Casa digital del escritor Luis López Nieves


Recibe gratis un cuento clásico semanal por correo electrónico

La desheredada

Segunda y última parte


Benito Pérez Galdós

Primera parteSegunda parte


Segunda y última parte

 

PERSONAJES DE ESTA SEGUNDA PARTE

ISIDORA RUFETE, protagonista.
MARIANO RUFETE, su hermano.
AUGUSTO MIQUIS, doctor en Medicina.
JOAQUÍN PEZ.
DON JOSÉ DE RELIMPIO Y SASTRE, tenedor de libros.
MELCHOR DE RELIMPIO, arbitrista.
EMILIA DE RELIMPIO DE CASTAÑO.
LA SANGUIJUELERA.
DON ALEJANDRO SÁNCHEZ BOTÍN, padre de la Patria.
JUAN BOU, litógrafo.
JUAN JOSÉ CASTAÑO, ortopedista.
MUÑOZ Y NONES, notario.
MADAMA EPONINA, modista.
RIQUÍN, niño.
EL MAJITO.
MODESTO RICO, tratante de vinos.
PALO-CON-OJOS.
GAITICA.
DIVERSOS PECES.
DIVERSOS PÁJAROS.
UN GRAN PERSONAJE (que no habla). DIVERSOS PERSONAJES (que no hablan tampoco).
Un abogado, testigos, carceleros y carceleras, curiales, un oficial de litografía, hombres y mujeres del pueblo, porteros, tropa, etc.
La escena en Madrid y principia en diciembre de 1875.


Capítulo I

Efemérides

La República, el Cantonalismo, el golpe de Estado del 3 de enero, la Restauración, tantas formas políticas, sucediéndose con rapidez, como las páginas de un manual de Historia recorridas por el fastidio, pasaron sin que llegara a nosotros noticia ni referencia alguna de los dos hijos de Tomás Rufete. Pero Dios quiso que una desgraciada circunstancia (trocándose en feliz para el efecto de la composición de este libro) juntase los cabos del hilo roto, permitiendo al narrador seguir adelante. Aconteció que por causa de una fuerte neuralgia necesitó este la asistencia de Augusto Miquis, doctorcillo flamante, que en los primeros pasos de su carrera daba a conocer su gran disposición y altísimo porvenir. Enfermo y médico charlaban de diversas cosas. Un día, cuando ya se había iniciado la convalecencia, recayó la conversación en los sucesos referidos en la Primera parte, y Miquis, para quien no podía haber un tema más gustoso, habló largamente de Isidora, diciendo, entre otras cosas, lo siguiente:

«Está ahora esa mujer…, vamos…, está guapísima, encantadora. Parece que ha crecido un poco, que ha engrosado otro poco y que ha ganado considerablemente en gracia, en belleza, en expresión. Se me figura que será una mujer célebre. Vive en la misma casa donde se instaló hace dos años, al final de la calle de Hortaleza. Ha tenido un hijo.-¡Un hijo! ¿Qué me cuenta usted?-Lo que usted oye. Ya tiene dos años. Es algo monstruoso; lo que llamamos un macrocéfalo, es decir, que tiene la cabeza muy grande, deforme. ¡Misterios de la herencia fisiológica! Su madre me pregunta si toda aquella gran testa estará llena de talento. Yo le digo que su delirante ambición y su vicio mental le darán una descendencia de cabezudos raquíticos… El chico es gracioso y de una precocidad alarmante…

»Pasando a otra cosa, yo tengo para mí que el marqués viudito está más tronado que la nación española. Sus deudas se remontan como el águila ávida de las altas cumbres; sus gastos no disminuyen. Para estos tales, carecer es morir, y pasarán por toda clase de ignominias antes que decapitarse renunciando al lujo y a la vida de rumbo y disipación. Por desgracia de la sociedad, siempre encuentran tontos que les presten, cándidos que les fíen y malvados que los ayuden. Observe usted que nunca mueren en un hospital. Su mendicidad no tiene harapos; pero piden, y a veces toman sin pedir.

»Yo pregunto: ¿No habrá algún día leyes para enfrenar la alta vagancia? ¿No se crearán algún día palacios correccionales? ¿No establecerán las generaciones venideras asilos elegantes, forrados de seda, para tener a raya la demagogia azul, dándole de comer? Yo pregunto también: Puesto que tanto se ha hablado del derecho a la vida, ¿existirá también el derecho al lujo? Si el populacho nos pide los talleres nacionales, la alta vagancia nos pedirá algún día los casinos costeados por el Estado. Lógica, lógica, digo yo. Y a los que predican el comunismo les digo: «Estáis tocando el violón, porque el comunismo existe entre nosotros con tan profundas raíces como la religión: es nuestra segunda Fe. No falta más que perfilarlo, darle la última mano, y ponerlo bien clarito en las leyes, tal como lo está en nuestras costumbres».

»Ahora bien, señores, si esto no os gusta, empecemos por renovar la sociedad toda. Hagamos una revolución para destruir el comunismo, y esto es lo práctico, porque hacer revolución por establecerlo es como si encendiéramos el gas de las calles en pleno día. Revolución, pues. Suprimamos la Administración, que es una hipocresía del reparto universal; suprimamos el presupuesto, que es la forma numérica del restaurantnacional; suprimamos las contribuciones, que son el almacenaje omnímodo de que se nutre el comunismo, y una vez suprimido esto, lo demás, ejército, gobierno, armada…, se suprimirá por sí mismo. Entonces diremos: todo acabó; nadie se encarga de nada… Que cada cual salga por donde pueda. Fúndese una sociedad nueva entre el estruendo de los palos. ¿Qué tal? Sí, señores, el comunismo no muere sino ahogado en un océano de negaciones. Luego se unirán el interés y la fuerza para crear el nuevo derecho».

Todos los que conozcan a Miquis verán que no exageramos ni añadimos nada al poner aquí sus festivas paradojas.

Efectivamente, Isidora vivía al fin de la calle de Hortaleza en un número superior al 100. Su casa era nueva, bonita, alegre, nada grande. Constaba, como todas las casas de Madrid que, aunque nuevas, están fabricadas a la antigua usanza, de sala mayor de lo regular, gabinetes pequeños con chimenea, pasillo ni claro ni recto, comedor interior dando a un patio tubular, cuartos interiores de diferentes formas y escasas luces. Los gabinetes daban paso a las alcobas por un intercolumnio de yeso, plagiado de las embocaduras de los teatros. No estaba mal decorada la casa, si bien dominaba en ella la heterogeneidad, gran falta de orden y simetría. La carencia de proporciones indicaba que aquel hogar se había formado de improviso y por amontonamiento, no con la minuciosa yuxtaposición del verdadero hogar doméstico, labrado poco a poco por la paciencia y el cariño de una o dos generaciones. Allí se veían piezas donde el exceso de muebles apenas permitía el paso, y otras donde la desnudez casi rayaba en pobreza. Algún mueble soberbio se rozaba con otro de tosquedad primitiva. Había mucho procedente de liquidaciones, manifestando a la vez un origen noble y un uso igualmente respetable. Casi todo lo restante procedía de esas almonedas apócrifas, verdaderos baratillos de muebles chapeados, falsos, chapuceros y de corta duración.

La sala lucía sillería de damasco amarillo rameado; en imitación de palo santo, dos espejos negros, y alfombra de moqueta de la clase más inferior; dos jardineras de bazar y un centro o tarjetero de esas aleaciones que imitan bronce, ornado de cadenillas colgando en ondas, y de piezas tan frágiles y de tan poco peso que era preciso pasar junto a él con cuidado, porque al menor roce daba consigo en el suelo. La consola sustentaba un relojillo de estos que ni por gracia mueven sus agujas una sola vez. El mármol de ella se escondía bajo una instalación abigarrada de cajas de dulces, hechas con cromos, seda, papel cañamazo y todo lo más deleznable, vano y frágil que imaginarse puede… A Isidora no gustaba esta sala, que era, según ella, el tipo y modelo de la sala cursi. Había sido comprada in solidum por Joaquín en una liquidación, y provenía de una actriz que no pudo disfrutarla más de un mes. Isidora tenía propósito de deshacerse a la primera oportunidad de aquellas horrorosas sillas de tieso respaldo, con cuyo damasco rameado había lo bastante para media docena de casullas, y aún sobraba algo para vestir un santo y ponerle de tiros largos.

En el gabinete próximo a la sala estaba casi constantemente la heroína de esta historia. A la izquierda de la chimenea tenía su armario de luna, mueble chapeado y de gran apariencia en los primeros días de uso, pero que pronto empezó a perder su brillo y a desvencijarse, manifestando su origen, como nacido en talleres de pacotilla y vendido en un bazar por poco dinero. A la derecha, cerca del balcón, estaba el tocador, mueble precioso, pero muy usado. Había pertenecido a una casa grande que liquidó por quiebra. Un escritorio pequeño con gavetillas y algún secreto ocupaba uno de los lados de la puerta, quedando el otro para la cómoda. Sobre esta se elevaba un montón de cosas revueltas, en cuya ingente masa podían distinguirse cajas de sombreros y cajas de sobres estropeados, libros, líos de ropa, un álbum de retratos, un Diccionario de la Lengua Castellana y un caballo de cartón.

En la chimenea, y sobre graciosos caballetes de ébano y roble, había varios retratos, entre ellos el de Isidora, obra admirable por la perfección de la fotografía y la belleza de la figura. Parecía una duquesa, y ella misma admiraba allí, en ratos de soledad, su continente noble, su hermosura melancólica, su mirada serena, su grave y natural postura. En la pared no había ninguna lámina religiosa; todas eran profanas; a saber: las parejas de frailes picarescos con que Ortego ha inundado las tiendas de cromos; canónigos glotones, cartujos que catan vinos, el clérigo francés que se come la ostra y el que muestra el gusano en la hoja; además, borrachos laicos y algunas majas y chulos que entonces empezaban a ponerse de moda. Todo esto había sido adquirido por Joaquín, que se reía mucho contemplando al fraile embobado junto a la muchacha, o al capuchino beodo. Pero a Isidora no le hacían maldita gracia los cromos frailescos. Encontrábalos groseros, de mal gusto y ordinarios, por ser cosa de estampa que se veía en todas partes. ¡Cuándo realizaría ella su gran ideal de rodearse de hermosos cuadritos al óleo, de los primeros pintores!

Desde principios de marzo del 73, ocupaba Isidora aquella vivienda. Si había sido feliz o desgraciada en su modesta y bonita casa, ella misma nos lo dirá. Todo lo ocurrido en ese largo espacio de treinta y cuatro meses en que ha estado fuera de nuestra vista, merece algo de historia, y para ello aprovechemos las efemérides verbales de D. José de Relimpio, cuya amabilidad para el suministro de noticias es inagotable.

1873. 1.º de marzo.-Instalación de Isidora en su casa de la calle de Hortaleza, no se sabe sin con propios recursos o a expensas del marqués viudo de Saldeoro. Escándalo. Pronuncia D.ª Laura su célebre frase: «Ya veía yo venir esto». Disturbios en Barcelona; cunde la indisciplina militar.-La Sanguijuelera visita a los de Relimpio y califica la conducta de su sobrina con palabras que a pluma más hipócrita no podría velar con los disimulos del lenguaje.

Abril.-Desarme de la Milicia por la Milicia. Dos cobardías se encuentran frente a frente y del choque resulta una página histórica. No corre la sangre.-Primera cuestión entre Isidora y Joaquín por la manera de invertir el dinero heredado del Canónigo. Isidora gasta sin substancia una buena parte de él en los preliminares de su pleito. Se permite el esplendor de una berlina de Alonso, pero al mes tiene que privarse de este inocente lujo. La modista apunta con ojo certero a los fondos que quedan de la herencia. En la casa reina una abundancia incongruente. Suelen escasear, y aun faltar del todo, las cosas necesarias. El panadero y el carbonero son tan mal educados, que se atreven a quejarse de que no se les atiende con puntualidad.-Célebre discurso de Pi.

Junio.-Reúnense las Cortes Constituyentes. La guerra toma proporciones alarmantes, y en Navarra se ven y se tocan las desastrosas consecuencias de la desgraciada acción de Eraul.-Joaquín Pez marcha a Biarritz. Isidora tiene que quedarse en Madrid para averiguar el paradero de su hermano, que ha desaparecido del colegio en que estaba.-Consternación. Nuevo Gabinete. Asesinato del coronel Llagostera. La guerra, la política, ofrecen un espectáculo de confusión lamentable. Don José de Relimpio manifiesta con gran seso que la cesantía de treinta mil reales que disfrutan los ex ministros españoles es la causa de estas tremolinas.

Julio.-Alcoy, Sevilla, Montilla. Sangre, fuego, crímenes, desbordamiento general del furor político.-Doña Laura cae gravemente enferma.-La guerra civil crece. Cada día le nace una nueva cabeza y un rabo nuevo a esta idea execrable. Isidora, sin esperanzas de encontrar a su hermano, toma el tren y se va a Santander, donde llama la atención y se hacen acerca de ella novelescos comentarios.-Ministerio Salmerón.

Septiembre.-Cartagena, excursiones de las fragatas. ¡Oh! Don José les perdonaría a los cantonales en su calaverada si aprovecharan el empuje de las fragatas para irse a Gibraltar y conquistar aquel pedazo de nuestro territorio, retenido por la pérfida Inglaterra. Si viviera Méndez Núñez, otro gallo nos cantara.-Horrores del cura Santa Cruz.-Doña Laura, como si fuera símbolo humano de la unidad y el honor de la patria, sucumbe en aquellos tristes días. Antes de morir tiene el inefable consuelo de ver a su hijo gobernador de una provincia de tercera clase.-Célebre apóstrofe de D. Manuel Pez contra las improvisaciones. Los prohombres de la tertulia de Pez exhalan, en desgarradoras quejas, su sentimiento de ver a la patria en situación tan triste. Todos quisieran salvarla. Don Manuel, recordando su destino, iguala a Isaías en gravedad elegíaca y arrebato poético. Verifícase en toda España una limpia general del comedero de todos los Peces habidos y por haber. Hay quien cree firmemente que se acaba el mundo.-Dispersión de la familia de Relimpio. Isidora vuelve a Madrid; está algo desfigurada, pero, según sus cuentas, en diciembre concluirá aquello.-Castelar, ministro. El buen Relimpio, en quien no se había entibiado ni un punto la noble simpatía que por su ahijada sentía, se va a vivir con ella, la sirve en todo lo que puede y la acompaña cuando está sola y aburrida. Recuerda el noble anciano a su esposa, y honrando la memoria de sus cualidades, deja escapar melancólicos suspirillos.

Diciembre.-Castelar reorganiza el Ejército. La patria da un suspiro de esperanza. Se convence de que tiene siete vidas, como vulgarmente se dice de los gatos. La marea revolucionaria principia a bajar. Se ve que son más duros de lo que se creía los cimientos de la unidad nacional. El 24, Nochebuena, Isidora da a luz un niño, a quien ponen por nombre Joaquín.-Háblase ya de la sima de Igusquiza y se cuentan horrores del feroz Samaniego.

1874. Enero.-El día 3 Pavía destruye la República sin disparar un tiro. Desaloja el salón del Congreso y pone en las calles cañones que no hacen fuego. Llueve un Poder Ejecutivo.-La Sanguijuelera, que permanece adicta al antiguo régimen y no cree que hay más reina que Isabel II, da un viva al príncipe Alfonso. Célebre apotegma de D. Manuel María Pez sobre el orden armonizado con la libertad, y la libertad armonizada con el orden. Este varón insigne ocupa otra vez la Dirección con beneplácito de los Peces, los cuales, multiplicándose de nuevo, colean en todo el país. Recobran los Peces hijos sus puestos, con lo que la Administración nacional queda asentada sobre fundamentos diamantinos. Todo va bien, admirablemente bien. La guerra civil avanza. Sobre las ruinas de las fortunas que desaparecen, elévanse las colosales riquezas de los contratistas. El Tesoro público hace milagros.-La provincia que gobernaba Melchor se ve libre de este azote. Melchor, reducido otra vez a la nada, da vueltas en su cerebro a un nuevo proyecto. Ahora sí que son habas contadas. Trátase de comprar habichuelas podridas y arroz picado para vendérselo al Gobierno como bueno. Para realizar sus milagros, este taumaturgo cuenta con amistades de valer en altos centros, y aun aparenta entusiasmo por el nuevo régimen, tomando una actitud completamente pisciforme.

Marzo.-San Pedro Abanto. Inmenso interés despiertan en toda España el estado de la guerra y el sitio de Bilbao. Tristeza del marqués viudo de Saldeoro. Los últimos vencimientos le abruman. Su fortuna triplicada no le bastaría para pagar. Toma por modelo al Tesoro público y recibe dinero al trescientos por ciento. Renuévanse las discordias entre Joaquín e Isidora por cuestiones de celos y fondos. Padecimiento moral de la de Rufete por su situación social, su penuria y la poca esperanza de remedio. Comenzado el pleito, intenta pleitear por pobre; pero el bienestar aparente de su casa y el lujo de su persona hacen fracasar la información. El viudito de Saldeoro, para obtener de ella el empeño de las alhajas, le hace mimos y repite su antigua, manoseada y ya gastadísima promesa de casarse con ella.-Sangrientos combates del 25, 26 y 27, que ocupan la atención pública. Hay muchos liberales que, por ser enemigos del Gobierno, se alegran de las ventajas carlistas. Contra estos truena en patriótica indignación don José de Relimpio, el cual se compra un mapa de Vizcaya y, clavando sobre él alfileres, sigue y escudriña y estudia con sublime anhelo los movimientos militares.

Mayo.-Bilbao es libre. Alegría, repiques, farolitos. Crece a los ojos del país la gran figura militar del marqués del Duero.-Mariano Rufete, que ha vuelto al lado de su hermana, parece inclinado a mejorar su conducta. Ha aprendido algunas cosas; en modales y lenguaje sus adelantos son imperceptibles. Lee bastante; pero sus lecturas no son de lo más escogido. Su hermana daría cuanto tiene (menos los ideales) por verle corregido.-Emilia Relimpio se casa con su primo Juan José, hijo del ortopedista; Leonor, ilícitamente unida a un sargento primero, desaparece de Madrid. Don José, recordando los grandiosos pensamientos de D.ª Laura acerca del himeneo de las niñas con célebres médicos y oficiales de Estado Mayor, se aflige extraordinariamente, y aun derrama una lágrima que va a caer sobre el mapa de la guerra civil. Vive constantemente con Isidora, y esta le aprecia mucho. Crece el niño de Isidora. Es bonito y sabedor, pero tiene la cabeza muy grande. Don José le pasea, le mima, le cuida, le viste, le canta. La Sanguijuelera, que algunas veces visita a su sobrina, tiene gran cariño al cabezudito: le coge, le zarandea, le da gritos, y le llama ¡rico!, ¡riquín!… De donde resulta que al muchacho se le pega este nombre, y en lo sucesivo todos le llamanRiquín.

Junio.-Muerte del general Concha. Pánico y luto. Retirada. La patria, que creía próxima su salvación, gime. Augusto Miquis expone con su acostumbrada originalidad una peregrina paradoja. Según él, la mejor manera de acabar con los carlistas es dejarlos triunfar, traer a D. Carlos a Madrid y plantarle en el Trono. En España, el primer paso para la ruina de una causa es su triunfo. El carlismo guerrero se sostiene. El carlismo establecido no podrá durar un mes. Desde el momento en que se trate de aplicar a la vida real sus ideales, se hundirá por su propio peso y caerá hecho polvo.

Diciembre.-La guerra sigue. La Restauración toca a las puertas de la patria con el aldabón de Sagunto. Asombro. La Restauración viene sin batalla, como había venido la República. La Providencia y el Acaso juegan al ajedrez sobre España, que siempre ha sido un tablero con cuarteles de sangre y plata.-Entusiasmo de la Sanguijuelera, que cada día simpatiza menos con la demagogia. Dice que los señores son siempre señores y los burros siempre burros. Se promete ir a recibir al nuevo Soberano y aun medita una arenga.

1875.-Isidora visita a Emilia y se queda encantada de la dichosa paz que reina en la ortopedia. El padre de Juan José se ha retirado del trabajo, y no se ocupa más que de cultivar la huerta que ha comprado en Pinto. Juan José está al frente del establecimiento, y bajo su hábil mano este se conserva en el mismo estado de prosperidad. Isidora quisiera un aparato para que la cabeza de Riquín no creciera tanto. Juan José, que algo entiende de Medicina, se ríe y receta al hijo reconstituyentes y a la madre un Manual de Doctrina Cristiana.-Consternación. Los Peces grandes y chicos se ven desterrados de las claras aguas de sus plazas y oficinas. Bien quisieran ellos aclamar también al Rey nuevo; pero la disciplina del partido les impone, ¡ay!, una consecuencia altamente nociva a sus intereses. Tienen que poner un freno a sus agallas. Además, la lucha por la existencia, ley de las leyes, ha llevado a los Pájaros al Gobierno, y estos no encuentran en la Administración bastantes ramas en que posarse. Algunos Peces de menor tamaño y del género voracissimus quedan en oficinas obscuras. Son Peces alados, transición zoológica entre las dos clases, pues la triunfante tuvo en situaciones anteriores sus avecillas con escamas.-Mariano torna a ser vagabundo. Gusta mucho de los toros. Asiste a una novillada en Getafe, y su preciosa vida está en gran peligro. Saldeoro parece reparar sus desastres. Terribles celos de Isidora, que descubre en su amante fervorosa inclinación a la secta de los mormones. Riñas y escándalos, acompañados de no pequeños apuros.-Todos los Peces, confirmando la antigua idea de que en España el despecho es una idea política, se alegran de las ventajas de los carlistas.-Isidora activa su pleito. Pretende de nuevo la información de pobreza, pero no puede conseguirlo. Celebrado el juicio de conciliación, presenta su demanda.-Miquis gana por oposición la plaza de médico-director de uno de los principales hospitales de Madrid. Es novio de la hija del honrado notario Muñoz y Nones.-Sábese por buen conducto que Leonor tiene una casa de huéspedes en La Coruña.-Ocúpase la prensa de cierta irregularidad administrativa en que ha intervenido, como irregularizador, Melchor de Relimpio. La gente se pregunta si será mandado a presidio, y efectivamente, laGaceta le nombra… oficial primero de Aduanas en Cuba. Parte decidido a concluir la insurrección, para lo cual no procede llevar tropas a Cuba, sino traerse a Cuba a España. Habas contadas. Él se traerá de seguro las tres cuartas partes de la Isla, o las Antillas todas, dejando vacío el Mejicano Golfo.

Capítulo II

Liquidación

-I-

«Isidorita Rufete, ¿conoces tú el equilibrio de sentimientos, el ritmo suave de un vivir templado, deslizándose entre las realidades comunes de la vida, las ocupaciones y los intereses? ¿Conoces este ritmo que es como el pulso del hombre sano? No; tu espíritu está siempre en estado de fiebre. Las exaltaciones fuertes no cesan en ti sino resolviéndose en depresiones terribles, y tu alegría loca no cede sino ahogándose en tristezas amargas. ¿Persistes en creerte de la estirpe de Aransis? Sí; antes perderás la vida que la convicción de tu derecho. Bien; sea. Pero deja al tiempo y a los Tribunales que resuelvan esto, y no te atormentes, construyendo en tu espíritu una segunda vida ilusoria y fantástica. Ten paciencia, no te anticipes a la realidad; no te trabajes interiormente; no saborees con falsificada sensibilidad goces de que están privados tus sentidos. Miquis te ha dicho, bien lo sabes, que eso es un vicio, un puro vicio, como tantos otros hábitos repugnantes, como la embriaguez o el juego, y de ese vicio nace una verdadera enfermedad. El pensamiento se pone malo, como las muelas y el pulmón, y ¡ay de ti si llegas a un estado morboso que te impida disfrutar luego de la realidad lo que ahora quieres gozar, en sueños, contraviniendo a las leyes del tiempo y del sentido común!

»Sostienes que ese vicio, aberración o como quiera llamarle Miquis, es una fuente de consuelos para ti. Ya, ya se conoce tu sistema. Después de un día de penas, apuros, celos y disputas, llega la noche, y para consolarte… das un baile. ¡Qué gracioso! Satisfaces tu orgullo y tus apetitos determinando en ti una gran excitación cerebral, de la cual irradian sensaciones y goces. Sabes vestir con tal arte la mentira, que tú misma llegas a tenerla por verdad. Te engañas con tus propias farsas, desgraciada. Te posees de tu papel y lo sientes. Enseñas a tus nervios a falsificar las sensaciones y a obrar por sí mismos, no como receptores de la impresión, sino como iniciadores de ella. ¡Bonito juego! ¡Violación de los órdenes de la Naturaleza!

»Mira, Isidorita; tu vida social está bastante desarreglada; pero tu vida moral lo está más aún. El principal de tus desórdenes es el amor desaforado que sientes por Joaquín Pez. Le amas con lealtad y constancia, prendada más bien de la gracia y nobleza de su facha que de lo que en él constituye y forma el ser moral. Bien dices tú que ya el amor no es ciego, sino tonto. Tienes razón: ya se le conoce el largo trato que ha tenido con los malos poetas. ¿Por qué no haces un esfuercito para desprenderte del cariño que tienes a Pez? Por ahí debe empezar tu reforma. Tú le adoras y no le estimas. Él te ama y tampoco te estima gran cosa. Considera cuánto perjudican a tus planes de engrandecimiento tus relaciones con el hombre que ha manchado tu porvenir y deshonrado tu vida. Isidora de Aransis…, pues según tú, no hay más remedio que darte este nombre… Isidora de Aransis, mírate bien en ese espejo social que se llama opinión, y considera si con tu actual trazo puedes presentarte a reclamar el nombre y la fortuna de una familia ilustre. Tonta, ¿has creído alguna vez en la promesa de que Joaquín se casara contigo? Advierte que siempre te dice eso cuando está mal de fondos, y quiere que le ayudes a salir de sus apuros… Casada o no con él, esperas rehabilitarte; dices que el mundo olvida. No te fíes, no te fíes, pues tal puede ser la ignominia que al mundo se le acabe la indulgencia. Se dan casos de estos.

»Hay otro desorden, Isidorita, que te hace muy desgraciada, y que te llevará lejos, muy lejos. Me refiero a las irregularidades de tu peculio. Unas veces tienes mucho, otras nada. Lo recibes sin saber de dónde viene; lo sueltas sin saber a dónde va. Jamás se te ha ocurrido coger un lápiz (que cuesta dos cuartos) y apuntar en un pedacito de papel lo que posees, lo que gastas, lo que debes y lo que te deben. No haces cuentas más que con la cabeza, ¡y tu cabeza es tan inepta para esto!… La Aritmética, hija, no cabe dentro de la jurisdicción de la fantasía, y tú fantaseas con las cantidades; agrandas considerablemente el activo y empequeñeces el pasivo. De vez en vez parece que quieres ordenar tu peculio; pero tus apetitos de lujo toman la delantera a tus débiles cálculos, y empiezas a gastar en caprichos, dejando sin atender las deudas sagradas.

»Tu generosidad te honra porque indica tu buen corazón; pero te perturba lo indecible. Has sido estafada por algunos que, conociéndote el flaco y tu índole liberal, se han fingido menesterosos. Y dime ahora: ¿qué has hecho de los dos mil duros que a ti y a tu hermano os dejó D. Santiago Quijano? Ya los has gastado en el pleito, en vestidos, en la educación de Mariano, y…. confiésalo, que si es un misterio para todo el mundo, no lo es para quien te habla en este momento… No lo ocultes, pues no hay para qué. Más de la mitad de aquel dinero te lo ha distraído Joaquín Pez».

Voz de la conciencia de Isidora o interrogatorio indiscreto del autor, lo escrito vale.

-II-

Una mañana de diciembre de 1875, estaba Isidora triste y sin sosiego. Sus idas y venidas dentro de la casa, sin motivo aparente de tal actividad, indicaban que algo muy grave ocurría. Se sentaba, leía una carta, lloraba un poco, guardaba luego la carta, arrugándola en el bolsillo de la bata; iba en seguida al comedor, regresaba al gabinete, repetía la lectura, la lágrima y el estrujamiento del dichoso papel… ¿Qué es eso, señora? ¿Qué pasa?

Desde el gabinete se veía toda la cavidad de la alcoba, donde la gran cama dorada se alzaba como un catafalco, elevando hasta muy cerca del techo su armadura de cobre, sin cortinas. La alcoba se comunicaba con otro cuarto, del cual venían dos voces distintas, pero acordadas en un tono de candorosa alegría. Era la una dulce, angelical y ternísima. Era la otra cascada y a veces chillona. ¡Vaya con la pareja! Riquín y D. José de Relimpio jugaban arrastrándose por el suelo. Caballo y jinete se besaban, locos de regocijo, en la confusión de las caídas leves.

Abriose de pronto la puerta de la sala, y entró… nada menos que la Sanguijuelera.

«Gracias a Dios que viene usted, tía-le dijo Isidora reconviniéndola-. Siéntese usted; tenemos que hablar detenidamente.

-¡Hablar detenidamente!-exclamó la vieja puesta en jarras-. No digas más; ya entiendo tus detenidamentes. Ya sé que es para pedir dinero. Sí, en cuanto llegó a casa tu D. José y vi su cara de carnero a medio morir, dije: «Ojo al Cristo…». Pues mira, hija, toca a otra puerta».

Isidora, harto afligida, no pudo seguir a su tía por el camino de las bromas. Con la concisión de los grandes apuros, dijo que era cuestión de vida o muerte para ella reunir en aquella mañana cierta suma, y que contaba con la generosidad de su tía, a quien otras veces había pedido caudales, reembolsándoselos con buenos intereses.

«Cierto que te he consolado; cierto que me has pagado; pero no lo hay. Ya sabes queaquí murió el fiar… Pues sí; que están unos tiempos divinos… Pero di, quimerilla, ese hombre, ese hombre, ¿en qué piensa que no te da…?

-Lea usted-replicó Isidora alargando la carta con un gesto y tono que se usan mucho en los dramas.

-¡Oh!, no; ya sabes que me estorba lo negro.

-Pues dice… En fin, hemos reñido. Él está mal. Probablemente tendrá que irse con un empleo a La Habana… ¿Qué le parece a usted eso?

-Sopas en queso. ¿A mí qué más me da que se vaya a La Habana o a Sierra-Ullones, o al Infierno?

-En fin, hemos reñido. Todo se acabó. No hablemos más de eso. Hoy tengo un gran compromiso.

-¡Anda, anda, frutilla temprana!… ¡En la que te has metido!-dijo Encarnación encendida de ira-. ¿Y qué vas a hacer ahora? Ya no tienes salvación, ya estás perdida. Bien me lo temí y bien te lo dije cuando te vi en estos andares. Yo tengo mucho mundo-añadió señalando del modo más insinuante su ojo derecho-; aquí dentro hay mucho quinqué. Pues, claro, a esto habías de venir a parar. Ahora empiezas, ahora. ¡Y quieres que te dé dinero!… Anda, anda, castaña pilonga, que otra cosa podrá faltarte ahora; pero dinero… No, no cuentes con tu tía; no te acuerdes más de esta perla vieja de la honradez».

Las groserías de su tía Encarnación enfadaban atrozmente a Isidora. Queriendo concluir pronto, expuso en términos tan concretos como pavorosos su situación, y luego hizo una protesta enérgica de sus ideas morales. Ella quería y se proponía ser honrada. Las reticencias de su tía la herían en lo más vivo del alma.

«No vengas con andróminas-replicó la cacharrera-. Tú podrás tener buenas ideas; pero has dado el pasito, y ya no puedes volver atrás. ¡El pasito, hija! ¡Repuñales! De todo tiene la culpa ese hombre, ese hombre… Es un lameplatos. Siento que no esté aquí para despotricarme con él y decirle las del barquero… Total, chica, que yo no tengo un real partido por medio.

-No, no creo que usted me vea en tales agonías y no me favorezca.

-¿Yo?… ¿Y de dónde lo voy a sacar?

-Del arca.

-No estás tú mal arca de Noé.

-¡Tía!

-¡Si debes más que el Gobierno; si te has metido en unos belenes…! Suponte tú, y es mucho suponer, que yo, echando por zancas y barrancas, arañando aquí y allá, reúna mil reales…

-Mil reales es muy poco.

-¿Pues qué?… ¿Creías que te iba a dar un ojo de buey?-gritó la vieja riendo a todo reír-. ¡Mira ésta!…

-Yo quería lo menos dos mil-dijo Isidora con terror.

-¡Jo… sús! ¡Los dos mil los tienes tú en el canto de la memoria! Yo los quisiera para mí. En fin, y mismamente…, si me prometes devolvérmelos pronto, podré buscarte mil… ¡Ay! arrastrada, ¿en qué gastas tú el dinero? Si hubieras hecho lo que yo te aconsejé… Yo te decía: «Guarda, aprovéchate; sácale a ese hombre el redaño y ve poniendo en el Monte para el día de mañana…». Pero tú, grandísima pandorga, con gastar y gastar… Aquí parece que siempre está la gata de parto, según se gasta y derrocha.

-¡Tía, dos mil!

-Dos mil puñales…

-Ande usted…

-No, no te caerá esa breva.

-No la dejaré a usted en paz hasta que me los dé…

-Trabajo tienes… Ganas de trasquilar la marrana.

-Pues vengan los mil; pero pronto, al momento».

Instantáneamente formó Isidora un plan distinto del que había hecho contando con los dos mil.

«Te los traeré para las doce. ¡Ay! ¿En qué parará esto?…

-Antes de las doce, si puede ser. Váyase usted pronto para que vuelva pronto… Coja usted un coche.

-Venga la peseta.

-Tome usted la peseta.

-Otra para el papel del recibo…, porque no te pienses que te los voy a dar sin recibo.

-¿Otra peseta?… Ahí va. Váyase usted pronto. ¡Ay!, ¡qué día está!-dijo Isidora mirando con tristeza al balcón, cuyos cristales, azotados por la lluvia, sonaban con estrépito de perdigonada.

-¡Si fueran monedas de cinco duros…! Voy a dar un beso a Riquín.

-Después, después.

-¡Jo… sús! ¡Qué prisa!… Agur, agur».

Luego que la anciana estuvo fuera, Isidora sacó de la cómoda un cofrecillo y del cofrecillo un libro. Era una novela entre cuyas hojas había varios papeles o cédulas guardadas con cierto orden y clasificación. No debían de ser ciertamente billetes de Banco, porque Isidora, al volver de cada hoja, daba un suspiro y ponía cara de mal humor. Después de pasar revista a su tesoro negativo, gritó: «D. José», y como D. José, a causa del ruido que él mismo hacía, jugando con Joaquín, no pudiera oír la voz de su ahijada, esta tuvo que levantarse a llamarle por la puerta de la alcoba.

«¡Venga usted acá, por Dios!…

-¡Hija, no te había oído!».

Veríais entonces aparecer al gran D. José, fatigado de tanto andar a cuatro pies, ligeramente encendido el rostro; pero hecho todo miel, y tan risueño y bondadoso como antaño. Traía en brazos a Riquín, que era muy lindo, gracioso y dicharachero. Su deformidad incipiente no era tal que le privara de los encantos de la niñez, antes bien daba risa verle erguir su cabezota con cierto aire de valentía, como un hijo de Atlante predestinado a superar a su padre en la facultad de cargar grandes pesos.

«Deje usted al niño… Riquín, hijito; vas a irte un rato con Ramona… ¡Ramona!».

El sucesor de los Rufetes (o Aransis, que ello está por saber) declaró con un gesto de fastidio y preludio de llanto el agravio que a su dignidad se hacía pasando de los brazos de D. José a los de la niñera. Pero no le valieron sus artimañas. Cargó con él la moza, y D. José y su ahijada se quedaron solos en presencia de las papeletas.

«Es preciso echar un esfuerzo, echar mano de todo.

-¡Cuánta papeleta!»-exclamó el santo varón cruzando sus manos con ademán piadoso.

Isidora las pasaba, las leía, las iba contando. ¡Ay! Cuando se entregaba a la Aritmética, su cara se volvía lúgubre y desconcertada, cual si estuviera sometida a la acción de fenómenos morbosos. La Aritmética tenía para ella algo de enfermedad cimótica, y así, desde que absorbía con su atención aquellos miasmas deletéreos llamados números, se ponía pálida y se le alteraba el pulso. ¡Y pensar que no puede haber dinero sin que haya cifras! Los hombres lo empequeñecen todo. Desdichadas las almas que siendo hermanas de lo infinito, tienen que entroncarse a la fuerza con estas miserias del planeta llamadas cantidad, relación, gravedad. Verdaderamente, ¿qué cosa más contraria a lo infinito y a lo ideal que aquellos nefandos papeles?

«Esta es del Monte-murmuró Isidora con el corazón oprimido-. Esta… ¿a ver?…. es la de mi calabrote.

-El calabrote está en la calle del Clavel-manifestó Relimpio con el aplomo de un agente de Bolsa, que tiene en la memoria las colocaciones de fondos realizadas en todo el año.

-Es verdad… ¿Y el brillante?

-También, hija. ¿No te acuerdas? Lo llevé el mes pasado. Del Monte ha de haber cinco papeletas.

-Justo, cinco… Hay además ocho…

-Tu reloj… Si no recuerdo mal, está en treinta duros. ¿Pero qué te pasa hoy? ¿Vas a sacar todo?

-¿A sacar?-repitió Isidora, herida por aquella ironía como por un porrazo.

-¿Qué cálculos haces?».

Isidora se auxiliaba de sus dedos para calcular. La tersura y fineza de aquellas extremidades de sus manos indicaban no estar ocupadas ya más que en trabajos matemáticos.

«Ya comprendo, hija-dijo él entre dos suspiros.

-¿Cuánto darán por esto?-preguntó ella, mostrando aquellas cédulas que por su nombre debían ser montaraces.

-Eso no puedo decirlo. Se las llevaré a Rodríguez, el de la calle de Cádiz. Es amigo mío…; buena persona. Por papeletas, ya sabes que no se corren mucho».

Isidora se llevó las manos a las orejas.

«¿Tus pendientes?… Espera, te vas a hacer daño. Yo te los destornillaré».

Y con suma delicadeza realizó la operación, gozoso de que sus dedos jugaran, siquiera por un momento, con los pulpejos de las orejitas de su ahijada.

«Ya están aquí.

-Pongámoslos en el estuche.

-Estos te los regaló cuando vino al mundo Riquín. Por estos te darán… darán…».

Se cogió entre los dedos el labio inferior, y moviendo la cabeza y hundiendo la barba en el pecho, metía los ojos debajo de las cejas.

«En fin…, yo hablaré con Rodríguez… Es amigo mío…, buena persona.

-¡Dos mil quinientos!-murmuró la joven ensimismada en sus cálculos, como un calenturiento sumergido en el doloroso caos de su estupor febril.

-Veremos… Quizás se pueda…

-Ahora-dijo Isidora con resolución alargando la mano hacia el chaleco del buen hombre-, venga el reloj…

-¿El mío?… ¿Y la cadena?

-Todo».

Algo se desconcertó el viejo al verse privado del uso de aquella prenda, no de mucha valía, que Isidora le había regalado el 19 de marzo del año anterior. Pero como la voluntad de su ahijada era ley para él, no dijo más que lo siguiente:

«Déjamelo puesto, pues yo lo he de llevar… Darán diez y ocho o veinte. Recordarás que la otra vez…

-Ahora los cubiertos de plata.

-¿Los…?

-Sí-afirmó ella levantándose con expresión triunfante-. Creo que está vencida la situación por hoy. Pero la semana que entra…

-Dios dirá.

-La semana que entra-declaró Isidora-vendo la sala.

-¡Vendes la sala!

-Sí. Pásese usted luego por casa de la prendera. Que venga a verla. Veremos lo que da».

Después echó una mirada de cariñoso desconsuelo al armario de luna.

«¿Y el armario también?

-También.

-¿Y la cama dorada?».

Isidora meditó un rato. Después dijo:

«No; me quedo con la cama».

En esto andaban cuando reapareció la Sanguijuelera. Entró sacudiéndose el mantón, calado de agua.

«¡Jo… sús, qué tiempo! Llueven capuchinos de bronce.

-Pero ¿no ha venido usted en coche?

-¿Por quién me tomas, tonta? La peseta del coche es para mí, por el mandado. Tengo más salud que el Botánico, hija, y ando más que un molino de viento… Conque toma… Cuatrocientos y cuatrocientos son ochocientos… Nueve duros en plata…

-Falta un duro.

-¡Reparona! ¿Qué más da?

-Son novecientos ochenta-declaró D. José, haciendo gala de su saber de cuentas.

-¿Quiere usted callar?… Usted, Sr. D. Pepe, no tiene que poner su carne en este garfio.

-La equidad, amiga D.ª Encarnación…

-¡Amiga, doña!… Diga usted, tío Lilaina, ¿en qué bodegón hemos comido juntos? ¿Se quiere usted meter en sus cosas y dejarme a mí?

-Falta un duro-repitió Isidora.

-Total, que no he podido reunir más. Aquí está el papel para el recibo… Pon mil doscientos reales para el mes que viene.

-Mejor será para el otro mes.

-Mira, mira, no pintes el diablo en la pared. Pon el mes que viene».

Don José empezó a extender el recibo.

«Bien clarito, señor escribano… ¡Hola, hola!, ¿está aquí tu Holofernes?… ¡Vida! ¡Gloria!».

Había entrado Riquín paso a paso, porque sus piernas eran cortas y débiles. Se le había desatado el faldellín, corriéndose por la cintura abajo. Estaba, pues, en traje talar que le arrastraba, y por los bordes de él asomaban sus patitas vacilantes. Traía empuñado en ambas manos el bastón de D. José, y caminaba derecho a la Sanguijuelera, todo risas y alegría, con la evidente intención de darle un palo. Ella se dejó pegar, le cogió luego en brazos y le dio tantos y tan sonoros besos, que el muchacho empezó a gruñir y a defenderse a cabezadas.

«Dale un palo a tu madre; anda, pégale…

-No, no, no se pega-dijo Isidora, atándole en su sitio la falda-. No le gusta más que pegar. En las piernas no tiene fuerzas; pero en los brazos…

Riquín, hijo mío, dile: «Yo voy a ser un hombre de puños…». ¡Leña a ella!… Como te coja… Cuidado como riñen a mi cabezudito.

-El médico me ha dicho que ahora se le desarrollará bien el cuerpo-afirmó Isidora contemplándole con satisfacción de madre.

-Pues si no… ¡Y qué bonito es, qué rico, qué galán! ¡Le quiero más…! ¡Qué tonta soy! Me da rabia conmigo misma. Desde que veo un mocoso, ya se me cae la baba».

Isidora reía. Cogió a Riquín y le hartó de besos.

«¡Pobrecito mío! Todos han de tener que decir algo sobre si tiene la cabeza grande. Pues yo digo que la tiene toda llena de talento.

-¿Sabes lo que te digo?-manifestó la Sanguijuelera en tono de misterio-. Pues digo que este chico es el Anticristo. No te rías. Sí; por lo que sabe, parece que tiene cuatro años.

-No, mi niño no es un fenómeno; mi niño no es el Anticristo-dijo Isidora oprimiendo contra su garganta aquella cabeza, mayor de lo conveniente, pero muy hermosa.

-Te digo que este chico ha venido al mundo para alguna tremolina. ¿Ves esa cabeza? ¡Pues dentro debe de traer una cosa…! Hija, tu pimpollo es cosa mala.

-No diga usted disparates.

-Anticristo o lo que seas-exclamó Encarnación volviendo a tomarle en sus brazos-, me tienes boba. Te voy a comer».

Y estallaban los besos como cohetes. En pie ya para marcharse, después de tomar su recibo, la Sanguijuelera, sin soltar a Riquín, dijo a Isidora:

«¡Pero qué alma tienes! Dijiste que le ibas a comprar un pandero, y no se lo has comprado… ¡Anda, mala madre! Yo se lo compraré, yo, yo. ¿Verdad, hijo?…

-Ven acá, ven acá, que la tía se marcha.

-Oye tú…, dame una peseta.

-¿Para qué?

-Vaya que estás lela… Para el pandero».

Diole Isidora la peseta, y la Sanguijuelera se fue gruñendo.

-III-

Decir cómo aquella casa llena de comodidades se deshizo en unos cuantos días; contar cómo las feroces prenderas llegaban, venían, tasaban, huían, llevándose en las garras, cuál un dorado reloj, cuál la alfombra o lavabo, sería lacerar el corazón de nuestros lectores. Isidora, que no sabía regatear comprando, era vendiendo enemiga de entorpecer los negocios con prolijas discusiones. Tomaba lo que le ofrecían, después de pedir tímidamente un poco más. Así, pieza tras pieza, se desmontaba la casa. Y esta, poco a poco, se iba quedando vacía, se iba agrandando. El frío y la soledad se apresuraban a invadir los polvorientos y tristísimos huecos que los muebles dejaban tras sí.

Cuando hubo concluido, la sala era un páramo. Para estar en ella habría sido necesario proveerse de tiendas de campaña. El gabinete conservaba su alfombra, la cómoda, un espejo pequeño y algunas sillas. La cama dorada de la alcoba permanecía como núcleo y fundamento de la casa. Interiormente habían desaparecido la sillería y aparador de nogal tallado del comedor; subsistían intactos el cuarto de Riquín, el del baño, parte principal de la casa; el que solía ocupar D. José Relimpio cuando allí pernoctaba, el de Mariano y el de la muchacha. La cocinera y doncella habían sido despedidas; no quedaba más que la niñera, a quien Isidora revistió de las más extensas atribuciones.

«He pagado mis deudas y tapado la boca al procurador-dijo Isidora a su padrino la noche del último día de liquidación-. Estoy tranquila. Me queda esto».

Dio un gran suspiro mostrando un papel donde había varías monedas y un sucio billete de Banco.

«¿Cuánto es?

-Vamos a contar»-dijo ella extendiendo su tesoro sobre el veladorcito del gabinete, mueble de hierro pintado que se salvó por milagro.

Don José puso la luz en el velador y tomó asiento.

«¡Si hay aquí un dineral! El billete es de doscientos…; veinte, cincuenta, ochenta. Total: setecientos veintiocho reales y dos perritos.

-Y no debo nada al casero… Estamos bien. Ahora se verá si soy mujer de gobierno. Principio quieren las cosas… Señor don José-añadió en el tono especial de las cuentas galanas-, desde hoy en adelante trabajaré.

-Si es lo que yo te vengo diciendo desde hace tres años, hija-replicó el anciano con las narices hinchadas por esa satisfacción vanidosa que acompaña a las ideas felices-¡Si es mi tema! Tú tienes grandes habilidades. Si quieres entrar en una vida de orden, economía y trabajo, aquí me tienes para ayudarte.

-He sido muy tonta. Pero ya veo con claridad lo que me conviene. Si mi pleito marcha adelante, como espero, es preciso que mientras dure, y después y siempre, nadie me tome en lenguas. Soy honrada, quiero ser honrada, honradísima, por respeto a mi nombre, a mi familia… ¡Ah!, mi familia-añadió, suspirando otra vez…-. ¡Si me hubieran acogido con amor, no habría dado yo un mal paso! Mi familia tiene la culpa, ¿no es verdad, padrino?

-Sí, sí, hija mía, ella tiene la culpa. Pero vamos a lo que importa… ¿Con qué cuentas para mantenerte? ¿Qué te queda de lo que te dejó tu tío?

-Nada-replicó con profunda tristeza la joven, haciendo con sus manos un significativo movimiento que representaba el vacío-. ¡Pero trabajaré! ¿No tengo yo manos?».

Y diciendo esto se le representaron en la imaginación figuras y tipos interesantísimos que en novelas había leído. ¿Qué cosa más bonita, más ideal, que aquella joven, olvidada hija de unos duques, que en su pobreza fue modista de fino, hasta que, reconocida por sus padres, pasó de la humildad de la buhardilla al esplendor de un palacio y se casó con el joven Alfredo, Eduardo, Arturo o cosa tal? Bien se acordaba también de otra que había pasado algunos años haciendo flores, y de otra cuyos finos dedos labraban deslumbradores encajes. ¿Por qué no había de ser ella lo mismo? El trabajo no la degradaba. ¡La honrada pobreza y la lucha con la adversidad cuán bellas son! Pensó, pues, que la costura, la fabricación de flores o encajes le cuadraban bien, y no pensó en ninguna otra clase de industrias, pues no se acordaba de haber leído que ninguna de aquellas heroínas se ocupara de menesteres bajos, de cosas malolientes o poco finas.

«¡A trabajar, a trabajar!-exclamó inundada de aquel entusiasmo que tan fácilmente se posesionaba de su alma.

-Yo te ayudaré. Si tuviéramos ahora la máquina… harías camisas de hombre…

-¿Camisas de hombre? Eso no me gusta.

-O ropa blanca de señoras… Cosa rica, cosa buena.

-Mejor sería… Yo pensaré.

-Confecciones, sombreros… ¿Qué tal? Tú tienes un gusto…

-Gusto sí.

-Consulta con Emilia. Ella te dará buenos consejos

-Yo lo pensaré; yo meditaré sobre esto y lo decidiré pronto. Ahora vamos a otra cosa. De nada vale el trabajo sin orden y economía.

-Perfectamente; muy bien pensado y dicho.-exclamó Relimpio, dando todo su asentimiento a tan hermosa idea-. Si no, acuérdate de lo que hacía mi pobre Laura con lo poco que se ganaba. Hacía milagros.

-Por consiguiente, de aquí en adelante, gastar poquito y, sobre todo, saber lo que se gasta, pues si no se sabe se equivoca una. ¿Creerá usted que en mi vida he apuntado una cifra? Todas mis cuentas las he hecho siempre con mi cabeza. Así ha salido ello.

-¡Oh! Malo, malo… La primera condición del orden es una buena contabilidad. La Providencia te ha deparado a uno de los hombres, no lo digo por alabarme, a uno de los hombres que no temen desafiarse con todo Madrid en Contabilidad y Partida Doble. Has hecho tu suerte, chica. Ya verás, ya verás qué libros.

-Todo lo apuntaremos-dijo Isidora, jugando con aquella idea, como un niño juega con una mariposa-. Se dice, por ejemplo: hay que gastar tanto; las cosas valen cuanto; y luego se apunta todo…

-Nada, te has salvado, chica. Vamos a ver. ¿Tomas criada?

-Pienso pasarme con Ramona.

-Admirable. Yo te auxiliaré en todo… Ramona es buena y humilde, pero algo torpe. Ya la despabilaremos. A fe que va a lidiar con tontos; ya, ya. Yo te la instruiré en dos palotadas. Mira, pon atención y verás cómo puedo ayudarte. Yo-dijo marcando por los dedos las distintas funciones que desempeñaría-te haré la compra; yo… te aviaré las luces; yo… te haré todos los recados que exijan cierta inteligencia, como cobrar cuentas, tomar localidades en algún teatro, etc…; yo coseré a máquina si decides comprar una; yo apuntaré en mis libros todos los gastos e ingresos, sin olvidar, sin perdonar ni el ochavo que se le da a un pobre; yo…, por último, cuidaré a Riquín y le pasearé y entretendré todo el tiempo que me dejen libres mis ocupaciones principales.

-Bueno, bueno.

-Y también entiendo de limpiar metales, de componer algo de carpintería; hasta de cocina entiendo un poco… Ea, señora-dijo restregándose las manos una con otra con tanta fuerza que a poco más saca lumbre-, empecemos. Disponga usted la compra de mañana.

-Un duro.

-Es un despilfarro. Vengan catorce reales. Yo me entiendo; basta de mimos. Comerá usted lo que haya.

-Hay que traer carbón.

-Eso es aparte.

-Y cerillas.

-Las compraré al por mayor. Una gruesa… Traeremos al por mayor todo lo que se pueda, para lo cual destinará usted una cantidad que se carga a la cuenta del mes. Quédese el diario en diez reales, y deme usted seis duros para el por mayor. Adelante. ¿Qué principio traigo?

-Langosta.

-¡Un ojo de la cara!

-No importa. Por una vez…

-¿Qué postre?

-¿Tendremos tangerinas?… Ciruelas de Burdeos.

-Eso es caro; pero yo lo sacaré barato. Regatearemos, sí señora; regatearemos.

-El queso de Italia, la cabeza de jabalí y las salchichas de Bolonia me gustan.

-Todo eso, traído al por mayor, puede obtenerse… en buenas condiciones.

-No tomaremos Champagne. Es muy caro.

-Veremos si hallo una partida…, pues…, en buenas condiciones».

No prolongaremos la relación circunstanciada de lo que hablaron aquella noche padrino y ahijada. Acostose Isidora pensativa y D. José se retiró muy entusiasmado a su cuartito. Durmiose como un serafín, y soñó que estaba en la contaduría de una casa grande, donde había catorce empleados y más de cien libros. Ingresos y gastos ascendían a millones; pero todo iba al pelo. Era D. José como un director de orquesta, sólo que los músicos eran escribientes y las notas números. Resultaba una sinfonía de orden, que mecía en embriagador arrobamiento el espíritu del tenedor de libros.

Al día siguiente, cuando Isidora se levantó, ya estaba su padrino de vuelta de la compra. Traía el cesto bien repleto, y fue sacando cosas y mostrándoselas a Isidora, que admiraba la bondad y baratura del género.

«El primer gasto, hijita, ha sido para comprar estos tres libros de cuentas-dijo Relimpio, mostrando dos enormes y uno pequeño.-El Mayor, el Diario y el Provisional. Sin esto no haremos nada, porque la base del orden es una contabilidad perfecta… ¿Ves? Aquí está la langosta. Te permito este lujo. Aquí está la carne. No compré las ciruelas. Conténtese usted con dátiles. Tampoco he traído Champagne porque no lo hallé en buenas condiciones. Patatas. Faltan los garbanzos y el azúcar, que no pude comprar porque se me acabó el dinero… ¡Ah!, un mazo de cigarros para mí.

-Muy bien-dijo Isidora con benevolencia, echando una mirada compasiva a los libros de cuentas-. Todo está muy bien».

Don José tuvo que salir a la calle dos veces más porque era preciso traer garbanzos, azúcar y huevos. Después volvió a salir porque no había sal, ni perejil, ni sopa. Trajo tapioca, y de camino tomó nota de diversas cosas que se pudieran adquirir… en buenas condiciones.

Luego que almorzaron, alegres y satisfechos del buen principio que tenía una vida tan arreglada y económica, Isidora fue a vestir a Riquín y a endulzar con él la tristeza que no podía vencer. Más tarde se bañó, costumbre a que no podía renunciar. La peinadora vino luego y se distrajo con ella un rato. Érale difícil adquirir el hábito de peinarse por sí misma. Toda aquella tarde estuvo pensando en la clase de ocupación que más le convendría; pero sus grandes cavilaciones no llevaron luz ninguna a la confusión y perplejidad que en su mente reinaba.

En tanto D. José se dio con toda su alma a la gran tarea de abrir las cuentas en los libros. Con una importancia y gravedad indecibles, apuntó gastos e ingresos, sin olvidar lo más mínimo; cargó y abonó; dibujó preciosos números, tiró líneas con regla, hizo cuentas de varios a varios, de imprevistos, de suplidos y de deudores varios. En esta, dando una prueba de exquisita honradez, puso el importe de los cigarros que con el dinero de Isidora se había comprado.

Capítulo III

Entreacto con la Iglesia

Un mes no completo había transcurrido de esta vida honrada y económica, sin que Isidora pudiera llegar a decidir en qué profesión, arte u oficio había de emplear su talento y ganas de ponerse al trabajo. Los libros de D. José, ya repletos de números, no contenían más que partidas fallidas, y daba dolor ver en sus garabateadas páginas el triste papel que hacían los Haberes junto a las nutridas columnas del Debe.

Veamos cómo pasaba el tiempo la dueña de la casa. Entre bañarse, peinarse, vestir y arreglar a Riquín, se le iba la mañana. Por la tarde, si no tenía que ir a casa del procurador, solía matar el fastidio en las iglesias, de donde resultó que en aquel periodo oyó más sermones y rezó más novenas que en el resto de su vida. Distraíase con estas superficiales devociones, y aun llegó a figurarse que se había perfeccionado interiormente. Recordaba las preces aprendidas en su niñez, y se deleitaba con las formas de religión, por pura novelería. Pero esta santidad de capricho no sofocaba, ni mucho menos, su orgullo dentro de la Iglesia. Más que el sermón ampuloso, más que el brillo del altar, más que la poesía del templo y las imágenes expresivas, la cautivaba el señorío que iba por las tardes a la Casa de Dios. Cuando había novena o Manifiesto costeado por alguna dama de la aristocracia, de aquellas que ocupaban los bancos de la nave central ostentando en su pecho la cinta de la cofradía, Isidora no faltaba, y desde el rincón de una capilla observaba todo con interés profundo, más atenta a las Magdalenas que venían con el bálsamo que a Jesús mismo. Causábale admiración y envidia la señora del petitorio, que no cesaba de repiquetear con una moneda en la bandeja de plata.

Pollos elegantes y atrevidos se agolpaban en las naves laterales para mirar a las niñas y ser de ellas mirados. Había sonsonete de rezos y rumor de cuchicheos mundanos, los cuales, unidos al rodar de coches de lujo en la calle, no permitían oír con claridad el sermón. ¿Pero qué le importaba a Isidora el sermón, aunque saliera de labios elocuentes? Lo que a ella le interesaba no eran las manotadas y enfurecimiento de aquel santo varón que no cabía en el púlpito, sino el aspecto y brillo del público, de aquel público que, si hubiera revisteros de iglesia, sería distinguido, elegante y numeroso, como el de los teatros. ¡Oh! ¡Dios de mi vida! ¡Qué injusticia tan grande! La pobre señorita Isidora no debía verse olvidada en un rincón, al lado de cuatro viejas rezonas, sino en la gran nave, donde luciera como merecía, o pidiendo en la mesa de petitorio entre dos velas. ¡Qué bien repicaría ella en la bandeja, y que maña se daría para que cuantos entraran aflojasen pesetas y duros! La belleza de las postulantes aguza la caridad.

Una tarde notó que un señor la miraba con insistencia. Sus ojos, distraídos de cuanto en la iglesia había, pasaban por delante del orador (con no poca irreverencia) e iban derechitos a buscar a Isidora al fondo de la capilla donde ponerse solía. A la tarde siguiente observó que aquel señor de los ojos irreverentes entraba con unas damas muy guapetonas; que estas pasaban al centro, adornadas con la cinta de la cofradía, y que él se quedaba entre la masa de hombres. Seguía mirándola, y ella le miraba alguna vez sin otro móvil que el de la curiosidad. El caballero, en verdad, no tenía nada de simpático; era muy descarado, bastante feo, morenísimo, de edad entre los cuarenta y cinco y los cincuenta. Mientras Isidora hacía estas y otras observaciones, notaba que algunas de las elegantes cofrades eran miradas tenazmente por los caballeretes, y que ellas solían mirarlos también con afectada distracción, de donde vino a considerar que si tanto flechazo de ojos dejase una raya en el espacio, el interior de la iglesia parecería una gran tela de araña. ¡Mísera humanidad!

Tercera tarde. Cuando Isidora salió, ya anochecido, vio en la puerta al señor mirón. Hablaba con Miquis, y al pasar ella cuchichearon. Apresuró la joven el paso y se fue a su casa, donde Relimpio, celoso del buen desempeño de su cargo, se creyó en el deber de manifestarle seriamente el horroroso déficit que arrojaban los libros. Las cifras del Debe, encrespadas y amenazadoras, eran ya como las olas de un piélago tempestuoso donde naufragaba el frágil esquife del Haber. ¡Oh! ¡Fugaz curso de las cosas humanas! Aquel orden tan perfectamente inaugurado, no era más que humo. No sólo se había concluido el dinero, sino que se debía a todo el mundo; y el panadero, la lechera y el de la tienda venían todos los días a dar tormento con su grosero pedir. Don José los recibía con bondadosa sonrisa, les enseñaba los libros de cuentas por el forro, y les decía: «No hay cuidado, señores; estamos esperando fondos, y ya no pueden tardar».

Isidora padecía horriblemente con este género de vida, pues su carácter, su nobleza, no se avenían con las trampas. Gastar mucho, sí, pero pagar sin dilación era su ideal. Había llegado a carecer de lo más preciso. La limpieza de sus bolsillos era absoluta, y el crédito, apurado ya, faltaba. ¡Qué habría sido de ella si sobre estos horrores no apareciera un sol de vida y esperanza! ¡Ganar el pleito! La idea de un triunfo próximo le daba fuerzas para hacer frente a tantas humillaciones. Si el procurador le decía que había tarea para mucho tiempo, su descorazonamiento rayaba en desesperación. En su casa se entretenía con el hijo, resucitaba los proyectos de trabajar…, ¿pero en qué? Convencíase pronto de que era imposible; sonaba la campanilla de la puerta anunciando acreedores que entraban fieros como leones; y a los tormentos de zozobra y vergüenza seguían horas y noches enteras de tristeza y desaliento. El nuevo día llegaba acompañado de la escasez, de la privación, de la miseria…

No se sabe cómo se puso al habla con Isidora el señor mirón; pero es indudable que se puso. Manifestó el caballero que conocía los antecedentes todos y la historia completa de la desgraciada joven, y se presentó con bienhechor de la humanidad, amparo y arrimo de la orfandad desvalida. ¡Era tan rico!… ¡Pero tan antipático!…

¡Pobrecito D. José! Ahora sí que eres el más infeliz de los hombres. No sólo te han quitado tus venerados libros, sino que te han puesto de patitas en la calle con orden expresa de no volver a presentarte en la casa de tu ahijada. ¡Crueldad sin ejemplo! Hay hombres que parecen fieras… José, eres un mártir.

Capítulo IV

A o b… Palante

-I-

Mientras duraron en casa de Isidora las abundancias y el regalo, Mariano hizo la vida de señorito holgazán, rebelde al estudio, duro al trabajo, blando a la disipación y al juego. Su precocidad para dar gusto a los sentidos revelaba que había de ser muy menguada en él la vida del espíritu. Diríase que la Naturaleza quiso hacer en aquella pareja sin ventura dos ejemplares contrapuestos de moral desvarío; pues si ella vivía de una aspiración insensata a las cosas altas, poniendo, como dice San Agustín, su nido en las estrellas, él se inclinaba por instinto a las cosas groseras y bajas. Recibía gusto especial del desaliño, y recogía con lamentable asimilación todas las palabras necias y bárbaras para darse, usándolas desvergonzadamente, aires de matón. Pronto comprendió Isidora que su hermano no sería nunca persona decente, y que no había bajado del sol colegio humano capaz de darle pulimento. Y si al principio podía dominarle, valiéndose del amor, más tarde el amor de Mariano se enfrió; con el cariño huyó el respeto, y ya no fue posible contener la impetuosa inclinación del muchacho a la vida vagabunda y aborrecimiento del estudio. Pasado algún tiempo de luchas, empezó a tenerle miedo, asustada por su bestial y aborrecido lenguaje. Donde suena un lenguaje soez sólo puede haber malas acciones y pensamientos poco delicados. Donde cantan las ranas, ¿qué ha de haber sino charcos y cieno?

Cuando Pecado curó de las heridas que le hizo el novillo de Getafe, Isidora se armó de valor, echole un sermón, y le dijo muy clarito que no volvería a tener un cuarto si él mismo no lo ganaba. Quedó, pues, convencido que aprendería un oficio; pero hasta en aquella ocasión excepcional descollaron sobre el enojo de Isidora sus pruritos aristocráticos, porque no consintió que su hermano fuera zapatero, ni albañil, ni cerrajero, ni sastre, ni menos peluquero; y discurriendo sobre a cuál industria le dedicaría, vino en determinar que sería grabador, es decir, fabricante de esas preciosas estampas que adornan las publicaciones ilustradas y de las magníficas reproducciones de los Museos… Para que la industria pueda hacerse pasar por noble, necesita fingir parentescos con el arte.

Buscando por ahí, buscando por acá, no se hallaban otros talleres que los de litografía. Miquis tomó con empeño el asunto, y habló al cuñado de Matías Alonso, un tal Juan Bou, que se había establecido recientemente, y tenía, entre otras cualidades, la de ser muy severo con sus oficiales. Consintió Bou en admitir a Mariano, de cuyas inclinaciones aviesas se le dio noticia para que le tratase con rigor, y sacara de él, si era posible, un obrero hábil y laborioso.

Juan Bou era un barcelonés duro y atlético, de más de cuarenta años, dotado de esa avidez de trabajar y de esa potente iniciativa que distinguen al pueblo catalán; saludable como un toro, según su propia expresión; de humor festivo y palabra trabajosa. Su cara, enfundada en copiosa barba negra y revuelta, mostraba por entre tanto áspero pelo dos ojos desiguales, el uno vivísimo, dotado de un ligero movimiento rotatorio, el otro fijo y sin brillo; más abajo, y puesta como al acaso, una nariz ciclópea; más arriba una frente lobulosa, que estaba pidiendo algunos golpes de escoplo para ser como las demás frentes humanas; ítem, una cicatriz sobre la ceja derecha, resultado, según decía, delbeso de una bala

Podía pasar por marinero curtido en cien combates contra las olas, y también por bandido de las leyendas. Tenía en sus extremidades altas dos manojos de dedos con que trabajaba; y ciertamente, nadie que viera la tosquedad de aquellas manazas creería que eran delicadísimas para el dibujo. Su estructura basta las hacía más propias para la maroma de la vela mayor o la barra del cantero. Respiraba como el fuelle de una fragua, y siempre tenía tos; pero una tos tan bronca y sofocante que, cuando le daba el acceso, se quedaba mi hombre cabeceando y todo encendido; creeríase que iba a reventar, y el ojo rotatorio se le echaba fuera, mientras el apagado se escondía en lo más hondo de la órbita.

Tenía dos géneros de fanatismo: el del trabajo, pues no podía estar inactivo, y el de la política. Deliraba por los derechos del pueblo, las preeminencias del pueblo y el pan del pueblo, fundando sobre esta palabra ¡pueblo! una serie de teorías a cuál más extravagantes. Realmente estas teorías no eran suyas. Una generación se había embobado con ellas, mirándolas como pan bendito. Pero Juan Bou las había sublimado en su mente indocta, convirtiéndolas en una fórmula de brutal egoísmo. Según él, muchos miembros importantes del organismo social no tenían derecho a ser comprendidos dentro de esa designación sublime y redentora: ¡el pueblo! Nosotros, los que no tenemos las manos llenas de callos, no éramos pueblo; vosotros, los propietarios, los abogados, los comerciantes, tampoco erais pueblo… De toda idea exclusiva nace una tiranía, y de aquella tiranía nació el obrero-sol: Juan Bou, que decía: «El pueblo soy yo».

En Barcelona había logrado fundar un buen establecimiento de litografía. Pero sus economías y el establecimiento mismo naufragaron por las liviandades de una mujer con quien, por obra del demonio sin duda, se había casado. Su señora tampoco era pueblo; era una sanguijuela del país, como vosotros los que esto leéis. ¡Quién le metería en la cabeza a Juan Bou casarse con la hija de un recaudador de contribuciones! De semejante vampiro, ¿qué podía nacer sino una hembra disipadora, antojadiza, levantada de cascos? Enviudó Juan al fin, y para rehacer su peculio destruido, se puso a trabajar de nuevo. Pero con el sacudimiento del 68, encendiose el ánimo del obrero; de manso se hizo furibundo, de discreto charlatán; creyó que el mundo se iba a volver del revés, y que la sociedad alteraría sus elementos inmortales; vio la eterna columna con el ligero capitel en el suelo y el pesado plinto en el aire; imaginó que de allí en adelante se andaría con la cabeza y se pensaría con los pies; y llevado de estas ideas, tomó parte en todos los motines, trabajó en todas las sublevaciones, fue desterrado, perseguido, moró en calabozos y arrastró durante algún tiempo vida penosa y miserable.

Cuando los acontecimientos políticos le dieron respiro, vino a establecerse a Madrid, donde vivía su hermana, casada con el conserje de la casa de Aransis. Pero antes que pudiera empezar a trabajar, otros acontecimientos le arrastraron de nuevo a las aventuras; cayó enfermo, tuvo que abandonar las luchas políticas, y en octubre del 73 estaba definitivamente establecido en Madrid, mas no curado de su superstición redentorista.

Oyéndole contar sus proezas, era cosa de canonizarle. Él no era sólo un apóstol, era un mártir. La fama no tenía trompetas ni figles bastantes para llevar a todas partes la noticia de sus persecuciones. Las celebridades del partido liberal no habían hecho nada… ¡Farsa, pura farsa! Él lo había hecho todo, y su gran vanidad no conocía freno cuando daba en formular planes de Gobierno. Todo se lo sabía. Éranle familiares cosas y personas, y fácilmente lo arreglaba todo. Sus procedimientos tenían el encanto de la sencillez. Lo primero era coger cuatro docenas de individuos y colgarlos de los faroles de la Puerta del Sol. Después venían los decretos, todos de Artículo único. ¡Si sabría él lo que tenía que hacer, un hombre que había leído tanto, un hombre que arrastró grillos y cadenas y fue llevado de calabozo en calabozo!… Así como el soldado muestra sus heridas, él mostraba la huella de las esposas en sus manos… ¡Había comido ratas! ¿Qué más títulos necesitaba para gobernar el mundo?

Sus primeros años de trabajo en Madrid fueron muy felices, y ganó bastante dinero. Entonces había algo de renacimiento industrial, y empezaba a desarrollarse el gusto por presentar los objetos mercantiles con primor, halagando los ojos del que compra. Hizo Bou muchos millares de etiquetas para almacenes de vinos, tarjetas de anuncios, cartelillos de tres o cuatro tintas y cromos ordinarios para cajas de fósforos. ¡Qué iniciativa la suya! Fue el primero que imaginó hacer en gran escala las cenefas con que adornan las cocineras los vasares. Antes que él nadie había hecho el siguiente cálculo: Hay en Madrid 92.188 viviendas, que son 92.188 cocinas o lo que es lo mismo, 92.188 cocineras. Suponiendo que haya 70.000 que renueven el papel tan sólo una vez al mes, poniendo sólo tres tiras resultan 210.000 tiras a cuarto. La resma de 1.000 tiras se vende a tres duros. Las 210 resmas hacen, pues, 630 duros mensuales. Ensayó, y bien pronto las cacharrerías todas de Madrid expendían papel picado, que en comparación del antiguo era un modelo de elegancia, pues tenía figuras de majas, toreros y tipos populares.

El único vicio de Juan Bou, si vicio puede llamarse, era la Lotería. No había extracción en que no comprase su par de décimos. Era para él este juego nacional una forma hipócrita de la administración socialista. Tenía muy mala suerte; pero no desmayaba, y sabía escoger siempre los números más bonitos. Con todo, no había tenido más ganancias que las de su trabajo. Así, desde que sacó adelante el negocio de las cenefas, estableciose en la calle de Juanelo, donde tenía un taller grande, aunque incómodo. Compró algunas piedras más de gran tamaño, una hermosa máquina de Janiot, guillotina, glaseadora, buenas tintas, aparatos de reducciones y otras cosas. Su iniciativa no descansaba. Comprendiendo que algo de imprenta no venía mal como auxilio de la litografía, adquirió cajas y máquinas, y se quedó con todas las existencias de una casa que trabajaba en romances de ciegos y aleluyas. El material de planchas y grabados era inmenso, y se lo dieron por un pedazo de pan. Montó también esta especulación en gran escala, y los ciegos pudieron comprar la mano de romances a un precio fabulosamente barato. Las cacharrerías, las tiendas de arena y estropajo y los vendedores ambulantes se surtían por muy poco dinero de aleluyas del antiguo repertorio, y de otras nuevas con soldados franceses o españoles, moros o cristianos.

El establecimiento era un verdadero laberinto, como formado de distintas piezas, que se habían ido agregando poco a poco, según las necesidades de ensanche lo pedían. Ocupaba la imprenta destinada a romances y aleluyas la peor y más lóbrega parte. Todo allí era viejo, primitivo y mohoso. La máquina, sonando como una desgranadora de maíz, tenía quejidos de herido y convulsiones de epiléptico. Consagrada durante seis años a tirar un periódico rojo, subsistía en ella un resto, un dejo de la fiebre literaria que por tanto tiempo estuvo pasando entre sus rodillos y su tambor. Las cajas, donde yacía en pedazos de plomo el caos de la palabra humana, eran desvencijadas, polvorientas y sudaban tinta. Habían servido para componer papeles clandestinos, y conservaban el aspecto de la negra insidia, que trama sus actos en la sombra. La horrible guillotina, cuya enorme cuchilla lo mismo podía cortar un librillo de papel de fumar que una cabeza humana, ocupaba el ángulo más sombrío de la sucia estancia, que más parecía una bodega o sótano que taller del Arte de imprimir, soberano instrumento de la Divinidad, vicario de la Providencia en la Tierra. Viendo aquellos trebejos, se podría sospechar que el tal Arte había sido encarcelado allí para expiar las culpas que alguna vez, por andar en malas manos, ha podido cometer.

-II-

En esta mazmorra de Gutenberg fue metido Mariano para su aprendizaje. Primero le había puesto Juan Bou a copiar dibujos fáciles con tinta autógrafa; pero mostró tan escasa disposición para esto, que le confirmó a la imprenta, mandándole adiestrarse en la caja. Sus primeras torpezas, sus descuidos, sus malas respuestas, fueron castigadas tan severamente por el maestro, ayudado de una correa, que bien pronto el muchacho le cogió miedo, y con el miedo vino el respeto y cierta convicción de que la obediencia y el trabajo le convenían por el momento más que la holganza y la maldad. En poco tiempo adquirió alguna destreza, al amparo de un cajista viejo casi inválido y de un chico listísimo, a quien años atrás conocimos y conoció mejor Mariano con el nombre de Majito. Este ganaba cuatro reales, y Pecado tan sólo dos; pero aquella honrada ganancia llevaba semanalmente a su alma como un grano de legítimo orgullo, el cual bien podía con el tiempo, ser base sobre que se construyera la dignidad de que carecía.

El rigor del castigo y la obligación de ocuparse en un ejercicio sedentario y monótono, en local de mediana luz y nada alegre, hicieron a Mariano taciturno; palideció su rostro y adelgazó su cuerpo. A los cuatro meses ya componía él solo, si no con ligereza, con exactitud, las leyendas de las aleluyas, que eran en número fabuloso. Se las sabía todas de memoria y le bastaba ver la tosca viñeta para adivinar y componer en seguida los pareados. Él y su compañero el Majito se disparaban a cada instante los versillos, aplicándolos a cualquier idea o suceso del momento. Tan pronto sacaban a relucir alguna oportuna cita de la Vida del hombre flaco, a saber: El verlo en paños menores-causaba risa, señores, como aquella de la Vida de don Espadón, que dice: Todo el día está bailando-y a su dama acariciando. El aburrimiento de los dos chicos les llevaba por una especie de proceso psicológico que enlaza el bostezo con el arte, a poner en música los tales pareados, y cuando el Majito cantaba los de la Procesión del Viernes Santo, que dicen: Muchos niños en seguida-van con velita encendida, le contestabaPecado: Delante van con decencia-los de la Beneficencia.

También sabían de memoria, sin olvidar una tilde, los romances de matones, guapezas, robos, asesinatos, anécdotas del patíbulo.

Cuando Mariano ganó tres reales, Juan Bou, haciendo justicia a sus progresos, atendió sus reclamaciones. El muchacho aborrecía la caja. Quería trabajar en litografía; pero como no tenía aptitud ni pulso para el dibujo, quiso ser estampador. Púsose a ello, ayudando al oficial de la prensa y máquina, y bien pronto conoció Bou que Mariano había escogido bien. Aprendió a manejar con habilidad el ácido y la grasa, y también sabía marcar con precisión. La máquina gustaba tanto a Pecado, que siempre que podía no se quitaba de alrededor de ella, atento a sus ordenados movimientos. Al mirarla, afanada, despidiendo de sus dientes y coyunturas un sudor negro y craso, sentía que se le comunicaba el vértigo de ella, y por momentos se suponía también compuesto de piezas de hierro que marchaban a su objeto con la precisión fatal de la Mecánica.

A pesar de sus baladronadas políticas y de su aspecto feroz, Juan Bou, el ursus spelæus, era lo que vulgarmente se llama un infeliz, un buenazo, un alma de Dios. Tenía corazón tierno, bondadoso y sensible, y no podía ver una desgracia sin tratar de aliviarla. Si cuando estaba picado de mala mosca su lenguaje era conciso y brutal y se comía a los niños crudos, cuando le volvía el buen humor su dicción se fluidificaba, adornándose con toda la hojarasca de la fanfarronería. Conversaba familiarmente con los muchachos, mostrándoles, ya la expresión seductora de sus sabidurías políticas, ya los dramáticos pasajes de su historia de mártir.

Cuando Mariano llevaba seis meses de aprendizaje con jornal de seis reales, era, ¡cosa rara!, el oficial con quien más simpatizaba Juan Bou. ¿Había entre ellos semejanza grande o disparidad absoluta? No se sabe bien. No se sabe tampoco cuál de estas dos cosas engendra la simpatía. Conste, sin embargo, que también Mariano era fanfarrón, y que en el trato de seis meses con Bou se le había comunicado la idolatría del ente Pueblo. En cuanto a las sanguijuelas del país, que chupan la sangre del obrero, y en cuanto a todos nosotros, que no tenemos callosidades en las manos, Mariano creía aborrecerlos tanto como su maestro; pero lo que hacía era envidiarlos, pues la envidia suele usar la máscara del odio.

En el fondo de su alma, Pecado anhelaba ser también sanguijuela y chupar lo que pudiera, dejando al pueblo en los puros huesos; se desvivía por satisfacer todos los apetitos de la concupiscencia humana y por tener mucho dinero, viniera de donde viniese. En esto se distinguía radicalmente de su maestro, amantísimo del trabajo. Bou no quería galas, ni lujo, ni vicios caros, ni palacios; lo que quería era que todos fuésemos pueblo; que todo el que tuviera boca tuviera una herramienta en la mano; que no hubiera más que talleres y se cerraran los lugares de holganza; que se suprimieran las rentas y no hubiera más que jornales; que cada cual no fuera propietario nada más que de la cuchara con que había de comer la sopa nacional.

En la sala donde estaba la máquina, tenía Bou su mesa de trabajo, y en esta la piedra en que dibujaba, puesta sobre un disco de madera giratorio, con cuyo mecanismo él le daba vueltas como si fuera un papel. A poca distancia veíase la prensa de mano donde se sacaban las pruebas y se hacían los reportes. El estampador era un joven muy aficionado a la charla, hablaba sin ton ni son, escapándose de él el discurso y la palabra como se escapa el aire de un fuelle agujereado. Era un intellectus lleno de roturas. Mariano tenía en su laconismo una brutalidad sentenciosa.

«¿Que habláis ahí, muchachos?-dijo de pronto Juan Bou, que estaba aquel día de bonísimo talante, por haber cobrado una antigua cuenta.

-Este-replicó el estampador con el sentimiento de modestia que le inspiraban sus pocas luces al ponerlas frente a la sabiduría del maestro-, este dice que el año que viene ya no trabaja más.

-Eso lo dirá la correa-manifestó Bou sonriendo y sin levantar los ojos de la piedra-. ¿Y qué vas a comer si no trabajas?… Me parece que tú eres de casta de sanguijuela… Y algo he oído yo. No sé quién me dijo si eres noble o no eres noble…

-Dice este-prosiguió el estampador, gozoso de que el maestro pensase como él-que cuando su hermana gane el pleito, será caballero.

-¿El pleito?… ¿Sabéis como haría yo que se ganaran de una vez todos los pleitos?-dijo Bou, regocijándose con el efecto que sus admirables ideas causaban en los dos muchachos-. Pues mandaría pegar fuego a todos los archivos, a la escribanía A y a la escribanía B. Total, que no dejaría un papel vivo. La humanidad no necesita de papeles. Hay que liquidar…, ¿estáis? Hay que decir: «Hasta aquí llegó la cosa»…, y palante… Yo diría a los jueces, escribanos, alguaciles, magistrados y demás pillería: «¿Queréis almorzar? Pues ahí tenéis la azada, el arado, el escoplo o lo que más os convenga. Pero con papeles no se come aquí, señores…». ¿Que no querían? Pues hacia un estanque de tinta, los ahogaba en él…, y palante.

-Dice este-repitió el oficial, que se pirraba por delatar los disparates de su amigo-que todos no son iguales y que él está ya cargado de ser pobre.

-No hay pobreza en la honradez, no hay honra como la del trabajo-afirmó Juan Bou incorporándose y dejando ver el esplendor lumínico de su ojo rotatorio, que parecía una rueda de fuegos artificiales-. ¡Pobre!¿Qué ere decir esto? Es una necedad, una… lucubración contraria a los grandes principios. ¿Tienes satisfechas tus necesidades? Sí. ¿Tienes hambre? No. ¿Estás vestido? Sí. Pues eres tan rico como el duque A o el condeB, o quizá más».

Y de este lenguaje sencillo y lapidario, que a la altura de Marco Aurelio le ponía, pasó por gradación suave a otro más acentuado, más enérgico, si bien no más elocuente, diciendo:

«Todo lo demás es superfluidad y lujo, es explotar al obrero, chupar su sangre, alimentarse de su sudor bendito, comerse los refinados manjares amasados con las lágrimas del pobre. Ved esos que andan por ahí, toda esa chuma de esos señores y holgazanes. ¿De qué viven? De nuestro trabajo. Ellos no labran la tierra, ellos no cogen una herramienta, ellos no hacen más que pasear, comer bien, ir al teatro y leer libros llenos de bobadas… Comparémonos ahora. Nosotros somos las abejas, ellos los zánganos; nosotros hacemos la miel, vienen ellos y se la comen. Nos dejan las sobras, nos echan un pedazo de pan, por lástima, como a los perros… Pero todo se andará, tunantes, todo se andará; vendrá la cosa y haremos cuentas, sí, la gran cuenta, el Juicio Final de la humanidad. ¡Oh, pillos!, también nosotros tenemos nuestro valle de Josafat. Allí se os aguarda. Allí estaremos. Con un pedazo de lápiz tamaño así, y un papel de cigarro, basta para hacer el gran balance. Es la liquidación fácil, porque es la última… ypalante».

Mariano y su colega le oían absortos.

«Dice este-continuó el estampador, incansable en la denuncia-que él ha de poder poco o ha de soltar pronto la blusa.

-Vamos a ver-manifestó el maestro volviendo a su trabajo-; explícanos lo que tú piensas… ¿A qué aspiras tú? ¿Qué deseas tú?

-¿Yo?-dijo Mariano con terrible laconismo-. Tener dinero.

-¡Tener dinero! El dinero es una fórmula, un medio de cambio-declaró con olímpica suficiencia Juan Bou-. ¿Y si llega un día en que no haya dinero, en que no represente nada el dinero, porque las cosas, o mejor dicho, el servicio A y el servicio B se cambien directamente sin necesidad de ese intermediario?

-Chúpate esa-dijo por lo bajo el estampador a compañero.

-Sí, se suprimirá el dinero, que no sirve más que para negocios indecentes. Suprimiendo el numerario, quedarán suprimidos los ladrones… y palante».

Ambos abrieron medio palmo de boca.

«Pero el dinero-se aventuró a decir Mariano-no se ha de quitar hoy ni mañana…

-Quién sabe… La cosa está mal. Dicen que esto se va. Me escriben de Barcelona que se está trabajando…

-El dinero no se suprime-afirmó Pecado rebelándose tenazmente contra la incontrovertible sabiduría del maestro.

-Hombre, que sí.

-Pues yo quiero ser rico.

-¡Ser rico! ¿Y qué es la riqueza, bruto? Es una cosa convencional, acémila. Hay por ahí unos cuantos tunos que se comen lo que no es suyo, lo que es de todos, del común, y el día en que se diga: «Ea, bastante ha durado la mamancia…», va a ser bueno, va a ser bueno. Nosotros diremos: «A ver, señor duque de Tal, ¿de dónde sacó usted las tierras Ay las dehesas B? Señor banquero Cuál, ¿de dónde sacó usted los millones A y B que tiene en el Banco?».-«Hombre, dirán ellos, pues yo…».-«Valientes pillos están ustedes, acaparadores, por no decir otra cosa…». Conque ya ves. No habrá entonces dinero, ni Banco, ni Bolsa; no habrá más que servicios mutuos, toma y daca. Que yo necesito un jamón, el comestible A o el comestible B: me voy a la tienda, y me encuentro que el tendero necesita etiquetas, anuncios. Pues ahí va, y venga. El sastre hará pantalones al zapatero, y el zapatero le hará zapatos al sastre. Es un organismo sencillísimo, brutos. Vosotros no habéis estudiado la cosa, no habéis trabajado por la cosa, no habéis estado en calabozos, no habéis comido ratas desabridas… Se trata de un organismo; ¿sabéis lo que es un organismo?».

Ambos callaron. Creían que se trataba de un organillo; pero no se atrevían a decirlo.

«Este dice también-añadió el denunciador sin poder contener la risa-que quiere ser célebre.

-¡Célebre! Ta, ta, ta-exclamó Juan Bou, radiante, al considerar el triunfo que a su oratoria se preparaba-. ¿Conque célebre y todo…, es decir, hombre grande? ¡Valiente papamoscas! ¿Y qué entiendes tú por celebridad? La de los guerreros y capitanes, la de esos bobos que llaman poetas, escritorzuelos… Los unos son los verdugos de la humanidad: no han hecho más que matar gente. Los otros han engañado y extraviado a la humanidad, contándola mil mentiras y embelecos. Cógeme a tal o cual guerrero, al poeta A o al prosista B. ¿Qué han hecho por el pueblo? Nada. Su celebridad se acabará también, porque se suprimirá la Historia. Se hará una Historia nueva, en que no figuren más que los que han inventado una máquina o perfeccionado la herramienta A o B. Esos sí, esos sí que tendrán estatuas.

-¿Y quién… va a hacer las estatuas?-preguntó con gran viveza de pensamiento Mariano.

-Toma-dijo Bou, reponiéndose después de desconcertarse un poco-, los escultores. Habrá escultores que harán las estatuas de los obreros célebres, de los padres de la patria, y se les pagará con comestibles, mano de obra… Parece que eres tonto… Ahora, si tú quieres ser célebre inventando la dirección de los globos, o cosa así, entonces nada te digo. Por ahí, por ahí… Pero no envidies a los personajes del día, a esas sanguijuelas del pueblo. Mira tú qué tipos. ¿Prim?, un tunante. ¿O’Donnell?, un pillo. Tiranos todos y verdugos. Olózaga, Castelar, Sagasta, Cánovas. Parlanchines todos. ¿Y ese Thiers de Francia? Otro que tal. Cuando toquen a barrer, veréis cómo queda esto… Nada, nada; aplícate a este oficio y puede que llegues a notabilidad. Ya sabes, comerás y vestirás con tu trabajo. Toma y daca… y palante.

-Pero este dice que quiere ser célebre, aunque para ello tenga que hacer una barbaridad.

-Hombre, hombre, ¿tú quieres dar golpe? Valiente papamoscas. Pues dalo, hombre, dalo. No te faltará ocasión, cuando se grite «abajo la tiranía», pórtate bien. Inventa cualquier cosa, aunque sea una barbaridad, como dices. Puede que no lo sea. Hoy se tiene por barbaridad lo que mañana quizá se mire como una gran acción. Nada, hombre…palante, palantito…».

Siguió hablando en este tono y desarrollando su idea con tal copia de audaces juicios, que los muchachos le oían como si fuera una sibila.

«Lo que yo quiero es moneda-volvió a decir Mariano con rudeza concisa.

-¡Ah!, ya no quieres celebridad, sino plata. No era como tú el célebre Erostrato.

-¿Quién?

-Uno que pegó fuego-dijo Bou reventando de erudición-a un templo… no sé si de Babilonia, de Venecia o de dónde.

-¿Y sacó dinero?

-Vuelta con el dinero.

-Con dinero se tiene todo.

-Y tú quieres tener todo: gozar, disfrutar; lo mismo que cualquiera de esos pillos, lo mismo que la sanguijuela A o la sanguijuela B.

Mariano gruñía, dando a conocer, con bárbaro modo, su ardiente anhelo de ser sanguijuela.

«Ea, bastante se ha charlado-dijo el maestro echando un vistazo a la prensa-.Palante… Sacadme esos reportes ahora mismo».

Y siguió un silencio sólo turbado por los rumores de la actividad taciturna. Oíase el gemido de la prensa, el roce del pegajoso rodillo negro y el rascar de la pluma del maestro sobre la piedra. Juan Bou, que aunque buen catalán tenía un oído infernal, destrozaba entre dientes La Marsellesa, como destroza el fumador la colilla del cigarro. Después escupía unas cuantas notas, y callaba para empezar de nuevo al poco rato. Se había contagiado de la afición de sus aprendices a cantorrear los pareados de las aleluyas, y así, sin pensarlo, cantaba con la música de Rouget de L’Isle estos versos:Muchos niños pequeñitos-van vestidos de angelitos.

Capítulo V

Entreacto en el café

Mariano pasó algún tiempo en esta vida, sin que ocurriera cosa alguna digna de ser contada. Pero en la primavera del 76 ya empezó a fastidiarse. Dejaba de asistir al taller con harta frecuencia, y se pasaba horas y más horas en el café del Sur. Por el afán de aumentar su peculio había contraído el vicio del juego, frecuentando innobles garitos, o agregándose a los nefandos círculos que al aire libre, en las puertas de los ventorros de extramuros funcionan. Su suerte era mala, se aturdía y perdía casi siempre. Cuando ganaba se permitía lujos desenfrenados, como ir al teatro de la Infantil y ver todas las funciones desde la primera a la última, convidarse a chuletas con tomate en cualquier taberna, ir a los bailes vespertinos de criadas y costureras, donde danzaba y hacía conquistas. Cuando las ganancias habían sido por ventura fenomenales, alquilaba un jamelgo, se iba trotando hasta la Puerta de Hierro, o daba la vuelta a Madrid paseando por el Retiro entre las filas de coches de lujo y jinetes ricos. Para que esta parodia vil y nauseabunda de las disipaciones de la clase superior fuese más completa, tenía sus pequeñas deudas con el mozo del café y con los amigos.

Ya faltase todo el día al taller de Bou, ya asistiese puntualmente, nunca dejaba de ir al café del Sur. A veces no estaba más que un rato, a veces cuatro o cinco horas. Se le veía solo, en blusa azul y gorra, con los codos sobre la mesa, el vaso de café delante y en la boca un puro de a cuarto, mirando las nubecillas de humo con estúpida somnolencia.

¿Pero quién es aquel señor que abre la puerta del café y esparce su vista por el local, como buscando a alguien, y desde que ve a Mariano viene hacia él, y se le sienta enfrente? ¿Quién ha de ser sino el bendito D. José? Bien se conoce en su faz su martirio y las tristezas que está pasando. Ved su cara demacrada y mustia, sus ojos impregnados de cierta melancolía de funeral; ved también sus mejillas, antes competidoras de las rosas y claveles, ahora pálidas y surcadas de arrugas. ¿Qué le pasa? Él nos lo dirá. Durante algún tiempo su único consuelo ha sido agregarse a Mariano en el café del Sur y frente a él exhalar sus quejas, semejantes a las de los pastores de antaño; y así como las ovejas (dicho está por los poetas) se olvidaban de pacer para escuchar los cantos de los Salicios y Nemorosos, Mariano dejaba enfriar el café por atender a lo que D. José le refería.

«Hoy tampoco la he podido ver-dijo aquel día (abril de 1876)-. Ese Sr. Botín es un verdugo: no la deja salir de casa; no la deja asomarse al balcón… Te digo que me gustaría que el señor Botín y yo nos viéramos un día las caras… Yo soy padrino de tu hermana, yo soy su segundo padre, y debo velar por ella… ¡Luego el pobre Riquínestará tan solo, extrañará tanto no verme a todas horas y no jugar conmigo, como antes!… Porque has de saber que Riquín no quiere a nadie más que a mí; me quiere más que a su propia madre. Lo que es a Botín no le puede ver».

Al decir esto, Relimpio dejaba conocer, al trasluz de su pena, el regocijo de la venganza. ¡Riquín no quería al otro! ¡Oh placer de los dioses!

«Mi hermana tiene la culpa-dijo Mariano-. Ese tío Botín es una fiera. ¿Por qué no le planta en la calle, como es debido? Pero vea usted…, de aquellas cosas que pasan, ¡puño!… Él es rico; ella se ve mal… Si trabajara como yo, viviría como es debido… De consiguiente, yo no pienso poner los pies en su casa, porque una vez que fui me dijo que no volviera. De consiguiente, ese Botín no quiere que ni yo, ni usted, ni mi tía Encarnación vayamos allá. No quiere estorbos. Yo no voy, porque suponga usted que nos encontramos Botín y yo, hablamos, y sin saber cómo, pues…, de aquellas cosas que pasan…, reñimos. Total, que me hago cuenta de que no tengo tal hermana.

-Si al menos la dejara salir a la calle siempre que ella quisiera-indicó Relimpio embuchándose el café, mientras el otro se rompía las mandíbulas para sacar humo del duro cigarro-Pero quia, quia. Tiene que valerse de mil tretas para salir. La pobre lleva ya tres meses de esta vida y no sé cómo aguanta. ¿Al teatro? Que si quieres… Los domingos la hace ir a misa, y aquí paz… Dicen que ese señor es mojigato.

-Es rico-afirmó Mariano con el tono de asombro mezclado de respeto que empleaba siempre para expresar aquella idea.

-Riquísimo. Gana millones. Si le dejan se come a España en menos que pía un pollo. ¿Y no sabes lo mejor? Es casado. Mira, si yo no fuera una persona decente, le escribiría un anónimo a su señora contándole los devaneos… Pero no está en mi sangre, no. La señora de Botín es condesa o baronesa; él es conde o barón consorte, ¿te enteras? Ella es, según dicen, buena persona, y hace muchas caridades. Hablan de que va a fundar un hospital.

-Sanguijuelas del país y del pobre que trabaja, ¡repuño!… Ellos gastan lo nuestro… Pero ya, ya verán, ¡puño! El mejor día… de aquellas cosas que pasan… El mundo da una vuelta, y palante… Ahora nos toca a nosotros. De consiguiente, venga dinero. Que todo se reparta como es debido.

-Y el que no trabaje que no coma. Lo mismo pienso yo. Desde que se fue D. Amadeo, ¡y aquel sí era persona decente!, esto está perdido. Es verdad que se acabó la guerra; pero ¿cómo se acabó? A fuerza de dinero. Esta gente es atroz. Aquí no hay administración, ni se llevan los libros de cuentas del Estado como manda la Teneduría. Mira tú; mientras no se suprima eso de que los ex ministros tengan treinta mil reales… Yo no sé cómo no se les ocurren estas cosas… Señor, que no podemos con la Hacienda, que hay déficit. ¿Pues qué más tiene usted que quitar tanto empleado vagabundo?… Señor, que la política… Pues fuera política… Si quisieran, todo lo arreglarían bien. Con ir dejando a un lado a los piratas y colocando a la gente honrada… Mira tú, es bien fácil. A ver… ¿D. Fulano es un hombre honrado? Sí señor. Pues venga acá. ¿Y D. Zutano? También. Venga. Ea, ya me tienes la Administración arreglada. Yo sé que los tunantes chillarían; pero que chillaran hasta reventar».

Estas sabias apreciaciones duraban poco, y luego volvía D. José a la monotonía de sus lamentos pastoriles. Durante varios días repitió las mismas cosas… La había visto un momento… Estaba desmejorada y triste… Riquín tampoco era feliz… En mayo añadió a tan enfadosos temas uno que era más agradable a la concupiscencia de Mariano.

«¿Sabes-le dijo-que mi hijo Melchor ha emprendido un gran negocio? Llegó aquí el mes pasado. Por cierto que me cogió desprevenido. Yo le creía en la Habana. Pero el Capitán General le quitó el destino a los veinte días de haber tomado posesión de él y me lo embarcó para la Península… Intrigas políticas… envidias y miserias.

-De aquellas cosas que pasan…-murmuró Mariano, demostrando perspicacia-. Don Melchor tendría las uñas un poco largas; de consiguiente…

-Quita, quita, hombre. Melchor es la misma honradez.

-Sí; pero…, de aquellas cosas que pasan…, al verse allí entre tanto dinero…, de consiguiente…

-Hombre, no.

-Total, que se volvió para acá sin un real.

-No tanto. Algo ha traído… Pues te contaré el negocio, que es grande, tremendo. Es un secreto que ha descubierto.

-¡Un secreto!… Y lo guardará… como es debido.

-No, lo pone a disposición de todo el mundo. Ha hecho unos prospectitos, ¿sabes? Luego ha puesto un anuncio en los periódicos, diciendo que el que quiera saber el secreto del negocio mande veinte reales en sellos. Ajajá. No puedes figurarte los sellos que han entrado en casa. Pero ya se va cansando la gente y vienen pocas cartas.

-¿Pero el secreto…?

-No sé cuál es.

-¿Y si…, de aquellas cosas que pasan…, resulta que no hay tal secreto…?

-Yo no sé… Desde que tomó la casa en la calle de los Abades, donde vivimos, se ocupa de otras cosas. Escribe artículos en un periódico. La ha tomado con las compañías de ferrocarriles y otras empresas gordas, y, ¡si vieras!, las pone como hoja de perejil. Nada, que las mata, que las está matando. Yo le digo que ya que escribe, escriba de cosas útiles, por ejemplo, de que los ingleses deben devolvernos a Gibraltar. Eso sí, yo creo que si esto se dice un día y otro día, al fin hemos de lograrlo. Y si no, guerra, guerra con los ingleses. ¡Ah! ¿No hicimos lo del Callao? Aquello si que fue grande. Te lo contaré, pues lo sé como si lo hubiera visto».

Pero Mariano no paraba mientes en aquel interesante capítulo de Historia. La epopeya de los veinte reales en sellos cautivaba más su espíritu, adormeciéndole en cálculos voluptuosos y combinaciones de riquezas y placeres.

Algunos días después, Mariano era el que llevaba noticias del hijo de D. José.

«Ayer-dijo-estuvo D. Melchor hablando más de dos horas con Juan Bou. Ha inventado una rifa para los pobres. Está unido con otros señores, y de consiguiente, tiene autorización del Gobierno, como es debido. ¡Recontrapuño, qué negocito! Juan Bou hace los billetes y le dan parte.

-Si estoy enterado, hombre. Como que yo he de llevar la contabilidad. Es una idea humanitaria. Ya no habrá más pobres por las calles… Volviendo a lo mismo, Marianín, te diré que la vi ayer en misa. Por la tarde fui a sacar al niño a paseo. ¡Ah!¿No sabes? Lo del pleito va bien. Hombre, si te veremos al fin…».

Mariano se desperezó y después que hubo estirado bien sus extremidades, descargó el puño sobre la mesa, diciendo:

«¡Maldita sea la Biblia!».

Isidora, que vivía en la calle de las Huertas, salía con frecuencia al balcón, y si veía a su padrino paseándose de arriba abajo y echando con disimulo un vistazo al piso segundo, sentía pena y lástima. Unas veces le hacía señales de que entrase, otras de que no entrase, y D. José obedecía con humildad. Llamole un día con agraciado gesto, desde dentro, alzando el visillo y mostrando su cara preciosa tras el cristal. Relimpio subió.

¡Cómo le palpitaba el corazón! Entró, cogió en sus brazos al niño, diole mil besos en la frente, en los rizos, y cargado con él, entró en la sala. Isidora vestía una bata azul de corte elegantísimo. Acababa de peinarse y su cabeza era una maravilla. Nadie que la viese, sin saber quién era, podría dudar que pertenecía a la clase más elevada de la sociedad. Contemplola D. José, más que con amor, con veneración, con fanatismo, como el salvaje contempla el fetiche, y poco faltó para que se la hincara delante.

«Estás, estás…-le dijo turbado por la emoción-, que pareces una diosa… Vengan las duquesas a tomarte por modelo… ¡Riquín!, hijo mío, sol, dame más besos… ¡Bendita sea tu madre!».

Mucho se alegraba también Isidora de ver a su padrino; pero un asunto urgentísimo les separaría muy pronto.

«¿No viene hoy ese bruto?-dijo Relimpio.

-No; hoy habla en el Congreso.

-¿De modo que me estaré aquí hasta anochecida?

-No, porque tengo que hacer, tengo que salir…».

¡Don José puso una cara tan triste!… Sus ojos vivos se amortiguaron como la llama de la exhausta lámpara colgada delante del santo.

«Tengo que hacer-dijo Isidora, sacando una carta-. Y usted me va a hacer el favor de llevar ahora mismo esta carta a Joaquín».

Don José dio un gran suspiro. Puso la cara más desconsolada y agoniosa del mundo, la cara que pondría toda persona a quien se obligara a beber un vaso de vinagre.

«¿De veras que no estás hoy en casa?

-No. Si usted quiere, puede venir a jugar con Riquín.

-Le sacaré a paseo. Está bueno el día. ¿Qué te parece?

-Muy bien.

-Pues voy, voy a hacer tu encargo»-murmuró el viejo, consolándole la idea de pasear al niño.

Isidora salió. Su traje realizaba el difícil prodigio, no a todas concedido, de unir la riqueza a la modestia, pues todo en ella era selecto, nada chillón, sobrecargado ni llamativo. Llevaba en su cara y en sus maneras la más clara ejecutoria que se pudiera imaginar, y por dondequiera que iba hacía sombra de blasones. Y sin embargo, por desgracia suya, empezaba a ser conocida, y cuantos la encontraban sabían que no era una lady.

¡Dama por la figura, por la elegancia, por el vestido!… Por el pensamiento y por las acciones, ¿qué era?… La sentencia es difícil.

Capítulo VI

Escena vigésimaquinta

Aposento no muy grande, cómodo, bien amueblado y a media luz

ISIDORA Y JOAQUÍN

JOAQUÍN.-(Con admiración) ¡Pero qué guapa estás, o mejor dicho, qué hermosa eres!… Joya digna de un rey, ¿por qué estás condenada a encerrar tu brillo dentro de la esfera de una posición mediana, obsura y equívoca? ¡Tremendas ironías del destino! Fíate de que el nacimiento y el temperamento te hayan hecho ilustre… si la realidad y el mundo traidor no te permiten manifestarte como eres… Pero no suspires, no te entristezcas. Hoy es día de alegría y juntos los dos aquí olvidaremos todas nuestras penas… Cada día me es más difícil vivir sin ti.

ISIDORA.-(Con coquetería) ¡Embustero!… Me quieres cuando me necesitas, cuando eres desgraciado. ¡Desde que prosperas un poco, ¡adiós!, ya no te acuerdas de mí! Yo no debía hacerte caso; pero mi debilidad es más fuerte que mi fortaleza, ¿entiendes?… ¿Quién no tiene un castigo en el mundo? Mi castigo eres tú. En vez de darme enfermedades o de volverme fea, Dios me ha dicho: «Quiérele»; y ya ves, te quiero y padezco. El corazón me dice que será constante. Te amaré siempre, mientras viva. Mi corazón es de una pieza. No puede amar sino a uno solo, y amarle siempre… Los hombres, descartando el mío, me hastían; les aborrezco. Uno solo me ha conquistado, y de ese soy. Venga lo que viniere, a mi amor me atengo. No sé cómo hay mujeres que adoran hoy a este y mañana al otro. Yo no soy así. (Con tristeza.) ¿No es verdad que nací para ser honrada?

JOAQUÍN.-Y para mí. (Entusiasmándose por grados.) Sólo yo te comprendo, sólo yo. Los demás te juzgarán mal quizás. Yo, que te conozco, sé que eres un ángel de bondad. La responsabilidad de tus faltas las tomo para mí y te dejo a ti la gloria de tus bellas acciones. ¡Y qué ingrato he sido contigo! Pero me has dado una de esas lecciones que son propias de las grandes almas. A mis ligerezas respondes con tu generosidad.

ISIDORA.-(Mirándole a los ojos.) ¿Estás satisfecho de mí?

JOAQUÍN.-Te idolatro.

ISIDORA.-¿Me he portado bien?

JOAQUÍN.-Como una princesa, como una reina. No todas las coronas están donde deben estar… ¡Ay, Isidora, bendito sea tu orgullo! Quien nota en su alma esa chispa, ese no sé qué, signo de elevación sobre el nivel común, está preparado para las cosas grandes y sublimes. El orgullo no es en ti un defecto, es una inspiración santa.

ISIDORA.-Pero no tengo la conciencia tranquila… Ya ves que…

JOAQUÍN.-Desecha las ideas convencionales. Cada acción tiene un punto de vista desde el cual debe juzgársela, lo cual prueba la gran variedad de las perspectivas del alma humana…

ISIDORA.-Yo siento algún remordimiento…

JOAQUÍN.-Porque no has hecho un análisis frío del hecho en sí y te dejas llevar de la rutina.

ISIDORA.-(Gozosa.) ¿Te pusiste contento cuando recibiste mi carta?

JOAQUÍN.-La besé mil veces, y aun creo que se me escapó una lágrima, cosa en mí desusada.

ISIDORA.-Ya ves que cumplí mi palabra. El jueves, cuando me pintabas tu compromiso y me decías que tu honor y tu buen nombre estaban en peligro, te dije: «Yo, a quien tan grandes desaires has hecho, te he de salvar…». No hay nada que me cautive tanto, que tanto interese a mi alma, como un acto de estos atrevidos y difíciles, en que entren la generosidad y el peligro. Nací para estar arriba, muy arriba.

JOAQUÍN.-En las estrellas te pondría yo.

ISIDORA.-Las cosas bajas y fáciles, las pasiones mezquinas no caben en mí. Tú me habías hecho muchas picardías; pues ahora verás… Yo soy así. La idea de devolverte bien por mal me daba alegría y valor para vencer las dificultades. Fui a mi casa pensando en tus apuros. Yo calculaba, discurría, hacía cuentas. A medianoche no había dormido aún; estaba sola. Podía pensar a mis anchas, y pensar en ti como me diera la gana. Llegó la mañana. ¿Qué creerás que hice? La cantidad era enorme. ¡Mil duritos! ¿De dónde había de sacar yo ese dineral? Pues verás… Vendí mis pendientes de tornillo y mi alfiler grande. Saqué doce mil reales. Compré otros diamantes falsos para que él no conociera el engaño. Después empeñé la pulsera, el reloj; pero nunca bastaba, hijito. Por tu suerte, él me había dado cierta cantidad para renovar parte de la sillería…, pues al montón con ella. En fin, mi tía Encarnación me proporcionó el resto… Y aquí vienen los escozores que siento en mi conciencia…

JOAQUÍN.-(Con escepticismo y fortaleza de espíritu.) Eres una chiquilla. Es preciso que tu inteligencia se ponga a la altura de tu gran corazón.

ISIDORA.-(Con monería.) Déjame, que yo me entiendo. Te diré la verdad pura. Por engañarle no tengo remordimientos. Es un animal a quien aborrezco con toda mi alma. No me merece… ¡Pero hay tantas clases de traición!… Te diré…

JOAQUÍN.-(Azotándola con cariño.) Pero ven acá, tonta…

ISIDORA.-(Abofeteándole con amor.) Escucha, idiota… Digo que las traiciones de dinero no me gustan. Hay algo ahora en mí que las rechaza. Te diré: con gusto o sin gusto mío, él me da cuanto necesito. Es verdad que los tornillos eran míos; me los habías regalado tú. Pero el alfiler me lo dio él…, y el dinero para la sillería… Ya ves.

JOAQUÍN.-Déjame hablar ahora.

ISIDORA.-(Tapándole la boca.) Aguarda.

JOAQUÍN.-(Quitándose a viva fuerza la mordaza y besándola mucho.) Déjame hablar a mí. Escucha, escucha. Si ese animal tuviera cien veces más dinero del que tiene; si en vez de haberse comido una parte del país se lo hubiera comido entero, todo su caudal no bastaría para pagar una de tus caricias, aun otorgada con violencia y sin amor. Esa cantidad que he recibido de ti me ha salvado de la deshonra. Yo te quería ya, yo te amaba siempre, a pesar de mis devaneos. Pero ahora te adoro, ahora soy tu esclavo. Esta deuda es sagrada, es doble; deuda del corazón y deuda de bolsillo. Te pagaré religiosamente.

ISIDORA.-¡Pagarme! ¡Ay! Yo no cobro nunca. Mis manos no nacieron para eso. Si en algo estimas el beneficio que de mí has recibido, ya sabes la recompensa que quiero.

JOAQUÍN.-(Amoscado.) ¿Cuál?

ISIDORA.-Te lo he dicho mil veces. El reconocimiento de Joaquín…

JOAQUÍN.-(Sintiéndose atacado de sordera.) No te oigo.

ISIDORA.-Que reconozcas a nuestro hijo.

JOAQUÍN.-¡Ah!, ya…; eso es corriente. (Disimulando su contrariedad.) En estos días me hallo en tal situación, que no podré celebrar ningún acto civil… ¡Ay!, querida mía, confesor mío, para ti no debo tener secretos. Delante de ti no debo ni puedo disimular mis faltas. He sido un calavera, un disipador; merezco lo que me está pasando. Yo tenía una regular fortuna. ¿Sabes tú cómo se me ha ido de entre las manos? Pues yo tampoco lo sé, y me confundo… Cosa de magia, chica, porque yo… te juro que vivo con economía… Malditos sean los usureros, fieras desenjauladas, dragones sueltos contra quienes nada puede la humanidad indefensa. Y gracias que renovando a tiempo, con tu divino auxilio (Da un gran suspiro.), he podido salvar el honor por el momento. A ti te debo que no haya caído una gran mancha sobre el honrado nombre de Pez… ¿Pero qué sucederá? Que dentro de poco llegará otro vencimiento. Chiquilla, con las fechas no se juega. El tiempo es implacable… Papá me ha hablado seriamente el otro día. Hemos hecho un balance. Le he descubierto todos mis líos; se ha incomodado, y por fin hemos resuelto que no tengo más remedio que irme a la Habana.

ISIDORA.-¡A la Habana!

JOAQUÍN.-Sí, con un destino en la Aduana, un gran destino. Es el único remedio. Los españoles tenemos esa ventaja sobre los habitantes de otras naciones. ¿Qué país tiene una Jauja tal, una isla de Cuba para remediar los desastres de sus hijos?

ISIDORA.-¡Ya!

JOAQUÍN.-Me iré a la perla de las Antillas, como decimos por acá. ¿Quieres ir conmigo?

ISIDORA.-(Reflexionando seriamente.) Te diré…; ir contigo sería mi dicha. Yo te cuidaría si caías malo, y te desviaría de tus calaveradas, porque allá… Pero no puedo, no puedo salir de aquí. Tengo que estar a la mira de mi pleito. El abogado me ha dicho que lo ganaré si tengo paciencia. Ya se ha hecho lo que llaman la réplica, y luego que la señora presente su dúplica, vendrá la prueba… Ya ves, me voy enterando de estas cosas fastidiosas.

JOAQUÍN.-Si lo ganaras… (Afectando confianza.) Yo creo…

ISIDORA.-Es el principal móvil de mi vida. Cuando consiento en separarme de ti por pleitear, figúrate si es cosa de importancia.

JOAQUÍN.-(Con seriedad.) Y yo lo comprendo… No debes salir de aquí. Cuando yo venga, ¡toma!, de seguro te encontraré en pacífica posesión de la casa de Aransis.

ISIDORA.-¡Dios te oiga!… Yo también lo creo así.

JOAQUÍN.-Es evidente… Nada, nada; es cosa hecha.

ISIDORA.-Cosa clara. (Se abrazan para comunicarse recíprocamente su confianza.)¿Y cuándo te vas?

JOAQUÍN.-No lo sé. Dejaré pasar el verano. Papá y el ministro han hablado ya. Aunque en el Congreso se tiran a matar, allá, entre bastidores, son amigos y se sirven bien. Cuando papá era Director, servía a este señor en cuanto le pedía, y ahora para el Ministro no hay mejor recomendación que la de mi padre.

ISIDORA.-(Con mucho mimo.) Pero yo siento que te vayas. ¿Por qué no tratas de remediarte aquí? ¿Por qué no trabajas en algo?

JOAQUÍN.-¿Aquí? ¡Trabajar aquí!… Tú te has caído de un nido. En España no se recompensa el mérito. ¡Qué país! Es claro; yo trabajaría, yo me dedicaría a algo; pero ¿qué pasa? Los escritores, los artistas, los industriales y hasta los tenderos todos se mueren de hambre. Que trabaje el obispo. No hay más medio de ganar dinero aquí que metiéndose en negocios patrocinados por el Gobierno. Pídele datos de esto a tu señor Sánchez Botín. Es un genio.

ISIDORA.-(Con malignidad.) Es un genio… inaguantable. Está muy hueco con el discurso que pronunció ayer. Es de…, de la Comisión. ¿No se dice así?

JOAQUÍN.-De la Comisión, justo. Todavía no he leído su discurso. (Incorpórase, y del bolsillo de su levita saca un diario.) Es un hatajo de necedades soporíferas. Cuando hablaba, no había seis diputados en el salón, y de estos seis, cinco estaban dormidos. Todos los oradores versados en administración producen estos efectos de narcótico. Papá mismo, cuando habla de esto, es el puro beleño. Pero ayer era el único que logró estar despabilado durante la oración fúnebre-administrativa de Sánchez Botín.

ISIDORA.-Pues él dice que apabulló a tu padre.

JOAQUÍN.-¡Qué gracia! Verás. (Amenaza leer.)

ISIDORA.-Por Dios, dejo eso.

JOAQUÍN.-Oye qué admirable estilo. (Lee.) «Los señores que se sientan en esos bancos…».

ISIDORA.-¡Por la Virgen Santísima!

JOAQUÍN.-Si esto es muy divertido. (Sigue leyendo.) «… no quieren acabar de comprender que los que nos sentamos en estos bancos y la Comisión…».

ISIDORA.-(Arrebatando el papel de manos de Joaquín.) Si tú le estuvieras oyendo a todas horas…

JOAQUÍN.-Es un bruto que merecía el desprecio si no mereciera el presidio. Su discurso es el colmo de la sabiduría. Dice que en tiempo de papá eran mayores los escándalos y las irregularidades… Voy a contarte en dos palabras las gradas de Botín.

ISIDORA.-(Tristemente.) ¿Será tarde? (Hace un gorro con el periódico en que está el discurso de Botín.)

JOAQUÍN.-No, querida; es temprano.

ISIDORA.-Paréceme que entra poca luz, que anochece…

JOAQUÍN.-Es que se ha nublado.

ISIDORA.-Mira el reloj.

JOAQUÍN.-No me da la gana.

ISIDORA.-¡Qué horas tan felices si no fueran tan cortas! (Acaba el gorro de papel y se lo pone.) ¿Qué tal?

JOAQUÍN.-(Dando su aprobación expresivamente.) ¡Mona!… Pues te contaré las gracias de Botín.

ISIDORA.-¡Ay! Esas gracias me han hecho llorar mucho. ¡Si él supiera las mías!…

JOAQUÍN.-Hace unos quince años Sánchez Botín era un zascandil. Andaba por ahí con un gabán perenne y sucio; pero ya dejaba traslucir sus disposiciones para la intriga; adulaba a todo el mundo, y agenciaba cosas de poco valor en las oficinas. Empezó a levantar cabeza, trabajando elecciones por los pueblos del Alto Aragón. Hacía diabluras, resucitaba muertos, enterraba vivos, fabricaba listas, encantaba urnas. Después le colocaron en el Ministerio, y casó con la de Castroponce, que le aportó dos millones. Hízose diputado y gerente del ferrocarril de Albarracín. Aquí empiezan sus triunfos. Como tiene amistad con el ministro y allá se gobiernan bien los dos, hace lo que quiere. Figúrate, la ley autoriza a los Ayuntamientos para auxiliar a las Compañías de ferrocarriles con el 80 por 100 de sus bienes propios.

ISIDORA.-(Bostezando.) ¡Qué cosas!

JOAQUÍN.-Tú no entenderás esto. Yo tampoco. Ello es que hay un papel que se llama Inscripciones, el cual está en la Caja de Depósitos. Botín se arregla para sacarlo, da una pequeña parte al Ayuntamiento, y con el resto y la subvención van construyendo el ferrocarril sin adelantar una peseta. El Gobierno les da prórrogas.

ISIDORA.-(Cerrando dulcemente los ojos.) ¡Qué picardía!

JOAQUÍN.-(Con verbosidad.) Pero esta tostada, con ser un negocio inmoral, no es tan atroz como la que resulta de comprar por un pedazo de pan los abonarés de los soldados de Cuba, que llegan aquí muertos de miseria, enfermos y con un papel en el bolsillo. El Gobierno no puede pagarles; pero Botín ha reunido millones en esos abonarés, y el mejor día se los admite el Gobierno en pago de un empréstito… Pues en las subastas no te digo nada. Ahí es donde están las ricas tostadas. Él hace lo que quiere. Es un bajá administrativo, mejor dicho, un sultán que tiene las rentas públicas por serrallo. Se pone de acuerdo con el Gobierno, y redacta a su gusto el pliego de condiciones, de manera que no se puede presentar nadie… Pero ¿qué es eso?… (Poniéndole la mano en la frente.) ¿Isidora?… Se ha dormido… ¡Qué hermosa está! ¡Qué cuello y hombros tan admirables!… Pura escuela veneciana… ¡Isidora!

ISIDORA.-(Despertando.) Me dormí arrullada por las gracias de Botín. ¿Será tarde? Ahora sí que anochece.

JOAQUÍN.-Es que es un chubasco, tonta. El cielo está negro.

ISIDORA.-Es hora de marcharme. Mira el reloj.

JOAQUÍN.-Para que te desengañes. (Mira el reloj.) ¿Ves? Todavía me debes una hora, según lo convenido.

ISIDORA.-¡Una hora! (Con pena.) Sesenta minutos me separan de la presencia de ese bruto. No le puedo apartar de mi imaginación. Es una pesadilla que me atormenta noche y día. ¡Cuándo despertaré de ese hombre!… Me parece que le veo entrar esta noche como todas. «Buenas noches»-, buenas noches. «¿Dónde has estado? Tú has salido…». Aquí de mi talento para inventar cosas. Yo no he gustado nunca de decir mentiras; pero desde que vivo con él me he adiestrado de tal modo en ellas, que las suelto sin pensar; se me ha desarrollado un talento para mentir… Pues te diré. Entra él; como entienda que he salido sin su permiso. ¡María Santísima! Él gasta en mí su dinero a la calladita; y me compra cuanto apetezco con tal que no lo luzca, con tal que nadie me vea. Quiere que me ponga guapa para él solo. Basta que cualquier persona me mire para que él se enfade, porque cree que con los ojos se le roba algo de lo que tiene por suyo. No quiere que me dé a conocer en la calle, porque no gusta de escándalos, y se asusta de que esto se descubra. Dice que aquí no estamos en París, y que es preciso no chocar, no dar motivo a la murmuración, no faltar a las buenas apariencias sociales. Es un egoistón y un hipócrita… Lo primero que me encarga es que vaya a misa todos los domingos. Dice que conviene no dar mal ejemplo al pueblo. Cuando echa un discurso sobre los buenos principios, que son la base del orden social, me lo lee con entonación grave…, ¡si le oyeras!, y me dice con toda su alma: «Yo no puedo desmentir estas ideas. Conque mucho cuidado…». En teatros no hay que pensar. Alguna vez me permite ir de tapadillo, vestida de cualquier modo, y me hace subir a los anfiteatros. Ni aun allí me deja libre, porque le veo atisbándome desde las butacas y observando si miro o no miro, si hay moros por la costa, o algún hombre sospechoso cerca de mí… En fin, es un tipo insufrible. ¡Qué celoso, Dios mío! Si me ve asomada al balcón, ya se le figura no sé qué. ¡Ah!…, pues lo mejor es que a cada instante me está sacando a relucir su dinero. ¡Qué tonillo toma! (Remedando voz de hombre.) «Señora, yo me gasto con usted mi dinero, y usted ha de ser para mí…». ¡Para él! Él quisiera que yo fuera un vaso de agua para beberme de un trago. Quiere absorber mis miradas todas y empaparse en mis pensamientos.

JOAQUÍN.-(Con desprecio.) ¡Zopenco!

ISIDORA.-¡Y cuánto me hace padecer! Si me río, cree que me burlo de él; si estoy seria, dice que no le quiero y que estoy pensando en otro. Si me canso, me llama fría,pedazo de mármol. Me toma cuenta del respirar, y si doy un suspiro, ¡ay Dios mío!, ya está armada la tempestad. ¡Y cómo me agobia! No sabe lo que es delicadeza. A veces quiere tenerla, y sus melifluidades me dan asco. Menos me repugna bruto y celoso que enamorado. Mi tía Encamación dice que es el papamoscas de Burgos injertado en el bobo de Coria. Yo me río de él, no lo puedo remediar. (Ríe.) Cuidado que es feo, ¿no es verdad? No tiene más que la figura, que es medianilla, aunque ha engordado demasiado. ¿Has visto aquella cara apelmazada, que parece hecha en barro a puñetazos?

JOAQUÍN.-Pues pocos habrá de más pretensiones. Dicen que en los escaños del Congreso está siempre mirándose el pie, porque lo tiene muy pequeño. La verdad es que otro más antipático no ha nacido…

ISIDORA.-Cuando palidece se le pone la cara de un tinte ceniciento que causa horror. Si se quita las gafas sus ojos son tan feos, tan raros… Te digo que no se le puede mirar, porque los ojos parecen dos huevos duros, todos surcados de venillas rojas. Cuando el bigote se le desengoma y la barba negra y cana se le desordena, parece un escobillón inglés. (Ríe.) Las manos las tiene bonitas…; sin duda es de contar tantos billetes de Banco… Pues no digo nada de la gracia que me hace cuando se pone a echarme sermones, y a reírse de mi pleito y de mi nacimiento. Un día por poco le pego… Cuando está por moralizar, me dice que si me porto bien haré mi suerte con él; que hay muchos modos de ser honrada una mujer, y que yo puedo serlo todavía. (Da un gran suspiro.)«Si quieres llevar una buena vida, me dice, yo te protegeré. Te casarás con un criado mío, que es ni pintado para el caso. (Con gran indignación.) Y una vez que estés casada te daré un estanco». ¡Un estanco! (Riendo con estrépito.) Ese animal no sé qué se figura… Habla muy poco de su mujer. Dice que es un ángel; pero que se ha hecho muy mística, y que él, respetando mucho el misticismo, ha tenido que buscar fuera de su casa lo que en ella no encontraba… No tiene hijos. Una cosa me agrada de él… para que veas que todo no ha de ser malo… Quiere mucho a mi Joaquín, lo acaricia, le cuenta cuentos, lo pone a cabalgar sobre sus rodillas, le lleva dulces y juguetes… Esto sólo hace que le respete y le estime un poco, ya que no pueda de ningún modo quererle ni estimarle.

JOAQUÍN.-Has hecho de él la gran pintura. No tiene delicadeza ni verdadera generosidad, porque lo que te da es para que realces tus atractivos y te ofrezcas más rica y sabrosa a sus insaciables apetitos… No comprendo estos caracteres. Me parece que son la escoria del género humano; me parecen hechos con algo puramente material y grosero que sobró después de hacemos a todos, y que pudo tal vez ser destinado a crear los animales. Pero la mente divina quiso formar la transición del hombre al bruto, y fabricó a Botín.

ISIDORA.-(Riendo.) Es verdad, es verdad. Entre la palabra y el rebuzno, ¿qué hay? Un discurso de Botín.

JOAQUÍN.-¡Bravísimo!… Vamos, cuando me comparo con él… Permíteme que me alabe en presencia de ese bárbaro egoísta. Yo vivo de lo ideal, yo sueño, yo deliro y acato la belleza pura, yo tengo arrobos platónicos. En otro tiempo, ¿quién sabe lo que hubiera sido yo? Quizás un D. Juan Tenorio; quizás uno de esos grandes místicos que han escrito cosas tan sublimes… Ahora, ¿qué soy? Un desgraciado, por lo mismo que me estorba lo negro en cuestiones de positivismo. Y, sin embargo, yo me congratulo de ser como soy. Es verdad que falto a la moral, ¿pero por qué? Porque no he sabido poner freno a mi fantasía; porque no he podido cerrar y soldar mi corazón, vaso riquísimo que cuanto más se derrama, más se llena… He querido a muchas mujeres; he hecho mil disparates; he derrochado una fortuna. ¡Desventajas de la constante aspiración a lo infinito, de esta sed, Isidora, que no se satisface nunca! ¿Ves mis calaveradas? Pues nunca he sido verdaderamente vicioso. ¡Oh!, ¡quién hubiera sido poeta!… Derramando mi idealidad en versos, habría conservado mi ser moral. Pero nunca supe hacer una cuarteta, ni he sabido distinguir a Júpiter de Neptuno… ¿Ves cómo estoy? ¿Ves mi ruina? Pues mira, tengo la conciencia tranquila. No he despojado a nadie. Joaquín Pez pedirá limosna antes que comerciar con el hambre y la desnudez de un licenciado de Cuba. Yo no puedo ver en la calle un pobre sin echar mano al bolsillo; yo no puedo ver una mujer guapa sin prendarme de ella. (Isidora le da un pellizco.) ¡Ay! Será debilidad, será lo que quieras. Yo lo llamo abundantia cordis, opulencia del corazón. No lo puedo remediar. Soy como una pelota. La mano de la generosidad me arroja, y voy a estrellarme en la pared de la belleza… ¿Ves lo de mi proyectado viaje a la Habana? Pues se me figura que volveré de allá tan pobre como estoy aquí. Yo no sirvo para esto. No soy como mi padre y mis hermanos, que saben Aritmética. Yo no la entiendo. Esa ciencia y yo… no nos hablamos hace tiempo… Yo la he despreciado, ¡y ella se venga haciéndome unas perradas!…

ISIDORA.-(Con efusión de amor.) Menos en lo de querer al por mayor, ¡cuánto nos parecemos! Yo también veo lo infinito, yo también deliro, yo también sueño, yo también soy generosa, yo también quisiera tener un caudal de felicidad tan grande, que pudiera dar a todos y quedarme siempre muy rica… Mi ideal es ser rica, querer a uno solo y recrearme yo misma en la firmeza que le tenga. Mi ideal es que ese sea mi esposo, porque ninguna felicidad comprendo sin honradez. Riqueza, mucha riqueza; una montaña de dinero; luego otra montaña de honradez, y al mismo tiempo una montaña, una cordillera de amor legítimo…; eso es lo que quiero. ¡Oh, Dios de mi vida!(Llevándose las manos a la cabeza.) ¿Llegará esto a ser verdad?

JOAQUÍN.-¿Pues no ha de llegar a serlo?… Abrázame fuerte.

ISIDORA.-Ahora sí que es tarde. (Alarmándose.) Me voy, me voy.

JOAQUÍN.-Todavía…

ISIDORA.-Sí, ya han encendido el gas. (Mira al techo.) Mira los dibujos que hacen en el techo la sombra de los árboles de la calle y el resplandor de los faroles.

JOAQUÍN.-Sí. Sonó la hora triste. Y ahora, ¿qué día…?

ISIDORA.-¡Ay!, tontín, ¿sabes que no lo puedo decir? (Arreglándose aprisa.) Se me figura que nuestro dragón está receloso. Me vigila mucho. Tengo la seguridad de que sospecha algo. El mejor día descubre mis gracias…

JOAQUÍN.-No lo creas…

ISIDORA.-¡Ah!, es muy tuno… Sí, yo creo que nos sigue la pista. Estoy viendo que cualquier día regañamos, y le mando a paseo. Sin ir más lejos, mañana habrá cuestión. ¿No es mañana San Isidro?

JOAQUÍN.-Sí.

ISIDORA.-Pues yo deseo ir a la pradera y ver la romería, que nunca he visto, y él se empeña en que no he de ir… Allá veremos. ¡Dios de mi vida, qué tarde!

JOAQUÍN.-¿Y cuándo te veré?

ISIDORA.-Te avisaré con mi padrino, (Despídense con manifestaciones de ardiente cariño.)

JOAQUÍN.-Abur, chiquilla.

ISIDORA.-Riquín, adiós. (Al salir.) No me olvides.

JOAQUÍN.-(Solo.) ¡Bendita sea ella! Vale infinitamente más que yo.

Capítulo VII

Flamenca Cytherea

La unión nefanda de estos dos vocablos, bárbaro el uno, helénico el otro, merece la execración universal; pero no importa. Adelante.

Contraviniendo la voluntad y las amonestaciones claras del Excmo. Sr. (tenía la Gran Cruz) D. Alejandro Sánchez Botín, Isidora fue a la pradera de San Isidro, acompañada de su doncella, de Riquín, de D. José de Relimpio y de Mariano. La prisionera del Sátiro no podía resistir ya el anhelo de expansión, de correr libremente, de ser dueña de sí misma un día entero, y, principalmente de darse el gusto de la desobediencia. Haciéndole rabiar gozaba más que divirtiéndose ella. Ya se aplacaría el tirano, pronunciando un par de buenos sermones, y si no se aplacaba, mejor. Estaba cansada de tan grande y molesto estafermo, y bien podía suceder que no haciendo caso de sus insufribles exigencias llegase a dominarle y someterle. Para fundar este imperio convenía un golpe de Estado.

Entre su doncella y la peinadora la vistieron de chula rica. Aquella mañanita de San Isidro, mientras duró el atavío chulesco, todo era regocijo en la casa, todo risas y alegrías. Don José andaba a gatas sirviendo de caballo a Riquín, ya vestido desde el amanecer de Dios, y Mariano cantaba en la cocina rasgueando una guitarra. El vestirse de mujer de pueblo, lejos de ofender el orgullo de Isidora, encajaba bien dentro de él, porque era en verdad cosa bonita y graciosa que una gran dama tuviera el antojo de disfrazarse para presenciar más a su gusto las fiestas y divertimientos del pueblo. En varias novelas de malos y de buenos autores había visto Isidora caprichos semejantes, y también en una célebre zarzuela y en una ópera. Si esto pensaba cuando la doncella y peinadora la estaban vistiendo, luego que se vio totalmente ataviada y pudo contemplarse entera en el gran espejo del armario de luna, quedó prendada de sí misma, se miró absorta y se embebeció mirándose, ¡tan atrozmente guapa estaba! El peinado era una obra maestra, gran sinfonía de cabellos, y sus hermosos ojos brillaban al amparo de la frente rameada de sortijillas, como los polluelos del sol anidados en una nube. No le faltaba nada, ni el mantón de Manila, ni el pañuelo de seda en la cabeza, empingorotado como una graciosa mitra, ni el vestido negro de gran cola y alto por delante para mostrar un calzado maravilloso, ni los ricos anillos, entre los cuales descollaba la indispensable haba de mar. En medio de Madrid surgía, como un esfuerzo de la Naturaleza que a muchos parecería aberración del arte de la forma, la Venus flamenca. Don José estaba medio lelo, y si fuera poeta no dejara de cantar en sáficos la novísima encarnación de la huéspeda de Gnido y Pafos.

Salieron gozosos, acomodándose en una carretela que alquiló Isidora…, y a vivir. Llegaron a la pradera. Isidora sentía un regocijo febril y salvaje. Todo le llamaba la atención, todo era un motivo de grata sorpresa, de asombro y de risa. Su alma revoloteaba en el espacio libre de la alegría, cual mariposa acabada de nacer. Almorzaron en un ventorrillo. Nunca había comido Isidora cosas tan ricas. ¡Cuánto rieron viendo cómo se atracaba Mariano! Don José compró dos pitos, uno para Riquín y otro para él, y ambos estuvieron pita que te pitarás todo el santo día. Si hubieran dejado a Isidora hacer su gusto, habría comprado lo menos dos docenas de botijos, uno de cada forma. Pero no compró más que cuatro. De todas las fruslerías hizo acopio, y los bolsillos de la pandilla llenáronse de avellanas, piñones, garbanzos torrados, pastelillos y cuanto Dios y la tía Javiera criaron. Nunca como entonces le saltó el dinero en el bolsillo y le escoció en las manos, pidiéndole, por extraño modo, que lo gastase. Lo gastaba a manos llenas, y si hubiera llevado mil duros, los habría liquidado también. A los pobres sin número les daba lo que salía en la mano. A todos los cojos, estropeados, seres contrahechos y lastimosos, les arrojaba una moneda. Por último, se le antojó también pitar, y compró el más largo, el más floreado y sonoro de los pitos posibles. Mariano y la doncella también pitaron.

Visitó la ermita y el cementerio, y por último, no queriendo acabar el día sin experimentar todas las emociones que ofrecía la pradera, visitó una por una las innobles instalaciones donde se encierran fenómenos para asombro de los paletos; vio la mujer con barbas, la giganta, la enana, el cordero con seis patas, las serpientes, os ratas tigres provenientes do Japao, y otras mil rarezas y prodigios. Por dondequiera que pasaba, recibía una ovación. Preguntaban todos quién era, y oía una algarabía infinita de requiebros, flores, atrevimientos y galanterías, desde la más fina a la más grosera. Cuando se retiró estaba embriagada de todo menos de vino, porque apenas lo probara, embriagada de luz, de ruido, de placer, de sorpresa, de polvo, de gentío, de pitazos, de coches, de ayes de mendigos, de pregones, de blasfemias, de vanidad, de agua del Santo. Cuando llegó a su casa le dolía la cabeza; acordose entonces de Botín, a quien de seguro encontraría, esperándola airado, y entonces cayó un velo negro sobre sus alegrías. Se volvieron obscuras, y andaban dentro de ella azoradas, corriéndosele del corazón a los labios y dejándole un sabor amargo en todas las partes de su ser por donde pasaban.

Al subir la escalera, despacio, se representaba en la mente, según su costumbre, lo que le había de decir Botín y lo que ella había de contestarle. Decididamente le pondría cara de perro; él echaría su sermón de costumbre sobre el escándalo, y después se aplacaría. Llegaron jadeantes al piso segundo. Don José, que cargaba a Riquín dormido, iba detrás pitando todavía.

Entró en la sala y vio luz en el gabinete. Allí estaba sin duda. Pasó adelante y le halló sentado en una butaca fumando. Desde la primera mirada comprendió Isidora que la gresca sería fenomenal. Botín (a quien no describiremos porque Isidora misma lo ha descrito) estaba pálido, con cierta hinchazón en las serosidades de su cara lobulosa. Isidora afectó indiferencia, dejándose caer en el sillón con la pesadez propia de su cansancio. Como entraron también irreflexivamente Relimpio y Mariano, Botín hizo un gesto de expulsión, diciendo: «No quiero aquí a nadie».

«Con permiso…»-balbució D. José.

Quedáronse solos los dos amantes. Isidora, viéndose en el trance de hacer frente a la tempestad y aun de provocarla, ofreció el pito a Botín, diciéndole con sorna:

«Te he feriado. Toma el pito del Santo».

Botín rompió en dos pedazos el tubo de vidrio y lo arrojó al suelo con ira.

«Todo ese furor es porque he ido a San Isidro sin tu permiso».

Botín vacilaba. En su alma luchaban la ira y el asombro, o más bien la pasión que despertaba en él la traza chulesca de Isidora. Fuertes razones había sin duda para que venciera la cólera.

«Mucho me enfada-dijo con cierta gravedad parlamentaria-que haya usted ido sin mi permiso a la romería. Pero hubiera perdonado fácilmente esa falta. Otras no se pueden perdonar… Estoy aquí desde las cuatro esparándola a usted para decirle que se porta conmigo de una manera infame».

Isidora palideció. Subiendo la escalera había previsto la disputa; pero en esta resultaba una espantable cosa que ella no había previsto.

«De una manera infame-repitió Sánchez Botín-. Acabemos. Me gustan las cosas claras y los juicios rápidos. ¿Dónde están los pendientes de tornillo?

-Aquí están-dijo Isidora llevándose la mano a la oreja.

-¡Mentira! Esos son falsos. Los buenos los ha vendido usted… ¿Y el alfiler, la cadena, el medallón…?

-Esas prendas son mías y puedo disponer de ellas a mi gusto-dijo Isidora prontamente, dueña ya de sí misma.

-Las ha empeñado usted.

-Las he pignorado-replicó ella con aplomo y burla-, como dicen ustedes los hombres de negocios.

-Sé por el tapicero que no ha pagado usted las sillas. Y sin embargo…

-Usted me dio el dinero. Yo preferí emplearlo en otra cosa».

Al decir esto Isidora se puso muy encarnada. Su lengua estaba torpe.

«Se turba usted…

-No me turbo, no»-dijo ella subiéndose de un salto a la cúspide de su orgullo y contemplando desde allí la cólera mezquina de Botín.

Durante la pausa lúgubre que siguió a esta última frase, Isidora revolvió su mente hacia el origen de aquella escena; consideró con vergüenza y despecho que su infidelidad había sido descubierta, y pasó revista a las circunstancias que pudieron haber motivado el tal descubrimiento. ¡Ah!, las indiscreciones de Joaquín Pez, la falta de prudencia… Bien conocía ella que el viudito no era hombre para guardar secretos. Sin duda otras mujeres andaban en aquel torpe lío… Pensó en las prenderas, en las peinadoras, en los chismes y enredos que forman invisible tela de araña en torno de toda existencia equívoca e inmoral; y la ignominia de un hecho tan poco noble abatió por un instante el orgullo de su alma.

«Hace usted un bonito uso de mi dinero»-dijo Botín.

Isidora iba a contestar lo siguiente: «¿Y para qué me lo da usted?». Pero su conciencia se alborotó, y sintiose llena de perplejidad, que nacía del fiero tumulto y combate en que estaban dentro de ella la cólera, los remordimientos, el orgullo. Buscaba una salida pronta, enérgica, que cortase la disputa, dejando a un lado la cuestión moral. Encontrola en estas palabras:

«Usted me es muy antipático. Déjeme usted en paz.

-¡Y tiene el atrevimiento de despedirme!-exclamó Botín con sarcasmo-. Usted que estaba muerta de miseria cuando yo…».

Isidora sentía que venían llamas a su lengua. No pudo contenerse, y abrasó a Botín con estas palabras:

«Su dinero de usted no basta a pagarme… Valgo yo infinitamente más…».

Botín, cubriéndose con su calma egoísta y dando a la disputa un giro tranquilo, que era como los círculos que hace la serpiente, dijo así:

«No quiero incomodarme. Veremos quién desaloja… Isidora, he sabido todo lo que ha pasado. No hay que fiarse de precauciones… Esto se acabó… Usted se lo ha ganado… Usted pierde más que yo.

-Me está usted mareando. Déjeme usted en paz.

-A eso voy, a dejar a usted en paz. A ver, a ver, las alhajas, todas las alhajas que he dado a usted y que no estén… pignoradas, váyamelas usted entregando».

Isidora se quitó con nerviosa presteza las sortijas; sacó de una cajita varios objetos de oro, y todo lo tiró a los pies de Botín.

«Bien, bien-dijo el padre de la patria, no desdeñándose de inclinarse para recoger lo que estaba por el suelo-. Ahora quítese usted el mantón de Manila».

Isidora se lo quitó, y haciéndolo como un lío se lo tiró a la cara.

«¿Quiere usted que le entregue todos mis vestidos?

-No es preciso que me los entregue usted-replicó Botín con calma feroz-. Yo me haré cargo de ellos. Quítese usted el que lleva puesto».

Bien pronto la Cytherea se quedó en enaguas.

«Es lástima que no se lleve usted también mis botas-dijo Isidora sentándose y apoderándose con verdadera furia de uno de sus pies para descalzarlo-. Llévelas usted para que las use su señora».

Y se quitó una bota.

«No, no tanto-dijo Botín-; conserve usted su calzado».

Isidora dio algunos pasos cojos con un pie calzado y otro no, y entrando en su alcoba se puso otras botas.

En aquel instante, Botín tuvo que dar a su pasión una nueva batalla; pero el caso era tan grave, que la dignidad llevó la mejor parte. Apartó los ojos de la despojada imagen que delante tenía, y para verla lo menos posible, levantose, y con atención de prendero avaro, abrió el armario de luna y las gavetas de la cómoda, entró en la alcoba, registró todo como un curial que embarga o inventaría. Isidora en tanto arrojaba las preciosas botas en medio del gabinete, y después hacía lo mismo con su peineta.

«Bien-dijo Botín, sentándose otra vez y mirándose su pie pequeño como hacía en el Congreso-. Ahora póngase usted el vestidito que usaba cuando iba a rezar a la iglesia con tanta devoción.

-Lo he dado. Yo no guardo pingos».

Botín volvió a la alcoba. Tomó de una percha una bata, y ofreciéndola a Isidora con imperturbable frialdad, le dijo: «Póngase usted este».

Volvió la cara para no verla, para no ver las lágrimas gruesas que corrían por las mejillas de Isidora, lava de su orgullo que como ardiente volcán bramaba en su pecho.

Sin decir nada, vistiose ella. Botín tomó entonces un tonillo conciliatorio. No era todo lo fiera que es necesario ser para habitar en medio de los bosques. Tenía algo de hombre, si bien nada de caballero.

«Puede usted disponer de toda la ropa blanca-murmuró-. Mande usted por ella mañana.

-No quiero nada-replicó Isidora, bebiéndose sus lágrimas de fuego, pálida, trémula. Y andando hacia la puerta tuvo una inspiración de drama; se volvió a él, le echó rodadas de desprecio por los ojos y le dijo: «Soy la vengadora de los licenciados de Cuba».

Botín se sonreía como un demonio que ha ganado un alma.

«Gozo, gozo con haber ultrajado a un hombre como usted.

-Todavía-dijo Botín haciendo esfuerzos para reír, y golpeándose con el bastón el pie bonito-, todavía tiene usted algo que agradecerme. Puede usted llevarse todo lo del niño.

-Mi hijo no necesita nada».

Isidora corrió hacia adentro. En la cocina, Mariano dormía, reclinado sobre la mesa. En el comedor, D. José y la doncella asistían a Riquín, que había vomitado, y reclinando su hermosa cabeza grande sobre el hombro de Relimpio, se quejaba con agitada somnolencia.

«Le ha hecho daño la comida-dijo el tenedor de libros.

-Tiene algo de calentura»-indicó la doncella, tocándole las mejillas.

Isidora le examinó. Sus lágrimas volvieron a correr

«Don José-dijo resuelta-. Cargue usted a Riquín. Envolvedlo bien en un mantón. Nos vamos ahora mismo.

-¡Ahora!»-exclamó D. José con espanto.

En la puerta del comedor apareció Botín. Después se paseó en el pasillo. Si Isidora estuviera fuerte en Mitología, le habría comparado al Minotauro vagando por las obscuras galerías del laberinto de Creta. Volvió la bestia al gabinete, y desde allí llamó con voz fuerte: «¡Isidora, Isidora!». Y viendo que esta no acudía, salió otra vez al pasillo y dijo en tono más humanitario:

«No llevemos las cosas hasta el último extremo. Riquín está malo. Puedes quedarte aquí hasta mañana».

Pero Isidora iba y venía recogiendo algunas cosas enteramente suyas.

«Quédate, mujer, quédate hasta mañana».

Entró ella en la alcoba. Botín se paseaba con lento andar en el gabinete.

«Vamos, vamos, no seas terca. No te perdono; pero te doy respiro hasta mañana. Además…».

La miró atentamente, mientras ella revolvía en la cómoda. La miró embelesado, ¿a qué negarlo?, y algo confuso le dijo:

«Y mañana podrás llevarte todos tus vestidos».

Isidora no le contestó, ni le miró siquiera. Pero él seguía dando paseos. Estaba nervioso, incomodado consigo mismo. Mitológicamente hablando, se mordía su propia cola.

«Estas mujeres locas-murmuró gruñendo-, si comprendieran su interés; si supieran apreciar lo que valen las relaciones con una persona decente… Isidora, aguarda, oye la voz de un amigo. Vuelve en ti, reflexiona, acuérdate de lo que muchas veces te he dicho. ¿Por qué no has de entrar en una vida ordenada? Yo estoy dispuesto a auxiliarte, proporcionándote un estanco…».

Isidora salió sin concederle ni una mirada. Él fue tras ella. Desde la sala repitió en voz alta:

«Puedes contar con el estanco…».

No recibió contestación. De repente oyó el golpe de la puerta cerrándose con violencia. Todos, menos la doncella, habían salido.

Capítulo VIII

Entreacto en la calle de los Abades

-I-

«¿A dónde vamos?-preguntó Isidora cuando salieron a la calle.

-¡Qué pregunta!… A mi casa-replicó don José, estrechando a Riquín entre sus brazos con ardiente cariño-. Abades, 40. No parece sino que hemos de quedarnos en la calle. No te apures, hija; de menos nos hizo Dios. En casa no te faltará nada. Melchor la ha puesto muy guapamente».

Y en medio de la turbación que el repentino desalojamiento le producía, D. José sintió íntimo gozo al considerarse protector de su ahijada, al sentirla tan cerca de sí, sometida a su generoso amparo. Siempre que hacía algo en beneficio de ella, el pobre señor se crecía y se hinchaba; que hay muchas especies de orgullo. Iban silenciosamente por la calle, él delante, ella detrás, porque la estrechez de las aceras no les permitía caminar juntos.

Cuando llegaron, Melchor estaba en casa. Había hecho de la sala despacho y oficina, y trabajaba en ella, a la luz de una lámpara con pantalla verde que derramaba un círculo de claridad sobre la mesa. Un hombre acompañaba a Melchor, trabajando con él en la misma mesa. Del cerebro del hombre descendía al pupitre una invisible corriente de cálculos que al tocar el papel se condensaba en números, como al influjo de la helada la humedad de la atmósfera cristaliza sobre el suelo. Melchor se levantó un momento para recibir a Isidora, enterarse de lo ocurrido y ofrecerle su casa. Después se volvió a sentar, y requiriendo la benéfica pluma, entonces consagrada a la humanidad doliente, siguió su trabajo.

Rápida ojeada bastó a Isidora para observar a Melchor, que definitivamente se había dejado toda la barba y tenía un aspecto muy vistoso, aunque nunca simpático; para observar también al hombre de los números, que la miró con cierto azoramiento de bestia taurina al hallarse en medio del redondel. Vio también la desamparada sala con su estante, formando como nichos de cementerio, donde yacían ordenados papeles. Un plano de Madrid acompañaba al de la Península. Hacían ambos el papel emblemático de los planos de minas o ferrocarriles en las oficinas de explotación. Prospectos de cuatro tintas en que se pintaban figuras altamente conmovedoras, con Hermanas de la Caridad conduciendo mendigos al Asilo; el frontón mismo del Asilo ideal con columnas griegas y un sol con la insignia triangular de Jehová, difundían por toda la sala la idea de que allí se trabajaba para aliviar la suerte de los menesterosos. Las palabras Rifas, Grandes rifas, Tres sorteos mensuales, seis millones, impresas en colores, revoloteaban por las paredes cual bandadas de pájaros tropicales; y como el papel en que aquellas campeaban era de ramos verdes, la fantasía loca de Isidora no había de esforzarse mucho para hacer de aquel recinto una especie de selva americana alumbrada por la luna. Después vio el resto de la casa, que era de construcción reciente, mas con tan sórdido aprovechamiento del terreno, que más parecía madriguera que humana vivienda. Don José destinó a Isidora su propio cuarto, por no haber otro mejor en la casa, y al punto se ocupó en desalojarle. Él se iría al aposento de la muchacha y la muchacha dormiría Dios sabe dónde. Era interior el cuarto, y tan vasto, que a Isidora le pareció un sepulcro. Don José iba y venía cargando trastos, y cuando estuvo instalada la cama y acostaron en ella a Riquín, díjole Isidora:

«Vaya usted a buscar a Miquis, que ahora, para acabar de arreglar la habitación, la muchacha y yo nos entenderemos».

La muchacha era una alcarreña de esas que acababan de llegar al mercado de criadas, y traía frescas la rudeza del pueblo, la suciedad, la torpeza de manos y de cabeza. Todo lo hacía al revés. Tenía buena voluntad, pero un aliento insoportable. Sus ropas parecían no haberse desprendido de su rechoncho cuerpo desde que nació, y sus greñas mal peinadas, de color de barbas de maíz, despedían un olor a pomada de baratillo, más desagradable que su aliento. Isidora sentía hacia ella repulsión invencible; no la podía mirar, no la podía tocar, y al sentirla cerca, se estremecía de horror. Antes moriría de hambre que comer cosa guisada por ella. Lo primero que Isidora echaba de menos era su doncella, Agustina, tan aseada, tan lista, tan ligera, tan señorita. «No, no-exclamó la joven con angustia-. Yo no nací para pobre, yo no puedo ser pobre».

Dios la amparó en aquella noche de prueba, porque al poco rato de haber lanzado la exclamación dolorosa, salida de lo más vivo de sus entrañas, llegó su cara doncella. Traía en un gran lío toda la ropa de Riquín y algo de la del ama.

«La fiera-dijo-me mandó sacar todo esto. Está bramando. ¡Ay señorita!, si usted le dice dos palabras al salir, hay reconciliación… Yo lo siento. Está arrepentido de su barbaridad. Yo quería traer más; pero no me dejó. Mañana llamará a las prenderas… ¡Ay! ¡Qué lástima! ¡Qué riqueza hay allí!».

Agustina se ofreció a seguir a su servicio, e Isidora lo aceptó con gozo, aunque no tenía en sus bolsillos una sola moneda. ¡Terrible contradicción! Ella no podía ser pobre, y sin embargo lo era.

Ocupándose de arreglar la habitación y de procurarse algunas comodidades, ¡cuántas cosas echaban de menos!… Empezaron a nombrar esto y lo otro. Tal cosa había quedado en la tercera gaveta de la cómoda; tal otra en el armario de luna… Pero ya no había remedio. Por cada objeto que no tenía, Isidora echaba a volar media docena de suspiros, encargados de transmitir su desconsuelo a las insondables esferas de lo pasado.

Riquín parecía mejor. Dormía tranquilamente, y su respiración fácil sonaba como el eco de músicas serafinescas tañidas a la parte allá de lo visible.

Miquis y D. José tardaban. Isidora pasó a la sala porque Melchor le había dicho que tenía que hablarle. Era para ampliar sus ofrecimientos. Podía disponer de toda la casa si gustaba. Si era necesario llamar algún médico afamado, que lo llamaran al momento, y de cuenta de él, del benéfico y filantrópico Melchor, corrían los gastos de botica. Lo principal era que ella se tranquilizase, que no tomara el cielo con las manos, pues estaba en casa de parientes que la querían de veras y donde nada la faltaría… En tanto el hombre corpulento que hacía números no quitaba del rostro de Isidora sus ojos, y parecía pasmado, fascinado por religiosa o mitológica visión.

Como el gran Relimpio hablara entonces de médicos y ensalzase a Miquis, el hombrazo dijo:

«¡Ah Miquis!… Ese todo lo cura con agua fría. Le conozco mucho. Asiste a mi hermana Rafaela, la mujer de Alonso, el conserje de la casa de Aransis».

Isidora no esperaba oír citar su casa ilustre, y se inmutó un poco. Sin dejar de mirarla, el hombrón prosiguió así:

«Y ahora que nombro a la casa de Aransis, me parece… ¡Ah!, bien decía yo. Ya me acuerdo. Un día…, hace años, estaba yo con mi hermana en el portal del palacio y salieron usted, Miquis y otro sujeto. Eso es… Bien decía yo que no era la primera vez… Después he tratado mucho a Miquis. Es simpático. Como él tiene instrucción y yo… algo entiendo de ciertas cosas, discutimos sobre la cuestión A o la cuestión B. Yo le aprieto de firme y él se defiende con retóricas…

-Vamos, vamos a concluir esto-dijo Melchor con impaciencia-. Tenemos que de los veinticuatro mil billetes quedan sin vender y a beneficio de la Administración seis mil quinientos…».

Isidora no oyó más, porque llegaron Miquis y D. José. El médico venía de frac, que se alcanzaba a ver bajo un ligero abrigo. Iba a un sarao de cierta casa de tono. Precursoras y compañeras de su fama eran las relaciones, y la entrada que iba teniendo en los más escogidos círculos de la sociedad.

Examinado Riquín, le recetó un calomelano. Era cosa ligera, una indigestión, y probablemente al venidero día estaría como si tal cosa. Hablando después con Isidora del suceso de aquella noche, le dijo así:

«Siento ese percance, porque no hallarás otra fiera como esa. No hay dos Botines en el mundo. Si los hubiera, ¿dónde estaría ya nuestra querida patria? Desde Pirene a Calpe habría sido devorada, y todos los españoles nos agitaríamos en una cárcel de tela, ¡ay!, en los bolsillos de ese afanador de naciones… ¡Tonta, si hubieras sabido aprovecharte!… Pero tú no haces números, y en esta época el que no hace números está perdido.

-Déjame a mí de números. ¿A dónde vas ahora?».

El frac le cautivaba, y ya se estaba ella figurando en su mente los brillantes salones en que iba a entrar Augusto dentro de poco, la mesa riquísima en que se sentaría y las personas cultas y elegantes con quienes había de estar en roce familiar y discreto gran parte de la noche. Era esta la clase de imaginaciones que más fácilmente se moldeaba en su cerebro. Miquis lo conocía y le pasaba la miel por los labios, contándole cosas estupendas, algunas de ellas falsas, y describiéndole aquellos apartados mundos donde ella no podía penetrar sino con la fantasía, mejor aún, con su ferviente anhelo.

«Hace pocas noches-le dijo-comí en casa de la duquesa con tu Pez. Parece que se va a nadar a la Habana, porque aquí se queda en seco. Le han escamado los usureros. ¿Sabes que me da lástima? Es lo que llaman un buen muchacho, servicial, amable, cariñoso, débil, y que no hace daño a nadie más que a sí mismo».

Isidora, turbada y nerviosa, varió la conversación y fingió ganas de reír.

«¡Ah!, me han dicho que te casas. ¿Es verdad?

-Eso dicen, sí. Y cuando el río suena, boda lleva.

-¿Con la del notario?

-Con la de Muñoz y Nones.

-Bien sabes tú arrimarte a buen árbol. Es rica.

-Te juro que no me ha movido la riqueza. Desprecio las pompas y vanidades del mundo. Me caso por amor, por puro amor del corazón. Esto no lo hacemos ya más que los pastores y yo…

-¿Y es bonita?

-Para mí no hay otra que se le iguale.

-«Mejorando lo presente», se dice.

-Y sin mejorarlo, vamos. Antes que todo es mi dama.

-¿Por qué no dices a tu suegro dos palabritas acerca de mi pleito? Va a declarar como testigo. Además es el notario de la casa de Aransis.

-¡Culebra! Quieres corromper al ave fénix de los notarios.

-No, no. Es justicia. Yo le pido que no se deje corromper por los de Aransis. Con eso me basta.

-No conoces a mi presunto suegro. Con decirte que él, por sí solo, desmiente y hace olvidar la mala fama que en todos tiempos han tenido los señores de pluma y sello… Muñoz y Nones ofrece a la admiración de la humanidad el siguiente fenómeno: es un hombre que ha hecho una fortuna con su honradez, fortuna no muy grande, se entiende, como corresponde a la materia de que está hecha. Mi suegro desacredita y niega mil cosas convencionales y rutinarias. Desde Quevedo acá, se ha tenido por corriente que los escribanos sean rapaces, taimados, venales y, por añadidura, feos como demonios, zanquilargos, flacos, largos de nariz y de uñas, sucios y mal educados. Este tipo amanerado ha desaparecido, y en prueba de ello ahí tienes a mi suegro, que es honrado, franco, liberal, y además guapo, simpático, amabilísimo y de agradable trato. En estos tiempos de renovación social las figuras antiguas fenecieron, y no hay ya un determinado modelo personal para cada arte o profesión Así verás hoy un juez de primera instancia que parece un Guardia de Corps; verás un barítono que parece un alcalde de Casa y Corte; verás marinos que parecen oidores, y hasta podrás ver un filósofo que se confundiría con un canónigo. Dígolo porque Muñoz y Nones parece un diplomático. Tiene inclinaciones de gran señor y hábitos de sportman. ¡Lástima que no haya abierto nunca más libro que la Ley de Enjuiciamiento civil! Por lo demás, en la honradez es un lince, y tiene por este concepto casi tanta fama como la que otros tienen por pillos. Es costumbre en nuestra edad suponer y afirmar que no hay por todas partes sino malos acciones, egoísmo y rapacidad. ¡Error, disparate! El mundo se pudriría si le faltase en un momento el desinfectante de la virtud, cuya acción enérgica se nota en todas partes, en las más altas así como en las más bajas esferas… Conque me voy, porque te estoy aburriendo…

-Quedamos en que recomendarás a tu suegro mi pleito.

-Quedamos en que es inútil.

-Bobalicón.

-Serpiente de cascabel, abur».

-II-

Después que se fue Miquis entró Mariano, que buscaba a su hermana para que le proveyese de fondos. Tan lejos estaba de encontrar allí a su maestro, que al verle se desconcertó, porque hacía una semana que no aparecía por el taller. Levantose contra él una tempestad de censuras. Increpole su hermana por su mala conducta, hizo Juan Bou consideraciones morales, Melchor le llamó vago, pillete y predestinado al presidio, y hasta su amigo y compañero de café, Relimpio, promulgó sobre la vagancia los conceptos más severos. Anonadado, y sin valor para pedir a su hermana dinero, Mariano se retiró a un banco de palo que en el estrecho recinto había, y allí permaneció larguísimo rato solo, callado, hecho un ovillo, meditando sobre una sola idea, ya mil veces apurada, como un perro que roe y voltea un solo hueso después de haberle quitado hasta la última hilacha de carne.

El afán de goces, el apetito y sed ardiente de satisfacciones materiales que tan grande parte tenían en el ser moral de Mariano, y que habían de tenerla mayor cuando fuera hombre formado, se objetivaban, valga la palabra, en el hijo de D. José Relimpio. Aquellas pasiones vagas siempre cristalizan, por decirlo así, en envidia, que es unipersonal y antropomórfica.

Mariano, arrinconado en el recibimiento, y oyendo desde allí el rasguear de las plumas que en la sala hacían tan lucrativos números, se preguntaba por qué razón tenía el señorito Melchor sombrero de copa y él no; por qué motivo el señorito Melchor vestía bien y él andaba de blusa; por qué causa el señorito Melchor comía en los cafés, galanteaba bailarinas, fumaba buenos puros y paseaba con caballeros, mientras él, el pobre Pecado, comía y fumaba casi como los mendigos, y tenía por amigos a otros tan pobres y desgraciados como él. La soledad en que vivía le despabiló antes de tiempo. Su precocidad para comparar y hacer cálculos, no era común en los chicos amparados por padres o parientes cariñosos. Porque el abandono y el vivir entregado a sí propio, favorecen el crecimiento moral en el niño. De la índole nativa depende que este crecimiento sea en buen o mal sentido, y es evidente que los colosos del trabajo, así como los grandes criminales, han nutrido su espíritu en una niñez solitaria. El árbol salvaje, juguete de los vientos en deshabitado país, adquiere un vigor notorio.

Mariano era rebelde por naturaleza; no se dejaba querer, ni sabía apreciar el dulce calor de la casa de familia. No quería vivir con su tía Encarnación porque le trataba con aspereza, ni con su hermana porque le sermoneaba, ni con Juan Bou porque vigilaba todas sus acciones. Gustaba de albergarse en fementidas casas de huéspedes de los barrios del Sur; mudaba de domicilio con frecuencia, y por temporadas, en vez de tener domicilio fijo, pernoctaba en las casas de dormir y comía en las tabernas. El ejercicio de la vida independiente le dio cierto vigor de voluntad, que es propio de los vagos; aguzó su ingenio, precipitó su desarrollo intelectual. Conviene estudiar bien al vago para comprender que es un ser caracterizado por el desarrollo prematuro de la adquisitividad, del disimulo y de la adaptación. No se explican de otro modo la gran precocidad ni los rasgos geniales que son desesperación de la Policía y espanto de la sociedad en criminales de diez y ocho y veinte años. El gitano, ser salvaje dentro de la sociedad, es un prodigio de agudeza, un archivo de triquiñuelas jurídicas y un burlador hábil de la Policía. El vago adolescente, otra manera de salvaje, sabe más mundo y más Economía política que los doctores recién incubados en la Universidad.

Hallábase Mariano a la sazón a punto de consumar su sabiduría en aritmética parda; se le había desarrollado ya el genio de los cálculos, el furor de la adquisitividad, y las facultades obscuras de la adaptación, del disimulo y de la doblez.

Después de aquella noche en que le dejamos arrinconado en el banco del recibimiento, asistió de nuevo con puntualidad al taller. Trabajaba por hipocresía. El maestro Juan Bou se mostraba tan amable con él aquellos días, que no sabía qué hacerle. Y su amabilidad era tan extraordinaria, que hasta llegó a llamarle hijo y a departir con él como de igual a igual.

«Bien, hijo, bien; vamos bien. Has sido algo calavera pero tú mismo conoces que el trabajo es la vida, la religión del pueblo… Voy a hacerte una proposición. ¿Quieres venirte a vivir conmigo? Yo estoy solo. Te daré un cuarto, una cama, un plato y una cuchara. En mi casa no hay lujo, pero no falta nada de lo necesario».

Después le hacía acerca de Isidora mil preguntas enojosas y prolijas, a las que Mariano no sabía qué contestar. Si su hermana vivía contenta, si se levantaba tarde o temprano, si le gustaba la fresa y el requesón, si iba al teatro. Además, el maestro Juan Bou parecía reventar de gozo… Los oficiales no se explicaban la causa de esta alegría; unos la atribuyeron a la buena marcha del negocio de las Rifas; otros a que se había sacado el premio gordo de la Lotería. Pero Juan Bou desconcertaba todas las disquisiciones de sus oficiales, porque de repente se volvía triste y daba unos suspiros que habrían partido la piedra litográfica si esta fuera un poco menos dura. Creyérase que se incomodaba consigo mismo y que quería echar de sí una mala idea. Algunos días trabajaba poco, y más de una vez ocurrió que se retrasaran y embrollaran los dibujos A o B por las distracciones y torpezas del maestro, cosa totalmente desusada en hombre tan metódico para el trabajo.

Otro suceso digno de llamar la atención ocurrió por aquellos días. Juan Bou notó que la contabilidad en la empresa de las Rifas benéficas no marchaba con toda la limpieza que debía esperarse, y ya fuera por obedecer a su conciencia, ya por ceder al egoísmo, que le aconsejaba no comprometerse con la Justicia, echose fuera de la sociedad, renunciando a toda participación en ella. Quedose, sí, con los trabajos de litografía, que le habían de pagar religiosamente, según convenio. Desde entonces sus relaciones con Melchor fueron menos estrechas.

Entrado el mes de junio, Mariano notó con envidioso asombro que Melchor avanzaba rápidamente por el camino de la prosperidad. Salía en coche de dos caballos, acompañado de señorones; comía siempre fuera de casa; recibía regalos de puros de la Habana y otras cosas ricas; el sastre le traía ropas y más ropas; amueblaba con lujo parte de la casa… Y de tanto pensar en la creciente prosperidad del señorito Melchor, Pecadoperfeccionaba su intellectus, enriqueciéndolo con luces nuevas acerca de la propiedad, de la adquisición del número y de la cantidad, luces o ideas que burbujeaban en su cerebro, como los embriones de la belleza y el vago apuntar del plan artístico en la mente del poeta, al pasar de niño a hombre.

Por San Juan dejó de trabajar. Una noche fue a pedir dinero a su hermana, y como esta no quisiese dárselo, se enfureció, trabáronse de palabras, asustose ella, renegaron uno de otro, él le dijo algún vocablo malsonante, lloró Isidora, intervino con más celo que autoridad don José, y, por fin, el chico salió de la casa gruñendo así:

«No me quieres dar nada. Pues me lo dará Gaitica…».

Desde aquella noche Mariano desapareció. Le buscaron y no fue hallado por ninguna parte, ni en mucho tiempo se tuvo noticia de él.

-III-

Con estas y otras cosas, Isidora cayó en grave tristeza. Sus insomnios se repetían casi todas las noches, atormentándola con el alternado suplicio de ilusiones locas y de miserias reales, de delirio suntuario y de terror o desengaño. Un pensamiento, referente a cosa muy práctica, la punzaba y afligía, y era el siguiente:

«Por cierto que en mes y medio que llevo aquí, Melchor me ha ido facilitando, facilitando cantidades, que será preciso pagarle algún día… Es tan cómodo el sistema para mí, que sin saberlo cómo, me estoy empeñando en dinerales. Me basta decir a D. José mis necesidades; D. José corre a la sala, habla con él, y del fondo de Rifas… ¡Dios mío!, ¿a cuánto subirá ya? Yo no lo sé, porque no apunto nada. Aquí vendrían bien los librotes del padrino. Melchor lo apuntará, de fijo, y pensará cobrarme, pero ¿de qué manera?…».

Largos ratos pasaba en cavilaciones sobre el pleito, y decía:

«Va marchando. Ahora viene lo que llaman el alegato de bien probado. Pero hasta que pase el verano no habrá nada. El abogado me da grandes esperanzas. ¡Si esto se resolviera pronto para pagar a Melchor y escapar del lazo que me tiende!…».

Pensando en Juan Bou, que a menudo la obsequiaba, decía:

«¡Pobre Bou! Es el animal más cariñoso que conozco. Le quiero como se quiere al burro en que salimos a paseo».

El barrio en que su mala suerte la había traído a vivir, era para la de Rufete atrozmente antipático. Algunas tardes salía con Riquín y D. José a dar una vuelta por la calle del Mesón de Paredes, el Rastro y calle de Toledo, y sentía tanta tristeza como repugnancia. El calor era ya insoportable, y por la noche todo el vecindario se instalaba en las aceras, los chicos jugando, las mujeres charlando. Isidora hallaba en todo, casas, calle, gente, hombres, mujeres y chicos, un sello de grosería que su compañero de paseo no apreciaba como ella. La estrechez de las aceras, obligando al transeúnte a contradanzar constantemente del arroyo a las baldosas, añadía nueva incomodidad a la molestia de la bulla, del mal olor y del polvo.

Expulsada de aquellos sitios por su propia delicadeza y buen gusto, solía dirigirse hacia el Norte y acercarse a la Puerta del Sol «para respirar un poco de civilización». Pero no se aventuraba mucho por los barrios del centro, porque la vista de los escaparates, llenos de objetos de vanidad y lujo, le causaba tanta pena y desconsuelo, que era como si le clavasen un dardo de oro y piedras preciosas en el corazón. La repugnancia de la zona del Sur y el desconsuelo de la del centro la llevaban a las afueras, con gran gusto de D. José, que amaba el campo y los retozos pastoriles.

Julio hacía de Madrid una sartén. Riquín fue atacado de las tos ferina, y era preciso llevarle a otra parte. ¡Pobrecito Anticristo! Daba pena verle, cuando le daba el ataque, todo encendido, agarrotado y sin aliento, como si estuviese a punto de perder la vida en aquel mismo instante… Pero su mamá carecía de recursos para el viaje, de lo que recibía grandísima pena. Joaquín Pez estaba en Francia, y ni siquiera escribía… Afortunadamente (y quién sabe sí desgraciadamente), Melchor se brindó de muy buen grado a resolver el difícil problema. ¡Porque la pobre carecía de tantas cosas! No tenía ningún vestido propio para viaje, ni sombrero, ni nada de lo que ordena el implacable imperio del verano, que con sus chapuzones iguala en dispendios al invierno con sus bailes y fiestas. Riquín estaba casi desnudo.

«Nada, nada-dijo Melchor en tono paternal-; yo no puedo consentir que carezcas… Pues no faltaba más…».

Empezaron a funcionar las modistas, y estas, así como la elección de telas y de sombreros, tuvieron a Isidora febrilmente distraída y excitada durante algunos días. La vanidad le hacía vivir doble y la engañaba, como a un chiquillo, con apariencias de bienaventuranza. Volvió a ver lucir su belleza dentro de un marco de percales finos, de cintas de seda, de flores contrahechas, de menudos velos, y a recrearse con su hermosa imagen delante del espejo. ¿Qué es la vida? Un juguete.

Melchor decidió que fuese al Escorial, y él quiso acompañarla. A Isidora no le hacía maldita gracia la compañía; pero las circunstancias, ¡ay!, con su abrumadora lógica, la obligaron a aceptarla. Hallábase en las unas de su insidioso prestamista, y no podía evadirse. Fue víctima de una emboscada, formada en las traidoras sombras de la miseria; cayó en una trampa de infame dinero, armada con el cebo de la vanidad. Aún podía salvarse rompiendo por todo, declarándose insolvente y resignándose a la indigencia; pero Riquín tenía la tos ferina, estaba como un hilo, amenazado de morir consumido en los calores de Madrid como arista en el fuego. Era forzoso rendirse a la fatalidad, según Isidora decía, llamando fatalidad a la serie de hechos resultantes de sus propios defectos.

Melchor dispuso que su padre se quedara en Madrid para cuidar la casa. ¡Atroz destierro y pesadumbre para D. José! Según el bien meditado plan del sesudo Melchor, este iría y vendría, residiendo algunos días en El Escorial y otros en Madrid, pues sus negocios no le permitían abandonar la Corte sino por poco tiempo. Cumpliose fielmente el programa. Don José iba a El Escorial los domingos en el tren de recreo cuando Melchor quedaba en Madrid. ¡Qué feliz aquel día! ¡Diez horas con Isidora y conRiquín! Algo enturbiaba su dicha el notar en su ahijada una tristeza sombría y como enfermiza. Si hablaba de Melchor lo hacía en los términos más desfavorables para el aprovechado joven. ¡Y qué ardientes deseos tenía de volver a Madrid! Riquín, ya muy mejorado, saltaba y corría por el campo, y en sus mejillas renacían los frescos colores de la salud. Todo el día lo pasaba D. José embelesado, y no hartaba sus ojos de mirar a la madre y al hijo. Paseaban los tres por la montaña, se sentaban, hacían vida de idilio, semejante a la que D. José había visto pintada en los biombos de la casa de Aransis. Por la noche regresaba Relimpio a Madrid y a su casa; dormía como un santo y soñaba que era pájaro y que cantaba posadito en la rama de un árbol. También Riquín era pájaro y revoloteaba dando sus primeros pasos por el mundo aéreo. Isidora era una avecilla melancólica. Todos cantaban; pero D. José era el que cantaba más y el que a la rama más alta subía.

A mediados de septiembre regresó Isidora a Madrid, dejando fama en la colonia veraniega de El Escorial. Entonces ocurrió en la vida de Melchor un hecho singular. De repente su prosperidad, su boato y grandeza se hundieron como por escotillón, sin que se supiera la causa. Juan Bou decía que los señores de la sociedad rifadora debieron de hallar sapos, culebras y otras alimañas en la gestión del joven Relimpio. Lo cierto fue que un día vinieron mozos de cuerda y se llevaron los libros y todo el material de la oficina. Melchor se despidió por la tarde de su padre y de Isidora, diciéndoles que allí les quedaba la casa, que hicieran de ella lo que gustaran, porque él se iba a Barcelona a emprender un nuevo negocio.

Quedáronse, pues, solos los tres: Isidora, Riquín y el viejo, y véase por donde vino a ser casi real el sueño ornitológico de D. José: los tres gorjeando en las ramas. Eran efectivamente pájaros, porque no tenían más que lo presente y lo que la Providencia divina quisiera darles para pasar del hoy al mañana. El mundo se diferencia de los bosques en que es necesario pagar el nido. Nuestras tres avecillas tenían casa, pero no con qué pagarla, pues Melchor había dejado las arcas en tal estado de pulcritud, que no se encontraba en ellas rastros de moneda alguna. «Dios aprieta, pero no ahoga», dijo Relimpio. Isidora, para atender a las apremiantes necesidades de cada día, empezó a despojarse de su ropa. No era la primera vez que tenía que desnudarse para comer. Poco a poco los vestidos fueron pasando de la cómoda a la cocina, por conducto de las prenderas. Últimamente, en un triste y húmedo día de octubre, se comieron el sombrero de paja de Italia. ¡Era el último plato!

Capítulo IX

La caricia del oso

En todo este periodo de desastre, en que los tres desgraciados habitantes de aquella casa (Abades, 40) se iban desprendiendo de su equipaje, como el buque náufrago que arroja su carga para mantenerse una hora más sobre las olas, Juan Bou los visitaba todas las noches después del trabajo. Isidora ocultaba cuidadosamente la lenta y dolorosa catástrofe, procurando dar a la casa cierto aspecto de orden, y velar sus afanes bajo apariencias de mentirosa tranquilidad. Movido de un galante respeto hacia Isidora, Bou violentaba su palabra para que no fuese áspera, y así, hablando del pueblo y de la liquidación social, usaba términos blandos y oraciones trabajosamente delicadas que salían de su boca, como los gorjeos de un buey que se propusiera ser émulo de los ruiseñores. En esto se conocía la pasta de su corazón.

Miquis había hecho del buen litógrafo infinitas definiciones. Era, según nuestro amigo, un tonel con marca de alcohol y lleno de agua; un oso torcaz; una hidra sin hiel; un alfiler guardado en la vaina de un sable; un cardo con cáliz de azucena; un gorrión vestido de camello, y un epigrama escrito en octavas reales. Oírle contar sus épicas luchas por la causa del pueblo era el gran pasmo de D. José y de Riquín; pero Isidora no contenía fácilmente la risa.

Las galanterías de Bou con Isidora semejaban a las del oso que quiso mostrar el cariño a su amo matándole una mosca sobre la frente. Alguna vez, dejando hablar a sus sentimientos, se expresaba con sencillez y naturalidad. Era como esos mascarones trágicos que en el arte decorativo aparecen echando flores de sus bocas monstruosas.

Una de las deferencias más expresivas que Bou tenía con Isidora y su padrino, era ofrecerles participación en los billetes de Lotería que jugaba; pero como había tanta falta de dinero en la casa, rara vez se realizaba la operación. El oso quería ceder gratuitamente la parte de billete, pero Isidora no lo consentía. Las demás atenciones eran acompañarlos a paseo por el Retiro, y comprar dulces y juguetes a Riquín y darles de noche larga y cariñosa tertulia. ¡Era blandamente obsequioso con Isidora y la miraba con manifiesta intención de decirle algo delicado y difícil…! A veces, en los largos paseos que daban, iba Juan Bou callado y suspirante. Parecía que su misma fiereza nutría su timidez. En cambio, en la tertulia de la noche desatábase a charlar de cosas diversas, ponderaba con inmodestia su amor al trabajo, sus ganancias, y hacía planes de vida regalada y espléndidamente metódica. Además tenía noticias de la muerte de un pariente suyo, muy rico, y esperaba una bonita herencia. Se conceptuaba afortunadísimo, aunque algo le faltaba, sí, algo le faltaba para ser completamente feliz.

También hacía mención de su hermana Rafaela, mujer de Alonso, que seguía enferma, y al oír mentar la casa de sus antepasados, Isidora se conmovía y alteraba. Repetidas veces la invitó Bou a visitar juntos el palacio de Aransis, cuyas bellezas él no había visto; pero Isidora se excusaba siempre por miedo a la exacerbación de sus sentimientos en presencia de aquellos venerados y queridos sitios, su patria perdida.

Un día que la Rufete venía de casa de su prendera, encontró al litógrafo en la calle del Duque de Alba.

«Voy al palacio de Aransis a ver a mi hermana-le dijo-. Está peor, y anoche le han dado los Sacramentos. ¿Quiere usted venir?».

El primer impulso de ella fue rechazar la compañía de Bou; pero con tal empeño redobló este sus instancias y ruegos, que, por fin Isidora no quiso ser esquiva con él en tanto grado, y se fueron juntos. Por otra parte, la misma emoción que temía la solicitaba con fuerza misteriosa. Hay en toda alma, juntamente con el miedo a las emociones, la curiosidad de ellas, indefinible simpatía del humano corazón con lo patético. Como la vista en las alturas siente el llamamiento del abismo, así el alma siente la atracción alevosa del drama.

Llegaron. Rafaela mejoró aquel día, y los Sacramentos, dando reposo y alegría a su espíritu, habían amansado el mal. Alonso parecía contento y con no pocas esperanzas de salvar a su mujer. Isidora y Bou estuvieron largo rato en la salita de la portería, hablando de enfermedades en general y del asma en particular, del clima de Madrid, del de Mataró, patria de los Bous, de los médicos, del remedio A o B… Realmente, Isidora no tomaba parte en la conversación sino con monosílabos de cortés aquiescencia, porque sus cinco sentidos estaban puestos en la observación de la portería de su casa, y en admirar la confortable humildad de aquel nido de pobres hecho en un rincón de un palacio de ricos. La estera, la cómoda, los muebles, desecho glorioso de la anterior generación de Aransis, y sobre todo las múltiples láminas de santos y vírgenes, la estampa de los Comuneros y otros grabados de ilustraciones, pegados en la pared con graciosa confusión, la ocuparon todo el tiempo que allí estuvo. Cansado de hablar y enormemente satisfecho de la mejoría de su hermana, levantose Bou del sofá de paja, emblandecido con colchonetes de percal rojo, y estirándose, dijo:

«Matías, dame las llaves, que quiero ver lo de arriba».

Entregando un sonoro manojo de llaves, Alonso miró a Isidora con atención recordativa.

«Me parece-indicó-que he visto aquí otra vez a esta señorita… En fin, suban ustedes y vean lo que hay».

Juan Bou subió la gran escalera despaciosamente, porque su corpulencia era declarada enemiga de la agilidad. Isidora subió corriendo y en el último peldaño esperó a su amigo, echándole una mirada triste y una sonrisa discreta y amistosa, a la cual se podía dar atrevida interpretación de burla. La persona del bravo catalán se componía de dos partes: su cuerpo atlético, liado en una americana de cuadros, y un bastón roten, cuyo puño, formado de un asta de ciervo, se encorvaba, ofreciendo a la mano todas las facilidades de adaptación, ya para apoyarse, ya para hacer el molinete, o bien para que el palo fuera una especie de batuta de la palabra. Jamás, fuera de casa, se separaban el bastón y el hombre, y se apoyaban el uno sobre el otro, según los casos. Completaba la persona de Bou un sombrero hongo, de la forma más vulgar, ligeramente inclinado al lado derecho, como si de aquella parte estuviesen todas las ideas que era preciso proteger de la intemperie.

Y al subir canturriaba entre dientes. ¿En qué consiste que es tan difícil echar de los labios una tonadilla cuando a ellos se pega? Sin saber lo que decía, Bou entonó a murmullos no sabemos qué música con letra de aleluyas. Isidora no podía contener la risa oyéndole cantar: Vienen luego los ciriales-con las mangas parroquiales.

«¡Cómo me canso de subir escaleras!-dijo el oso torcaz llegando arriba-. Cuando se reforme la sociedad, se suprimirán los escalones. Piso bajo todo el mundo».

Abrió la primera puerta y entraron; y mientras Bou seguía franqueando puertas, Isidora hacía lo mismo con los balcones para que entrase la luz, ganosa de alumbrar los ricos antros. Creeríase que todo el contenido de las vastas salas se regocijaba al verse iluminado. Despertaba todo, abriéndose cual ojos soñolientos, y la luz, acometiendo las cavidades negras, resucitaba, como a bofetones, tapicerías, muebles y cuadros.

«Anda, anda, ¿quién será este animal?-decía el litógrafo parándose ante los retratos-. ¡Vaya una tiesura! perdone, caballero; yo creí que era usted un palo. Y nos mira con cierto enfado… Nada, señor, no nos comemos la gente… Toma; también hay aquí una monja. ¡Y es guapa…! Buena pieza sería usted, hermana. ¡Qué tiempos! Siento que se hayan ustedes muerto, señores, porque así no verán cómo vamos a arreglar a las sanguijuelas del pueblo, a los verdugos del pobre obrero… ¡Ah!, usted, el de la golilla que parece un plato, el de la cruz de Calatrava, usted, caballerete, si viviera en estos tiempos de ahora y alcanzara el día de la justicia, no nos miraría con esos ojos… ¡Quia!, se le pondría una escoba en la mano; mi señor cruzado barrería las calles…, y palante».

Después, volviéndose a Isidora, que, horrorizada del bestial lenguaje de su amigo, miraba a la calle al través de los vidrios, le dijo:

«Es cosa que aterra el pensar todo el sudor del pueblo, todos los afanes, todas las vigilias, todos los dolores, hambres y privaciones que representa este lujo superfluo. Eso es; el pobre obrero se deshuesa trabajando para que estos holgazanes se den la buena vida en estos palacios llenos de vicios y crímenes, sí, de crímenes, no me arrepiento de lo dicho. ¡Maldita casta!… Isidora, ¿no piensa usted como yo? Por ejemplo: el pobre obrero se rompe el espinazo trabajando, duerme en una mala cama, come un mal puchero, no tiene en su casa más que una silla dura en que sentarse, mientras estos tíos…, estos tíos, por no decir otra cosa, sin coger una herramienta en la mano, ni ocuparse de nada, pisan alfombras, comen de lo fino, beben y se recuestan en muebles blandos, que ellos no saben fabricar».

Y uniendo la acción a la palabra, se recostó, mejor dicho, se dejó caer sobre un sillón de muelles en los cuales se hundía su pesado cuerpo.

«Voto va Deu, ¡qué blando es esto!, ¡qué comodidad!-exclamó riéndose de su propia malicia-. ¡Valientes pícaros! Ya os daría yo en vez de sillones de muelles, por ejemplo, un banco de carpintería… ¡Hala, y darle al mazo!».

Tan groseras chocarrerías irritaron a Isidora. ¡Y el pobre Juan Bou tan inocente del efecto que producían sus ladridos! A cada instante decía: «¿No piensa usted como yo?», y andando de un lado para otro, se tiraba con violencia en sillas y sofás para probar su blandura, se arrodillaba en el cojín de un reclinatorio, daba vueltas alrededor de un biombo, se reía como un salvaje, ponía el dedo en los bronces, acariciaba las mejillas de las ninfas doradas, decía chicoleos a las damas retratadas, y siempre que iba de una sala a otra, daba fuertes golpes con su bastón sobre el piso, como deseando que también la alfombra recibiese, con el lenguaje de los palos, la expresión contundente de la ira del pueblo… En tanto Isidora no le podía mirar. Creía ver en sus palabras, en sus actitudes de burla, en sus carcajadas, en su persona toda y en su bastón, erigido en intérprete del populacho, la profanación más odiosa. Era como el hereje que pisotea la hostia. Por momentos le aborrecía, le execraba, y habría dado algo de gran valor por poder plantarle en la calle, después de mandar que le rompieran su bastón en las costillas.

«¡Y qué cortinas!-decía Bou tocándolas de un modo irreverente con el roten-. Esta gente no gusta de tener frío. ¡Toma!, el frío se ha hecho para el pobre obrero que anda sin trabajo por las calles. Eso es, hay dos Dioses, el Dios de los ricos que da cortinas, y el Dios de los pobres que da nieve, hielo. Isidora, Isidora…, ¿no opina usted como yo, no cree usted que esta canalla debe ser exterminada? Todo esto que vemos ha sido arrancado al pueblo; todo es, por lo tanto, nuestro. ¿No cree usted lo mismo?».

La de Rufete, por no contestarle con la severidad que merecía, no decía nada, y hacía como que miraba las porcelanas. Bou admiró también aquellas mil chucherías que no servían para nada; las tocaba, las cogía en la mano y las volvía a poner con violencia en su sitio, a riesgo de romperlas. Pasado un largo rato volviose para decir algo de mucha importancia a su amiga, y no la vio. Llamola en voz baja, después a gritos; pero Isidora no respondía.

Pasó Bou a otra sala; de allí a un hermoso gabinete, del gabinete a una recatada y obscura alcoba, y allí creyó distinguir a la que buscaba. La escasa claridad no permitía a Juan Bou ver los objetos. Avanzó, empezó a ver bien, y en efecto, allí estaba Isidora, sentada junto a una cama en la cual apoyaba su brazo derecho. Reclinada la cabeza sobre el brazo, lloraba en silencio, expresando una pena viva y sin espasmos, un dolor tranquilo, como todos los dolores viejos que se normalizan con su monótona permanencia. Quedose absorto Juan Bou ante aquella escena, y después hizo una tras otra las preguntas vulgares propias del caso. ¿Está usted mala? ¿Tiene usted algo?

Viendo que Isidora no le contestaba, Bou tomó una silla y se sentó junto a la dolorida. En el momento de sentarse ocurriole una idea que le causó grande aflicción. Había recordado súbitamente que Isidora pleiteaba con una casa noble. ¡Cielo santo!, aquella casa era la de Aransis, sí, recordaba haber oído vagas noticias sobre ello, porque Isidora hablaba de su pleito sin nombrar jamás a la marquesa. Sin duda las cosas importunas dichas por Bou al visitar las salas habían ofendido a la joven, que se suponía heredera y lo era sin duda de tan ilustre familia.

«¿Está usted enojada conmigo por las tonterías que he dicho? ¿Se ha resentido usted?…».

Isidora negó con la cabeza.

«¡Ah! ¡Ya sé, ya sé!»-exclamó él con regocijo, variando de pensamientos.

Creyó penetrar entonces en la verdadera causa del dolor de su amiga. Había entendido que Isidora estaba mal de intereses. Sin duda en aquel día los ahogos pecuniarios habían llegado a su mayor grado, y la infeliz e interesante joven se veía amenazada de un conflicto grave. ¡Oh! ¡Qué bella ocasión se le presentaba a Juan Bou para realizar un acto moral que ha tiempo meditaba! ¡Soberbia coyuntura! En un punto, en un momento podía atender a la caridad y al amor, dos cosas que son una sola, hemisferios diversos de un solo mundo infinito.

Algo había en el lugar solitario y recogido, así como en la pena de Isidora, que le incitó a no retardar más tiempo su generosa resolución. ¡Oh Dios del cielo! Si en todas las ocasiones Isidora le había parecido hermosa, en aquella le pareció punto menos que sobrenatural, engalanada con la divina expresión de su pena. Lástima y amor juntos, ¡qué poder tan grande sois!

«Isidora, Isidora»-dijo balbuciente la hidra sin hiel.

Después se calló por algún tiempo. Pasó un cuarto de hora, que fue para él un cuarto de siglo. Deshaciéndose todo en un suspiro colosal, volvió a decir: «Isidora».

Esta le miró sin hablarle, fijando en la ciclópea catadura de Bou sus ojos empañados por las lágrimas. Bou sintió que su corazón se partía en una porción de pedazos, y se expresó así con acongojada voz:

«Isidora, ya que usted no quiere confiarme sus penas, le voy a confiar las mías. Hace tiempo…, desde que tuve la dicha de conocerla a usted…».

Isidora, con su penetración admirable, comprendió todo. Tuvo una visión. Rasgose un velo y vio al monstruo herido que se postraba ante ella y le lamía las manos. Tuvo horror, asco. Toda la nobleza de su ser se sublevo alborotada, llena de soberbia y despotismo. Era cosa semejante al allanamiento de las moradas aristocráticas por la irritada y siempre sucia plebe. Sonaba el odiado trueno de las revoluciones, y destruidas las clases, el fiero populacho quería infamar las grandes razas emparentándose con ellas.

«Mis intenciones han sido siempre buenas-dijo el catalán, que, imposibilitado de remontarse al drama, caía en la vulgaridad-. Primero me agradó usted; después me hizo soñar; hízome pensar después. Tornose esto en una necesidad del corazón, y como estoy solo, como no me gusta estar solo… No tengo grandes riquezas que ofrecer a usted, pero soy trabajador, gano bastante y holgura… ¡Desde que la vi a usted me gustó tanto!… La vi salir de esta casa, y dije: «¿Quién será?…». En fin, que usted vale mucho, es muy buena, y yo quiero casarme con usted… Vamos, ya lo dije… y palante».

Isidora, estupefacta, no sabía en qué términos responder. Tenía que contestar negativamente, porque la idea de casarse con aquel bárbaro le causaba horror. Pero Bou era un hombre sincero y honrado, que no debía recibir el desaire con crudeza y desvío. Ella valía infinitamente más que él, ella era noble; pero la dudosa ejemplaridad de su vida podía hacerla inferior. ¡En qué vacilación tan grande estaba! En su alma el asco era inseparable del agradecimiento. ¿Cómo contestarle y expresar en una frase el desprecio y la consideración?… ¡Que un ganso semejante se atreviese a poner sus ojos en persona tan selecta! Era para darle de palos y mandarle a la cuadra. Pero al mismo tiempo… ¡cuán sencillo y generoso! Ofrecía su mano con verdadera intención y creencia firme de hacer un bien. ¡Si el pobre no alcanzaba más; si era un zopenco; si ignoraba con quién hablaba…! Isidora buscó rápidamente las frases más convenientes, y al fin dijo:

«Señor Bou, yo le agradezco a usted mucho su proposición; yo le aprecio a usted. Es usted una buena persona. Pero me veo obligada a no admitir…, porque quiero a otro hombre.

-¡Quiere a otro hombre!-repuso con aturdimiento el litógrafo-. Después que nos casemos le olvidará usted, y me querrá a mí. Yo soy muy bueno».

Isidora sonrió.

«Yo soy bueno, aunque así, al pronto, meto miedo, por estas ideas que tengo y porque… Como he sido tan perseguido y… aunque me esté mal el decirlo…, he hecho heroicidades y cosas grandes, tengo este modo de hablar tan tremendo. Eso sí, no bajo mi cabeza al despotismo. Soy hombre que valgo para cualquier cosa, y en Cataluña basta que yo me presente para que se arme la gorda… Pasando a otra cosa, yo trabajo bien y gano; espero una herencia… No le faltará a usted nada.

-Quiero a otro hombre-repitió Isidora, creyendo que esta afirmación daba a tan penoso asunto el corte brusco que más convenía.

-Y ahora-dijo Juan Bou, con un nudo en la garganta-, ¿lloraba usted por ese…?».

La sospecha de que su rival era una sanguijuela del pueblo, elevaba el aborrecimiento de Juan a los más altos límites.

«Sí, sí; por él»-repuso decididamente Isidora, para ver si con esto se callaba el monstruo y la dejaba en paz.

Y como se desgaja la peña del monte y rodando cae al llano y aplasta y destruye cuanto encuentra, hasta que para y queda inerte otra vez, rodeado de muerte y silencio, así se desprendió del alma de Juan Bou su esperanza; rodó, hizo estrago, produjo cólera y despecho; pero bien pronto todo quedó en atonía dolorosa y muda. Miraba al suelo y su respiración sonaba como el mugido de una tempestad lejana, que a cada rato está más lejos. La cólera fue instantánea. Pasó dejando el abatimiento en el alma y la confusión en el cerebro del coloso. Y en el cerebro fluctuaban, como restos de un vapor fugitivo, las vagas notas de un canto acompañado de sílabas. ¿Por qué esas músicas pegajosas, que toman posesión del oído y de los labios, insisten en su fastidioso dominio cuando el alma azarada, después de una catástrofe, se desmaya en duelo y tristeza? No se sabe. Se sabe, sí, que entre el oído, el cerebro y los labios de Juan Bou, andaba vagamente un sonsonete que decía: Los curas van alumbrando-el Miserere rezando.

Isidora había secado sus lágrimas. Para poner fin a tan fastidiosa escena, lo mejor era marcharse.

«Yo no puedo detenerme más»-dijo andando lentamente hacia la puerta.

Bou no contestó nada, ni hizo movimiento alguno.

«¿Viene usted?».

Al decir esto, la miró desconsolado. Isidora sintió provocación de risa, pero se contuvo.

«Nos iremos»-dijo Bou levantándose con tanta pesadez, que parecía haberse hecho de bronce.

Isidora iba delante, él detrás, Salieron y bajaron sin decirse nada. En la puerta de la calle, el desairado amante manifestó que se quedaría un rato más en casa de su hermana.

«Me ha matado usted-dijo al despedir a la ingrata-. Creo que estoy malo. Maldita sea mi suerte».

Y cuando ella se alejó, el bárbaro, mirándola desde el portal, pensaba cosas tristísimas y abominables. Sus pensamientos desencadenados brotaban en burbujas sueltas.

«¡Ingrata!, no conocer el valor del hombre que se le ha ofrecido… ¿Soy acaso un chisgarabís, un danzante, uno de esos vampiros del pueblo?… Yo tan tremendo; yo tan formal; yo tan útil a la humanidad; yo que tengo estas ideas tan elevadas… Y yo pregunto: ¿Por qué es tan guapa?… El demonio le hizo a ella la hermosura y a mí los ojos… ¡Despreciarme a mí!… La mujer es una traba social, una forma del obscurantismo, y si el hombre no tuviera que nacer de ella, debería ser suprimida».

Capítulo X

Las recetas de Miquis

-I-

Día de prueba fue el siguiente. No sólo estaban agotados todos los recursos, sino también todas las combinaciones para vencer los apuros del momento. No había crédito, no había materia pignorable. ¡Oh situación horrible! Faltaba ya de un modo absoluto el sustento. Isidora, Riquín y D. José tenían hambre.

Inspirado por la desesperación, D. José tuvo una idea, ¡oh rasgo de humanidad y de amor! Se le ocurrió salir disfrazado a pedir limosna, seguro de encontrar almas generosas. No llegó esto a efectuarse porque se opuso resueltamente Isidora. ¿Pero qué harían? ¿Pedir a Emilia? De ninguna manera. Antes acudir a la limosna. ¿A quién, a quién, ¡Dios de mi vida!, si ya estaban explotadas todas las amistades?

Alguien se presentó en casa de Isidora a ofrecerle cuanto necesitase para vencer dificultades tan angustiosas. Pero las condiciones de estos anticipos eran tales, que la joven los rechazó, espantada. El loco amor al lujo y las comodidades eran los puntos débiles de Isidora; su necesidad la brecha por donde la atacaban, prometiendole villas y castillos; pero no obstante estas desventajas, resistía batiéndose con el arma de su orgullo y amparada del broquel de su nobleza. Tanta fuerza tomó en esto, que cortó los vuelos a la tentación, diciendo: «Antes pediré limosna». ¡Oh!, si Joaquín estuviese en Madrid, no pasaría ella tan crueles angustias. Pero a París, donde estaba, le había escrito siete veces en tres meses sin obtener contestación. Volvíase con el pensamiento a todas partes, como el habitante de la casa incendiada que, cercano a las llamas, busca un escape, un sostén, una cuerda… ¡Ah, cielos divinos! De pronto vio Isidora su cuerda. Acordose de una persona, y la esperanza rieló en la superficie de su ennegrecido espíritu.

Era de noche. Al día siguiente pondría en ejecución su pensamiento. Por fortuna, D. José había tenido la inmensa suerte de encontrar aquella tarde a un bondadoso amigo que le facilitó la cantidad precisa para un mediano almuerzo. Segura, pues, Isidora de que habría con qué desayunarse a la venidera mañana, pasó tranquila la noche. A las once del siguiente día llamaba a una puerta.

«¿Está el doctor Miquis?».

¡Qué suerte! Estaba. Pasó la joven al despacho, y allí, sola con el médico, no pudiendo contener la pena que se desbordaba de su corazón, rompió a llorar. Recibiola con mucha bondad Augusto, la hizo sentar, preguntole mil cosas; pero ella, acongojada, no podía decir más que esto, que repitió tres veces:

«Dame de comer y no me toques».

Augusto se puso serio, comprendiendo que la situación de su amiga no era para tratada en broma. Hablaron. Él, aunque joven, tenía el arte de la interrogación, y ella comprendía cuán ventajosas le serían la espontaneidad y franqueza. Así, al cuarto de hora de confesión, ya Miquis sabía los últimos episodios de la vida de ella, el viaje al Escorial, la penuria, la declaración de Bou, las proposiciones de aquellas tales… Cuando nada importante quedaba por decir y formuló Isidora la síntesis de su problema, diciendo: «¿Qué debo hacer para poder vivir?», Miquis se quedó en silencio un buen rato, y después le contestó así:

«No te apures, no te apures. Veremos. Estás enferma, estás llagada. Tu mal es ya profundo, pero no incurable».

La inspiración brotó en su mente. Su grande y vivaz ingenio le sugirió una idea, y con la idea estas palabras:

«Pues he de curarte… Lo dijo Miquis, punto redondo».

Isidora llenó el despacho con un suspiro. Era el quejido de su enfermedad, ya extendida y profunda.

«Manos a la obra-dijo Augusto con gran solemnidad-. ¿Quieres que te cure? Responde ¿sí o no?

-Sí.

-Pues bien: ¿Estás dispuesta a ponerte a mis órdenes, y a hacer ciegamente lo que yo te mande?

-Sí, sí-replicó ella con ansiedad doliente.

-Pues empecemos. Lo primero es cambiar de aires.

-¿Me mandas al campo?

-No… Mejor dicho, sí, te mando a un valle urbano».

Y llevándola al balcón, le mostró la casa de enfrente. En el piso bajo veíanse unas rejas, por entre cuyos hierro salían matas de tiestos, colocados dentro en una tabla. La casa hacía esquina, y el cuarto bajo a que correspondían las rejas tenía por la otra calle una tienda con dos vitrinas. Pero esto no se veía desde el balcón de Miquis, aunque se adivinaba, mirando un rótulo que en áureas letras decía: Castaño, ortopedista. Otra grande y aparatosa muestra, colgada más arriba, en el piso principal de la misma casa, decía: Eponina, modista. Como Isidora la mirase, díjole Miquis:

«Huye de esas peligrosas alturas, y vuelve tus ojos al valle ameno que está abajo.

-Sí; Ahí viven Emilia y Juan. ¡Qué felices son!

-Pues en esa casa, en ese establecimiento salutífero vas a vivir desde mañana.

-¡Oh! ¡Si vieras qué envidia les tengo! Pero no, no me admitirán.

-¿Te negarán ese favor si se lo pido yo?… He salvado del garrotillo al mayor de sus chicos. Los asisto de balde. Me llaman casi todos los días.

-Entonces tú les pedirás que me admitan…

-Hoy mismo; pero ya comprenderás que les he de responder de tu buena conducta. Cuidado…

-¡Oh!, yo te juro… Lo que deseo es tranquilidad, paz…

-Bien-dijo Miquis, retirándose del balcón-. Ahora viene lo mejor. Una vez que cambies de aires, has de considerar que empiezas a vivir de nuevo. Tienes que educarte, aprender mil cosas que ignoras, someter tu espíritu a la gimnasia de hacer cuentas, de apreciar la cantidad, el valor, el peso y la realidad de las cosas. Es preciso que se te administre una infusión de principios morales, para lo cual, como tu estado es primitivo, basta por ahora el catecismo. ¡Oh! ¡Si tuvieras buena voluntad…!

-La tendré.

-Ahora viene lo gordo, hija. Después de entonarte, paso a recetarte el gran emético, medicina un poco fuerte y desagradable; pero que si la tomas con buena voluntad, ha de probarte maravillosamente con el tiempo y regenerarte por completo.

-¿Cuál es la medicina?

-Pues que te cases con Juan Bou».

Isidora hizo un movimiento de repeler cosa muy nauseabunda…, y puso una cara…, ¡Jesús, qué cara!

«Comprendo que no te agrade por el pronto. Pero reflexiona. ¿No has oído decir que toda persona tiene la fortuna en la mano una sola vez en la vida?

-Sí lo he oído; pero te diré…

-Pues considera si en tu situación puede haber para ti fortuna mayor que el que un hombre honrado te ofrezca su mano. No creo que pretendas un Coburgo Gotha. Reflexiona, observa el punto en que te hallas, echa una mirada atrás, otra delante, y di si mi medicamento no está perfectamente indicado.

-Yo no sé si será eficaz o no-dijo Isidora con tristeza y confusión-. Podrá serlo, mirando las cosas por lo bajo… Pero en cuestión de matrimonio, el gusto y el amor son lo primero…

-Es verdad que Juan Bou no es un Adonis; pero no es tampoco un monstruo… Es un hombre de bien, trabajador, sencillote, y, a pesar de sus bravatas, tiene el corazón más bondadoso y tierno del mundo.

-Lo sé, lo sé…; pero… quita allá, por la Virgen Santísima; yo no seré su mujer. No lo pienses… Este caso mío no es como otros casos-dijo Isidora, haciendo los mayores esfuerzos para que su acento expresase la convicción firmísima de su alma-. Para juzgar las cosas conviene verlas completas. Es verdad que si fuera yo nada más que lo que parezco, la cosa no tenía duda; pero tú bien sabes que sostengo un pleito de filiación con una familia poderosa; tú debes considerar que el mejor día gano el pleito, como es de ley; que paso a ocupar mi puesto y a heredar la fortuna y el nombre de esa familia, que son míos y me pertenecen. Pues bien, ¿te parece bonito que al tomar posesión de mi casa lleve colgado del brazo ese lindo dije de Juan Bou? A fe que me lucía… Miquis, tú estás lelo: yo no sé dónde tienes el talento, cuando dices ciertas cosas.

-¡El pleito! Precisamente has nombrado un desorden fisiológico que me trae a la memoria otra de las más importantes medicinas que te voy a recetar.

-¿Cuál?

-Resumamos. Primero mudar de aires; luego entonarte con una enseñanza primaria; después sigue la gran toma, el casorio con Juan Bou, y por último viene la extirpación del cáncer, que es la idea del marquesado».

Isidora creía escuchar el mayor de los insultos.

«Si de ese modo quieres curarme-dijo con altivez-, renuncio a tus medicinas.

-Entendámonos-añadió Miquis rectificando-. Si tus derechos no son una farsa, si hay algo de serio y legítimo en eso, enhorabuena que siga adelante tu pleito. Lo que yo quiero es que no consagres tu vida a la idea de ocupar una posición superior, que no vivas anticipadamente en ella con la imaginación, sino que tengas paciencia y reposo de espíritu… ¿Que ganas el pleito? Pues bien; te embolsas tu herencia y sigues, con tu marido, en la esfera de modestia, quietud y desahogo en que todos vivimos. ¿No quieres? ¿No aceptas mi plan?

-No lo acepto, no-dijo Isidora de muy mal humor-. Es un plan tonto.

-¡Ah mimosa! ¿Sabes lo que debo yo hacer, en vista de tu rebeldía? Pues no tenerte lástima, no interesarme por ti, y mirarte como tierra común en la cual todos tienen derecho a sembrar sus deseos para recoger tu deshonra. Desgraciada, si no acabas en la casa de Aransis, acabarás en un hospital.

-Bien, me agrada eso. O en lo más alto o en lo más bajo. No me gustan términos medios.

-Y sin embargo en ellos debemos mantenernos siempre… ¿Conque quedamos en eso?

-¿En qué?

-En que, rechazado por ti mi tratamiento, te debo considerar como incurable y hacerte el amor.

-¡Qué disparates dices!

-¿Vámonos al Retiro?… ¿Te acuerdas de aquellos paseítos, del Museo, de las fieras, de las naranjas que nos comimos entre los dos?

-Bien me acuerdo… Déjate de tonterías.

-No, no creas que voy a repetir ahora lo que entonces te decía. No habrá aquello de «me caso contigo». Entonces te lo decía; pero no pensaba hacerlo, no creas…

-Ya lo suponía.

-¡Y la verdad es que me gustabas muchísimo!… Y si he de serte franco, creía hacer contigo la gran conquista. Yo quería acreditarme entre mis compañeros, y decía para mí: «Esta no se me escapa.» ¡Y qué traidoramente se me escapó! Hoy nos encontramos otra vez. Tú, después de dar mil vueltas, vienes a mí… Pues mira, simplona, te juro que en este momento, vista tu terquedad en no dejarte curar, debiera yo ponerte los puntos…, y si no fuera por esta…».

Se levantó, y, tomando un retrato que sobre la mesa estaba, lo mostró a Isidora.

«¡Ah!, tu novia… Ya sé que te casas pronto, maulón. ¿Sabes que no vale nada?

-Te pego si lo vuelves a decir. Vale más que tú. No es muy guapa; pero es un ángel.

-Si no vale dos cominos-dijo Isidora riéndose descaradamente ante el retrato.

-¿Qué entiendes tú de eso? Esta, esta que ves aquí es mi salvaguardia contra ti; es mi patrona, mi abogada, mi Virgen del Amparo. Por esta, ¿la ves bien?, por esta con quien me casaré el lunes, Dios mediante, me libro del peligro de tenerte ante mí, y me hago un señor héroe, y atropellando por todo, te doy la batalla y te venzo y por fin me salvo, aunque no quieras… Esta tarde misma hablaré con Emilia, y mañana te irás a vivir con esa gente, para que aprendas, víbora, para que veas, pantera, para que sepas, demonio con faldas, lo que es el bien».

A cada frase daba un paso hacia ella, amenazándola con el retrato. Ya Isidora se había serenado bastante, y no veía las cosas tan tétricamente como antes. Él, por su parte, iba dejando de mano la gravedad de médico, el énfasis de moralista, y tomaba a ser, por gradación rápida, el Miquis de antaño, ingenioso, alegre y vivo, con su follaje de palabrería metafórica y su corazón repleto de bondad.

«No me acordaba de que tengo que escribir unas cartas-dijo Isidora repentinamente-. ¿Me las dejas escribir aquí, en tu mesa?

-Sí, sí, ángel ponzoñoso»-contestó Augusto, en cuya alma retoñaban devaneos estudiantiles.

Precipitadamente sacó papel, sobres. Isidora se sentó en el sillón de la mesa de despacho, él la dio pluma y ella se puso a escribir. Mientras la joven despachaba su correspondencia, que era algo larga, Miquis se paseaba, las manos metidas en los bolsillos, y miraba a Isidora con expresión entremezclada de asombro y miedo, diciendo para sí:

«Fuera ciencia, fuera gravedad… Juventud, no te me vayas sin dárteme a conocer… Tiempo hay de encerrarse en esa armadura de cartón que se llama severidad de principios».

Y volvió al paseo, y a echarle ojeadas y a meditar.

«Pero si me caso el lunes, y hoy es miércoles… ¡En qué ocasión se le ocurre a uno casarse!… Estoy entre el altar y el abismo… Hombre, homo sapiens de Linneo, no te deslices, coge una piedra y date con ella en el pecho como San Jerónimo. Honradez, tienes cara de perro…».

Isidora dejó de escribir, poniendo la pluma a un lado.

«Voy a descansar un ratito.

-Aunque sean dos ratitos, chica… Ya sabes que tengo el mayor gusto… Estás en tu casa…

-Vaya que tienes un bonito cuarto. Pero, hombre, ya podías haber puesto ese esqueleto en otra parte. ¡Qué horror!

-Quiero estar contemplando a todas horas la miseria humana.

-¿De quién serían esos pobres huesos?…

-Son de mujer. Quizás una tan hermosa como tú… Mírate en ese espejo.

-Gracias, chico. Tus espejos son muy particulares. ¡Y cuánto librote! A ver. ¡Jesús, que títulos! Todo Medicina. ¡Qué lástima de dinero empleado en esto! Tanto libro para no saber nada. Porque tú no sabes nada, Miquis; eres un ignorante, un tonto.

-Quizás estás diciendo la más profunda verdad que ha salido de esos labios, de esas envenenadas rosas. Sí, soy un mentecato. Desprecia a Miquis, que habiendo descubierto un tesoro, permitió que ese tesoro fuera para todos menos para él. El simple y desventurado Miquis ha sido un libertino del estudio; sus calaveradas han sido las calaveras. A su lado pasó, coronada de rosas y con la copa en la mano, la imagen de la vida, y Miquis volvió los ojos para contemplar embebecido, ¡ay!, la rugosa faz de los catedráticos. La ocasión de vivir, de gozar, de ver cara a cara el ideal, de tocar el cielo, se le ha presentado varias veces; pero Miquis, este memo de los memos, en vez de poner la mano en toda ocasión hermosa, se iba a descuartizar cadáveres… ¡Y este Miquis se casa el lunes, es decir, que el lunes cierra la puerta a la juventud y entra en la madurez de la vida, en el régimen, en la rutina y método! Para él se acabó lo imprevisto; se acabarán los deliciosos disparates. ¡Desgraciada la boca tapiada a la risa! Ahora, ciencia, trabajo, suegro, amas de cría. Terrible cosa es recibir el adiós a la libertad, y ver la espalda a la juventud fugitiva. ¡Bienaventurados los chiquillos, porque de ellos es la vida!

-Tienes una bonita casa-dijo Isidora sin hacerle caso-. ¿Cuánto te cuesta?

-A ti nada te importa, pues no me la has de pagar. ¿Han concluido tus cartas?

-Voy a concluirlas».

Y él volvió a pasearse y a mirarla… ¡Qué hermosa estaba! ¿Quién lo metía a él a moralista ni a redentor de samaritanas? Soltó una carcajada en lo recóndito de su ser, allí donde su alma contemplaba atónita la imagen de la ocasión. «Pero me caso el lunes, el lunes…». Miró el retrato de su novia…

De pronto suena la campanilla, entra un señor y pasa a la sala… Es el papá de la novia de Miquis, que viene a consultarle un punto de Higiene. Augusto deja a Isidora en su despacho, y tiene que resistir durante una hora la embestida de su suegro, el cual le habla de Sanidad y de la fundación de la Penitenciaría para jóvenes delincuentes.

Cuando su suegro se marcha, Miquis vuelve al despacho. Está aturdido; la visita le ha dejado insensible. Hay en su cuerpo algo del efecto de una paliza; pero está fortificado interiormente. Isidora aguarda ansiosa. Está pálida y ha llorado un poco, porque no puede apartar del pensamiento que su hijo y su padrino no tienen qué comer aquella tarde.

«¡Cuánto has tardado! Es pesadito ese señor. En fin, amigo, yo siento molestarte. Acuérdate de lo que te dije al entrar».

Miquis hace una rápida exploración en su alma, encuentra en ella algún desorden y dispone que todo vuelva a su sitio. «Soy un hombre sublime-dice para sí-, un hombre de honor y de caridad, soy también un hombre que se casa el lunes».

Isidora le había dirigido al entrar una súplica angustiosa, elocuente expresión salida de los más sagrados senos del alma humana. Juntando el quejido de la necesidad a la súplica del pudor, Isidora le había dicho: «Dame de comer y no me toques».

Miquis abre su bolsa a la desvalida hermosa, y con magnánimo corazón le dice:

«Mañana estarás en casa de Emilia».

-II-

La admitieron. ¡Tanto pesaba en aquella casa la recomendación de Miquis, que había salvado del croup al niño mayor, y de los peligros de la dentición al más pequeño!

Ya sabe el lector cómo Emilia de Relimpio se casó con su primo, el hijo del ortopédico, que llamaba cláusulas a las cápsulas; matrimonio degradante si se le mira desde la altura de las pretensiones de D.ª Laura; pero muy natural, proporcionado y acertadísimo, siempre que la interesada lo mirase al nivel de sus sentimientos y de su porvenir moral y práctico. Juan José Castaño era tan hábil como su padre, y le superaba en inventiva y en asimilarse los descubrimientos y novedades del arte ortopédico. Sostenía el crédito del establecimiento y ganaba mucho dinero, porque, desgraciadamente para la Humanidad, parece que esta es una vieja máquina que se desvencija y deshace, hallándose cada día más necesitada de remiendos y puntales, o llámense muletas, cabestrillos, fajas, cinchas, suspensorios, etc. Nada, nada, nos desbaratamos. Unos dicen que es por estudiar mucho, otros que por gozar demasiado, y alguien echa la culpa a las armas de precisión; pero, cualquiera que sea la causa, ello es que la Ortopedia tiene un porvenir tan brillante como el de la Artillería. Son dos ciencias complementarias como la Filosofía y el Alienismo.

En su pacífica y laboriosa vida, Emilia, mujer de buen fondo y excelente corazón, se había curado de aquellas tonterías de aparentar y suponerse persona encumbrada. No volvió a ponerse sombrero más que cuando iba de viaje los veranos, ni a tratar de parecerse a las niñas de Pez, las cuales (dicho sea de paso) continuaban tratando de imitar a las niñas de los duques de Tal. Poseía un sólido bienestar; ella, su marido y sus hijos satisfacían plenamente sus necesidades, y de añadidura tenían buenos ahorros, un establecimiento de primer orden, y además, como perspectiva risueña, la hermosa finca de Pinto, con otras riquezas que el viejo guardaba. En suma, Emilia había tomado un magnífico sitio en el anfiteatro de la vida, donde tantos están en pie o pésimamente sentados. Su marido era sencillo, bueno, cariñoso, sin más defecto que el querer hacer las cosas demasiado bien y pronto, por lo que siempre estaba en riña con sus oficiales.

Por más que Isidora reconociera la importancia moral de aquella casa, no podía remediar que le fueran antipáticos el establecimiento, la tienda, llena de feísimos objetos, la trastienda donde trabajaban Rafael y sus oficiales, y la vivienda toda, honrada, virtuosísima, modelo de dignidad, de laboriosidad y de cristianismo, pero impregnada de un cierto olor de badana cruda, con malas luces y ruidos de taller.

Este juicio no excluía el agradecimiento que tenía a Juan José y a Emilia. ¡Insigne mérito y bondad había en ellos al admitirla, cuando, si la despreciaran, estaban en su derecho! Y véase aquí la eficaz influencia del medio ambiente. A los tres o cuatro días de estar allí, el espíritu de Isidora se adaptaba mansamente a la regularidad placentera de la casa, a la poca luz, al olor de badana, a la vista de los feos objetos, y notaba en sí una tranquilidad, un gozo que hasta entonces le fueron desconocidos. Riquín hizo tan buenas migas con los dos chicos de Emilia, como si se hubieran criado en la misma cuna. Todo el santo día lo pasaban enredando desde la trastienda a la cocina e inventando diabluras. Don José era el que parecía menos feliz. Estaba triste, según decía, por la falta de ocupación. Castaño, que no necesitaba tenedurías, le empleó en llevar recados y cobrar cuentas; pero aunque el buen señor desempeñaba estos encargos con docilidad, bien se le conocía que su principal gusto era no hacer nada, contemplar a Isidora, pasear con ella, y prestarle cuantos servicios hubiese menester.

Miquis solía pasar por allí, pero estaba muy poco tiempo. Como vivía enfrente, por las tardes enviaba con su criada unos papelitos que hacían reír a Isidora, a Emilia y al mismo D. José taciturno. He aquí una muestra:

«RÉCIPE.-Del extracto de paciencia, 100 gramos. Del ajetreo de máquinas de coser, c. s. Mézclese y agítese s. a. Para tomar a todas horas.

DOCTOR MIQUIS».

«¿Ves?-decía Emilia, riendo-. Te manda que trabajes y me ayudes a coser en la máquina. Este Miquis es lo más salado… ¡Y qué razón tiene! Ocuparte en algo es lo que más te conviene. Cuando se pone la atención en cualquiera labor, no hay medio de pensar tonterías».

Bien lo comprendía la enferma; así, desde el primer día empezó a adiestrarse en la soberbia máquina de Singer que Emilia poseía. ¡Bien, bien! Con un poco de aplicación llegaría a dominarla. Al siguiente, otro papelito:

«RÉCIPE.-De la infusión de raíz del olvido, 25 gramos. De esencia de modestia, 7 toneladas. Disuélvase en agua de goma, añádase la ipecacuana, o sea Juan Bou, y háganse 40.000 píldoras para tomar una cada segundo, con observación.

DOCTOR MIQUIS.

Nota. El cual entra mañana en capilla. Cantad la salve de los presos».

Aunque las recetas eran de burlas, no desestimaba Isidora la prudente lección contenida en ellas. Hizo propósito firme de trabajar, de poner en olvido ciertas cosas, originarias de su perdición, y de acortar los orgullosos vuelos de su alma. Otro papel apareció diciendo:

«Se recomienda a la enferma que ayude a su patrona en cosas de la casa para que se vaya instruyendo, y que en las horas de descanso se dé un atracón de lectura. Le recomiendo el Bertoldo, el Año cristiano o las Páginas de la Infancia. Adiéstrese en contar para que se familiarice con las cantidades. En esto le podrá servir el águila de Patmos de la Contabilidad, su padrinito. Se recomienda especialmente a la enferma que si va Juan Bou (alias Ipecacuana), le reciba con amabilidad. El pobre está triste, aunque espera una herencia.

»Nota. El patíbulo de miel está armado en la capilla de los Desamparados. Orad por Miquis».

Por la noche fue Miquis un momento cuando estaban comiendo. ¡Qué algazara! Los tres chicos corrieron hacia él, y mientras uno se le colgaba de un brazo, el otro se le enredaba en una pierna, y todos le aclamaban como si el joven doctor fuera el más divertido de los juguetes. Isidora y Emilia le sacaron el tema de su boda, y ya le felicitaban, ya le hacían burla, mientras él, tan pronto hacía el panegírico de su futura como se lamentaba de perder su libertad. Subió luego al piso principal a ver a una anciana, madre de la célebre modista Eponina. Esta era una habilidosa francesa de mucha labia y trastienda, que en pocos años había hecho gran clientela. La vecindad fue causa de que Eponina y Emilia entablaran amistad. Algunas noches bajaba la francesa a casa del ortopedista, y otras los de Castaño subían al taller de modas. Isidora ya tenía conocimiento con Eponina, porque esta le hizo algunos vestidos en los prósperos tiempos botinescos. Conocedora Eponina del buen gusto de la de Rufete, siempre que esta subía mostrábale sus galanas obras, pidiéndole parecer, de lo que Isidora recibía mucho gusto, si bien este se desvanecía con el desconsuelo de ver tantas cosas ricas que no eran para ella. Luego, al volver a la ortopedia con el cerebro lleno de peregrinas visiones de trapos y faralaes, caía en profunda tristeza…

De esta manera pasaron algunos días. Miquis les envió los dulces de la boda, acompañados de estos renglones:

«Desde la mazmorra de flores, desde el delicioso ataúd de la luna de miel, el inmolado Miquis saluda a los señores de Castaño y a la señora de Bou. Recomiendo a esta la calma. He sabido con disgusto que ha contravenido mis prescripciones higiénicas, remontándose al taller de madama Eponina, y probándose varios vestidos de baile para ver su buen efecto. Eso es muy peligroso y reproduce la fiebre. Prescribo el alejamiento absoluto de los centros miasmáticos. En los ratos que tenga libres, dedíquese la enferma a bordar unas zapatillas al Sr. Juan Bou, para lo cual dicho se está que ha de emplear dos varas de cañamazo. Eso no importa. Yo regalo el cañamazo y las lanas. La enferma irá a convalecer a la sombra del árbol de la Ipecacuana, ese árbol milagroso, señoras, que está plantado en la litografía de la calle de Juanelo, y que ansía estrechar entre sus ramas a la descendiente de cien reyes.-Saluda a todos el más novel de los maridos y el más feliz de los médicos.-MIQUIS».

Ya no se reía Isidora de las cartas y recetas. Desde el día anterior estaba muy ensimismada, y hablaba muy poco. Atribuyendo Emilia y Castaño la repentina tristeza de su amiga a que se veía apremiada por el procurador para abonar los crecidos gastos del pleito, la exploraron con habilidad; mas ninguna explicación categórica pudieron obtener de su taciturna melancolía. Un accidente habían notado que les hizo caer en desagradables sospechas: D. José, al volver de la calle, habló en secreto con Isidora, y de aquel secreto databan el abatimiento y tristeza de la joven enferma. Observando con malicia, los esposos notaron que Relimpio salía y entraba con frecuencia, como si trajera y llevara recados, y que padrino y ahijada cambiaban recatadamente palabras breves y cautelosas. Cuatro días pasaron así, cuando Isidora salió para ir, según dijo, a casa de su procurador, y como al otro día y al siguiente repitiese el mismo viaje, los esposos se alarmaron y dieron en creer que Isidora no merecía la caritativa hospitalidad que le habían dado.

Fiel como un perro y callado como un cenotafio, D. José fortalecía de tal modo su discreción, que en esta no hallaba el más breve resquicio la curiosidad de su hija. ¡José, eres una alhaja!

-III-

Y en tanto, excesivamente distraída de sus trabajos, Isidora visitaba con frecuencia el taller de Eponina, y allí se encantaba contemplando los magníficos vestidos, entre los cuales a la sazón había tres de baile. Eran para una joven condesa que tenía la misma estatura y talle de nuestra enferma. Eponina quiso que esta se los pusiera para ver el efecto. ¡Ave María Purísima!… Púsose el primero; estaba encantadora. Púsose el segundo. ¡Oh, arrebataba! El tercero…, ¡Cristo!, el tercero caía tan bien a su cuerpo y figura, que sólo la idea de tener que quitárselo le daba escalofríos. Contemplose en el gran espejo, embelesada de su hermosura… Allí, en el campo misterioso del cristal azogado, el raso, los encajes, los ojos, formaban un conjunto en que había algo de las inmensidades movibles del mar alumbradas por el astro de la noche. Isidora encontraba mundos de poesía en aquella reproducción de sí misma. ¡Qué diría la sociedad si pudiera gozar de tal imagen! ¡Cómo la admirarían, y con qué entusiasmo habían de celebrarla las lenguas de la fama! ¡Qué hombros, qué cuello, qué… todo! ¿Y tantos hechizos habían de permanecer en la obscuridad, como las perlas no sacadas del mar? No, ¡absurdo de los absurdos! Ella era noble por su nacimiento, y si no lo fuera, bastaría a darle la ejecutoria su gran belleza, su figura, sus gustos delicados, sus simpatías por toda cosa elegante y superior.

Queda, pues, sentado que era noble. ¿Por qué no era suyo, sino prestado, aquel traje, y había que quitárselo en seguida, sin poder siquiera, como los cómicos, lucirlo un momento? No era reina de comedia, sino reina verdadera. Se miraba y se volvía a mirar sin hartarse nunca, y giraba el cuerpo para ver como se le enroscaba la cola. Pero qué, ¿iba a entrar realmente en el salón de baile? Su mentirosa fantasía, excitándose con enfermiza violencia, remedaba lo auténtico hasta el punto de engañarse a sí misma.

De repente oyéronse pasos. Isidora y Epinona miraron hacia la sala inmediata, y vieron entrar a un hombre. Era Miquis.

«Pase usted, doctor-dijo la modista-, y verá usted cosa buena. Usted no estorba nunca».

Era Eponina mujer desordenada; mucho tiempo hacía que no pagaba al médico, el cual visitaba con gran celo a la anciana madre de la modista. Para hacerse perdonar su falta de conducta, la francesa era complaciente con Augusto, y le permitía entrar en su taller a todas horas y bromear con las oficialas. Al ver a Miquis, Isidora se turbó un momento. Después se echó a reír.

«¿Te asombra de verme vestida de baile?-le dijo-. Sé que me has de reñir; pero, vamos, sé franco. ¿Estoy bien así, sí o no?».

Absorto la miraba el joven, y con voz balbuciente, que declaraba su sorpresa y embeleso, dijo:

«Estás…, no ya hermosa, ni guapa, sino… ¡divina!

-Vamos, que te he hecho tilín.

-A un ahorcado no se le hace tilín tan fácilmente; pero… Abismo de flores, de veras te digo que si no estuviera con la soga al cuello… Pero no, ¡fuera simplezas! El médico, el médico es el que habla ahora».

Y esgrimió el bastón ante la imagen hechicera de la dama vestida de baile.

«Has contravenido mi plan; te has burlado de mis recetas. No te salvarás, Isidora. Yo te abandono a tu desgraciada suerte.

-Siéntese usted, Augusto; deje usted el sombrero»-dijo Eponina con melosa urbanidad.

Desasosegado, Miquis se sentaba primero en una silla, después en otra, luego paseaba, y de pie y andando, no quitaba los ojos de su enferma.

«Pues mira-le dijo Isidora con cierto descaro-, no me riñas, porque con tus medicinas tontas y con tu asquerosa ipecacuana no me he de curar, ni quiero curarme.

-Ya lo sé que no quieres. ¿Piensas que no estoy enterado de tus malos pasos de estos días? A los médicos no se nos escapa nada. ¿Quieres que te lo cuente?».

Isidora se turbó otra vez.

«Pues oye: la semana pasada llegó de Francia Joaquín Pez en el estado más deplorable. Sus acreedores, cansados ya de contemplarle, le han caído encima como buitres hambrientos. Su padre ha decidido no ampararle más y le ha echado de su casa…

-Es verdad, es verdad-dijo la de Rufete con emoción, preparándose a derramar lágrimas.

-El pobre hombre, con el agua al cuello, desesperado y sin fuerzas para luchar con su destino, ha recurrido a ti. Sé que te ha buscado; que te mandó un recadito con tu padrino; que fuiste a verle… Es cierto, ¿sí o no?

-Es cierto.

-Se ha refugiado en una miserable casa de huéspedes donde no hay más que toreros de invierno, jugadores y gente perdida… Le visitaste hace cuatro días; has ido después varias veces… Lo sé por el ama de la casa, que es una Aspasia jubilada, y tiene relaciones con uno de mis más desgraciados enfermos. Reflexiona lo que haces, mira bien qué pasos das y entre qué gente vas a meterte.

-Es verdad lo que has dicho. ¿Cómo es que todo lo sabes y todo lo averiguas?-dijo Isidora, rompiendo a llorar-. Augusto, ten compasión de mí. No, no me digas cosas… Él está perseguido, huye de la justicia, y ha tenido que refugiarse en un sitio, que por ser tan malo, le ofrece seguridad. No se comunica con ninguno de la casa. No le denuncies, ni me riñas a mí porque no he querido abandonarle en la desgracia.

-Perdóneme usted, amiguita-indicó Eponina con bondad-, me va usted a estropear el vestido; me lo está usted mojando con sus lágrimas.

-Me lo quitaré-replicó Isidora haciendo un gesto de niña mimosa-. Miquis, haz el favor de pasarte a la sala, que me voy a mudar de traje».

Alejose un rato el médico. Cuando volvió, ya Isidora había tomado su forma primera. Se abrochaba su vestidillo humilde diciendo: «Ya tengo otra vez la librea de la miseria».

Eponina salió, dejándolos solos. De repente Isidora se fue derecha hacia Miquis, y cruzando las manos delante de él, le dijo con acento de intenso dolor:

«¡Amigo, estoy desesperada!

-¿Qué tienes?-le preguntó él, sintiendo ante aquella pena y aquellas lágrimas una cobardía dulce.

-¡Estoy desesperada! A ti me dirijo, a ti que eres bueno y me conoces hace tiempo.

-¿Bueno yo?…-dijo Augusto con ironía-. A ver, ¿qué quieres?

-Necesito…, ¿tendré que decírtelo?…, necesito dinero.

-Ya…

-Yo no puedo estar así. Váyanse al diablo tus recetas. Te diré…, yo quiero vivir y esto no es vivir.

-Dinero para el Pez.

-No, no; lo necesito para mi procurador y para mí. Estoy vestida de harapos… No me riñas, cada cual tiene su manera de ver las cosas de la vida. Sé que me vas a sermonear, y hablarme de moral y qué sé yo… No entiendo tus medicinas. Te diré… Dios no quiere favorecerme, Dios me persigue, me ha declarado la guerra…

-¡Qué pillín!

-Yo quiero ir por los buenos caminos, y Él no me deja-prosiguió Isidora con tanta agitación que parecía demente-. Veremos si al fin me favorece. Te diré…; lo que importa es que yo gane ese pleito. Cuando lo gane, tomaré posesión de mi casa… Mucho siento no poder llegar a ella con todo el honor que mi casa merece…, pero ¿qué hacer ya? Entretanto, amigo, la miseria me es antipática, es contraria a mi naturaleza y a mis gustos. La miseria es plebeya, y yo soy noble.

-Isidora-declaró Augusto con seriedad-, al nacer te equivocaste de patria. Debiste nacer en Francia. Eres demasiado grande, eres un genio y no cabes aquí. ¿Quieres el último consejo? Pues vete a París. Allí encontrarás tu puesto. Aquí te degradarás demasiado. Aquí no las gastamos de tanto lujo como tú».

Levantose para marcharse.

«No, no te vas-dijo ella deteniéndole con fuerza por un brazo-; no te vas sin decirme si puedo contar contigo.

-¿Para qué?»-murmuró el médico temblando.

¡Sentía un frío…!

«Yo necesito una cantidad-dijo Isidora febril, los labios secos.

-No puedo… complacerte-repuso el joven, dejándose caer en una silla.

-Sí puedes, sí puedes. ¡Augusto, por amor de Dios!…, socórreme, socórreme. Te diré…

-Si es nada más que un socorro…».

Miquis, turbado hasta lo sumo, aprecio con rápida ojeada interior su situación. ¡Se había casado seis días antes, estaba en la luna de miel!… ¡Ser traidor a su joven y amable esposa! «No, no, no», gritó para sí, y luego, en voz alta:

«Pobre mujer, criminal o desgraciada, noble, plebeya o lo que seas, yo no te puedo amparar… Busca en otra parte…

-¡Ah! ¡Qué amigos estos!-exclamó ella en lo último de la angustia-¡Y luego nos injurian si al vernos desamparadas corremos a la degradación! Bueno, bueno; me perderé, me arrastraré».

Miquis cerró los ojos para no verla. Si la veía un momento más estaba perdido… Por lo que, sin añadir una palabra, echó a correr fuera del gabinete y de la casa.

Iba por la calle adelante, satisfecho de su triunfo, cuando sintió rápidos y leves pasos detrás de sí. Al mismo tiempo oyó que le llamaban. Una mujer corría tras él. Al reconocer a Isidora, el pobre médico tembló de nuevo.

«Tengo un recelo-le dijo Isidora agitadísima, la voz balbuciente, la expresión turbada y agoniosa-. No me has comprendido… Habrás creído tal vez que deseo ser tu querida, que te he propuesto que me compres… No me juzgues mal; yo quiero ser honrada. Si no lo consigo es porque…, te diré…

-¡Honrada!

-Sí, sí. No me comprendes. Sí me socorres, yo te pagaré…, dinero por dinero.

-Déjame en paz-dijo Miquis retirándose.

-No, no te vas-replicó ella deteniéndole con fuerza-. Estoy desesperada. Necesito… En último caso, paso por todo.

-Soy pobre.

-La desesperación es ley, Augusto. Te hablaré con el corazón; te diré… Yo no quiero más que a un hombre. Por él doy la vida, y en último caso el honor… Di, ¿me favoreces?

-Lo que necesitas, ¿es para comer?

-No; necesito mucho.

-No puedo, no puedo».

«Augusto, Augusto-exclamó ella colgándosele del brazo-. Mi necesidad es tan grande, que no puedo tener tesón ni dignidad, ni nobleza. Yo no te quiero, no puedo quererte; pero como Dios me abandona, yo me vendo».

Pausa. Miquis la miraba pestañeando. Sobre ambos, un farol de gas alumbraba con rojiza luz aquella escena indefinible en que la necesidad desesperada, de un lado y la integridad vacilante de otro, se batían con furor. ¡Dinero y hermosura, sois los dos filos de la espada de Satanás!

«Soy pobre-repitió Miquis, haciendo un esfuerzo-; vete a París.

-¡Augusto!».

Augusto sintió cólera. Aprovechándose de aquel movimiento del alma, desprendió su brazo de la mano de Isidora, y con toda energía le dijo:

«Dios te ampare».

Ya estaba distante cuando oyó esta voz sarcástica: «¡Farsante!».

Aquella misma noche desapareció Isidora de la casa de sus buenos amigos, dejándoles un papelito que decía:

«Emilia, Juan José, amigos queridos: no soy digna de vivir en vuestra casa. Cuidad de mi hijo esta noche. Tened lástima de mí».

Capítulo XI

Otro entreacto

En el famoso pleito de filiación había terminado la prueba; varios testigos habían declarado y ambas partes respondido a infinitas preguntas, repreguntas y posiciones; una bandada de golillas revoloteaba en torno a las ramas de aquel árbol de escaso fruto; se había presentado el alegato de bien probado; se aproximaba la vista, a que seguiría la sentencia, y con esto la demandante se las prometía muy felices. Verdad que en la prueba, llamada Isidora a manifestar algún recuerdo de su niñez por donde se viniera a aclarar su nacimiento, no pudo suministrar noticia alguna que ayudara eficazmente a su defensa.

Las declaraciones de los testigos eran desacordes y confusas por todo extremo. Un tal Arroyo, del Tomelloso, amigo del Canónigo y de Tomás Rufete, confirmaba la pretensión de Isidora. Un tal Arias depuso en términos diametralmente opuestos, y D. José de Relimpio, llamado también, declaró en términos categóricos a favor de la que llamaba su ahijada; mas su declaración, falta de solidez, daba lugar a dudas acerca de la sinceridad del anciano. Sobre tan misterioso asunto, él no sabía gran cosa. Sabía, sí, y esto no podía dudarlo, que en 1851 había sacado de pila a una niña, hija de Tomás Rufete. A los seis meses no cabales, Relimpio y Rufete riñeron por cuestión de una pequeña herencia y estuvieron siete años sin hablarse ni tener trato ni comunicación alguna. Hechas las paces al cabo de tan largo tiempo, ambas familias volvieron a entrar en relaciones. Entonces vieron los de Relimpio que en casa de Rufete había dos niños, Isidora y un varoncillo de dos años. Tomás dijo a Relimpio con misterio que su hija había muerto y que aquella que vivía y el niño se los había dado a criar una dama que no nombró. Don José, que no había visto a Isidora desde la edad de seis meses, no podía, por el rostro de ella, discernir si era cierto o falso lo que afirmaba su pariente; pero por costumbre siguió llamándola ahijada, y desde entonces comenzó el cariño de que tan grandes pruebas diera más tarde. En cuanto a Francisca Guillén, nunca pudo Relimpio obtener de ella una declaración terminante acerca de las dos criaturas que pasaban por suyas. Cuando Tomás estaba en el Tomelloso, la buena mujer aventurábase a decir algo, que llenaba de gran confusión a D. José; pero cuando el otro volvía, todo eran vaguedades y misterios.

Esto era lo que Relimpio sabía, y estos breves datos y sus conversaciones, no largas, con Tomás y Francisca, debieron de haber constituido su declaración; pero, llevado de un sentimiento de caballeresca protección a la desgracia, hizo las afirmaciones más conformes con su deseo y el de su ahijada. Sigamos ahora los pasos de Isidora, de cuyo paradero ni Emilia ni Juan José tenían noticia alguna. Tres veces en dos días había ido la pícara a ver a Riquín, porque la ortopedista no se lo había querido entregar; pero ni con preguntas capciosas pudo obtener de ella un indicio del sitio en que moraba. Debía de saberlo don José; mas también guardaba fielmente el secreto. Tristeza tan profunda dominaba al buen tenedor de libros, que con el peso de ella parecía habérsele aumentado la cuenta de los años, extremando su vejez. Casi todo el día lo pasaba fuera de su casa, y cuando entraba en ella anunciábase con suspiros. Había perdido el apetito, dormía muy mal y tenía los sueños más raros del mundo. Soñaba que se batía en duelo de honor con Pez, Botín y otros caballeros, y que a todos les mataba, sacándoles hasta la postrera gota de sangre. ¡Horror de los horrores!

Pero si Relimpio era la misma tristeza, otro personaje muy conocido nuestro, el gran Bou, veía de súbito compensadas sus desdichas amorosas con una gran ventura en cuestión de intereses. ¡Oh! Si la ingrata se aviniera a dar el deseado , el Obrero-Sol sería un ejemplo de hombre venturoso cual pocas veces se ha visto sobre la Tierra. Diríase que la Providencia cristiana, no menos caprichosa a veces que la pagana Fortuna, se había propuesto abrumarle de bienes positivos, negándole los que su corazón apetecía, y le colmaba de frutos riquísimos sin dejarle ver y gozar la flor hermosa del amor. Desde la visita al palacio de Aransis empezó la tal Providencia a divertirse con él. En el espacio de quince o veinte días le quitaba por un lado toda esperanza de amor, y dábale por otros tres gollerías o momios pecuniarios a cuál más valioso. Primero: aseguró un buen negocio contratando cierto trabajo de impresiones y etiquetas con un afamado industrial; segundo: percibió una herencia de ciento setenta mil reales; tercero: se sacó un segundo premio de lotería, importando cinco mil duros. ¿Qué tal? Aun con ser estos embolsos un estorbo más para llegar a la deseada liquidación social, Bou se guardó su dinero y se puso muy contento, considerando en lo más escondido de su mente, que bien podía aplazarse la tal liquidación, o exceptuar de ella, en el punto y hora en que se hiciera, el dinero de la gente honrada.

Miquis, que le apreciaba y se reía con él, fue a darle la enhorabuena, y le encontró en su taller trabajando como siempre. Bou se levantó, saludó a gritos, estrujó la mano de su amigo, y después fue acometido de una tos tan violenta, que su cara parecía un cuero de vino, y el ojo rotatorio estuvo a punto de desalojar su holgada órbita y caerse al suelo.

«Ese alquitrán, hombre, ese alquitrán…

-Déjese usted de alquitranes y de potingues. Ni curas ni boticarios me sacarían un cuarto. Que coman yerba…, ¡hala! Y a ustedes los médicos, si yo arreglara el mundo, los pondría a que me barrieran las calles, a que me desecaran los pantanos, a que me desinfectaran las alcantarillas… Ahí es donde están las enfermedades.

-Pues a los litógrafos los pondría yo a que me afeitaran todas las ranas que se pudieran coger… Pero vamos al caso… ¿Convida usted o no convida?

-Sí, señor; convido a una copita… y nada más.

-¡Qué miserable! Yo esperaba un banquete regio.

-No me gustan aparatos ni bulla.

-Hombre, siquiera un cubierto de cincuenta reales…, cuatro amigos…

-Pues palante-exclamó el catalán, disparando su risa-, y aunque sea de doscientos reales. Pero cuatro o cinco amigos nada más».

Siguieron hablando de la buena fortuna. Bou la había recibido con calma y no pensaba hacer locuras. Si al fin se casaba, seguiría trabajando, con el mismo sistema de vida modesta y obscura. Pero si no se casaba, tenía el pensamiento de proporcionarse algunas satisfacciones, porque ¡voto va Deu!, no hay dinero más soso que el que uno deja a sus herederos cuando se muere. Es necesario irse al otro mundo sin poder contar por allá algo de lo poco bueno que hay en este; y luego, si viene la liquidación, si tocan a desamortizar, es triste cosa que le limpien a uno sin haber sido sanguijuela por un poco de tiempo. El trabajo es bueno, magnífica cosa, sí señor, admirable en extremo; y los holgazanes que se aprovechan del trabajo del pobre para gozar, son unos pillos, sí señor, grandes tunantes; pero el obrero que tiene una ocasión de introducirse, siquiera sea por breve tiempo, en el palacio encantado de los goces mundanos, debe hacerlo, aunque no sea sino por conocer el género de vida de las sanguijuelas y tenerlo en consideración el día en que se ajusten cuentas. Él (Juan Bou) había pensado esto, y sacado en consecuencia que las teorías puras no resuelven la cuestión social; es preciso estudiar prácticamente los excesos de la holgazanería.

Aprobó Miquis cumplidamente estas ideas y con toda energía excitó a su amigo a probar las escasas dulzuras de esta corta vida, ya que sin quererlo tenemos siempre entre los labios sus amarguras, y pues la ocasión de ser dichoso no se presenta siempre, aprovéchese cuando viene, que tiempo hay de sobra para privaciones, disgustos y penas.

«Supongo-añadió-que andaremos en coche y a caballo, que tendremos buena mesa y palco en el Real».

Echose a reír Juan Bou y dijo que no pensaba correrse mucho, ni hacer el oso, ni ponerse en ridículo como un indianete sin seso; que tan sólo obsequiaría a cuatro amigos, y que sin abandonar su taller, trataría de ver qué sabor tiene la sangre del pueblo.

Después nombró Miquis a la ingrata, y oído su nombre, se puso tan serio el otro, que parecía haber perdido en un instante todo su contento. No habrían dejado aquí un tema tan del gusto de ambos si en aquel punto no hubiera entrado D. José, el cual se turbó al ver al médico. Bou, también algo turbado, pidió perdón a Miquis y se fue con Relimpio a un despachito cercano, donde Augusto les oyó secretearse.

«Le ha traído una carta o recadillo-pensó el doctor, proponiéndose no darse por entendido-. Ya, ya…».

Don José salió, al parecer con otra esquela o recadito verbal, aunque es más probable que llevara lo primero, y al salir habló a Miquis del tiempo, de política, de Cánovas y de que las tropelías de los ingleses en el campo de Gibraltar daban motivo a España para exigir de Albión que nos devolviera aquel pedazo de nuestro territorio. Augusto se mostró conforme con estas patrióticas ideas y le dejó marchar, compadecido de su aspecto caduco y del azoramiento que el semblante del pobre viejo declaraba. Convidado por Bou al banquete que celebraba a la siguiente noche, fue D. José vestido con su levitita anticuada y su corbata azul de alfiler. Grave y silencioso estuvo toda la noche, sin que los demás comensales pudieran comunicarle su alegría. Era tan flojo de cerebro, que en cuanto bebía dos copas se ponía perdido, y he aquí que al probar el Champagne, el buen tenedor de libros, después de haber dado varias pruebas de no ser dueño de sus ideas, se dirigió a Juan Bou y con lengua solemne aunque torpe, le dijo:

«¡Caballero, usted me dará una satisfacción, o me veré obligado a llevar la cuestión a un terreno…!».

Todos prorrumpieron en risas. Exacerbado con ellas el humor pendenciero de D. José, se puso éste como la grana, y uniendo el gesto impetuoso a la dicción enfática, añadió:

«Porque usted se empeña en mancillar el honor de una joven de altísima familia, y yo no permito, ¿lo entiende usted?, no permito… ¡yo que soy su segundo padre…!

-Tiene razón-dijo Miquis-. Esto no puede quedar así. El lance es inevitable.

-Inevitable-gritó Relimpio descargando el puño sobre la mesa y rompiendo un plato-. Elija usted hora y arma. Si quiere usted, a la hora del alba…

Al matutino albore…».

Lo más particular fue que Bou, que también era hombre incapaz de llevar con aplomo tres copas de vino blanco, empezó a disparatar. Primero se rió mucho, después todo su empeño era abrazar a D. José y llamarle su amigo. Relimpio, por el contrario, más se enfurecía a cada instante. Los otros le incitaban, y sabe Dios cómo habría concluido el lance si el catalán, que brindaba a cada momento, no diera de improviso con la mole de su cuerpo en tierra.

Levantose en esto D. José y señalando con dramático acento el cuerpo que parecía cadáver, dijo:

«¡La suerte me ha sido favorable, caballeros, señal de mi derecho! ¡Le he matado!… He salvado el honor de una eminente doncella, de aquella hermosa entre las hermosas, de aquella oriental perla, de aquel serafín…».

Dio tres o cuatro pasos en falso, giró como un trompo, y fue a caer en un diván de hule, donde Miquis le mojó la cara.

Capítulo XII

Escenas

-I-

JOAQUÍN.-(Solo, paseándose meditabundo por la habitación, que es de bajo techo, sucia, con feísimos y ordinarios muebles, todo en desorden.) Ni un día más durará esta vida. Protesto con toda mi energía de ser racional y libre, declaro absurdo y necio el deber de vivir. No hay tal deber. Cuando la sociedad nos declara la guerra, o hay que rendirse entregándole las llaves de la plaza del alma, por otro nombre la vergüenza, o hay que tomar las de Villadiego, emigrando a la eternidad. Este es el dilema, the question, como decía el otro: o vivir sin decoro, o buscar en la muerte la imposibilidad absoluta de ruborizarse. Opto por morir. (Da un gran suspiro, alza los ojos del suelo, y fijándolos en un espejo que hay en la pared, sucio de moscas y con gran parte del azogue borrado, se contempla en silencio un gran rato.)-¿Eres tú, imagen que aquí veo, la de Joaquín Pez? Te desconozco. Tú no eres yo. Yo era hermoso, y tú, con esa palidez de Santo Cristo viejo y sin barniz, das grima. Mis ojos derramaban la alegría y la felicidad y los tuyos están mortecinos y sin brillo. ¿Cómo puedo creer que el hombre mejor vestido de Madrid sea este que aquí veo dentro de esta levitita abotonada hasta el cuello, con los ojales rotos y los bordes grasientos y con flecos? No: el hombre que, a la hora que es, no ha tomado más que un café y un poco de pan, no puede ser el Joaquín Pez que yo conocí. (Da media vuelta y sigue paseando.) Me repugno, me doy asco. Vivir así es peor que cien muertes.

»Ya no puedo pasar mucho tiempo sin que me descubran. Me prenderán, me meterán en la cárcel… ¡Qué iniquidad! (Se conmueve.) Soy un desgraciado, un hombre débil que no conoce el orden; soy un tonto; no tengo sentido común, no sé arreglarme…, no valgo dos cuartos. Cuanto se diga de mí en este sentido es justo. ¡Pero acusarme de estafador!… Que en París contraigo deudas; que me vengo a España con intención de pagar; que un francés sale escapado detrás de mí persiguiéndome; que le entretengo unos días; que me endosan unas letras para que las cobre; que las cobro y pago al francés; que los acreedores de aquí, envidiosos de ver la buena suerte del extranjero, se me echan encima, me ahogan, me embargan, me despojan la casa; que mi padre se enfurece y riñe conmigo y me retira su apoyo; que el dueño de las letras me exige su dinero; que no se lo puedo dar; que le pido un plazo; que me lo niega; y tomándolo por la tremenda da parte a la Justicia; que corro y me afano buscando un prestamista, y no lo puedo encontrar; que protesto de mis buenas intenciones y de mis deseos de cumplir, y nadie me cree; que me acusan de trapisondista y de estaf… No, no lo puedo sufrir. En mí hay error; pero mala fe, jamás. La ligereza, ¿será hermana del crimen?…

»He recurrido al juego y no he tenido suerte; se han conjurado contra mí hasta los abominables ganchos de los garitos. Es una guerra universal contra el infeliz caído; es la venganza de la cursilería contra el que fue ídolo de la sociedad y de las damas, hombre de moda y verdadero tipo del bien vestir. (Dando un gran suspiro.) Yo juro que no se reirán de mí; no, no me humillaré; no haré el mamarracho. Es preciso acabar dignamente. Cada cosa que pierde el cimiento cae según su natural condición. Caeré con catástrofe, como las torres, y los que oigan el estrépito de mi fin dirán: «Este es un hombre»… (Acércase a un rincón en que hay una percha, de la cual pende un gabán. Toca la tela, reconociendo por fuera algo que abulta dentro de un bolsillo.)Aquí estás, pasaporte, billete de ida sin vuelta. Te guardaré en el cajón de la mesa (Lo hace.) para que no te vea Isidora, que se asusta tanto de las armas de fuego. Ayer te vio y quiso tirarte a la calle. Esta noche, tú y yo nos entenderemos. Las horas, que se arrastran pesadamente de la mañana a la noche, despidiendo como una baba pegajosa, empapan mi alma en desesperación. Esto ya no es vivir. Hágome cuenta de que ya se acabó todo, y voy a escribir. No quiero irme sin decir algo a ciertas personas. (Se sienta en una claudicante silla, junto a la más derrengada mesa que es posible ver, y escribe.) Suprimiremos la fórmula vulgar de «A nadie se acuse de mi muerte». Diré a mi padre que… Siento pasos. Isidora viene. Esta desgraciada es el único ser que ha tenido la abnegación de unirse a mí y ampararme cuando me ha visto abandonado por todos. ¡Oh corazón generoso! Ha querido confortar mis penas con sus ilusiones y mi desesperación con su esperanza. Cuando la veo, me dan ganas de vivir y de ser bueno y arreglado y de unirme para siempre con ella. Aquí está…».

-II-

ISIDORA.-(Entra con muestras de cansancio. Viene humildemente vestida y trae un lío de ropa. Siéntase en un sofá inválido que se inclina más de un lado que de otro, y poniendo sus ojos llenos de dulzura en Joaquín, espera que este le dirija la palabra.) ¡Dios mío, qué escalera!

JOAQUÍN.-Más grande es la del Paraíso; al menos así lo dicen, que yo no la he visto.

ISIDORA.-¿Ha venido mi padrino?

JOAQUÍN.-No he tenido el gusto de ver a su señoría.

ISIDORA.-¡Cuánto he andado, cuánto he corrido hoy!… He vuelto a casa de Emilia para ver a Riquín. He querido traérmele, temiendo que les molestase; pero Emilia no lo ha consentido… Hemos llorado… (Se conmueve.)

JOAQUÍN.-Has hecho bien en dejarle allí. En ninguna parte estará mejor.

ISIDORA.-(Suspirando fuerte.) ¡Ay! Dios de mi vida, ¡qué angustia! Por fin he logrado reunir… (Lleva la mano a su bolsillo como para defenderlo de un brusco movimiento de Joaquín.)-No, no te doy un cuarto. Déjame, que yo iré arreglando las cosas. Por de pronto es preciso que salgas de aquí. Esta casa es una pocilga, y ¡qué vecindad, qué huéspedes, qué patrona! Anoche no me dejaron dormir estos torerillos y demás gentuza que cantaba y daba palmadas en el comedor. Pero di, ¿no hallaste otro sitio mejor en que meterte?

JOAQUÍN.-(Con desaliento.) Perseguido, aterrado, aturdidísimo, me dejé conducir por un amigo, Pepe Nules.

ISIDORA.-Pues ya tengo para pagar los ocho días que has estado aquí. Yo no he estado más que tres. El gasto es poco. Hoy te haré traer comida buena de la fonda.

JOAQUÍN.-No te apures por eso…; lo mismo me da.

ISIDORA.-Y mañana irás a una casa más decente.

JOAQUÍN.-(Con indiferencia.) ¿Para qué?

ISIDORA.-Para que vivas con más decoro.

JOAQUÍN.-¡Ideas convencionales!

ISIDORA.-(Pensativa.) Ayer te dije que tomaría una casita, y nos íbamos a vivir juntos, ocultamente, sin que nadie se enterara. Ya he reflexionado, y eso no puede ser.

JOAQUÍN.-Esas ideas de vivir ocultamente, y eso de hacer un nido y… (Riendo.)Estupideces, hija. Eso lo pueden hacer los pájaros, que no conocen la acuñación de moneda. Estamos dejados de la mano de Dios. No hay que pensar en casita ni en simplezas. Los novelistas han introducido en la sociedad multitud de ideas erróneas. Son los falsificadores de la vida, y por esto deberían ir todos a presidio.

ISIDORA.-No te desesperes. (Sonriendo con dulzura.) ¿Y si yo te dijese que tengo probabilidades de reunir algún dinero?

JOAQUÍN.-Tu dinero nos serviría para ir pasar dos días, tres. Luego volveríamos a la misma situación de miseria, y como tus riquezas no habían de ser tales que yo pudiera con ellas romper este cerco en que me hallo…

ISIDORA.-(Con cariño.) ¿Y si yo pudiera…?

JOAQUÍN.-Ta, ta, ta. Tú vives de ilusiones. Aquí tenemos otra vez la fantasmagoría del pleito. Siempre crees que mañana te duermes Isidora y te despiertas marquesa de Aransis, harta de millones. No sé cómo, con tu buen talento, vives así, engañada por el deseo.

ISIDORA.-Vamos, hoy todo lo ves negro.

JOAQUÍN.-Es que todo se ha vuelto ya retinto para mí.

ISIDORA.-Si quieres que no riñamos, no me hables del pleito con ese desprecio. Yo tengo confianza, y quiero que tú la tengas también. El procurador me ha dicho que es cosa ganada… Tardará algún tiempo, porque mi abuela apelará; pero de que lo gano, no te quede la menor duda.

JOAQUÍN.-Pues poniendo las cosas a tu gusto, siempre pasarán tres, cuatro o cinco años antes que lo ganes. Ayúdame a sentir. Ni cómo he de remediarme yo ahora y sortear mi deshonra, con esos caudales que todavía no se han acuñado.

ISIDORA.-Al darte esperanzas, no me refería precisamente al pleito. Yo pensaba conseguirte el dinero con un préstamo.

JOAQUÍN.-¡Un préstamo! (Con estupor.)

ISIDORA.-En fin, yo me entiendo… No te desesperes…

JOAQUÍN.-No creo ya en los préstamos, como no creo en los milagros. (Da media vuelta y se pasea otra vez.)

ISIDORA.-(Aparte, y después de mirar un rato a Joaquín). Es preciso sobreponerse a la desgracia… Arreglaré el cuarto que parece una leonera.

Larga pausa. Durante un momento, ambos personajes callan. Isidora coloca las sillas con cierto orden, arregla las camas, quita el polvo. Cuando limpia el espejo, se mira un poco, y dice: «Parezco que sé yo qué. (Alto.) Hoy traeremos dos cubiertos de la fonda.

JOAQUÍN.-Como tú quieras. El comer bien o el comer mal me es indiferente; pero, pues tú lo quieres, comamos bien, que nada se pierde en ello.

ISIDORA.-(Sentándose fatigada.) La miseria, hijo, me espanta. No tengo un vestido decente que ponerme… ¿Pues y tú? ¡Y a esto llaman vivir!…

JOAQUÍN.-La vida sin dinero es una enfermedad del cerebro, una fiebre galopante, una meningitis. Ni el amor es posible en la pobreza. Mete a los amantes más finos y más exaltados, a Romeo y Julieta, por ejemplo, en un cuchitril, donde no tengan más que el consabido pan y cebolla, y a los dos días se arañan la cara. La miseria es enemiga del alma humana. Con ella no es posible el talento, ni los afectos, ni la amistad, ni el arte, ni la dignidad, ni nada. Es la forma sintética del mal. Oye, oye, Isidora: el reloj de las monjas ha dado las tres. Tengo una debilidad… Si persistes en el sibaritismo de traer algo de la fonda, mándalo traer pronto, ya sea almuerzo, ya comida, porque me muero de hambre.

Nueva pausa, durante la cual entran una criada de la casa y un mozo de la fonda. Este sirve el almuerzo. Joaquín demuestra más apetito que Isidora.

ISIDORA.-(De sobremesa.) ¿Qué tal?

JOAQUÍN.-Los langostinos estaban muy buenos; el bistec me ha rejuvenecido. ¡Bendita seas tú, que siempre tienes ideas grandes! Eso de sorprenderme con dos botellas de Champagne prueba que en ti todo es noble, lo mismo el corazón que la cabeza. Dejaremos una botella para mañana, porque la economía es la primera de las virtudes; no, la segunda, que la primera es cuidarse bien.

ISIDORA.-Alguna otra sorpresa he de darte todavía. Dime, ¿mereces tú lo que hago por ti?

JOAQUÍN.-No lo merezco ciertamente. Muchas veces te lo he dicho. Eres un ángel…, no de esos ángeles desabridos que pintan en los cuadros y en las poesías, los cuales vienen con consuelillos de moral emoliente, sino un ángel mundano que derrama sobre el corazón del desgraciado bálsamo eficaz. En una palabra, eres un ángel práctico. Bien se conoce en todas tus acciones la nobleza. Podrás equivocarte, cometer faltas; pero ser innoble, jamás. No sé si me explicaré diciendo que tienes la elegancia del alma.

ISIDORA.-Tienes razón. Seré cualquier cosa; seré… mala si se quiere, pero ordinaria jamás.

JOAQUÍN.-Indudablemente eso está en la sangre. ¡Por vida de…! Si no ganas ese endiablado pleito, no hay justicia en la tierra… ni en el cielo. ¡Ay! Isidora, no sé por qué el Champagne da a mi alma un vigor que ya no tenía. Ello es que siento deseos de echarme a pensar cosas agradables. Isidora, Isidora, mujer mía. (La abraza tiernamente.) Entretengámonos un momento con ilusiones…

ISIDORA.-(Riendo.) Mejor es soñar que ver.

JOAQUÍN.-Ganarás el pleito… Yo me casaré contigo…

ISIDORA.-(Entristeciéndose súbitamente.) En lo primero creo, en lo segundo no. Esa ilusión es demasiado bonita para que pueda engañar.

JOAQUÍN.-¿Por qué lo dices?… ¿Porque te lo he prometido muchas veces, y nunca lo he cumplido? Ahora…

ISIDORA.-Ni ahora ni nunca. Tú no te casarás conmigo. (Derrama unas lágrimas.)

JOAQUÍN.-El mundo es olvidadizo, tontuela.

ISIDORA.-Pero no tan olvidadizo que…

JOAQUÍN.-Y en seguida que nos casemos, haremos un viaje por Italia y Suiza.

ISIDORA.-O por Inglaterra y Escocia. (Con toda su alma.) ¿Sabes que de tanto oír hablar de Italia me apesta la tal Italia? Mas quiero ver a Londres, sus inmensas calles, sus muelles que no tienen fin, sus parques… Aquello sí que es grandeza. Te diré… Luego haría una excursión por Escocia, ¡donde hay unos lagos preciosos y unas montañas…! Por allí andan las ladys visitando grutas, escudriñando ruinas y pintando paisajes. No hay nadie que entienda como esa gente inglesa el modo de hacer vida elegante en medio de la Naturaleza. Botín, que ha estado en Inglaterra, me contaba cosas que me hacían feliz.

JOAQUÍN.-Pues si lo prefieres, iremos a Londres y Escocia.

ISIDORA.-Calla, calla. Te diré… Iré yo sola, o contigo, si quieres acompañarme… Porque no me casaré, Joaquín; viviré soltera riéndome del mundo.

JOAQUÍN.-¡Soltera! Si yo no me casara contigo, tendrías ocho mil pretendientes por semana.

ISIDORA.-(Decidida.) A todos les daría con mi puerta dorada en los hocicos. ¡Soltera, libre! Vestiré muy bien, protegeré las artes, seré una gran señora. Te diré… Mi casa va a tener que ver, porque no entrará en ella nada que no sea de lo más escogido. No has de ver ni cosas vulgares, ni tapicerías chillonas, ni objetos de mal gusto, ni cosa alguna que se vea en otra parte. Compraré cuadros de los grandes maestros, y tapices y antigüedades, y todo lo que sea curioso sin dejar de ser bello, porque las rarezas sin hermosuras me desagradan como las bellezas comunes.

JOAQUÍN.-¡Bendito sea tu talento!

ISIDORA.-En mi casa no entrarán los tontos; eso puedo jurártelo. Me rodearé de hombres discretos, distinguidos. En fin, será mi casa la academia del buen gusto, del ingenio, de la cortesía y de la inteligencia. Daré conciertos de música clásica.

JOAQUÍN.-(Con un poco de malicia.) ¿La has oído? ¿Te gusta?

ISIDORA.-Yo no sé si la he oído o no; pero puedo asegurar que me gusta. Te diré… ¿Hay una música en que no se oigan esos mil sonsonetes de ópera que conocemos por los organillos, las bandas militares y los cantantes de afición? Pues esa es mi música. Lo que te puedo asegurar es que un día fui al salón del Conservatorio a oír los cuartetos y me gustó tanto, que estaba embelesada… Aquello era un coro de serafines con guante blanco. ¡Qué sensaciones tan delicadas! Yo me remontaba a un cielo que también era salón.

JOAQUÍN.-(Con arrobamiento.) ¡Isidora, tú eres noble!

ISIDORA.-Te diré… Oyendo aquella música, yo me olvidaba de todo y bendecía a Dios, que no me ha hecho vulgo… Vamos a otra cosa. Yo no entiendo de pintura; pero cuando tenga mi casa, entrarás en ella, y te desafío a que encuentres algo que no sea superior. Me atengo a los grandes maestros, y como he de ser muy rica, me formaré una buena colección. También tendré contemporáneos, siempre que sean muy escogidos. Tres o cuatro veces nada más he estado en el Museo. ¡Qué cosas, hijo! Aquello sí es grande. Con el talento que hay colgado de aquellas paredes había para hacer un mundo nuevo si este se acabase. Yo me figuraba que había pasado a otro mundo, a Venecia, a Roma, a la corte del Buen Retiro. Unas veces creía que estaba cubierta de brocados y otras que andaba a la ligera como se anda por el Olimpo. Aquella es belleza; chico, aquella es gracia. Yo decía: eso lo siento yo, esto es cosa mía, esto me pertenece…

JOAQUÍN.-(Con entusiasmo.) ¡Eres noble, eres noble!

DON JOSÉ.-(Entrando súbitamente, produce, con la irrupción inesperada de su personalidad, un abatimiento brusco del exaltado vuelo de su ahijada.) Aquí estoy.

ISIDORA.-¡Ah!… Don José…

DON JOSÉ.-(Aprovechando el momento en que Joaquín vuelve la espalda, da un papelito a Isidora.) Toma.

ISIDORA.-(Guardando el papelito.) Padrinito, ahora debe usted retirarse. Es de noche y estará usted cansado. Mañana le necesito. Pero no se moleste usted en subir. Aguárdeme en la puerta y me acompañará a varios sitios donde he de ir.(Despidiéndose con una mirada cariñosa.) Abur.

DON JOSÉ.-(Con cierta reconcentración shakespeariana.) La sangre que destila de mi corazón amarga mis labios. (Exit.)

-III-

Es de noche. Agonizante luz de un quinqué con pantalla torcida y sucia alumbra la estancia. JOAQUÍN, cansado de dar vueltas por el cuarto y de fumar cigarrillos, se arroja vestido a la cama y se duerme. ISIDORA se reclina en el sofá y cierra los ojos. Pero no pudiendo dormir, habla consigo misma.

«Decididamente optaré por el canelo con combinación níquel, por el azul de ultramar y por el negro con combinación de brochado, oro y cardenal… En los sombreros no determino nada hasta no enterarme bien. ¡Ay Jesús!, lo primero que tengo que hacer es tomar un profesor de francés… Supongamos que cuando menos se piensa, mañana, o la semana que entra, o el mes que entra, gano el pleito; bien porque lo gano, bien porque la marquesa se cansa, reconoce su terquedad, y cede y me llama y me dice… Hace días que me estoy figurando esto y nada tendría de particular que lo que pienso resultase verdad. Pues bien: mi abuela me llama el mejor día; voy allá, subo, entro, espero un ratito en el gabinete del piano, sale ella, me mira, me toma las manos, me las aprieta mucho y me dice: «Basta de pleitos, hija; abracémonos». Y me abraza, y yo me echo a llorar, y ella también, y todo queda concluido, y yo en la casa y en posesión de lo que es mío… Supongamos esto, que es lo más natural, lo más lógico. ¡Qué alegría tan grande, Dios de mi vida! Entonces sí que podré tener cuanto necesite y cuanto me agrade sin humillarme. Sacudiré la tierra que se haya pegado a las suelas de mis botas, y diré: «Ya no más, ya no más lodo de las calles». El cristal más puro no podrá compararse entonces a mi conciencia. Seré tan honrada como los ángeles… Levantaré mi frente…(Se interrumpe y da un gran suspiro.)

»¿Pero podré levantarla con el peso de ciertas cosas de mi vida pasada… y presente? Esto me vuelve loca. ¡Maldita sea la necesidad, que no es otra cosa sino lo que antes se llamaba el Diablo! La decencia del vestir, la delicadeza en el comer, el aseo y las comodidades, que son tan necesarias a ciertas personas como el aire y la luz, nos matan el alma… ¡Que venga Dios en persona a sacarme de este círculo maldito! Si me privo de todo, me muero de pena, y si no me privo me deshonro… ¡Oh Dios!, ¡quién fuera cursi, quién fuera populacho!… Me pasaría la vida haciendo cigarros, lavando ropa, comiendo bodrio, durmiendo en un jergón asqueroso; me casaría con un cafre hediondo, tendría un chiquillo cada año, viviría como una bestia, toda imbécil, toda sucia…; ¡pero sería feliz como son felices los que no conocen el dinero!… ¿Qué es mejor, ser una piedra, que se está donde la ponen, o ser una criatura racional que quiere ir a alguna parte? ¡No sé, no sé! ¡Benditos sean los adoquines, que ni siquiera sienten los pisotones que les dan!… Vaya, vaya, qué duro es este sofá. Y el pobre Joaquín, ¡qué profundamente duerme! ¡Buena falta le hace! ¡Cuánto has padecido estos días, desgraciado mártir de la sociedad! Tienes mala cabeza, pero eres bueno. Has gozado mucho, demasiado quizás, y ahora lo estás pagando. Los muy felices tienen que pagar su felicidad con desgracias, y viceversa. Por eso yo, que he sido y soy tan desgraciada, he de cobrar pronto la felicidad que se me adeuda… (Suspira y se aflige.) Sí, sí; no hay debajo del sol una persona más desgraciada. Y, no me digan que soy mala. Yo no soy mala. Es que las circunstancias me obligan a parecerlo. Y si no, que baje una santa del cielo y se ponga en mi lugar, a ver si no haría lo mismo… (Se da un golpe en la frente.)

»Cuando pienso lo que me espera mañana, me dan ganas de matarme. Y al mismo tiempo, ¡vaya con las jugarretas que me hace mi destino! Deseo que llegue mañana. Mis necesidades, los apuros de este infeliz y la urgencia de pagar los gastos de mi pleito, me hacen cerrar los ojos… El honor me echa hacia atrás; la ansiedad de satisfacer mis necesidades me echa hacia adelante. Pues no hay otro remedio, adelante. El sí y el no me vuelven igualmente loca. (Rompe a llorar, y para sofocar sus lamentos muerde el pañuelo. Larga pausa.) ¡Y cómo duermes tan tranquilo!… Si yo no te quisiera tanto, podría suprimir uno de los principales motivos que tengo para dar este mal paso, y quizás, quizás hallaría otros medios… Pero no puedo remediarlo; se me despedaza el alma de verte así… Y para que veas lo que soy, siempre que considero lo mal que te has portado conmigo, me entran ganas de servirte, de favorecerte. Te diré…, yo soy así; Dios mío, ¿por qué me hiciste noble? ¿Por qué no me hiciste nacer de vil populacho? ¿Por qué no me hiciste canalla de la cabeza a los pies, canalla la figura, canalla los modales, canalla el alma?… (Gran pausa, durante la cual se adormece.) No, no; me decidiré por el azul Ultramar con combinación rosa y plata…

(Otra pausa, durante la cual amanece.)»Es de día; me levantaré y saldré sin que él me vea. Aún es demasiado temprano. Procuraré no hacer ruido… Le dejaré el dinero suelto que me queda aquí y dos palabras escritas con este lápiz. (Escribe; pone sobre la mesa el papel y algunas monedas.) Vaya, ya es tiempo. (Afligidísima.) ¡No poderle decir adiós! ¡Qué vida, qué humanidad! Me voy, porque si despierta, no tendré valor para salir. (Vase.)

JOAQUÍN.-(Despertando, ya entrado el día.) Isidora, Isidora… No está. Se ha ido. Me levantaré. Como estoy vestido, mi toilette no ofrece grandes dificultades. ¿Habrá por aquí el lujo de un peine? Es posible. (Levántase y da algunos pasos por la habitación.) ¡Que claridad! ¡Qué feo y antipático es el día! Prefiero la noche, tapadora y discreta. ¡Ah!, la señora de la casa, antes de marcharse, ha dejado aquí sus disposiciones. (Toma dos duros que hay sobre la mesa y el papelito, y lee.) Vamos, bien, me ha dejado el dinero para que almuerce hoy. (Lee.) «Manda traer de la fonda tu almuerzo. No te apures. No volveré hasta la noche, porque tengo que hacer». Esta pobre Isidora, ¡qué buena es! Si no fuera la maldita manía del pleito, que no ganará nunca, sería una muchacha ejemplar. Bien, bien; haremos lo que manda la señora. La fiera patrona no me envenenara con sus guisotes. Voy a llamar, a pedir agua, a lavarme, y después esperaremos. Luego que almuerce dictaré mis últimas disposiciones, y en cuanto llegue la noche, la querida noche…

Pausa de algunas horas, durante la cual entra y sale una zafia criada, arréglase el personaje, y luego almuerza lo que te traen de la fonda.

»Me olvidé de la botella de Champagne que está en aquel armario. No me importa que se la beba otro. En mi testamento la dejaré a los huéspedes de esta casa para que la vacíen por mi salvación eterna… Ya que estoy solo escribiré a papá y a Isidora. (Se sienta y escribe.) ¡Buenos cosas le digo a mi señor padre!… Si los deslices del hijo han sido grandes, el padre no tiene aún motivos para dudar de su buena fe… Jamás he cometido una vileza. Mis faltas son debilidades, y además un efecto preciso de la mala, de la perversa educación que he recibido. ¿Por qué educaron en el lujo al hijo de un pobre empleado con treinta mil reales? ¿Por qué desde niño me enseñaban a competir con los hijos de los grandes de España? ¿Por qué no me dieron una carrera, por qué no me aplicaron a cualquier trabajo, en vez de meterme en una oficina, que es la escuela de la vagancia? Estas son las consecuencias. Me criaron en la vanidad, y la vanidad me conduce a este fin desastroso. (Sigue escribiendo con agitación, se pone pálido y, al concluir, su mano tiembla.)

»Ahora escribiré a Isidora, a quien no veré más. La única persona por quien siente emociones cariñosas mi corazón es ella. ¡Cuánto más vales tú que otras virtudes secas y orgullosas! Nuestras dos almas han simpatizado, porque son similares. Tú, como yo, fuiste educada en la idea de igualar a los superiores… (Escribe.) «Querida y adorable amiga: Próximo a morir, adquiero una lucidez extraordinaria; veo el mundo y la vida en su verdadero aspecto. Yo no tengo ya salvación; tú puedes salvarte. Procura olvidar tus aspiraciones; renuncia a ese pleito, hazte humilde, y si se te presenta un hombre honrado que quiera casarse contigo, cásate, aunque sea muy bruto». (Hablando.) No, no miento nada al decir que la quiero con todo mi corazón. Su lealtad conmigo, la constancia de afecto con que ha pagado mis desvíos prueban la grandeza de su alma. (El personaje redacta largos párrafos amorosos y llena cuatro carillas de papel…)¡Ah!, me olvidaba de lo principal, de Riquín, mi hijo. ¡En esta hora triste me ha entrado un amor por él!… ¡Si estuviera aquí me lo comería a besos!. Le reconoceré. (Escribe otro larguísimo párrafo, y pasa el tiempo y avanza la tarde.) En fin, esto es hecho. Ahora, ánimo. Tremenda cosa es afrontar el dudoso abismo de la eternidad. Pero no puede ser de otra manera. Dios me perdonará mi crimen. ¡Todo antes de ser chacota de la gente y presenciar la befa de mi honor! Pronto anochecerá. No vacilo más. (Se dirige a la percha, saca el revólver y lo examina.) Aquí está. Me parece un juez de hierro que me condena sin permitirme defensa ni apelación.

UNA VOZ.-(Que suena cavernosa detrás de la puerta, acompañada de dos golpecitos.) ¿Se puede?

JOAQUÍN.-Adelante.

DON JOSÉ.-(Entrando.) Buenas tardes.

JOAQUÍN.-¿Viene usted en busca de Isidora? No está.

DON JOSÉ.-No, vengo de parte de ella. Esta carta…

JOAQUÍN.-(Tomando la carta con mano temblorosa.) ¿A ver?… ¿En dónde está Isidora?

DON JOSÉ.-(Con sequedad.) Hace un rato estaba en una tienda de la calle del Carmen, escogiendo telas para vestidos.

JOAQUÍN.-(Estupefacto) ¡Telas! (Abre la carta, que es voluminosa. Dentro del pliego aparecen risueños algunos billetes de Banco; Joaquín palidece.) ¿Qué es esto? (Se sienta y lee. Palidece más y luego se pone encarnado y vuelve a palidecer.)

DON JOSÉ.-(Aparte, mirando a Joaquín con expresión de poca simpatía.) No lloro porque soy hombre. Mi corazón concluirá por ser como las rocas en que bate el mar.

JOAQUÍN.-(Guardando la carta en el bolsillo, se pasea.) ¡Estoy salvado! La cantidad es redonda… ¿Pero aceptaré esto? ¿De dónde procede?… ¿Es una vileza aceptarlo? Sí que lo es; pero las circunstancias… ¡El abismo!… Supongamos que un desventurado está al borde del precipicio y se le presenta el demonio de la infamia y le alza en sus manos. No, no; antes rodar al fondo del abismo. (Alto.) Don José vaya usted allá, y devuelva esto a Isidora.

DON JOSÉ.-(Aparte y tétricamente, coincidiendo en sus expresiones sin sospecharlo, con Otelo.) Oh flor graciosa y bella, ¿por qué has nacido?

JOAQUÍN.-(Vacilando.) No, no; deshonra por deshonra… Pesémoslas ambas en la balanza de la fría razón. ¿Cuál pesa más? ¡Oh!, no hay que vacilar. Esta lleva en sí la imposición del acontecimiento, del hecho real. Tomaré el dinero… Me he salvado. Pero ¿por qué no estoy tan contento como debiera? (Alto.) Don José, ¿con quién ha hablado hoy Isidora?… ¿En dónde ha estado?

DON JOSÉ.-No lo sé… (Aparte, lleno siempre de espíritu shakespeariano.)-¡Estúpido! ¿cómo quieres que te lo diga? No me atreveré a decirlo ni aun a vosotras, ¡oh castas estrellas!

JOAQUÍN.-Usted nunca sabe nada. Usted está siempre en Babia. (Aparte.) ¡Malditas sean las circunstancias!… Me engañaré a mí mismo, haciéndome creer que este dinero es de procedencia honrada. Es tan torpe el ser humano, que fácilmente se le engaña… Pero discutamos esto; abordemos la cuestión con filosofía. Si este dinero ha venido a mí por una vía poco honrosa, es evidente que yo no he ido a buscarlo por dicha vía. Los procedimientos de la Providencia son misteriosos. Es irreverente y sacrílego ponerse a discutir sus designios. El hecho consumado lleva ya en sí una dosis tan grande de lógica, que no necesita argumentaciones retóricas. (Alto.) ¿No piensa usted lo mismo, hombre de Dios?

DON JOSÉ.-(Como quien despierta de un sueño.) ¿Yo?… Yo no pienso.

JOAQUÍN.-(Volviendo a mirar con cariño los billetes.) ¡Y la cantidad es redondita! ¡Pobre Isidora! ¿Cómo no amarla? No sé qué daría porque ganara el pleito. Pero no, no lo ganará. Sólo los pillos tienen suerte. ¡Don José, señor don José!

DON JOSÉ.-(Pasándose la mano por la frente y el cráneo como para detener una idea que intenta escaparse.) ¿Qué?…

JOAQUÍN.-Le voy a convidar a usted a una copa de Champagne.

DON JOSÉ.-(Con repugnancia.) Gracias, no…, me mareo. (Vacilando.) Pero, sí, venga; así se olvida.

JOAQUÍN.-¿Tiene usted muchas penas que olvidar?

DON JOSÉ.-(Mirándole con ojos dulzones.) ¿Yo?… ¿Penas yo? (Contrae horriblemente sus facciones al tratar de contener la emisión de un suspiro.)

JOAQUÍN.-(Escanciando.) Ahí va.

DON JOSÉ.-(Bebe.) ¡Cómo pica la maldita! (Apenas ha llegado a su estómago la primer gota del precioso líquido, inclina la cabeza y cierra los ojos, diciendo.)¡Mundo miserable!

JOAQUÍN.-¿Qué?… ¿Por tan poca cosa?

DON JOSÉ.-(Levántase bruscamente, los ojos brillantes y airados, la actitud trágica.) Sí, lo repito. Un caballero no recoge sus palabras. ¡Es usted un miserable, y le voy a romper a usted el bautismo!

JOAQUÍN.-(Soltando la risa.) ¡Don Pepe!

DON JOSÉ.-(Cuadrándose.) A sable o a pistola, como usted quiera. Me es igual. De todas maneras sabré castigar su infamia. ¡Usted, un hombre ordinario, un monstruo, un cafre, atreverse a coger en sus garras aquel lirio! (Da algunas vueltas por la habitación, perseguido por espectros.) No, no os tengo miedo, no. Pez, Botín, Melchor, Bou, no os temo. Os mataré a todos, os haré polvo. Soy el defensor de la virginidad ultrajada, de la inocencia perseguida, de la casta paloma… ¡Vamos, al momento, al momento, me bato con los cuatro!

JOAQUÍN.-(Le empuja hacia el sofá.) ¡Pobre hombre!

DON JOSÉ.-(Cayendo en el sofá como un talego.) Me habéis matado, porque sois cuatro. Os perdono a todos menos a uno. Os perdono a los tres; pero a ti, bestia repugnante, a ti, tronco de la Ipecacuana, no puedo perdonarte. (Se desvanece.)

JOAQUÍN.-(Disponiéndose a salir.) Ahí te quedarás hasta que te pase.

-IV-

Mutación. La escena representa un aposento semi-elegante que parece ser fonda.

ISIDORA.-(Mirando con zozobra hacia la puerta, en la cual ha dado golpes una mano indiscreta.) ¿Quién es?

DON JOSÉ.-(Levantándose de un sillón en que yace soñoliento.) Si es visita, me retiraré.

UN SEÑOR.-(Entrando sombrero en mano y dirigiéndose a Isidora.) ¿Es usted doña Isidora Rufete?

ISIDORA.-(Trémula.) Servidora…

AQUEL SEÑOR.-(Avanzando, seguido de otro individuo poco simpático y nada cortés.) Señora, el objeto de mi visita es poco agradable. Vengo a prender a usted de orden del juez del Hospicio. (Muestra el auto de prisión.)

ISIDORA.-(Aterrada.) ¡Prenderme!… ¡A mí! ¿Está usted seguro?…

EL ESCRIBANO.-(Volviendo a mostrar el auto.) Vea usted… Conque si tiene usted la bondad de seguirme…

DON JOSÉ.-(Aparte, deplorando no tener espada, y sobre todo no ser hombre capaz de sacarla en caso de que la hubiera tenido.) ¡Qué picardía!

EL ESCRIBANO.-(Queriendo, como hombre humanitario, sacar a Isidora de su extraordinaria perplejidad.) Ya sabría usted que la parte contraria pidió que se sacara el tanto de culpa…

ISIDORA.-(Confusa y mareada.) Sí.

EL ESCRIBANO.-Y el juez ha encontrado el fundamento.

ISIDORA.-Pues daré fianza…

EL ESCRIBANO.-Precisamente… en el delito de que se trata no puede concederse fianza.

ISIDORA.-¡Delito! ¿Está usted seguro de lo que dice?

EL ESCRIBANO.-El pleito es ahora causa criminal…

ISIDORA.-(Iracunda.) ¿Y de qué me acusan?

EL ESCRIBANO.-De falsificación.

ISIDORA.-¿Falsificadora yo?… (Fuera de sí.)

DON JOSÉ.-(Aparte, apretando los dientes, frunciendo las cejas y contrayéndose todo.) No te pierdas, José.

ISIDORA.-Esto es una infame trama de mis enemigos… Pero Dios no consentirá que me pierdan ni que me deshonren. (Llora.) ¡Y a esto llaman justicia, ley!(Sobreponiéndose al dolor y secando sus lágrimas de tal modo que parece que se abofetea.) Yo probaré mi inocencia… Esto me faltaba, esto; ser mártir. (Aparte, con entereza y orgullo.) Bien venida sea esta noble corona. El martirio me purificará de mis culpas, y hará que resplandezcan mis derechos de tal modo que lo puedan ver hasta los ciegos. (Alto.) Vamos, cuando usted quiera.

Capítulo XIII

En el Modelo

-I-

La irritación y la vergüenza, unidas a un desorden nervioso que casi la privaba de sensibilidad, tuvieron a Isidora toda aquella tarde y noche en un estado parecido al sonambulismo. Veía las cosas, las tocaba, preguntaba, y aun respondía como cediendo a una fuerza mecánica. No estaba segura de hallarse despierta, ni de que fuese realidad lo que le pasaba; iba y venía medio ciega, mareada, con algo en el cerebro, entre jaqueca y manía, sorprendiéndose de ver cómo brillaban instantáneas, sobre la densa lobreguez de su pena, algunos relámpagos de alegría. Rindiola el cansancio después de medianoche; se acostó vestida, cerró los ojos tratando de adormecer el dolor de cabeza, y entonces revivió bajo su cráneo, entre la vibración de los nervios encefálicos, todo lo acaecido desde que el escribano se presentó en su casa para prenderla. Veíase en el coche de alquiler que los condujo a la calle de Quiñones, donde está el vulgar y triste edificio llamado Modelo con descarada impropiedad; el coche paraba junto a una puerta en la cual había un soldado de guardia, y más a la izquierda un grupo de pobres disputándose las sobras del rancho de las presas.

Isidora y el escribano entraban en un vestíbulo nada espacioso; salía a recibirlos un empleado con gorra galoneada, traspasaban un cancel de cristales, y volviendo un poco a la derecha, encaraban con una puerta de pesados cerrojos, sobre la cual se leía en letras negras la palabra Rastrillo. Una mujer de edad madura abría la puerta, Isidora pasaba, subía por la gran escalera blanqueada, y al llegar a lo alto miraba el letrero de laSala primera; y echando la vista por el hueco, veía un claustro grande y luminoso, en cuya capacidad sesteaba, tomando el sol, el más bullicioso y pintoresco ganado femenino que se pudiera imaginar. La idea sola de tener que vivir entre aquella gente había horrorizado a la de Rufete. Pero ella tenía fondos; ella pagaría una habitación decente, y viviría con ciertas comodidades y completo decoro los pocos días que, a su parecer, habría de permanecer en aquel tremendo asilo.

Una señora mayor, bondadosa y amable, la acompañaba, y precedíala una celadora, cabo femenino o presidiaria distinguida, de aspecto gitanesco y hombruno. Hacia la izquierda estaba el aposento que a Isidora se destinaba, el cual tenía una ventana enrejada a la calle, un camastrón de hierro, mesa y dos sillas… La dejaban sola; poco después entraba la celadora, quien, con formas de adulación artera y llamándolaseñorita, ofreció servirla y acompañarla. Isidora la miraba con repulsión. Llegada la noche le servían una cena, que no quiso probar, y al fin, sola, encerrada, abrumada por la pena, el cansancio y la jaqueca, se recostó en la cama, donde su cerebro le reprodujo una, dos, tres veces o más, la serie de impresiones y sucesos que hemos referido.

Por la mañana, despertáronla los gritos y desaforadas blasfemias de una mujer que moraba al otro lado del tabique de su cuarto, el graznido de un ave domesticada, el ruido de la calle, el bullicio de la próxima Sala primera, y el tan tan de la campana de Montserrat, iglesia del convento que hoy es prisión del bello sexo. Y si el alma humana en las situaciones de gran tribulación se ve siempre sacudida por ráfagas de inexplicable alegría, que más bien parecen protesta aislada de algún nervio rebelde contra el dolor, en Isidora había un motivo para que aquellas ráfagas de alegría fueran algo más duraderas y eficaces, porque la prisión, con ser tan odiosa, había venido a librarla de otra esclavitud atrozmente repulsiva.

«Casi me alegro de esto-decía-, porque si no estuviera aquí estaría ya muerta de horror y asco…».

Además, la prisión no podía durar, porque los jueces, ¡cosa evidente!, habrían de convencerse pronto de la inocencia de la pobrecita demandante. Dios le había deparado sin duda aquel trance para probarla y darle de improviso, cuando más afligida estuviese, el alegrón de ganar el pleito y confundir a su implacable abuela. Pero donde la hallamos más en carácter es en aquel punto y hora en que echaba mano de su cualidad de idealizar las cosas para obtener los más dulces confortamientos. ¿No ennoblece el martirio a las criaturas? Si los culpables, cuando son perseguidos, inspiran lástima, los inocentes que sufren tormento de la Justicia, ¡cuánto no se avaloran y subliman en el concepto de las almas sensibles! Era inocente, sufría persecuciones inauditas; luego tenía bastante motivo para erigirse en criatura celestial. Poco le faltaba aquella mañana para figurarse que todo Madrid la compadecía, que era el ídolo de multitudes, que se hacía interesantísima, que era un tipo novelesco, y aun que salían por aquí y por allá bravos caballeros dispuestos a hacer cualquier barrabasada por sacarla de aquel mal paso.

¡Pero qué feo, qué desmantelado el cuarto! ¡Qué cama, que muebles, qué desnudas paredes! Era cosa de morirse de abatimiento. Y no obstante, como ella, para hacer frente a un hecho, siempre tenía pronta una idea, amparose de una bellísima, que le valió de mucho para consolarse. ¿Con quién creerá el lector que se comparó? Con María Antonieta en la Conserjería. Era ni más ni menos que una reina injuriada por la canalla. Determinó, pues, imitar en todos sus actos y palabras, hasta donde la realidad lo permitiese, la dignidad de aquella infelicísima señora, con lo que se crecía a sus propios ojos, y se veía idealizada por el martirio, grande en la humildad, rica en la pobreza y purificada en los padecimientos. El día lo pasó en estas cavilaciones, acordándose mucho del Delfín, de Joaquín Pez y de otras personas. Mandáronle ropas, y Juan Bou, a quien pidió un libro de entretenimiento, le envió Los Girondinos, de Lamartine, y un gran ramo de flores. Isidora leyó en el libro y deshojó las flores, dándose el gusto de pisotearlas. Le recordaban cosas muy desagradables la osadía y desparpajo de la canalla profanadora.

Empezó el sumario. Cuando bajaba a prestar declaración a la salita de rojo dosel, que está junto al despacho del alcaide, Isidora contestaba a las preguntas del juez con serenidad tranquila, con confianza en su derecho y al mismo tiempo con un aire de superioridad que cautivaba, preciso es decirlo, al mismo señor juez dignísimo y al escribano. En todo el trayecto desde su cuarto a la salita, lo mismo al subir que al bajar, la Rufete era gran incentivo a la curiosidad de las presas, que se agolpaban a la puerta de la Sala para verla pasar, y luego estaban comentándola tres o cuatro horas. Quién aseguraba que era una duquesa perseguida por su marido; quién la tenía por una cualquiera de esas calles de Dios; y alguna, que la conocía verdaderamente, refería parte de su vida y milagros, añadiendo maliciosas invenciones. Y ella, a solas, sumergida en hondas perplejidades y tristezas, repetía en su mente las preguntas del juez, deploraba no haber dado tal o cual contestación, revolvía lo cierto con lo dudoso, la acusación de la ley con los datos de su memoria, el testimonio de su conciencia con ciertas presunciones y sospechas, para tratar de sondear aquel antro obscuro que, desde la acusación por falsificadora, se había abierto ante sus ojos. Negaba con toda su alma, y al negar, su conciencia mostrábase en la plenitud de la verdad. Los documentos se le habían entregado tal y como estaban; y ella no había añadido ni quitado cosa alguna, ni tenía noticia de que nadie lo hubiera hecho. No era posible que su tío el Canónigo alterase los tales papeles, y en cuanto al primitivo poseedor de ellos, Tomás Rufete… Al llegar a este punto de su cavilación, Isidora fruncía el ceño y ahondaba, ahondaba en aquel mar inmenso de lo dudoso. ¿Pero a qué martirizar el pensamiento? Los jueces, la ley, la marquesa de Aransis, la curia infame y el señorío prepotente eran los verdaderos autores de aquel embrollo, con el inicuo fin de desposeer a una huérfana noble, a un ángel desvalido. Pero Dios los castigaría, Dios volvería por los fueros de la verdad y de la inocencia. ¡Pues no faltaba más!

Durante el sumario, la incomunicación no fue tan rigurosa como la ley ordena, porque los cerrojos de nuestras cárceles se ablandan fácilmente. Isidora, como persona de aspecto decente y algo adinerada, se captó las simpatías de las compasivas mujeres que guardaban a sus compañeras. Así pudo tener el gusto de ver, aunque por cortos ratos, aRiquín y a D. José, a su tía la Sanguijuelera y a Miquis. El día mismo en que cesó la incomunicación fue este a verla, y tuvo con su amiga largo y substancioso coloquio. El simpático doctor sintió viva emoción cuando vio aparecer detrás de las dobles rejas del locutorio aquella figura hermosa, aquel rostro pálido, con expresión de noble conformidad.

«Isidora, gran mujer-le dijo fingiendo burlas para ocultar emociones-. Estás guapa. Eres el soborno de la ley y la sustancia corrosiva del Código penal. Como sigas así, la curia, en vez de tomarte declaraciones, te las hará, y vas a pisar una alfombra de togas y a subir por una escalera de birretes.

-Déjate de tonterías-replicó ella apoyando los codos en la reja interior y sosteniendo la cabeza entre las palmas de las manos, actitud de aburrimiento que tomaba siempre que estaba largo rato en el locutorio-. ¡Ay, Miquis, esto es morir!

-Con tu permiso, eso es vivir. ¿Pues qué creías tú?… La vida toda es cárcel, sólo que en unas partes hay rejas y en otras no. Unos están entre hierros y otros entre las paredes azules del firmamento… Pero vamos a otra cosa, gran mujer. Hoy vengo a darte noticias que serán para ti alegres o tristes, según como las tomes.

-Dímelas pronto.

-Mi suegro me ha hablado de ti, me ha hablado también de la marquesa».

Isidora, sin decir nada, demostraba inmenso interés.

«La marquesa llegó ayer, de paso para Córdoba. La buena señora se pone nerviosa y triste siempre que le hablan de este pleito y de tu prisión». «Muñoz y Nones-dijo la señora a mi suegro-, yo quiero que usted arregle esto. Tómelo usted por su cuenta, hable a esa desgraciada, demuéstrele lo inútil de su tenacidad, y ofrézcale en mi nombre lo que a usted le parezca, con tal que me deje en paz».

-¿Eso le dijo?…

-Sí; ya sabes que el documento falso, porque la existencia de la falsificación ya no ofrece duda, aparece otorgado por Andréu, compañero y amigo de mi suegro. ¿Sabes lo que mi suegro dice? Que la falsificación no está hecha por ti».

Isidora callaba. Hasta que el diálogo tomó otro giro, estuvo como una estatua, fijos en Miquis los ojos:

«Oyes. ¿Sabes que te me estás pareciendo a la pantera del Retiro? ¿Por qué me miras así y no dices nada? Pues bien: mi suegro, que es notario de la casa de Aransis, vendrá a hablarte; te anuncio esa grata visita. Te ofrecerá la libertad, la declaración de tu inocencia, y ainda mais, una gratificación, un socorro. Pobrecita, has sido víctima de un grande y tremendo engaño. Broma más pesada no se ha dado ni se dará. Quién fue el autor de ella, tú lo sabrás… Pero qué, ¿te has vuelto muda? ¿Eres de piedra? ¿A dónde miras? ¿Estas gozando de alguna visión? ¿Estás en éxtasis?».

Él también se callaba y la miraba. Metió la mano por la reja exterior e hizo algunas castañetas con los dedos, como cuando se trata de llamar la atención a un animal perezoso. Ni por esas. Isidora no decía nada.

«Voy a hablarte de otra cosa-añadió Miquis-. Ayer he tenido una grata sorpresa. Iba por la calle de Preciados cuando oí una voz que decía: «Señorito Miquis, señorito Miquis». Volvime y vi a tu tía, la sin par Sanguijuelera. «¿No sabe usted-me dijo-que hemos encontrado a la fiera perdida?…». «¿A quién?». «A Pecado». Allá en su lengua especial me contó que le habían dado noticias de tu hermano otros muchachos. Ha vivido algún tiempo en un tejar detrás de la nueva Plaza de Toros. ¡Pobre chico! Fuimos allá, y dos mujeres que encontramos y que no se recomiendan por su fisonomía, nos dijeron que, habiendo caído enfermo con calenturas, le habían llevado al hospital.

-¡Al hospital!-repitió Isidora saliendo de su letargo.

-Corrimos al momento al Hospital General, y le encontramos convaleciente. La enfermedad debe haber sido terrible, porque está poco menos que idiota, y tan desmejorado como puedes suponer. De su vida en el tejar y de sus correrías y altas hazañas, antes de caer enfermo, supimos algo que contaremos cuando tengas más tranquilidad de espíritu… Y ahora voy a hablarte de una tercera cosa, de Juan Bou. Dice que le haces muchos desaires, que no contestas a sus cartas, que pisoteas los ramos que te regala… Dice que eres la ingratitud misma.

-Augusto-murmuró Isidora gravemente, apartándose de la reja-, es la hora de reglamento. Dispénsame que te despida. Estoy fatigada. Adiós. Vuelve mañana».

Y se marchó como una reina, según dijo Miquis para sí, viéndola internarse en la cárcel. Y él se salió a la calle: repitiendo: «¡Gran mujer, gran mujer!».

-II-

¡Falsificación! ¡Profanación de aquella santa escritura de la cual emanaba el más santo de los derechos! Si había delito, ¿quién era el autor de él? ¿El Canónigo o Tomás Rufete? ¡Enorme, endiablada confusión!… Pero lo que puso remate a la duda y trastorno de la infeliz presa fue que su abogado le dijo un día estas palabras:

«Desde el tanto de culpa la cuestión ha variado por completo. La casa de Aransis y el Sr. Muñoz y Nones tratan de probar la falsedad de un documento que es la base de nuestra demanda. Si la prueban, nos quedaremos en el aire, hija mía. El pleito toma un giro tal que difícilmente podremos obtener un resultado satisfactorio. Haremos los mayores esfuerzos, y llegaremos hasta donde se pueda llegar. En caso de que la falsificación resulte evidente, creo fácil probar que no ha sido usted la falsificadora, y que en este asunto ha procedido de buena fe. En resumen: seguridades de éxito en la causa criminal; seguridades de un fracaso en el pleito de filiación. Ya sabe usted que en la prueba hemos estado muy flojos, por no conservar usted recuerdos de la niñez que nos favorecieran, y por resultar muy débiles los testimonios de otras personas».

Y dicho esto, el abogado, frío, honrado y cruel, se despidió dando un suspiro, último tributo de la ley al volverse hostil.

«¡También, también me han corrompido a mi abogado!-exclamó Isidora cuando se quedó sola-. ¡Bien, seré mártir; que me maten de una vez, que acaben conmigo, que me lleven al cadalso!».

Pasada la crisis de ira, estuvo dos días sin salir del lecho; apenas hablaba; no tenía fuerzas para nada; sentíase también algo idiota como su hermano, convaleciente de intensa fiebre. A ratos injuriaba con dura frase a la justicia humana, exaltándose, para caer después prontamente en el desánimo y derramar abundantes lágrimas. Su sueño era entonces breve, erizado de pesadillas, como un camino incierto y tortuoso, lleno de obstáculos. Unas veces se le aparecía Riquín, ladeando con gracia la enorme cabeza bonita, fusil al hombro, marchando al paso de soldado. Y el pícaro Anticristo la miraba, echándose el fusilillo a la cara con infantil gracejo, y ¡zas!, disparaba un tiro que la dejaba muerta en el acto; acudían otros chicos, camaradas de Riquín, y entre risotadas y gritos la cogían y la arrastraban por las calles. Gran algazara y befa de la multitud, que decía: «¡La marquesa, la marquesa!».

Otras veces era gran señora, y estaba en su palacio, cuando de repente veía aparecer un esqueleto de niño, con la cabeza muy abultada, y los huesos todos muy finos y limpios, cual si fueran de marfil. El esqueleto traía su fusilito al hombro y marchaba con paso militar. Llegándose ella, movía la gran cabeza y se reía y hablaba. Pero Isidora, sin poder entender sus palabras, temblaba de espanto al oírlas. Luego se borraba el niño del campo de los sueños, y aparecía Joaquín en mitad de una orgía, ebrio de felicidad y de Champagne. Por delante de la mesa se paseaba una sombra andrajosa: era ella, Isidora. Todos la miraban y prorrumpían en carcajadas. Ella se reía también; pero, ¡cosa rara!, se reía de hambre. La debilidad contraía sus músculos haciéndola reír…, y por aquí seguía de disparate en disparate hasta que despertaba y volvía al tormento de la realidad, no menos cruel que el de los sueños.

A los tres meses de aquella tristísima vida, a la cual llegó a acostumbrarse, porque es ley que nos acostumbremos a todo, sus guardianes le aplicaban con mucha laxitud el reglamento del Modelo, permitiéndole visitas largas, sin bajar al departamento de comunicación. La conducta de Isidora en la cárcel era irreprensible: no daba escándalos; trataba a las celadoras con urbanidad y miramientos; se había hecho querer de todas, y las presas que pudieron gozar de su intimidad, se hacían lenguas de su buen corazón, finura y agradable trato. No tenía poca parte en esto la generosidad de la procesada y su prontitud obsequiosa en remunerar cuantos servicios se le hacían. Lo peor de esto era que el dinero, mermado velozmente de día en día, marchaba a su completa extinción y acabamiento. Siempre que en esto pensaba, Isidora sentía trasudores y congojas, y echaba una sonda a lo futuro para ver si por alguna parte había señales de cosa metálica. Grande fuera su pena si no la distrajeran a ratos los amigos. Juan Bou iba ya pocas veces, porque la franqueza con que la ingrata demostraba su antipatía, era lento antídoto del veneno de la pasión de él, y así, o por dignidad o por enfriamiento, el buen hombre se retraía y apartaba de aquel gran peligro de su vida.

«Calavera de un día-decía para sí-, vuelve a tu choza y no pierdas la chaveta. Bastante has gozado; ya supiste lo que es la vida de esas infames sanguijuelas… Vamos, que si no meten a esa divinidad en la cárcel, ¡pobre Juan Bou, infeliz obrero!… Sigamos ahora siendo pueblo llano, independiente, liberal, y cuando caiga otra breva, veremos si conviene ser pueblo o echar una cana al aire en el mundo de los burgueses. ¡Valientes pillos! Pero aquello es vivir…».

La Sanguijuelera iba casi todos los días a ver a su sobrina. Cuando le llevó a Mariano, Isidora se afligió grandemente, porque estaba tan flaco, extenuado y consumido el chico, que apenas se le conocía. La fiebre le había dejado en los puros huesos, y la piel se le transparentaba. En sus modales, en su manera de hablar, en su espíritu mismo, había dejado el mal huellas quizás más profundas, porque hablaba poco, contestaba tardíamente, cual si necesitara mucho tiempo para recoger y coordinar sus ideas desparramadas y fugitivas. Miraba a su hermana con espantados ojos.

«Ya ves-dijo Isidora, sin saber qué términos emplear para dar una explicación de su estado miserable-. Ya ves a dónde me han traído las picardías, las infamias de nuestros enemigos… Para que vayas formando idea de lo que es este mundo miserable, donde no hay justicia, ni ley… Y tú, ¿qué has hecho? Cuéntame. ¡Has estado malo! ¿Ves? Si no hubieras salido de casa de la tía, ella te habría cuidado bien. ¡Qué tremenda lección!».

Mariano no decía nada, y con la barba hundida en el pecho, tan pronto miraba al suelo como al rostro de su hermana.

«¿No me dices nada?-preguntó ella impaciente-. ¿Te has vuelto mudo? Esa cara, ese mirar, ¿qué son?, ¿arrepentimiento o señal de mayor barbarie? ¡Ah! Mariano, Mariano; el único consuelo que podría tener yo ahora es verte corregido, verte caballero y persona decente. Levanta esa cabeza, abre esa boca, mueve esa lengua, habla, contéstame…».

Y, dándole un golpe en la barba, le hizo alzar la cabeza.

«Su señoría gasta ahora pocas palabras-dijo Encarnación-. Le hemos de poner dentro de un cántaro en un cuarto obscuro, como a las maricas, para enseñarle a hablar… ¿Quieres ver tú que pronto se despabila el pájaro? Pues enséñale el cañamón. Verás…».

Metiendo la mano en su bolsillo, sacó una peseta y la mostró al muchacho, cuyos ojos soñolientos se reanimaron de súbito, y alzó la mano hacía la moneda, diciendo con un gruñido:

«Pa mí.

-Sí, para ti estaba»-dijo, riendo la Sanguijuelera, guardándose la moneda con más viveza que un prestidigitador.

Mariano miró a su hermana, la cual, compadecida, echó mano a la faltriquera, y sacando dos pesetas dióselas al chico.

«Para ti…, pero con la condición de que has de contarme lo que has hecho en todo este tiempo, cómo caíste enfermo, cómo has vivido, quién te ha dado de comer…».

Con gran prontitud se guardó Pecado su dinero, y alzando los hombros y echando de sí un enorme suspiro, pronunció torpemente estas palabras:

«Yo… de aquellas cosas que pasan…, lo cual que me vi solo, y… no me ha pasado nada.

-Nos hemos enterado.

-Tiene seco el entendimiento-indicó la Sanguijuelera-. La calentura le abrasó los sesos. Dice el señorito Miquis que le dé baños en el río. Oye tú-añadió alzando la voz, como cuando se habla con un sordo-: ¿quieres trabajar, quieres volver al taller del Sr. Bou?».

Como si nada oyera, Mariano se levantó desperezándose, y dijo:

«Me voy.

-Alto ahí, amiguito-replicó Encarnación siguiéndole-. Has de arrastrar una calza como los pollos. No saldrás sin mi compañía».

Pero Mariano no le hacía caso y salió. La vieja fue detrás de él, gritando:

«Aguarda, aguarda, mala sangre. No creas que te me escapas. Yo también tengo buenos remos».

Al quedarse sola, Isidora estuvo largo tiempo pensando en su infeliz hermano, y decía:

«¡Imbécil, imbécil!… Así no sentirá nada… Y yo, cada vez con más talento para pensar, para comparar… ¡Qué desgraciada soy, y él qué feliz!».

-III-

Tres días después volvió Mariano solo. Parecía más ágil, más despabilado, más dueño de su pensamiento y de su palabra.

«¿Vienes solo?-le preguntó Isidora, asombrada de que no le acompañara su tía.

-Solito.

-¿Y tu tía Encarnación?

-¿La vieja? En su casa. Yo soy hombre… De consiguiente, no necesito que me lleven y me traigan.

-¿Has ido al trabajo?

-Sí.

-¡Mentiroso!

-Mira-dijo Pecado abriendo su mano y mostrando algunas pesetas.

-¿Quién te ha dado eso?

Gaitica.

-¿Gai…?

-Tica, tica. ¿No lo conoces? Es un caballero, un amigo mío.

-¿Y por qué te ha dado ese dinero?

-Porque me lo gané.

-¿Cómo?».

Mariano guardó las monedas para dejar desembarazada la mano, metió esta luego por una abertura de su pantalón y…

«¿Aquí no nos ve nadie?…-preguntó receloso mirando a las paredes y a la puerta.

-Nadie.

-Porque si me guipan…».

Y sacó del bolsillo un objeto cilíndrico, largo, como de media tercia, de dos pulgadas de diámetro. Era un canuto fuertemente liado con bramante.

«¿Qué es eso?

-Un petardo.

-¡Ah!, ¿eso que estalla?-exclamó Isidora con espanto-. ¡Y va a estallar aquí!…

-Burra… no estalla mientras no se le enciende la mecha. Este es para esta noche. Anoche puse uno en la puerta de la casa del duque, y cuando reventó cayeron todos los cristales de dos casas.

-¿Y te ocupas en eso? ¡Bárbaro!… No lo digo porque me importe nada que el palacio del duque salte en cuatrocientos mil pedazos. Yo pondría, si pudiera, un petardo tan grande, que levantara hasta el cielo todos los palacios de esa gente egoísta que nos quita lo nuestro.

-Lo pondremos-replicó Mariano, haciendo de la malignidad y de la estupidez una sola expresión.

-Pero eso es juego de chicos… Es como armar guerra con cohetes en vez de hacerla con cañones. ¿Qué resulta? Que suena mucho, que se asustan los que pasan, que se rompen dos cristales, que se caen algunas personas, y nada más. ¡Simplezas y pamplinas!

-Pondremos uno de este tamaño-dijo Pecado, expresando con la distancia de una mano a otra la grandeza de sus planes de petardista-. Hay en Madrid mucho pillo. Ellos guardan todo el dinero que debía ser para nosotros, ¿eh?

-Lo de menos es que guarden el dinero. Lo peor es que nos quitan nuestro nombre, nuestra representación social; nos meten en calabozos inmundos, nos martirizan, y entretanto ellos gozan y se divierten con lo que roban. El mundo está perdido. Si no sale alguien que le vuelva del revés y ponga lo de arriba abajo y lo de abajo arriba…

-Lo de abajo arriba y lo de arriba abajo-repitió Mariano con el gozo de quien ha encontrado la fórmula de un pensamiento que no ha sabido expresar-. ¿Sabes?… ¡Cosas que pasan! Ayer he visto al señorito Melchor en coche de dos caballos. Iba con dos señoras, dos tías, ¿eh?, y un caballero. Parecía un marqués.

-No le nombres delante de mí-dijo Isidora cerrando los ojos.

-¡Cuánto ha robado!-exclamó el muchacho con cierta efusión-. ¡Y nosotros tan pobres…, porque somos buenos, porque no robamos!

-¡Oh!-exclamó Isidora sintiendo un nudo en la garganta-. Dios nos protegerá. Las persecuciones, los martirios, son nuestras coronas por ahora…; pero esto ha de cambiar. ¿Quién sabe lo que pasará el mejor día? Yo he leído que los soberbios serán humillados y los humildes ensalzados».

Interpretación tan singular del texto evangélico cayó en el cerebro de Mariano como semilla en tierra fecunda, y bien pronto nacieron y fructificaron en él las ideas más extrañas.

«Ellos nos han quitado lo que es nuestro, ¿verdad, hermana?».

Isidora rompió a llorar.

«Sí, sí, sí-dijo entre lágrimas y sollozos-. Picardía tras picardía, nos han quitado nuestro derecho, es decir, nos lo han negado… ¿Cómo? Inventando mentiras, comprando la ley. La ley se vende, hijo. Tú y yo tenemos derecho a una casa y a una herencia. Pues bien: nos la han quitado. Mira lo que han hecho conmigo; meterme en una cárcel. Pues contigo harán lo mismo, y nos ahorcarán, si pueden».

Oía Mariano absorto, y ella sacaba de su despecho admirables rasgos de elocuencia.

«Un marquesado, una fortuna de millones es lo que nos pertenecía. Pues ya ves: cárcel, infamia, pobreza. Tú y yo seremos mendigos o Dios sabe qué. ¡Y Dios permite esto, y el cielo no se hunde, y todo sigue lo mismo! Y clamamos a gritos, sin que nadie nos oiga. Al contrario, a nuestros clamores responden con sus carcajadas, y nos llaman pordioseros, envidiosos, y nos desprecian, nos injurian. De nada nos vale invocar la ley. La ley es suya, porque teniendo ellos el dinero, tienen la conciencia de los jueces… Que me den a mí el dinero, aunque sólo sea por ocho días, y verán lo que soy. Pero estamos sin armas, y ya ves, nos abrasan, nos matan. ¿Qué es la ley? Una engañifa, una farsa. Los que la representan, ¿qué son sino ladrones? La autoridad…, ¡ah!, ¡qué gracia me hace a mí la autoridad! Es la comedia de las comedias, mal representada para engañarnos, para explotarnos.

-Les pondremos un petardo, ¿eh?

-¿Uno? ¡Cuatro mil; un millón!… Tú eres un infeliz, chico, y no sabes lo mala que es esa gente».

Siguieron hablando de esto, y al día siguiente hablaron de lo mismo, porque Isidora, cuando tomaba en su boca este asunto, no lo soltaba fácilmente. A medida que sus ilusiones decaían, determinábase en su alma un cambio de sentimientos; simpatizaba más con el pueblo, a quien creía oprimido, y le entraba un vivo aborrecimiento de la gente grande. Lo más extraño era que, sin ceder en su vanidad ni en lo que pudiéramos llamar coquetería de la desgracia, seguía encariñada con el bonito papel de María Antonieta en la Conserjería. Pero en aquel caso la buena reina estaba martirizada por la cruel y egoísta aristocracia, de donde venía que simpatizase en principio con el vulgo, con el populacho, con los descamisados; y decimos en principio, porque ninguna idea del mundo, unida a todo el despecho de su corazón, le hubiera hecho tolerar la grosería y suciedad de las personas bajas. Pensando en esto, ella daba vida en su mente a una gallarda utopía, es decir, a la existencia posible de un populacho fino o de una plebe elegante y bien vestida. Pero esto, ¿no era una atrevida excursión al porvenir? Algo de genial había en ella, porque, confundida y mareada de tanto pensar, solía poner fin a sus cavilaciones sobre la plebe fina, diciendo: «¡Qué talento tengo y qué cosas me ocurren!».

Capítulo XIV

De aquellas cosas que pasan…

-I-

Desde que Mariano empezó a entonarse, su tía Encarnación no podía hacer carrera de él. Halagos y amenazas, blanduras y rigores, eran igualmente ineficaces contra él. Más le habría gustado a la buena mujer verle travieso, enredador e indomable como en su niñez, que observar aquella indolencia taciturna, aquella tétrica quietud, semejante al acecho de las bestias carnívoras, en las cuales la paciencia es precursora de la ferocidad.

«¿En qué piensas, animal?-le decía bruscamente-. ¿Vas a inventar la pólvora o qué? Eres un talego. ¿Por qué te estás dos horas mirando al suelo? Mira siquiera al cielo estrellado, y aprende para zaragozano, ¡puñales! ¿Vas a hacer el Almanaque del empedrado? ¡Qué poste! Tu hermana, de tanto mirar arriba, se ha perdido. Tú llevas otro camino, pero llegarás al mismo fin. ¿Por qué no trabajas?

-Porque no me da la gana…, hala…-respondía Mariano saliendo de su somnolencia intelectual por la virtud de un pellizco.

-Pues ve a que te mantenga el obispo.

-No necesito que usted me mantenga. Tengo de acá.

-¡Anda, anda, chaval desorejado!… ¡Y con qué tipos te ajuntarás tú para allegar eso! ¿Qué diabluras haces? ¿En qué te ocupas por las noches? ¿Qué llevas aquí debajo de la blusa?

-El copón.

-¡Jo… sús! ¡Qué blasfemias dices! Mira, mira, tú y yo haremos malas migas. Si sigues así, desocupa, hijo, desocupa y deja la casa. El día en que te den garrote iré a verte.

¡Aur!…»-murmuró Pecado con gutural sonido.

Y se marchó despacio, las manos en los bolsillos, la gorra encasquetada, la mirada vagabunda y sin fijeza, como su andar y pensamiento. Algunos días, dando a su teórico paseo una dirección determinada, íbase a casa de Juan Bou, no a pedir trabajo, sino a charlar un poco con el maestro, por quien conservaba ligera inclinación, parecida al afecto. Llegó al taller un día (enero del 77) y encontró al buen catalán festivo y engolfado en el trabajo, como en sus buenos tiempos.

«Hola, tagarote, ¿qué buscas por aquí?-le dijo, tocado de aquella verbosidad que fuera indeterminable si no le entrecortara la tos-. Siéntate. Pues todavía mejoras poco. Hombre, a ver si echas de una vez ese pelo. Tienes la cabeza como la de un ratón acabado de nacer… Te digo que te sientes y que te pongas la gorra. Aquí no se gastan cumplidos. Conque cuéntame: ¿trabajas o no?».

Mariano quiso contestar que no trabajaría más a jornal; pero Bou tenía tantas ganas de decir algo, que le cortó la palabra con la suya inagotable, diciéndole así:

«Aprovecho esta ocasión para decirte que tu hermana es una loca, una mal agradecida, una mujer ligera, una tonta, una disipadora, una cabeza destornillada. Yo la quise como yo sé querer, y me hubiera casado con ella. ¡Voto va Deu, de buena me he librado! Porque tu hermana es una calamidad. Ahí la tienes en la cárcel por terca, porque se ha empeñado en que es marquesa. Tan marquesa es ella como yo subdiácono. En fin, ella lo quiere, con su pan se lo coma. Bien se ha comido el mío; y no creas lo que dicen por ahí, no; no es cierto que yo me gastara con ella lo que me saqué a la lotería y la herencia de mi tío. En total, no me pellizcó arriba de dos mil duros, porque como la Justicia me la quitó de entre las manos cuando menos lo pensaba… Digan lo que quieran, chico, hay Providencia. Mi dinero se salvó en un papel, el auto de prisión; porque trapitos por aquí, trapitos por allá, el caprichito A, la chuchería B, ello es que se me evaporaron diez o doce mil reales en una mañana. Tu hermana es una liquidadora como no se ha visto. En su corazón, lleno de apetitos, está escrito con letras de oro «¡abajo los ricos!». Buena pieza, sí. Es un tigre para el bolsillo ajeno. Quien ve aquella cara, ¿cómo ha de sospechar lo que hay dentro? Quien ve aquellos ojos divinos, donde tienen su madriguera los ángeles, ¡cómo ha de pensar que estos ángeles son una cuadrilla de secuestradores!… Yo estaba ciego, yo estaba tonto. Cuando me mandó la primera carta con su padrino, pidiéndome socorros, me pareció que se me abrían las puertas del cielo. Esta es la mía, dije, y con dos o tres cartas, yo proponiendo, ella aceptando, nos arreglamos. La puse en una fonda mientras arreglábamos una casita; yo estaba embobado; quería probar las delicias del mundo, cuando la Justicia…, ya sabes… Este animal de Bou se quedó con la copa en los labios… Ahora me alegro. Con los pocos tragos que gusté, tengo lo bastante para poder decir: conozco el mundo, señores, conozco sus delicias mentirosas, sus dulzuras y sus quebrantos; sé lo que cuestan los goces. Desde la sobriedad del pobre a la disipación inmoral de los ricos, todo lo conozco, todo es canalla, canalla arriba, canalla abajo. ¿Se hace el bien?, pues nadie lo agradece. ¿Se hace el mal?, pues nadie lo censura. Mal y bien todo es igual. Si amas te desprecian; si eres rico te adulan; si eres pobre te escupen. O si no, observa lo que ha hecho tu hermana conmigo. La saqué de la miseria, la vestí, la calcé, le di regalo, comodidades, cuanto pudiera apetecer. Ella abría la boca y yo abría el bolsillo, ypalante siempre. Pues mira el pago. Dice que soy un bruto, que le repugno, que le doy asco. Le mando un ramo de flores y lo pisotea. Le escribo cartas y no me contesta. Voy a verla y me recibe con un gesto… En fin, la he mandado a paseo. Te digo estas cosas para que se lo cuentes a ella. Anda, anda, dile todo; no me importa. Veremos lo que hace cuando se le acabe el dinero y no tenga con qué pagar el cuarto en la cárcel. La pondrán en aquellas grandiosas salas, donde podrá pasearse y comer y dormir con aquellas lindas duquesas y baronesas que están allá por hurtos, lesiones y otras gracias. Bien merecido. Ella no te preguntará por mí. Si te pregunta, le dices que el señorIpecacuana (así me llama) está contento de haberla perdido de vista, que ha hecho las paces con su bolsillo y con el sentido común, y que le va tan lindamente. Dile que trabajo como antes, que buscaré una mujer de bien con quien casarme; que, como hijo del pueblo, me río de su aristocracia estúpida, y que me alegraría de que todos los aristócratas y chupadores juntos no tuvieran más que un solo pescuezo para ahorcarlos a todos de una vez».

Más hubiera dicho, pero la tos, que por lo homérica, tenía cierta semejanza con la risa de los dioses, le invadió de súbito y allí fue Troya. Concluido el acceso, el ojo rotatorio derramó abundante lloro, mientras el otro, más cerrado que arca de avaro, no daba señales de existencia.

«Y ahora-continuó Bou, gozoso del mutismo de Mariano-, si quieres que te dé consejos, te los daré. Porque tú tan callado, tú tan sombrío, no vienes a que te dé trabajo, ni dinero, sino un buen consejo, que valga millones. Oye bien. Si quieres trabajar, trabaja; si no quieres trabajar, no trabajes. En este mundo, el que más trabaja tiene probabilidades de morirse de hambre, si no viene en su ayuda la lotería o alguna herencia. Tú eres listo; busca un negocio atrevido, emprende algo, especula con la candidez de los demás. Yo he visto mucho mundo, y sé que los más pillos son los que tienen más dinero. Cuando tú lo tengas, gástalo, que hay tontos que al verte tirar tu dinero te darán el suyo; así es el mundo. Haz cosas atrevidas, date a conocer, aunque sea con un gran escándalo; procura que tu nombre suene, aunque sea para decir: «¡Qué bárbaro es!». Aquí hay dos papeles, el de víctima o el de verdugo. ¿Cuál vale más? El de verdugo. Chupar y chupar todo lo que se pueda. El pueblo está sacrificado. Los grandes se comen todo lo que hay en la nación. No hay más que dos caminos: o acabar de una vez con todos los grandes, lo cual no es fácil, o meterse entre ellos y aprender sus marrullerías y latrocinios. Escoge, toma tus medidas y echa a andar palantito.

-Yo-dijo Mariano con súbita animación-quiero que se hable de mí.

-¡Que hablen de ti!…, pues mete ruido.

-Lo que es ruido…, ya lo meto-replicó Mariano.

-¿Cómo? ¿Con un cencerro?

-Con esto-dijo Mariano mostrando un canuto.

-¡Ah! ¡Tunante!…-exclamó Bou muy asombrado de ver el instrumento músico que el chico mostraba-. Conque tú te ocupas… Pues mira: desde hoy perdemos las amistades, porque con esa clase de armas no se defiende al pueblo. ¡Petardos, arma traidora de los perdidos, truhanes, jugadores y demás escoria! Oye tú, mírame a la cara. ¿Me ves bien? Pues este que aquí ves, este nieto de mi abuela, cuando quiere significar su desprecio al Poder público; cuando quiere dar una bofetada a cualquiera que represente la autoridad usurpada y la ley tiránica, lo hace cara a cara, a pecho descubierto, poniéndose entre el peligro y la inmortalidad, entre el verdugo y la gloria. ¡Pero disparar cohetes en la sombra, asustar a las mujeres y desesperar a los de Orden público!… Reflexiona, hijo mío-añadió, después de una pausa, con tonillo de propaganda evangélica que sabía adoptar en ciertos casos-; reflexiona en que si quieres educar tus virtudes cívicas, y llegar al grado de estimación pública a que hemos llegado los que estamos llenos de heridas, los que hemos ido de calabozo en calabozo, los que hemos comido ratas…».

Dios sabe a dónde habría llegado por este brillante camino, si Mariano no se hubiese levantado, anheloso de marcharse. En el singular estado fisiológico en que se encontraba, su lúgubre atonía se interrumpió bruscamente por impaciencias inexplicables. Con un poquillo de ironía dio las gracias al maestro por sus consejos, y se fue a escape, como alma que lleva el diablo.

«Este chico tiene algo»-dijo Bou para sí.

Olvidándose luego del muchacho, siguió pausadamente los pasos contados de su metódica vida; paseó un poco por la tarde, comió después, fue al café, regresó a su casa, y cuando se estaba acostando, ¡ay Dios!, oyose un estrépito tal, que no parecía sino que reventaba una mina junto a la casa y que esta se venía abajo de golpe. El estremecimiento y el ruido dejaron a Bou parado y sin aliento, los vidrios estallaron en pedazos mil, la puerta de la casa saltó del quicio, y el vecindario, alarmadísimo, salía gritando a la calle con pánico horrible…

¡Ah pillete aristócrata!-dijo Bou serenándose al comprender lo que era-. ¡Si te cojo!…».

-II-

Y algunos días después de esto, Mariano estaba en la encrucijada que llaman las Cuatro Calles, mirando indeciso las vías que allí concurren, sin saber cuál escoger para entrar por ella. Oigámosle:

«¿Iré a casa de mi tía? No, que llama a los de Orden público y me cogen. ¿Iré a ver a mi hermana? No, que estará allí Gaitica. ¿A dónde iré?… Dejémonos ir. Por aquí, por la Carrera abajo, veré la gente que va a paseo, veré los coches, subiré al Retiro, y me estaré allí toda la tarde… Hace buen tiempo, tengo dos duros y no se me da cuidado de nada… Ya empieza a pasar la pillería. Allá va un coche…, y otro y otro. Toma, aquel es de ministro. Chupa-gente, ¿sabe el coche? Oigasté, ¿y si le dijeran: «Suelte lo que no es suyo?…». Ahí va otro. ¡Cuánto habrá robado ese hombre para llevar cocheros con tanto galón!… Anda, anda, y allí va un cochero montado en el caballo de la derecha, con su gorrete azul y charretera… ¡Eh!, y en el coche van dos señoras… ¡Vaya unas tías, y cómo se revuelcan en los cojines! Oigan ustés, ¿de dónde han sacado tanto encaje? Y qué abrigaditas con sus pieles… Pues yo tuve anoche mucho frío, y ando con los zapatos rotos. Paren, paren el coche, que voy a subir un ratito. Estoy cansado. ¡Valientes tías!… Subiré por el Dos de Mayo. Por aquí va mucha gente a pie.

»Este Retiro es bonito; sólo que…, de aquellas cosas que pasan, habiendo tantos que tienen frío, el pueblo debía venir aquí a cortar leña… Entro por este paseo de los muñecos de piedra con las manos y las narices rotas. ¡Qué feos son!… Hola, hola, ¿niñitos con guantes? ¡Y cuántos perifollos gasta esta familia! Con lo que lleva encima la criada había para vestir a cuatro mil pobres… El papá debe de haber robado mucho. Está gordo como un lechón… De consiguiente, que lo abran en canal… Tomemos por aquí a la derecha, para ir a la Casa de Fieras… Pero no entraré; estoy cansado de verlas. ¡Puño, cuánto coche! Allá va D. Melchor acompañando a dos niñas. Sí, para ti estaban, bruto. Son las niñas de Pez. Y el Sr. Pez va también con la gran tripa llena de billetes de Banco, que ha tragado… Más coches, más coches, más. Bien dice el maestro que lo bueno sería que toda esta gente no tuviera más que un solo pescuezo para ahorcarla toda de una vez… De consiguiente, todos viviríamos al pelo… Pero ¿qué es aquello que viene allí? ¡Ah!, ya sé. Primero un batidor a caballo. Después el gran coche con seis caballos… Puño, y toda esa gente de galones, ¿para qué sirve? Miale, miale, cómo saluda a todo el mundo, sombrero en mano; y ella también saluda, moviendo la cabeza. Descuidar, que alguno habrá que vus arregle. Yo lo que digo es que muerto el perro se acabó la rabia, y que muerta la cabeza, manos y pies se mueren… Miales, miales; dan vueltas para que les vean mejor. Ahora vuelven para acá; ya vus hemos visto bien.

»¡Valientes perdularios! Si hubiera un hombre de corazón, ¿a dónde iríais a parar todos? Todos os pasaríais al partido de los pobres. ¡Vivan los pobres! digo yo, y caiga el que caiga. ¡Abajo los ladrones!… Puño, vienen más coches, todos con tías brujas o con mozas guapas muy tiesas. Ya, ya; ¿sombrillita para que el sol no les queme las caras? Pues yo, tías brujas, ando al sol y al aire, con los zapatos rotos, y la blusa rota, muerto de frío; con que… ¡Eh!… ¿Quién es aquel que va a caballo? ¿No es Gaitica? El mismo, un chulo vestido de persona decente. Y saluda a dos que van en un coche. Todo porque estos días ha ganado al juego muchos miles. Ladrón, ruletero, chulapo, ordinario, canalla. Apuesto a que pasa por junto a mí y no me saluda; ¿apostamos? Aquí viene; me acercaré para que me vea. Le hablaré en flamenco. «Buenas tardes, zeñó Zurupa».

Esto decía Mariano acercándose a un jinete que avanzaba por la orilla del paseo, montado en un caballo español puro, de cuello corvo y movimientos tan gallardos como pesados. El jinete vio al chico, y entre bromas y veras, sacudió el siniestro brazo, y con el látigo, quizás sin pensarlo, le cruzó la cara, diciéndole: «Granujilla…».

-III-

En una casa, que por su desordenado aspecto, la suciedad de sus muebles y la catadura ordinaria de sus habitaciones, parecía ser la misma en que Joaquín e Isidora pasaron las tristes horas que en otra parte de esta historia quedan contadas, halláronse juntos otro día Mariano y el caballero (llámase así porque iba a caballo) designado con el nombre de Gaitica. Entró Mariano en el cuarto en que el tal estaba y sin saludarle le dijo:

«Vengo a por aquello.

-¡Ah!, que listo andas. Agradece que lo hay. Toma, roío niño».

Sacó tres duros del bolsillo y sin mirarle se los arrojó sobre la mesa.

«El otro día-dijo Mariano con timidez entre recelosa y salvaje-me dio usted un latigazo.

-Niño, fue sin querer. Pues qué, ¿a un roío caballero como tú se le dan latigazos?… ¡Taco, y qué orgullo vas echando!… ¡Roer! Átame esa mosca. Por ahora no necesito de ti. Si algún día necesitas una roía peseta, vente acá. Si algún día no tienes qué comer, no faltará acá un roío pedazo de pan que darte. Comerás las sobras de la mesa. Eres un roío gandul, un roío holgazán, un roío bergante, y acabarás en presidio.

-Como usted-dijo Mariano con descaro.

-¡Roer!, no te me subas a las barbas, porque de un roío puntapié vas a parar a Flandes. Yo soy una persona decente. Los holgazanes y gandules me cargan, ¡taco! Porque la necesidad le obligue a uno a poner la ruleta, no quiere decir que no sea persona decente. Ahora soy hombre formal, y voy a comprar mulas para venderlas a la Artillería; hombre de negocios, hombre que se puede poner delante del rey, sí, señor; porque es un hombre que paga la contribución, un hombre de orden, de ley, que no gusta de oír hablar del roío pueblo ni de la roía revolución; un hombre, en fin, más honrado que Dios, más caritativo que la roía Biblia».

Mariano le oía espantado y con despecho. ¡También Gaitica, aquel ser de la última gradación moral, aquel hombre a quien Pecado consideraba como inferior, se sublimaba por la virtud de su pequeño capital, adquirido en infames juegos de azar, y quería revestirse de la dignidad del burgués pacífico, del propietario conservador, y clasificarse entre los ciudadanos probos, que son base, sustento del orden social! Era lo último que a Mariano le quedaba que ver.

«Sí-prosiguió aquel individuo, cuyo retrato no haremos porque una mano más hábil lo hará después-, soy hombre caritativo. Sabes que he visto a tu hermana, y que la he amparado. La he conocido estos días, cuando he ido al Modelo a ver a una prima que está allí por unas roías lesiones… Tu hermana es muy guapa. La he amparado; la vi muy afligida porque se le había acabado el dinero y tenía que pasar a la sala común. ¡Roer!, ¡un hombre como yo ver esas cosas!… Al momento arreglé con el alcaide el pago del cuarto. Yo soy un hombre generoso, un caballero que sabe gastar las roías pesetas en beneficio del pobre y necesitado… Tu hermana es muy buena y muy señora. Voy a visitarla todos los días y a ofrecerle mis servicios. ¡Oh!, no es como tú, que eres de lo que llaman un parásito, la polilla del orden social, un vago. Tú y tus compañeros debéis ser exterminados, porque la roía sociedad…, en fin, yo me entiendo. Márchate. ¡Roer!, ¿qué haces ahí como una estatua? Tú no tienes inteligencia, no comprendes lo que yo hablo… Abur».

En el cerebro de Mariano se repercutían, como vibraciones de una campana, aquellos execrables conceptos, que son fiel copia de los textos auténticos del célebre Gaitica. Conocido de todo Madrid, este tipo ha venido a nuestra narración por la propia fuerza de la realidad. El narrador no ha hecho más que limpiar todo lo posible su lenguaje al transcribirlo, barriendo con la pluma tanta grosería y bestialidad, para no dejar sino la escoria absolutamente precisa.

Cuando Mariano se retiró aquella noche a su miserable alojamiento, después de vagar toda la tarde y parte de la noche por las calles sin tomar alimento, sufrió un ataque epiléptico. Parecía que se desbarataba en horrorosas convulsiones, y se mordió las manos y se golpeó todo, quedándose maltrecho. Por fin le pasó, Dios sabe cómo, y al volver en sí encontrose con una gran novedad en su cerebro: tenía una idea; pero una idea grande, clara, categórica, sinceramente adherida a su inteligencia. No durmió en toda la noche, no comió nada a la mañana siguiente. Tenía momentos de gran temblor y confusión, y otros en que una actividad febril obligábale a correr por las calles, sin ver a nadie, sin fijarse en nada más que en los coches que iban y venían.

Tomaba un bocado en cualquier taberna, y paseaba, paseaba. Pasear era su vida y el pasto de su idea. Rompió toda clase de relaciones, dejó de ver a su hermana, a su tía, a Bou, a Gaitica, y con quien únicamente cambiaba alguna palabra era con Modesto Rico, que vivía con él y estaba casi siempre embriagado. Las noches siguientes las pasó también sin dormir. Un malestar inexplicable que a veces tomaba formas como de entusiasmo, a veces como de abatimiento letal, actuaba sin cesar dentro de él, absorbiendo todas sus fuerzas y pensamiento. Repitiole el ataque epiléptico, y cuando le pasó, disparataba cual si hubiera perdido la razón. Durmió luego profundamente; levantose alegre, salió, y dirigiéndose al Rastro detúvose en un puesto a comprar algo. Regateó con discreción y tacto, y de vuelta en su casa con el objeto que había comprado, lo escondió, lo agazapó debajo del colchón, diciendo estas palabras:

«Estáte quieta, ahí, quieta».

Capítulo XV

¿Es o no es?

-I-

¡Generoso señor aquel que evitó a Isidora la angustia y el bochorno de la sala común, apresurándose a pagar la miserable cuota! ¿Quién era aquel ser benéfico que practicaba la caridad tan oportuna y noblemente? La agraciada no le conocía más que de haberle visto dos o tres veces en el cuarto de su vecina (una tal Antoñita Surupa, que por ciertos porrazos, calificados de lesiones graves, estaba en la casa purgando la impetuosidad de su naturaleza meridional), y por lo mismo que era tan superficial el conocimiento, era mayor su gratitud. Al día siguiente de aquel rasgo, merecedor de los mayores encomios, el autor de él, Frasquito Surupa, a quien por mote llamaban Gaitica en círculos que apenas es lícito nombrar, visitó solemnemente a Isidora.

Según él mismo dio a entender, era persona notable y acaudalada, hombre de gran mérito, que todo se lo debía a sí mismo, pues abandonado de sus nobles padres y desheredado por sus nobilísimos abuelos (¡miserias y bribonadas del mundo y de la ley!), había tenido que crearse una posición con su ingenio y su trabajo. Motivos diferentes halló Isidora en su nuevo amigo para sentir hacia él simpatía y antipatía, en porciones casi iguales, porque si bien aquello de ser hijo natural y abandonado, víctima del egoísmo de sus padres, le hacía sobremanera interesante, en cambio sus modales y su lenguaje eran de lo más soez y chabacano que imaginarse podría. Su figura hermosa, juvenil y hasta cierto punto elegante, que recordaba la de Joaquín Pez, perdía todas sus ventajas con lo que del alma salía a los labios de tan singular criatura, en esa florescencia del ser que se llama conversación. Por momentos Isidora le encontraba agradable, por momentos aborrecible. Él, hablando sin cesar de las injusticias humanas y contando los martirios y persecuciones de que había sido víctima, cautivaba más la atención de la prisionera.

La soledad de Isidora era cada vez mayor. Emilia y Castaño no la visitaban ya; Bou había roto con ella; Miquis iba muy rara vez. Sólo eran constantes D. José y la Sanguijuelera, que llevaba a Riquín. Joaquín Pez, cuyo trato en aquella soledad habría sido muy grato a Isidora, estaba en la Habana, desde donde le había escrito algunas cartas cariñosas. Riquín, Encarnación y Relimpio eran, pues, los únicos que llevaban la alegría, la distracción y la esperanza a la triste celda durante un rato, que se alargaba todo lo posible, contando con la bondad de la celadora.

Miquis fue a verla un día para anunciarle la visita definitiva de Muñoz y Nones.

«Oye tú, gran mujer-le dijo-: mañana viene mi querido suegro. Recíbelo como se merece. Le hablé de ti y viene dispuesto a favorecerte todo lo posible. Te hablará largo de tu pleito y de tu causa criminal, y poniendo las cosas en su verdadero lugar, te las hará ver claras y sin telarañas. No te asustes de su franqueza. Es un hombre que dice las cosas como las siente. Dice a veces barbaridades; pero sus barbaridades valen más que el oro, la plata y las piedras preciosas, porque son verdad pura. Lo que él te diga tómalo como el Evangelio. Si trata de encarrilarte por el camino A o el camino B (aquí de nuestro Ipecacuana), marcha adelante con los ojos cerrados. Deja el orgullo a un lado, como se deja una corona de teatro después de acabada la representación. Así como se hace examen de conciencia antes de confesar, haz ahora examen de tonterías para que las abjures todas. Acopia sentido común y ensáyate toda esta noche en apreciar la extensión verdadera, el número y peso exacto de las cosas humanas. Siempre que tu fantasía quiera llevarte a una apreciación falsa de la realidad, date un gran pellizco…, y por último, no coquetees delante de mi suegro, porque, aunque muy bueno, es medianamente aficionado a las muchachas guapas, y podría suceder…».

La primera impresión de Isidora al ver entrar a Muñoz y Nones fue muy grata, porque el notario era un hombre admirablemente dotado por la Naturaleza en figura, modales, gracia de expresión y don de gentes. Su edad no pasaba de cincuenta años, y vestía con pulcritud y corrección. Gran calva lustrosa, bajo la cual actuaba sin cesar el prurito de la fundación de una Penitenciaría para jóvenes delincuentes, le caracterizaba, en primer término. Era además hombre que miraba con extraordinaria penetración a las personas con quienes hablaba, y que para aprobar y afirmar decía siempre: Mucho, mucho, y para negar empleaba irrevocablemente la frase no hay tal cosa, ni ese es el camino. No usaba más que una comparación. Para él, todo era… como la luz del mediodía. Si la costumbre de usar chalecos blancos, aun en invierno, significaba algo, Muñoz y Nones era un hombre singularísimo en esta materia. Si el deseo de no parecer barrigudo distingue a un hombre grueso de otro, Muñoz y Nones debe ser puesto en la categoría de los que viven decididos a morirse esbeltos. Decir que era un tanto presumido y un mucho simpático, acabará de pintarle por fuera. Su franqueza le había valido algunos disgustos, pero también grandes triunfos, porque el culto de la verdad, proclamando la honradez, trae siempre ventajas, las cuales no se concretan a la conciencia y a la moral, sino que se extienden a la esfera utilitaria de la vida. Por esto, y relacionando sus virtudes con sus éxitos, decía el gran notario que también la honradez es negocio.

«La señora marquesa-dijo Muñoz después de los saludos-está en las mejores disposiciones respecto a usted. No sé si sabrá usted que esa señora es un ángel, una criatura celestial. Si no lo sabe, se lo digo yo, y basta. Imagínese usted el ser más bondadoso, más prudente, más sensible y cariñoso, y lo que resulte de ese esfuerzo de la imaginación será siempre inferior a la marquesa de Aransis.

-No lo dudo-replicó Isidora, contrariada, porque habría querido oír hablar mal de su abuela, dado que lo fuese-. La señora marquesa será muy buena, aunque en este caso mío…

-Pero, criatura-dijo Muñoz sin poderse contener-, ¿todavía no se ha curado usted de la enfermedad de esa idea absurda?… ¿Todavía cree usted pertenecer a la casa de Aransis?

-¿Acaso me han probado lo contrario?

-¡Probado!… ¡Si está más claro que la luz del mediodía! No se trata ya del pleito de filiación, ni Ese es el camino. Eso es cosa juzgada. Empéñese usted en seguirlo adelante, y consumirá su vida, su dinero y su salud inútilmente».

Isidora sudaba.

«¿De modo-dijo esforzándose en vencer su abatimiento y espolear sus ánimos decaídos-, de modo que usted cree en esa gran paparrucha de la falsificación?

-¿Conque paparrucha?… ¡Ay niña, niña, usted no sabe lo que se dice! La falsificación es tan clara, tan evidente como la luz del mediodía. El Tribunal lo ha declarado categóricamente. El pleito de filiación carece de base y se cae, como un castillo de naipes».

Isidora sintió que se mareaba, que se le iba la vista, que el cuarto daba vueltas, que Muñoz y Nones se reproducía en infinitas imágenes o copias del mismo Muñoz y Nones.

«Explíquese usted…-balbució con voz dolorida, cerrando los ojos-No puedo entender…

-Pues muy sencillo… ¿Pero se pone usted mala? Un vasito de agua…

-No es nada. Usted qué entiende de estas cosas…

-Mucho, mucho. La falsificación existe. Que usted no es autora de ella, no tiene duda, pues se perpetró ese delito, según todas las apariencias, cuando usted tenía tres años.

-Entonces…

-Su padre de usted, Tomás Rufete, era un hombre ligero, de costumbres desordenadas. Le conocí, le tuve de escribiente. Muchas veces le presté dinero que no me devolvió; pero esto no hace al caso ni ese es el camino…

-¡Mi padre!… ¿Usted está seguro de que era mi padre?-exclamó Isidora sacando fuerzas no se sabe de dónde-. Estas cosas no se pueden apreciar así, señor mío.

-¿Pues no se han de poder apreciar, señora mía? Yo me contento con decir que la casa de Aransis no ha tenido parte mínima en echarla a usted al mundo. Dos chicos nacieron de una señorita desgraciada…

-¿Usted la conoció?-dijo Isidora con energía apelando a un recurso de gran efecto.

-Sí.

-¿Me ha mirado usted bien?».

Muñoz y Nones, que ya la había mirado bien, consecuente con la dulce afición declarada por Miquis, la volvió a mirar.

«En efecto-dijo sonriendo-, es usted muy guapa.

-¿Y no halla usted semejanza…?

-En la Naturaleza-replicó Muñoz muy serio-se observan fenómenos de semejanza… Sin embargo, usted y Virginia sólo se parecen como dos mujeres hermosas. El cabello…, efectivamente. En los ojos hay algo…, pero no, no es tal la semejanza que pueda inducir a suponer parentesco».

Isidora no pudo contener su dolor. Se echó a llorar.

«Aunque se aflija, para mí la verdad es lo primero. No hay semejanza ni ese es el camino.

-¡Oh! Señor Muñoz-dijo ella con extraordinario énfasis-; si usted en esto que me dice, en esto que hace, no procede de buena fe, declaro que es usted el hombre más malo, el mayor monstruo…

-Crea usted lo que quiera. ¿Tengo yo fama de monstruo?

-No, no. Diré a usted…».

Impaciente, inquieta en su asiento, como si por todas partes estuviese rodeada de púas, movía los brazos queriendo expresar con ellos una convicción más enérgica que la que expresaban los labios.

«De modo que según usted, según usted, señor Nones, yo soy, yo soy… una cualquiera.

-Según lo que usted entienda por una cualquiera. Lo que yo afirmo es que al declararse usted sucesora de la casa de Aransis, ha sido víctima de un gran engaño. Las indagaciones que hemos hecho nos han llevado a averiguar que el autor de esa execrable comedia fue Tomás Rufete, logrando engañar primero a D. Santiago Quijano y después a su hija…

-¿Conoció usted a mi tío el Canónigo?

-Mucho, mucho, y tengo que decir a usted que era uno de los hombres más sencillos, hablemos claramente, más tonto que han comido pan en el mundo. Le traté mucho. ¡Qué hombre, Santo Dios! Una vez le hicimos creer que con miga de pan se quitaban las canas, y andaba con la cabeza hecha una panadería. También le hicimos creer que la baba del conejo era venenosa, y consultó cuatro médicos y se cauterizó un brazo. Se le daban las bromas más extraordinarias que usted pueda figurarse. Era poco valiente, como usted sabe, pero pundonoroso. Armábamos una camorra por cualquier tontería. Uno de nosotros se fingía agraviado. Los demás acalorábamos la disputa. No había más remedio que batirse. Quijano hacía de tripas corazón. Le llevábamos al campo del honor, donde con mucho miedo, pero con tesón muy grande, apuntaba al pecho de su contrario; mas como las pistolas estaban cargadas con sal, no pasaba nada… Lo extraño es que siendo medianamente instruido, creyese en influencias de las estrellas, en barruntos y aun en maleficios. Escribía clásicamente, leía novelas, era muy apasionado de las cosas aristocráticas, se sabía de memoria el Becerro, y tenía en la punta de la uña todos los linajes de España. Juzgue usted si ese santo varón era que ni pintado para sostener un bromazo que Tomás Rufete quiso dar a sus hijos.

-Esas historias, señor Nones-dijo Isidora aparentando una firmeza que no tenía-, nada me prueban.

-Mucho, mucho. Pero son datos preciosos. Vamos a otra cosa. Un coronel de Artillería, cuya nombre debe usted saber, se presentó en el despacho de Andréu, primo y compañero mío, hace quince años, y le habló de un asunto penoso y delicado. Al día siguiente Andréu había extendido un documento que llamamos acta de reconocimiento. En él reconocía como hijos suyos a una niña… (paciencia…, déjeme usted concluir), a una niña y un niño, nacidos de quien usted sabe, de aquella desventurada joven que, digámoslo otra vez, no tiene con usted semejanza de fisonomía, ni ese es el camino. Adelante. En el mismo documento hacía constar que confiaba ambos mocosos al cuidado de un antiguo criado y deudo suyo, retirado de la Guardia civil, el cual vivía… ¿sabe usted dónde?

-¿Yo qué he de saber?»-replicó Isidora con desvío y detestable humor.

Muñoz y Nones se levantó. Dirigiéndose a la reja, y mirando hacia la calle, señaló una casa de la acera de enfrente hacia la plazuela de las Comendadoras.

«¿Quién vivía en aquella casa?

-Yo.

-Tomás Rufete tenía por vecino en el piso tercero a un licenciado de la Guardia civil. ¿Se acuerda usted?

-Yo no.

-¿Tampoco recuerda usted cuando se quemó esa casa?

-De eso tengo una idea; era yo muy niña. Mi hermanito empezaba a andar entonces.

-Mucho, mucho. Cuando se quemó la casa, Nicolás Font…

-¿El guardia civil?

-Estaba enfermo de gravedad. Lo que pasó aquel día no lo sé. Font muere más tarde; la niña también; la viuda se va a vivir a Getafe; el niño es recogido más adelante por la marquesa de Aransis. Pasa el tiempo y se presenta usted con sus pretensiones apoyadas en el testimonio de su padre difunto, en una tradición de familia y en varios documentos. Las partidas de bautismo de los dos hijos del coronel nada prueban. Debieron de ser substraídas de casa de Font el día del incendio. Pero hay otro documento: el acta hecha por Andréu. En ella aparece una novedad y es que el nombre de Nicolás Font aparece sustituido por el de Tomás Rufete. La falsificación está hecha con suma habilidad, y las circunstancias le favorecen. Ha fallecido en Filipinas el coronel a quien usted tiene por su papá, y que es tan papá de usted como mío; han muerto la mujer de Font y los tres testigos; pero por fortuna vive Andréu. Se busca en el protocolo la matriz, y se encuentra la misma sustitución o enmienda. Tomás Rufete vivió en gran intimidad con un escribiente de mi compañero… ¿Va usted atando cabos?…

-Yo no ato ningún cabo, ni ese es el camino, Sr. Nones-dijo Isidora, dándose, en su despecho, el gusto de remedar un poco el estilo del notario.

-Ahora lo veremos. Se busca al cómplice de Tomás Rufete, a quien Andréu despidió hace años por infiel. Es medio químico y muy hábil; pero su principal habilidad está en huir de la justicia. Se entrega el documento original a los peritos calígrafos y químicos, y al instante la falsedad salta a la vista. Hecha con precipitación, es mucho más grosera que la de la copia. El Tribunal ve claro, y como usted en el pleito de filiación ha presentado testimonios tan débiles; como la prueba ha sido tan flojísima; como ninguno de los recuerdos de su infancia favorece a usted, es casi seguro que irá a presidio por delito de usurpación de estado civil.

-Yo no soy falsificadora-afirmó Isidora quedándose como una muerta…

-¡Qué gracia! No es usted falsificadora de un papel; pero lo es de un derecho, y con testimonios débiles y documentos apócrifos trata de usurpar un puesto que no le corresponde».

La de Rufete estaba humillada y abatida. Difícilmente entraba en su cabeza la idea de no ser quien pensaba, y de la lucha que con sus dudas sostenía, resultaba un decaimiento parecido a la agonía de morir. Nones la miraba en silencio, esperando una palabra.

«Dígame usted-murmuró ella al fin con temor-, ¿qué tengo que hacer para evitar… eso de ir a presidio?

-Declarar que ha sido engañada; descargar su responsabilidad sobre su señor papaíto, reconocer que no tiene derecho alguno…

-¿Y quién me asegura que no lo tengo?…»-volvió a decir, reaccionándose.

El instinto de conservación de su error era tan grande, que este necesitaba muchos y muy fuertes golpes para someterse. Muñoz y Nones tomó su sombrero.

«No se vaya usted, no-dijo ella, temiendo quedarse sola con sus fieras dudas-. Hábleme algo más. No estoy convencida, pero dudo. ¡Oh! Si me muriese hoy mismo, si me muriese antes que empezara a destruirse esta fe, ¡qué dichosa sería! Señor Nones, usted es un hombre honrado. Augusto lo ha dicho. Usted no es capaz de fingir, ni de mentir, ni de engañar. Júreme usted por Dios, por su madre, por sus hijos, que no cree en mi derecho; jureme usted que lo que dice es verdad, y entonces quizás pueda yo empezar a acostumbrarme a esta idea…

-¡Jurar! Eso es anticuado. Basta la palabra de un hombre de bien… No hay motivo para tanta aflicción ni ese es el camino. Una existencia humilde y sin los desasosiegos de la ambición, puede hacerla a usted dichosa. La señora marquesa me ha autorizado para ofrecer a usted un auxilio siempre que se preste a dar a esta enojosa cuestión un corte rápido y decisivo. La señora está disgustadísima; aborrece el escándalo y llora mucho al ver que el nombre de su pobre hija es traído y llevado por las lenguas que gozan en resucitar deshonras pasadas. La señora no duda, ni puede dudar del resultado del pleito. Si usted espera aún, consulte a todos los abogados de Madrid, y como haya uno que aliente sus esperanzas, me dejo cortar la cabeza. Pero nuestras leyes favorecen a los pleiteantes tercos, y usted, empeñándose en seguir adelante, puede prolongar el litigio sin ningún fruto para usted y con cien probabilidades contra ninguna de ser condenada a presidio… Me retiro y le doy a usted unos días de término para que lo piense bien. Mi yerno me ha dicho qué tiene usted buen fondo y clara inteligencia, aunque ofuscada por desvaríos y falsas apreciaciones de la vida. Si usted lograra ver cada cosa como es realmente, estábamos de la otra parte. Conque… ánimo. Y para concluir: sé que tiene usted un hermanito que es una alhaja. Yo le prometo a usted darle la primera plaza cuando inauguremos la Penitenciaría para jóvenes delincuentes. Le reformaremos, y usted… trate de reformarse».

-II-

¿Soy o no soy? Esta pregunta fue para Isidora, desde aquella entrevista, el eje de todos sus pensamientos, de todo el sentir y obrar de su vida. Olvidada de molestias y humillaciones de la cárcel, no tenía seso ni corazón más que para raciocinar sobre aquel problema y dolerse de él; porque sí, era un problema semejante a una llaga, un problema que la enloquecía como un logogrifo indescifrable, y la lastimaba como una úlcera abierta en lo más delicado y profundo de sus entrañas. La pavorosa duda tenía alternativas y lances de batalla. Ya vencía la convicción, y echaba bravatas de pueril orgullo; ya, por el contrario, triunfaba la sospecha, proclamando con gemidos de amargura la derrota de sus vanas grandezas. Con ser tan abultados los autos, no contenían tantas ideas, tantas fórmulas de investigación, tantos ni tan variados argumentos como los que ella febrilmente acumulaba en su cerebro aquella tarde, aquella noche, y en las horas claras y obscuras de tres días sucesivos. Porque diabólica era ciertamente la claridad e insistencia conque surgían en su mente todos los argumentos negativos de su derecho. Ella quería rechazarlos, y ellos crecían fortaleciéndose, vestidos con la inmaculada vestidura de lo evidente. Sí, su tío el Canónigo era tonto. ¿No podía dar ella mil testimonios de sus necias credulidades? Ella misma le había imbuido algunas veces ideas sumamente extrañas.

Como D. José, su tío el Canónigo daba calor en su entendimiento a las ideas más absurdas, las fomentaba y se engreía con ellas. Su tío, engañado por Rufete, había representado con ella la comedia funesta que tan desgraciada la había hecho. ¡Cuántas veces en las noches del invierno él la embelesaba diciéndole que sería marquesa, que tendría palacio, coches, lacayos, lujos sin fin, y riquezas semejantes a las de Las mil y una noches! Él la había enseñado a no trabajar, a esperarlo todo de una herencia, a soñar con grandezas locas, a enamorarse de fantasmagorías. Habíale llenado la cabeza de frivolidades, habíale educado en la contemplación mental de un orden de vida muy superior a su verdadero estado. Él, cuando ella se cansaba, le decía: «Tendrás coche». Cuando ella trataba de arreglarse un vestidillo, le decía: «Tendrás veinte modistas a tus órdenes». Decíale: «¡Qué palacio el tuyo!», y otras expresiones que encendían más y más en ella el volcán de ambición que ardía en su pecho… Sí, su tío era tonto, tonto rematado, un hombre calamitoso, en su buena fe, un hombre sin seso, un maestro contra la realidad, el apóstol de todo lo extravagante, ficticio y convencional que engendra en su estado morboso el pensamiento humano.

Luego pensaba en su padre. Sí, sí, Tomás Rufete era un hombre desordenado, un hombre de insaciables apetitos y devorado por la envidia. Bien podía ser verdad lo que Nones decía, y Tomás autor de aquel dramático sainete, por satisfacer su codicia, o simplemente por obtener de la marquesa, mediante un pleito enojoso, cualquier suma, en calidad de transacción. Esto era razonable. ¿Qué demonio de lógica se escondía dentro de estas ideas, dándoles cuerpo y vida?… También pensaba en su madre. ¿Por qué siempre que Tomás Rufete hablaba de la marquesa, de los niños de la marquesa y de la indudable herencia y estado de estos niños, Francisca Guillén bajaba la cabeza, se ponía de mal humor y no añadía palabra alguna a las expresiones de su marido? Su madre, pues indudablemente debía darle ya este nombre, era una mujer honrada. Rufete la atormentaba y la dominaba. Él le había impuesto su infame comedia, y ella, por miedo y quizás por la ilusión de que sus hijos fueran marqueses, aunque usurpadores, callaba. ¿Por qué su tía (pues ya no había duda de que era su tía) se burlaba siempre del marquesado y de las ideas ambiciosas de Rufete? Y D. José, que en la declaración de la prueba había dado por amor a ella testimonio favorable, también dudaba, sí, o tal vez estaba seguro de la farsa. Bien se le conocía al tenedor de libros que no tenía fe en lo de Aransis, porque hablaba poco de esto y siempre en términos indecisos.

Al tercer día de andar en brega con estas dudas y sospechas, tomando muy poco alimento, sin dormir, llena de fiebre y medio trastornada, Isidora llegó al colmo de la crisis. Una noche, hallándose sola, corrió furiosa a la reja, se agarró a ella, deseosa de hacerla pedazos, y a gritos, que alborotaron la calle, decía:

«Y, sin embargo, soy noble. ¡Jueces, notarios, abuela, gente toda que me tenéis aquí, yo soy noble!».

Luego recorría de un ángulo a otro el cuarto con las manos en la cabeza, gritando:

«Soy noble, soy noble. No me quitaréis mi nobleza, porque es mi esencia, y yo no puedo ser sin ella, ni ese es el camino, ni ese es el camino».

Entraron la celadora y dos amigas y quisieron calmarla, Trajéronle algo de comer para combatir el desvarío combatiendo la debilidad; pero ella tiró los platos y despidió a las mujeres.

«A mí no se me presenta ese bodrio. Eso no es para mí-exclamaba-. Que me traigan mi baño. ¡Yo no puedo vivir sin baño! Que me saquen de esta pocilga; que me traigan mis vestidos, mi coche; que venga Joaquín…».

Todo fue inútil para calmarla; pero al fin el exceso de la irritación trajo a la mañana siguiente el agotamiento y con él la remisión de un mal tan penoso. No obstante, era de todo punto imposible hacerle tomar alimento. Se quitó el vestido, diciendo que no podía tener encima tales harapos, y pidió una y otra vez su baño, su querido baño. Por último, le trajeron a Riquín, y viéndole y acariciándole, descendió lentamente, en alas del cariño materno, de las borrascosas alturas en que su razón estaba tan nublada.

Capítulo XVI

Las ideas de Mariano.-La síntesis

La Sanguijuelera acompañó a su sobrina a la siguiente mañana, obsequiándola con una retahíla de preciosos consejos que debieran reunirse y archivarse como uno de los mejores ejemplos de la sabiduría humana.

«Lo de tu herencia es ya sal y agua. Después de tantos mareos y bascas, has vomitado al fin la gran pandorga. Si quieres ser honrada te llevo a vivir conmigo, te cedo la tienda, y no te pongo más obligación que mantenerme y cuidarme los huesos hasta que venga por ellos la muerte. Cuando te vi en malos andares, te negué un ochavo y te saqué lo que pude; si ahora te enderezas, cuanto tengo es para tu rica persona y para este sol cabezudo del mundo… ¿Vas a ser honrada, sí o no? Mira, tienes varios caminos: o te casas con el estampador de la calle de Juanelo, o te vas en busca de aquel Sr. Botín de otros tiempos y le pides el estanco que te prometió. Pondremos estanco y cacharrería en dos tiendas juntas de una buena calle, y no habrá quien nos tosa… Pero en mi casa no entran pantalones; ¿te conviene? Otra cosa te propongo. ¿Quieres ser ama de cura? Yo conozco un capellán de monjas, ancianito, buen cristiano, y que convierte gente mala, porque tiene un pico de oro, un gancho del Cielo que es un primor; el cual curita me está diciendo siempre que le busque un ama de fundamento… Decídete; ¿estampería, estanco o religión con llaves?».

Isidora no contestó nada, porque ni siquiera oía lo que Encarnación hablaba. Después nombraron a Mariano.

«Es cosa perdida. Hagamos cuenta de que se lo han llevado los demonios. Está viviendo con Modesto y Angustias en un cuarto de la calle de Ministriles que más parece ochavo que cuarto. Modesto sirve en un almacén de vinos, y Palo-con-ojos va al río. Vivirían si él no bebiera tanto. Es un pellejo con pies y manos. Lo bueno es que ya no le pega a la mujer, porque en cuanto levanta la mano pierde pie y se cae al suelo».

Isidora se echó a reír. En el mismo instante, Riquín le daba bofetadas.

«No se pega, no se pega.

-Anda, cáscale duro… Déjale que pegue. Este va a tener más talento… Le criaremos para cura de escopeta y perro. Verás qué sermones salen de esa cabezota. ¿Verdad, hijo? Le has de ver obispo y puede que Papa… ¡Leña a los herejes y protestantes; duro, firme!».

Acto seguido, Encarnación cogió al niño por un brazo y se dispuso a salir.

«¿A dónde va usted?

-A ver la corte, que va hoy a Atocha de toda gala. Me pirro por ver la gala de la corte de España, que es la primera del orbe mundo. Pero ahora, hijita, todo es miseria. Yo me acuerdo de los tiempos de la Reina, de aquellos tiempos, hija, en que el pan estaba a doce cuartos las dos libras y en que había más religión, más aquel, más principios, en que los grandes eran grandes y los chicos chicos, y había más respeto a todo. Yo me acuerdo de aquel tiempo y me dan ganas de llorar. Aquello era ser Majestad, aquello era señoría y grandeza. Entonces se daban vivas a la Reina y le gustaba a uno verla tan frescota, tan señora, con aquel aire… ¡Y con qué cariño miraba ella al pueblo! Parecía que iba diciendo: «Aquí tenéis a vuestra madre…». ¡Pero ahora…! Pasa la corte, y todo el mundo mutis. Dicen que libertad… Miseria, hija. Los pobres están más pobres, y laMinificencia no puede recoger a tantos. ¡La libertad!… Pillería, chica, pillería. Entonces había más señorío, créelo, y donde hay señorío corre el dinero y vive el pobre. Conque abur, abur».

Encarnación salió con Riquín, encaminándose hacia el centro de Madrid. Era día de gran solemnidad cortesana por motivos que no es necesario precisar. Las calles del centro estaban animadísimas. La gente circulaba alegre, bulliciosa, con frivolidad y alegría propiamente madrileñas, arremolinándose en algunos parajes para dar paso a los regimientos que llegaban a cubrir la carrera. Los balcones, con abigarradas colgaduras, mostraban damas hermosas. El mujerío, la militar música y el cielo de Madrid, que es un cielo de encargo para festejos populares, concurrían a dar a la solemnidad su expresión característica.

La Sanguijuelera, que había visto y gozado un número infinito de funciones de tal especie desde la entrada de María Cristina hasta la de D. Juan Prim, desde esta hasta las festividades del actual reinado, hallaba en aquel espectáculo desinteresados placeres. Encarnaba en sí la novelería, la bullanga y el entusiasmo monárquico del antiguo pueblo de Madrid. Ella conocía, como se conocen los muebles de la casa, todos los coches de Palacio, el de carey, el de nácar, el de los globos, y hasta de los paramentos y arneses podía dar circunstanciada noticia. Conocía también como los dedos de su propia mano, el ceremonial y el orden de los coches, el puesto de los distintos grupos de la servidumbre, y otras particularidades que interesaban más a la gente antigua que a la moderna. En cuanto a elegir los sitios más propios y cómodos para verlo todo, nadie la igualaba.

En la calle Mayor encontró a su antigua vecina Palo-con-ojos. Esta y Encarnación, que alzó en sus brazos a Riquín, se colocaron en la embocadura del callejón de San Ginés, lugar donde no era grande la aglomeración de gente, con la ventaja de una retirada segura en caso de corrida o apretujones.

«Todavía es temprano. Tenemos para un rato-dijo Angustias desatándose y liándose el pañuelo bajo la barba, con ese movimiento maquinal que en la gente chulesca hace las veces del movimiento de abanico.

-¿Y mi bergante?

-Esta mañana salió muy temprano. Desde ayer me ha estado marcando porque le tuviera hoy camisa limpia; ha salido hecho un brazo de mar, con la corbata negra y amarilla que se compró la semana pasada.

-Anda, anda.

-Hoy estrena zapatos y calzones. Yo no sé de dónde ha sacado los cuartos. Yo le dije, digo: «¿Has descargado la borrica?»; y él me dijo, dice: «Váyase usted al acá y al allá». Pues por ahí te pudras. Está…, vamos, si usted le ve, no le conoce. Le ha dado el accidente cinco veces, y parece un pergamino mojado. Los ojos se le saltan del casco, las manos le tiemblan y la lengua es un estropajo. A veces se pone a dar vueltas, y marea, hija, marea. En fin, yo no sé qué va a ser de él. No trabaja, no sirve para nada. Modesto le da consejos; calcule usted… ¡Modesto, consejos! Él, que es ya un puro aguardiente desde la cabeza a los pies…

-Todo sea por Dios»-dijo Encarnación, y más iba a decir; pero en aquel momento oyéronse cornetas y clarines, luego la Marcha Real y el murmullo expectante unido a las frases sueltas «Ya vienen, ya vienen». Gran estupefacción de Riquín, que nunca había visto cosa más bonita; éxtasis de la Sanguijuelera, que no cerraba el pico un momento al paso de la comitiva o procesión real, poniendo un comentario a cada parte de ella.

«¡Qué viejecitos están ya los reyes de armas!… ¿Ve usted? Ahora vienen los caballos de silla… Sigue el coche amarillo…, penachos morados… Ahora vienen el mayordomo y el intendente…, penachos azules y blancos. Mire usted qué guapos chicos… Ahora viene el coche de nácar…, penachos verdes. ¿Quién será este señor con tanto morrión y tanta cruz? Debe de ser de extranjis… Coche de concha…, penachos blancos… Ahora viene lo bueno… ¡Qué preciosas van!…, penachos rojos».

Y así continuó, despachándose a su gusto con progresivo entusiasmo, hasta el paso de la escolta, cola y remate de la procesión.

«¿Nos quedamos para verlo otra vez a la vuelta?»-dijo luego, no saciada aún del goce de aquel variado y teatral espectáculo.

Arremolinose la gente; la tropa maniobró, y entre la revuelta muchedumbre, Palo-con-ojos distinguió a un individuo que iba en dirección a la Plaza Mayor.

«¡Allá va, allá va!-gritó señalando.

-¿Quién?

-El bergante.

-Sí, él es… ¡Mariano, Pecado…!».

Pero Mariano que las vio y oyó los gritos de su tía, se hizo el tonto y apretó el paso como quien desea evitar un importuno encuentro. Poco después estaba sentado en un banco de la Plaza Mayor, junto a una de aquellas graciosas fuentes, en las cuales el agua, saliendo de una fingida roca, forma un globo elástico, cuyas paredes se ahuecan y se deprimen según las bate más o menos el aire. En la movible costra líquida hace el sol caprichosos iris y se retratan convexas imágenes del jardín y de los transeúntes. Completaba la fascinación del globito de agua un bullido juguetón, en el cual cualquier poeta habría podido oír, con buena voluntad, las risotadas de los niños de las náyades. Mariano puso los codos en las rodillas, las quijadas en las palmas de las manos, y estuvo mirando el extraño surtidor… Dios sabe cuánto tiempo.

Así como su hermana, invadiendo con atrevido vuelo las esferas de lo futuro, se representaba siempre las cosas probables y no acontecidas aún, Pecado, cuando se sentía dispuesto a la meditación, resucitaba lo próximamente pasado, y se recreaba con un dejo de las impresiones ya recibidas. Era un trabajo de rumiante y un placer de perezoso. Vio, pues, todo lo que había hecho aquel día, casi tan a lo vivo como si aún estuviera pasando. Se había levantado muy temprano después de una noche de desvelos y tortura; habíase puesto su camisa limpia y las demás prendas que estrenaba, mostrando un empeño particular en aparecer con la facha más decente que le fuera posible; había salido y tomado café en un puesto de la calle del Ave María, y después se fue a vagar por las calles. A eso de las diez almorzó en una taberna jamón con tomate, que estaba muy rico, y después había comprado un periódico y leído la mitad de él, indignándose con todas las picardías que denunciaba, y participando de la noble ira de sus redactores contra el Gobierno.

Más tarde paseó por la Carrera para ver la gente y la tropa que de los cuarteles venía. Bonito estaba todo; pero él lo miraba con desdén y, sobre la impresión recibida, ponía un pensamiento de melancólica burla y sarcasmo. En un balcón había visto a Melchor de Relimpio, muy enfatuado, junto a unas damas que le parecieron las de Pez. No lejos de allí, uno de los Peces (él no los conocía bien, pero debía de ser Luis Pez) acompañaba en otro balcón a la familia del duque de Tal. Siguió adelante, y a la vuelta de una esquina encaró con el nunca bien ponderado Gaitica, que venía a caballo, hecho un potentado, un sátrapa. La extraviada imaginación de Mariano veía a este personaje cual si fuese un resumen de todas las altas categorías y la cifra del encumbramiento personal. «¡Cuánta pillería!», exclamó para sí.

Todos triunfaban y vivían regaladamente escalando cada día un lugar más elevado, mientras él, el pobre y desvalido Pecado, permanecía siempre en su nivel de miseria, insignificante, sin que nadie le hiciera caso ni fuese por nadie distinguida su persona en el inmenso mar de la muchedumbre. ¿Por qué era esto, cuando él valía más que toda aquella granujería de levita? Él, según las creencias firmes de su hermana, había nacido de sangre noble. Le habían sustraído lo suyo, le habían despojado de todo, arrojándole desnudo y miserable al seno del populacho, como se arroja al basurero un despojo inútil. ¿Quién sabía si muchas de aquellas casas, engalanadas con colgaduras de varios colores, eran suyas? ¿Quién sabía si el dinero de que debían de tener llenos los bolsillos todos aquellos caballeros y damas procedía de riquezas que en rigor de la ley le pertenecían a él? ¿Y a quien se dirigía para reclamar lo suyo? A nadie, porque desde el primero al último todos eran grandísimos pícaros.

La nación en masa, ¿qué nación?, la sociedad entera estaba confabulada contra él. ¿Qué tenía que hacer, pues? Crecerse, crecerse hasta llegar a ser por la fuerza sola de su voluntad tan considerable que pudiera él solo castigar a la sociedad, o al menos vengarse de ella. ¿Cómo? Por su mente rondaba tiempo hacia una idea que resolvía la cuestión. La idea y el propósito de ejecutarla se habían apoderado de él juntamente, dominándole y llenándole por entero. Idea y propósito eran como una llaga estimulante en el cerebro, la cual le dolía y le comunicaba un vigor extraño. Repetidas veces había puesto en ejecución su pensamiento, ¿pero cómo?, en sueños, y también alguna vez despierto, cediendo como a una fuerza automática y fatal que no era su propia fuerza. En estos casos de repetición o ensayo mental del hecho, se quedaba fatigado y orgulloso, cual si lo hubiera ejecutado realmente. Sondeándose para ver cuándo había aparecido en él aquella idea y aquel propósito, calculaba que los tenía desde antes de nacer. ¡Tan viejos, tenaces y arraigados le parecían!

Mirando siempre el globo de agua, pensaba que si no fuera por el firme tesón que en aquel momento tenía, su miedo sería grande. Estaba viendo el terror escondido debajo del orgullo y asomando la cabeza; pero el orgullo, o, mejor, la terquedad, no le dejaba salir. No sentía miedo, sino dolor, un dolor inexplicable en el pensamiento, una sensación rara de no dormir nunca, de no reposar jamás, de un alerta eterno. Detrás del punto negro que tenía delante y que ya estaba cerca, veía seguro y claro un triunfo resonante. Principalmente la idea de que todo el mundo se ocuparía de él dentro de poco le embriagaba, le hacía sonreír con cierto modo diabólico y jactancioso. La aberración de su pensamiento le llevaba a las generalizaciones, como en otros muchos casos en que la demencia parece tener por pariente el talento. El mismo criminal instinto le ayudaba a personalizar, y en efecto, siendo tan grande y múltiple el enemigo, ¿cómo aspirar a castigarle, sin hacer previamente de él una sola persona?

Rumor de voces, cornetas y músicas anunciaban que el gran cortejo volvía de Atocha. Levantose Mariano, y por la calle de Ciudad-Rodrigo ganó la calle Mayor y la plaza de la Villa. Multitud, tropa, caballos, uniformes, penachos, colores, oropeles y bullicio le mareaban de tal modo, que no veía más que una masa movible y desvaída, semejante a los cambiantes y contorsiones del globo de agua que había estado mirando momentos antes. Se le nublaron los ojos, y apoyándose en un farol, dijo para sí: «Que me da, que me da». Era el ataque epiléptico, que se anunciaba; pero tanto pudo su excitación, que lo echó fuera, irguió la cabeza, se sostuvo firme…

Pasó un momento. Nunca había sentido más energía, más resolución, más bríos. El ruido de las músicas le embriagaba. Vio pasar uno y otro coche. Cuando llegó el que esperaba, Mariano era todo ojos. Miró bien… En el acto sacó de debajo de la blusa una pistola vieja, y apuntando con mano no muy firme, salió el tiro con fugaz estruendo… Movimiento y estupor en la muchedumbre, gritos, pánico, sacudidas. La bala se estrelló en la pared de enfrente sin hacer daño a nadie, y el autor del infame atentado cayó en una trampa, la indignación pública, cuyo engranaje de brazos y manos le oprimía, como si quisiera pulverizarle.

Capítulo XVII

Disolución

-I-

La noticia de este hecho, llevada por el viento de la novelería, penetró en los últimos y más apartados rincones de Madrid, en los palacios y en las covachas, y cuando ya todo el vecindario lo sabía, se enteraron del caso las monjas de los conventos, los enfermos de los hospitales y los presos de la cárcel. Las presas fueron las últimas en saber la ocurrencia. Lo que agradecerían las cien lenguas del Modelo aquel pasto riquísimo no es para dicho. Comentáronlo de infinitos modos. Una gitana aseguró que ella lo había soñado la noche anterior y otra hacía gala de un entusiasmo monárquico tan estrepitoso, que hubieron de encerrarla para que entrase en vías razonables. La piedad aconsejaba no se revelase a Isidora un suceso que debía de impresionarla terriblemente; pero a sus amigas les faltó tiempo para decírselo. Ella no lo quería creer; decía que era imposible, que ciertas cosas no pueden pasar nunca. Poco a poco se fue convenciendo, y últimamente razonaba el caso de este modo:

«Sí, basta que sea disparatado y horrendo para que sea cierto. Dios se vuelve contra mí, Dios me deja de su mano».

Y diciéndolo, le entró una pena y una desesperación tal, que si no enderezara su espíritu en el mismo instante por la vía religiosa, habría estado en peligro de perder la razón. Pidió a la celadora con vivas instancias la llave del coro, y se fue a él sola, decidida a hacer un acto espiritual que diese salida y respiro al dolor condensado en su seno. En el coro hizo tentativas de rezo, puesta de rodillas y mirando al altar. La cavidad sosegada, ancha y blanquecina del templo ofreció a la tensión de su espíritu un alivio dulce y lento; pero cuando más recogida estaba, se le desvaneció la cabeza, inclinose de un lado, y no teniendo tiempo para asirse a la reja, cayó al suelo sin sentido.

Cuando la llevaron a su cuarto, el volver en sí fue la vuelta de la desesperación y de los gritos; pero ya no se acordaba de la religión, sino de la libertad, y decía:

«Que me saquen de aquí. Señor Nones, yo firmaré lo que usted quiera con tal que me saquen de esta basura. Quiero aire, calle, mi baño, mi casa, vestirme como debo, y ser honrada y feliz».

Después, sin poder apartar de su mente el crimen de su hermano, increpaba a este con las frases más duras. Algo había en lo íntimo de su ser que representaba como una tímida aprobación del intento de Mariano, si no de la forma en que fuera realizado. Pero no, el crimen y la barbarie no hallarían jamás en su espíritu benevolencia ni simpatía. Su hermano era un bandido incorregible; ella era una mártir angelical. Lo que principalmente anhelaba ya era libertad, libertad aun sin nobleza, porque el papel de María Antonieta en la Conserjería, con ser muy poético, empezaba a serle odioso. El mal olor de su inmundo asilo, la falta de comodidades, el detestable comer y peor vestir, eran contrarios a su naturaleza aristocrática, y la misma corona del martirio, con todo su nobleza y su resplandor de gloria, le destrozaba las sienes tan horriblemente, que prefería, sí, prefería mil veces un sombrero de última moda. Pero, ¿y sus derechos? Ya dudaba de ellos; ya casi no creía en ellos. ¡Ay de aquel dogma que es contaminado de la duda! En seguida se daña y muere, y para en ser ludibrio de quien antes lo adoraba. Y aun suponiendo que su dogma fuera verdadero, ¿qué podía obtener de su insistencia? Nada, porque las leyes todas se habían conjurado contra ella, y la condenarían y la encerrarían en un presidio. Libertad, pues, y adiós para siempre la ilusión de toda su vida, el sostén y fundamento de su ser moral; adiós nobleza, marquesado, fortuna…

Mas ¿por qué afligirse tanto, si en sí misma hallaba Isidora indecibles consuelos? Libre y ya sin pretensiones, procuraría ser siempre muy señora. ¿Acaso el verdadero señorío no puede existir sin títulos y grandes riquezas? Sí, sí; sería muy señora, muy honrada, muy decente, arreglaría sus cosas, trabajaría (¡otra vez!), pondría el mayor orden en todos los actos de su vida, educaría admirablemente a su hijo, se casaría con un hombre modesto y juicioso… Al pensar esto, un sabor ideal de ipecacuana le hizo contraer los labios. «Adelante, adelante-dijo-; cerrar los ojos y adentro con la medicina, como dice Augusto. Es forzoso amoldarse a las circunstancias, y templar el alma en las adversidades. La mía no se dejará vencer de la desesperación. Plan magnífico: mujer de bien, mujer ordenada, mujer trabajadora, mujer exclusivamente práctica, eso es, práctica». ¡Oh, qué tarde!

Pensando en esto, que tanto le ayudaba a combatir su desaliento, vio entrar a D. José, el cual venía muy erguido, con los ojos animadísimos, la sonrisa en los labios, y en su rostro una expresión particular y desusada que alarmó a Isidora. Sentándose en el único sillón que en la celda había, el anciano la contempló con éxtasis. ¿Qué había en él? ¿Estupidez o desvarío? Isidora le observó con tanta lástima como sorpresa, diciendo: «¡Padrino…!».

Relimpio la miró como se mira una visión celeste, y poniendo los ojos en blanco, todo suspenso y como transportado a una esfera ideal por el delirio de la inspiración poética, murmuró con arrullo estas palabras:

«¡Hurí, hurí…, nadie osará ya mancillar tu blancura! Los dragones todos fueron vencidos por el fuerte brazo de tu caballero, a quien perteneces y que te pertenece».

Inmediatamente le entró como un acceso congestivo, inclinó la cabeza, cerró los ojos y empezó a roncar desaforadamente. Asustadísima, Isidora le mojó la cabeza, le llamó a voces, a gritos: «¡Padrino, padrino!».

Anunciado por un suspiro, reapareció en la persona de D. José el conocimiento de sí mismo. Abrió el viejo los ojos, suspiró más, y al ver a Isidora y hacerse cargo de su situación, se avergonzó un poco.

«Ya me ha pasado-dijo frotándose la frente con la palma de la mano-. ¿Ha sido breve?… ¿He dicho muchos disparates?… No me riñas, no me riñas.

-¿Pero qué es eso?

-Nada, nada. Ahora me dan… estos mareos… Todos tenemos nuestras debilidades, hija… ¡Miseria humana! He contraído un pequeño vicio; pero no ha sido por relajación, no; ha sido por tristeza, por la fuerza de mis desgracias sin número. Creo que me comprenderás».

Isidora, en efecto, no comprendía nada.

«Soy muy desgraciado; padezco los mayores tormentos…, tormentos morales, del corazón-dijo Relimpio con la voz más débil y balbuciente que se puede oír-. Cierto día unos amigos me hicieron tomar Champagne. ¿Qué creerás? Hubo en mí una revolución, me entró el mareo, y con el mareo pasé a ser otro ser distinto, quiero decirte que fui otro hombre, fui un caballero, un joven, un héroe, qué sé yo… ¿No es cosa buena ser algo por espacio de diez minutos? Luego he repetido la toma y los efectos han sido los mismos. Concluye todo por un sopor tan breve como profundo, y en seguida vuelvo a mi ser natural, ¡ay!, a la miseria humano, a la realidad asquerosa, a la vejez caduca…

-¡Don José! ¡Don José de mi alma!

-No me riñas; te digo que no me riñas. ¡Ser algo durante diez minutos! Los que no somos nada, caemos en estos peligros. Pues te confesaré todo con tal que no me riñas. Me he comprado una botella de eso que llaman fine Champagne, y cuando veo que me entra la gran tristeza, cuando siento que se me desgarra el corazón y se me retuerce toda el alma, me tomo mi copita…

-¡Padrino!

-Somos frágiles… A mi edad… No te enfades. Cuando estoy con el mareo, te veo, te defiendo, te pongo en las nubes, hago por ti las cosas más bellas, arriesgadas y sublimes…

-¡Por María Santísima!-exclamó ella poniéndole la mano en la boca.

-En fin, ya esta vez me ha pasado… Vine por la calle con el mareo. Al entrar, creí que entraba en un encantado y hermosísimo palacio; las presas me parecieron unas ninfas muy aéreas, unas como animadas flores, hijas del viento, ¿qué tal? La escalera, una escalera de plata y la celadora, un ángel…

-¡Jesús, basta, basta!…

-Basta, sí; ya pasó, ya pasó. Hablaré ahora de lo que quieras.

-Es que yo no me fío de esa cabeza… Sin embargo, óigame usted, padrino. Estoy inclinada a renunciar a mis derechos para librarme de la persecución de los malos. ¡Qué infames picardías! ¿Debo o no debo hacerlo? Respecto a mis derechos, ¿los tengo yo? ¿Son un delirio o una verdad? Usted que conoció a mis padres, que debió de estar al corriente de lo que pasaba en su casa, dígame al fin de una vez y con completa sinceridad lo que piensa; pero la verdad, la verdad.

-Hija, querida hija mía-repuso el viejo con una torpeza de palabra y de pensamiento que anunciaban un lamentable estado cerebral-. ¿Sabes lo que me pasa?…

-¿Qué?

-Que he perdido completamente la memoria. No me acuerdo de ninguna cosa anterior a la época en que viniste a vivir a mi casa de la calle de Hernán Cortés. Ayer estuve todo el día preocupado con una idea, y es que yo fui un lince en Partida doble.

-Sí, sí.

-¿Pues creerás que trataba de recordar algo de esta ciencia sublime, madre de todas las demás ciencias, y no podía?…

-¡Pobre padrino, pobre padrino!… ¿Se ha enterado usted de la acción de Mariano?

-Sí, hija. ¡Qué deshonra!

-¡Qué deshonra!… Dios se ha vuelto contra mí, me ha dejado de su mano. Pero yo me haré mujer formal, mujer ordenada, mujer trabajadora, me casaré…

-¡Casarte!-exclamó el viejo con espanto.

-Casarme con cualquier hombre honrado… Juan Bou me ofreció su mano, y aunque me gusta poco, es un hombre de mérito…

-¿Casarte…? con el monstruo, con el dragón…».

Y obedeciendo a una fuerza superior que nacía no se sabe en qué parte de su turbado ser, el tembloroso anciano marchó hacia la puerta. ¿Iba en busca de la milagrosa copita?… De pronto se detuvo, diose una manotada en la frente, se echó a reír, y mirando a Isidora con gozo, dijo:

«¡Maldita memoria mía! Ya no me acordaba…

-¿De qué?

-Tranquilízate, José. Juan Bou ha pedido ayer la mano de la hija de un herrero muy rico de la calle de las Navas de Tolosa; él mismo me lo ha dicho».

Isidora meditó.

-II-

La primera entrevista que tuvo con la Sanguijuelera después del atentado de Mariano fue conmovedora. La de Rufete no había visto nunca llorar a su tía, la cual, envejecida considerablemente en aquellos tristes días, traía un mantón negro echado por la cabeza, con lo que su aspecto era harto lúgubre y repulsivo. No decía sino: «¡Qué pena, qué bochorno!», y de sus apergaminados labios habían huido los donaires quizás para siempre. Parecía que se duplicaba, con la común desgracia, el cariño que a su sobrina tenía y que deliraba por Riquín. En los días sucesivos la buena anciana no cesaba de hacer preguntas a Isidora acerca de sus planes, y perseverando en el proyectillo de colocarla ventajosamente, le decía una y otra vez:

«Decídete pronto, pronto, a ser capellana, que es lo que te conviene, porque así matas de un tiro dos pájaros, verbo y gracia: que te colocas y que salvas el alma, porque en la compañía de aquel santo varón te harás, aunque no lo quieras, una santa mujer… ¡Ay qué pena, qué bochorno!».

No parecía la de Rufete muy inclinada a aceptar tales ofrecimientos, a pesar del risueño horizonte espiritual que le señalaba su tía.

«El honor de la familia-decía luego Encarnación-está en los calabozos del Saladero y ha de tener que ver con los señores de la Paz y Caridad. Ya que no nos es posible salvar el honor de la familia, ¡puñales!, escondámonos donde nadie nos vea, metámonos en un rincón y vivamos tranquilas, diciéndole al Señor: «Señor, nosotras no fuimos, nosotras no tuvimos culpa de aquella barbaridad, nosotras quisimos que fuera bueno; pero él se juntó con los pícaros… y sacó de su cabeza otras picardías». Conque hija, vente a vivir conmigo y olvídate de tus locuras, y si alguien quiere pleito, que lo siga con el Nuncio de Puerta Cerrada».

No estaba aún completamente decidida Isidora a comprar la libertad con la renuncia total de sus pretensiones. Muñoz y Nones le hizo otra visita, en que charlaron mucho; mas los argumentos de ella eran tan endebles, que el hábil notario los destruía con poco esfuerzo. En cuanto al caso extraordinariamente horrible de Mariano, Nones dio pocas esperanzas, y el único consuelo que pudo ofrecer a la atribulada hermana del delincuente fue que la corta edad y el evidente desorden cerebral de este pesarían algo en la balanza de la Justicia.

Un mes después de la primera entrevista con el suegro de Miquis, Isidora había perdido ya la fe en sus derechos a la casa de Aransis. De ellos no quedaba en su alma sino una grande y disolvente ironía. Ya no creía en si misma, o lo que es lo mismo, ya no creía en nada. Deshojada poco a poco por una lógica al principio tímida y por último irresistible, aquella vistosa flor de su presunción aristocrática, la cual, a falta de otras morales, desempeñaba en su alma un papel defensivo de primer orden, quedó completamente seca, muerta y más propia para irrisorio sambenito, que para adorno del cuerpo y del alma… Un día llevó Muñoz un papel, firmolo Isidora, después de negarse resueltamente a aceptar el auxilio que le ofrecía la marquesa, y a las dos semanas el juez decretó la absolución libre.

«¿A dónde vas ahora?»-pregunto con interés de padre D. José de Relimpio.

Isidora tenía un papel en que había apuntado varias cantidades. Era mujer de orden. Aquellos numeritos representaban deudas contraídas en la prisión.

«No se preocupe usted de eso, niña-dijo una voz, la voz áspera y antipática de un ser humano (por la figura) que apareció en la estancia cuando la joven fijaba su atención toda en el funesto papel-. ¿A qué hora sale usted? ¿A las tres? Dígolo por traer una carretela para llevarla a usted a mi casa. ¿Usted se entera?».

Isidora, sentada y apoyando la sien en el puño, parecía estar con su pensamiento en el más lejano de los mundos posibles.

«Si usted no aceptara, me ofendería-prosiguió el ser humano a quien Relimpio miraba (dígase de paso) con la expresión más hostil-. Mi casa es una casa-palacio. ¿Usted se entera? No le haré a usted compañía esta tarde, porque voy a comer con Frascuelo y el marqués de Torbiscón… Oigasté, Isidora, usted manda en mi casita, donde no faltará un roío pedazo de pan. Una persona que sale de la cárcel no puede hallarse en disposición de atender a las primeras necesidades. Así, cuando usted entre por aquella puerta, hallará una modista y un chico de la tienda de sombreros que irá con muestras…, ¿usted se entera?… Tengo allí el gran cuarto de baño; usted calcule… Conque hasta las tres. Voy a ver a mi hermana, que se va a quedar muy triste, usted calcule, con la marcha de su amiga. Adiós… Abur, Pepillo».

Y al salir hizo un gesto tan irreverente ante las barbas venerables de D. José de Relimpio, que este, furioso ya por oírse llamar Pepillo, no pudo contener su indignación, y cuando el ser humano estuvo fuera, exclamó:

«¡Canalla!… ¿Pero es posible, hija, que tú, tú, aceptes?…

-Provisionalmente-dijo Isidora, como si despertara de un desagradable sueño-. ¡Estoy tan mal…! Necesito…».

¡Necesito! ¡Cómo sonó este verbo en el cerebro del santo varón! Lo había oído tantas veces en momentos terribles, que era para él como una voz de alarma que le erizaba el cabello y le detenía la circulación de la sangre. Su abatimiento era tan grande, que si tuviese allí la botella, quizás, quizás la apurase valientemente de un trago.

¡Libertad, comodidades, buena ropa, baño, casa, lujo, dinero!… Así como a D. José le entraba el mareo con lo que el lector sabe, a Isidora le atacaba el mismo mal con sólo la probabilidad de hacer efectivas las ideas expresadas por aquellos mágicos vocablos. Cada ser tiene sus imanes.

¡Oh pena de las penas! Cuando D. José la vio salir y entrar en la carretela de aquel ente que le llamaba Pepillo, cuando la vio partir… ¡Oh, qué horrores alumbra el desvergonzado sol, esa cínica lumbrera que no sabe llenar de tinieblas la tierra cuando se consumen hechos tan contrarios a las hermosas leyes del bien! El pobre hombre olvidaba que el error tiene también sus leyes, y que en la marcha del universo cada prurito aspira a su satisfacción y la consigue, resultando la armonía total, y este claro-obscuro en que consiste toda la gracia de la humanidad y todo el chiste del vivir.

Pero el buen viejo no podía ver aquello. Su espíritu se enardecía, sus sentimientos se sublevaban, quiso darse un fuerte golpe en la cabeza contra la pared de la iglesia de Montserrat para concluir allí su preciosa y fatigada existencia; pero no tuvo valor para ello. Necesitaba marearse, sí, darse un buen paseo por las doradas regiones de lo ideal. Esta necesidad se impuso a su naturaleza de un modo tan imperioso, que no tuvo paciencia para salvar la distancia que le separaba de su casa, y se metió en la primera taberna que encontró al paso.

-III-

Y un día Emilia y Juan José Castaño vieron entrar en su casa a la gran Isidora elegantemente vestida de negro, con un lujo, con un señorío, con un empaque tal, que ambos esposos se quedaron perplejos, como quien ve visiones, y no acertaron a contestar a sus primeras preguntas. Iba la madre a ver a su hijo, al noble, al precioso y cabezudo Riquín, que recogido y amparado en casa de Castaño durante los cinco meses de prisión, miraba a Emilia como madre y a los niños de aquella como sus hermanitos. Muy afligida Emilia al ver la resolución de Isidora de llevarse a su hijo, no se atrevió a poner resistencia; pero Juan José, hablando con firmeza y tesón, dijo que no entregaría a Joaquinito, porque Isidora, con su mala conducta, perdía los derechos de madre, y que él estaba decidido a llevar la cuestión a los Tribunales, seguro de que el juez le autorizaría para retener al desgraciado niño en su poder.

Irritada Isidora, manifestó que no admitía tales ideas, y ya se agriaba la cuestión, cuando abriose una puerta y apareció un señor obispo…, digo, era Riquín, el cual traía en la cabeza una gran mitra de papel, y echando la bendición graciosamente con su mano derecha, cantó en el latín más estropajoso que se ha oído jamás: Dominis vobiscum.

Conviene hacer constar que los dos chicos de Castaño tenían loca afición a los juguetes de Iglesia, que es un jugar muy común en la infancia de estos tiempos, en los cuales cada cosa grande tiene su manifestación pueril. En el comedor de la casa tenían su magnífico altar, y cada día ponían en él un objeto nuevo, bien araña, bien cáliz o manga-cruz. Por distintas partes de la casa se veían retablos diminutos, sagrarios y hasta púlpitos improvisados con sillas. Últimamente habían hecho casullas de papel, y decían sus misas como unos canónigos, echando cada latín que metía miedo y observando todas las reglas de aquel acto con notorio puntualidad. Que el misal fuese una novela y el copón una huevera, no era motivo de escándalo, porque la inocencia lo santificaba todo con su carácter altamente divino. Riquín hacía al principio de sacristán; pero empezó a mostrar tales disposiciones, que pronto dijo también sus misas y echaba graciosos sermones. Las reyertas frecuentes y el mucho ruido con que a menudo se disputaban allí las jerarquías eclesiásticas, exigían en ocasiones la intervención de Emilia, que más de una vez se prestó a ser monaguillo para apaciguar los ánimos y llevarlos a honrosas capitulaciones. Aquel día, que era domingo, Riquín había sido elevado a la silla metropolitana, y estaba oficiando de pontificial cuando su mamá y Juan José disputaban.

«Ven-le dijo Isidora sentándole sobre sus rodillas, dándole muchos besos-, y te haré una casulla de oro y un altar de plata».

El chiquillo la miraba espantado.

«Que él decida-indicó Juan José tomando al muchacho y poniéndole en medio de la sala-. Riquín, ¿quieres irte con tu madre?».

Tan fuertemente negó con su cabezota, que se le cayó la mitra. En realidad es fuerte cosa que le propongan a un hombre abandonar su diócesis para irse con una mala mujer…

«¿Que no, dices que no?».

El chico dijo entonces claramente:

«No quielo».

Y echó a correr para dentro.

«No vale, no vale, eso no vale-gritó Isidora con afán-. Mi hijo vendrá conmigo».

A esto siguieron algunas lágrimas, y tomando entonces Castaño un tono conciliador, manifestó a la afligida madre que estando el niño en la ortopedia mejor que en ninguna parte, le dejase aquí. Quizás ella, por sus muchas ocupaciones de señora principal, no podría cuidar y atender a Su Ilustrísima como merecía, y así, quedándose él donde estaba, ganaban todos: los ortopedistas, porque conservaban a Riquín, a quien miraban como hijo; Isidora, porque estaría más ancha y podría campar por sus respetos libremente, y Riquín porque no se vería separado de su cabildo. Isidora cedió, mas no sin obtener permiso para ir a ver a su hijo cuando quisiera.

Y en efecto, venía dos, tres y hasta cuatro veces por semana, trayendo golosinas paraRiquín y sus camaradas, y además velas de cera, cálices de plomo, efigies, estampas del Sagrado Corazón, mitras, estolas, y por último un monumento de Semana Santa tan completo y hermoso que no había más que pedir. Algunas veces se encontraba allí conla Sanguijuelera, que también a menudo visitaba a su adorado Anticristo; y ambas regañaban, si bien Encarnación había perdido el humor festivo, y estaba muy caduca y suspirona, no pudiendo apartar de su mente ni un instante la deshonra que había caído sobre la familia. Cuando se hablaba de esto, las dos lloraban, y, olvidando toda rencilla, confundían sus almas en un solo sentimiento.

Miquis no vivía ya frente a la ortopedia, ni visitaba tan frecuentemente a sus buenos amigos; pero siempre que iba a casa de Castaño preguntaba con mucho interés por Isidora. Pasados tres meses desde que la Rufete salió de la cárcel, Emilia, dando noticia al médico de las observaciones que hacía en la persona de aquella, le decía una noche:

«Desde la primera vez que vino en esta temporada hasta ahora ha variado tanto… Y parece que va descendiendo, que cada día baja un escaloncito. La primera vez parecía una gran señora: traía un vestido de gro negro y un sombrero, que ya, ya… Poco después venía vestida de merino y con mantilla, algo desmejorada la cara. A la semana siguiente me pareció que su traje tenía algunas manchas, y sus botas algunos agujeros. Por fin el lunes de la semana pasada vino muy pálida y quejándose del pecho, con la voz ronca. El sábado creí observar en su cara algunos cardenales, y traía una mano liada. Ayer, señor doctor, vino con pañuelo a la cabeza, con bata de percal, zapatillas, la voz muy ronca, y lo más salado de todo fue… que me pidió dos reales… Debe de andar mal. Como siempre…, ¡qué carácter y qué vida!».

Después hablaron del ser humano con quien Isidora vivía, y acerca de él dijo Miquis cosas tan atroces como verdaderas, de que se escandalizaron mucho Emilia y su marido. Aquel tal era jefe de garito, ruletista y empresario de ganchos, un caballero de condición tan especial, que si le mandaran a presidio (y no le mandarían), los asesinos y ladrones se creerían deshonrados con su compañía.

«Nuestra pobre amiga-dijo Augusto-, llevada de su miserable destino, o si se quiere más claro, de su imperfectísima condición moral, ha descendido mucho, y no es eso lo peor, sino que ha de descender más todavía. Su hermano y ella han corrido a la perdición: él ha llegado, ella llegará. Distintos medios ha empleado cada uno: él ha ido con trote de bestia, ella con vuelo de pájaro; pero de todos modos y por todas partes se puede ir a la perdición, lo mismo por el suelo polvoroso que por el firmamento azul».

Desde que fueron dichas por el sabio Miquis estas sentenciosas frases y otras que omitimos, Isidora estuvo muchos días sin presentarse en la casa de Emilia. Don José también se había eclipsado, por lo que estaban los de Castaño disgustadísimos y llenos de temor. Un día, por fin, entró Relimpio en casa de Miquis, y entre lloroso y turbado, le dijo:

«Venga usted, venga usted, Sr. D. Augusto, a ver si la sana.

-¿Qué hay, pero qué…? ¿está mala?-preguntó Miquis encasquetándose el sombrero y tomando el bastón.

-No, señor…, sí, señor…, quiero decir que no está buena, aunque tampoco está enferma, porque ya se levanta.

-Es decir, que ha estado mala.

-Sí, señor.

-¿Y por qué no me avisó usted, hombre de Dios, mejor dicho, hombre de todos los demonios?

-Porque ella no quiso… Hoy, sin su permiso, vengo a buscarle a usted para que le quite de la cabeza…

-¿Qué le he de quitar, hombre?

-Una idea-dijo Relimpio, cuando ambos andaban aprisa por la calle.

-¿Y cree usted que yo soy quitador de ideas?… Vamos a ver: ¿usted está en su sano juicio, o se ha mareado hoy?

-No, Sr. D. Augusto; hace tiempo que no me mareo. Ella no me deja. Desde que vivimos juntos…

-¿Cómo?

-Sí; ese salvaje, ese canalla, ese asqueroso reptil, ese inmundo…, perdone usted, Sr. D. Augusto; me faltan palabras apropiadas… Para no cansar, ese basurero animado, la abandonó después de darle tantos golpes, que por poco la mata; después de cruzarle la cara… mire usted, por semejante parte, con un navajazo. Por fortuna su herida no fue grave, aunque le ha dejado una cicatriz que desfigura bastante aquel rostro celestial, aquel encantador palmito…».

Se limpió una lágrima con la mano.

«Pues sí; desde este suceso, la pobrecita, con los pocos cuartos que pudo salvar y la escasa ropa…, en fin, tomó un cuarto en la calle de Pelayo, número 93, piso cuarto, puerta número 6, y allí ha estado un mes retirada del mundo sin tratarse con nadie más que conmigo…, pero honradamente, Sr. D. Augusto, honradamente. Yo le juro a usted por lo más sagrado…».

Y con la mano derecha abierta y puesta sobre el pecho como una condecoración, los ojos en blanco, protestó el anciano de su honesta conducta.

«Lo creo, hombre, lo creo.

-Yo la acompañé, yo la asistí, mientras se curaba; yo la he servido… ¡Qué días, qué noches! Yo: «Voy a llamar a Miquis»; y ella: «No llame usted a Miquis ni a nadie; no quiero que nadie me conozca, soy una persona anónima, yo no existo». En fin, esta mañana me dijo unas cosas que me han partido el corazón.

-¿Qué cosas?-preguntó Miquis deteniéndose en el portal de la casa y mirando atentamente al desgraciado viejo.

-¡Ay!, ¡no puedo repetirlas!»-exclamó Relimpio llorando como un niño.

-IV-

Augusto subió y entró en la casa. Si pasmada y llena de turbación se quedó Isidora al verle, mayor fue el asombro y pena del joven médico al ver en deplorable facha y catadura a la que conoció en forma tan distinta. No sólo había perdido grandemente en el aspecto general de su persona, en su aire distinguido y decoroso, sino que su misma hermosura había padecido bastante, a causa del decaimiento general, y más aún del chirlo que tenía en la mandíbula inferior, bajo la oreja izquierda. Estaba ella planchando unas chambras, y la ligereza de su vestido permitía ver sus bellas formas enflaquecidas. Dejó la plancha y se sentó en un miserable sofá de paja. Un ratito no muy largo estuvo llorando, y después dijo así:

«No quería que nadie me viese en este estado. Como pienso salir de él y hallarme en mejor posición, porque todavía… A ver, ¿qué tal me encuentras?

-Muy mal, muy mal.

-¿He perdido mucho? ¿No me respondes? He estado muy mala, ¡qué puño!…».

Miquis no dijo nada. La sorpresa que le causó la voz ronca de Isidora, y más que la voz oír algunas expresiones que de la boca de ella se escaparon, túvole perplejo y mudo por breve rato.

«Te encuentro muy variada; tú no eres Isidora.

-Te diré… Yo misma conozco que soy otra, porque cuando perdí la idea que me hacía ser señora, me dio tal rabia, que dije: «Ya no necesito para nada la dignidad, ni la vergüenza». ¿Tú te enteras?… Por una idea se hace una persona decente, y por otra roía idea se encanalla. Pero no creas, todavía hay algo en mí que no perderé nunca, algo de nobleza, aunque me esté mal el decirlo… Mira tú, chavó, qué quieres…, el aire hace a la persona. He vivido tres meses entre perros de presa. No te asombres de que muerda alguna vez…

-Sí, esa voz, esas expresiones, ese acentillo andaluz… Dime, ¿qué es lo que te queda de nobleza?

-No sé, no sé…-dijo Isidora aturdida, cual si registrara en su corazón y en su pensamiento-. Me queda el delirio por las cosas buenas, la generosidad… ¿Sabes? Ayer no tenía más que dos duros; esta mañana vino una amiga a llorarse aquí…, total, que quedé sin un cuarto.

-¿Necesitas algo?»-dijo Augusto llevándose la mano al bolsillo.

Y sacó algunas monedas. Mirolas Isidora con codicia, alargó su mano hacia la mano de Augusto… De repente se contuvo diciendo:

«No; todavía soy noble.

-¿En qué consiste tu nobleza?

-En que no recibo limosna… Pero por ser de ti…».

Vacilaba, mirando alternativamente al rostro y la mano de Miquis. De súbito lanzó una exclamación no muy delicada y dijo:

«¿Sabes?…, ya se me ha ido la delicadeza. Venga el dinero».

Y antes que Miquis se lo diera, ella lo tomó de la mano de su amigo.

«¿De qué te espantas, bobo?… ¿de mis nuevas maneras? Ahora soy así. Te diré… A los hombres, desplumarlos y sacarles las entrañas; quererlos, nunca. Sois muy antipáticos; os desprecio a todos.

-¿Vas a meterte monja…?

-¿De veras?… ¡Qué sombra! ¿Monja yo?

-Ya sabes que Joaquín Pez ha venido de la Habana, casado con una americana muy rica. Da gusto verle, según está de contento y satisfecho».

Isidora palideció. Después dijo:

«Ya lo sabía… Toma, si le vi, le vi una tarde. Yo iba por la Red de San Luis y pasó él en coche. Me vio, pero el tunante fingió que no me veía. El corazón me dio un brinco; aquella noche lloré, pero ya me voy dominando y concluiré por aborrecerle también. Es un tipo.

-Pero Gaitica

-¡Ah! Ese es de los que deben ser cogidos con un papel como se coge a las cucarachas, y luego tirados a la basura. Vamos, que sólo de mirarle se te ensucian los ojos…

-Y sin embargo, le has querido.

-¿Yo?… Hombre, tú estás malo. Que se te quite eso de la cabeza. Con decirte que me acordaba de Juan Bou y este me parecía un ramillete de rosas… ¡Pobre Gaitica! El día de la disputa ¡le escupí más…! Es un hombre con el cual no se debe hablar con palabras, sino con una zapatilla: es un bicho asqueroso. Aplastarlo y barrerlo luego. Pero qué quieres, mi destino, mi triste destino… Yo empeñada en ser bueno, y Dios, la Providencia y mi roío destino empeñados en que he de ser mala. Salí de la cárcel, le debía dinero, no tenía sobre qué caerme muerta, me llevó a su casa, me dio cuanto necesitaba, mucho más de cuanto necesitaba… Yo tengo este defecto de volverme loca con el lujo. Vi los trajes, el dinero y las comodidades, y no vi al hombre. Poco a poco se me fue dando a conocer el hombre. Principió por escatimarme los gastos. Cada día me parecía la vida más triste y él más horroroso. Y no lo digo por su cara, que no es mala, aunque sí de un tipillo afeminado que no me gusta. ¿Le conoces? Ya ves qué carita de Pascua, qué patillas de azafrán, y qué barba afeitadita y qué labios de carmín. Aquellas mejillas que parecen afeitadas me dan un asco… Pero donde aparece de oro el tal es en el trato. Coge la desvergüenza, la traición, la rapiña, la crueldad, júntalo todo, añádele toda la basura que puedas encontrar, revuelve, haz un muñeco, sopla, dale vida y tendrás al que ha sido mi señor y dueño durante tres meses: peor que Bou, peor que Botín y que Joaquín, el cual era ya más malo que Judas. En fin, los hombres sois todos unos. Hay que vengarse, perdiéndoos a todos y arrastrándoos a la ignominia. Nosotras nos vengamos con nosotras mismas.

«Isidora, Isidora-le dijo Augusto con profunda pena-: valdría mil veces más que te murieras.

-No pienso en tal cosa… Te diré. Cuando estaba en la cárcel quise matarme. La vida me pesaba como un sombrero de plomo. Cuando Gaitica me maltrató y no pude hacerle pedazos ni aplastarle con la zapatilla, también tuve un momento de bochorno, de ira y de desesperación en que quise suicidarme. Pero después me he serenado. Eso de matarse se deja para los tontos. El que quiera viaducto, con su pan se lo coma. A vivir, vidita, que vivir es lo seguro. Alma atrás… Lo quiere el mundo, pues adelante. Que la sociedad para arriba y la moral para abajo…; a hacer puñales. Yo me basto y me sobro. ¿No era yo noble? ¿No tenía buenas inclinaciones? ¿Pues por qué me cerraron la puerta?

-Pobre mujer, todavía, todavía es tiempo…

-¿De qué?

-De adoptar una vida arreglada. Yo te buscaré trabajo.

-No sé hacer nada.

-Yo te pasaré una pequeña pensión…

-Dirán que soy tu querida. Concluiré por serlo…

-Búscate un modo de vivir. Vete con tu tía…

-No hay tu tía, no, no…; déjame. ¿Para que has venido acá? Ni falta… Aire, aire. No necesito consejos.

-Aborreces a Surupa, y, sin embargo, ¡cuánto se te ha pegado de él! Cuando recuerdo cómo eras y cómo eres, cómo hablabas y cómo hablas, no sé qué me da.

-Así es el mundo: unos se quedan y otros se van Yo me fui, ¿te enteras? Yo me he muerto. Aquella Isidora ya no existe más que en tu imaginación. Esta que ves, ya no conserva de aquella ni siquiera el nombre.

-Pues aquella era mi buena amiga-dijo Augusto con tesón-; esta me repugna».

Isidora se conmovió al oír esto, pero disimulaba bien, esforzándose por una inexplicable modificación de su orgullo en parecer peor de lo que era.

«Y no teniendo nada que hacer aquí-dijo Miquis levantándose-, me retiro».

Isidora le miró de un modo que indicaba deseos de que no se marchara; pero después se inclinó de hombros.

«Ya me han humillado tanto-murmuró entre dos suspiros-, que el ver salir al último amigo no me causa impresión.

-Señor D. Augusto de mi alma-dijo a la sazón Relimpio, que hasta entonces, testigo mudo y doliente, no se había atrevido a decir nada-; no se marche usted y exhórtela, predíquele, y amonéstele para que se le quite… eso… de la cabeza.

-¿Qué?

-Eso.

-¿Y qué es eso?

-El disparate que quiere hacer. Vea usted cómo calla y se sonríe la pícara… A mí me lo ha dicho, pero a usted no se lo quiere decir.

-¿Suicidio?

-Por ahí…

-No, no es suicidio-exclamó el anciano con desesperación, arrancándose (o tratando de arrancarse, que es más verosímil) un mechón de cabellos-. ¿Ve usted? Se ríe… Y que no diga que lo hace por no tener qué comer. Yo… aún puedo trabajar».

Isidora, sin desplegar los labios, clavaba sus ojos en las ascuas de carbón sobre que se calentaban las planchas. Parecía que de aquel rescoldo ardiente y melancólico tomaba sus ideas.

«Pues yo le he de quitar de la cabeza esas tontunas-dijo el médico inclinándose hacía ella y mirándola de cerca.

-¿Sabes lo que te digo?-replicó Isidora con el tono insolente que se le había pegado de la sociedad gaitesca-. ¿Sabes lo que te digo? Que no me vengas con dianas, que no me marees. No te hago caso; el corazón se me ha hecho de piedra y mi cabeza es como esa plancha».

Levantose, y murmurando no se sabe qué palabras, aunque es de suponer no serían de las más finas, tomó el pesado hierro y se puso a planchar con verdadera furia. Miquis se fue sin añadir una palabra, y D. José le siguió hasta la escalera con las manos cruzadas, el mirar compungido y suplicante.

«Don Augusto de mi alma-le dijo-, por Dios, no la abandone usted… Mire usted que lo hace, y lo hace… y yo me muero…».

Capítulo XVIII

Muerte de Isidora.-Conclusión de los Rufetes

Aunque Augusto no manifestó su propósito, lo tenía, y muy firme, de no abandonar a la infeliz mujer que tan sola y en peligro de ruina estaba. Volvió al día siguiente; mas quiso Dios que fuese aquel uno de esos días lúgubres que anublan la perpetua alegría de los meses de Madrid, uno de esos días, por desgracia no muy raros, en que el vecindario está tristísimamente impresionado por una terrible solución de la justicia humana, y encuentra, a su paso por ciertas calles, manifestaciones patibularias que llevan el pensamiento a cosas y personas de edad muy remota.

Y en la tarde del día anterior, una mujer vestida de negro con un mantón echado por la cabeza, alta, flaca, vieja, semejante a una momia animada por la aflicción, acechaba en las proximidades del Palacio Real la salida y paso de un coche. Su ansiedad era grande, su esperanza débil, aunque poseía el más vivo fervor monárquico que ha existido quizás en el presente siglo. Su idea del poder, de la misión providencial de los reyes, y principalmente la semejanza que suponía entre el soberano visible y el Rey de los cielos, dábanle un poco de aliento. Por eso cuando salió el coche, avanzó ella a escape sin temor de ser atropellada por los caballos, llegó hasta la portezuela, y con la presteza del asesino que alarga el puñal, alargó un papel arrollado en forma de canuto. El papel cayó en el coche, y las dos personas que iban en este se inclinaron al mismo tiempo para cogerlo. ¡Oh dicha! Leían el memorial, o al menos pasaban la vista por él. ¿Quién sabe si accederían a lo que en él con formas tan respetuosas y sentimentales se solicitaba? Así como es propio del pueblo la ofensa, propio y digno de los reyes es el perdón. ¡El perdón! Ved aquí el punto de semejanza y parentesco con la divinidad. «¿Para qué servirían los reyes-dijo la Sanguijuelera concretando sus ideas monárquicas-, si no sirvieran para indultar?».

La pobre mujer, en el momento de arrojar su papel dentro del coche, había lanzado con él una exclamación, que sintetizaba su respetuoso cariño hacia el primer personaje de la Nación, y su pena acerba y desgarradora: «Rey mío… Niño-Dios de España, piedad para un desgraciado loco».

Había invocado la juventud, la grandeza, el sentimiento religioso, para interesarlos en su cuita. Satisfecha de lo que había realizado, y con cierta confianza en el éxito, se dirigió lentamente hacia el Saladero. ¡Largo y tremendo día, inmensa y pesada noche! Hay horas que parecen pedazos arrancados a las pavorosas eternidades del infierno. La Sanguijuelera esperaba, esperaba, y el indulto no aparecía. La infeliz mujer, tan prendada de los poderes autoritarios, no sabía que el Soberano tiene una esposa, la Ley, y que, según el arreglo que hemos hecho, con el anillo nupcial de este himeneo se han de sellar lo mismo la sentencia que el perdón.

Hemos dicho que Augusto volvió a la casa de Isidora. Encontrola en el estado más deplorable, sentada en un rincón del cuarto, tras un sofá viejo, los pies desnudos, el vestido muy a la ligera, encorvada sobre sí misma, en desorden el precioso cabello. Con ambos índices se tapaba los oídos, y su mirar revelaba espanto de pesadilla. Contemplábala Augusto sin saber por dónde empezar su empresa caritativa, cuando D. José se le acercó y con voz cautelosa le dijo:

«Amigo Miquis, hoy no hemos comido. Día tremendo es hoy…; ya puede usted suponer por qué está tan afligida».

Augusto dio dinero a Relimpio para que trajese con qué arreglar una buena comida, y quiso tranquilizar a Isidora y obligarla a que se acostase. Ella no decía más que esto: «¡Hoy!, ¡hoy!».

Ya de regreso el padrinito, lograron ambos, a fuerza de persuasiones y añadiendo a ellas algo de violencia, que Isidora se acostase. Relimpio preparó la comida. Augusto consolaba a su amiga con las frases más escogidas, con los pensamientos más cristianos que le sugería su rica imaginación; pero toda su dialéctica, engalanada de formas poéticas y de bonitas paradojas, no logró llevar la serenidad al perturbado espíritu de la pobre mujer. Esta le dijo:

«Mañana, mañana me tocará a mí».

Dicho esto, su silencio fue absoluto durante todo el día. Miquis y D. José le hacían mil preguntas, pero ella no contestaba nada. Por la noche Augusto, después de prescribirle el reposo, se retiró seguro de hallarla mejor al día venidero, lo que no resultó cierto, porque a la siguiente mañana encontró el médico en su infeliz enferma el mismo silencio, la mismo apatía lúgubre y la propia indiferencia del día precedente. Isidora, no obstante, comió con mediano apetito, y Miquis no hallaba en ella síntomas claros de enfermedad. Don José suspiraba a cada instante; iba y venía sin cesar de una parte a otra de la casa con gran desasosiego. Por la tarde, cuando Miquis, después de su tercera visita, se retiraba, D. José cuchicheó con él en la escalera.

«No nos abandone usted, señor doctor-le dijo angustiadísimo-. Hemos de estar con cien ojos… Hay moros por la costa…

-¿Qué es eso?

-Que aunque parece que no habla, habla, sí, señor; hoy a las doce estuvo aquí una mujer que la viene persiguiendo hace días… Es un dragón, ¿me entiende usted?… Pues Isidora charló largamente con ella. No pude entender lo que decían, porque me mandó salir fuera; pero hablaban con animación, y la mujer aquella, a quien vea yo partida por un rayo, le enseñaba, ¡ay!, muestras de vestidos.

-Veremos; habrá que hacer algo decisivo-dijo Augusto bajando pausadamente los últimos escalones-. Mañana temprano vendré con Emilia, Riquín y Encarnación. Trataremos de llevárnosla a cualquier parte».

Don José movió la cabeza con expresión de profundísima incredulidad, y cerrando la puerta con llave, se guardó ésta en el bolsillo.

Isidora dormía, al parecer, sosegadamente; D. José, que desde algún tiempo antes se había sometido a un meritorio régimen de sobriedad en alimento y lecho, se recostó vestido en un sofá de paja, frontero a la cama de su ahijada, el cual le servía de punto de acecho o vigilancia para no perder ni el más ligero movimiento de la enferma. Toda la noche ardía una vela, puesta dentro de una jofaina. Así, desde que Isidora parecía intranquila, D. José se levantaba diligente y acudía junto a ella.

Las diez serían cuando Relimpio, que había descabezado un sueñecillo, despertó con sobresalto porque oyó la voz de Isidora. ¿Había alguien en la habitación? No, no había nadie. Isidora hablaba consigo misma. Don José la miraba sin moverse de su duro y martirizante sofá; pero su atención se trocó en asombro al ver que la joven se levantaba, se vestía, aunque a la ligera, echándose la bata, se calzaba y se dirigía al mezquino tocador próximo a su lecho. Un terror acongojante y como supersticioso que se amparó del bueno de D. José, le impedía moverse y hablar. Le parecía contemplar una escena de sonambulismo, o quizás ser víctima de un fenómeno óptico, formado y como vaciado en su propia mente. «Puede ser-se dijo-que esto que veo sea un sueño mío y que la pobrecita esté tan tranquila en su cama, mientras yo la veo levantada y enredando en el tocador».

Isidora, pues ella misma era y no una vana imagen, se miró largo rato en el espejo. Aunque este era pequeño y malo, ella quería verse, no sólo el rostro, sino el cuerpo, y tomaba las actitudes más extrañas y violentas, ladeándose y haciendo contorsiones. La ligereza de su ropa era tal, que fácilmente salían al exterior las formas intachables de su talle y todo el conjunto gracioso y esbelto de su cuerpo. Don José se quedó lelo, frío, inerte, cuando oyó estas palabras, pronunciadas claramente por Isidora:

«Todavía soy guapa…, y cuando me reponga seré guapísima. Valgo mucho, y valdré muchísimo más».

Luego empezó a recoger tranquilamente algunas prendas de ropa que estaban arrojadas en diversos lugares de la estancia, y con ellas formó un lío. Entonces el santo varón hizo un esfuerzo para vencer su inercia terrorífica, se sacudió todo y con una fuerte voz dijo:

«Niña mía, ¿a dónde vas?

¡Ay!-exclamó ella sobresaltada, dando un chillido-. Me ha asustado usted. Yo creí que estaba sola».

¡Sola! Según eso, D. José era un mueble. Esta idea causó al infeliz viejo grandísima aflicción.

«¿Pero qué haces, mujer? ¿Te has vuelto loca? Estás enferma y te levantas así…

-¿Enferma yo?-dijo Isidora echándose a reír con descaro-. Usted sí que lo está, de la cabeza, lo mismo que ese tonto de Miquis. Yo estoy buena y sana.

-¿Pero a dónde vas?

-A la calle.

-¡A la calle! ¿Y qué vas a hacer en la calle? ¿Necesitas algo? Yo saldré.

-Ea, ea, no sea usted majadero. Acuéstese usted, duerma si tiene sueño, y déjeme a mí, que yo sé lo que tengo que hacer. No dependo de nadie, ¿estamos? Soy dueña de mi voluntad, ¿estamos?».

La determinación firme que revelaban estas palabras llevó al bendito D. José a las más elevadas regiones del pasmo, del aturdimiento, de la confusión. Antes que él pudiera decir algo, Isidora prosiguió de este modo:

«Me fastidia usted con su preguntar, con su entremeterse en todo, con sus cuidados tontos…».

Cada palabra era como un golpe de maza en el bondadoso corazón de Relimpio, el cual, a punto de romper a llorar, se incorporó en el macizo lecho y habló así:

«Hija mía, yo te quiero más que a las niñas de mis ojos. Me intereso por ti, por tu bien, y no quiero que hagas disparates, ni que te pase mal alguno…

-Yo también le quiero a usted; pero… vamos, deseo ser libre y hacer lo que se me antoje, sin que usted venga con sus mimos, ¿estamos?

-Todo sea por Dios-dijo Relimpio, conociendo que había llegado la ocasión de mostrar energía-. Sospecho que vas a mala parte, sospecho que te perderemos para siempre, y no te puedo abandonar, no; tú eres lo que más amo, te quiero más que a mis hijas, porque te quiero de dos maneras, como padre y como…, en fin, yo me entiendo. Si, como sospecho, quieres perderte, quieres infamarte, no lo consentiré mientras tenga un aliento de vida; primero te rogaré, te suplicaré aunque me sea menester ponerme de rodillas delante de ti».

Hallábase tan acongojado, que la frase se le retortijó en la garganta, y juzgando que más que las palabras serían elocuentes las actitudes, se hincó delante de su ahijada, y le tomó las manos para besárselas, y luego que pasó un rato en estas mímicas, conmovidos ella y él, pudo articular Relimpio estas palabras:

«Niña mía, no des ese paso, detente…

-¡Qué desgracia!…-murmuró ella llevándose la mano a los ojos, como para disimular una lágrima-. ¿Y quién me va a mantener?

-¡Yo!-exclamó Relimpio dándose un golpe tan fuerte en el pecho que este resonó en hueco como una caja.

-¡Usted!… ¡Ay, qué gracia! ¡Si usted más está para que le mantengan que para mantener!

-Trabajaré.

-Sí, y comeremos cañamones… Padrino, padrino, déjeme usted en paz; no se meta usted en mis cosas… Yo vengo pensando hace tiempo lo que debo hacer; he tomado un partido, y ya no me vuelvo atrás».

El anciano había vuelto al sofá, donde estaba reclinado, sin fuerzas para seguir adelante en la lucha.

«Mira-le dijo, echando lumbre por los ojos-, yo puedo trabajar…; pediré un destino y me lo darán…

-¡Qué inocencia!

-Y con lo que yo gane y algo que te darán Emilia y Miquis, viviremos tan ricamente.

-Sí, muy ricamente-replicó Isidora con terrible ironía-. ¡Miserias, harapos, suciedad, escaseces, privaciones! Guarde usted todo eso para los tórtolos simples que lo quieran.

-Si es que te dan pesadumbre algunos hechos de tu vida pasada, no trates de borrarlos con una vergüenza mayor-dijo Relimpio, sintiéndose dotado por la Providencia, en aquel instante, de una lucidez filosófica que no era propia de él-. Lo mejor es que borres lo pasado con una conducta ejemplar. ¿Quieres un nombre, una posición? Pues yo te daré ambas cosas. Óyeme-añadió solemnemente-; yo me casaré contigo; y para que no interpretes mal mi ofrecimiento, te prometo no ser tu esposo más que en el nombre y mirarte como una hija».

Por lástima del pobre viejo no se echó a reír Isidora con el desenfado que había adquirido últimamente. En la pérdida de tantas nobles cualidades conservaba algo de piedad.

«¿Conque nombre y posición?-dijo-; gracias, gracias; es usted muy bueno. ¿Conque no puedo con mi nombre y quiere usted que tome otro sobre mí? ¡Qué puño!… Si pudiera desbautizarme y no oír más con estas orejas el nombre de Isidora, lo haría… Me aborrezco; quiero concluir, ser anónima, llamarme con el nombre que se me antoje, no dar cuenta a nadie de mis acciones.

-¡Isidora!…

-Ya no soy Isidora. No vuelva usted a pronunciar este nombre».

¡No pronunciarle más, cuando a él le parecía tan dulce, tan armonioso, cifra y compendio de la melodía infinita! Echó D. José un gran suspiro y tras él estas palabras:

«Ha sido una tontería que te ofrezca la mano y el nombre de un viejo caduco. Tú no puedes vivir sin amor. ¿Cómo habías de quererme a mí, que sólo tengo juventud en el corazón?… Óyeme…».

Cada vez que decía «óyeme» tomaba una actitud sacerdotal y el tono más solemne del mundo.

«Óyeme. Tú has amado a un solo hombre; ese hombre ha vuelto de la Habana. De todos tus amantes, él era el más simpático, el más caballero. Antes que verte caminar a la última degradación, consiento en que reanudes tus amores con él. No me gusta esto, pero antes que lo otro… yo me entiendo. ¿Quieres que le lleve un recadito tuyo, quieres que le busque, que le hable de ti?… Odiosa misión, hija mía; pero si con ella te aparto de la ignominia final, creeré realizar una acción meritoria.

-¿Joaquín, ese pillo?… Le diré a usted… Siempre que le veo, me da un vuelco el corazón. Le quise y aún me parece que podría volver a quererle… Pero déjele usted donde está. Yo estoy mejor así. Es un canalla ingrato… Y bastante hemos hablado, Sr. D. José. Yo me marcho…

-Por Dios, mujer…

-He dado mi palabra.

-Esas palabras no se cumplen. ¿De modo que no te veré más?

-Vendré por aquí… No se mueva usted de esta casa. Yo le daré algo para que se mantenga y pague el alquiler…».

Relimpio tembló con sudor frío.

«Por mi hijo y por usted consiento en ser Isidora algunos ratitos. Conque… abur, abuelo…».

Corrió hacia la puerta, y hallando que no estaba la llave en ella, como de costumbre, retrocedió para buscarla.

«No, no te doy la llave; no saldrás mientras yo viva»-exclamó D. José, haciéndose superior a sí mismo y mostrando la energía que a veces surge del flaco ánimo de los débiles, como en ciertos momentos de crisis las sublimidades brotan del cerebro de los tontos.

Isidora le miró con ira, y respiró fuerte apretando contra el talle el lío de ropa.

«¡La llave, la llave!

-No saldrás sino pasando sobre mi cadáver»-gritó con cavernosa voz Relimpio, sintiéndose héroe de teatro.

Y al decirlo, oprimía contra su pecho la llave para protegerla de un ataque de su enemiga.

«Vamos, vamos, que no tengo ganas de bromitas-dijo la de Rufete encolerizada-. Venga la llave, o la tomaré dondequiera que la encuentre. Mire usted que ya no soy lo que antes era: de cordera, me he vuelto loba. Ya no soy noble, Sr. D. José; ya no soy noble.

-Pero aunque no seas noble, no serás capaz de ultrajar a tu pobre viejo, a tu padre…».

Acompañadas de lágrimas, estas palabras eran harto elocuentes.

«Vamos, abuelito, que ya me canso, que se me acaba la paciencia, que las simplezas me cargan, que no estoy de humor de mimos…».

Y con la loca impaciencia, airada, insensible para todo lo que no fuera su deseo y propósito, avanzó las manos contra el viejo, le atenazó los brazos, le sacudió un momento… ¡Ay!, ¡ay! Relimpio sintió que sus brazos se volvían de algodón. Como si el roce de la piel de Isidora fuese un contacto mortífero, se quedó echo una momia. Y mientras ella le quitaba la llave, él, inerte, sin vida, la miraba con espanto, y no podía defenderse, ni sabía detenerla, ni era dueño de ninguna de las energías de su ser, como no fuera de la voz, pues allá casi entre dientes pudo articular tres sílabas y decir: «¡Bribona!…».

Isidora marchó hacía la puerta. Bruscamente arrepentida de su acción, retrocedió hacia el sofá donde estaba la yacente estatua de Relimpio, le miró un sí es no es conmovida (todavía era algo noble), y poniéndole la mano sobre la cabeza llena de canas, le dijo:

«Padrinito, le he ofendido a usted…, pero… no lo puedo remediar. Este es mi destino…; quizás no nos veremos más… Adiós».

Tuvo la singularísima piedad de inclinar sobre él su rostro y darle un rápido beso sobre las venerables canas. Él no tuvo fuerzas ni espíritu más que para verla salir. Salió, efectivamente, veloz, resuelta, con paso de suicida; y como este cae furioso, aturdido, demente en el abismo que le ha solicitado con atracción invencible, así cayó ella despeñada en el voraginoso laberinto de las calles. La presa fue devorada, y poco después en la superficie social todo estaba tranquilo.

Don José se levantó, anduvo como desconcertada máquina hasta un aposentillo interior donde tenía sus trastos, y tanteando con las temblorosas manos en la obscuridad, encontró una botella. Apuró del contenido de ella porción bastante, y al tratar de volver al sofá, las piernas le faltaron y cayó rodando en mitad del aposento.

Como la puerta había quedado abierta, Miquis, Emilia y Riquín entraron sin necesidad de fatigar la campanilla a una hora que, según cálculos aproximados, debía de ser la de las nueve de la mañana del día siguiente. Y como vieran a don José tendido en el suelo sin compañía, al punto coligió Miquis que Isidora estaba ausente. Mientras Emilia corría veloz al socorro de su padre, que parecía como a dos dedos de la muerte, Augusto hizo un rapidísimo reconocimiento de la habitación, buscando a Isidora. ¡No estaba!

«¡Se ha ido, se ha ido!»-exclamó poniéndose de rodillas junto al pobre viejo para prestarle algún auxilio.

Con un poco de trabajo transportaron a Relimpio al sofá, donde le tendieron, y él entonces entreabrió los ojos y los labios echando una mirada y un suspiro sobre el mundo, de que se alejaba para siempre. La notabilísima alteración de las facciones del anciano alarmó a Miquis, el cual respondía con muda expresión de desconsuelo a las apremiantes interrogaciones de Emilia.

«¿Pero esto es embriaguez… o qué?…»-preguntó la atribulada hija.

Y al oírlo D. José se reanimó de súbito, como la llama moribunda que se revuelca en las tinieblas; echó su espíritu un resplandor de vida, y moviendo la lengua, no menos pesada que la de una campana, dijo pausadamente estas palabras:

«La hurí ha bajado a los infiernos, y yo voy… en busca suya».

A la sazón entraron algunos vecinos, y se ofrecieron a prestar los servicios propios del caso. Miquis, sin dejar de tomar disposiciones, veía que los remedios serían inútiles. Cerca ya del fin, el espíritu de D. José volvió a relampaguear, diciendo con expresión enamorada y caballeresca:

«La amé y la serví… Fui su paladín… Mas ved aquí que la ingrata abandona la real morada y se arroja a las calles. Vasallos, esclavos, recogedla, respetad sus nobles hechizos. Tan celestial criatura es para reyes, no para vosotros. Ha caído en vuestro cieno por la temeridad de querer remontarse a las alturas con alas postizas».

Oyendo estos disparates, Emilia era un mar de lágrimas. Miquis la llevó a un cercano aposento, y en él la encerró con el pobre Riquín, que también lloraba, para que ambos no presenciasen el fin del buen Relimpio, el cual ocurrió media hora más tarde, y fue tranquilo y suave. Su muerte remedó el dulce acceso de embriaguez que le transportaba, mediante una breve toma, desde las miserias de la realidad a las delicias de una vida apócrifa, compuesta con extraños fingimientos de juventud, pasión y energía. ¿Entraba al fin en un mareo eterno? ¿Iba ya derechamente a ser el noble, enamorado y valiente caballero, defensor y amparo de la hurí en las edades sin término y en los espacios sin medida? José, eres un ángel.

Abrazando estrechamente a Riquín y cubriéndole de besos la cara, Emilia le decía:

«Tan huérfano eres tú como yo; pero en mí tendrás la madre que te falta. Aquella mamá tuya no existe ya, se ha ido para siempre y no volverá; se ha caído al fondo, hijo mío, al fondo… Ya lo entenderás más adelante».

Capítulo XIX

Moraleja

Si sentís anhelo de llegar a una difícil y escabrosa altura, no os fiéis de las alas postizas. Procurad echarlas naturales, y en caso de que no lo consigáis, pues hay infinitos ejemplos que confirman la negativa, lo mejor, creedme, lo mejor será que toméis una escalera.

Madrid.-Junio de 1881

FIN DE LA NOVELA LA DESHEREDADA



Más de Benito Pérez Galdós