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La industria vence desdenes

[Novela - Texto completo.]

Mariana de Carvajal y Saavedra

En la ciudad de Úbeda vivía un caballero llamado don Fernando de Medrano; gozaba un corto mayorazgo que llamaban vínculo. Casóse con una dama igual a su calidad, tan hermosa que la sirvió de dote su belleza. A poco tiempo de casados se reconoció preñada, y llegando el tiempo parió dos criaturas, varón y hembra. Al niño le pusieron Pedro por su abuelo de parte de padre y a la niña Jacinta. Criáronse estas dos criaturas creciendo en ellos el amor al paso de la edad y llegóse el tiempo de aprender las urbanidades que deben saber las personas principales: les dieron maestros suficientes y pareciéndole a don Fernando que no tenía dote igual a su calidad para casar a su hija la enseñó todo el arte de la música para que, a título de corista, gozara en un convento las conveniencias acostumbradas. Don Pedro, con el uso de la razón, dio a entender a sus padres se inclinaba a ser de la Iglesia y pasados los primeros estudios le envió don Fernando a Salamanca a pasar los cursos y estudiar la Teología para que por las letras se opusiera a las cátedras y ocupara los púlpitos. Luego que llegó a Salamanca cobró muchos amigos, porque de su natural era muy entretenido y afable y entre los demás profesó estrecha amistad con un caballero italiano a quien su padre tenía en aquellas Escuelas sólo a fin de aprender el idioma de la lengua española. Era eminente en la pintura, imitando las cosas tan vivas que era un remedo de la naturaleza. Respecto de vivir los dos en una posada le ganó don Pedro la voluntad, con deseo de aprender la eminente facultad, y las horas que faltaban de sus estudios se entretenían en su gustoso ejercicio. Salió tan diestro que ya su maestro le envidiaba. Y por estar en uso el hacerse diferentes bordaduras de vestidos, camas y otras cosas, hacían galantes dibujos, con que don Pedro empezó a manejar dineros, y remitiendo a su madre algunas pinturas y a la querida hermana algunas galas les envió a decir no se empeñaran en remitirle socorro, dando a entender en qué divertía los ratos ociosos.

Pasados cuatro años volvió a su casa tan lucido de galas que todos envidiaban a don Fernando la dicha de tener dos hijos tan dignos de ser estimados. Tenía un primo de los más bizarros mozos de Úbeda, tan enamorado de la prima que trató de echar intercesores para que su tío se la diera. Cerró don Fernando la puerta con decir se inclinaba a ser religiosa. Sentíalo doña Jacinta, aunque no lo daba a entender, porque honestamente amaba a su primo. Luego que don Pedro vino compró libros para estudiar hasta que se llegara el tiempo de ordenarse. Atajóle la fiera parca el intento, por darle a su padre un peligroso tabardillo, y como su esposa estaba a su cabecera cuidando de su regalo y medicamentos, la alcanzó mucha parte del contagio; tanto que la obligó a rendirse a las fatigas de la cama. Murió don Fernando, llevándole a su esposa tan poca ventaja que en poco más de un mes tuvo don Pedro dos entierros, cumpliendo con el debido sentimiento y funerales con tan generales alabanzas que no se trataba en Úbeda de otra cosa. Había conocido el poco gusto que la hermosa tenía de ser monja, que pasados algunos días de la muerte de sus padres le dijo una noche:

-Amada Jacinta, ya sabes el mucho amor que me debes, correspondencia debida a tu mucha voluntad. Y para que entiendas que te pago te quiero decir mi pensamiento. Yo he conocido que no te inclinaste a la religión. Quiero partirme a Roma: ya sabes que el Cardenal don Jerónimo Zapata está en el Colegio Apostólico, fue amigo de nuestro abuelo y no hay duda de que me ampare sabiendo quien soy. Llevaré cartas de doña Juana Zapata su hermana y de otros señores. Llevarte conmigo es imposible. Nuestro primo don Alonso te quiere, dime la verdad y no te ocupe la vergüenza. Si gustas de que te case con él, esto ha de ser luego. Yo renunciaré en ti todo el derecho que tengo a la herencia de nuestro padre. Con eso y con la poca hacienda de don Alonso para una ciudad corta lo pasarás, si no como yo deseo, por lo menos con algún lucimiento.

Respondióle:

-Yo no tengo voluntad. Haga vuestra merced lo que fuere servido, pues no le quiero negar que estimo a mi primo.

Con esto se trató de la dispensación que, por ser el parentesco en cuarto grado, la consiguió un curial con facilidad. A tres semanas de su casamiento se partió a la Corte a recabar las cartas y despachar muchas y curiosas láminas para juntar dinero y hacer su viaje. No despachó tan presto que no pasaron cuatro meses, en los cuales supo por cartas que su hermana estaba preñada y, aunque le rogaron cuando volvió a Úbeda esperase el parto, no lo aceptó por estar el tiempo a boca de invierno, pidiendo a don Alonso que si se lograba el deseado fruto le pusiera el nombre de su hermana y se le enviara retratado para tener algún consuelo. Prometió don Alonso darle gusto y, pasada su derrota, llegado a Roma, fue al Palacio Sacro y, sabida la casa del Cardenal, llegado a su presencia, le dio las cartas y besó la mano. Y leídas, mirándole con amoroso cariño, le dijo:

-Yo no he menester cartas de favor para intimaros. Basta saber que sois nieto de don Pedro. Fuimos grandes amigos y pasamos los estudios y la mocedad juntos. Y si correspondéis a hijo de vuestro padre, no dudéis de mí. Yo tengo deseo de ir a España. Su Santidad sabe mi voluntad. Servid ahora que a su tiempo yo veré lo que conviene.

Con esto mandó el mayordomo que se le aderezara un cuarto decente y veinte reales de ración, mandándole a don Pedro le asistiera a comidas y cenas, dándole desde luego un plato de la mesa. Pasados quince días, pareciéndole habría descansado, le hizo Sumiller de Cortina, diciéndole:

-Por daros lugar a que estudiéis no quiero ocuparos por ahora en otra cosa.

Daba el Cardenal todas las Pascuas aguinaldos a todos sus criados, aventajándose en estimar a don Pedro tanto que, a no tenerlos gratos con su mucha cortesía, pudieran levantarse contra su fortuna las envidias que siempre la derriban. Tenía el Cardenal en la sala de recibimiento una pared que hacía testera a propósito para ocuparla con un lienzo al tope del ámbito. Y como era tan eminente en la pintura, tomando la medida, se determinó a copiar el glorioso San Jerónimo. Pintó a una parte jaspeados y peñascosos montes y a otro hermosos y pintados cuadros de silvestres florecillas; árboles cubiertos de silvestres frutas; arroyos que por la verde y menuda yerba parecían enroscadas culebras de rizada plata; muchas aves y diversos brutos, y a la boca de una espinosa gruta el glorioso santo de rodillas sobre una peña, salpicada de la sangre que le caía del herido pecho al golpe de la pizarra, con que infundía a un mismo tiempo temor y admiración. Y aunque se guardó de que nadie le viera, por ser preciso tomar las medidas del marco, un pajecillo que le vido fue con el chisme a su dueño y, contento con la nueva, le asaltó de repente. No le pesó a don Pedro, aunque se mostró turbado, dándole a entender el fin a que le había hecho. Estimóle el cuidado y llevando la pintura y otras láminas que le parecieron bien, después de haberlas puesto en su sitio, abriendo un escritorio, le dio en un papel cien doblones de a ocho, diciéndole:

-Razón es pagar al pintor.

Con esta medra y otras que había conseguido vivía gustoso por haberle enviado a decir por cartas había parido su hermana un hijo, y refiriéndole las gracias de la media lengua, le refirió su hermana:

«Sólo lo que tiene de malo es parecerse a mí», cosa que don Pedro estimó en sumo grado. Porque doña Jacinta era rubia, blanca y de perfectísima hermosura.

Llegado el tiempo de cantar misa, echó el Cardenal el resto sirviéndole de padrino, y como era estimado de todos, por lisonjear al padrino, pasó la ofrenda del misacantano de cuatro mil ducados, y haciéndole su capellán le aventajó el salario. Celebraba el Cardenal todos los años una suntuosa fiesta al glorioso santo. Satisfecho de que don Pedro era grande estudiante, por haberle experimentado muchas veces por haber argumentado con él, por darlo a conocer generalmente le mandó prevenir para hacer el sermón. Ocurrió a la fama lo mejor de Roma, y aunque le pudiera servir el concurso de turbación, hizo espuela del aplauso para correr su derrota, predicando con tanto realce que sombró a todos por verle tan mozo. Con esto ocupó los confesionarios con tan feliz prosperidad que no daría lo adquirido por veinte mil ducados, pareciéndole todo poco para el nuevo sobrino, por habérsele enviado retratado de edad de seis años a lo soldado, con un vestido de tela de nácar con una carta en la mano, refiriendo su madre en la suya tantas gracias que le volvían loco.

Diecisiete años estuvo en Roma. A este tiempo murió el Cardenal de Toledo y, llegado a noticia de Su Santidad, mandó llamar al Cardenal diciéndole:

-Ya estáis viejo, razón es que os vais a descansar. El Arzobispado de Toledo está sin prelado. Disponed vuestro viaje y iréis a ocupar la plaza.

Besóle el pie estimándole la merced y de camino le pidió para don Pedro le concediera algunas rentas eclesiásticas dándole a entender su calidad y pobreza. Tenía noticia de la mucha fama que le daban y, en el partido de Toledo, en pensiones y beneficios simples le dio mil quinientos ducados de renta y al Cardenal veinte mil de principal para la costa del viaje. Con esto y muchas indulgencias y reliquias que le dio echó a todos su bendición por el riesgo de la vida en los peligros de la mar. No quiso don Pedro escribir nada por no tener a su hermana cuidadosa. Mientras se dispuso el viaje, hablando a unos mercaderes de lonja, trató con ellos hacer un empleo de telas de Milán, rasos de China y Florencia sin otras muchas y ricas alhajas que había comprado en las muchas almonedas, seguro de su ganancia por estar en uso en España el vestirse todos de tela con muchos golpes los hombres en las ropillas abotonados, y las damas ropas de levantar con alamares de oro. «Por esta causa empleó una gran cantidad aparte de lo que había comprado para el adorno y homenaje de su casa. Luego que llegaron a Sevilla, por detenerse el Cardenal algunos días, le pareció avisar de su venida y despachando un propio remitió a su hermana algunas piezas de tela, lienzos y otras cosas, que estimaron en mucho por enviarles una libranza de doscientos escudos, con que se remediaron muchas cosas que se padecían de puertas adentro por no descarecer de la pública ostentación y por estar don Alonso con unas peligrosas tercianas, enviándole a decir su enfermedad, por la cual no iba a verle y que, si gustaba le enviase al sobrino, lo haría. Respondióle que de ninguna manera hasta llegar a Toledo no trataran de nada; y renovando los regalos le encargó mirara por su salud. Llegados a Toledo, le hizo el Cardenal su limosnero. Y como a la fama del nuevo prelado acudieron tantos pobres vergonzantes y mendigos y como don Pedro era generoso y socorría francamente sus necesidades, se hizo en pocos días tan amable. Y como ocupaba los confesionarios se le llegaron muchos hijos de penitencia, así hombres como mujeres, entre los cuales fueron dos señoras, madre e hija, de lo más lucido de aquella ciudad. Luego que las comenzó a comunicar, le parecieron tan bien que estrechó con ellas particular amistad. Vendíanse unas posesiones, y la una era una casa principal, pared en medio destas señoras; y la otra una casa de placer, casi a la vista de Toledo, con un jardín y ducientos marjales de viña, y juntamente dos esclavas: la una etíope, que por haberse criado en un convento era ladina y de muchas habilidades; y la otra berberisca, y la causa de venderse todo fue que el difunto dueño no tenía heredero forzoso, y dejando a muchos parientes pobres, dejó a todos iguales mandas. Avisaron estas señoras a don Pedro y trató de comprarlo todo con tan próspera fortuna que a seis meses de estar en Toledo vacó una canongía en la Santa Iglesia. Y aunque hubo pretendiente se la dio el Cardenal de mano poderosa. Trató de que las esclavas asearan la casa, y adornándola de las costosas y ricas alhajas, asombró a todos los que le dieron el parabién. Mandó se le buscara un mayordomo, dos pajes de hábito largo, dos lacayos (el uno grande que sirviera la despensa y otro pequeño) y despachando un propio envió a decir le enviasen la deseada prenda, advirtiendo que no le hicieran vestidos y que entrara de noche, porque no gustaba que supieran su venida hasta adornarle a su gusto. Llegada la carta dio don Jacinto tanta prisa que el segundo día le despachó su padre acompañado de un criado de quien tenía segura confianza. Llegado a Toledo observó la orden de su tío y entrando a dos horas de la noche preguntando por la casa del Canónigo Medrano, un ciudadano a quien había hecho muchas limosnas se ofreció de llevarles a ella. Apeáronse por excusar el estruendo de las mulas, dando orden al mozo las llevase a la posada y llegados a su casa dijo el ciudadano que le avisaba de que le buscaban dos forasteros. Y como estaban con el cuidado mandó que subieran, despachó al honrado pobre dándole un socorro diciéndole no se cortara en lo que se le ofreciera y, quedando solo, mandó a los criados que si le buscaban respondieran no estaba en casa. Era la causa que un Racionero y dos Canónigos venían a entretenerle las más de las noches: eran entretenidos y como don Pedro gustaba de la chanza profesaba con ellos estrecha amistad, en particular con el Racionero que las veces que le parecía quedaba a dormir en su casa, y para este fin tenía más adentro de su alcoba una sala aderezada. Y llamando a la morena le mandó hiciera la cama y aderezase lo necesario, y llegándose a un bufete adonde estaba un velón de plata le dijo:

-Llegaos a la luz que tengo deseo de veros.

Besóle la mano diciéndole:

-Deme vuesa merced su bendición para que todo me suceda bien.

Abrazóle contento de verle obediente, y, tomando sillas, mirándole con alguna suspensión, le dijo:

-El deseo me has quitado de ver a tu madre: no he visto cosa más parecida.

Respondióle:

-Prometo a vuesa merced que no la conociera de flaca, aunque se ha mejorado después que tuvimos aquel socorro, porque mi padre juega tanto que estaba la casa rematada y apenas se alcanzaba para una triste olla y la noche un guisado y muchas veces faltaba.

Díjole don Pedro:

-Bien se os echa de ver, que parece que estáis encañijado.

Preciábase don Jacinto de la chanza y como sabía el buen humor de su tío le respondió:

-No se espante vuesa merced, que como la olla era poca me ataba mi padre al pie de la mesa porque no alcanzaba al plato.

Celebrólo con mucha risa diciéndole:

-Pues tratad de comer y engordar que, gracias a Dios, no faltan cuatro reales. Yo vengo de una tierra a donde se come bien y se bebe mejor.

Habíale enviado a decir su hermana que el sobrino era gran músico. Teníale prevenido arpa y vigüela de lo más primoroso. Preguntóle:

-¿Cómo os va de música que vuestra madre me ha enviado a decir grandes cosas?

Respondióle:

-Siempre las madres hablan apasionadas. Mas ya saldrá un hombre del empeño si se ofreciere.

En esto salió Antonia a decir que ya estaba prevenido lo que le había mandado. Le dijo que se entrara en la sala y que en estando acostado se trataría de cenar. Y hallándola tan adornada quedó admirado de la riqueza de su tío. Teníale prevenido un baño en una tina, con tan curiosa invención que por la parte de abajo tenía un tornillo con que se desaguaba. Estaba cubierta de un pabellón y Antonia le dijo:

-Éntrese vuesa merced en el baño y siéntese para que le bañe el medio cuerpo.

Hízolo así, y como vivía contenta con la buena condición de su dueño luego que le empezó a bañar, le dijo:

-¡Hi de puta qué blanco es el mocico! Parece la mano de la negra mosca en leche.

Con esto empezó don Jacinto a decir tantos donaires, y la negra a responderle que no se podían tener todos de risa. Teníanle la cama de verano, por ser a los postreros de Mayo, y, quitado el baño, avisaron a don Pedro. Abrió un baúl y sacando una almilla de gasa de oro y un capotillo franjeado de galones y alamares, le mandó se le pusiera porque no se resfriase. Hízole tomar un poco de agua de azahar con piedra bezal y mandó se pusiese la mesa. Acudieron cada uno a su obligación: pusieron sobre un bufete grande una vajilla a modo de aparador y un bufetillo de plata junto a la cama, sirviéndoles cuatro platos sin los postres y principios y, dándoles aguamanos, les mandó don Pedro se fuesen a cenar. Quedóse por un rato de conversación y levantándose le dijo:

-Quedaos con Dios, que yo me voy a ver unas señoras que viven pared en medio. Son madre y hija: estímolas tanto que no me hallo la noche que no las veo. Son de lo más ilustre desta ciudad. La madre, señora de valor, prudente y bien entendida; la muchacha será de vuestra edad, grande música y de las más lindas damas que hay en esta ciudad. Saben que habéis de venir y no hay duda que se alegrarán. Preguntóle al descuido:

-¿Y cómo se llaman esas señoras?

Respondióle:

-La madre se llama doña Guiomar de Meneses. La muchacha doña Beatriz de Almeida. Fue hija de un Caballero del hábito, de lo que más noble de Portugal. Jugaba tanto como vuestro padre y las dejó tan pobres que no pasa el dote de mil ducados. Bordan casullas y otras cosas, y con eso sustentan una honrada familia. Y lo mejor que tienen es el recato porque doña Beatriz es tan esquiva que tiene fama de mal acondicionada.

Con esto se fue a su visita dejando al forastero tan repentinamente enamorado que le pareció no viviría sin ver a la que ya tenía por dueño de su albedrío.

Volvió don Pedro de su visita y hallándole despierto le dijo:

-Mucho se han alegrado esas señoras y doña Guiomar quería pasar a veros y la detuve con decir estábais acostado. Mañana será preciso llevaros conmigo.

Con la buena nueva pasó lo restante de la noche en amorosos desvelos. El día siguiente le sacó su tío un vestido de tela de nácar diciéndole:

-Esta gala hice a vuestra contemplación como os enviaron retratado deste color.

Y llamado al lacayuelo, le mandó llamase al sastre para ajustarlo, sacando un ferreruelo de dos felpas, un sombrero de castor y un cintillo de diamantes. Mandó a la negra le cosiera en él, cogiendo la falda con una brocha de lo mismo. Con esto se fue a la Iglesia y, venido el sastre, no fue menester más de ajustarlo por ser don Pedro más grueso a cuando volvió. Como le halló vestido le mandó que se paseara, llegó hasta la puerta y cuando volvió hacia él le hizo una airosa y despejada cortesía diciéndole:

-Conozca vuesa merced este Maese de Campo que tiene para servirle.

Respondióle:

-Otro lo representara menos. Mas no os quiero en la guerra porque os estimo más de lo que pensáis. No os desnudéis porque he dicho a unos amigos en la iglesia que habéis venido y no hay duda que vendrán a veros.

Entró un criado a decir que venían dos Canónigos y un Racionero y le dijo:

-Bajad presto que son personas de mucha importancia.

Pasó la escalera tan de vuelo que, contentos de ver su bizarría, se detuvieron a verle, y como el Racionero era chancero le dijo a don Pedro:

-Lindo vuelo nos habéis traído con este mocito. Los caballeros se han de arrinconar.

Estimóle el favor diciéndole:

-Si vuesa merced me dice esos requiebros ¿qué dejará para una dama? Adviértole que soy muy hombre y me precio de serlo para servirle.

Subieron arriba y como eran tan de casa les preguntó don Pedro si habían comido. Respondiéronle que no. Y mientras se previno algo más de lo que estaba aderezado le pidieron hiciera alarde de sus habilidades. Sacaron la vigüela, y después de haber cantado algunas letras, alabó el uno de los Canónigos, por ser gran músico, la mucha destreza. Y dijo el Racionero:

-Pues no ha de quedar en eso, que quien sabe tan buenos pasos de garganta no hay duda que los hará buenos en la mudanza.

Reusólo diciendo tenía poco de mudable y, porfiándole, danzó un canario con tan sazonadas y curiosas mudanzas que les pesó de que entraran a poner la mesa, encareciendo la mucha razón que don Pedro tenía de estimar prenda de tantos méritos. Después de haber comido se entretuvieron en jugar hasta hora de Vísperas y preguntándole si le habían de llevar consigo:

-Antes le he de tener preso hasta el día de San Juan (pues viene cerca), que todo será menester para cortarle galas y recibir visitas.

Con esto se fueron y se entretuvo lo restante de la tarde en que Antonia le enseñara toda la casa y riquezas de su tío. Luego que volvió de la iglesia se puso de corto diciéndole:

-Vamos antes de cenar a ver estas señoras.

Pasaron a su casa y doña Guiomar le recibió con los brazos diciéndole:

-Venid acá hijo mío, abrazadme. Que prometo no sabré encarecer el gusto que he tenido de ver al señor don Pedro tan contento.

Abrazóla diciéndola:

-Yo venía a ofrecerme por esclavo y cumplir parte de las muchas obligaciones que me corren según mi tío dice. Y pues vuesa merced me da nombre de hijo no quiero perder el derecho a tanta dicha.

-Juráralo yo -respondió doña Guiomar-, que un sobrino de don Pedro no había de saber responder a lo que se le dice.

Con esto besó la mano a su nuevo dueño y doña Beatriz le dio la bienvenida con pocas razones y mucha mesura. Mandó doña Guiomar traer un instrumento diciéndole:

-En verdad que tengo de lograr el deseo.

Cantó una letra nueva y pareciéndole bien a doña Beatriz le pidió se la diera escrita y apuntado. Ofreció el hacerlo recabando que ella cantara otra después de haber hablado algún rato; aunque se mostró tan esquiva que fue menester que su madre se enfadara para conseguirlo. Despidiéronse con mucho pesar de su amante corazón.

Otro día por la mañana, mientras su tío volvía de la iglesia, se entretuvo en escribir la letra y apuntarla, y en medio pliego cifró parte de su amorosa y encendida llama, doblándolo de suerte que no se echara de ver al darlo. Por la tarde tuvo algunas visitas como se supo de su venida, entre las cuales fue un caballero llamado don Rodrigo, tan vecino que no había más de la casa de doña Guiomar en medio. Y como vieron instrumento, dos hermanos casi de su edad, preciados de músicos, le tomaron y con esto dio motivo a que don Jacinto, a petición de todos, cantara algunas jácaras sazonadas y como todos eran muchachos entretuvieron la tarde en cantar y jugar las armas, tan aficionados al cortés andaluz que se le ofrecieron por íntimos amigos. Despidiéronse, y como don Rodrigo estaba tan cerca se entró en su casa. Estaba casado con una señora llamada doña Ana. Era placentera y como suelen decir vulgarmente a la buena fin. Tenía una hermana viuda de veinte y cuatro años; vivía de asiento en la Corte en compañía de su suegra por haberla dejado su marido por heredera de toda la hacienda, con calidad de que no desamparase a su madre por ser anciana. Y enfadada de perpetua suegra se iba todos los veranos a Toledo a gozar del fresco del Tajo. Como doña Ana era a su propósito porque doña Leonor, como era moza, era más desenfadada de lo que era razón, y como su hermano vino tan temprano, extrañando la venida, le preguntaron la causa y respondióles:

-Vengo de casa de don Pedro de ver un sobrino suyo que ha venido.

Con esto les refirió las muchas partes del forastero diciendo:

-Es famoso: no he visto en mi vida más sazonado muchacho.

Encareciólo tanto que hizo en el corazón de la hermana la operación que don Pedro había hecho en el de don Jacinto alabando a doña Beatriz. Y como era tan desahogada, le dijo:

-No nos le alabe, que nos da deseo de verle.

Respondióle lejos de sospecha:

-Fácil será: idos a casa de doña Guiomar y le veréis.

Con esto no esperó más, diciendo a la cuñada:

-Vamos luego porque estemos allá antes que vengan.

Con esto pasaron a verlas, por ser tan amigas, diciéndoles:

-No agradezcan esta visita porque venimos a ver al sobrino del Canónigo, porque mi hermano nos ha dicho tantas cosas que nos trae el deseo.

Respondiólas doña Guiomar:

-Por mucho que diga quedará corto.

Hablóse de otras cosas y, venidos a verlas, les recibieron las cuñadas con tan grandes alabanzas que le pudieran desvanecer a no ser tan entendido y, después de los corteses parabienes, le pidieron que cantase algo, diciéndole doña Leonor lo mucho que su hermano le había encarecido. Estimó el favor y, tomando el instrumento, como que se la había olvidado, sacó el papel y dándosele a doña Beatriz, le dijo:

-Aquí tiene vuesa merced la letra que me mandó escribir.

Tomóla con la debida cortesía, y cantando don Jacinto algunas letras alargó el instrumento para dárselo. Excusólo diciendo tenía el pecho apretado. Mirando a doña Leonor, le dijo:

-Canta por mí, que no estoy buena.

Tomóle deseosa de parecerle bien al que ya la tenía sin sosiego, aunque no le sucedió como pensaba por cantar unas coplillas algo licenciosas, porque a don Jacinto le pareció tan mal cuanto no se puede encarecer porque de su natural era callado y vergonzoso, aunque no por esto dejó de celebrar la música. Y como su tío las halló de visita, por no estorbar la conversación, se despidió. Y quedando solas, como doña Ana era entretenida, dijo:

-¡Ay amiga, y qué buen casamiento era éste para doña Beatriz!

Respondió doña Guiomar:

-No amiga, que don Pedro es rico y no puedo yo competir, porque mi hija es pobre. Si su tío tratara de casarle, mejor era para doña Leonor que tiene dote suficiente.

Respondióle:

-Ojalá fuera yo tan dichosa, que me ha llevado los ojos y he de hablar a mi hermano acerca desto.

-Todavía es temprano -dijo doña Ana- que aún no ha pisado las calles.

Razones fueron éstas para el corazón de doña Beatriz de mucho sentimiento, no por estar inclinada sino sólo por verse pobre, y fue menester su cordura para resistir el repentino pesar. Despidiéronse y para dar lugar a la pena le dijo a su madre:

-Acuéstese vuesa merced que yo quiero estudiar esa letra para ver si la acierto.

Mandando a las criadas se fuesen, se entró en su cuarto y sentándose en un estrado en que se tocaba, derramando copiosas lágrimas, dijo:

-Dios se lo perdone a mi padre que tanto mal me hizo pues me falta la ventura. Cuando doña Leonor se atreve a competir porque tiene dinero, teniendo menos calidad que yo.

Con estos penosos discursos pagó el común tributo a su sentimiento pues no tiene más remedio que el llanto. Y por divertirse en algo quiso ver la letra, llegando una bujía al bufetillo, y mirando el papel que venía dentro se turbó diciendo:

-Ya es mayor mi desdicha si este hombre me quiere, pues no tengo esperanza de mejor fortuna.

Y movida de la curiosidad leyó las siguientes razones: «Mi señora: sin culpar mi atrevimiento le suplico no desestime la fe que le consagro, pues antes de verla le rendí el alma por la noticia que tuve de mi tío, corta para tanto empeño pues no tiene su belleza humana explicación ponderando objetos divinos. Dejarla de adorar no es posible, ni vivir sin verla. Y pues la vecindad es a propósito para excusar la nota y el calor es tanto le suplico se sirva de llegar a la ventana, asegurando mi temor, pues le tendré hasta saber no encuentre alguna criada este papel. Y mándeme en cosas de su gusto.»

Leído el papel creció la confusión diciendo:

-¿Qué puedo hacer en esto? Don Jacinto es bizarro, yo desgraciada. Si le respondo le doy a entender que estimo su cuidado. Si no respondo dejo la puerta abierta a mayores atrevimientos. Pues muera yo a manos de mi dolor y no mueran en mí mis obligaciones.

Con esta valiente aunque necia resolución, abrió la ventana y, visto la esperaba, llamándole en tono bajo, llegó a celebrar su dicha y sin responderle, rompiendo el papel, se le tiró diciendo:

-A semejantes atrevimientos respondo de esta suerte.

Y cerrando la ventana le dejó tan loco que faltó poco para perder el sentido. Alzando los pedazos se reportó considerando que una dama de tantas prendas no le había de favorecer tan presto. Y determinado a pasar adelante con su pretensión y desvelado en varios pensamientos, escribió una letra para darle a entender su firmeza. Otro día, llegada la hora deseada, pasó con su tío a verla. No se descuidaron las cuñadas en ganarle la entrada, y después de las acostumbradas cortesías, le pidieron cantase algo. Aceptólo, por lograr su intento. Y traído el instrumento cantó la siguiente letra:

Si Faetón por atrevido
llegó a la región del Sol,
aunque muera despeñado
he de seguir a Faetón.
Si os preciáis de ser cruel,
advertid que es el rigor
muy impropio a una deidad
pues merece adoración.
La culpa de ser tan linda
disculpa mi pretensión
que nadie puede miraros
sin quedar loco de amor.
Perdido estoy y contento
de ver, señora, que son
esos rayos que me abrasan
causa de mi perdición.
Culpa fuera no serviros,
pues ya nacimos los dos
vos para ser dueño mío
y para adoraros yo.


Acabada la letra le pidieron que danzara y por decirlo doña Guiomar fue preciso el hacerlo. Danzó una gallarda y pareciéndole que, por estar en público, no excusaría doña Beatriz el salir, la sacó, aunque no consiguió su deseo. Y como sabía su condición no la porfió, aunque el pesar fue tan grande que la severa dama lo conoció satisfecha de que la letra se había cantado al desprecio del papel rasgado. Y luego que llegó a su casa, por desahogar el corazón, le dijo a su tío:

-Terrible es mi señora doña Beatriz.

Respondióle:

-Pues ahora ya se ha enmendado. Al principio que las visité se escondía de mí y me costó el enojarme muchas veces el que no se quitara de la sala. Y me espanto asista en ella estas noches. A doña Ana se lo podéis agradecer, que a no estar allí fuera posible el no salir con esta mala nueva.

Creció el fuego de la pretensión y al mismo paso crecieron los desprecios. Conociendo en el pecho que la picaba el cuidado de su amiga y se vengaba en sí misma con los pesares que le daba a su rendido amante. En esto llegó el día de San Juan, y cuatro días antes les dijo don Pedro que tenía intento de que se fueran a la cacería todo el día, advirtiendo a doña Ana que convidara de su parte a doña Inés, su prima, y a su esposo, quedando de concierto a que todos los hombres se juntaran en la iglesia y que las señoras se fueran de por sí por excusar el calor. Con esto se despidieron y, quedando solas, dijo doña Leonor:

-Madruguemos para oír misa de rebozo y veremos este mocito, que tengo deseo de ver si es tan galán en la calle como lo es en la sala.

No quiso doña Beatriz contradecirlo por estar ya tan picada que le parecía que todas lo echaban de ver. Luego que don Pedro llegó a su casa dio orden a las esclavas se fuesen luego a prevenir una suntuosa comida dándoles por memoria los platos que se habían de aderezar. Y llegado el día siguiente estrenó don Jacinto una gala digna de un príncipe. Era el vestido de tela rica noguerada, gala de soldado, con mucha botonadura de diamantes, cabos blancos, bordadas las mangas, tahalí y pretina de medias cuentas de plata con guantes bordados de lo mismo. Entró acompañado de algunos amigos y criados, tan galán que se llevó los ojos de cuantos le miraban. Estaban las encubiertas damas en una capilla por no ser conocidas, y como estaba descuidado oyó la misa con tanta devoción que a su celosa dama la sirvió de alivio el poco reparo que hizo en las muchas damas que había en la iglesia. Y vueltas a su casa le preguntó a la viuda al descuido:

-¿Qué te ha parecido el forastero en la calle?

Respondióle:

-Tan bien que no tendré sosiego hasta que mi hermano trate este casamiento.

Quedó tan abrasada, aunque vivía sin esperanza, que se vistió a toda gala. Era el pelo de vara y media y de color castaño claro, rizándolo de menudos rizos; dejando a la parte del rostro lo bastante para copete y guedejas, dejó lo restante caído a la espalda. Púsose un apretador de esmeraldas y algunas rosas de grueso aljófar con otras muchas rosas y sortijas, con un vestido de color de perla con franjas de oro sobre vivos leonados y muchos alamares en la ropa guarnecida de los mismos vivos. Y aunque todas se adornaron de cuidado las oscureció con la mucha gala. Detenidas en los costosos aliños, tardaron tanto que llegaron primero los hombres. Iban los Canónigos y Racioneros con don Álvaro y don Rodrigo. Porque don Álvaro y doña Inés no le habían visto respecto de que ella estaba malparida y él ausente cuando llegó a Toledo. Tenía la morena debajo de una enramada que cubría una fuente que estaba en el jardín, cercada de macetas, puestas unas alfombras con almohadas y taburetes en que descansaran y en una sala de tres que había, por estar cerca de la fuente, sobre unas tarimas puso en que sestearan las damas. En la otra frontera hizo lo mismo para los hombres. En la otra, por tener adentro un patio que servía de cocina se pusieron aparadores y mesas, tan bien dispuesto todo, así en la comida como en lo demás que don Pedro le estimó el cuidado y, abrazándola, como se preciara de la chanza, le dijo:

-Paréceme que la negra quiere estrenar el día de mi santo chinelitas de gatatumba, coralitos y toquita de puntas. En yendo a casa daré para todo.

En esto entró un paje a decir que ya venían, y saliendo todos a recibirlas, don Pedro se llegó a doña Guiomar para servirla de bracero. Hizo el sobrino lo mismo llegándose a su esquivo dueño y a doña Leonor que venían juntas diciéndolas:

-Si vuesas mercedes quieren un gentilhombre, aquí le tienen.

Asióle doña Leonor respondiéndole:

-Claro está que queremos servirnos del gentilhombre porque es muy bizarro mozo.

Enfadóse tanto doña Beatriz de verla tan desahogada que tropezó de unas chinelillas que traía. Acudieron todos a detenerla y el más dichoso fue el que lo deseaba. Y en achaque de detenerla mientras la criada llegó a ponerla, la asió las hermosas manos y apretándolas significó con los ojos lo que no explicaba la lengua. Retirólas con tanto cuidado que le dijo:

-Qué gentil demasía.

Como era el primer amor que don Jacinto había tenido sentía tanto estos rigores que ya se le conocía en lo pálido del semblante. Y llegados a la fuente, de verla tan enojada, sin poderse reportar, le dio un congojoso sudor, y reparando su tío en él, preguntándole que qué tenía, respondió que como aquel vestido era pesado le había fatigado por el mucho calor. Llegóse doña Guiomar a limpiarle el rostro con un lienzo, diciéndole a su tío:

-Excusada estaba esta gala para el campo.

Penada la cruel dama de ver qué era la causa sacó otro lienzo y dándosele a su madre la dijo:

-Éste viene ruciado y el buen olor le sosegará.

Alargó la mano el afligido mancebo y limpiándose el rostro con él, para reconocer si era favor, sacó el que traía en el bolsillo, diciéndola:

-Paréceme descortesía volverle a vuesa merced su lienzo habiéndome limpiado el sudor con él.

Tomóle sin responderle y echóle en la manga, cosa que le bastó para volver en sí y entretenerlos con algunas letras mientras se llegaba la comida. Y avisando que esperaban las mesas se fueron a comer, regalándolos don Pedro con muchos y costosos platos aunque no era nuevo en él. Retiráronse acabada la comida a sestear y don Jacinto se quedó en el estrado de la fuente en achaque de poner cuerdas al instrumento. Púsose doña Beatriz en parte donde le pudo ver entre una cortina, sin dar nota, y como a doña Leonor le pareció que se habían dormido salió en achaque de cortar algunas flores de las macetas. Hízola don Jacinto la cortesía y pareciéndole que el no decir nada sería respeto, se llegó a él diciéndole:

-¿Quiere vuesa merced claveles?

Respondióle:

-No, mi señora. Que están muy bien empleados.

-Para todos hay -dijo doña Leonor.

Tomóle uno diciendo:

-Para hallarme favorecido éste basta:

Y pareciéndole a la dama era bastante ocasión que le daba, se despidió y entrándose en la sala se recostó donde estaban las demás. Estaba doña Beatriz tan rabiosa de ver la desenvoltura de su enemiga (que este nombre le podemos dar), que reportando poco la encubierta cólera despertó a su madre diciéndola:

-Vamos a pedir agua que con el mucho dulce me abraso de sed.

Salieron las dos y el contento amante las preguntó si mandaban algo. Pidió doña Guiomar que la trajeran agua y mandando a la esclava les trujera una tembladera, mientras su madre bebía, le puso don Jacinto el clavel en los rizos de la espalda. Volvió la mano y, quitándole, le hizo pedazos y le arrojó. Quiso doña Guiomar ver el patio en que se guisaba por los muchos aseos de Antonia y como entró delante la dijo don Jacinto como al vuelo:

-Crueles son las damas de Toledo.

Respondióle:

-Y los andaluces muy atrevidos.

Y sin esperar a más siguió a su madre. Quedó tan corrido, que no quiso esperar a que salieran, y entrándose en la sala adonde reposaban los hombres se dejó caer sobre una silla con tan profunda melancolía que pasó plaza de dormido. Levantóse el Racionero diciendo a los demás:

-Aquí venimos a tener un rato de gusto: levántense que en casa dormirán.

Levantáronse y entrando en la sala de las damas salió don Jacinto tan disgustado que casi lo echaron de ver, aunque los divirtió con tomar el instrumento preguntando:

-¿A cuál de estas señoras sacaré a bailar?

Respondió el Racionero:

-A todas.

Y como doña Ana sabía el cuidado de su cuñada le dijo:

-Saque vuesa merced a mi hermana, que baila por extremo.

Dio algunos paseos y, sacándola, le tomó a su hermano el sombrero diciendo:

-Toque vuesa merced la capona.

Tocó el referido son y, bailando los dos, fueron tantos los ademanes de la viuda que le pareció mucho peor que en las pasadas coplillas. Acabado el baile volvió solo al puesto y temiendo no le hiciera en público algún desprecio no se atrevió a sacar a su ingrato dueño. Puso la mira en doña Inés y pidiéndole tocara una gallarda a los primeros pasos se la quitó don Álvaro. Retiróse sin dejar el son diciendo:

-No hay dicha como tener imperio en las cosas.

Danzaron los dos contentos casados, con mucho aplauso de todos y, abrazándola, la volvió al estrado. Mandóle su tío sacara a doña Beatriz y por no parecer demasiada salió diciendo:

-Toque vuesa merced la capona, que pues mi amiga gusta de este baile quiero galantearla.

Y siguiendo las mismas mudanzas que doña Leonor había hecho le bailó con tanto donaire y gravedad que todos le dieron generales aplausos. Y como doña Ana sabía poco y no habían celebrado su cuñada, les dijo:

-Donde mi señora doña Beatriz está nadie luce. Todas quedan a oscuras.

Atajóla el discreto andaluz diciendo:

-No tenga vuesa merced pena que yo traeré el Sol de Guinea para que nos alumbre.

Y llamando a Antonia, le mandó trajese su adufe diciéndole:

-Señora morena, los dos hemos de bailar un baile mandingo a lo negro con todas sus circunstancias.

Respondióle la despejada negra:

-No quedará por mí, si vuesa merced la sabe bailar.

Y traído el adufe lo bailaron con tantos gestos y ademanes que hizo el mancebo remedando a su negra que ya les dolían los cuerpos de risa. Y pareciéndoles que era tarde se trató de merendar y se volvieron a la fuente. Y entre las muchas frutas se sacaron unas peras bergamotas y por ser una dellas digna de darla a su dueño la guardó don Jacinto. Con esto volvieron a Toledo y por el camino fue cantando jácaras y haciendo tantas diabluras que al llegar a casa de doña Guiomar, como ya era de noche, le dio doña Leonor un pellizco diciéndole:

-Malhaya él y quien acá le trujo.

Detúvole la mano diciendo:

-Bravo favor si no tuviera tanto de cruel.

Apartóse la viuda porque su hermano no entendiera nada, y mientras se despedían se llegó don Jacinto y, sin decirle nada, le echó la pera en la manga. Como había oído lo que había pasado, presumiendo que doña Leonor se la había dado, la sacó y tiró a la calle y sin esperar se entró en su casa diciendo:

-Adiós, que vengo cansada.

Otro día, mientras su tío estuvo en la iglesia, se entretuvo en escribir una letra para dar a entender lo mucho que sentía los desprecios. Y llegada la hora de su visita le preguntaron las cuñadas si había llegado cansado. Respondióles:

-No poco, porque me siento indispuesto.

Respondióle doña Leonor:

-Pésame mucho, que no estará para cantarnos algo.

Cayóle la palabra a medida de su deseo, y pidiendo el instrumento le tomó diciendo:

-No me puedo yo cansar de servir a vuesas mercedes.

Con esta capa cantó la siguiente letra:

De los desdenes de Celia
llorando estaba Jacinto,
el verse tan despreciado
mirándose tan rendido.
Aumenta del claro Tajo
los cristales fugitivos,
corrido de que murmuren
sus lágrimas y suspiros.
¿Cómo es posible que un ángel
-diz el pastor a los riscos-
imite vuestra dureza
mostrándose tan esquivo?
De que abrase con la nieve
no me espanto ni me admiro,
pues es propio de los yelos
convertir en fuego el frío.
Sólo me espanto de ver
que es hermoso un basilisco,
y que maten con la vista
ojos que son tan divinos.
Muera yo, pues gusta Celia
de matarme, y sólo estimo
la vida, para perderla
al rigor de su castigo.


Cantó la referida letra con tan tristes acentos que le costaron a la cruel dama el derramar algunas disimuladas lágrimas, aunque no por eso desistió de su primer intento, antes creció más su resistencia, pues otro día por la tarde, entrándose en un pequeño y aseado patio que le servía de jardín por tener una fuentecilla y muchas macetas, renovando sus disimuladas penas, estaba tan divertida que parecía ninfa de cándido alabastro. Vióla su rendido amante desde un corredor y resuelto a decirla a boca algo de su mucho sentimiento, entróse tan de repente por no perder la ocasión que, asustada de verle y temerosa de que no la viese llorando, le dijo indignada:

-Brava grosería tienen los andaluces y no sé en qué funda vuesa merced tantas demasías. Váyase con Dios y no le suceda otra vez entrarse desta suerte.

Encolerizóse para decirle esto y, viendo su enojo, de tal suerte se turbó don Jacinto que sin responderla se volvió a su casa, quebrando el coraje en tan recia calentura que apriesa le desnudaron, y venido su tío se alborotó con la nueva. Llamaron al médico y avisaron a doña Guiomar del nuevo accidente; pasó a ver al enfermo a tiempo que ya estaba el doctor de visita y estaba diciendo:

-Juráralo yo que la fiesta del cigarral había de parar en esto.

Y mandó a toda prisa le cargaran de ventosas y se le dieran friegas de brazos y piernas y que, pasada una hora, se le diera una bebida que ordenó por asegurar el resfriado diciendo:

-La calentura es maliciosa y estamos a pique de un tabardillo. Si de aquí a mañana no se templa será menester sangrarle. Y no importa que esta noche no cene. Yo estaré aquí a la primera salida.

Estuvo doña Guiomar presente a todo, y por su mano le dio las friegas y, vuelta a su casa, hallando a las cuñadas les contó lo sucedido. Sintiólo doña Leonor con tal extremo que pasó de raya pidiendo a doña Guiomar que otro día las avisara para ir con ella a verle. Duró la calentura al paso del fuego que estaba en el pecho, y dándole cuenta al doctor que había estado desvariando, mandó que al punto le sangraran. Pasaron las causadoras de su mal a casa de doña Guiomar para ir con ella y diciéndola a su hija que se vistiera la respondió:

-Yo no quiero ir, que a una doncella no le toca esta visita.

Díjola su madre:

-¿Pues no vas conmigo y van estas señoras?

Replicóle:

-No importa, que vuesa merced puede ir y estas señoras, que una es viuda y otra casada.

Como su madre la conocía la dejó por no enfadarse. Y llegadas a casa de don Pedro significó la enamorada viuda su sentimiento con tan encarecidas palabras que pudieran dar cuidado a otro que no estuviera tan divertido. Preguntó don Pedro cómo iba doña Beatriz. Y respondió su madre:

-No me la nombre vuesa merced, que cierto que he menester quererla tanto para sufrirla.

Y con esto refirió lo que había pasado diciéndole no habían podido recabar que fuera con ellas, cosa que apasionó tanto al enfermo que sin poderse reportar dio un suspiro tan congojoso que pareció le faltaba la vida. Entró el médico y hallando el pulso tan alborotado mandó le volvieran a sangrar. Pasado el medicamento, volvieron todos a su casa de doña Guiomar y doña Leonor quiso entrar con la pena que llevaba. Y llegada a la sala le preguntó doña Beatriz:

-¿Cómo está el enfermo?

Respondióle con el enfado que tenía:

-¿Cómo ha de estar? Cargado de ventosas y de sangrías. Y si Dios no lo remedia a pique de morirse. Y sois tan terrible que debiéndole a don Pedro lo que le debemos os preciáis siempre de ser tan necia.

Con esta palabra tomó ocasión para derramar parte del susto en copioso llanto diciendo:

-Ya no falta más de que vuesa merced me trate desa suerte.

Con esto se entró en su cuarto llorando tan de veras que empeñó a su madre en darla la satisfacción pensando lo hacía por lo que le había dicho. Otro día enviaron a saber cómo lo había pasado y respondieron que toda la noche había estado desvariando. Y llegada la tarde, con la mucha pena que tenía, le dijo a su madre:

-Ya es obligación el ir a ver a don Jacinto.

Enviaron a llamar a las cuñadas y, por tener una visita de cumplimiento, respondieron que se fueran y que allá se juntarían, cosa que doña Beatriz estimó por declararse con su rendido enfermo. Logrósele el intento porque, al tiempo que entraron, salía don Pedro acompañando a unos caballeros. Estaba el uno casado con una sobrina de doña Guiomar y deteniéndose a saber de su salud pasó doña Beatriz adelante, y llegando a la cama le dijo:

-¿Qué es esto, señor? ¿Así trata vuesa merced de matarnos?

Quedó tan elevado con semejante razón, que presumió la dama estaba con algún desmayo, y arrodillándose delante de la cama, en fe de la mucha amistad que tenían, le preguntó:

-A ver ¿es mucha la calentura?

Y sin sacar el brazo le alargó el pulso diciendo:

-Sí, mi señora.

Al tiempo que le tocó, asiéndole la otra mano con la que tenía dentro, estampó en ella los ardientes labios y sintiendo que se le bañaba con ardientes lágrimas, no se atrevió a resistirle, segura de que no podía causar sospecha. Y por disimular, porque ya entraban su madre y don Pedro, preguntándole si le dolía mucho la cabeza, respondióle:

-Se me parte. Mas lo fresco desa mano basta para darme vida.

-Alegróme de ser de provecho -le respondió doña Beatriz algo risueña de verle tan enamorado. Y visto que no cesaba de besarle la mano que le tenía asida y que duraba el llanto, en achaque de taparle las espaldas, le dijo:

-Quedo, basta ya por vida mía, no me mate con ese sentimiento.

Entró el médico y levantándose la que le daba la salud, y tocándole el pulso, como le halló tan trocado, les dijo:

-Gracias a Dios que ya se reconoce la mejoría. Está como de muerto a vivo. Mucho han importado las sangrías. Denle una pechuga de ave y un poco de conserva.

-¿Y cómo lo recabaremos -dijo don Pedro- que no podemos hacer que traspase bocado?

Respondióle:

-Pues anímese. Que, aunque es muchacho, le hace falta la sangre.

Con esto se fue y la contenta dama, conociendo que la mejoría había nacido de sus favores, pasó adelante, y sentándose en un taburete dijo:

-Sangrado y no comer, en verdad que no me contenta. Mande vuesa merced que traigan la cena porque, de no alentarse, no seremos amigos.

Trújose todo con brevedad y, partiéndole la pechuga de ave, tomó una presa y se la dio diciéndole:

-Mire vuesa merced que lindo bocado. Cómale por vida mía.

Comiólo diciéndole:

-El juramento basta para darme la que ya me falta.

Contento su tío de verle tan alentado, le dijo a doña Beatriz:

-Canta algo niña para que este muchacho se divierta, porque se muere de melancolía.

Sabía un sainete de que don Pedro gustaba a propósito de lo que le estaba pasando. Y respondió:

-Pues vuesa merced gusta de Carrillejo, se le tengo de cantar al señor don Jacinto a ver qué le parece. Y con esta capa cantó el siguiente romance:

Carrillejo de verte llorar
Belilla se muere.
¡Ay Pascual, que me engañas!
No hay tal, que yo sé que te quiere.
Si te quejas de un rigor
muy poco sabes de amar,
pues servir y no esperar
son quilates de tu amor.
Templa Carrillo el dolor
pues Belilla se muere:
¡Ay Pascual que me engañas!
No hay tal…
El otro día en el Prado
reparé en que te miraba
y aunque lo disimulaba
yo conocí su cuidado.
No vivas desconfiado,
pues Belilla se muere
¡Ay Pascual que me engañas!
No hay tal…
Dile, Carrillo, tu amor
y no la culpes de ingrata,
que aunque ves que te maltrata
en el alma está el favor.
Vive contento Pastor,
pues Belilla se muere.
¡Ay Pascual que me engañas!
No hay tal…


Al tiempo que acabó el último verso, entraron de visita el Racionero y otros caballeros, con que no pudo el contento amante celebrar su dicha, y a poco después las cuñadas y don Rodrigo. Y después de haber preguntado cómo se sentía, por ver el instrumento, le pidieron a doña Beatriz volviese a cantar. Disculpóse con que la dolía la cabeza y alargándole a doña Leonor el instrumento, le pidió que supliera la falta. Tomóle y cantó la siguiente letra o ya que la compusiese de intento o ya que la supo acaso:

Tan triste vive Leonida
de ver su pastor doliente
que aumenta del claro Tajo
las fugitivas corrientes.
¡Ay! -dice- ¿cómo es posible
que vivo, pues ya me tienen
los achaques de Lisardo
en los brazos de la muerte?
En el rigor de los males
es el mayor el que siente
quien ama y pena callando
sin decir lo que padece.
A ser posible en amor
trocarse los accidentes,
yo le pagara los males
a peso de muchos bienes.
Tuviéramos los dos
a un mismo tiempo
mi Lisardo el descanso
y yo el tormento.


Como don Jacinto no pudo significar su gusto por haber entrado las visitas, lejos de prevenir su daño, quiso valerse de la referida letra diciéndole:

-Mi señora doña Leonor, dichoso Lisardo pues merece que su pastora sienta sus males.

Respondióle:

-Prometo a vuesa merced que todos sentimos tanto los suyos que el mismo sentimiento me ha obligado a referirla.

No fue menester más para que doña Beatriz se mesurara, tan corrida que cuanto arrepentida de haberse declarado pareciéndole no estimaba su favor. Necedad conocida de los celos, pues por lo que tienen de envidia se precian de ser villanos. Aunque su enfermo reconoció su disgusto atribuyéndolo a su dicha, por entender era pena de su achaque, se halló tan aliviado que le mandó el médico que se vistiera y, deseoso de celebrar el favor recibido, el día que se levantó, luego que su tío se fue a vísperas, pasó a ver a su adorado dueño. Hallóla sola en la sala de verano, en su bastidor, por estar su madre en el patio ajustando unas cuentas. Y seguro de la llaneza con que se trataban, sentándose en la tarima del estrado, la dijo:

-¿Cómo será posible, señora mía, significar mi contento ni pagar tantos favores?

Atajóle con decir:

-No hago favores a nadie: esto ha sido por cumplir con lo que debemos al señor don Pedro. Levántese vuesa merced, no le vea mi madre tan cerca.

Respondióle:

-¿Pues qué importa que me vea cuando recibo la merced que me hace?

Levantóse doña Beatriz diciendo:

-Cierto que estas cosas me han de obligar a dejar mi casa y meterme en un convento.

Detúvola con decirla:

-No deje vuesa merced su estrado que yo me iré.

Y para disimular con su madre le dio a entender que no se atrevía a detenerse por estar tan recién levantado. Entróse en su casa y como volvió a reinar el fuego del pecho, volvió el de la calentura y venido su tío, hallándole con tanto crecimiento, preguntando si había comido algo que le hiciera mal, le respondió Antonia como había salido y que el aire lo había causado. Y como le quería tanto le dijo enfadado con la pena de verle así:

-Cierto que sois terrible y si entendiera que me habíais de dar estos pesares no hubiera enviado por vos.

Con esto creció el pesar con tanto extremo que se cubrió de un sudor helado, ahogándosele el corazón de suerte que le dejó sin sentido. Enviaron a llamar el médico y como se alborotó la casa se asomó doña Guiomar a la ventana preguntando qué había sucedido. Y como le supieron, sin esperar a las vecinas, pasaron a verle a tiempo que ya había cobrado el sentido. Salían don Pedro y el doctor, y como doña Guiomar se detuvo a preguntar el suceso, pasó doña Beatriz adelante, y llegando a la cama, tan turbada de la pena, arrebatada con el mucho pesar, le dijo:

-¿Qué es esto? ¿Cada día hemos de tener estos sucesos?

Indignado de oírla, incorporándose en la cama, le dijo:

-Mujer tirana ¿qué me quieres? ¿Por qué te precias de atormentarme? Si adorarte es delito, mátame de una vez.

Con esto se dejó caer volviéndose a la pared. No se atrevió a responderle porque ya venían su madre y don Pedro. Llegó doña Guiomar diciéndole:

-Hijo mío, volveos acá, mirad que está aquí doña Beatriz.

Volvió por la cortesía, y como ya estaba enojado, para darlo a entender, la respondió:

-Estoy de suerte, que no estoy para verme a mí ni a nadie.

Y aunque se sentó frontero por desenojarle, cerró los ojos dando a entender que le dolía la cabeza. Y pareciéndoles sería mejor dar lugar a que reposara se despidieron pasándolo doña Beatriz aquella noche que no le quedó a deber nada en las penosas ansias.

Otro día, como las cuñadas supieron el repentino achaque, pasaron a su casa para que se fueran juntas. Fue a tiempo que estaban acabando unas imágenes para unas casullas y estaba esperando el que las había de llevar. Díjoles doña Guiomar que ya quedaba poco, que se fueran y las esperasen allá. Hiciéronlo así, llegando a tiempo que el enfermo le estaba diciendo al médico mandase le dieran agua porque se abrasaba. Mandó le diesen un poco de agua de nieve con un poco de azúcar. Enfrióse la bebida y trayéndola Antonia, le tomó doña Leonor el vaso para tenerle; sentóse sobre la cama a tiempo que entraba doña Beatriz y, visto el agasajo, colmó el pecho con los rabiosos celos, tanto que brotó el veneno y, al tiempo que se habían de ir, se detuvo de intento y quedándose la postrera, en achaque de despedirse, le dijo:

-Ya no se quejará de mis rigores, pues el favor de mi señora doña Leonor basta para darle salud. Yo tengo la culpa de venir a recibir estos enfados y le juro de no volver a esta casa.

Con esto le volvió las espaldas, dejándole tan alborotado que en lugar de pena le sirvieron de alivio las referidas palabras, diciendo:

-¿Podré creer que doña Beatriz va celosa? No hay duda, según lo que me ha dicho. Celos sin amor no puede ser. Yo he de darle celos declarados y averiguar mi sospecha, y si no lo siente, aunque aventure el perder a mi tío, me he de ir a donde no se sepa de mí.

Fue tan poderosa esta consideración, aunque no volvió a verle, atribuyéndolo a que estaba enojada. Cobró tal mejoría que le mandó el médico se vistiera con que no saliera de casa. Vistióse, y llegando a la ventana para ver los umbrales que deseaba pisar, asomóse a tiempo que salían las cuñadas para entrarse en la casa de doña Guiomar y doña Leonor, alborotada, le dijo:

-Norabuena le vea yo, que no sabré encarecerle el contento que tengo de su mejoría.

Respondióle (seguro de que, por estar en el patio doña Beatriz, lo podía escuchar):

-No quiero yo el parabién desde la calle. Si tiene tanto gusto de verme, hágame una visita, que ya se la feriaré.

Contentas en verle de su parte entraron al patio, bajó a recibirlas y como doña Beatriz lo oyó, llamando una criada, le mandó le llevase un recado de parte de su madre:

-Y mira quien son esas mujeres que entraron allá.

Fue a dar el recado y le respondió:

-Di a mi señora doña Guiomar que estimo el cuidado y que hallándome tan favorecido destas señoras no dudo de tener la salud que deseo.

Volvió la criada a decirlo, y poco después entraron ellas, mostrando doña Leonor tanto contento que refirió todo lo que había pasado diciendo:

-Quiero llegar a la ventana para ver si está en la puerta, porque no se atrevió a entrar acá por amor de su tío.

Llegó doña Beatriz con ella, celebrando falsamente el verla tan gustosa. Contento de ver que había llegado a la ventana, se llegó diciendo:

-Mi señora doña Leonor, bien merecido le tengo el favor, pues viene a ver si cumplo mi palabra de esperarla, y me pesara sea curiosidad y no cuidado.

Díjole doña Beatriz demudado el color:

-Entre vuesa merced si gusta de sentarse.

Respondióle:

-No me atrevo a disgustar a mi tío. Bástame el favor de mi señora doña Leonor por ahora.

Y quitándose el sombrero, como de paso le dijo:

-Adiós mi señora doña Beatriz.

Y muy risueño le dijo a la viuda:

-Mándeme muchas cosas de su gusto.

Con esto se entró en su casa y las enemigas se fueron a la suya. Aquella noche, después de acostada su madre, escribió un papel, y otro día por la mañana, dándosele a la criada, la dijo:

-Vete a casa de don Pedro, sin que nadie te vea. Dale este papel a su sobrino y di que doña Leonor me le dejó para que se lo enviara encargándome le ganara la respuesta.

Fue la criada a dárselo, aunque le pesó creyendo era suyo; le mandó esperase la respuesta, y retirándose a ver lo que contenía, leyó las siguientes razones: «Nunca di crédito a las cautelas de vuesa merced, que de un hombre tan mudable y falso nunca esperé más atenciones. Y pues me obliga a declarar el enfado que tengo le advierto que doña Leonor tiene casa en que galantearla y las ventanas de la mía no están acostumbradas a semejantes devaneos. Excuse la demasía si no quiere que yo la haga tan grande que se pierda todo.» Quedó tan loco de haber conseguido su empresa que, dando mil besos al papel, se determinó de apretar la cuerda para que saltara de una vez y respondió las siguientes razones: «Yo no sé por cuál razón vuesa merced me culpa de mudable cuando los rigores de su condición me han tenido a pique de perder la vida. Negarla que adoraba su hermosura sería mentir. Dejarme morir será necedad. Doña Leonor es mi igual y me estima, y si trato de casarme con ella culpe su condición y no mi mudanza. Y pues tiene la culpa de sus celos quédese con ellos, que celos vengan desprecios.»

Cerró el papel y dándosele a la criada la dijo:

-Di a mi señora doña Beatriz que le estimo mucho el cuidado y que me sea buena intercesora pues doña Leonor, como amiga, le ha fiado este secreto.

Volvió la criada a decirlo y estimó el engaño, pareciéndole había seguido su rumbo por no darle sospecha. Y confiada de que la enviaría muchas finezas y mayores satisfacciones leyó el papel y fue tanta su cólera que haciéndole menudos pedazos se le ahogó el corazón como no pudo llorar, cayéndose en el estrado tan mortal que al entrar su madre, hallándola así, la tomó en los brazos dando voces como loca. Salió la criada a llamar a las cuñadas diciéndoles:

-Vengan vuesas mercedes, que se ha muerto mi señora doña Beatriz.

Y como estaba cuidadoso esperando el efecto de su diligencia, oyendo las voces, pasó a ver lo que había sucedido, quedando tan muerto que le faltó poco para acompañarla. Reportóse diciendo:

-Córtenle el cordón y las cintas de los vestidos y la llevaré arriba.

Como doña Guiomar estaba con tanta pena, sin reparar en la cortesía lo permitido, sompesóla el turbado amante, dando lugar a que la desnudaran y quedando en un guardapiés, la tomó en los brazos para llevarla a la cama derramando sobre el nevado rostro tantas lágrimas que pudieran volverla en su acuerdo. Y dejándola sobre la cama les dijo:

-Desnúdenla mientras llaman al doctor y viene mi tío.

Con esto entró en su casa diciendo al primero que encontró llamasen al médico, tan ciego con la pena que no vio al tío que venía ya de la iglesia. Y llegando a la sala se dejó caer sobre una silla diciendo:

-Bien empleada es mi muerte, pues yo mismo me maté con mis manos. Maldita sea doña Leonor que tantos pesares me cuesta.

Como don Pedro era tan prudente, pareciéndole que iba con pesadumbre, se detuvo en la puerta para escucharle. Entró en la sala diciendo:

-¿Qué tenéis? No me neguéis la verdad que ya escuché parte de lo que estáis diciendo. Doña Leonor, aunque es rica, no es a mi propósito y me pesara de que la tengáis voluntad.

Respondióle:

-No me la nombre vuesa merced que la aborrezco con todos mis cinco sentidos:

Sentóse el prudente canónigo diciéndole:

-Advertid que me enojaré si no me decís lo que tenéis, y si nace de amor, os doy la palabra de daros gusto.

Alentado, se determinó a pedir remedio, contándole todo lo referido. Y enseñándole el papel de doña Beatriz, pasó adelante refiriendo lo que le había respondido para obligarla a que se declarara diciéndole:

-Y soy tan desdichado que el pesar que la di la privó del sentido. Vaya vuesa merced a verla si estima mi vida.

Sintiólo don Pedro diciéndole:

-Habéis andado necio en hacer tal disparate. Hubiéraisme dicho vuestro amor que yo lo hubiera remediado.

Con esto pasó a verla a tiempo que ya había vuelto en sí por haberla dado unas ligaduras apretadas y una bebida cordial que mandó el médico y consolando a doña Guiomar por hallarla tan apenada, se sentó sobre la cama, y tomándola las manos, la dijo:

-¿Qué es esto, señora rapaza? ¿Ahora que trato de casarla está desa manera? Por Dios que tenemos gentil desposada.

Y como se preciara de la chanza, presumiendo lo decía por entretenerla:

-Váyase vuesa merced con Dios, en verdad que estoy propia para esas gracias.

Respondióle con mucha risa como sabía de qué procedía el achaque:

-¿Os parecen muy malas? Pues yo os juro que algún día habéis de querer comprármelas y no os las he de vender.

Entretúvolas un rato y cuidadoso del enfermo que dejaba en casa, se levantó diciéndole a una criada:

-Vente conmigo y le traerás a esta niña una piedra bezal y una uña para que se la ponga sobre el corazón.

Salió don Jacinto a recibirlo tan ciego que no vio a la criada y, preguntándole, como estaba él respondió que ya estaba buena:

-Cuidad de vos y no cuidéis de más.

Con esto abrió un escritorio y sacando una piedra a modo de poma engarzada en oro asida a una bandilla se la envió con otros regalos. Pasó la criada a darlo a su señora diciendo:

-Mucho ha sentido el señor don Jacinto el mal de mi señora, que salió como un loco a preguntar cómo estaba.

Envidiaron las cuñadas el presente aunque doña Leonor no presumió llegaría a casamiento. A la tarde vino doña Inés y otras amigas a verla y don Jacinto, mientras su tío vino de vísperas, se entretuvo en hacer una letra burlesca tanto por divertirla como por satisfacción. Venido su tío pasaron a ver su enferma. Recibióle doña Inés dándole el parabién de la mejoría por no haberle visto respeto de estar mal parida. Le pidieron todas cantase algo para alegrar a la enferma, y trayendo el instrumento, cantó con gallarda y admirable destreza el siguiente sainete:

Beatricica la de Antón
salió al ejido una tarde,
y pobláronse los montes
del aire de su donaire.
Iba la niña celosa
y anunciando tempestades,
fuego arroja por los ojos
en dos ríos hechos mares.
Bartolillo el de Quiteria,
que él andaba a los alcances,
para quitarle el enojo,
le dijo estos disparates.
Rapaza de lindo brío,
pues miras que soy tu amante,
no me encapotes la vista
de esos ojos celestiales.
Mírame alegre, muchacha,
y te feriaré unos guantes,
que en la tienda el otro día
me costaron cuatro reales.
Mostrábase zahareña
porque el muchacho en el baile
había bailado el jueves
con Leonida la del Valle.
Díjole: cese el enojo,
hagamos los dos las paces,
y te juro, si me quieres,
que no bailaré con nadie.
Diole una mano Beatriz
y dijo a los dos rapaces:
¡Oh quién fuera tan dichoso
que hiciera otras amistades!


Acabada la letra, celebraron la feria de los guantes y, para más satisfacción, como doña Leonor estaba presente, respondió:

-Lo que hay digno de celebrarse es que la pastorcilla tenía el nombre de mi señora doña Beatriz, que por eso me atreví a cantar ese disparate. En esto entraron algunas visitas y no pasó adelante la música. Al tiempo de despedirse dijo doña Inés se quería ir por estar su marido indispuesto. Despidiéronse todos, al quererlos acompañar don Jacinto, le detuvo su tío diciendo:

-Quedaos que ya saben estos señores que estáis malos.

Con tanto pesar de doña Leonor que casi lo dio a entender. Contento de habérsele ofrecido la ocasión que deseaba, se llegó a la cama diciéndole:

-¿Qué es esto? ¿Así trata vuesa merced de matarnos? Como fueron palabras que ella le había dicho rabiosa de oírle, teniéndolo a modo de fisga le respondió:

-Váyase vuesa merced con Dios, que para venganza basta lo sucedido.

-Esto sí -dijo el contento mancebo- pruebe vuesa merced parte del acíbar que nos da a beber.

Respondióle:

-Ojalá fuera veneno.

Tomóle una mano, aunque con alguna violencia, diciéndole:

-¿Y para qué puede ser bueno que vuesa merced me mate? ¿No ve que no nos casaremos? Ya mi tío sabe que adoro su hermosura y me ha dado palabra de hacerme dichoso.

Retiróse porque sintió que venía su madre, y don Pedro no quiso sentarse diciéndole a doña Guiomar:

-Váyase vuesa merced mañana a la iglesia que tengo un negocio que tratemos los dos.

Con esto fueron y alborotada con el nuevo cuidado le dijo a la hija:

-Ay Beatriz, no sé qué diga de ver a don Pedro tan cariñoso contigo. ¡Si yo fuera tan dichosa que te viera tan bien empleada! Respondióle, satisfecha de que su madre conocía su condición.

-Bien sé yo que don Jacinto me quiere y pues vuesa merced sabe mi recato no quiero negarle lo que me ha pasado.

Con esto le dio cuenta de todo con que doña Guiomar enterró la sospecha. Por la mañana se fue a la iglesia y entrándose los dos en una capilla, le refirió lo que ya sabía y le dijo:

-Paréceme que la perfecta cura de los enfermos será casarlos, si vuesa merced me quiere dar a su hija.

Tomóle las manos, con demostración de quererlas besar diciendo:

-Sólo me pesa de no tener un millón que darle, pues Beatriz será la dichosa.

Respondióle:

-No he menester riqueza, bástame su calidad y virtud.

Y quedando determinados de que don Pedro hiciera todo lo que fuera importante, trató luego de sacar joyas y galas y enviándole cosas tan ricas que las dejó admiradas. Despachó un propio, enviando a decir a don Alonso y a su hermana se vinieran a Toledo, dándoles cuenta de que le tenía casado. Corriéronse las publicaciones con tan general contento de todos como pesar de la viuda, pues no fue posible que su hermano y cuñada le pudieran detener. Fuese a despedir dando a entender se iba a la Corte por estar su suegra a lo último. Con esta capa disimuló su envidia, dándole la contenta desposada algunas curiosidades, mintiéndole pena por su ausencia. Y venidos sus padres, se celebró el desposorio con nuevas y repetidas fiestas. Vivió casada largo tiempo con su amante esposo, tan gustosa cuanto prevenida de no darle ocasión a que renovara los pasados celos.

FIN


Navidades en Madrid y noches entretenidas en ocho novelas, Madrid, 1663


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