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Otros escritos filosóficos – Amor a Dios


Voltaire

AMOR A DIOS. Las disputas sobre el amor a Dios han encendido tantos odios como las disputas teológicas. Los jesuitas y los jansenistas se estuvieron batiendo durante cien años para probar qué secta de las dos adoraba a Dios de un modo más conveniente y para ver cuál de las dos causaría más daño a su prójimo. Ejemplo: Fenelón y Bossuet.

Desde que el autor de Telémaco, que empezaba a tener gran fama en la corte de Luis XIV, pretendió que se amara a Dios de otra manera que le amaba el autor de las Oraciones fúnebres, éste, que era muy pendenciero, le declaró la guerra, y consiguió que anatematizaran a aquél en la antigua ciudad de Rómulo, donde Dios es siempre el objeto más amado, después de la dominación, de la riqueza, de la ociosidad y del placer.

Si Mme. Guyon hubiera sabido el cuento de la bendita vieja que llevaba un calentador para quemar el paraíso y un cántaro de agua para extinguir el fuego del infierno, con la idea de que sólo amaran a Dios por sí mismo, quizá no hubiera escrito tantas obras, porque hubiera comprendido que con muchísimas palabras no podía decir tanto como la bendita vieja en pocas. Pero Mme. Guyon amaba tan fanáticamente a Dios y a los galimatías que su extraordinaria ternura la llevó cuatro veces a la cárcel. Procedieron con ella con injusticia y con demasiado rigor. ¿Por qué castigaron como criminal a una pobre mujer que no cometió otro crimen que el de escribir versos parecidos a los del abad Cotín y prosa de tan poco gusto como la de Polichinela? Es extraño que el autor de Telémaco y de los fríos amores de Eucaris dijese en sus Máximas de los santos, después del bienaventurado Francisco de Sales: «Casi no tengo deseos; pero si volviese a nacer, absolutamente no tendría ninguno. Si Dios viniera hacia mí, yo también iría hacia Él». Sobre esa proposición versa todo el libro; por ella no condenaron a San Francisco de Sales, pero condenaron a Fenelón. ¿Por qué? Porque San Francisco de Sales no tuvo un enemigo poderoso y violento en la corte de Turín y Fenelón lo tuvo en Versalles.

Si pasamos desde las espinas de la teología a las de la filosofía, menos largas y punzantes, parece indudable que se puede amar un objeto sin que se interese el amor propio. No podemos comparar las cosas divinas con las terrestres, ni el amor de Dios con ningún otro amor. Nos falta un infinito de escalones para ascender desde las inclinaciones humanas a ese amor sublime. Pero como no tenemos otro punto de apoyo que la tierra, de la tierra debemos sacar nuestras comparaciones. Cuando contemplamos una obra notabilísima de pintura, de escultura, de poesía o de elocuencia; cuando oímos una música que encanta los oídos y el alma, la admiramos y la queremos. Sin que la admiración ni el amor nos proporcione en absoluto la menor ventaja, experimentamos un pensamiento puro, que algunas veces llega hasta la veneración.

Este es poco más o menos el único modo de explicar la profunda admiración y el entusiasmo que nos produce el eterno Arquitecto del mundo. Contemplamos la obra con un asombro mezclado de respeto y de anonadamiento, porque el corazón se eleva hasta donde puede y se acerca cuanto le es posible al artista.

¿Pero qué sentimiento es ése? Un no sé qué vago e indeterminado, un pasmo que no se parece a nuestras afecciones ordinarias. Esa afección espiritual, ¿merece ser censurada? ¿Pudo condenarse por ella al tierno arzobispo de Cambrai? ¿Pudo reprochársele alguna herejía? ¿En qué pecó? En la actualidad su castigo es incomprensible y la disputa que tuvo con Bossuet pasó y se olvidó como otras muchas.

FIN


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