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Por otro

[Cuento - Texto completo.]

Emilia Pardo Bazán

Mi profesora de francés era una viejecita con espejuelos de aro reluciente, «falla» de encaje negro decorado por lazos de cinta amaranto, bucles grises a lo reina Amelia y manos secas y finas, prisioneras en mitones que ella misma calcetaba. Sus ojos, de un azul desteñido por la edad, se encadilaban al recuerdo de la juventud, y sus labios rosa-muerto sonreían enigmáticos, al entreabrirse, sin soltar los secretos del ayer.

Su apellido, Ives de l’Escale, olía a buena nobleza de provincia; sus ideas no desmentían el apellido; legitimista acérrima, usaba, pendiente de una cadenita sutil, una medalla conmemorativa, la efigie del Delfín preso en el Temple, y que ella no creía muerto allí, sino evadido. De este misterio histórico, acerca del cual le hice mil preguntas, no quería decir nada: movía la cabeza; una compunción religiosa solemnizaba su semblante; un ligero carmín teñía sus mejillas chupadas; pero lo único que pude arrancar a su reserva fue un dicho propio para avivar la curiosidad:

-¡Ah! Eso, quien lo sabía bien era aquel que vivió por otro.

Como transacción, pues yo la acosaba, se resignó a explicarme de qué manera se puede vivir por otro. En cuanto al enigma del Delfín, tuve que resignarme a estudiarlo años después, en libros y revistas, cuando ya la anciana francesa se convertía en ceniza dentro de su olvidada sepultura.

-No le llamaremos sino Jacobo; omitamos su apellido -me había dicho exagerando la reserva, en ella característica-. Jacobo era el onceno de los catorce hijos de unos señores linajudos y escasos de dinero. Su tío y padrino ejercía en París la profesión de maestro de baile, y era hombre de porte elegante y escogidas maneras. ¡Qué tiempos aquellos tan hermosos! Hoy no se aprenden modales finos. Hoy las señoritas levantan el brazo más arriba de la cabeza y no saben hacer una reverencia ni ante Nuestro Señor sacramentado… En suma, el padrino de Jacobo contaba, entre sus alumnos, a todos los niños del arrabal de San Germán, al primer Delfín y a madame Royale. Jacobo era ágil, distinguido y guapo. Su padrino le enseñó el baile y le presentó a la nobleza y a la corte. A los trece años, Jacobo danzaba, una vez por semana, con la hija de cien reyes. Todos sabían que el nuevo profesor de baile era un caballero, aunque pobre, muy emparentado y con auténticos pergaminos. Caminaba hacia una posición, cuando la suerte ajena que había empezado a encumbrarle, le torció y le cerró el porvenir. Su padrino murió repentinamente.

No sabiendo qué hacer de sí, y teniendo alma de verdadero aristócrata, sentó plaza. En el ejército del Rin, su valentía le hizo notorio. Se batía con la misma gracia con que bailaba el minué en las Tullerías.

Después de la toma de Worms, el general Custine le nombró su ayudante de órdenes, distinción no pequeña, dada la severidad de aquel héroe, que no estimaba sino el valor tranquilo y frío. Jacobo se sentía atraído hacia Custine; atraído singularmente, como por fuerza de sortilegio. No hubiese querido obedecer a otro caudillo. Comprendía quizá, o lo sentía sin comprenderlo, que al destino del general estaba ligado su destino propio.

Poco tardó Custine, el héroe sereno, en hacerse sospechoso a la Revolución triunfante. Entonces, descollar y ser leal era jugarse la cabeza. A pretexto de un descuido en defender una plaza, Custine fue enjuiciado y sentenciado a morir. Los mismos jueces, el mismo día, condenaron al ayudante a igual pena. Cuando salían del tribunal en carreta para volver a la prisión, antesala del patíbulo, Jacobo pensaba en su suerte, sometida a la de otro. Ningún delito podía imputársele: iba a ser guillotinado por ayudante de Custine solamente.

Una tristeza horrible le embargó ante el pensamiento de su inútil y oscuro sacrificio. Era la hora del anochecer: plomizas nubes ensombrecían el horizonte y las exhalaciones lo alumbraban un momento con lividez aterradora. Un gentío hirviente se agolpaba alrededor de las carretas, que marchaban muy despacio. Había mareas, y la multitud se apelotonaba, clamorosa.

A media distancia de la prisión, un tropel separó a la primera carreta de la segunda, en la cual iba Jacobo entre dos guardias municipales. La primera siguió andando; alrededor de la segunda se arremolinó denso núcleo de hombres. Hubo tumulto, se cruzaron injurias entre la escolta y el pueblo; dos enormes carros cargados de heno se plantaron ante la carreta; el más cercano volcó adrede. Jacobo comprendió.

Al ver que, de sus guardias uno se bajaba para ayudar a poner orden, dio al que quedaba un puñetazo tremendo en los ojos. No llevaba las manos atadas; al fin era oficial del ejército del Rin. Y acordándose de las danzas y los minuetos, saltó con ligero pie y se coló entre la muchedumbre alborotada, que pugnaba y se empujaba medio a oscuras. Apenas se hubo alejado diez pasos de la carreta, una mano desconocida cubrió sus hombros con un capote; otra mano, de mujer, asió la suya, le arrastró, y una puerta entreabierta le dio paso y se cerró tras él, sigilosa. La casa tenía dos puertas: a la media hora, Jacobo se encontraba completamente a salvo. A la mañana siguiente, un frío mortal heló su sangre, que milagrosamente conservaba en las venas. Porque fue el caso que le trajeron un periódico y, leyéndolo, supo que al salvarle se había creído salvar al general, suponiendo que éste iba en la carreta segunda. El periódico lo repetía con feroz regocijo: el complot había sido vano, y la cabeza de Custine cortada al amanecer.

Estuvo Jacobo como atontado varios meses, y además gravemente enfermo. La mujer, cuya mano le había guiado al asilo, le cuidó afectuosa. Era la amada del general, y ella también le tomaba «por otro» sin querer. Se estableció al pronto tierna amistad; después, algo más íntimo, que les horripilaba y les avergonzaba, como una traición a la memoria del muerto. El amor se tragó al escrúpulo y se casaron. Parecían el matrimonio más feliz. Sin embargo, a Jacobo no se le veía sonreír nunca. Un pliegue tenaz arrugaba su frente; un abatimiento sin causa física doblegaba su gallardo cuerpo. Yo -afirmó la anciana profesora, como término de la historia extraña que me refería-, yo, a título de amiga de la mujer de Jacobo, entré mucho en aquella casa, recibí confidencias y recogí suspiros de almas cerradas ante todos, que conmigo solamente se atrevían a respirar. La esposa, deshecha en lágrimas, me decía:

-¿No sabes la tema en que ha dado mi marido? Asegura que «es otro»; que a pesar de las apariencias, él nunca ha sido Jacobo de…

-¡Cuidado! ¡Va usted a enterarme del apellido! -exclamé involuntariamente.

-¡Ay! ¡Eso no! -y la profesora se detuvo, asustada de ser tan indiscreta-. ¡Eso no! Porque hablo de personas que existieron, y cuanto he referido es verdad histórica.

Jacobo murió de pasión de ánimo; su esposa le siguió al sepulcro, minada por una languidez profunda. Al cabo se le había pegado la manía de su marido, y sostenía que Jacobo era el propio Custine. En la hora anterior a su agonía, encargó que se hiciese al héroe Custine suntuoso mausoleo… y que allí la depositasen a ella también. Jacobo siempre fue «otro» ¡hasta ante el amor!…



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