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Leliña

[Cuento - Texto completo.]

Emilia Pardo Bazán

Siempre que salían los esposos en su cesta, tirada por jacas del país, a entretener un poco las largas tardes de primavera en el campo, encontraban, junto al mismo matorral formado por una maraña de saúcos en flor, a la misma mujer de ridículo aspecto. Era un accidente del camino, cepo o piedra, el hito que señala una demarcación, o el crucero cubierto de líquenes y menudas parasitarias. Manolo sonreía y pegaba suave codazo a Fanny.

-Ya pareció tu Leliña… ¡Qué fea, qué avechucho! En este momento, el sol la hiere de frente… Fíjate.

La mayordoma les había referido la historia de aquella mujer. ¿La historia? En realidad, no cabe tener menos historia que Leliña. Sin familia, como los hongos, dormía en cobertizos y pajares -¡a veces en los cubiles y cuadras del ganado!- y comía…, si le daban «un bien de caridad».

Sin embargo, no mendigaba. Para mendigar se requiere conciencia de la necesidad, nociones de previsión, maña o arte en pedir…, y Leliña ni sospechaba todo eso. ¿Cómo había de sospecharlo, si era idiota desde el nacer, tonta, boba, lela, «leliña»? ¡Ella pedir!

Un can pide meneando la cola; un pájaro ronda las migajas a saltitos… Leliña ni aun eso; como no le pusiesen delante la escudilla de bazofia, allí se moriría de hambre.

Inútil socorrerla con dinero; a la manera que su abierta boca de imbécil dejaba fluir la saliva por los dos cantos, de sus manazas gordas, color de ocre, se escapaban las monedas, yendo a rodar al polvo, a perderse entre la espesa hierba trigal. Manolo y Fanny lo sabían, porque, al principio, acostumbraban lanzar al regazo de la tonta pesetas relucientes… Ahora preferían atenderla de otro modo: con ropa y alimento. El pañuelo de percal amarillo, el pañolón anaranjado de lana, el zagalejo azul de Leliña, se lo habían regalado los esposos. ¡Cosa curiosa! Leliña, indiferente a la comida, gruñó de satisfacción viéndose trajeada de nuevo. Una sonrisa iluminó su faz inexpresiva, al ponerse, en vez de sus andrajos, las prendas de esos matices vivos, chillones, por los cuales se pirran las aldeanas de las Mariñas de Betanzos, el más pintoresco rincón del mundo…

-¡Hembra al fin!… -fue el comentario de Manolo.

-¡Pobrecilla! -exclamó Fanny-. ¡Me alegro de que le gusten sus galas!…

Fanny ansiaba hacer algo bueno; tenía el alma impregnada de una compasión morbosa, originada por la íntima tristeza de su esterilidad. Diez años de matrimonio sin sucesión, el dictamen pesimista de los ginecólogos más afamados de Madrid y París, pesaban sobre sus tenaces ilusiones maternales. «Ensayen ustedes una vida muy higiénica, aire libre, comida sana…», les ordenó, por ordenarles algo, el último doctor a quien acudieron en consulta. Y se agarraron al clavo ardiendo de la rusticación, método que si no les traía el heredero suspirado, al menos debía proporcionarles calma y paz. Pero en medio de la naturaleza remozada, germinadora, florida, despierta ya bajo las caricias solares, la nostalgia de los esposos revistió caracteres agudos; se convirtió en honda pena. Fanny no contenía las lágrimas cuando encontraba a una criatura. ¡Y en la aldea mariñana cuidado si pululaban los chiquillos! A la puerta de las casucas, remangada la camisa sobre el barrigón, revolcándose entre el estiércol del curro, llevando a pastar la vaca, tirando peladillas a los cerezos o agarrándose al juego trasero del coche y voceando: «¡Tralla atrás…!»; en el atrio de la iglesia, a la salida de misa, con un dedo en la boca, en la romería comiendo galletas duras, en la playa del vecino pueblecito de Areal escarabajeando al través de las redes tendidas a manera de cangrejillos vivaces… no se hallaba otra cosa: cabezas rubias, ensortijadas, que serían ideales si conociesen el peine; cabezas pelinegras, carnes sucias y rosadas, chiquillería, chiquillería.

-Los pobres, señorita, cargamos de hijos… Es como la sardina, que cuanta más apañamos, más cría el mar de Nuestro Señor… -decía a Fanny una pescadora de Areal, la Camarona, madre de ocho rapaces, ocho manzanas por lo frescos…

La dama torcía el rostro para ocultar al esposo la humedad que vidriaba sus pupilas, y allá dentro, dentro del corazón, elevaba al cielo una oferta. Quería realizar algo que fuese agradable al poder que reparte niños, que fertiliza o seca las entrañas de las mujeres. No permitiría ella aquel invierno que la idiota, la mísera Leliña, tiritase en la cuneta encharcada y helada; apenas soplase una ráfaga de cierzo, recogería a la inocente, dándole sustento y abrigo, y la Providencia, en premio, cuajaría en carne y sangre su honesto amor conyugal… Por eso -al divisar a Leliña cuando cruzaban al pie del enredijo de saúcos en flor-, Manolo, confidencialmente, empujaba el codo de Fanny, y una esperanza loca, mística, ensoñadora, animaba un instante a los dos esposos. La idiota no les hacía caso. Ellos, en cambio, la contemplaban, se volvían para mirarla otra vez desde la revuelta. Les pertenecía; por aquel hilo tirarían de la misericordia de Dios.

Fue Manolo el primero que advirtió que los cocheros se reían y se hacían un guiño al pasar ante la idiota, y les reprendió, con enojo:

-¿Qué es eso? ¡Bonita diversión, mofarse de una pobre! ¡Cuidadito! ¡No lo toleraré!

-Señorito… -barbotó el cochero, que era antiguo en la casa y tenía fueros de confianza-. Si es que… ¿No sabe el señorito?… -y puso las jacas al paso, casi las paró.

-¿Qué tengo de saber? Porque sea lela esa desdichada, no debéis vosotros…

-Pero, señorito…. ¡si es que ya corre por toda la aldea!…

-¿Qué diantres es lo que corre?

-Que, perdone la señorita, Leliña está…

Un ademán completó la frase; Fanny y Manolo se quedaron fríos, paralizados, igual que si hubiesen sufrido inmensa decepción. La señora, después de palidecer de sorpresa, sintió que la vergüenza de la idiota le encendía las mejillas a ella, que había proyectado redimirla y salvarla. Bajó la frente, cruzó las manos, hizo un gesto de amargura.

-Eso debe de ser mentira -exclamaba Manolo, furioso-. ¡Si no se comprende! ¡Si no cabe en cabeza humana!… ¡La idiota! ¡La lela! Digo que no y que no…

Marido y mujer, entre el ruido de las ruedas y el tilinteo de los cascabeles de las jacas, que volvían a trotar, examinaron probabilidades, dieron vueltas al extraño caso… ¡Vamos, Leliña ni aun tenía figura humana! ¿Y su edad? ¿Qué años habían pasado sobre su testa greñosa, vacía, sin luz ni pensamiento? ¿Treinta? ¿Cincuenta? Su cara era una pella de barro; su cuerpo, un saco; sus piernas, dos troncos de pino, negruzcos, con resquebrajaduras… ¡Leliña!… ¡Qué asco! Y al volver de paseo, envueltos ya en la dulce luz crepuscular de una tarde radiosa, viendo a derecha e izquierda cubiertos de vegetación y florecillas los linderos, respirando el olor fecundo, penetrante, que derraman los blancos ramilletes del vieiteiro, y a Leliña ni triste ni alegre, indiferente, inmóvil en su sitio acostumbrado, Manolo murmuró, con mezcla indefinible de ironía y cólera:

-¡Como la tierra!…

Fanny, súbitamente deprimida, llena de melancolía, repitió:

-¡Como la tierra!…

No hablaron más del proyecto de recoger a la idiota. Ya era distinto… ¿Quién pensaba en eso? Preguntaron a derecha e izquierda, poseídos de curiosidad malsana, sin lograr satisfacerla. ¿El culpable del desaguisado? ¡Asús, asús! Nadie lo sabía, y Leliña de seguro era quien menos. No sería hombre de la parroquia, no sería cristiano; algún licenciado de presidio que va de paso, algún húngaro de esos que vienen remendando calderos y sartenes… ¡Qué pecado tan grande! ¡Hacer burla de la inocente! El que fuese, ¡asús!, había ganado el infierno…

El verano transcurrió lento, aburrido; comenzaron a rojear las hojas, y Fanny y Manolo, al acercarse a los saúcos, donde ahora el fruto, los granitos, verdosos, se oscurecían con la madurez, volvían el rostro por no mirar a Leliña.

De reojo la adivinaban, quieta, en su lugar. Un día, Fanny, girando el cuerpo de repente, apretó el brazo de su marido, emocionada.

-¡Leliña no está! ¡No está, Manolo!

Cruzaron una ojeada, entendiéndose. No añadieron palabra y permanecieron silenciosos todo el tiempo que el paseo duró. Durmieron con agitado sueño. Tampoco estaba Leliña a la tarde siguiente. Más de ocho días tardó la idiota en reaparecer. Antes aún de llegar al grupo de saúcos, Fanny se estremeció.

-Tiene el niño -murmuró, oprimida por una aflicción aguda, violenta.

-Sí que lo tiene… -balbució Manolo-. Y le da el pecho. ¿No es increíble?

Abierto el ya haraposo pañolón de lana, recostada sobre el ribazo, colgantes los descalzos pies deformes, la idiota amamantaba a su hijo, agasajándole con la falda del zagalejo, sin cuidarse de la humedad que le entumecía los muslos.

-¡Si hoy parece una mujer como las demás! -observó Manolo, admirando.

Fanny no contestó; de pronto sacó el pañuelo y ahogó con él sollozos histéricos, entrecortados, que acabaron en estremecedora risa.

-Calla…, calla… Déjame… No me consueles… ¡No hay consuelo para mí! Ella con su niño… ¡Yo, nunca, nunca! -repetía, mordiendo el pañuelo, desgarrándolo con los dientes, a carcajadas.

El esposo se alzó en el asiento, y gritó:

-Den la vuelta… A casa, a escape… ¡Se ha puesto enferma la señora!



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