡No, hija, por Dios! Si yo no se lo prohíbo a usted -dijo el padre con socarronería dulcísima-. Puesto que siente usted fervores, no ha de ser su confesor quien la desanime: nada de eso. Le recomiendo, sí, la prudencia…; pero no me opongo. ¡Qué me había de oponer! ¿Desea usted imitar a los santos? Pues enhorabuena, hija; yo la aprobaré, yo me complaceré en sus glorias y merecimientos. No desoiga más la voz de lo alto: empiece, hija, empiece esa tanda de maceraciones que han de igualarla con Santa Catalina, Santa Clara y la Venerable Emmerich… ¡Ea! Desde mañana, libertad para obrar como guste: permiso amplio. ¿Que hábito de estameña? Pues hábito de estameña. ¿Que ayuno? Pues al traspaso. ¿Que cilicio? Un rallador debajo del corsé. ¿Que disciplinas? Yo le puedo prestar unas de alambre; las usó mi maestro, el padre Celís, que, según opinión piadosa, estará en la gloria pidiendo por nosotros…

No supo Regaladita discernir si era chunga o si hablaba formalmente el confesor: y la sospecha de que fuesen delicada burla las palabras del padre acrecentó las ganas de martirio y el propósito de asombrarle, el sábado próximo, con alguna estupenda muestra de santidad.

Lo primero, determinó Regaladita desbaratar su gracioso peinado y sustituirlo por una castaña y dos cortinillas. Llamó a la costurera, y quitando los faralaes a un vestido negro de lana, lo dejó liso y propio para la nueva vida devota. Se lo puso, y como aún sintiese tentaciones de mirarse al espejo, se pegó un suave pellizco para acostumbrarse a prescindir del profano mueble. En la comida suprimió el vino, y como trajesen croquetas muy doradas, su plato predilecto, entornó los ojos, y con una constricción del paladar, que le llenó la boca de saliva, las rechazó con la mano. Sólo comió del cocido y una miaja de queso. «Esto del queso lo suprimiré mañana. Hay que ir poco a poco», pensó. De noche, al retirarse, tenía determinado rezar de rodillas una hora u hora y media lo menos. Arrodillóse al pie de la cama, que la criada dejaba entreabierta, y emprendió la tarea con buen ánimo. Los tres primeros dieces del rosario iban sobre ruedas; al cuarto, la blancura de las sábanas distrajo a Regaladita; al quinto, el hueco que esperaba por su humanidad la atrajo como al náufrago el remolino; se levantó, se desabrochó la ropa, la dejó resbalar al suelo… y se tendió a la larga, subiendo hasta la barbilla la colcha y el edredón, y suspirando voluptuosamente… Aquella noche hacía un frío siberiano.

A la mañana se despertó soñolienta, calentita, avergonzada, y más ansiosa que nunca de realizar grandes y heroicas mortificaciones del asnillo. Un incidente casual le sugirió singular idea, penitencia nunca leída en la historia de ninguna santa. Sucedió que la costurera, mujer parlanchina y sencillota, hubo de referir cómo una hermana que tenía, cigarrera por más señas, se había ofrecido, por la salud de un hijo, a visitar a pie el santuario de La Guardia; y no sólo a pie, sino calzando zapatos llenos de arena… El santuario de La Guardia dista de Marineda dos leguas de áspero camino.

«¡Yo haré más, mucho más! -pensó Regaladita-. Ya verá el padre Incienso lo que es bueno. Perfeccionar a ese rasgo de devoción.»

En efecto, el sábado, al postrarse en el conocido rincón de la iglesia de San Efrén, la señora, ufanísima, manifestó a su director que, aparte de varias privaciones y maceraciones ejercitadas en la semana, tenía resuelto oír misa en el santuario de La Guardia, el domingo, llegando a él por su pie, y habiendo metido previamente en las botas media docena de garbanzos, con la cual iría en un potro y castigaría bien sus instintos de deleite y molicie.

-Pues hija -respondió el confesor-, me parece un disparate. ¡No dará usted un paso llevando los pies así; se caerá usted redonda! Guíese por mí, y no lo intente siquiera.

-Dios me ayudará -respondió intrépidamente la futura santa.

-Es que se vendrá usted a tierra sin remedio. ¡Bonita figura hará tumbada en mitad del camino!

-¿Y no puede Dios sostenerme?

-Claro que puede; lo que yo dudo es que quiera.

-Padre, me quita usted la esperanza -murmuró Regaladita, casi llorando.

-No, hija, no… la esperanza, nunca. Le represento a usted los inconvenientes, y le aconsejo desista de su empresa, que me parece temeraria. Es lo único que hago.

-¿Me lo prohíbe usted?

-Tanto como prohibir…, no. Si ha hecho usted oferta expresa…

-Oferta hice…, y a la Virgen, y con toda formalidad.

-Pues entonces no hay más que decir. Ya me contará usted el sábado cómo llegó a La Guardia…, si es que el sábado no está coja, patitiesa y asistida de médicos.

No estaba coja, sino más lista que nunca, el sábado siguiente la confesada del padre Incienso. Al verla tan ágil, arrodillándose viva y pizpireta, el jesuita, lleno de curiosidad, se inclinó, prescindiendo de las acostumbradas fórmulas, y preguntando aprisa, con interés extraordinario:

-¿Qué tal? ¿Qué tal? ¿Fuimos a La Guardia?

-¡Ya lo creo que fui! -contestó la santa futura.

-¿Y… esos pies?

-Bien…; sin novedad, como siempre.

-¿Y… cumplió usted toda la oferta? ¿Metió los garbanzos?

-¡Sí por cierto!… ¿No había de meterlos, padre, cuando la oferta en eso precisamente consistía?

-¡Hija, parece un milagro! -exclamó el Padre, sorprendidísimo.

-Padre, milagro no… Porque verá usted… Yo… Mire usted… ¡No se ría! Como los garbanzos me lastimaban tan horriblemente…, que no podía… dar un paso sin desmayarme de dolor…, se me ocurrió… cocerlos…, y después de cocidos… ya marchó todo… como una seda… ¡como una seda…, Padre!

– II –
Cuaresmal

María del Olvido necesitó, para entrar en el convento, de austerísima regla, dispensa de edad. Era viuda, y sólo ofrecía a Dios los últimos años de una vida siempre regalona y feliz, pues en el mundo sor María se llamaba la excelentísima señora doña Pilar Monteverde, y poseía cortijos, dehesas, casas y valores.

Al perder a su marido, al encontrarse casi vieja, doña Pilar empezó a pensar seriamente en el negocio del alma. Bueno sería haber pasado aquí una existencia cómoda y deliciosa, siempre que no por eso fuesen a hartarla de tizonazos en el Purgatorio, o sabe Dios si en sitio harto peor y todavía más caliente… Y con la conciencia alborotada y el espíritu lleno de inquietud, se avistó con su confesor y le dijo, sobre poco más o menos:

-Padre, una gran noticia… ¡Sepa usted que he resuelto meterme monja!…

-¿Usted, señora? -exclamó él, aturdido.

-Yo misma. ¿Por qué se pasma tanto, padre? ¿Son las monjas de diferente madera que yo?

-De la misma, pero…, a su edad de usted, y con sus hábitos de bienestar y de lujo, dificilillo veo que se sujete usted a regla ninguna.

-Precisamente por mi edad es por lo que deseo entrar en el claustro. Tengo…, cosa de cincuenta y…, y pico, y he sido tan dichosa, que recelo que he de pagar la cuenta atrasada en el otro mundo. Con excelente salud, rica, adorada por mi esposo, considerada por las gentes…, no me ha faltado, como suele decirse, sino sarna para rascar. Los años que me queden quiero consagrarlos a ganar la gloria, mucha gloria, una gloria de primera, una sillita cerca de la que ocupen los santos. ¿Hago mal?

-Mal, precisamente, no; pero la empresa pide energía y fuerzas…, y pronunciados los votos, no vale arrepentirse. ¡En fin, tiene usted por delante el tiempo del noviciado!…

Las dudas y la frialdad del padre picaron el amor propio de doña Pilar. ¿No la creían a ella capaz de mortificación, de heroísmo en la penitencia y de puntualidad es la observancia de la regla? ¡Ya verían, ya verían lo que sabía hacer por conseguir asiento de preferencia en la gloria! Y doña Pilar, con gran edificación de los marinedinos, entró nada menos que en las monjas de la Buena Muerte, y trocó los vestidos de seda y terciopelo por las estameñas y el burel de los pobres hábitos, y su vivienda elegante y llena de delicados refinamientos, por la desnuda celda. Las mismas monjas estaban asombradas de la resolución y bizarría de la señora, y como porfiasen en que por fuerza tenía que recordar a cada instante las fruiciones y halagos del mundo, y ella protestase contra tal supuesto, afirmando que lo había olvidado todo, resolvieron que al profesar adoptase el nombre de sor María del Olvido, y María del Olvido la llamaron desde aquel instante. La fecha de la toma del velo se fijó para el Domingo de Pascua.

Importa saber que comían de vigilia el año entero las monjas de la Buena Muerte, y este régimen austerísimo, que con mayor rigor, si cabe, seguían las novicias, no arredró a doña Pilar. Apencó valerosamente con el bacalao y las sardinas, y puso gesto seráfico a los garbanzos con espinaca y a las flatulentas lentejas. Mas llegó la Cuaresma, y las monjas de la Buena Muerte empezaron su redoblado ayuno, sus cuarenta días de abstinencia, lo más parecida posible a la de Cristo en la montaña. El período cuadragesimal lo engañaban las pobres reclusas con vegetales y mendrugos de pan, que adrede dejaban ponerse añejos. Una monja, casi centenaria, era venerada en el convento porque se sustentaba durante la Cuaresma con puches de mijo y unos puñados de harina amasada con aceite…

El primer día de este régimen lo sobrellevó bien la novicia del Olvido. Al segundo notó que el estómago se le contraía y que se le desvanecía la cabeza. Al tercero se sintió morir, pero no quiso dar su brazo a torcer; bajó al coro, según costumbre, y mientras sus labios murmuraban las palabras del rezo, extraña alucinación ofuscaba su vista. Allá en el altar, que se divisaba al través de las rejas con su alto retablo de talla, creía ver una piscina muy grande, de verdosa agua marina, dorada por los rayos de sol, y nadando en la piscina o adheridos a sus paredes, divisó peces y mariscos de los más sabrosos, de los que la golosina busca y prefiere, de los que en su mesa se servían cada viernes de Cuaresma, aderezados con exquisitas y picantes salsas. Allí la langosta incitante; la ostra aperitiva, clara y sabrosa; la almeja recia y vivaz; el lubrigante que cruje en los dientes de puro terso; la anguila revestida de amarilla grasa; el salmón rosado y duro como una carne virginal… Allí el percebe tieso y salobre; el camaroncillo travieso, de dentadas barbas; el besugo carnoso; el rodaballo, mármol exquisito al paladar; el mejillón, con sus valvas entreabiertas; el «peón» diminuto, plateado, tan delicioso en tortilla… La riqueza inagotable del mar Cantábrico, fecundo hervidero de seres, depósito caudaloso de goces para el aficionado a la buena mesa. Y mientras la del Olvido, en famélico transporte, mordía silenciosamente el hierro de la reja, una figura rojiza se alzó sobre la piscina, y, andando por los aires, vino a colocarse frente a la novicia quintañona. En sus cuernecillos de llama, en su rabo enroscado, en su hálito de fuego, doña Pilar reconoció al propio Satanás. El enemigo se reía y murmuraba irónico: «¡Olvido, Olvido, a ver si olvidas todo esto!».

Y la del Olvido recordaba, recordaba, y la boca se le llenaba de agua y se le nublaban los ojos…

Pocos días después decíale aquel mismo prudente confesor, en tono benévolo y consolándola:

-¿No la previne de que no iba a resistir esas asperezas de la Buena Muerte? No hay cosa tan difícil para los sentidos como «olvidar». Las monjas tienen que tomar el velo jovencitas.

-Me contentaré -murmuró doña Pilar suspirando- con un asiento de última fila en el cielo. Fui ambiciosa, y el diablo me pegó un pellizco para avisarme de que hasta en los buenos propósitos hay que ser modesto y humilde.

– III –
La conciencia de «Malvita»

Le pusieron el sobrenombre de Malvita, diminuto de Malva, a causa de su increíble dulzura y su espíritu extraordinario de docilidad. En este punto se puede afirmar que Malvita era un asombro y un modelo. El apodo, por otra parte, armonizaba con su tipo físico lo mismo que con el moral; y al contemplar el rostro delicado, los mansos ojos azules, la sonrisa beatífica y el pelo de oro de la muchacha, se imponía la trillada comparación con un ángel, por no haber ninguna que mejor expresase el efecto de la figura de Malvita.

Era Malvita hija de un ricachón de pueblo, muy iracundo y despótico, que a deshora cometió la necedad de casarse en segundas con cierta fidalga, viuda también, muy preciada de pergaminos, y tan altanera y erizada de púas como rabioso y gruñón era su nuevo esposo. Habíalos forjado el diablo expresamente para desesperarse el uno al otro, y desde la boda no hubo en la casa momento de tranquilidad. Disputaban y reñían hasta por si iba a llover al día siguiente, y todo eran berrinches, desazones, dicterios, porrazos a las puertas, órdenes contradictorias a los criados, escándalos al vecindario; en suma, el pavoroso aparato de mal matrimonio, que hace envidiables las calderas del infierno. En vano la mansedumbre de Malvita trataba de interponerse, a manera de copo de algodón en rama, entre el choque y la explosión incesante de aquellos dos genios de nitroglicerina; sólo conseguía que, más embravecidos, volvieran a la lid como dragones que ansían devorarse.

Cierto día que el señor cura párroco encontró a Malvita sola en el huerto, recogiendo fresas en una hoja de berza, creyó que estaba en el deber de prodigarle consuelos, y le dijo con bondad suma:

-¡Pobre Malvita! Pensamos mucho en ti; el pueblo entero te compadece. Para la vida que llevas, a la verdad, creo que mejor estarías en un convento. Al fin tú no sabes más que obedecer como una cordera pacífica. Obediencia por obediencia, aquella sería menos dura; las monjitas son muy buenas, y la regla, como instituida por un gran santo, es un dechado de perfección y justicia. ¿No se te ha ocurrido esto, Malvita? Di.

La muchacha sonrió y alzó el verde plato natural que formaba la berza, ofreciendo cortésmente la roja fruta al buen párroco. Después de que éste aceptó y picó varias fresas de las más sazonadas, Malvita, con su acento tranquilo y humilde, respondió pausadamente:

-Sí, se me ha ocurrido; pero, pensándolo bien, y por conciencia, he desechado tal solución. Yo no practico la obediencia por virtud, sino por placer; y es tanto mi gusto en ser mandada, que no comprendo mortificación mayor que la de proceder según mi iniciativa y propio impulso. Obedecer a una regla tan perfecta y sabia como la de un convento… ¡bah!, ¡gran cosa! El caso es obedecer a cada minuto a mil caprichos, genialidades y arrebatos; y esto lo hago yo dichosísima, encantada y lo haré hasta el último instante de mi vida…

Con tal expansión hablaba la doncella, que el cura se rió de buena gana, celebrando su original manera de pensar. Malvita, sin embargo, se puso gradualmente seria y triste.

-La felicidad de la mujer -exclamó, meditabunda-, en obedecer consiste, y yo no le pido a Dios sino que me permita someterme a la ajena voluntad, y no me deje nunca entregada a mí misma… Hasta tal extremo es esto verdad, señor cura, que ahora me veo en un conflicto…, y ya que se trata de consejos…, espero que usted me ilumine…

Con gesto amable, Malvita señaló un banco de piedra al párroco, y éste se sentó, teniendo en el regazo de la sotana la hoja de berza, de la cual tomaba a menudo una fresita para refrescar la boca.

-Escuchemos ese caso de conciencia -murmuró con interés.

-Lo es sin género de duda… -respondió Malvita dando señales de congoja y aflicción-. Antes de que se casase otra vez mi padre, yo cumplía, obedeciéndole a ojos cerrados. Hoy debo igual obediencia a la señora que hace veces de madre para mí, a mi madrastra, doña Javiera. ¿Es esto cierto?

-Cierto es -declaró, entre fresa y fresa, el párroco.

-Pues bien: yo no puedo cumplir mi deber. Mi padre y mi madrastra ni por milagro están de acuerdo en cosa ninguna…, y al recibir el mandato del uno recibo la inmediata contraorden del otro… Ahí tiene usted mi verdadero apuro, mi verdadera desgracia. Nací para obedecer, y el Destino me lo veda… Figúrese usted que, por ejemplo, ayer papá quiso que yo le hiciese el chocolate, porque la cocinera no se lo bate a su gusto…, y cuando me dirigía a la cocina se interpuso doña Javiera diciendo que es un desdoro para su estirpe que yo guise y sople la hornilla…, y así se quedó el chocolate hasta hoy. Mi padre gritó y atronó la casa; mi madrastra me encerró y se encerró ella, y aquí me tiene usted desobediente involuntaria, sufriendo como sufre todo el que desmiente su condición natural, y, además llena de remordimientos.

Escenas parecidas ocurren sin cesar… No puedo vivir así… ¿Qué me aconseja usted, señor cura?

Arrojando el rabillo de la última fresa, el párroco tosió con majestad y, solemnemente, emitió este dictamen:

-Lo que acabas de confiarme, Malvita, demuestra que sólo hay para ti una solución, es la que antes te he recomendado: el convento… Allí no estás en peligro de desobedecer nunca. Piénsalo bien, y al convento irás a parar.

Malvita se ruborizó, como si las fresas se le hubiesen subido a las mejillas, y bajando los ojos con modestia respondió apaciblemente:

-Lo pensaré, señor cura; lo pensaré.

Pocas semanas después de este diálogo llegó a casa de Malvita Jerónimo, el hijo de primeras nupcias de doña Javiera, oficial de Caballería, en el cual su padrastro tuvo, desde luego, digno colega y competidor. Si el padre de Malvita era un escorpión, su alnado, un basilisco; si aquél asustaba a la vecindad, éste la horrorizaba; cuando estaban juntos los tres, padrastro, hijastro y madre, había que alquilar balcones como para asistir a un combate de fieras. Increíble parecía que Dios hubiese criado genios tan semejantes y tan avinagrados y venenosos.

La casa era un campo de Agramante; la existencia, un vértigo, un frenesí. Y el pueblo, con mayor motivo que nunca, compadecía a Malvita y la calificaba de mártir viéndola entre los dos leones y la tigre hircana. Contábase en voz baja que Jerónimo, el recién venido, era tirano y enemigo cruelísimo de la desdichada Malvita, llegando su ferocidad al extremo de maltratarla de obra bárbaramente. La lavandera, y el panadero, y los criados, y los mozos juraban haber visto a Malvita huir de Jerónimo que la perseguía por el jardín, sin duda con objeto de pegarle una paliza de padre y muy señor mío…

¡Júzguese del asombro, de la estupefacción que causaría en el pueblo la noticia, primero misteriosa, después pública e indudable, de la fuga de Malvita en compañía de Jerónimo, y su aparición en la ciudad más cercana, desde donde escribieron a sus padres solicitando el permiso para contraer nupcias! Aquello fue desquiciarse la bóveda celeste y hundirse sobre las cabezas de los lugareños atónitos. ¡Malvita, la mansa borrega, la obediente, la que parecía salir en andas por Corpus, como las santas de palo de la iglesia! Cuando el señor cura, que hubo de intervenir para arreglar el cotarro de la boda, manifestó a Malvita su admiración, mostrando gran severidad y enojo, Malvita, tímida y reverentemente, clavando los pupilas en tierra, con voz que parecía, por lo suave, el eco lejano de un arpa, objetó:

-Señor cura, es verdad que mi conducta parece impropia de mí… Pero usted bien sabe que no lo es… Mi conciencia lo exigía… Para cumplir mi voto de sumisión incondicional necesité sujetarme a una sola voluntad… ¡Ahora, que mande Jerónimo, que segura estoy de poder obedecerle!…

– IV –
Los huevos pasados

Parecíase la familia de don Donato López a las demás familias burguesas que gozan de la consideración pública y respetan la ley y las fórmulas en que se sustenta, como torre de hierro en postes de caña, la sociedad.

López figuraba entre la gente de sanas ideas, y no daba cuartel ni a las doctrinas disolventes, ni a la impiedad en materia religiosa. La señora de López y sus hijas frecuentaban los templos, solían contribuir para el culto y, como crecían sinceramente, sinceramente reprobaban a los incrédulos. A su padre le profesaban respeto sagrado, persuadidas de que la rectitud y la moralidad inspiraban sus enseñanzas y sus acciones, y de que era modelo de ciudadanos y de hombres de bien. Al practicar estaban ciertas de seguir el impulso de un jefe de familia cristiano. Cuando volvían de oír sermón o misa, de visitar a los pobres o de compartir las tareas de las socias del Roperito, las niñas de López se agrupaban contentas alrededor de papá, y éste, después de preguntar y aprobar, las acariciaba, chanceándose con ellas y sintiéndose, allá en su interior, muy bondadoso, muy perfecto.

Acostumbraba don Donato López desayunarse con un par de huevos pasados, y los quería siempre bien en punto, ni tan cocidos que estuviesen duros, ni tan crudos que la clara no se adhiriese, cuajada y suave, al cascarón. Sabía ya la cocinera el modo de lograr este difícil término medio, y don Donato saboreaba gustoso el desayuno sano y frugal.

Sucedió que la cocinera fue despedida por no sé qué sisas extraordinarias, y los huevos pasados comenzaron a venir ya sólidos, ya mocosos, jamás como le gustaban al señor de López. Al ver a su padre enojado y rehusando el desayuno, Enriqueta, la mayor de las niñas, compró una maquinilla de las llamadas «infiernos», que se ceban con alcohol, y haciendo hervir el agua, se dispuso a pasar los huevos ella misma, en la mesa del comedor, no sin preguntar a López cómo debía proceder para conseguir el resultado apetecido.

-Hay que rezar tres credos -contestó el padre-, y al acabar de rezarlos están los huevos perfectamente pasados, ni de menos ni de más.

Riéronse las muchachas de la receta, y la mayor exclamó:

-Pues rece usted, papá, mientras yo cuido de echarlos y sacarlos a tiempo. ¡A ver!

Don Donato López, que también se reía, por seguir la broma emprendió la tarea de recitar la oración: «Creo en Dios Padre, Todopoderoso, Creador del Cielo y la Tierra; en Jesucristo, su único Hijo…»

Y al llegar aquí, igual que si hubiese llegado el punto de darle garrote, don Donato no pudo continuar: no recordaba ni una sílaba más; un sudor de congoja le humedeció el pelo. Las frases del olvidado símbolo de la fe, aunque parecían despertarse y bullir dispersas allá en el fondo de su memoria, no acudían a su lengua torpe. Sintió que se ponía rojo, muy rojo, mientras Enriqueta, que le miraba fijamente, había dejado de reír, y palidecía, sin acertar a sostener el rabo del cacillo para que no se derramara el agua hirviente…

Y como los niños chicos carecen de prudencia, Laurita, gordinflona de nueve años, soltó la carcajada y gritó:

-¡Mamá! ¡Mamá! ¡Ven! ¡Ay, qué guasa! ¡Papá no sabe el Credo!



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