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Posesión

[Cuento - Texto completo.]

Emilia Pardo Bazán

El fraile dominico encargado de exhortar a la mujer poseída del demonio, para que no subiese a la hoguera en estado de impenitencia final, sintió, aunque tan acostumbrado a espectáculos dolorosos, una impresión de lástima cuando al entrar en el calabozo divisó, a la escasa luz que penetraba por un ventanillo enrejado y lleno de telarañas, a la rea.

Escuálida y vestida de sucios harapos, reclinada sobre el miserable jergón que le servía de cama, y con el codo apoyado en un banquillo de madera, la endemoniada, que se había llamado en el siglo Dorotea de Guzmán, que había sido orgullo de una hidalga familia, alegría de una casa, gala y ornato de las fiestas, parecía un espectro, una de esas mendigas que a la puerta de los conventos presentaban la escudilla de barro para recibir la bazofia de limosna. Su estado de demacración era tal, que a pesar de verse por los desgarrones del mísero jubón las formas de su seno, el dominico, que era un asceta y solía luchar con tentaciones crueles, no sintió turbación ni rubor, y sólo la piedad, la dulce y santa piedad, le impulsó a ofrecer a Dorotea amplio pañuelo de hierbas, y a decir benignamente:

-Cúbrase, hermana.

De tanta miseria y abyección tomó pie el fraile para empezar a convencer a Dorotea de que sacudiese el yugo de un amo que así paga a sus fieles servidores. Y mientras la posesa clavaba en el religioso sus grandes pupilas color de humo, donde, de cuando en cuando brillaba fosfórica chispa, él habló copiosamente, con unción y ternura, encareciendo la amorosa efusión de Cristo, que siempre tiene abiertos los brazos para recibir al pecador, la continua intercesión de su Santa Madre, la infinita misericordia del Criador, que sólo nos pide un instante de contrición para borrar todos nuestros delitos. Mas no tardó en advertir el dominico que la sentenciada le oía con salvaje insensibilidad, bajo la cual trepidaba una cólera sorda; y entonces pensó que convendría, para abrir brecha en un alma contaminada por la presencia de Satanás, hablar un lenguaje humano, casi egoísta, buscar palabras que irritasen a la pecadora y la forzasen a una discusión, en que saldría vencedor el dominico.

-Dorotea -dijo, tuteándola con violencia y enojo-, mira que ya pronto comparecerás ante ese Dios que va a pedirte cuenta de tus actos, y que a una vida de sufrimientos pasajeros seguirá otra de suplicios perdurables. Un paso, un segundo, es el tránsito a la eternidad, y esa eternidad es fuego, no como el de aquí, que causa la muerte, y con la muerte trae el descanso, sino interminable, horrendo, continuo, que renueva las carnes para volverlas a tostar y recuaja los huesos para calcinarlos otra vez. Pobre oveja que has seguido al hediondo macho cabrío, ahí tienes lo que te espera. ¿No te avergüenzas de ser esclava del demonio? ¿No lloras al menos tu esclavitud?

La endemoniada seguía guardando el mismo hosco silencio; pero, de pronto, se estremeció. Era que el dominico, enternecido por sus propias palabras, había dejado asomar a sus ojos humedad de llanto; y la mujer, conmovida, tal vez a su pesar por aquel indicio inequívoco de conmiseración, dijo sombríamente:

-Yo no puedo llorar. Lo primero que hizo mi dueño y señor Satanás fue quitarme las lágrimas de las pupilas y el calor de los miembros. Toca y verás.

Y alargando una mano, rozó la del dominico, que retrocedió espantado de la glacial, de la mortuoria frigidez de aquella piel que creía abrasada por la fiebre.

-No me compadezcas -añadió orgullosamente-. La sensibilidad y el ardor que faltan por fuera se han refugiado en mi corazón, que es un brasero de llama rabiosa.

-Eso mismo les sucede a los santos -murmuró el dominico con angustioso afán-. Que ese fuego no se apague; pero purifícalo ofreciéndoselo a Jesús.

-No -respondió con energía la endemoniada, cuyo rostro se contrajo y cuyos ojos, donde boqueaba el horno de la escondida hoguera, bizcaron repentinamente con frenético estrabismo.

-Pero ¿por qué, desdichada hermana? Dame una razón, una siquiera. De cuantas sentenciadas me ha tocado exhortar, sólo tú has callado, en vez de blasfemar y maldecir. Maldice, que lo prefiero. Ya sé que han sido inútiles los exorcismos, los conjuros, el hisopo, las oraciones, las santas reliquias; ya sé que el demonio no ha salido de ti, porque no quisiste tú que saliese, y como Dios, que ha podido criarte sin tu voluntad, no puedo contra tu voluntad salvarte, el espíritu impuro se alberga aún en tu seno. No he pensado en emplear contra ti la fuerza; te pido y te ruego, si es menester de rodillas, que me des una explicación de tu ceguedad. Eras hermosa y eres horrible; eras dama principal y pudiente, y eres menos que las mujerzuelas de la calle; eras buena y honrada, y eres ludibrio y vergüenza de tu sexo… ¿En qué moneda te paga el maldito? ¿Qué felicidad ignominiosa te da a cambio de todo lo que sacrificas por él?

Crispando los labios y arrancando del pecho un suspiro ronco, respondió la poseída:

-Ya que te empeñas en saberlo, lo sabrás. No creas que en este momento habita en mí el que llamas espíritu maligno. Sufría con los exorcismos y las reliquias y se apartó de mí. Pero sé que volverá, y sé que cuando me achicharren nos vamos a reunir para siempre.

-¡Qué horror! -exclamó, santiguándose, el dominico.

-Escucha -prosiguió la endemoniada-. No ignoras que en el mundo fui mujer de calidad, ensalzada por linda, respetada por noble, codiciada por rica, aplaudida por discreta. Estas prendas me atrajeron rondadores y galanes; pero ninguno supo hacer que yo pagase sus finezas. Pasaron por delante de mis rejas o de mi estrado y los desdeñé, porque mi alma, que se remontaba muy alto, aspiraba, secretamente, a algo más grande, a un príncipe, a un monarca, a un ser extraordinario, desconocido y superior. Sucedió que una prima hermana mía, que acababa de vestir el sayal de las carmelitas y a quien yo solía visitar en su reja, comenzó a hablarme exaltadamente de sus nupcias con Jesús, de los éxtasis y deliquios que gozaba en brazos de su celestial Esposo y de lo despreciables que parecen, en cotejo de tan divinos regalos, los amoríos y las aventuras de la tierra. Estos coloquios me trastornaron y emprendí una vida de devoción y de mortificaciones que hizo creer a todos, y a mí la primera, que sentía una vocación monástica firme e irresistible. Mientras tanto, en mi interior yo me despedazaba de congoja, de inquietud y de tedio, y un día, en un arranque de sinceridad, dije a mi prima la monja: «Ya no te envidio. Soy demasiado altanera para envidiar un Esposo que con infinitas esposas habrás de repartir. Ahora mismo, en centenares de claustros y en miles de celdas, tu desposado visita a otras mujeres. Desprecio lo que no es sólo mío.»

-¡Diabólica soberbia! -gimió el fraile-. ¡Era el tentador quien te sugería esa locura!

-Aquella noche -prosiguió Dorotea-, estando yo a punto de recogerme y habiendo soltado ya de la redecilla la mata de pelo, he aquí que se me aparece…

-¿Un monstruo horrendo?

-Un mancebo pálido y triste, pero hermoso, muy hermoso.

-¿Con olor a azufre? ¿Con pezuña hendida?

-No; con un cerco de luz rojiza alrededor de la rizada melena rubia.

-¡Virgen santa! Era, sin duda, un íncubo.

-¿Un íncubo? -repitió, sorprendida, Dorotea.

-Así llamamos al demonio cuando toma bella forma de varón para manchar y escarnecer a una mujer desdichada como tú.

-No se trata de escarnecer ni de manchar, pues el aparecido y yo entretuvimos la noche conversando castamente. Refiriome su historia punto por punto, y supe que era un gran príncipe, arrojado de los reinos de su padre por un instante de rebeldía, y que mientras a su padre todos le ensalzan y pronuncian su nombre con adoración, del hijo rebelde abominan y maldicen. Cuando supe que nadie le quería, cuando comprendí su desventura inmensa empecé a sentir que le quería yo y a soñar que mi amor le compensase todo cuanto había perdido, hasta los reinos de la gloria. Al amanecer se fue, pero volvió a la noche siguiente, trayendo un botecillo de un ungüento, con el cual me frotó las plantas de los pies y las palmas de las manos, y salí volando por el ventanillo. Cruzamos espacios inmensos, y abatiéndonos a tierra entramos en unas cuevas muy profundas, abiertas en el seno de altas montañas, y cuyo techo parecía de diamantes. Allí se apiñaba una muchedumbre inmensa, que reconocía la autoridad de mi señor, y bullía al pie de su trono una hueste de mujeres hermosísimas, cortesanas, reinas o diosas, desde la rubia Venus y la morena Cleopatra hasta la insaciable Mesalina y la suicida Lucrecia. Y como yo sintiese en el corazón la mordedura de los celos vi que las apartaba indiferente, sin mirarlas, y oí que decía: «No temas; yo no soy como el «Otro», yo no me reparto… Te pertenezco, Dorotea, pero tú también me perteneces a mí en vida y muerte». Cada noche, al dar las doce, le esperé y le acompañé, y fui venturosa.

-¡No llames ventura a las infames torpezas en que te encenegaba el enemigo de Dios! -protestó el dominico.

-¡Si no he cometido torpeza alguna! -respondió altivamente Dorotea-. Lo primero en que convinimos él y yo fue en que nuestro cariño sería el de dos espíritus, y mantuvimos el pacto. Mi señor tuvo a menos sujetarme con las cadenas de la materia, y cifró su orgullo en poseer mi alma, y nada más que mi alma, por voluntad mía. Mil veces me ha repetido que gracias a mí, puede alabarse de un triunfo que sólo a Dios parecía reservado: el de ser querido espiritualmente, sin mancha de concupiscencia. En cambio, yo sé que no tengo rivales, y que soy el único bien de mi señor. Nada me importa el vilipendio ni el tormento que me han dado. La muerte, la deseo. Cuanto antes enciendan el brasero para mí, más pronto me reuniré con «él».

Y volviendo la espalda al fraile, la posesa ocultó el rostro en la esquina de la pared resuelta a no decir otra palabra.

Cuando salió el dominico de la prisión de la relapsa empedernida, sollozó, besando el Crucifijo pendiente de su grueso rosario:

-¡Cómo permites, Jesús mío, que te parodie Satanás!

FIN



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