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Sobre la poesía clásica y la poesía romántica


Alexandr Puchkin

Nuestros críticos aún no se han puesto de acuerdo sobre la definición más clara de las diferencias que se dan entre los géneros clásico y romántico. El concepto que de esta materia tenemos lo debemos a los críticos franceses, quienes ordinariamente atribuyen al romanticismo todo lo que les parece que se puede distinguir por el sello del espíritu soñador y la ideología germana, o lo basado en los prejuicios y las tradiciones populares. Esta definición es imprecisa. Un poema puede tener todas estas características y, sin embargo, pertenecer al género clásico.

Si en vez de tomar en cuenta la forma del poema únicamente tomáramos en consideración el espíritu con el que fue escrito nunca nos libraríamos de las definiciones confusas. Un himno de J.J. Rousseau obviamente se diferencia por su espíritu de una oda de Píndaro; una sátira de Juvenal de una de Horacio; la jerusalén libertada de la Eneida y no obstante todas estas obras pertenecen al género clásico.

A este género también deben atribuirse los poemas cuyas formas conocieron los griegos y los romanos, o cuyos modelos nos legaron. Por lo tanto a este género pertenece la epopeya, el poema didáctico, la tragedia, la comedia, la oda, la sátira, la epístola, la heroida, la égloga, la elegía, el epigrama y la fábula.

¿Cuáles son, entonces, los poemas que deben considerarse como pertenecientes a la poesía romántica? Los que no fueron conocidos por los antiguos y aquellos en los que las formas antiguas cambiaron o fueron sustituidas por otras.

No me parece necesario hablar acerca de la poesía de los griegos y romanos: todo europeo con cultura debe tener una idea suficientemente amplia de las creaciones inmortales de la antigüedad majestuosa. Veremos, en cambio, el origen y el desarrollo progresivo de la poesía de pueblos más modernos.

El imperio (romano) occidental se acercaba rápidamente a su fin, y con él al de la ciencia, la literatura y el arte. Finalmente se acabó; la cultura se apagó. La ignorancia oscureció a la ensangrentada Europa. Con dificultad se salvó el alfabeto latino; entre el polvo de las bibliotecas de los monasterios los monjes raspaban de los pergaminos de Lucrecio y de Virgilio y escribían en su lugar sus crónicas y leyendas.

La poesía despertó bajo el cielo de la Francia meridional: la rima surgió en la lengua romance; este nuevo embellecimiento del verso, que a primera vista podía tener muy poco significado, tuvo una influencia importante en la literatura de los pueblos modernos. El oído se alegró con la duplicación de los sonidos, pues una dificultad vencida siempre trae alegría y el amor a lo medido y a lo consonante es algo propio de la inteligencia humana. Los trovadores jugaban con la rima inventando todos los cambios posibles en los versos, imaginando las formas más complicadas. Aparecieron así el virelat, la balada, el ronde, el soneto y otras formas.

Ahí surgió la obligada tirantez de la expresión, cierta afectación que no conocieron los antiguos; un ingenio insignificante reemplazó al sentido, que no puede ser expresado con triolet. Encontramos las huellas más nefastas de esto en los mayores genios de los tiempos modernos.

Pero la inteligencia no se contenta únicamente con los juegos de la armonía; la imaginación precisa de imágenes y relatos. Los trovadores recurrieron a nuevas fuentes de inspiración, cantaron al amor y a la guerra, revivieron las tradiciones populares; y nacieron así el lai, el romance, los fabliaux.

Los conceptos oscuros sobre la tragedia antigua y las festividades eclesiásticas dieron motivo a la creación de los misterios (mystéres). Casi todos fueron escritos de acuerdo con un mismo modelo y dentro de las mismas reglas pero, desgraciadamente, en esa época no surgió un Aristóteles que estableciera las leyes absolutas de la dramaturgia mística.

Dos circunstancias tuvieron una influencia decisiva en el espíritu de la poesía europea: la invasión de los moros y las cruzadas.

Los moros le infundieron a la poesía el frenesí y la ternura del amor, el gusto por lo prodigioso y la magnífica elocuencia de Oriente; los caballeros andantes le transmitieron su fervor religioso, su ingenuidad y sus conceptos sobre el heroísmo y la libertad de costumbres de los campamentos de Godofredo (de Bouillon) y de Ricardo (Corazón de León).

Ese fue el apacible comienzo de la poesía romántica. Si se hubiera detenido en estas experiencias, los juicios severos de los críticos franceses serían justos, pero sus ramas florecieron rápida y magníficamente y ahora la poesía romántica se nos presenta como un rival de la antigua musa.

Italia se apropió de la epopeya; la España semiafricana se apoderó de la tragedia y de la novela; Inglaterra, ante nombres como los de Dante, Ariosto y Calderón presentó los nombres de Spencer, Milton y Shakespeare. En Alemania (lo que es bastante extraño) destacó la nueva sátira, mordaz y graciosa, cuyo ejemplo más importante es Reineke el Zorro.

En Francia la poesía estaba aún en su primera infancia. La prosa tenía un peso mayor: M. Montaigne y Rabelais eran contemporáneos de Marot.

En Italia y España la poesía popular existía desde antes de la aparición de sus genios. Estos fueron por un camino que ya había sido abierto. Hubo poemas anteriores al Orlando de Ariosto y tragedias previas a las creaciones de Lope de Vega y Calderón.

En Francia, la Ilustración encontró a la poesía en plena niñez, yendo sin dirección y sin fuerza alguna. Las mentes cultas del siglo de Luis XIV despreciaban, con justicia, la insignificancia de la poesía y volvían a los modelos antiguos. Boileau promulgó su Corán y las letras francesas se sometieron a él.

Esta falsa poesía clásica que fue creada en el vestíbulo y nunca llegó más allá del salón no pudo deshacerse de ciertos hábitos congénitos, y descubrimos en ella la afectación romántica disfrazada de severas formas clásicas.

P.S. No debe pensarse, sin embargo, que Francia no tenga ninguna obra maestra de la poesía romántica pura. Las fábulas de Lafontaine, los cuentos de Voltaire y La doncella de Orléans de este último llevan el sello de esta poesía. Y no hablo, por supuesto, de las múltiples imitaciones de La doncella, que son en su mayoría mediocres, pues es más fácil superar a los genios en el olvido de todo decoro que en la dignidad poética.

FIN


1825


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