Casa digital del escritor Luis López Nieves


Recibe gratis un cuento clásico semanal por correo electrónico

Tratado sobre la tolerancia

[Tratado - Texto completo.]

Voltaire

Con ocasión de la muerte de Jean Calas (1763)

 

CAPÍTULO PRIMERO

Historia resumida de la muerte de Jean Calas

 

El asesinato de Calas, cometido en Toulouse con la espada de la justicia, el 9 de marzo de 1762, es uno de los aconteci­mientos más singulares que merecen la atención de nuestra época y de la posteridad. Se olvida con facilidad aquella multi­tud de muertos que perecieron en batallas sin cuento, no sólo porque es fatalidad inevitable de la guerra, sino porque los que mueren por la suerte de las armas podían también dar muerte a sus enemigos y no caían sin defenderse. Allí donde el peligro y la ventaja son iguales, cesa el asombro e incluso la misma com­pasión se debilita; pero si un padre de familia inocente es pues­to en manos del error, o de la pasión, o del fanatismo; si el acu­sado no tiene más defensa que su virtud; si los árbitros de su vida no corren otro riesgo al degollarlo que el de equivocarse; si pueden matar impunemente con una sentencia, entonces se levanta el clamor público, cada uno teme por sí mismo, se ve que nadie tiene seguridad de su vida ante un tribunal creado para velar por la vida de los ciudadanos y todas las voces se unen para pedir venganza.

Se trataba, en este extraño caso, de religión, de suicidio, de parricidio; se trataba de saber si un padre y una madre habían estrangulado a su hijo para agradar a Dios, si un hermano había estrangulado a su hermano, si un amigo había estrangulado a su amigo, y si los jueces tenían que reprocharse haber hecho morir por el suplicio de la rueda a un padre inocente, o haber perdo­nado a una madre, a un hermano, o a un amigo culpables.

Jean Calas, de sesenta y ocho años de edad, ejercía la pro­fesión de comerciante en Toulouse desde hacía más de cuaren­ta años y era considerado por todos los que vivieron con él como un buen padre. Era protestante, lo mismo que su mujer y todos sus hijos, excepto uno, que había abjurado de la herejía y al que el padre pasaba una pequeña pensión. Parecía tan alejado de ese absurdo fanatismo que rompe con todos los lazos de la sociedad, que había aprobado la conversión de su hijo Louis Calas y tenía además desde hacía treinta años en su casa una sir­viente católica ferviente que había criado a todos sus hijos.

Uno de los hijos de Jean Calas, llamado Marc-Antoine, era hombre de letras: estaba considerado como espíritu inquieto, sombrío y violento. Dicho joven, al no poder triunfar ni entrar en el negocio, para lo que no estaba dotado, ni obtener el título de abogado, porque se necesitaban certificados de catolicidad que no pudo conseguir, decidió poner fin a su vida y dejó enten­der que tenía este propósito a uno de sus amigos; se confirmó en esta resolución por la lectura de todo lo que se ha escrito en el mundo sobre el suicidio.

Finalmente, un día en que había perdido su dinero al juego, lo escogió para realizar su propósito. Un amigo de su familia y también suyo, llamado Lavaisse, joven de diecinueve años, cono­cido por el candor y la dulzura de sus costumbres, hijo de un abogado célebre de Toulouse, había llegado de Burdeos la vís­pera [el 12 de octubre de 1761j: cenó por casualidad en casa de los Calas. El padre, la madre, Marc-Antoine su hijo mayor, Pie­rre, el segundo, comieron juntos. Después de la cena se retiraron a una pequeña sala: Marc-Antoine desapareció; finalmente, cuando el joven Lavaisse quiso marcharse, bajaron Pierre Calas y él y encontraron abajo, junto al almacén, a Marc-Antoine en camisa, colgado de una puerta, y su traje plegado sobre el mos­trador; la camisa no estaba arrugada; tenía el pelo bien peinado; no tenía en el cuerpo ninguna herida, ninguna magulladura.

Pasamos aquí por alto todos los detalles de que los aboga­dos han dado cuenta: no describiremos el dolor y la desespera­ción del padre y la madre: sus gritos fueron oídos por los veci­nos. Lavaisse y Pierre Calas, fuera de sí, corrieron en busca de los cirujanos y la justicia.

Mientras cumplían con este deber, mientras el padre y la madre sollozaban y derramaban lágrimas, el pueblo de Toulouse se agolpó ante la casa. Este pueblo es supersticioso y violento; considera como monstruos a sus hermanos si no son de su misma religión. Fue en Toulouse donde se dieron gracias solemnemente a Dios por la muerte de Enrique III y donde se hizo el juramen­to de degollar al primero que hablase de reconocer al gran, al buen Enrique IV. Esta ciudad celebra todavía todos los años, con una procesión y fuegos artificiales, el día en que dio muerte a cua­tro mil ciudadanos heréticos, hace dos siglos. En vano seis dispo­siciones del consejo han prohibido esta odiosa fiesta, los tolosanos la han celebrado siempre, lo mismo que los juegos florales.

Algún fanático de entre el populacho gritó que Jean Calas había ahorcado a su propio hijo Marc-Antoine. Este grito, repe­tido, se hizo unánime en un momento; otros añadieron que el muerto debía abjurar al día siguiente; que su familia y el joven Lavaisse le habían estrangulado por odio a la religión católica: un momento después ya nadie dudó de ello; toda la ciudad estuvo persuadida de que es un punto de religión entre los pro­testantes el que un padre y una madre deban asesinar a su hijo en cuanto éste quiera convertirse.

Una vez caldeados los ánimos, ya no se contuvieron. Se imaginó que los protestantes del Languedoc se habían reunido la víspera; que habían escogido, por mayoría de votos, un ver­dugo de la secta; que la elección había recaído sobre el joven Lavaisse; que este joven, en veinticuatro horas, había recibido la noticia de su elección y había llegado de Burdeos para ayudar a Jean Calas, a su mujer y a su hijo Pierre, a estrangular a un amigo, a un hijo, a un hermano.

El señor David, magistrado de Toulouse, excitado por estos rumores y queriendo hacerse valer por la rapidez de la eje­cución, empleó un procedimiento contrario a las reglas y orde­nanzas. La familia Calas, la sirviente católica, Lavaisse, fueron encarcelados.

Se publicó un monitorio no menos vicioso que el procedi­miento. Se llegó más lejos: Marc-Antoine Calas había muerto calvinista y, si había atentado contra su propia vida, debía ser arrastrado por el lodo; fue inhumado con la mayor pompa en la iglesia de San Esteban, a pesar del cura, que protestaba contra esta profanación.

Hay en el Languedoc cuatro cofradías de penitentes, la blanca, la azul, la gris y la negra. Los cofrades llevan un largo capuchón con un antifaz de paño con dos agujeros para poder ver: quisieron obligar al señor duque de Fitz-James, comandan­te de la provincia, a entrar en su cofradía, pero él se negó. Los cofrades blancos hicieron a Marc-Antoine Calas un funeral solemne, como a un mártir. Jamás Iglesia alguna celebró la fies­ta de un mártir verdadero con más pompa; pero aquella pompa fue terrible. Se había colgado sobre un magnífico catafalco un esqueleto al que se imprimía movimiento y que representaba a Marc-Antoine Calas llevando en una mano una palma y en la otra la pluma con que debía firmar la abjuración de la herejía y que escribía, en realidad, la sentencia de muerte de su padre.

Entonces ya no le faltó al desgraciado que había atentado contra su vida más que la canonización: todo el pueblo lo mira­ba como un santo; algunos le invocaban, otros iban a rezar sobre su tumba, otros le pedían milagros, otros contaban los que había hecho. Un fraile le arrancó algunos dientes para tener reliquias duraderas. Una beata, algo sorda, dijo que había oído un repicar de campanas. Un cura apoplético fue curado después de haber tomado un emético. Se levantó acta de aquellos prodigios. El que escribe este relato posee una atestación de que un joven de Toulouse se volvió loco después de haber rezado varias noches sobre la tumba del nuevo santo sin obtener el milagro que imploraba.

Algunos magistrados eran de la cofradía de los penitentes blancos. Esta circunstancia hacía inevitable la muerte de Jean Calas.

Lo que sobre todo preparó su suplicio fue la proximidad de esa fiesta que los tolosanos celebran todos los años en con­memoración de una matanza de cuatro mil hugonotes; el año 1762 era el año centenario. Se levantaba en la ciudad el tinglado para esta solemnidad; aquello inflamaba más aún la imagina­ción ya caldeada del pueblo; se decía públicamente que el patí­bulo en que Jean Calas sufriría el suplicio de la rueda constitui­ría el mayor ornato de la fiesta; se decía que la Providencia traía ella misma aquellas víctimas para ser sacrificadas a nuestra santa religión. Veinte personas han oído este discurso y otros aún más violentos. ¡Y esto en nuestros días! ¡Y en una época en que la filosofía ha hecho tantos progresos! ¡Y en un momento en que cien academias escriben para inspirar mansedumbre en las costumbres! Parece que el fanatismo, indignado desde hace poco por los éxitos de la razón, se debate bajo ella con más rabia.

Trece jueces se reunieron diariamente para sustanciar el proceso. No se tenía, no se podía tener prueba alguna contra la familia; pero la religión engañada hacía veces de prueba. Seis jueces persistieron mucho tiempo en condenar a Jean Calas, a su hijo y a Lavaisse al suplicio de la rueda, y a la mujer de Jean Calas a la hoguera. Otros siete más moderados querían que por lo menos se reflexionase. Uno de los jueces, convencido de la inocencia de los acusados y de la imposibilidad del crimen, habló vivamente en su favor; opuso el celo del humanitarismo al celo de la severidad; se convirtió en el abogado público de los Calas en todos los hogares de Toulouse, donde los gritos conti­nuos de la religión equivocada reclamaban la sangre de aquellos desgraciados. Otro juez, conocido por su violencia, hablaba en la ciudad con tanto arrebato contra los Calas como el primero mostraba entusiasmo en defenderlos. Finalmente el escándalo fue tan fuerte que uno y otro tuvieron que declararse incompe­tentes; se retiraron al campo.

Pero por una extraña desgracia, el juez favorable a los Calas tuvo la delicadeza de persistir en su recusación, mientras que el otro regresó a la ciudad para dar su voto contra aquellos que debía juzgar; fue este voto el que decidió la condena al suplicio de la rueda, ya que sólo hubo ocho votos contra cinco, después de que uno de los seis jueces opuestos a la sentencia se pasó finalmente, tras muchas discusiones, al partido más impla­cable.

Parece que, cuando se trata de un parricidio y de condenar a un padre de familia al más espantoso suplicio, el juicio debe­ría ser unánime, porque las pruebas de un crimen tan inaudito deberían ser una evidencia perceptible para todo el mundo: la menor duda en un caso semejante debe bastar para hacer tem­blar la mano de un juez que se dispone a firmar una sentencia de muerte. La debilidad de nuestra razón y la insuficiencia de nuestras leyes se dejan notar todos los días, pero, ¿en qué oca­sión se descubre mejor su defectuosidad que cuando la prepon­derancia de un solo voto hace morir en el suplicio de la rueda a un ciudadano? En Atenas se necesitaba una mayoría de cin­cuenta votos para osar dictar una sentencia de muerte. ¿Qué se deduce de esto? Que sabemos, muy inútilmente, que los griegos eran más sensatos y más humanos que nosotros.

Parecía imposible que Jean Calas, anciano de sesenta y ocho años, que tenía desde hacía tiempo las piernas hinchadas y débiles, hubiese estrangulado y ahorcado él solo a un hijo de veintiocho años, de una fuerza superior a la corriente; era abso­lutamente preciso que hubiese sido ayudado en esta ejecución por su mujer, por su hijo Pierre Calas, por Lavaisse y por la cria­da. No se habían separado un solo momento la noche de aque­lla fatal aventura. Pero esta suposición era también tan absurda como la otra: porque, ¿cómo una sirviente que era fervorosa católica habría podido tolerar que unos hugonotes asesinasen a un joven criado por ella para castigarle de amar la religión de aquella misma sirviente? ¿Cómo Lavaisse habría venido expre­samente de Burdeos para estrangular a su amigo, de quien igno­raba la pretendida conversión? ¿Cómo una madre amante habría puesto las manos sobre su hijo? ¿Cómo todos juntos habrían podido estrangular a un joven tan robusto como todos ellos, sin un combate largo y violento, sin gritos espantosos que habrían alertado a toda la vecindad, sin golpes repetidos, sin magulladuras, sin ropas desgarradas?

Era evidente que, si se había podido cometer el parricidio, todos los acusados eran igualmente culpables, porque no se habían separado ni un momento; era evidente que no lo eran; era evidente que el padre solo no podía serlo; y, sin embargo, la sentencia condenó sólo a este padre a expirar en la rueda.

El motivo de la sentencia era tan inconcebible como todo lo demás. Los jueces que estaban decididos a condenar al supli­cio a Jean Calas persuadieron a los otros de que aquel débil anciano no podría resistir el tormento y que, bajo los golpes de sus verdugos, confesaría su crimen y el de sus cómplices. Que­daron confundidos cuando aquel anciano, al morir en la rueda, tomó a Dios por testigo de su inocencia y le conjuró a que per­donase a sus jueces.

Se vieron obligados a dictar una segunda sentencia, que se contradecía con la primera, poniendo en libertad a la madre, a su hijo Pierre, al joven Lavaisse y a la criada; pero al hacerles notar uno de los consejeros que aquella sentencia desmentía a la otra, que se condenaban ellos mismos, que habiendo estado siempre juntos todos los acusados en el momento en que se suponía haberse cometido el parricidio, la liberación de todos los sobrevivientes demostraba indefectiblemente la inocencia del padre de familia ejecutado, tomaron entonces el partido de desterrar a Pierre Calas, su hijo. Este destierro parecía tan incon­secuente, tan absurdo como todo lo demás: porque Pierre Calas era culpable o inocente del parricidio; si era culpable había que condenarle a la rueda, como a su padre; si era inocente, no debía ser desterrado. Pero los jueces, asustados del suplicio del padre y de la enternecedora piedad con que había muerto, pensaron salvar su honor haciendo creer que concedían la gracia al hijo, como si el perdonarle no hubiese sido una nueva prevaricación; y creyeron que el destierro de aquel joven, pobre y sin apoyo, al carecer de consecuencias, no era una gran injusticia, después de la que habían tenido la desgracia de cometer.

Se empezó por amenazar a Pierre Calas, en su celda, con tratarle como a su padre si no abjuraba de su religión. Esto es lo que atestigua este joven bajo juramento.

Pierre Calas, al salir de la ciudad, encontró a un cura dedi­cado a hacer conversiones que le hizo volver a Toulouse; fue encerrado en un convento de dominicos y allí se le obligó a practicar todos los ritos del catolicismo: era en parte lo que se quería, era el precio de la sangre de su padre; y la religión, a la que se había creído vengar, parecía satisfecha.

Le fueron quitadas las hijas a la madre, encerrándolas en un convento. Esta mujer, casi regada por la sangre de su marido, que había tenido a su hijo mayor muerto entre los brazos, vien­do al otro desterrado, privada de sus hijas, despojada de todos sus bienes, se encontraba sola en el mundo, sin pan, sin espe­ranza, muriendo de los excesos de su desgracia. Algunas perso­nas, después de un meditado examen de todas las circunstancias de aquella horrible aventura, quedaron tan impresionados que presionaron a la viuda Calas, retirada en su soledad, para que osase acudir en demanda de justicia a los pies del trono. En aquellos momentos aquella mujer no podía tenerse en pie, se extinguía; y además, habiendo nacido inglesa, trasplantada a una provincia de Francia desde su juventud, el mero nombre de la ciudad de París le espantaba. Imaginaba que la capital del reino debía ser aún más bárbara que la del Languedoc. Final­mente, el deber de vengar la memoria de su marido pudo más que su debilidad. Llegó a París a punto de expirar. Quedó asom­brada al verse acogida, al encontrar socorros y lágrimas.

En París la razón puede más que el fanatismo, por grande que éste pueda ser, mientras que en provincias el fanatismo domina siempre a la razón.

El señor de Beaumont, célebre abogado del parlamento de París, tomó primero su defensa y redactó una consulta que fue firmada por quince abogados. El señor Loiseau, no menos elo­cuente, compuso un memorial en favor de la familia. El señor Mariette, abogado del tribunal, escribió un recurso jurídico que llevó la convicción a todas las mentes.

Estos tres generosos defensores de las leyes y la inocencia renunciaron en favor de la viuda al beneficio de las ediciones de sus alegatos. París y Europa entera se conmovieron y pidieron justicia juntamente con aquella mujer infortunada. La sentencia fue pronunciada por todo el público mucho antes de que pudie­ra ser dictada por el tribunal.

La compasión penetró hasta el ministerio, a pesar del inin­terrumpido torrente de los negocios, que a menudo excluye la piedad y, a pesar de la costumbre de ver desgraciados, que puede endurecer aún más el corazón. Las hijas fueron devueltas a la madre. Se vio a las tres, cubiertas de crespón y bañadas en lágrimas, haciéndolas verter a sus jueces.

Pero esta familia tuvo todavía algunos enemigos, porque se trataba de religión. Varias personas, que llaman en Francia devotas, dijeron con altivez que era preferible someter al tor­mento de la rueda a un viejo calvinista inocente que exponer a ocho consejeros del Languedoc a reconocer que se habían equi­vocado: se utilizó incluso esta expresión: «Hay más magistrados que Calas»; y se infería de esto que la familia Calas debía ser inmolada en honor a la magistratura. No se pensaba que el honor de los jueces consiste, como el de los demás hombres, en reparar sus faltas. No se cree en Francia que el papa, asistido de sus cardenales, sea infalible: se podría creer igualmente que ocho jueces de Toulouse tampoco lo son. Todo el resto de la gente sensata y desinteresada decía que la sentencia de Toulou­se sería anulada en toda Europa aunque consideraciones parti­culares impedirían la casación en el tribunal.

Éste era el estado de esta asombrosa aventura, cuando ha hecho nacer en la mente de personas imparciales, pero sensi­bles, el designio de presentar al público algunas reflexiones sobre la tolerancia, sobre la indulgencia, sobre la conmiseración, que el padre Hauteville llama dogma monstruoso, en su declama­ción ampulosa y errónea sobre estos hechos, y que la razón llama atributo de la naturaleza.

O bien los jueces de Toulouse, arrastrados por el fanatismo del populacho, han hecho morir en la rueda a un padre de fami­lia inocente, lo que es algo sin ejemplo; o bien este padre de familia y su mujer han estrangulado a su hijo mayor, ayudados en este parricidio por otro hijo y un amigo, cosa que no existe en la naturaleza. En uno u otro caso, el abuso de la religión más santa ha producido un gran crimen. Interesa por lo tanto a la humanidad examinar si la religión debe ser caritativa o bárbara.

 

 

CAPÍTULO II

Consecuencias del suplicio de Jean Calas

 

Si los penitentes blancos fueron la causa del suplicio de un inocente, de la ruina de una familia, de su dispersión y del opro­bio que sólo debería recaer sobre la injusticia, pero que recae sobre el suplicio; si esta precipitación de los penitentes blancos en feste­jar como a un santo a aquel que hubiera debido ser arrastrado por el fango, según nuestras bárbaras costumbres, ha hecho morir en la rueda a un padre de familia virtuoso; esta desgracia debe indu­dablemente convertirlos en penitentes para el resto de sus vidas; ellos y los jueces deben llorar, pero no revestidos de un largo hábi­to blanco y con un antifaz en la cara que ocultaría sus lágrimas.

Todas las cofradías merecen respeto: son edificantes; pero por muy grande que sea el bien que hagan al Estado, ¿iguala a ese mal que han causado? Parecían instituidas por el celo que anima en el Languedoc a los católicos contra aquellos a los que llamamos hugonotes. Se diría que hemos hecho voto de odiar a nuestros hermanos, ya que no somos capaces de amar y soco­rrer. ¿Y qué sucedería si estas cofradías estuviesen regidas por entusiastas, como lo han sido en otros tiempos algunas congre­gaciones de artesanos y consejeros del parlamento, entre los cuales se reducía a arte y sistema la costumbre de tener visiones, como dice uno de nuestros más elocuentes y sabios magistra­dos? ¿Qué sería si se estableciesen en las cofradías aquellas cámaras oscuras llamadas maras de meditación, en las que se hacía pintar diablos provistos de cuernos y garras, mares de lla­mas, cruces y puñales, con el santo nombre de Jesús sobre todo ello? ¡Qué espectáculo para unos ojos ya fascinados y para unas imaginaciones tan inflamadas y sometidas a sus directores!

Ha habido épocas, de sobra se sabe, en que las cofradías han sido peligrosas. Los «hermanitos», los flagelantes, han origi­nado disturbios. La Liga empezó por esas asociaciones. ¿Por qué distinguirse así de los demás ciudadanos? ¿Se consideraban más perfectos? Eso mismo constituye un insulto al resto de la nación. ¿Se pretendía que todos los cristianos entrasen en la cofradía? ¡Qué hermoso espectáculo ofrecería toda Europa con capuchón y antifaz con dos pequeños agujeros redondos ante los ojos! ¿Se cree de buena fe que Dios prefiere este indumento a una chupa? Aún hay más: este hábito es un uniforme de controversistas que advierte a los adversarios que preparen sus armas; puede pro­vocar una especie de guerra civil en los espíritus, la cual acaba­ría tal vez causando funestos excesos si el rey y sus ministros no fuesen tan sensatos como insensatos son los fanáticos.

De sobra se sabe todo lo que ha costado desde que los cris­tianos disputan sobre el dogma: ha corrido la sangre, ya sea en los patíbulos ya en los campos de batalla, desde el siglo IV hasta nuestros días. Limitémonos aquí a las guerras y a los horrores que las querellas de la Reforma han provocado y veamos cuál ha sido su fuente en Francia. Tal vez un cuadro resumido y fiel de tantas calamidades abrirá los ojos a algunas personas poco instruidas y conmoverá los corazones rectos.

 

 

CAPÍTULO III

Idea de la Reforma del siglo XVI

 

Cuando con el renacimiento de las letras las mentes empe­zaron a instruirse, se produjeron generalmente quejas contra los abusos; todo el mundo reconoce que esta queja era legítima.

El papa Alejandro VI había comprado públicamente la tiara y sus cinco bastardos compartían sus beneficios. Su hijo, el cardenal duque de Borgia, hizo morir, de acuerdo con su padre el papa, a los Vitelli, los Urbino, los Gravina, los Oliveretto y otros cien señores, para apoderarse de sus posesiones. Julio II, animado del mismo espíritu, excomulgó a Luis XII, dando su reino al primer ocupante; y él mismo, casco en cabeza y coraza al torso, arrasó a sangre y fuego una parte de Italia. León X, para pagar sus placeres, traficó con las indulgencias lo mismo que se venden géneros en un mercado público. Los que se alzaron con­tra tanto bandidaje no tenían por lo menos ninguna falta que reprocharse en cuanto a moral. Veamos si tenían algo que repro­charnos a nosotros en política.

Decían que como Jesucristo jamás exigió anatas ni reser­vas, ni vendió dispensas para este mundo ni indulgencias para el otro, era posible dispensarse de pagar el precio de todas aque­llas cosas a un príncipe extranjero. Considerando que las anatas, los procesos ante el tribunal de Roma y las dispensas que toda­vía subsisten hoy no nos costasen más que quinientos mil fran­cos al año, está claro que hemos pagado desde Francisco I, en doscientos cincuenta años, ciento veinticinco millones; y eva­luando los diversos precios del marco de plata, esta suma equi­vale a unos doscientos cincuenta millones de hoy. Se puede, por lo tanto, reconocer sin blasfemia, que los heréticos, al proceder a la abolición de estos singulares impuestos de que se asombra­rá la posteridad, no causaban con ello un gran daño al reino y eran más bien buenos calculadores que malos súbditos. Añada­mos que eran los únicos que sabían la lengua griega y conocían la antigüedad. No disimulemos tampoco que, a pesar de sus errores, les debemos el desarrollo del espíritu humano, largo tiempo enterrado bajo la más densa barbarie.

Pero como negaban el purgatorio, del que no se debe dudar y que además producía mucho a los frailes; como no veneraban las reliquias que se deben venerar, pero que produ­cían todavía más; finalmente, como atacaban dogmas muy res­petados, no se les respondió al principio más que haciéndolos quemar. El rey, que los protegía y pagaba en Alemania, fue en París a la cabeza de una procesión, al final de la cual fueron eje­cutados varios de aquellos desgraciados; y he aquí en qué con­sistía aquella ejecución. Se les colgaba al extremo de una larga viga colocada haciendo báscula en lo alto de un árbol en pie; se encendía un gran fuego bajo ellos en el que se les metía y saca­ba alternativamente; experimentaban así gradualmente los tor­mentos de la muerte, hasta que expiraban en el más largo y horrible suplicio que jamás haya inventado la barbarie.

Poco tiempo antes de la muerte de Francisco I, algunos miembros del parlamento de Provenza, animados por ciertos eclesiásticos contra los habitantes de Merindol y Cabrières, pidie­ron al rey tropas para apoyar la ejecución de diecinueve personas de aquella religión condenados por ellos; hicieron degollar a seis mil, sin perdonar sexo, edad, ni infancia; redujeron a cenizas treinta pueblos. Aquellos pueblos, hasta entonces desconocidos, eran culpables, sin duda, de haber nacido valdenses, ésta era su única iniquidad. Estaban establecidos desde hacía trescientos años en desiertos y montañas que habían hecho fértiles con un trabajo increíble. Su vida pastoral y tranquila restituía la inocen­cia atribuida a las primeras edades del mundo. Las ciudades veci­nas no eran conocidas por ellos más que por el comercio de los frutos que iban a venderles, e ignoraban los pleitos y la guerra; no se defendieron: fueron degollados como animales fugitivos a los que se da muerte en una empalizada.

Después de la muerte de Francisco I, príncipe más conoci­do, sin embargo, por sus galanterías y sus desgracias que por sus crueldades, el suplicio de mil heréticos, sobre todo el del consejero del parlamento Dubourg y, finalmente, la matanza de Vassy, sublevaron a los perseguidos, cuya secta se había multi­plicado al resplandor de las hogueras y bajo los hierros de los verdugos; la rabia sucedió a la paciencia; imitaron las cruelda­des de sus enemigos: nueve guerras civiles llenaron a Francia de matanzas; una paz más funesta que la guerra produjo la noche de San Bartolomé, de la que no existía ningún ejemplo en los anales de los crímenes.

La Liga asesinó a Enrique III y a Enrique IV, a manos de un dominico y de un monstruo que había sido monje bernardo. Hay gentes que pretenden que el humanitarismo, la indulgencia y la libertad de conciencia son cosas horribles; pero, de buena fe, ¿habrían producido dichas cosas calamidades comparables?

 

 

 

CAPITULO IV

De si la tolerancia es peligrosa y en qué pueblos está permitida

 

Algunos han dicho que si se tratase con una indulgencia paternal a nuestros hermanos errados, que rezan a Dios en mal francés, sería como ponerles las armas en la mano; que veríamos nuevas batallas de Jarnac, de Moncontour, de Coutras, de Dreux, de Saint-Denis, etc.; es cosa que ignoro porque no soy profeta; pero me parece que no es razonar de manera conse­cuente decir: «Esos hombres se sublevaron cuando se les trata­ba mal; por lo tanto, se sublevarán cuando se les trate bien.»

Me atrevería a tomarme la libertad de invitar a los que se encuentran al frente del gobierno y a aquellos que están desti­nados a ocupar puestos elevados a que se dignasen considerar tras meditado examen si se debe temer, en efecto, que la dulzu­ra produzca las mismas sublevaciones que hace nacer la cruel­dad; si aquello que ha sucedido en determinadas circunstancias debe suceder en otras; si las épocas, la opinión, las costumbres, son siempre las mismas.

Los hugonotes, sin duda, se han embriagado de fanatismo y se han manchado de sangre como nosotros; pero la generación presente ¿es tan bárbara como sus padres? El tiempo, la razón que hace tantos progresos, los buenos libros, la dulzura de la sociedad ¿no han penetrado en aquellos que dirigen el espíritu de esos pueblos? ¿Y no nos apercibimos de que casi toda Euro­pa ha cambiado de cara desde hace unos cincuenta años?

El gobierno se ha fortalecido en todas partes, mientras que las costumbres se han suavizado. La policía general, apoyada por ejércitos numerosos y permanentes, no permite además temer el retorno de aquellos tiempos anárquicos en que unos campesinos calvinistas luchaban contra unos campesinos católi­cos, reclutados a toda prisa entre las siembras y las siegas.

A otros tiempos otros cuidados. Sería absurdo diezmar hoy día la Sorbona porque en otros tiempos presentó un recurso para hacer quemar a la Doncella de Orléans; porque declaró a Enri­que III depuesto del derecho de reinar; porque lo excomulgó; porque proscribió al gran Enrique IV. No buscaremos, sin duda, los demás estamentos del reino que cometieron idénticos excesos en aquellos tiempos frenéticos: eso sería no solamente injusto, sino que supondría una locura semejante a purgar a todos los habitan­tes de Marsella porque tuvieron la peste en 1720.

¿Iremos a saquear Roma, como hicieron las tropas de Car­los V, porque Sixto V, en 1585, concedió nueve años de indul­gencias a todos los franceses que tomasen las armas contra su soberano? ¿Y no es ya bastante impedir que Roma vuelva a cometer jamás excesos semejantes?

El furor que inspiran el espíritu dogmático y el abuso de la religión cristiana mal entendida ha derramado tanta sangre, ha producido tantos desastres en Alemania, en Inglaterra, e inclu­so en Holanda, como en Francia: sin embargo, hoy día, la dife­rencia de religión no causa ningún disturbio en aquellos Esta­dos; el judío, el católico, el griego, el luterano, el calvinista, el anabaptista, el sociniano, el menonita, el moravo, y tantos otros, viven fraternalmente en aquellos países y contribuyen por igual al bienestar de la sociedad.

Ya no se teme en Holanda que las disputas de un Gomar sobre la predestinación motiven la degollación del Gran Pensio­nario. Ya no se teme en Londres que las querellas entre presbi­terianos y episcopalistas acerca de una liturgia o una sobrepelliz derramen la sangre de un rey en un patíbulo. Irlanda, poblada y enriquecida, ya no verá a sus ciudadanos católicos sacrificar a Dios, durante dos meses, a sus ciudadanos protestantes, ente­rrarlos vivos, colgar a las madres de cadalsos, atar a las hijas al cuello de sus madres para verlas expirar juntas; abrir el vientre a las mujeres encintas, extraerles a los hijos a medio formar para echárselos a comer a los cerdos y los perros; poner un puñal en la mano de sus prisioneros atados y guiar su brazo hacia el seno de sus mujeres, de sus padres, de sus madres, de sus hijos, ima­ginando convertirlos en mutuos parricidas y hacer que se con­denen al mismo tiempo que los exterminan a todos. Esto es lo que cuenta Rapin-Thoiras, oficial en Irlanda, casi nuestro con­temporáneo; esto es lo que relatan todos los anales, todas las historias de Inglaterra y que, sin duda, jamás será imitado. La filosofía, la sola filosofía, esa hermana de la religión, ha desar­mado manos que la superstición había ensangrentado tanto tiempo; y la mente humana, al despertar de su ebriedad, se ha asombrado de los excesos a que la había arrastrado el fanatismo.

También nosotros tenemos en Francia una provincia opu­lenta en la que el luteranismo supera al catolicismo. La univer­sidad de Alsacia se halla en manos de luteranos; ocupan una parte de los cargos municipales: jamás la menor disputa religio­sa ha turbado el reposo de esa provincia desde que pertenece a nuestros reyes. ¿Por qué? Porque no se persigue en ella a nadie. No tratéis de forzar los corazones y todos los corazones estarán con vosotros.

Yo no digo que todos aquellos que no siguen la religión del príncipe deban compartir los puestos y los honores de los que per­tenecen a la religión dominante. En Inglaterra, los católicos, con­siderados seguidores del partido del pretendiente, no pueden acceder a los empleos públicos: incluso pagan un impuesto doble; pero gozan por lo demás de todos los derechos de los ciudadanos.

De algunos obispos franceses se ha sospechado que creían que ni por su honor ni por su interés les convenía tener calvi­nistas en sus diócesis y que éste es el mayor obstáculo a la tole­rancia: no puedo creerlo. El cuerpo de los obispos, en Francia, está compuesto por gentes de calidad que piensan y obran con una nobleza digna de su nacimiento; son caritativos y genero­sos, cosa que hay que reconocerles en justicia; deben creer cier­tamente que sus diocesanos fugitivos no se convertirán en los países extranjeros y que, cuando vuelvan con sus pastores, podrán ser instruidos por sus lecciones y conmovidos por sus ejemplos: su honor ganaría al convertirlos, lo temporal no sal­dría perdiendo y cuantos más ciudadanos hubiese más renta­rían las tierras de los prelados.

Un obispo de Varnie, en Polonia, tenía un anabaptista de granjero y un sociniano de recaudador; le propusieron que des­pidiese y persiguiese al uno porque no creía en la consustancia­lidad y al otro porque no bautizaba a su hijo hasta los quince años: respondió que serían condenados para toda la eternidad en el otro mundo, pero que en éste le eran muy necesarios.

Salgamos de nuestra pequeña esfera y examinemos el resto de nuestro globo. El Gran Señor gobierna en paz veinte pueblos de diferentes religiones; doscientos mil griegos viven en seguridad en Constantinopla; el propio muftí nombra y pre­senta al emperador al patriarca griego; se tolera a un patriarca latino. El sultán nombra obispos latinos para algunas islas de Grecia y he aquí la fórmula que emplea: «Le mando que vaya a residir como obispo a la isla de Quío, según su antigua costum­bre y sus vanas ceremonias.» Este imperio está lleno de jacobi­tas, nestorianos, monotelitas; hay coptos, cristianos de San Juan, judíos, guebros, banianos. Los anales turcos no hacen mención de ningún motín provocado por alguna de esas religiones.

Id a la India, a Persia, a Tartaria, veréis en todos esos paí­ses la misma tolerancia y la misma tranquilidad. Pedro el Gran­de ha favorecido todos los cultos en su dilatado imperio; el comercio y la agricultura han salido ganando y el cuerpo políti­co no ha sido perjudicado por ellos.

El gobierno de China no ha adoptado jamás, desde los cua­tro mil años que es conocido, más que el culto de los noaquidas, la adoración simple de un solo Dios; tolera, sin embargo, las supersticiones de Fo y una multitud de bonzos que sería peli­grosa si la prudencia de los tribunales no los hubiera manteni­do siempre a raya.

Es cierto que el gran emperador Yung-Chêng, el más sabio y el más magnánimo que tal vez haya tenido China, ha expulsado a los jesuitas; pero esto no lo hizo por ser intolerante; fue, al contra­rio, porque lo eran los jesuitas. Ellos mismos citan, en sus Cartas curiosas, las palabras que les dijo aquel buen príncipe: «Sé que vuestra religión es intolerante; sé lo que habéis hecho en Manila y en el Japón; habéis engañado a mi padre; no esperéis engañarme a mí.» Léanse todos los razonamientos que se dignó hacerles, se le encontrará el más sabio y el más clemente de los hombres. ¿Podría, en efecto, permitir la permanencia en sus Estados de unos físicos de Europa que, con el pretexto de mostrar unos termóme­tros y unas eolipilas a la corte, habían sublevado ya contra él a uno de los príncipes de la sangre? ¿Y qué habría dicho ese emperador si hubiese leído nuestras historias, si hubiese conocido nuestros tiempos de la Liga y de la conspiración de las pólvoras?

Le bastaba con estar informado de las indecentes querellas de los jesuitas, de los dominicos, de los capuchinos, del clero secular, enviados desde el fin del mundo a sus Estados: venían a predicar la verdad y se anatematizaban unos a otros. El empe­rador no hizo, por tanto, más que expulsar a unos perturbado­res extranjeros: ¡pero con qué bondad los despidió! ¡Qué cuida­dos paternales tuvo con ellos para su viaje y para impedir que les molestasen en el trayecto! Su propio destierro fue un ejem­plo de tolerancia y humanidad.

Los japoneses eran los más tolerantes de todos los hom­bres: doce religiones pacíficas estaban establecidas en su impe­rio; los jesuitas vinieron a ser la decimotercera, pero pronto, al no querer ellos tolerar ninguna otra, ya sabemos lo que sucedió: una guerra civil, no menos horrible que la de la Liga, asoló el país. La religión cristiana fue ahogada en ríos de sangre; los japoneses cerraron su imperio al resto del mundo y nos consi­deraron como bestias feroces, semejantes a aquellas de que los ingleses han limpiado su isla. En vano el ministro Colbert, com­prendiendo la necesidad que tenemos de los japoneses, que para nada nos necesitan a nosotros, intentó establecer un comer­cio con su imperio: los halló inflexibles.

Así pues, nuestro continente entero demuestra que no se debe ni predicar ni ejercer la intolerancia.

Volved los ojos hacia el otro hemisferio; ved la Carolina, de la que el prudente Locke fue legislador: bastan siete padres de familia para establecer un culto público aprobado por la ley; tal libertad no ha hecho surgir ningún desorden. ¡Dios nos libre de mencionar este ejemplo para incitar a Francia a imitarlo! Sólo se cita para hacer ver que el mayor exceso a que pueda llegar la tolerancia no ha sido seguido de la más leve disensión; pero aquello que es muy útil y bueno en una colonia naciente no es conveniente en un viejo reino.

¿Qué diremos de los primitivos que han sido apodados cuáqueros por burla y que, con costumbres tal vez ridículas, han sido tan virtuosos y han enseñado inútilmente la paz al resto de la humanidad? Alcanzan el número de cien mil en Pen­silvania; la discordia, la controversia, son ignoradas en la feliz patria que ellos se han creado y el mero nombre de su ciudad de Filadelfia, que les recuerda en todo momento que los hombres son hermanos, es el ejemplo y la vergüenza de los pueblos que todavía no conocen la tolerancia.

En fin, esta tolerancia no ha provocado jamás una guerra civil; la intolerancia ha cubierto la tierra de matanzas. ¡Júzguese ahora, entre esas dos rivales, entre la madre que quiere que se degüelle a su hijo y la que lo entrega con tal de que viva!

No hablaré aquí más que del interés de las naciones; y res­petando, como debo, la teología, no considero en este artículo más que el bien físico y moral de la sociedad. Suplico a todo lec­tor imparcial que sopese estas verdades, que las certifique, que las extienda. Los lectores atentos, que se comunican sus pensa­mientos, van siempre más lejos que el autor.

 

 

CAPÍTULO V

De cómo la tolerancia puede ser admitida

 

Me atrevo a suponer que un ministro culto y magnánimo, un prelado humanitario y sabio, un príncipe que sabe que su interés consiste en el gran número de sus súbditos y su gloria en la felicidad de éstos, se digna pasar los ojos por este escrito informe y defectuoso; suple su imperfección con sus propias luces; se dice a sí mismo: ¿qué arriesgaría con ver la tierra culti­vada y ornada por un mayor número de manos laboriosas, aumentados los tributos, el Estado más floreciente?

Alemania sería un desierto cubierto por los huesos de los católicos, de los evangelistas, de los reformados, de los ana­baptistas, que se habrían degollado unos a otros, si la paz de Westfalia no hubiese procurado, por fin, la libertad de con­ciencia.

Tenemos judíos en Burdeos, en Metz, en Alsacia; tenemos luteranos, molinistas, jansenistas: ¿no podemos soportar y aceptar la presencia de calvinistas poco más o menos en las mismas condiciones en que los católicos son tolerados en Lon­dres? Cuantas más sectas hay, menos peligrosa es cada una de ellas; la multiplicidad las debilita, todas son reprimidas por leyes justas que prohíben las asambleas tumultuosas, las in­jurias, las sediciones, y que siempre están en vigor por la fuer­za coactiva.

Sabemos que varios cabezas de familia, que han creado grandes fortunas en los países extranjeros, están dispuestos a regresar a su patria; sólo piden la protección de la ley natural, la validez de sus matrimonios, la certeza de la legitimidad de sus hijos, el derecho a heredar de sus padres, la franquicia de sus personas; no piden templos públicos, ni el derecho a ejer­cer cargos municipales, ni a obtener dignidades: los católicos no los tienen en Londres ni en algunos otros países. Ya no se trata de conceder privilegios inmensos, plazas de seguridad a una facción, sino de dejar vivir a un pueblo pacífico, de suavi­zar edictos tal vez en otros tiempos necesarios, pero que ya no lo son. No nos corresponde a nosotros indicar al ministerio lo que puede hacer; basta con implorarle en favor de los infortu­nados.

¡Cuántos medios de hacerlos útiles, de impedir que jamás lleguen a ser peligrosos! La prudencia del ministerio y del con­sejo, apoyada por la fuerza, encontrará muy fácilmente esos medios, que otras naciones emplean con tanta fortuna.

Existen todavía fanáticos entre el populacho calvinista; pero es sabido que hay aún más entre el populacho convulsio­nario. La hez de los insensatos de Saint-Médard está conside­rada como algo sin importancia en la nación, la de los profetas calvinistas ha sido destruida. El gran medio de disminuir el número de maniáticos, si quedan, es someter esta enfermedad del espíritu al régimen de la razón, que lenta, pero infalible­mente, ilumina a los hombres. Esta razón es dulce, es humana, inspira indulgencia, ahoga la discordia, fortalece la virtud, hace amable la obediencia o las leyes, mucho más de lo que la fuerza las impone. ¿Y consideraremos como cosa baladí el ridículo que se atribuye hoy día al entusiasmo por la mayoría de las gentes honorables? Dicho ridículo constituye una pode­rosa barrera contra las extravagancias de todos los sectarios. Los tiempos pasados son como si nunca hubieran existido. Hay que partir siempre del punto en que se está y de aquel a que han llegado las naciones.

Hubo un tiempo en que se creyó obligatorio promulgar decretos contra los que enseñaban una doctrina contraria a las categorías de Aristóteles, al horror al vacío, a las quintaesen­cias y al universal de la parte de la cosa. Tenemos en Europa más de cien volúmenes de jurisprudencia sobre la brujería, y sobre la manera de distinguir los falsos brujos de los verda­deros. La excomunión de los saltamontes y de los insectos noci­vos para las cosechas ha sido empleada profusamente y todavía subsiste en algunos rituales. La costumbre ha caducado; se deja en paz a Aristóteles, a los brujos y a los saltamontes. Los ejem­plos de esas graves locuras, en otros tiempos tan importantes, son incontables: se producen otras de vez en cuando; pero cuan­do han producido su efecto, cuando se está harto de ellas, mue­ren por sí mismas. Si a alguien se le ocurriese hoy día ser carpocrático, o eutiquiano, o monotelita, o monofisita, o nesto­riano, o maniqueo, etc., ¿qué sucedería? Se reirían de él, como de un hombre vestido a la antigua, con gola y jubón.

La nación empezaba a entreabrir los ojos cuando los jesui­tas Le Tellier y Doucin fabricaron la bula Unigenitus que envia­ron a Roma: creyeron estar todavía en aquellos tiempos de igno­rancia en que los pueblos aceptaban sin examen las aserciones más absurdas. Se atrevieron a proscribir esta proposición que es de una verdad universal en todos los casos y en todos los tiem­pos: «El temor a una excomunión injusta no debe impedir el cumplimiento del deber.» Era proscribir la razón, las libertades de la Iglesia galicana y el fundamento de la moral; era decir a los hombres: Dios os ordena que no hagáis nunca vuestro deber, si ello os hace temer la injusticia. Jamás se ha atacado al sentido común más descaradamente. Los consultores de Roma no se dieron cuenta de ello. Se persuadió a la corte de Roma de que aquella bula era necesaria y que la nación la deseaba; fue firma­da, sellada y enviada: conocemos las consecuencias; segura­mente, si se hubieran previsto, se habría suavizado la bula. Las disputas han sido vivas; la prudencia y la bondad del rey las han apaciguado finalmente.

Lo mismo sucede con una gran parte de los puntos que nos dividen de los protestantes; hay algunos que carecen de importancia; hay otros más graves, pero sobre los cuales la furia de la disputa se ha amortiguado tanto que los propios protestantes no predican hoy día la controversia en ninguna de sus iglesias.

Por lo tanto, estos tiempos de desgana, de saciedad, o más bien de razón, son los que podemos aprovechar como época y garantía de tranquilidad pública. La controversia es una enfermedad epidémica que se halla en sus finales, y esa peste, de la que estamos curados, no pide más que un régimen suave. Finalmente, el interés del Estado consiste en que los hijos expatriados vuelvan con modestia a la casa de su padre: el humanitarismo lo pide, la razón lo aconseja y la política no lo puede temer.

 

 

CAPÍTULO VI

De si la intolerancia es de derecho natural y de derecho humano

 

 

El derecho natural es el que la naturaleza indica a todos los hombres. Habéis criado a vuestro hijo, os debe respeto como padre y gratitud como bienhechor. Tenéis derecho a los produc­tos de la tierra que habéis cultivado con vuestras manos. Habéis hecho y habéis recibido una promesa, debe ser cumplida.

El derecho humano no puede estar basado en ningún caso más que sobre este derecho natural; y el gran principio, el prin­cipio universal de uno y otro es, en toda la tierra: «No hagas lo que no quisieras que te hagan.» No se comprende, por lo tanto, según tal principio, que un hombre pueda decir a otro: «Cree lo que yo creo y lo que no puedes creer, o perecerás.» Esto es lo que se dice en Portugal, en España, en Goa. En otros países se contentan con decir efectivamente: «Cree o te aborrezco; cree o te haré todo el daño que pueda; monstruo, no tienes mi religión, por lo tanto no tienes religión: debes inspirar horror a tus veci­nos, a tu ciudad, a tu provincia.»

Si conducirse así fuese de derecho humano, sería preciso que el japonés detestase al chino, el cual execraría al siamés; éste perseguiría a los gangaridas que se abatirían sobre los habitan­tes del Indo; un mogol arrancaría el corazón al primer malabar que encontrase; el malabar podría degollar al persa, que podría asesinar al turco; y todos juntos se arrojarían sobre los cristianos que durante tanto tiempo se han devorado unos a otros.

El derecho de la intolerancia es, por lo tanto, absurdo y bárbaro: es el derecho de los tigres, y es mucho más horrible, porque los tigres sólo matan para comer, y nosotros nos hemos exterminado por unos párrafos.

 

 

CAPÍTULO VII

De si la intolerancia ha sido conocida de los griegos

 

Los pueblos de los que la historia nos ha dejado algunos débiles conocimientos han considerado, todos, sus diferentes religiones como nudos que los unían: era una asociación, tanto entre los dioses como entre los hombres. Cuando un extranjero llegaba a una ciudad, empezaba por adorar a los dioses del país. Jamás se dejó de venerar a los dioses, incluso a los de los ene­migos. Los troyanos elevaban sus plegarias a los dioses que luchaban en favor de los griegos.

Alejandro fue a consultar en los desiertos de Libia al dios Ammon, a quien los griegos dieron el nombre de Zeus y los lati­nos el de Júpiter, aunque tanto unos como otros tuviesen su Júpiter y su Zeus en sus respectivos países. Cuando se sitiaba una ciudad se oraba y se hacía un sacrificio a sus dioses para tenerlos propicios. De esta suerte, aun incluso en la guerra, la religión unía a los hombres y suavizaba a veces sus furores, aun­que otras les ordenase cometer actos inhumanos y terribles.

Tal vez me equivoque; pero me parece que de todos los antiguos pueblos civilizados, ninguno ha puesto trabas a la libertad de pensar. Todos tenían una religión; pero me parece que la usaban con los hombres del mismo modo que con sus dioses: todos reconocían un dios supremo, pero le asociaban una cantidad prodigiosa de divinidades inferiores; sólo tenían un culto, pero permitían una multitud de sistemas particulares.

A los griegos, por ejemplo, por muy religiosos que fuesen, les parecía bien que los epicúreos negasen la Providencia y la existencia del alma. No menciono las otras sectas, todas las cuales ofendían las ideas sanas que se deben tener del Ser Crea­dor y que, todas, eran toleradas.

Sócrates, que fue el que más se aproximó al conocimien­to del Creador, padeció, según se dice, la pena de haber alcan­zado este conocimiento y murió mártir de la Divinidad; es el único hombre al que los griegos hayan hecho morir por sus opi­niones. Si ésta fue, en efecto, la causa de su condena, ello no hace honor a la intolerancia, puesto que sólo se castigó al único que glorificaba a Dios y se honró a todos los que daban las más indignas nociones de la Divinidad. Los enemigos de la toleran­cia no deben, en mi opinión, ampararse en el ejemplo odioso de los jueces de Sócrates.

Es evidente, por otra parte, que fue víctima de un partido furioso animado contra él. Se había creado enemigos irreconci­liables entre los sofistas, los oradores, los poetas, que enseñaban en las escuelas e incluso entre los preceptores que tenían a su cargo a los hijos de las familias distinguidas. Él mismo con­fiesa en su discurso, que nos ha sido transmitido por Platón, que iba de casa en casa demostrando a aquellos preceptores que no eran más que unos ignorantes. Esta conducta no es digna de aquel al que un oráculo había declarado ser el más sabio de los hombres. Se azuzó contra él a un sacerdote y a un consejero de los quinientos, que le acusaron; reconozco que no sé exacta­mente de qué, sólo veo vaguedades en su Apología; se le hace decir en general que se le imputaba inspirar a los jóvenes máxi­mas contra la religión y el gobierno. Así es como proceden siem­pre los calumniadores en el mundo; pero en un tribunal se pre­cisan hechos demostrados, motivos de acusación concretos y detallados: eso es lo que no nos aporta el proceso de Sócrates; sabemos solamente que hubo primeramente doscientos veinte votos a su favor. El tribunal de los quinientos contaba, por lo tanto, con doscientos veinte filósofos: es mucho; dudo que se los encontrara en algún otro sitio. Finalmente, la mayoría votó por la cicuta; pero pensemos también que los atenienses, una vez pasado su apasionamiento, sintieron horror hacia los acusado­res y los jueces; que Melito, el principal autor de esta sentencia, fue condenado a muerte por aquella injusticia; que los demás fueron desterrados y que se edificó un templo a Sócrates. Jamás la filosofía fue tan bien vengada ni tan glorificada. El ejemplo de Sócrates es en el fondo el más terrible argumento que se pueda alegar contra la intolerancia. Los atenienses tenían un altar dedi­cado a los dioses extranjeros, a los dioses que no podían cono­cer. ¿Existe una prueba más fuerte no sólo de indulgencia para con todas las naciones, sino también de respeto hacia sus cultos?

Un hombre honrado, que no es enemigo ni de la razón ni de la literatura, ni de la probidad, ni de la patria, al justificar hace poco la matanza de la noche de San Bartolomé, cita la guerra de los focenses, llamada guerra sagrada, como si esta guerra hubiese sido encendida en favor del culto, del dogma, de los argumentos de la teología; se trataba de saber a quién debía pertenecer un campo: es el motivo de todas las guerras. Unos haces de trigo no son un símbolo de creencia; jamás ciudad griega alguna luchó por opiniones. Por otra parte, ¿qué pretende ese hombre modesto y dulce? ¿Quiere que hagamos una guerra sagrada?

 

 

CAPÍTULO VIII

De si los romanos han sido tolerantes


Entre los antiguos romanos, desde Rómulo hasta los tiem­pos en que los cristianos se disputaron con los sacerdotes del imperio, no veréis un solo hombre perseguido por sus sentí­mientos. Cicerón dudó de todo, Lucrecio lo negó todo; y no se les hizo el más ligero reproche. La licencia llegó tan lejos que Plinio el naturalista empieza su libro negando a Dios y dicien­do que hay uno, que es el sol. Cicerón dice, hablando de los infiernos: «Non est anus tam excors quae credat; no hay ni una vieja imbécil que crea en ellos.» Juvenal dice: «Nec pueri credunt (sáti­ra II, verso 152); los niños no creen en tal cosa.» Se cantaba en el teatro de Roma: Post mortem nihil est, ipsaque mors nihil. «No hay nada después de la muerte, la misma muerte no es nada.» (Séne­ca, Tróade; coro al final del segundo acto.)

Aborrezcamos estas máximas y, todo lo más, perdonémo­selas a un pueblo al que el Evangelio no iluminó; son falsas, son impías; pero saquemos la conclusión de que los romanos eran muy tolerantes, ya que éstas no provocaron jamás la menor pro­testa.

El gran principio del senado y del pueblo romanos era: «Deorum offensae düs curae; sólo a los dioses corresponde ocu­parse de las ofensas hechas a los dioses.» Aquel pueblo rey sólo pensaba en conquistar, en gobernar y civilizar al universo. Han sido nuestros legisladores y nuestros vencedores; y César, que nos dio cadenas, leyes y juegos, jamás quiso obligarnos a trocar nuestros druidas por él, por muy gran pontífice que fuese de una nación que nos dominaba.

Los romanos no profesaban todos los cultos, no daban a todos la sanción pública; pero los permitieron todos. No tuvieron ningún objeto material de culto bajo el reinado de Numa, ni simu­lacros, ni estatuas; no tardaron en erigirlas a los dioses majorum gentium, que les dieron a conocer los griegos. La ley de las doce tablas, Deos peregrinos ne colunto, se reducía a no conceder culto público más que a las divinidades superiores aprobadas por el senado. Isis tuvo un templo en Roma, hasta que Tiberio lo mandó derribar cuando los sacerdotes del mismo, corrompidos por el dinero de Mundo, le hicieron acostarse en el templo, bajo el nom­bre del dios Anubis, con una mujer llamada Paulina. Bien es ver­dad que Josefo es el único que relata esta historia; no era contem­poráneo, pero sí crédulo y propenso a la exageración. Parece poco probable que en una época tan ilustrada como la de Tiberio, una mujer de la más elevada condición hubiese sido lo bastante estú­pida para creer que recibía los favores del dios Anubis.

Pero sea verdadera o falsa esta anécdota, lo que hay de cierto es que la superstición egipcia había erigido un templo en Roma con el consentimiento público. Los judíos comerciaban en ella desde los tiempos de las guerras púnicas; tenían en la ciu­dad sinagogas desde los tiempos de Augusto y las conservaron casi siempre, lo mismo que en la Roma moderna. ¿Existe un mayor ejemplo de que la tolerancia estaba considerada por los romanos como la ley más sagrada de todo el derecho de gentes?

Se nos dice que tan pronto como aparecieron los cristianos fueron perseguidos por aquellos mismos romanos que a nadie perseguían. Me parece evidente que este hecho es completa­mente falso; no quiero otra prueba que la del propio san Pablo. Los Hechos de los Apóstoles nos cuentan que al ser acusado san Pablo por los judíos de querer destruir la ley mosaica por Jesu­cristo, Santiago propuso a san Pablo que se hiciera afeitar la cabeza y fuera a hacerse purificar en el templo con cuatro judíos «para que todo el mundo sepa que todo lo que dicen de voso­tros es falso y seguís observando la ley de Moisés».

Pablo, cristiano, fue pues a cumplir todas las ceremonias judaicas durante siete días; pero aún no habían transcurrido éstos cuando los judíos de Asia le reconocieron; y, al ver que había entrado en el templo, no sólo con judíos, sino con gentiles, gritaron que había habido profanación: fue apresado y conduci­do ante el gobernador Félix, y más tarde se apeló al tribunal de Festo. Los judíos en masa pidieron su muerte; Festo les respon­dió: «No es costumbre de los romanos condenar a un hombre hasta que el acusado tenga a sus acusadores delante y se le haya dado la libertad de defenderse» [Hechos, XXV, 1161.

Estas palabras resultan tanto más notables en aquel magis­trado romano cuanto que parece no haber sentido la menor con­sideración hacia san Pablo; y no haber experimentado más que desprecio hacia él: engañado por las falsas luces de su razón, le tomó por loco; le dijo a él mismo que estaba demente: Multae te litterae ad insaniam convertunt (las muchas letras te han trastor­nado el juicio). Festo, por lo tanto, no escuchó más que a la equi­dad de la ley romana al dar su protección a un sospechoso des­conocido al que no podía apreciar.

He aquí que el propio Espíritu Santo declara que los roma­nos no perseguían y que eran justos. No fueron los romanos los que se alzaron contra san Pablo, sino los judíos. Santiago, her­mano de Jesús, fue lapidado por orden de un judío saduceo y no por la de un romano. Sólo los judíos lapidaron a san Esteban, y cuando san Pablo guardaba las capas de los ejecutores, no obra­ba ciertamente como ciudadano romano.

Los primeros cristianos no tenían, sin duda, nada que diri­mir con los romanos; no tenían más enemigos que los judíos, de los que empezaban a separarse. Sabido es el odio implacable que sienten todos los sectarios hacia aquellos que abandonan su secta. Hubo indudablemente tumultos en las sinagogas de Roma. Suetonio dice en la Vida de Claudio (cap. XXV): Judaeos, impulsare Christo assidue tumultuantes, Roma expulit (Roma arrojó con frecuencia a los sediciosos hebreos, siendo Cristo el instiga­dor). Se engañaba al decir que era a instigación de Cristo: no podía conocer los detalles de un pueblo tan despreciado en Roma como era el pueblo judío; pero no se equivocaba sobre el motivo de aquellas disputas. Suetonio escribía en tiempos de Adriano, en el siglo II; los cristianos no se distinguían entonces de los judíos a los ojos de los romanos. El pasaje de Suetonio hace ver que los romanos, lejos de oprimir a los primeros cris­tianos, reprimían entonces a los judíos que los perseguían. Que­rían que la sinagoga de Roma tuviese para con aquellos herma­nos separados la misma indulgencia que el Senado tenía para con ella, y los judíos expulsados no tardaron en volver; alcanza­ron incluso honores, a pesar de las leyes que los excluían de ellos; nos lo cuentan Dion Casio y Ulpiano. ¿Es posible que des­pués de la ruina de Jerusalén los emperadores prodigasen dig­nidades a los judíos y que, en cambio, persiguiesen, entregasen a los verdugos y arrojasen a las fieras a unos cristianos que esta­ban considerados como una secta de los judíos?

Se dice que Nerón los persiguió. Tácito nos cuenta que fue­ron acusados del incendio de Roma y abandonados al furor del pueblo. ¿Se trataba de su creencia en tal acusación? No, sin duda. ¿Diríamos que los chinos, a los que los holandeses dego­llaron hace algunos años, en los suburbios de Batavia, fueron inmolados a la religión? Por mucho que deseemos equivocar­nos, es imposible atribuir a la intolerancia el desastre ocurrido en el reinado de Nerón a unos cuantos desgraciados semijudíos y semicristianos.

 

CAPÍTULO IX

Sobre los mártires

 

Hubo después de ello mártires cristianos. Es difícil saber con exactitud por qué razones fueron condenados aquellos már­tires; pero me atrevo a creer que ninguno lo fue, bajo los prime­ros césares, solamente por su religión; todas eran toleradas: ¿cómo se hubiera podido buscar y perseguir a unos hombres oscuros, que practicaban un culto particular, en una época en que se permitían todos los otros?

Los Titos, los Trajanos, los Antoninos, los Decios no eran unos bárbaros: ¿es posible imaginar que hubiesen privado úni­camente a los cristianos de una libertad de que gozaba la tierra entera? Se les habría acusado solamente a ellos de celebrar mis­terios secretos, mientras que los misterios de Isis, de Mitra, los de la diosa de Siria, todos ellos extraños al culto romano, eran per­mitidos sin contradicción? Es preciso que la persecución haya tenido otras causas y que los odios particulares, apoyados por la razón de Estado, hayan derramado la sangre de los cristianos.

Por ejemplo, cuando san Lorenzo niega al prefecto de Ro­ma, Cornelio Seculario, el dinero de los cristianos que tenía en custodia, es natural que el prefecto y el emperador se irritasen: no sabían que san Lorenzo había distribuido aquel dinero entre los pobres y que había realizado una obra caritativa y santa; le consi­deraron como un refractario y le condenaron a muerte.

Consideremos el martirio de san Poliuto. ¿Fue condenado solamente por su religión? Va al templo, en el que se rinden a los dioses acciones de gracias por la victoria del emperador Decio; insulta en el propio templo a los sacrificadores, derriba y rompe los altares y las estatuas: ¿en qué país del mundo se per­donaría semejante atentado? El cristiano que rompió en público el edicto del emperador Diocleciano y que atrajo hacia sus her­manos la gran persecución en los dos últimos años del reinado de este príncipe, no realizaba un acto de celo según la ciencia y tenía la desgracia de ser la causa del desastre de su partido. Aquel celo desmesurado, que estalló a menudo y que incluso fue condenado por varios Padres de la Iglesia, ha sido proba­blemente el origen de todas las persecuciones.

No comparo, sin duda, a los primeros sacramentarios con los primeros cristianos: no pongo el error al lado de la verdad; pero Farel, predecesor de Juan Calvino, hizo en Arles la misma cosa que san Poliuto había hecho en Armenia. Llevaban en pro­cesión por las calles la estatua de san Antonio el ermitaño; Farel se arroja con algunos de los suyos sobre los frailes que llevan en andas a san Antonio, los zurra, los dispersa y arroja el santo al río. Merecía la muerte, que no recibió por haber tenido tiempo de huir. Si se hubiese contentado con gritar a aquellos frailes que no creía que un cuervo hubiese llevado medio pan a san Antonio el ermitaño, ni que san Antonio hubiese tenido conver­saciones con centauros y sátiros, habría merecido una fuerte reprimenda por perturbar el orden; pero si por la noche, des­pués de la procesión, hubiese examinado tranquilamente la his­toria del cuervo, de los centauros y de los sátiros, nada hubiera habido que reprocharle.

¡Cómo! ¡Los romanos habrían tolerado que el infame Anti­noo fuese colocado en el rango de los dioses secundarios y habrían descuartizado, arrojado a las fieras a todos aquellos a los que se hubiese reprochado haber adorado pacíficamente a un justo! ¡Cómo! ¡Los romanos habrían reconocido a un Dios supremo, a un Dios soberano, señor de todos los dioses secun­darios, atestiguado por esta fórmula: Deus optimus maximus; y habrían perseguido a los que adoraban a un Dios único!

No es creíble que haya existido jamás una inquisición con­tra los cristianos bajo los emperadores, es decir, que se haya ido a buscarles a sus casas para interrogarles sobre sus creencias. Jamás se molestó sobre este punto ni a un judío, ni a un sirio, ni a un egipcio, ni a los bardos, ni a los druidas, ni a los filósofos. Los mártires fueron, por lo tanto, aquellos que se alzaron contra los falsos dioses. No creer en ellos era cosa muy buena y piado­sa; pero, en fin, si no contentos con adorar a un Dios en espíritu y en verdad, se sublevaron violentamente contra el culto esta­blecido, por muy absurdo que pudiese ser, es forzoso confesar que ellos mismos eran intolerantes.

Tertuliano, en su Apologética, confiesa que se miraba a los cristianos como facciosos: la acusación era injusta, pero demos­traba que no era la sola religión de los cristianos lo que excitaba el celo de los magistrados. Reconoce que los cristianos se nega­ban a adornar sus puertas con ramas de laurel en los regocijos públicos por las victorias de los emperadores: era fácil tomar esta actitud reprochable por un crimen de lesa majestad.

La primera severidad jurídica ejercida contra los cristianos fue la de Domiciano: pero se limitó a un destierro que llegó a durar un año: Facile coeptum repressit, restitutis etiam quos rele­gaverat (lo conseguido fácilmente se perdió, siendo restableci­dos nuevamente los que habían abandonado), dice Tertuliano (cap. V). Lactancio, cuyo estilo es tan violento, reconoce que desde Domiciano hasta Decio la Iglesia vivió tranquila y flore­ciente. Esta larga paz, dice, fue interrumpida cuando aquel exe­crable animal llamado Decio oprimió a la Iglesia: Exstitit enim post annos plurimos execrabile animal Decius, qui vexaret Eccle­siam (Apol., cap. IV).

No se pretende discutir aquí la opinión del sabio Dodwell sobre la pequeña cantidad de mártires; pero si los romanos hubiesen perseguido tanto la religión cristiana, si el senado hubiese hecho morir a tantos inocentes por medio de suplicios inusitados, si hubiese metido a los cristianos en aceite hirvien­do, si hubiese arrojado a doncellas desnudas a las fieras en el circo, ¿cómo habrían dejado en paz a todos los obispos de Roma? San Ireneo no cuenta como mártir entre aquellos obispos más que a Telésforo, en año el 139 de la era vulgar, y no se tiene ninguna prueba de que el tal Telésforo hubiese sido condenado a muerte. Ceferino gobernó el rebaño de Roma durante diecio­cho años y murió apaciblemente en el año 219. Es cierto que se incluye a casi todos los primeros papas en los antiguos martiro­logios; pero la palabra martirio sólo era tomada entonces en su verdadero significado: martirio quería decir testimonio y no suplicio.

Es difícil poner de acuerdo esta furia de persecución con la libertad que tuvieron los cristianos de convocar cincuenta y seis concilios que los escritores eclesiásticos cuentan en los tres pri­meros siglos.

Hubo persecuciones; pero si hubiesen sido tan violentas como se dice, es de suponer que Tertuliano, que escribió con tanta energía contra el culto establecido, no habría muerto en la cama. Sabido es que los emperadores no leyeron su Apologética; que un escrito oscuro, compuesto en África, no llega a los que tienen a su cargo el gobierno del mundo; pero debía ser conoci­do de aquellos que formaban el círculo del procónsul de África: debía atraer mucho odio hacia su autor; sin embargo, no pade­ció ningún martirio.

Orígenes enseñó públicamente en Alejandría y tampoco fue ejecutado. El mismo Orígenes, que hablaba con tanta libertad a los paganos y a los cristianos, que anunciaba Jesús a los unos, que negaba un Dios en tres personas a los otros, que reconoce expre­samente, en su tercer libro contra Celso, «que ha habido muy pocos mártires e incluso de tarde en tarde. Sin embargo, dice, los cristianos no descuidan nada para hacer abrazar su religión a todo el mundo; corren por las ciudades, los pueblos, las aldeas».

En verdad que estas continuas carreras podían ser fácil­mente denunciadas como sediciosas por los sacerdotes enemi­gos; y, sin embargo, tales misiones son toleradas, a pesar del pueblo egipcio, siempre turbulento, sedicioso y cobarde: pueblo que había descuartizado a un romano por haber matado a un gato, pueblo en todo tiempo despreciable, digan lo que digan los admiradores de las pirámides.

¿Quién podía soliviantar más contra él a los sacerdotes y al gobierno que san Gregorio Taumaturgo, discípulo de Orígenes? Gregorio había visto durante la noche a un anciano enviado de Dios, acompañado de una mujer resplandeciente de luz: esta mujer era la Santísima Virgen y aquel anciano san Juan Evange­lista. San Juan le dictó un símbolo que san Gregorio se fue a pre­dicar. Pasó, al dirigirse a Neocesárea, cerca de un templo en que se emitían oráculos y en el que la lluvia le obligó a pasar la noche; hizo varios signos de la cruz. Al día siguiente, el gran sacrificador del templo se quedó asombrado de que los demo­nios, que antes le respondían, no quisieran emitir más oráculos; los llamó: los demonios acudieron para decirle que ya no volve­rían más: le explicaron que ya no podían habitar más aquel tem­plo porque Gregorio había pasado la noche en él y había traza­do signos de la cruz.

El sacrificador interrogó a Gregorio, que le respondió: «Puedo arrojar a los demonios de donde quiera y hacerlos entrar donde me plazca.» «Hazlos, pues, entrar en mi templo», dijo el sacrificador. Entonces Gregorio arrancó un pedacito de una hoja del volumen que tenía en la mano y escribió en él estas palabras: «Gregorio a Satán: te ordeno que entres en este tem­plo.» Se puso el billete sobre el altar: los demonios obedecieron y emitieron sus oráculos como de costumbre; después de lo cual dejaron de hacerlo, como es sabido.

Es san Gregorio Niceno quien relata estos hechos en la vida de san Gregorio Taumaturgo. Los sacerdotes de los ídolos debían sin duda sentir animadversión hacia Gregorio y, cegados por ella, llevarlo ante los tribunales: no obstante, su mayor ene­migo no sufrió ninguna persecución.

Se dice en la historia de san Cipriano, que fue el primer obispo de Cartago condenado a muerte. El martirio de san Cipriano data del año 258 de nuestra era: durante mucho tiem­po, por lo tanto, ningún obispo de Cartago fue inmolado por su religión. La historia no nos dice qué calumnias se elevaron con­tra san Cipriano, qué enemigos tenía, por qué el procónsul de África se irritó contra él. San Cipriano escribe a Cornelio, obis­po de Roma: «Se produjo poco después una manifestación popular en Cartago y se gritó por dos veces que se me debía arrojar a los leones.» Es muy verosímil que la excitación del pue­blo enfurecido de Cartago fuese finalmente causa de la muerte de Cipriano; y es muy seguro que no fue el emperador Galo quien le condenó desde tan lejos por su religión, puesto que dejaba en paz a Cornelio, al que tenía tan cerca.

Tantas causas secretas se mezclan con frecuencia a la causa aparente, tantos resortes desconocidos contribuyen a la perse­cución de un hombre, que se hace imposible discernir en los siglos posteriores el origen oculto de las desgracias de los hom­bres más considerables, y con mayor razón el del suplicio de un particular que sólo podía ser conocido de aquellos que pertene­cían a su partido.

Obsérvese que san Gregorio Taumaturgo y san Dionisio, bispo de Alejandría, que no sufrieron martirio, vivían en la misma época que san Cipriano. ¿Por qué, si eran tan conocidos por lo menos como este obispo de Cartago, pudieron vivir sin ser molestados? ¿Y por qué san Cipriano fue sometido a supli­cio? ¿No existe cierta apariencia de que este último sucumbió al ataque de enemigos personales y poderosos, a las calumnias, al pretexto de la razón de Estado, que se junta con tanta frecuen­cia a la religión, mientras que los otros dos tuvieron la suerte de librarse de la maldad de los hombres?

No parece muy probable que la sola acusación de cristia­nismo hiciese perecer a san Ignacio bajo el clemente y justo Tra­jano, puesto que se permitió a los cristianos acompañarle y con­solarle cuando era llevado a Roma. Se habían producido con frecuencia sediciones en Antioquía, ciudad que siempre fue tur­bulenta, en la que Ignacio era obispo secreto de los cristianos: tal vez aquellas sediciones, malignamente imputadas a los cristia­nos inocentes, excitaron la atención del gobierno, que fue enga­ñado, como ha sucedido con harta frecuencia.

San Simeón, por ejemplo, fue acusado ante Sapor de ser espía de los romanos. La historia de su martirio nos dice que el rey Sapor le propuso que adorase al sol; pero sabido es que los persas no rendían culto al sol: lo consideraban como un emble­ma del buen principio de Ahura Mazda u Ormuz, el dios crea­dor que ellos reconocían.

Por muy tolerante que se pueda ser, no se puede dejar de sentir cierta indignación contra esos exaltados que acusan a Dio­cleciano de haber perseguido a los cristianos desde su subida al trono; veamos lo que dice Eusebio de Cesarea: su testimonio no puede ser recusado; el favorito, el panegirista de Constantino, el enemigo violento de los emperadores precedentes, debe ser creído cuando los justifica. He aquí sus palabras: «Los emperadores die­ron durante mucho tiempo a los cristianos grandes muestras de benevolencia; les confiaron provincias; varios cristianos vivieron en palacio; incluso se casaron con cristianas. Diocleciano tomó por esposa a Prisca, cuya hija fue mujer de Maximino Galeno, etc.»

Aprendamos por lo tanto de este testimonio decisivo a no calumniar; júzguese si la persecución excitada por Galeno, des­pués de diecinueve años de un reinado de clemencia y bonda­des, debe haber sido originada más bien por alguna intriga que nosotros desconocemos.

Considérese hasta qué punto la fábula de la legión tebana, asesinada toda ella, dícese, a causa de la religión, es absurda. Es ridículo que se hiciese venir a esta legión de Asia a través del Gran San Bernardo; es imposible que se la llamase de Asia para venir a apaciguar una sedición en las Galias, un año después de haber sido reprimida; no es menos imposible que se degollase a seis mil infantes y siete mil soldados de a caballo en un desfila­dero en que doscientos hombres podrían detener a todo un ejér­cito. La relación de esta pretendida carnicería empieza con una impostura evidente: «Cuando la tierra gemía bajo la tiranía de Diocleciano, el cielo se poblaba de mártires.» Pues bien, esta aventura, como se ha dicho, se supone haber sucedido en el año 286, época en que Diocleciano favorecía más a los cristianos y en que el imperio romano fue más feliz. Finalmente, lo que debie­ra ahorrarnos estas discusiones es que jamás existió tal legión tebana: los romanos eran demasiado orgullosos y demasiado sensatos para formar una legión con aquellos egipcios que Roma sólo utilizaba como esclavos, Verna Canopi: sería como si hubiesen tenido una legión judía. Poseemos los nombres de las treinta y dos legiones que constituían las principales fuerzas del imperio romano; es indiscutible que la legión tebana no figura entre ellas. Arrinconemos, por lo tanto, este cuento junto con los versos acrósticos de las sibilas que predecían los milagros de Jesucristo y con tantas invenciones como un falso celo prodigó para engañar a los crédulos.

 

 

CAPÍTULO X

Del peligro de las falsas leyendas y de la persecución

 

La mentira ha embaucado demasiadas veces a los hom­bres; ya es tiempo de que se conozcan las pocas verdades que se pueden descubrir a través de esas nubes de fábulas que cubren la historia romana desde Tácito y Suetonio y que casi siempre han envuelto los anales de las demás naciones de la antigüedad. ¿Cómo se puede creer, por ejemplo, que los romanos, ese pueblo grave y severo del que hemos recibido nuestras leyes, condenasen a unas vírgenes cristianas, a unas hijas de familias de calidad, a la prostitución? Es conocer muy mal la austera dig­nidad de nuestros legisladores que tan severamente castigaban las flaquezas de las vestales. Los Hechos sinceros de Ruinart cuentan esas ignominias, pero ¿debemos dar el mismo crédito a los Hechos de Ruinart que a los Hechos de los Apóstoles? Dichos Hechos sinceros cuentan, según Jean de Bolland, que había en la ciudad de Ancira siete vírgenes cristianas, de unos setenta años cada una, a las que el gobernador condenó a pasar por las manos de los jóvenes de la ciudad; pero que habiendo sido res­petadas dichas vírgenes, como es natural, las obligó a servir des­nudas en los misterios de Diana, a los que sin embargo no se asistía nunca más que con un velo. San Teodoto, que, a decir verdad, era tabernero, pero que no por eso tenía menos celo, pidió ardientemente a Dios que se dignase hacer morir a aque­llas santas doncellas, temeroso de que pudieran sucumbir a la tentación. Dios le escuchó; el gobernador las hizo arrojar a un lago con una piedra al cuello: se le aparecieron poco después a Teodoto y le pidieron que no consintiese que sus cuerpos fuesen comidos por los peces: tales fueron sus propias palabras.

El santo tabernero y sus compañeros fueron por la noche a la orilla del lago, guardada por soldados; una antorcha celeste caminó todo el tiempo delante de ellos y cuando llegaron al lugar en que estaba la guardia, un jinete celeste, armado de pies a cabe­za, persiguió a los soldados lanza en ristre. San Teodoto sacó del lago los cuerpos de las vírgenes: fue llevado ante el gobernador; y el jinete celeste no impidió que se le cortase la cabeza. No cesa­mos de repetir que veneramos a los verdaderos mártires, pero que es difícil creer esta historia de Bolland y Ruinart.

¿Hay que relatar aquí el cuento del joven san Romano? Se le arrojó al fuego, dice Eusebio, y los judíos que se hallaban pre­sentes insultaron a Jesucristo por permitir que fuese quemado uno de sus confesores, cuando Dios había sacado del horno ardiente a Sidrach, Misach y Abdenago. Apenas hubieron habla­do los judíos cuando san Romano salió triunfante de la hoguera: el emperador ordenó que se le perdonase y dijo al juez que no quería tener ninguna discusión con Dios; ¡extrañas palabras en boca de Diocleciano! El juez, a pesar de la indulgencia del empe­rador, ordenó que se le cortase la lengua a san Romano y, aun­que disponía de verdugos, hizo ejecutar la operación por un médico. El joven Romano, tartamudo de nacimiento, habló con fluidez desde que le fue cortada la lengua. El médico recibió una reprimenda, y para demostrar que la operación había sido hecha según las reglas del arte, asió a alguien que por allí pasaba y le cortó exactamente la misma cantidad de lengua que había corta­do a san Romano, a consecuencia de lo cual aquel individuo murió al momento: porque, añade sabiamente el autor, la anatomía nos enseña que un hombre sin lengua no puede vivir. En verdad, si Eusebio ha escrito tales bobadas, si no han sido añadidas a sus escritos, ¿qué credulidad se puede prestar a su Historia?

Se nos cuenta el martirio de santa Felicidad y sus siete hijos, enviados a la muerte, se dice, por el sabio y viejo Antoni­no, sin nombrar al autor del relato.

Es muy verosímil que algún autor con más celo que vera­cidad haya querido imitar la historia de los Macabeos. El relato empieza de esta suerte: «Santa Felicidad era romana, vivía bajo el reinado de Antonino»; queda claro, con estas palabras, que el autor no era contemporáneo de santa Felicidad. Dice que el pre­tor los juzgó en su tribunal del Campo de Marte; pero el prefec­to de Roma tenía su tribunal en el Capitolio y no en el Campo de Marte, que, después de haber servido para celebrar los comi­cios, se utilizaba entonces para la revista de los soldados, las carreras y los juegos militares: sólo esto demuestra la falsedad.

Se dice también que después del juicio el emperador enco­mendó a varios jueces la misión de ejecutar la sentencia: lo cual es totalmente contrario a las formalidades de aquellos tiempos y a las de todas las épocas.

Hay igualmente un san Hipólito al que se supone arrastra­do por caballos, como Hipólito, el hijo de Teseo. Este suplicio no fue conocido jamás de los antiguos romanos y la mera similitud del nombre ha hecho inventar la fábula.

Obsérvese también que en los relatos de los mártires, com­puestos únicamente por los mismos cristianos, vemos casi siem­pre una multitud de cristianos que acuden con toda libertad a la cárcel del condenado, le acompañan al suplicio, recogen su san­gre, entierran su cuerpo, y hacen milagros con las reliquias. Si sólo se hubiese perseguido a la religión, ¿no se habría inmolado a aquellos cristianos que asistían a sus hermanos condenados y a los que se acusaba de hacer encantamientos con los restos de los cadáveres martirizados? ¿No se les habría tratado como nosotros hemos tratado a los valdenses, a los albigenses, a los husitas, a las diversas sectas de los protestantes? Los hemos degollado, quemado en masa, sin distinción de edad ni sexo. ¿Existe, en las relaciones comprobadas de las antiguas persecu­ciones, un solo rasgo que se aproxime a la noche de San Barto­lomé y a las matanzas de Irlanda? ¿Existe uno sólo que se parez­ca a la fiesta anual que se celebra todavía en Toulouse, fiesta cruel, fiesta que para siempre debería ser suprimida, en la que todo un pueblo da gracias a Dios en procesión y se congratula de haber degollado, hace doscientos años, a cuatro mil de sus conciudadanos?

Lo digo con horror, pero con sinceridad; ¡somos nosotros, cristianos, los que hemos sido perseguidores, verdugos, asesi­nos! ¿Y de quién? De nuestros hermanos. Somos nosotros los que hemos destruido cien ciudades, con el crucifijo o la Biblia en la mano y que no hemos cesado de derramar sangre y encender hogueras, desde el reinado de Constantino hasta los furores de los caníbales que habitaban los Cevennes: furores que, gracias al Cielo, ya no existen hoy.

Todavía enviamos al cadalso a pobres gentes del Poitou, del Vivarais, de Valence, de Montauban. Hemos ahorcado, desde 1745, a ocho individuos de esos que llaman predicantes o ministros del Evangelio, que no habían cometido más crimen que haber rezado a Dios en dialecto y haber dado un sorbo de vino y un pedazo de pan con levadura a algunos campesinos pobres de espíritu. Nada se sabe de esto en París, donde el placer es la única cosa importante, donde se ignora todo lo que sucede en provincias y en el extranjero. Estos procesos se juzgan en una hora y con más rapidez que se sentencia a un desertor. Si el rey estuviera enterado aplicaría su gracia.

No se trata así a los sacerdotes católicos en ningún país protestante. Hay más de cien sacerdotes católicos en Inglaterra e Irlanda; se les conoce, se les ha dejado vivir tranquilamente durante la última guerra.

¿Seremos siempre los últimos en adoptar las sanas opinio­nes de las demás naciones? Ellas se han corregido, ¿cuándo nos corregiremos nosotros? Se ha necesitado sesenta años para hacernos adoptar lo que Newton había demostrado; apenas empezamos a osar salvar la vida de nuestros hijos por la inocu­lación; sólo practicamos desde hace poco tiempo los verdade­ros principios de la agricultura: ¿cuándo empezaremos a practi­car los verdaderos principios del humanitarismo? ¿Y con qué cara podemos reprochar a los paganos haber hecho tantos már­tires cuando nosotros hemos sido culpables de la misma cruel­dad y en las mismas circunstancias?

Concedamos que los romanos han hecho perecer a una multitud de cristianos sólo por su religión; en este caso los romanos han sido muy condenables. ¿Querríamos nosotros cometer la misma injusticia? Y cuando les reprochamos sus per­secuciones, ¿querríamos ser también nosotros perseguidores?

Si existiese alguien lo bastante carente de buena fe o lo bas­tante fanático para decir aquí: ¿por qué venir a poner en evi­dencia nuestros errores y nuestras faltas? ¿Por qué destruir nuestros falsos milagros y nuestras falsas leyendas? Son el ali­mento de la piedad de muchas personas; hay errores necesarios; no extirpemos del cuerpo una úlcera inveterada que arrastraría con ella la destrucción del cuerpo, he aquí lo que le contestaría:

Todos esos falsos milagros con los que hacéis tambalearse la fe que se debe a los verdaderos, todas esas leyendas absurdas que añadís a las verdades del Evangelio, extinguen la religión en las almas; demasiadas personas que quieren instruirse y que no tie­nen tiempo de hacerlo lo suficiente, dicen: «Los maestros de mi religión me han engañado: no hay por lo tanto religión; es preferi­ble echarse en brazos de la naturaleza que en los del error; prefie­ro depender de la ley natural que de las invenciones de los hom­bres.» Otros tienen la desgracia de ir aún más lejos: ven que la impostura les ha puesto un freno y no quieren ni siquiera el freno de la verdad, inclinándose hacia el ateísmo; nos volvemos depra­vados porque otros han sido trapaceros y crueles.

He aquí ciertamente las consecuencias de todos los fraudes piadosos y de todas las supersticiones. Por lo general, los hom­bres sólo razonan a medias: es un argumento muy malo decir: Voragine, el autor de La leyenda dorada, y el jesuita Ribadeneyra, compilador de Flos Sanctorum, no han dicho más que tonterías: por lo tanto, no hay Dios; los católicos han degollado una cierta cantidad de hugonotes y los hugonotes, a su vez, han asesinado a cierta cantidad de católicos: por lo tanto, no hay Dios; se ha utilizado la confesión, la comunión y todos los sacramentos para cometer los crímenes más horribles: por lo tanto, no hay Dios. Yo llegaría a una conclusión distinta: por lo tanto, hay un Dios que, después de esta vida pasajera, en la que tanto le hemos desconocido y tantos crímenes hemos cometido en su nombre, se dignará consolarnos de tan horribles desgracias: porque si consideramos las guerras de religión, los cuarenta cis­mas de los papas, que casi todos han sido sangrientos; las imposturas, que casi todas han sido funestas; los odios irrecon­ciliables encendidos por las divergencias de opiniones; si vemos todos los males que ha producido el falso celo, los hombres han tenido mucho tiempo su infierno en esta vida.

 

CAPÍTULO XI

Abusos de la intolerancia


¡Pero cómo! ¿Le será permitido a cada ciudadano no creer más que a su razón y pensar lo que esta razón, acertada o equi­vocada, le dictará? Es preciso, con tal de que no perturben el orden: porque no depende del hombre creer o no creer, pero sí depende de él respetar las costumbres de su patria; y si dijeseis que es un crimen no creer en la religión dominante, acusaríais por lo tanto a los primeros cristianos, vuestros padres, y justifi­caríais a aquellos que acusáis de haberlos sometido a suplicio.

Me respondéis que la diferencia es grande, que todas las religiones son obra de los hombres y que sólo la Iglesia católica, apostólica y romana es obra de Dios. Pero, hablando con since­ridad, porque nuestra religión es divina ¿debe reinar por medio del odio, de la furia, de los destierros, del despojo de bienes, de las cárceles, de las torturas, de los asesinatos y de las acciones de gracias dadas a Dios por tales asesinatos? Cuanto más divina es la religión cristiana, menos le corresponde al hombre imponer­la; si Dios la ha hecho, Dios la sostendrá sin vosotros. Sabéis que la intolerancia sólo produce hipócritas o rebeldes: ¡qué funesta alternativa! Finalmente, ¿querríais sostener por medio de ver­dugos la religión de un Dios al que unos verdugos hicieron perecer y que sólo predicó dulzura y paciencia?

Mirad, os lo ruego, las espantosas consecuencias del dere­cho de la intolerancia. Si estuviese permitido despojar de sus bienes, de arrojar a mazmorras, de dar muerte a un ciudadano que en tal grado de latitud no profesase la religión admitida en dicho grado, ¿qué excepción eximiría a los primeros del Estado de las mismas penas? La religión obliga por igual al monarca y a los mendigos: por eso más de cincuenta doctores o monjes han hecho esta afirmación monstruosa de que estaba permitido deponer, matar a los soberanos que no pensasen como la Iglesia dominante; y los parlamentos del reino no han cesado de pros­cribir esas abominables decisiones de unos abominables teó­logos.

Todavía estaba caliente la sangre de Enrique el Grande, cuando el parlamento de París firmó un decreto que establecía la independencia de la corona como una ley fundamental. El car­denal Duperron, que debía la púrpura a Enrique el Grande, se alzó en los estados de 1614 contra el decreto del parlamento, y lo hizo suprimir. Todos los diarios de la época relatan los térmi­nos de que se sirvió Duperron en sus arengas: «Si un príncipe se hiciese arriano -dijo-, se estaría en la obligación de deponerlo.»

Seguro que no, señor cardenal. No tenemos inconveniente en adoptar vuestra quimérica suposición de que uno de nues­tros reyes, habiendo leído las historias de los concilios y de los santos padres, impresionado además por estas palabras: Mi padre es más grande que yo, tomándolas demasiado al pie de la letra y dudando entre el concilio de Nicea y el de Constantino­pla, se declarase en favor de Eusebio de Nicomedia: no obede­cería por ello menos a mi rey, y no me creería menos ligado por el juramento que le he hecho; y si osaseis alzaros contra él y yo fuese uno de vuestros jueces, os declararía criminal de lesa majestad.

Duperron llevó más lejos la discusión y yo la resumo. Éste no es el lugar para profundizar esas quimeras indignantes; me limitaré a decir, con todos los ciudadanos, que no es porque Enrique IV fuese coronado en Chartres por lo que se le debía obediencia, sino porque el derecho indiscutible del nacimiento daba la corona a aquel príncipe, que la merecía por su valor y su bondad.

Sea por lo tanto permitido decir que todo ciudadano debe heredar, por el mismo derecho, los bienes de su padre, y que no se ve que merezca ser privado de ellos y ser llevado al cadalso por compartir la opinión de Ratram contra Pascasio Tarberto y la de Bérenger contra Duns Escoto.

Sabido es que todos nuestros dogmas no han sido siempre claramente explicados y universalmente aceptados en nuestra Iglesia. Al no habernos dicho Jesucristo de quién procedía el Espíritu Santo, la Iglesia latina creyó mucho tiempo con la grie­ga que sólo procedía del Padre: finalmente añadió al símbolo que procedía también del Hijo. Me pregunto si, al día siguiente de esta decisión, un ciudadano que se hubiera atenido al símbo­lo de la víspera habría sido merecedor de la muerte. ¿La cruel­dad, la injusticia, serían menos grandes castigando hoy día al que pensase como se pensaba en otros tiempos? ¿Se era culpa­ble, en tiempo de Honorio I, por creer que Jesús no tenía más que dos voluntades?

No hace mucho tiempo que se ha establecido el dogma de la inmaculada concepción: los dominicos todavía no creen en él. ¿En qué tiempos los dominicos empezarán a merecer penas en este mundo y en el otro?

Si debemos aprender de alguien a comportarnos en nuestras interminables disputas, es ciertamente de los após­toles y de los evangelistas. Había motivos para provocar un cisma violento entre san Pablo y san Pedro. Pablo dice expre­samente en su Epístola a los Gálatas que resistió frente a Pedro porque Pedro era reprensible, porque empleaba el disimulo lo mismo que Bernabé, porque comían con los gentiles antes de la llegada de Santiago y que luego se retiraron secreta­mente y se separaron de los gentiles ante el temor de ofender a los circuncisos. «Vi, añade, que no andaban derechos según el Evangelio: dije a Cefas: “Si tú, judío, vives como los genti­les y no como los judíos, ¿por qué obligas a los gentiles a judaizar?»

Era éste un tema de violenta disputa. Se trataba de saber si los nuevos cristianos judaizarían o no. San Pablo llegó incluso en aquel tiempo a ofrecer sacrificios en el templo de Jerusalén. Es sabido que los quince primeros obispos de Jerusalén fueron judíos circuncisos, que observaban el sábado y se abstenían de las carnes prohibidas. Un obispo español o portugués que se hiciese circuncidar y observase el sábado, ¿sería quemado en auto de fe? Sin embargo, la paz no fue alterada por este asunto fundamental, ni entre los apóstoles ni entre los primeros cris­tianos.

Si los evangelistas se hubiesen parecido a los escritores modernos, tendrían un campo muy vasto para luchar unos con­tra otros. San Mateo cuenta veintiocho generaciones desde David hasta Jesús; san Lucas cuenta cuarenta y una y dichas generaciones son totalmente distintas. No se observa, sin embargo, que surja ninguna disensión entre los discípulos por estas contradicciones aparentes, muy bien conciliadas por varios Padres de la Iglesia. La caridad no fue ofendida, la paz se conservó. ¡Qué mayor lección para que nos toleremos en nues­tras disputas y nos humillemos en todo aquello que no enten­demos!

San Pablo en su Epístola a algunos judíos de Roma conver­tidos al cristianismo, emplea todo el final del tercer capítulo en decir que sólo la fe glorifica y que las obras no justifican a nadie. Santiago, por el contrario, en su Epístola a las doce tribus dis­persas por toda la tierra (capítulo II), no cesa de decir que no se puede ser salvado sin las obras. He aquí lo que ha separado a dos grandes comuniones entre nosotros y que en nada separó a los apóstoles.

Si la persecución contra aquellos con los que disputamos fuese una acción santa, hay que confesar que aquel que hubiese hecho matar más herejes sería el mayor santo del paraíso. ¿Qué papel haría en él un hombre que se hubiese contentado con des­pojar a sus hermanos y arrojarlos en mazmorras, ante un indi­viduo lleno de celo que hubiese dado muerte a centenares de ellos la noche de San Bartolomé? He aquí la prueba.

El sucesor de san Pedro y su consistorio no pueden equi­vocarse; aprobaron, celebraron, consagraron la acción de San Bartolomé; por lo tanto, aquella acción era santa; por lo tanto, de dos asesinos iguales en piedad, aquel que hubiese despanzurra­do a veinticuatro mujeres preñadas hugonotas debe ser elevado en gloria el doble que aquel que sólo hubiese despanzurrado a doce. Por la misma razón, los fanáticos de los Cevennes debían creer que serían elevados en gloria en proporción con el núme­ro de sacerdotes, religiosos y mujeres católicas que hubiesen degollado. Extraños títulos son éstos para merecer la gloria eterna.

 

CAPÍTULO XII

De si la intolerancia fue de derecho divino en el judaísmo, y si siempre fue puesta en práctica

 

Se llama, creo, derecho divino a los preceptos que Dios ha dado por sí mismo. Quiso que los judíos comiesen un cordero guisado con lechugas y que los comensales lo comiesen de pie, con un báculo en la mano, en conmemoración de la Pascua judía; ordenó que la consagración del Sumo Sacerdote se hicie­se poniendo sangre en su oreja derecha, en su mano derecha y en su pie derecho, costumbres extraordinarias para nosotros, pero no para la antigüedad; quiso que se cargase al chivo expia­torio con las iniquidades del pueblo; prohibió comer peces sin escamas, cerdos, liebres, erizos, búhos, grifos, ixiones, etc.

Instituyó las fiestas, las ceremonias. Todas aquellas cosas que parecían arbitrarias a las demás naciones y que sometidas al derecho positivo, al uso, eran condenadas por el mismo Dios, se convertían en un derecho divino para los judíos, como todo lo que Jesucristo, hijo de María, hijo de Dios, nos ha ordenado, es de derecho divino para nosotros.

Guardémonos de buscar aquí por qué Dios ha sustituido por una ley nueva la que había dado a Moisés y por qué ordenó a Moisés más cosas que al patriarca Abraham, y más a Abraham que a Noé. Parece que se digne adaptarse a los tiempos y la población del género humano: es una gradación paternal; pero esos abismos son demasiado profundos para nuestra débil vista. Mantengámonos en los límites de nuestro tema; veamos en pri­mer lugar en qué consistía la intolerancia entre los judíos.

Es cierto que en el Éxodo, en los Números, en el Levítico, en el Deuteronomio hay leyes muy severas sobre el culto y castigos aún más severos. A varios comentaristas les ha costado mucho trabajo conciliar los relatos de Moisés con los pasajes de jere­mías y de Amós y con el célebre discurso de san Esteban, transcrito en los Hechos de los Apóstoles. Amós dice que los judíos adoraron siempre en el desierto a Moloch, Rempham y Kium. Jeremías dice expresamente que Dios no pidió ningún sacrificio a sus padres cuando salieron de Egipto [Jeremías, VII, 221. San Esteban en su discurso a los judíos se expresa así: «Adoraron al ejército del cielo; no ofrecieron ni sacrificios ni hostias en el desierto durante cuarenta años; llevaron el taber­náculo del dios Moloch y el astro de su dios Rempham» [Hechos, VII, 42-43].

Otros críticos infieren del culto a tantos dioses extranjeros que tales dioses fueron tolerados por Moisés y citan como prue­ba estas palabras del Deuteronomio: «Cuando estéis en la tierra de Canaán no haréis como hacemos hoy en que cada uno hace lo que le parece» [Deuteronomio, XII, 8].

Apoyan su opinión en el hecho de que no se hable de nin­gún acto religioso del pueblo en el desierto: ninguna celebración de Pascua, ninguna de Pentecostés, ninguna mención de que se haya celebrado la fiesta de los tabernáculos, ninguna plegaria pública establecida; en fin, la circuncisión, aquel sello de la alianza de Dios con Abraham, no fue practicada en absoluto.

También se prevalen de la historia de Josué. Aquel con­quistador dijo a los judíos: «Se os da la opción: escoged el parti­do que os plazca, o adorar a los dioses a los que habéis servido en la tierra de los amorreos, o a aquellos que habéis reconocido en Mesopotamia.» El pueblo responde: «No será así, serviremos a Adonai.» Josué les replicó: «Habéis escogido vosotros mismos; quitad de entre vosotros a los dioses extranjeros» [Josué, XXIV, 15 y ss.]. Habían pues tenido indiscutiblemente otros dioses en tiempos de Moisés además de Adonai.

Es completamente inútil refutar aquí a los críticos que creen que el Pentateuco no fue escrito por Moisés; todo ha sido dicho desde hace mucho tiempo sobre esta materia; y aunque alguna pequeña parte de los libros de Moisés hubiese sido escri­ta en tiempos de los jueces o de los pontífices, no serían menos inspirados ni menos divinos.

Es suficiente, me parece, que sea demostrado por las Sagradas Escrituras que, a pesar del castigo extraordinario que atrajo sobre los judíos el culto a Apis, conservaron durante mucho tiempo una libertad completa e incluso tal vez la matan­za que hizo Moisés de veintitrés mil hombres a causa del bece­rro erigido por su hermano le hizo comprender que nada se gana con el rigor y se vio obligado a cerrar los ojos sobre la incli­nación del pueblo hacia los dioses extranjeros.

Él mismo parece transgredir muy pronto la ley que ha dic­tado. Ha prohibido todo simulacro y sin embargo erige una ser­piente de bronce. La misma excepción a la ley se encuentra más tarde en el templo de Salomón: aquel príncipe hace esculpir doce bueyes que sostienen el gran estanque del templo; se colo­can unos querubines en el arca; tienen una cabeza de águila y una de becerro; es, probablemente, esta cabeza de becerro mal hecha, encontrada en el templo por los soldados romanos, lo que hizo creer durante mucho tiempo que los judíos adoraban a un burro.

En vano se prohibe el culto a los dioses extranjeros; Salo­món es tranquilamente idólatra. Jeroboam, a quien Dios dio diez partes del reino, manda erigir dos becerros de oro, y reina veintidós años acumulando las dignidades de monarca y pontí­fice. El pequeño reino de Judá levanta bajo Roboam altares extranjeros y estatuas. El santo rey Asa no destruye aquellos altares. El gran sacerdote Urías erige en el templo, en el lugar del altar de los holocaustos, un altar al rey de Siria. No se ve, en una palabra, ninguna obligación respecto a religión. Sé que la mayor parte de los reyes judíos se exterminaron, se asesinaron unos a otros; pero siempre fue por sus intereses, no por sus creencias.

Es verdad que entre los profetas hubo algunos que hicie­ron intervenir al cielo en su venganza: Elías hizo bajar el fuego celeste para consumir a los sacerdotes de Baal; Eliseo hizo sur­gir unos osos para devorar a cuarenta y dos niños que le habían llamado cabeza calva; pero son milagros raros y hechos que sería un poco duro pretender imitar.

Se nos objeta también que el pueblo judío fue muy igno­rante y muy bárbaro. Se dice que en la guerra que hizo a los madianitas, Moisés ordenó matar a todos los niños varones y a todas las madres y repartir el botín. Los vencedores encontraron en el campo seiscientas setenta y cinco mil ovejas, setenta y dos mil bueyes, setenta y un mil asnos y treinta y dos mil mucha­chas; se repartieron ese botín y mataron el resto. Varios comen­taristas pretenden incluso que treinta y dos muchachas fueron inmoladas al Señor: «Cesserunt in partem Domini triginta duae ani­mae» [Números, XXXI, 40].

En efecto, los judíos inmolaban hombres a la Divinidad, como lo demuestra el sacrificio de Jefté y el rey Agag despe­dazado por el sacerdote Samuel. El propio Ezequiel les prome­te, para animarles, que comerán carne humana. «Comeréis -dice- caballo y caballero; beberéis la sangre de los príncipes» [Ezequiel, XXXIX, 20,18]. Varios comentaristas aplican dos ver­sículos de esta profecía a los mismos judíos y los otros a los ani­males carniceros. No se encuentra en toda la historia de este pueblo ningún rasgo de generosidad, de magnanimidad, de bondad; pero siempre, de la nube de esa barbarie, se escapan destellos de una tolerancia universal.

Jefté, inspirado de Dios y a quien inmoló su hija, dice a los amonitas: «Aquello que vuestro dios Chamos os ha dado ¿no os pertenece de derecho? Aceptad por lo tanto que nosotros tome­mos la tierra que nuestro Dios nos ha prometido.» Esta declara­ción es concreta: puede llevar muy lejos; pero al menos es una prueba evidente de que Dios toleraba a Chamos. Porque la Sagra­da Escritura no dice: creéis tener derecho sobre las tierras que decís que os fueron donadas por el dios Chamos; dice efectiva­mente: «Tenéis derecho, tibi jure debentur»; que es el verdadero sentido de las palabras hebraicas Otho thirasch [Jueces, XI, 241.

La historia de Michas y el levita, que se cuenta en los capí­tulos XVII y XVIII del libro de los jueces, es también una prueba indiscutible de la tolerancia y de la libertad más grande, admiti­da entonces entre los judíos. La madre de Michas, mujer muy rica de Efraim, había perdido mil cien monedas de plata; su hijo se las devolvió; ella ofreció aquel dinero al Señor e hizo hacer con él ídolos; construyó incluso una pequeña capilla. Un levita se ocupó de aquella capilla por diez monedas de plata, una túnica y un abrigo anuales y la comida; y Michas exclamó: «Ahora es cuando Dios me concederá beneficios, puesto que tengo en mi casa un sacerdote de la raza de Leví» [Jueces, XVII, último versículo].

Pero seiscientos hombres de la tribu de Dan, que preten­dían apoderarse de algún pueblo de la región para establecerse en él, que no tenían ningún sacerdote levita y lo necesitaban para que Dios favoreciese su empresa, fueron a la casa de Michas y se apoderaron de su túnica sacerdotal, de sus ídolos y de su levita a pesar de las protestas de aquel sacerdote y de los gritos de Michas y su madre. Entonces fueron, confiados, a ata­car al pueblo llamado Lais, que pasaron a sangre y fuego según su costumbre. Dieron a Lais el nombre de Dan, en conmemora­ción de su victoria; colocaron el ídolo de Michas en un altar; y, lo que es más notable, Jonatán, nieto de Moisés, fue el gran sacerdote de aquel templo en el que se adoraba al Dios de Israel y al ídolo de Michas.

Después de la muerte de Gedeón, los hebreos adoraron a Baal-berit durante cerca de veinte años y renunciaron al culto a Adonai, sin que ningún jefe, ningún juez, ningún sacerdote cla­mase venganza. Su crimen era grande, lo confieso; pero si inclu­so aquella idolatría fue tolerada, ¡hasta qué punto debieron serlo también indudablemente las diferencias dentro del verda­dero culto!

Algunos dan como prueba de intolerancia que el Mismo Señor, después de permitir que los filisteos se apoderasen de su arca en un combate, no los castigó más que dándoles una enfer­medad secreta parecida a las hemorroides, derribando la esta­tua de Dagón y enviando una multitud de ratas a sus campos; pero cuando los filisteos, para apaciguar su cólera, devolvieron el arca tirada por dos vacas que amamantaban a sus terneros y ofrecieron a Dios cinco ratas de oro y cinco asnos de oro, el señor hizo morir a setenta ancianos de Israel y a cincuenta mil hombres del pueblo por haber mirado el arca. A esto se respon­de que el castigo del Señor no recae sobre una creencia, una diferencia en el culto ni ninguna idolatría.

Si el Señor hubiese querido castigar la idolatría habría hecho perecer a todos los filisteos que osaron apoderarse de su arca y que adoraban a Dagón; pero hizo perecer a cincuenta mil setenta hombres de su pueblo por haber mirado el arca que no debían mirar: a tal punto las leyes, las costumbres de aquel tiempo, la economía judaica difieren de todo lo que conocemos; a tal punto los caminos inescrutables de Dios se hallan por enci­ma de los nuestros. «El rigor ejercido -dice el juicioso dom Cal­met- contra esa gran cantidad de hombres no parece excesivo más que a aquellos que no han comprendido hasta qué punto Dios quería ser temido y respetado por su pueblo y que sólo juz­gan las intenciones y los designios de Dios siguiendo las débiles luces de su razón.»

Dios por lo tanto no castiga un culto extranjero, sino una profanación del suyo, una curiosidad indiscreta, una desobe­diencia, tal vez incluso un espíritu levantisco. Se comprende perfectamente que tales castigos sólo corresponden a Dios en la teocracia judaica. No nos cansaremos de repetir que aquellos tiempos y aquellas costumbres no tienen la menor relación con los nuestros.

En fin, cuando en los siglos posteriores, Naaman el idóla­tra preguntó a Elíseo si le estaba permitido seguir a su rey al templo de Remnon, y adorarle allí con él, aquel mismo Elíseo que había hecho devorar a unos niños por osos, ¿acaso no le contes­tó: Ve en paz? [IV, Reyes, V, 18 y 19].

Aún hay más: el Señor ordenó a Jeremías que se pusiese unas cuerdas en el cuello, collares, yugos y que se los enviase a los reyezuelos o melchim de Moab, de Ammon, de Edom, de Tiro, de Sidón; y Jeremías les dice de parte del Señor: «He dado todas vuestras tierras a Nabucodonosor, rey de Babilonia, mi servidor» [Jeremías, XXVII, 6]. He aquí un rey idólatra declarado servidor de Dios y su favorito.

El mismo Jeremías al que el melk o reyezuelo judío Sede­cías había hecho encarcelar, habiendo obtenido el perdón de Sedecías, le aconseja, de parte de Dios, que se rinda al rey de Babilonia: «Si vas a rendirte a sus oficiales -dice-, tu alma vivi­rá.» Dios, por lo tanto, toma finalmente partido a favor de un rey idólatra; le entrega el arca, cuya mera vista había costado la vida a cincuenta mil setenta judíos; le entrega el Santo de los Santos y el resto del templo cuya construcción había costado ciento ocho mil talentos de oro, un millón diecisiete mil talentos de plata y diez mil dracmas de oro, dejados por David y sus dig­natarios para la construcción de la casa del Señor: lo que, sin contar los denarios empleados por Salomón, asciende a la suma de diecinueve mil millares de millones, o algo parecido, en la moneda de nuestros días. Jamás la idolatría fue más recompen­sada. Sé que estas cuentas son exageradas, que existe probable­mente error del copista; pero reducid la cantidad a la mitad, a la cuarta, incluso a la octava parte, aún os asombrará. No se queda uno menos sorprendido de las riquezas que Herodoto dice haber visto en el templo de Éfeso. En fin, los tesoros no son nada a los ojos de Dios y el nombre de su servidor, dado a Nabuco­donosor, es el verdadero tesoro inestimable.

Dios no favorece menos al Kir, o Koresh, o Kosroes al que llamamos Ciro; le llama su cristo, su ungido [Isaías, XLIV-XLV], aunque jamás fue ungido según el común significado de esta palabra, y profesó la religión de Zoroastro; le llama su pastor, aunque fue usurpador ante los ojos de los hombres: no existe en todas las Sagradas Escrituras una prueba más grande de predi­lección.

Podemos ver en Malaquías [Malaquías, I, 11] que «desde levante a poniente el nombre de Dios es grande en las naciones y que en todas partes se le ofrecen oblaciones puras». Dios cuida de los ninivitas idólatras lo mismo que de los judíos; los amena­za, los perdona. Melquisedec, que no era judío, era sacrificador de Dios. Balaam, idólatra, era profeta. Las escrituras nos ense­ñan, pues, que no solamente Dios toleraba a todos los otros pue­blos, sino que tenía para ellos cuidados paternales; ¡y osamos ser intolerantes!

 

 

CAPÍTULO XIII

De la extrema tolerancia de los judíos


Así pues, bajo Moisés, bajo los jueces, bajo los reyes, vemos siempre ejemplos de tolerancia. Aún más: Moisés dice varias veces que «Dios castiga a los padres en los hijos hasta la cuarta generación» [Éxodo, XX, 5]; esta amenaza era necesaria en un pueblo al que Dios no había revelado ni la inmortalidad del alma, ni las penas, ni las recompensas en la otra vida. Estas ver­dades no le fueron anunciadas ni en el Decálogo, ni en ninguna ley del Levítico ni del Deuteronomio. Eran dogmas de los persas, de los babilonios, de los egipcios, de los griegos, de los creten­ses; pero no constituían en modo alguno la religión de los judíos. Moisés no dice: «Honra a tu padre y a tu madre si quie­res ir al cielo»; sino: «Honra a tu padre y a tu madre para que vivas mucho tiempo en la tierra» [Deuteronomio, V, 16]. Sólo los amenaza con males corporales, con la sarna seca, con la sarna purulenta, con úlceras malignas en las rodillas y en las panto­rrillas, con verse expuestos a la infidelidad de sus mujeres, con tomar prestado con usura a los extranjeros y no poder prestar con usura; con morir de hambre y verse obligados a comerse a sus propios hijos; pero en ninguna parte les dice que sus almas inmortales sufrirán tormentos después de la muerte o gozarán de la felicidad. Dios, que conducía él mismo a su pueblo, le cas­tigaba o le recompensaba inmediatamente después de sus bue­nas o malas acciones. Todo era temporal y es ésta una verdad de la que abusa Warburton para demostrar que la ley de los judíos era divina: porque siendo el mismo Dios su rey el que hacía jus­ticia inmediatamente después de la transgresión o la desobe­diencia, no tenía necesidad de revelarles una doctrina que reser­vaba para los tiempos en que ya no gobernaría a su pueblo. Aquellos que, por ignorancia, pretenden que Moisés enseñaba la inmortalidad del alma, quitan al Nuevo Testamento una de sus mayores ventajas sobre el Antiguo. Consta que la ley de Moisés sólo anunciaba castigos temporales hasta la cuarta generación. Sin embargo, a pesar del enunciado exacto de esa ley, a pesar de esa declaración expresa de Dios de que castigaría hasta la cuar­ta generación, Ezequiel anuncia todo lo contrario a los judíos y les dice que el hijo no llevará la iniquidad de su padre; llega incluso a hacer decir a Dios que les había dado «preceptos que no eran buenos» [Ezequiel, XX, 25].

El libro de Ezequiel no dejó por ello de ser incluido en el canon de los autores inspirados por Dios: es cierto que la sina­goga no permitía su lectura hasta la edad de treinta años, como nos dice san Jerónimo; pero era por temor a que la juventud abusase de las pinturas demasiado al natural del libertinaje de las dos hermanas Oolla y Ooliba que se encuentran en los capí­tulos XVI y XXIII. En una palabra, su libro fue siempre acepta­do, a pesar de su formal contradicción con Moisés.

Finalmente, cuando la inmortalidad del alma fue un dogma aceptado, lo que probablemente había empezado en los tiempos de la cautividad en Babilonia, la secta de los saduceos persistió en creer que no había ni penas ni recompensas después de la muerte y que la facultad de sentir y de pensar perecía con nosotros, como la fuerza activa, el poder de andar y digerir. Negaban la existencia de los ángeles. Diferían mucho más de los demás judíos de lo que difieren los católicos de los protestantes; no por ello dejaron de permanecer en la comunión de sus her­manos: incluso hubo sumos sacerdotes de su secta.

Los fariseos creían en la fatalidad y en la metempsicosis. Los esenios creían que las almas de los justos iban a las islas afortunadas y las de los malos a una especie de Tártaro. No hacían sacrificios; se reunían en una sinagoga particular. En una palabra, si queremos examinar de cerca el judaísmo, nos asom­brará encontrar la mayor tolerancia en medio de los horrores más bárbaros. Es una contradicción; es cierto; casi todos los pue­blos se han gobernado por medio de contradicciones. ¡Feliz aquella que aporta costumbres dulces cuando se tienen leyes sangrientas!

 

 

CAPÍTULO XIV

De si la intolerancia ha sido enseñada por Jesucristo

 

Veamos ahora si Jesucristo ha establecido leyes sanguina­rias, si ha ordenado la intolerancia, si hizo construir los calabo­zos de la Inquisición, si instituyó los verdugos de los autos de fe.

Sólo hay, si no me equivoco, muy pocos pasajes en los Evangelios de los que el espíritu de persecución haya podido inferir que la intolerancia, la coacción, son legítimas. Uno de ellos es la parábola en la que el reino de los cielos es comparado a un rey que invita a unos comensales a las bodas de su hijo; dicho monarca les manda decir por sus servidores: «He matado mis bueyes y mis aves de corral; todo está listo, venid a las bodas» [Mateo, XXII, 4]. Unos, sin preocuparse de la invitación, se van a sus casas de campo, otros a sus negocios; otros ultrajan a los criados del rey y los matan. El rey manda sus ejércitos con­tra aquellos asesinos y destruye su ciudad; envía a otros servi­dores a los caminos más transitados para que inviten a todo el que encuentren: habiéndose sentado uno de ellos a la mesa sin haberse puesto el traje nupcial es cargado de cadenas y arrojado a las tinieblas exteriores.

Está claro que al no referirse esta alegoría más que al reino de los cielos, ningún hombre tiene naturalmente el derecho de encadenar o encerrar en un calabozo al vecino que hubiese veni­do a cenar a su casa sin llevar un traje nupcial decente y no conozco en la historia ningún príncipe que haya hecho ahorcar a un cortesano por semejante cosa; no es tampoco de temer que cuando el emperador, después de matar a sus aves de corral, envía a sus pajes a los príncipes del imperio para invitarles a cenar, dichos príncipes maten a los pajes. La invitación al festín significa la predicación de la salvación; la matanza de los envia­dos del príncipe representa la persecución contra aquellos que predican la cordura y la virtud.

La otra parábola es la de un particular que invita a sus ami­gos a una gran cena y cuando está a punto de sentarse a la mesa envía a sus criados a avisarles. Uno se excusa alegando que ha comprado una tierra y va a visitarla: esta excusa no parece válida, ya que nadie va de noche a ver sus tierras; otro dice que ha com­prado cinco pares de bueyes y que tiene que probarlos: comete el mismo error que el otro, no se prueban los bueyes a la hora de cenar; un tercero contesta que acaba de casarse y sin duda su excusa es muy aceptable. El padre de familia, furioso, hace que vengan a su festín los ciegos y los cojos y viendo que todavía que­dan plazas libres dice a su criado: «Ve a los caminos y a la orilla de las cercas y obliga a la gente a entrar» [Lucas, XIV, 23].

Es cierto que no se dice expresamente que esta parábola sea una figuración del reino de los cielos. Se ha abusado dema­siado de esas palabras: Oblígales a entrar; salta a la vista que un solo criado no puede obligar por la fuerza a toda la gente que encuentra a venir a cenar a casa de su amo; y además, unos invi­tados obligados de esta suerte no harían que el banquete resul­tase muy agradable. Oblígales a entrar sólo quiere decir, según los comentaristas más acreditados: suplicad, conjurad, insistid, obtener. ¿Qué relación, decidme, hay entre esta súplica y esta cena con la persecución?

Si se toman las cosas al pie de la letra, ¿habrá que ser ciego, cojo, ser traído a la fuerza, para estar en el seno de la Iglesia? Jesús dice en la misma parábola: «No deis de cenar ni a vuestros amigos ni a vuestros parientes ricos»; ¿se ha inferido jamás de ello que no se puede en efecto cenar con nuestros parientes y amigos en cuanto éstos tengan alguna fortuna?

Jesucristo, después de la parábola del festín, dice: «Si alguien viene a mí y no odia a su padre, a su madre, a sus her­manos, a sus hermanas e incluso a su propia alma, no puede ser mi discípulo, etc. Porque, ¿quién de entre vosotros es el que, queriendo construir una torre, no calcula antes el gasto?» ¿Hay alguien en el mundo lo bastante desnaturalizado para llegar a la conclusión de que se debe odiar al padre y a la madre? ¿No se comprende fácilmente que esas palabras significan: no dudéis entre mí y vuestros seres más queridos?

Se cita el pasaje de san Mateo: «Aquel que no escucha a la Iglesia será considerado como un pagano y un recaudador de la aduana» [Mateo, XVIII, 171; esto no quiere decir en modo alguno que se deba perseguir a los paganos y a los arrendatarios de los derechos del rey: son maldecidos, es cierto, pero no se les entre­ga al brazo secular. Lejos de despojar a esos arrendatarios de nin­guna prerrogativa de ciudadano, se les han concedido los mayo­res privilegios; es la única profesión condenada en las Escrituras y es la más favorecida por los gobiernos. ¿Por qué, entonces, no tendríamos para nuestros hermanos caídos en el error tanta indulgencia como consideración prodigamos a nuestros herma­nos los arrendatarios de la recaudación de contribuciones?

Otro pasaje de que se ha hecho un uso abusivo y equivo­cado es el de san Mateo [XXI, 191 y san Marcos [XI, 131 en el que se dice que Jesús, al sentir hambre una mañana, se acercó a una higuera en la que no encontró más que hojas, por no ser época de higos: maldijo a la higuera, que se secó al momento.

Se dan diversas explicaciones de este milagro; ¿pero hay una sola que pueda autorizar la persecución? Una higuera no ha podido dar higos a primeros de marzo y ha sido secada: ¿es ésta una razón para hacer que nuestros hermanos languidezcan de dolor en todas las estaciones del año? Respetemos en las Escri­turas todo aquello que puede hacer surgir dificultades en nues­tras mentes curiosas y vanas, pero no abusemos de ello para ser duros e implacables.

El espíritu persecutor, que de todo abusa, busca también su justificación en la expulsion de los mercaderes del templo y en la legión de demonios enviada del cuerpo de un poseso a los cuerpos de dos mil animales inmundos. ¿Pero quién no ve que esos dos ejemplos no son otra cosa que la justicia que Dios se digna aplicar a una infracción de la ley? Era faltar al respeto a la casa del Señor convertir su atrio en tienda de mercaderes. En vano el sanedrín y los sacerdotes permitían aquel negocio para la comodidad de los sacrificios: el Dios a quien se hacían sacri­ficios podía sin duda, aunque oculto bajo apariencia humana, destruir aquella profanación; podía de igual modo castigar a los que introducían en el país rebaños enteros prohibidos por una ley que él mismo se dignaba observar. Tales ejemplos no tienen la menor relación con las persecuciones sobre el dogma. Es pre­ciso que el espíritu de intolerancia se apoye en muy malas razo­nes, ya que busca por todas partes los más vanos pretextos.

Casi todo el resto de las palabras y los actos de Jesucristo pre­dican la dulzura, la paciencia, la indulgencia. Es el padre de fami­lia que recibe al hijo pródigo; es el obrero que llega a última hora y es pagado igual que los otros; es el samaritano caritativo; él mismo justifica a sus discípulos por no ayunar; perdona a la peca­dora; se contenta con recomendar fidelidad a la mujer adúltera; se digna incluso tomar parte en el inocente regocijo de los invitados de Caná, que ya algo alegres por el vino, piden más; se digna hacer un milagro en su favor cambiando para ellos el agua en vino.

Ni siquiera se indigna contra Judas, que debe traicionarle; ordena a Pedro que nunca use la espada; regaña a los hijos de Zebedeo que, siguiendo el ejemplo de Elías, querían que hiciese descender el fuego del cielo sobre una ciudad que no había que­rido darle alojamiento.

En fin, muere víctima de la envidia. Si osamos comparar lo sagrado con lo profano y a un Dios con un hombre, su muerte, humanamente hablando, tiene mucha relación con la de Sócra­tes. El filósofo griego murió a causa del odio de los sofistas, los sacerdotes y los principales del pueblo: el legislador de los cris­tianos sucumbió al odio de los escribas, de los fariseos y de los sacerdotes. Sócrates pudo evitar la muerte y no quiso: Jesucris­to se ofreció voluntariamente. El filósofo griego no sólo perdo­nó a sus calumniadores y a sus jueces inicuos, sino que les pidió que tratasen un día a sus propios hijos como a él mismo, si éstos eran lo bastante afortunados para merecer su odio, como él: el legislador de los cristianos, infinitamente superior, pidió a su Padre que perdonase a sus enemigos.

Si Jesucristo pareció temer la muerte, si la angustia que sentía fue tan extremada que le produjo un sudor mezclado con sangre, lo que constituye el síntoma más violento y más raro, es porque se dignó rebajarse a todas las debilidades del cuerpo humano que había revestido. Su cuerpo temblaba y su alma era inquebrantable; nos enseñaba que la verdadera fuerza, la ver­dadera grandeza consisten en soportar unos males bajo los que sucumbe nuestra naturaleza. Hay un valor extremado en correr hacia la muerte temiéndola.

Sócrates había tratado a los sofistas de ignorantes y los había dejado convictos de mala fe: Jesús, usando de sus derechos divinos, trató a los escribas y a los fariseos de hipócritas, de insen­satos, de ciegos, de malvados, de serpientes, de raza de víboras.

Sócrates no fue acusado de querer fundar una secta nueva: no se acusó a Jesucristo de haber querido introducir una. Está dicho que los príncipes de los sacerdotes y todo el consejo bus­caban un falso testimonio contra Jesús para hacerle perecer.

Ahora bien, si buscaban un falso testimonio no le repro­chaban por lo tanto haber predicado públicamente contra la ley. En efecto, permaneció sumiso a la ley de Moisés desde su infan­cia hasta su muerte. Fue circuncidado el octavo día, como todos los demás niños. Si más tarde fue bautizado en el Jordán, se tra­taba de una ceremonia consagrada entre los judíos, como entre todos los pueblos de Oriente. Todas las manchas legales se lava­ban con el bautismo; de esta manera se consagraba a los sacer­dotes: los fieles se introducían en el agua en la fiesta de la expia­ción solemne, se bautizaba a los prosélitos.

Jesús observó todos los puntos de la ley: festejó todos los sábados; se abstuvo de comer toda clase de manjares prohibi­dos: celebró todos las fiestas e incluso, antes de su muerte, había celebrado la Pascua; no se le acusó de exponer ninguna opinión nueva, ni de haber observado ningún rito extranjero. Nacido israelita, vivió constantemente como israelita.

Dos testigos que se presentaron le acusaron de haber dicho «que podrían destruir el templo y reconstruirlo en tres días» [Mateo, XXVI, 61]. Tal afirmación era incomprensible para los judíos carnales; pero no era una acusación de querer fundar una nueva secta.

El Sumo Sacerdote le interrogó y le dijo: «Te ordeno por el Dios vivo que nos digas si eres Cristo hijo de Dios.» No se nos dice lo que el Sumo Sacerdote entendía por hijo de Dios. Se uti­lizaba a veces aquella expresión para designar a un justo, lo mismo que se empleaban las palabras hijo de Belial para designar a un malvado. Los rudos judíos no tenían la menor idea del mis­terio sagrado de un Hijo de Dios, Dios él mismo, bajado a la tierra.

Jesús le respondió: «Tú lo has dicho, pero os digo que pronto veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra de la vir­tud de Dios, descendiendo sobre las nubes del cielo.»

Esta respuesta fue considerada por el sanedrín irritado como una blasfemia. El sanedrín ya no gozaba del derecho de la espada; condujeron a Jesús ante el gobernador romano de la provincia y le acusaron con calumnia de ser un perturbador de la tranquilidad pública, que afirmaba que no se debía pagar tri­buto al César y que además se decía rey de los judíos. Es, pues, completamente evidente que fue acusado de un crimen contra el Estado.

El gobernador Pilatos, al saber que era galileo, lo envió pri­mero a Herodes, tetrarca de Galilea. Herodes creyó ser imposi­ble que Jesús pudiese pretender hacerse jefe de un partido y aspirar a la realeza; le trató con desprecio y lo devolvió a Pilatos, que cometió la indigna flaqueza de condenarle para calmar el tumulto que se había producido contra él, considerando además que ya había tenido que soportar anteriormente una sublevación de judíos, según nos cuenta Josefo. Pilatos no tuvo la misma generosidad que tuvo más tarde el gobernador Festos.

Ahora pregunto yo si es la tolerancia o la intolerancia lo que es de derecho divino. Si queréis pareceros a Jesucristo, sed mártires y no verdugos.

 

CAPÍTULO XV

Testimonios contra la intolerancia

 

Es impiedad quitar la libertad a los hombres en materia de religión, impedir que escojan una divinidad: ningún hombre, ningún dios, querrían un culto forzado. (Apologética, capítulo XXIV.)

Si se emplease la violencia en defensa de la fe, los obispos se opondrían a ello. (San Hilario, lib.1.°)

La religión forzada ya no es religión: hay que persuadir y no forzar. La religión no se ordena. (Lactancio, lib. III.)

Es una herejía execrable querer atraerse por la fuerza, por los golpes, por los encarcelamientos a aquellos a los que no se ha podido convencer por la razón. (San Atanasio, lib.1.°)

No hay nada más contrario a la religión que la fuerza. (San Justino, mártir, lib. V.)

¿Perseguiremos a aquellos a los que Dios tolera?, dice san Agustín antes de que su disputa con los donatistas le volviese demasiado severo.

Que no se haga ninguna violencia a los judíos. (Cuarto con­cilio de Toledo, canon cincuenta y seis.)

Aconsejad, no forcéis. (Carta de san Bernardo.)

No pretendemos destruir los errores por la violencia. (Dis­curso del clero de Francia a Luis XIII.)

Siempre hemos desaprobado los procedimientos riguro­sos. (Asamblea del clero, 11 agosto, 1560.)

Sabemos que la fe se persuade y no se ordena. (Fléchier, obispo de Nimes, carta 19.)

No se deben emplear términos insultantes. (El obispo Du Bellay, en una Instrucción pastoral.)

Acordaos de que las enfermedades del alma no se curan por la fuerza y la violencia. (El cardenal Le Camus, Instrucción pastoral de 1688.)

Conceded a todos la tolerancia civil. (Fénelon, arzobispo de Cambrai, al duque de Borgoña.)

La imposición forzosa de una religión es prueba evidente de que el espíritu que la guía es un espíritu enemigo de la ver­dad. (Dirois, doctor de la Sorbona, libro VI, cap. IV.)

La violencia puede hacer hipócritas; no se persuade cuan­do se hacen resonar amenazas por todas partes. (Tillemont, His­toria eclesiástica, t. VI.)

Nos ha parecido conforme a la equidad y a la recta razón seguir las huellas de la antigua Iglesia, que nunca empleó la vio­lencia para establecer y difundir la religión. (Amonestación del parlamento de París a Enrique II.)

La experiencia nos enseña que la violencia es más capaz de irritar que de curar un mal que tiene su raíz en el espíritu, etc. (De Thou, Epístola dedicatoria a Enrique IV.)

La fe no se inspira a cintarazos. (Cerisiers, Sobre los reinados de Enrique IV y Luis XIII.)

Es un celo bárbaro aquel que pretende implantar la reli­gión en los corazones, como si la persuasión pudiese ser el efec­to de la fuerza. (Boulainvilliers, Situación de Francia.)

Pasa con la religión como con el amor: el mandato nada puede, la fuerza aún menos: no hay nada más independiente que amar y creer. (Amelot de La Houssaie, sobre las Cartas del cardenal de Ossat.)

Si el cielo os ha amado lo bastante para haceros ver la ver­dad, os ha hecho una gran gracia; ¿pero corresponde a los hijos que tienen la herencia de su padre odiar a los que no la han teni­do? (El espíritu de las leyes, lib. XXV.)

Se podría hacer un libro enorme compuesto todo él de pasajes semejantes. Nuestras historias, nuestros discursos, nues­tros sermones, nuestros libros de moral, nuestros catecismos, todos respiran, todos enseñan hoy ese deber sagrado de la indulgencia. ¿Por qué fatalidad, por qué inconsecuencia des­mentiríamos en la práctica una teoría que exponemos diaria­mente? Cuando nuestros actos desmienten nuestra moral es porque creemos que hay alguna ventaja para nosotros en hacer lo contrario de lo que enseñamos; pero ciertamente no hay nin­guna ventaja en perseguir a aquellos que no son de nuestra opi­nión y en hacernos odiar de ellos. Hay, por lo tanto, repetimos, una absurdidad en la intolerancia. Pero, se dirá, aquellos que tienen interés en turbar las conciencias no son absurdos. A ellos se refiere el capítulo siguiente.

 

 

CAPÍTULO XVI

 Diálogo entre un moribundo y un hombre que goza de buena salud

 

Un ciudadano se hallaba en la agonía en una ciudad de provincias; un hombre que gozaba de buena salud fue a provo­carle en sus últimos instantes y le dijo:

¡Miserable!, piensa lo mismo que yo ahora mismo: firma este escrito, confiesa que hay cinco proposiciones en un libro que ni tú ni yo hemos leído nunca; comparte ahora mismo la opinión de Lanfranc contra Bérenger, la de santo Tomás contra san Buenaventura; abraza el segundo concilio de Nicea contra el concilio de Francfort; explícame al momento cómo estas pala­bras: «Mi padre es más grande que yo» significan de manera precisa: «Yo soy tan grande como él.»

Dime de qué modo el Padre comunica todo al Hijo, excep­to la paternidad, o haré arrojar tu cuerpo al arroyo; tus hijos no heredarán nada de ti, tu mujer será privada de su dote y tu fami­lia mendigará el pan que mis iguales le negarán.

 

EL MORIBUNDO

Apenas oigo lo que me decís; las amenazas que me hacéis me llegan confusamente al oído, turban mi alma, hacen horrible mi muerte. En nombre de Dios, tened piedad de mí.

EL BÁRBARO

¡Piedad! No puedo tenerla si no eres en todo de mi misma opinión.

EL MORIBUNDO

¡Ay de mí! ¿Os dais cuenta de que en estos últimos momentos todos mis sentidos están debilitados, se han cerrado todas las puertas de mi entendimiento, mis ideas se evaporan, mi pensamiento se extingue? ¿Estoy en estado de discutir?

EL BÁRBARO

Está bien, si no puedes creer en lo que yo quiero, di que lo crees y eso me basta.

EL MORIBUNDO

¿Cómo puedo perjurar para complaceros? Voy a compa­recer dentro de un momento ante el Dios que castiga el per­jurio.

EL BÁRBARO

No importa; tendrás la satisfacción de ser enterrado en un cementerio y tu mujer, tus hijos, tendrán de qué vivir. Muere como hipócrita; la hipocresía es una buena cosa; es, como se dice, un homenaje que el vicio hace a la virtud. ¿Un poco de hipocresía, amigo mío, qué es lo que cuesta?

EL MORIBUNDO

¡Ay! Despreciáis a Dios, o no le reconocéis, puesto que me pedís una mentira en el artículo de la muerte, vos que debéis ser juzgado pronto por Él y que tendréis que responder de mi mentira.

EL BÁRBARO

¡Cómo, insolente! ¡Que yo no reconozco a Dios!

EL MORIBUNDO

Perdón, hermano, temo que no conozcáis a ningún Dios. El que yo adoro reanima en este momento mis fuerzas para deci­ros con voz agonizante que, si creéis en Dios, debéis usar de caridad para conmigo. Él me ha dado a mi mujer y a mis hijos, no los hagáis morir de miseria. En cuanto a mi cuerpo, haced de él lo que queráis: os lo abandono, pero os conjuro a que creáis en Dios.

EL BÁRBARO

Haz, sin razonar, lo que te he dicho; lo quiero, te lo or­deno.

EL MORIBUNDO

¿Y qué interés tenéis en atormentarme tanto?

EL BÁRBARO

¡Cómo! ¿Qué interés? Si obtengo tu firma me valdrá una buena canonjía.

EL MORIBUNDO

¡Ah, hermano mío! Éste es mi último instante; muerto, voy a pedir a Dios que os toque el corazón y os convierta.

EL BÁRBARO

¡Váyase al diablo el impertinente que no ha firmado!, voy a firmar por él, imitando su letra.

La carta siguiente es una confirmación de la misma moral.

 

CAPÍTULO XVII

Carta escrita al jesuita Le Tellier, por un beneficiado, el 6 de mayo de 1714

 

REVERENDO PADRE,

Obedezco las órdenes que me ha dado Vuestra Reverencia de exponerle los medios más adecuados de librar a Jesús y su Compañía de sus enemigos. Creo que no quedan más de qui­nientos mil hugonotes en el reino, algunos dicen un millón, otros ciento cincuenta mil; pero cualquiera que sea su número, he aquí mi opinión, que someto con toda humildad a la vuestra, como es debido.

1.° Es fácil apoderarse en un día de todos los predicadores protestantes y ahorcarlos a todos a la vez en la misma plaza, no sólo para edificación pública, sino por la belleza del espectáculo.

2.° Yo haría asesinar en su cama a todos los padres y madres, porque si se les matase en las calles podría originar algún tumulto; incluso muchos podrían salvarse, lo que hay que evitar antes que nada. Esta ejecución es un corolario necesario de nuestros principios: porque, si hay que matar a un herético, como lo demuestran tantos grandes teólogos, es evidente que hay que matarlos a todos.

3.° Al día siguiente casaría a todas sus hijas con buenos católicos, considerando que no hay que despoblar demasiado el Estado después de la última guerra; pero con respecto a los muchachos de catorce y quince años, ya imbuidos de malos principios, que no se puede confiar en destruir, mi opinión es que hay que castrarlos a todos para que esa ralea no se repro­duzca más. En cuanto a los otros chiquillos, serán educados en vuestros colegios y se les darán zurriagazos hasta que se sepan de memoria las obras de Sánchez y de Molina.

4.° Opino, salvo mejor criterio por vuestra parte, que hay que hacer lo mismo a todos los luteranos de Alsacia, teniendo en cuenta que, en el año 1704, vi dos viejas de aquel país que se reían el día de la batalla de Hochstedt.

5.° El artículo de los jansenistas parecerá tal vez un poco más embarazoso: creo que son seis millones por lo menos; pero una mente como la vuestra no debe asustarse por ello. Incluyo entre los jansenistas a todos los parlamentos que apoyan tan indignamente las libertades de la Iglesia galicana. Corresponde a Vuestra Reverencia sopesar, con su prudencia habitual, los medios de someter a todos esos espíritus reacios. La conspira­ción de las Pólvoras no tuvo el éxito deseado porque uno de los conjurados cometió la indiscreción de querer salvar la vida a su amigo; pero como vos no tenéis ningún amigo, no es de temer tal inconveniente; os será excesivamente fácil hacer saltar todos los parlamentos del reino con esa invención del monje Schwartz que llaman pulvis pyrus (pólvora de cañón). Calculo que hace falta, uno con otro, treinta y seis barriles de pólvora para cada parlamento y de esta suerte, multiplicando doce par­lamentos por treinta y seis barriles, sólo se necesitan cuatrocien­tos treinta y dos barriles, que, a cien escudos pieza, hacen la suma de ciento veintinueve mil seiscientas libras: una bagatela para el reverendo padre general.

Una vez volados los parlamentos, daréis sus cargos a vues­tros congregantes, que conocen perfectamente las leyes del reino.

6.° Será cosa fácil envenenar al señor cardenal de Noailles, que es hombre sencillo que no desconfía de nada.

Vuestra Reverencia empleará los mismos medios de con­versión cerca de algunos obispos recalcitrantes; sus obispados serán puestos en manos de los jesuitas, mediante un breve del papa: entonces, al ser todos los obispos partidarios de la buena causa y habiendo sido escogidos hábilmente todos los curas por los obispos, he aquí lo que aconsejo, salvo el mejor parecer de Vuestra Reverencia.

7.° Como se dice que los jansenistas comulgan por lo menos en Pascua, no estaría mal espolvorear las hostias con la droga que se utilizó para hacer justicia al emperador Enrique VII. Algún crítico me dirá tal vez que se correría el peligro, con esta operación, de dar también el raticida a los molinistas: esta objeción es fuerte; pero no existe proyecto que no tenga incon­venientes, ni sistema que no amenace ruina por algún lado. Si nos detuviéramos por estas pequeñas dificultades, jamás se lle­garía a hacer nada; y además, como se trata de procurar el mayor bien que sea posible, no debemos escandalizarnos si dicho gran bien acarrea algunas malas consecuencias, que son de poca consideración.

No tenemos nada que reprocharnos; está demostrado que todos los pretendidos reformados, todos los jansenistas, están destinados al infierno; de esta suerte no hacemos más que apre­surar el momento en que deben entrar en posesión de él.

No está menos claro que el paraíso pertenece por derecho propio a los molinistas: por lo tanto, al hacerlos perecer por inadvertencia y sin ninguna mala intención, aceleramos su goce: somos en uno y otro caso los ministros de la Providencia.

En cuanto a aquellos que podrían escandalizarse un poco de la cantidad, Su Paternidad podrá hacerles observar que desde los días florecientes de la Iglesia hasta 1707, es decir, desde hace alrededor de mil cuatrocientos años, la teología ha causado la matanza de más de cincuenta millones de hombres; y que sólo propongo estrangular, o degollar, o envenenar unos seis millones quinientos mil.

Se nos objetará también, tal vez, que mi cálculo no es exac­to, y que violo la regla de tres: porque, se dirá, si en mil cuatro­cientos años sólo han perecido cincuenta millones de hombres por distinciones, dilemas y antilemas teológicos, esto sólo hace por año treinta y cinco mil setecientos catorce personas, con fracción, y que así yo mato seis millones cuatrocientas sesenta y cuatro mil doscientas ochenta y cinco personas más, con frac­ción, en el presente año.

Pero en verdad este regateo es muy pueril; incluso se puede decir que es impío; porque, ¿no se ve que con mi proce­dimiento salvo la vida a todos los católicos hasta el fin del mundo? Jamás se hubiera hecho nada si se hubiese querido res­ponder a todas las críticas. Soy, con un profundo respeto, de Vuestra Paternidad,

muy humilde, muy devoto y muy dulce R…

nacido en Agulema, prefecto de la Congregación.

 

Este proyecto no pudo ser llevado a cabo porque el padre Le Tellier encontró algunas dificultades y Su Paternidad fue desterrado el año siguiente. Pero como conviene examinar el pro y el contra, parece que es bueno buscar en qué caso se podría seguir legítimamente, en parte, las opiniones del corres­ponsal del padre Le Tellier. Parece que sería difícil ejecutar este proyecto en todos sus puntos; pero conviene ver en qué ocasio­nes se debe aplicar el tormento de la rueda, o ahorcar, o conde­nar a galeras a las personas que no son de nuestra opinión: cons­tituye esto el objeto del artículo siguiente.

 

 

CAPÍTULO XVIII

Únicos casos en que la intolerancia es de derecho humano

 

Para que un gobierno no tenga derecho a castigar los errores de los hombres, es necesario que tales errores no sean crímenes: sólo son crímenes cuando perturban la sociedad: perturban la sociedad si inspiran fanatismo; es preciso, por lo tanto, que los hombres empiecen por no ser fanáticos para merecer la tolerancia.

Si algunos jóvenes jesuitas, sabiendo que la Iglesia aborre­ce a los réprobos, que los jansenistas están condenados por una bula, que por lo tanto los jansenistas son réprobos, se van a prender fuego a una casa de los Padres del Oratorio porque Quesnel, el oratoriano, era jansenista, está claro que no habrá más remedio que castigar a esos jesuitas.

Del mismo modo, si han difundido máximas culpables, si su instituto es contrario a las leyes del reino, no hay más reme­dio que disolver su compañía y abolir a los jesuitas para con­vertirlos en ciudadanos; lo cual, en el fondo, es un mal imagi­nario y un bien real para ellos, porque ¿dónde está el mal de llevar chupa en lugar de sotana, de ser libre en lugar de escla­vo? Se licencia en tiempos de paz a regimientos enteros, que no se quejan de ello: ¿por qué los jesuitas lanzan tales gritos cuan­do se los disuelve para tener paz? Que los franciscanos, llevados de un santo celo por la Virgen María, vayan a derribar la iglesia de los dominicos que creen que María nació con el pecado ori­ginal, no habrá más remedio que tratar a los franciscanos poco más o menos como a los jesuitas.

Se dirá lo mismo de los luteranos y los calvinistas. Será inútil que afirmen: seguimos los impulsos de nuestra concien­cia, es preferible obedecer a Dios que a los hombres [Hechos, V, 291; nosotros somos indudablemente el verdadero rebaño, debe­mos exterminar a los lobos; es evidente que en tal caso ellos tam­bién son lobos.

Uno de los más asombrosos ejemplos de fanatismo lo ha dado una pequeña secta de Dinamarca, cuyo principio era el mejor del mundo. Aquellas gentes querían procurar la salvación eterna a sus hermanos; pero las consecuencias de ese principio eran singu­lares. Sabían que todos los niños que mueren sin bautismo se con­denan y que los que tienen la suerte de morir inmediatamente des­pués de haber recibido el bautismo gozan de la gloria eterna: iban degollando a todos los niños y niñas recién bautizados que podían encontrar; era indudablemente hacerles el mayor bien que se les podía proporcionar; se les preservaba a la vez del pecado, de las miserias de esta vida y del infierno; se les enviaba infaliblemente al cielo. Pero aquellas gentes caritativas no consideraban que no está permitido hacer un pequeño mal por un gran bien; que no tenían ningún derecho sobre la vida de aquellos niños; que la mayor parte de los padres y las madres son lo bastante carnales para preferir tener a su lado a sus hijos e hijas que verlos degollar para ir al paraíso y que, en una palabra, el magistrado debe casti­gar el homicidio, aunque se haga con buena intención.

Los judíos parecerían tener más derecho que nadie a robar­nos y matarnos: porque aunque haya cien ejemplos de toleran­cia en el Antiguo Testamento, hay sin embargo algunos ejemplos y algunas leyes rigurosas. Dios les ordenó a veces que matasen a los idólatras, exceptuando únicamente a las jóvenes núbiles: nos consideran idólatras y, aunque los toleramos hoy día, podrían muy bien, si ellos fuesen los amos, no dejar en el mundo más que a nuestras hijas.

Tendrían sobre todo la obligación indispensable de asesi­nar a todos los turcos, la cosa no se presta a discusión: porque los turcos poseen el país de los etheos, de los jebuseos, de los amorreos, de los jersenios, de los hevenios, de los araceos, de los cineos, de los hamatenios, de los samarios: sobre todos estos pueblos se lanzó el anatema: su país, que tenía más de veinti­cinco leguas de largo, fue dado a los judíos por varios pactos consecutivos; deben recuperar sus pertenencias; los mahometa­nos son sus usurpadores desde hace más de mil años.

Si los judíos razonasen así hoy día, es evidente que no habría otra respuesta que condenarlos a todos a galeras.

Tales son, poco más o menos, los únicos casos en que la intolerancia parece razonable.

 

CAPÍTULO XIX

 Relato de una disputa de controversia en China

En los primeros años del reinado del gran emperador Kang-hi, un mandarín de la ciudad de Cantón oyó en su casa un gran ruido que hacían en la casa vecina: preguntó si estaban matando a alguien; se le dijo que eran el capellán de la compa­ñía danesa, un sacerdote de Batavia, y un jesuita que disputa­ban; los mandó llamar, hizo que les sirvieran té y confituras, y les preguntó por qué se peleaban.

El jesuita le respondió que era muy penoso para él, que siempre tenía razón, tener que habérselas con personas que siempre estaban equivocadas; que al principio había argumen­tado con la mayor circunspección, pero que, finalmente, se le había acabado la paciencia.

El mandarín les hizo observar, con toda la discreción posible, lo necesaria que es la buena educación en las discusiones, les dijo que en China jamás se discute y les preguntó de qué se trataba.

El jesuita le respondió: «Monseñor, juzgad vos mismo: estos dos caballeros se niegan a someterse a las decisiones del concilio de Trento.»

«Eso me extraña», dijo el mandarín. Luego, volviéndose hacia los dos refractarios: «Me parece -les dijo-, señores, que deberíais respetar las opiniones de una gran asamblea; no sé lo que es el concilio de Trento; pero varias personas saben siempre más que una sola. Nadie debe creer que sabe más que los demás y que la razón sólo habita en su cabeza; esto es lo que enseña nuestro gran Confucio; y si queréis creerme, haréis muy bien en ateneros al concilio de Trento.»

El danés tomó entonces la palabra y dijo:

«Monseñor habla con la mayor cordura; nosotros respeta­mos las grandes asambleas como es debido; por eso somos com­pletamente de la misma opinión que varias asambleas que se han celebrado con anterioridad a la de Trento.»

«¡Ah! Si es así -dijo el mandarín-, os pido perdón, bien podríais tener razón. ¿Así que sois los dos de la misma opinión, ese holandés y vos, contra ese pobre jesuita?»

«De ningún modo -dijo el holandés-; este hombre tiene opiniones casi tan extravagantes como las del jesuita que se hace el melifluo con vos; no hay manera de aguantar esto.»

«No os comprendo -dijo el mandarín-; ¿no sois los tres cristianos? ¿No venís los tres a enseñar el cristianismo en nues­tro imperio? ¿Y no debéis, por consiguiente, tener los mismos dogmas?»

«Ya lo veis, Monseñor -dijo el jesuita-; estas dos personas son enemigos mortales entre sí y discuten ambas contra mí: es por lo tanto evidente que los dos están equivocados y que la razón está de mi lado.»

«La cosa no es tan evidente -dijo el mandarín-; podría ser, a pesar de todo, que estuvieseis equivocados los tres; tengo curiosidad de oíros a cada uno por turno.»

El jesuita pronunció entonces un discurso bastante largo, durante el cual el danés y el holandés se encogían de hombros; el mandarín no comprendió nada. El danés habló luego; sus dos adversarios le miraron con conmiseración y el mandarín siguió sin comprender nada. El holandés tuvo la misma suerte. Final­mente hablaron los tres a la vez y se dijeron grandes insultos. Al buen mandarín le costó mucho trabajo calmarlos, y les dijo: «Si queréis que se tolere aquí vuestra doctrina, empezad por no ser vosotros ni intolerantes ni intolerables.»

A la salida de la audiencia el jesuita encontró a un misio­nero dominico; le dijo que había ganado su causa, afirmándole que la verdad siempre triunfa. El dominico le dijo: «Si yo hubie­se estado allí, no la habríais ganado; os habría dejado convicto de mentira e idolatría.» La discusión se acaloró, el dominico y el jesuita se agarraron de los pelos. El mandarín, informado del escándalo, mandó a los dos a la cárcel. Un submandarín dijo al juez: «¿Cuánto tiempo quiere Vuestra Excelencia que perma­nezcan encerrados?» «Hasta que se pongan de acuerdo», dijo el juez. «¡Ah!», dijo el submandarín, «entonces se quedarán en la cárcel toda la vida». «Pues bien», dijo el juez, «hasta que se per­donen». «No se perdonarán jamás», le replicó el submandarín; «los conozco bien». «¡Bueno!», dijo el mandarín, «entonces, hasta que finjan perdonarse».

 

CAPÍTULO XX

 De si es útil mantener al pueblo en la superstición

 

Es tal la debilidad del género humano, y tal su perversi­dad, que sin duda vale más para él ser subyugado por todas las supersticiones posibles, con tal de que no sean mortíferas, que vivir sin religión. El hombre siempre ha tenido necesidad de un freno, y aunque fuese ridículo hacer sacrificios a los faunos, a los silvanos, a las náyades, era mucho más razonable y más útil adorar esas fantásticas imágenes de la Divinidad que entregar­se al ateísmo. Un ateo que fuese razonador, violento y podero­so, sería un azote tan funesto como un supersticioso sangui­nario.

Cuando los hombres no tienen nociones claras de la Divi­nidad, las ideas falsas la suplen, como en los malos tiempos se trafica con moneda devaluada cuando no se tiene moneda buena. El pagano no osaba cometer un crimen ante el temor de ser castigado por los falsos dioses; el malabar teme ser castiga­do por su pagoda. En todos los sitios en que hay establecida una sociedad es necesaria una religión; las leyes velan sobre los crímenes conocidos y la religión sobre los crímenes se­cretos.

Pero una vez que los hombres han llegado a abrazar una religión pura y santa, la superstición se vuelve no sólo inútil, sino muy peligrosa. No se debe tratar de alimentar con bellotas a aquellos a los que Dios se digna alimentar con pan.

La superstición es a la religión lo que la astrología a la astronomía: la hija muy loca de una madre muy cuerda. Estas dos hijas han subyugado mucho tiempo toda la tierra.

Cuando, en nuestros siglos de barbarie, había apenas dos señores feudales que tuviesen en sus castillos un Nuevo Testa­mento, podía ser disculpable ofrecer fábulas al vulgo, es decir a esos señores feudales, a sus estúpidas mujeres y a los brutos de sus vasallos: se les hacía creer que san Cristóbal había trans­portado al Niño Jesús de una a otra orilla de un río; se les ati­borraba de historias de brujas y posesos; imaginaban sin difi­cultad que san Genol curaba la gota y santa Clara las enfermedades de la vista. Los niños creían en los fantasmas y los padres en el cordón de san Francisco. La cantidad de reli­quias era innumerable.

La herrumbre de tantas supersticiones ha subsistido toda­vía algún tiempo en los pueblos, incluso después de que la reli­gión se depuró. Sabido es que cuando el Señor de Noailles, obis­po de Chálons, mandó quitar y arrojar al fuego la pretendida reliquia del santo ombligo de Jesucristo, la ciudad entera de Châlons le hizo un proceso; pero el obispo tuvo tanto valor como piedad y no tardó en convencer a los habitantes de la Champaña que se podía adorar a Jesucristo en espíritu y en ver­dad sin tener su ombligo en una iglesia.

Los llamados jansenistas contribuyeron no poco a desa­rraigar insensiblemente en el alma de la nación la mayor parte de las falsas ideas que deshonraban a la religión cristiana. Se dejó de creer que bastaba recitar la oración de los treinta días a la Virgen María para obtener lo que se deseaba y para pecar impunemente.

Por fin, la burguesía ha empezado a sospechar que no era santa Genoveva la que daba o hacía cesar la lluvia, sino que era el propio Dios el que disponía de los elementos. Los frailes se han asombrado de que sus santos ya no hagan milagros; y si los autores de la Vida de san Francisco Javier volviesen al mundo, no se atreverían a escribir que este santo resucitó a nueve muertos, que estuvo al mismo tiempo en la tierra y en el mar y que, habiendo caído al mar su crucifijo, un cangrejo se lo devolvió.

Lo mismo ha sucedido con las excomuniones. Nuestros historiadores nos cuentan que cuando el rey Roberto fue exco­mulgado por el papa Gregorio V por haberse casado con la prin­cesa Berta, su comadre, sus criados arrojaban por las ventanas los manjares que se habían servido al rey, y que la reina Berta dio a luz una oca en castigo de aquel matrimonio incestuoso. Se duda hoy día que los maestresalas de un rey de Francia exco­mulgado arrojasen su cena por la ventana y que la reina trajese al mundo un ansarón en semejante oportunidad.

Si hay algunos convulsionarios en un rincón de un barrio, se trata de una enfermedad pedicular que sólo ataca al popu­lacho más vil. La razón penetra día a día en Francia, tanto en las tiendas de los comerciantes como en las mansiones de los seño­res. Hay pues que cultivar los frutos de esta razón, tanto más cuanto que es imposible impedirles que nazcan. No se puede gobernar a Francia, después de haber recibido las luces de los Pascal, los Nicole, los Arnaud, los Bossuet, los Descartes, los Gassendi, los Bayle, los Fontenelle, etc., como se la gobernaba en tiempos de los Garasse y los Menot.

Si los maestros de los errores, quiero decir los grandes maestros, tanto tiempo pagados y cubiertos de honores por embrutecer al género humano, ordenasen hoy día creer que el grano debe pudrirse para germinar; que la tierra está inmóvil en sus cimientos, que no gira alrededor del sol; que las mareas no son un efecto natural de la gravitación, que el arco iris no está formado por la refracción y la reflexión de los rayos de la luz, etc., y si se basasen para ello en pasajes mal comprendi­dos de las Sagradas Escrituras para justificar sus órdenes, ¿cómo serían mirados por todos los hombres instruidos? ¿La palabra bestias sería demasiado fuerte? ¿Y si esos sabios maes­tros empleasen la fuerza y la persecución para hacer reinar su insolente ignorancia, el término de bestias feroces sería inade­cuado?

Cuanto más se desprecian las supersticiones de los monjes, más se respeta a los obispos y más se considera a los sacerdotes; sólo hacen bien y las supersticiones ultramontanas harían mucho mal. Pero de todas las supersticiones, la más peligrosa ¿no es la de odiar al prójimo por sus opiniones? ¿Y no es evi­dente que sería todavía más razonable adorar el santo ombligo, el santo prepucio, la leche y el traje de la Virgen María que detestar y perseguir a nuestro hermano?

 

CAPÍTULO XXI

 Virtud vale más que ciencia

 

Cuanto menos dogmas, menos disputas; y cuanto menos disputas, menos desgracias; si esto no es verdad, estoy equi­vocado.

La religión ha sido instituida para hacernos felices en esta vida y en la otra. ¿Qué hace falta para ser feliz en la vida futu­ra?: ser justo.

Para ser feliz en ésta, todo lo que permite la miseria de nuestra naturaleza, ¿qué hace falta?: ser indulgente.

Sería el colmo de la locura pretender hacer que todos los hombres piensen de una manera uniforme sobre la metafísica. Se podría mucho más fácilmente someter el universo entero por las armas que subyugar todas las mentes de una sola ciudad.

Euclides consiguió fácilmente persuadir a todos los hom­bres de las verdades de la geometría: ¿por qué? Porque no hay uno que no sea un corolario evidente de este pequeño axioma: dos y dos son cuatro. No sucede exactamente lo mismo en la mez­cla de la filosofía y la teología.

Cuando el obispo Alejandro y el sacerdote Arrio, o Arius, empezaron a disputar sobre la manera de cómo el Logos era una emanación del Padre, el emperador Constantino les escribió pri­mero estas palabras tomadas de Eusebio y Sócrates: «Sois unos grandes locos por disputar sobre cosas que no podéis entender.»

Si ambos partidos hubiesen sido lo bastante cuerdos para reconocer que el emperador tenía razón, el mundo cristiano no habría sido ensangrentado durante trescientos años.

¿Qué cosa hay en efecto más loca y más horrible que decir a los hombres: «Amigos míos, no es suficiente ser fieles súbdi­tos, hijos sumisos, padres cariñosos, vecinos equitativos, practi­car todas las virtudes, cultivar la amistad, rehuir la ingratitud, adorar en paz a Jesucristo: es preciso también que sepáis cómo se es engendrado desde la eternidad; y si no sabéis distinguir el omousion en la hipóstasis, os anunciamos que seréis quemados eternamente; y, mientras tanto, empezaremos por degollaros»?

Si se hubiese sometido tal decisión a un Arquímedes, a un Posidonio, a un Varrón, a un Catón, a un Cicerón, ¿qué habrían contestado?

Constantino no perseveró en su resolución de imponer silencio a los dos partidos: podía hacer venir a los jefes del ergo­tismo a su palacio; podía preguntarles con qué autoridad per­turbaban el mundo: «¿Tenéis los títulos de la familia divina? ¿Qué os importa que el Logos sea hecho o engendrado con tal de que se le sea fiel, con tal de que se predique una buena moral y que se la practique si se puede? He cometido muchas faltas en mi vida, y vosotros también; vosotros sois ambiciosos, y yo tam­bién; el imperio me ha costado trapacerías y crueldades; he ase­sinado a casi todos mis parientes; me arrepiento de ello: quiero expiar mis crímenes dando tranquilidad al imperio romano, no me impidáis que haga el único bien que puede hacer olvidar mis antiguas barbaries; ayudadme a terminar mis días en paz.» Tal vez no habría obtenido nada de los contrincantes; tal vez le hala­gó presidir un concilio con un largo traje talar rojo y la cabeza cargada de pedrería.

He aquí, sin embargo, lo que abrió la puerta a todos esos azotes que, procedentes de Asia, inundaron Occidente. Salió de cada versículo discutido una furia armada de un sofisma y un puñal que volvió insensatos y crueles a todos los hombres. Los hunos, los hérulos, los godos y los vándalos que llegaron inme­diatamente después, hicieron infinitamente menos mal, y el más grande que hicieron fue el de prestarse finalmente ellos mismos a esas fatales disputas.

 

 

CAPÍTULO XXII

De la tolerancia universal

 

No se necesita mucho arte, ni una elocuencia muy rebus­cada para demostrar que los cristianos deben tolerarse unos a otros. Voy más lejos: os digo que hay que mirar a todos los hom­bres como hermanos nuestros. ¡Cómo! ¿El turco hermano mío? ¿El chino mi hermano? ¿El judío? ¿El siamés? Sí, sin duda; ¿no somos todos hijos del mismo Padre, criaturas del mismo Dios?

¡Pero esos pueblos nos desprecian; nos tratan de idólatras! ¡Pues bien! Les diré que hacen mal. Me parece que podría hacer vacilar por lo menos la orgullosa testarudez de un imán o de un sacerdote budista si les hablase poco más o menos así:

«Este pequeño globo, que no lo es, rueda en el espacio, lo mismo que tantos otros globos; estamos perdidos en esa inmen­sidad. El hombre, de una estatura aproximada de cinco pies, es seguramente poca cosa en la creación. Uno de esos seres imper­ceptibles dice a algunos de sus vecinos, en Arabia o en Cafrería: “Escuchadme, porque el Dios de todos esos mundos me ha ilu­minado: hay novecientos millones de pequeñas hormigas como nosotros en la tierra, pero sólo mi hormiguero es grato a Dios; todos los otros le son odiosos desde la eternidad; únicamente mi hormiguero será feliz, todos los demás serán eternamente des­graciados.”»

Entonces me interrumpirían y me preguntarían quién es el loco que ha dicho semejante tontería. Me vería obligado a res­ponderles: «Vosotros mismos.» Luego trataría de aplacarlos; pero sería muy difícil.

Hablaría ahora a los cristianos y osaría decir, por ejemplo, a un dominico inquisidor de la fe: «Hermano mío, sabéis que cada provincia de Italia tiene su propio dialecto y que no se habla en Venecia o en Bérgamo como en Florencia. La Academia de la Crusca ha fijado la lengua; su diccionario es una regla de la que no hay que apartarse y la Gramática de Buonmattei es un guía infalible que hay que seguir; ¿pero creéis que el cónsul de la Aca­demia, y en su ausencia Buonmattei, habrían podido en concien­cia hacer cortar la lengua a todos los venecianos y a todos los ber­gamascos que hubiesen persistido en hablar su jerga?»

El inquisidor me responde: «Hay mucha diferencia; se trata aquí de la salvación de vuestra alma; es por vuestro bien por lo que el directorio de la Inquisición ordena que se os deten­ga por la declaración de una sola persona, aunque sea infame y reincidente de la justicia; que no tengáis abogado que os defien­da; que el nombre de vuestro acusador ni siquiera os sea cono­cido; que el inquisidor os prometa gracia y luego os condene; que os aplique cinco torturas diferentes y que luego seáis azota­do, condenado a galeras o quemado solemnemente. El padre Ivonet, el doctor Cuchalon, Zanchinus, Campegius, Roias, Fely­nus, Gomarus, Diabarus, Gemelinus son terminantes y esta pia­dosa práctica no tolera contradicción.»

Yo me tomaría la libertad de contestarle: «Hermano mío, tal vez tengáis razón; estoy convencido del bien que queréis hacerme; ¿pero no podría ser salvado sin todo esto?»

Es cierto que esos absurdos horrores no manchan todos los días la faz de la tierra; pero han sido frecuentes y se formaría fácilmente con ellos un volumen mucho más grueso que los Evangelios que los reprueban. No sólo es muy cruel perseguir en esta corta vida a aquellos que no piensan como nosotros, pero no sé si es muy osado declarar tajantemente su condena­ción por toda la eternidad. Me parece que no corresponde en absoluto a unos átomos de un momento, como nosotros, antici­parnos a los juicios del Creador. Lejos de mí la idea de contra­decir esta sentencia: «Fuera de la Iglesia no hay salvación»; la respeto, lo mismo que todo lo que enseña, pero, en verdad, ¿conocemos todos los caminos de Dios y toda la extensión de su misericordia? ¿No está permitido esperar en Él tanto como temerle? ¿No es suficiente ser fieles a la Iglesia? ¿Será preciso que cada individuo usurpe los derechos de la Divinidad y deci­da antes que ella sobre la suerte eterna de los hombres?

Cuando llevamos luto por un rey de Suecia, o de Dina­marca, o de Inglaterra, o de Prusia, ¿decimos que llevamos luto por un réprobo que arde eternamente en el infierno? Hay en Europa cuarenta millones de habitantes que no pertenecen a la Iglesia de Roma. ¿Diremos a cada uno de ellos: «Señor, conside­rando que estáis infaliblemente condenado, no quiero comer, ni contratar, ni conversar con vos»?

¿Quién es el embajador de Francia que, al ser presentado en audiencia al Gran Señor, se dirá en el fondo de su corazón: Su Alteza será infaliblemente quemada por toda la eternidad, por haberse sometido a la circuncisión? Si creyese realmente que el Gran Señor es el enemigo mortal de Dios y el objeto de su venganza, ¿podría hablarle? ¿Debería ser enviado a él? ¿Con qué hombre se podría comerciar, qué deber de la vida civil se podría cumplir nunca, si en efecto estuviésemos convencidos de la idea de que conversamos con réprobos?

¡Oh sectarios de un Dios clemente! Si tuviésemos un cora­zón cruel; si al adorar a Aquel cuya única ley consistía en estas palabras: «Amad a Dios y a vuestro prójimo» hubieseis recarga­do esta ley pura y santa con sofismas y disputas incomprensi­bles; si hubieseis encendido la discordia, unas veces por una palabra nueva, otras por una sola letra del alfabeto; si hubieseis atribuido penas eternas a la omisión de algunas palabras, de algunas ceremonias que otros pueblos no podrían conocer, os diría, derramando lágrimas sobre el género humano: «Trans­portaos conmigo al día en que todos los hombres serán juzgados y en que Dios dará a cada cual según sus obras.»

«Veo a todos los muertos de los siglos pasados y del nues­tro comparecer ante su presencia. ¿Estáis seguros de que nues­tro Creador y nuestro Padre dirá al sabio y virtuoso Confucio, al legislador Solón, a Pitágoras, a Zaleuco, a Sócrates, a Platón, a los divinos Antoninos, al buen Trajano, a Tito, las delicias del género humano, a Epicteto, a tantos otros hombres, modelos de los hombres: ¡id, monstruos, id a sufrir unos castigos infini­tos en intensidad y duración; que vuestro suplicio sea eterno como yo! Y vosotros, mis bien amados Jean Chátel, Ravaillac, Damiens, Cartouche, etc., que habéis muerto dentro de las fór­mulas prescritas, compartid para siempre a mi derecha mi imperio y mi felicidad?»

Retrocedéis horrorizados ante estas palabras; y, después de habérseme escapado, no tengo nada más que deciros.

 

 

CAPÍTULO XXIII

Oración a Dios

 

Ya no es por lo tanto a los hombres a los que me dirijo, es a ti, Dios de todos los seres, de todos los mundos y de todos los tiempos: si está permitido a unas débiles criaturas perdidas en la inmensidad e imperceptibles al resto del universo osar pedir­te algo, a ti que lo has dado todo, a ti cuyos decretos son tan inmutables como eternos, dígnate mirar con piedad los errores inherentes a nuestra naturaleza; que esos errores no sean cau­santes de nuestras calamidades. Tú no nos has dado un corazón para que nos odiemos y manos para que nos degollemos; haz que nos ayudemos mutuamente a soportar el fardo de una vida penosa y pasajera; que las pequeñas diferencias entre los vesti­dos que cubren nuestros débiles cuerpos, entre todos nuestros idiomas insuficientes, entre todas nuestras costumbres ridícu­las, entre todas nuestras leyes imperfectas, entre todas nuestras opiniones insensatas, entre todas nuestras condiciones tan des­proporcionadas a nuestros ojos y tan semejantes ante ti; que todos esos pequeños matices que distinguen a los átomos lla­mados hombres no sean señales de odio y persecución; que los que encienden cirios en pleno día para celebrarte soporten a los que se contentan con la luz de tu sol; que aquellos que cubren su traje con una tela blanca para decir que hay que amarte no detesten a los que dicen la misma cosa bajo una capa de lana negra; que dé lo mismo adorarte en una jerga formada de una antigua lengua o en una jerga más moderna; que aquellos cuyas vestiduras están teñidas de rojo o violeta, que mandan en una pequeña parcela de un pequeño montón de barro de este mundo y que poseen algunos fragmentos redondeados de cier­to metal, gocen sin orgullo de lo que llaman grandeza y riqueza y que los demás los miren sin envidia: porque Tú sabes que no hay en estas vanidades ni nada que envidiar ni nada de que enorgullecerse.

¡Ojalá todos los hombres se acuerden de que son herma­nos! ¡Que odien la tiranía ejercida sobre sus almas como odian el latrocinio que arrebata a la fuerza el fruto del trabajo y de la industria pacífica! Si los azotes de la guerra son inevitables, no nos odiemos, no nos destrocemos unos a otros en el seno de la paz y empleemos el instante de nuestra existencia en bendecir por igual, en mil lenguas diversas, desde Siam a California, tu bondad que nos ha concedido ese instante.

 

 

CAPÍTULO XXIV

Post scriptum

 

Mientras trabajábamos en esta obra con el único objeto de hacer a los hombres más compasivos y más dulces, otro hombre escribía con un objeto contrario: porque cada cual tiene su opi­nión. Ese hombre hacía imprimir un pequeño código de perse­cución, titulado Acuerdo de la religión y de la humanidad (es una falta del impresor: léase de la inhumanidad).

El autor del santo libelo se apoya en san Agustín, quien, después de haber predicado la dulzura, predicó finalmente la persecución, habida cuenta que era entonces el más fuerte y que cambiaba a menudo de opinión. Cita también al obispo de Meaux, Bossuet, que persiguió al célebre Fénelon, arzobispo de Cambrai, culpable de haber impreso que Dios vale bien la pena de que se le ame por sí mismo.

Bossuet era elocuente, lo confieso; el obispo de Hipona, a veces inconsecuente, era más diserto de lo que lo son los demás africanos, también lo reconozco; pero me tomaré la libertad de decir al autor de ese santo libelo, con Armande, en Las mujeres sabias: Quand sur une personne on pretend se régler, / C’est par les beaux cotés qu’il faut ressembler (acto I, escena I) (Cuando a una persona pretendemos imitar, / es a sus facetas buenas a las que debemos parecernos).

Yo diría al obispo de Hipona: Monseñor, habéis cambiado de opinión, permitid que me atenga a vuestra primera opinión; en verdad la creo mejor.

Diría al obispo de Meaux: Monseñor, sois un gran hombre: os encuentro tan sabio, por lo menos, como san Agustín, y mucho más elocuente; pero ¿por qué atormentar tanto a vuestro colega, que era tan elocuente como vos en otro género, y que era más amable?

El autor del santo libelo sobre la inhumanidad no es un Bossuet ni un Agustín; me parece muy propio para hacer un excelente inquisidor; quisiera que estuviese en Goa al frente de ese hermoso tribunal. Es, además, hombre de Estado y expone grandes principios de política. «Si hay en vuestro país, dice, muchos heterodoxos, respetadlos, persuadidlos; si sólo hay un pequeño número, utilizad el patíbulo y las galeras y os irá muy bien»; esto es lo que aconseja en las páginas 89 y 90.

A Dios gracias, soy buen católico, no tengo por qué temer lo que los hugonotes llaman el martirio; pero si ese hombre llega alguna vez a ser primer ministro, de lo que parece presumir en su libelo, le advierto que salgo para Inglaterra el día que obten­ga su cédula de nombramiento.

Mientras tanto no puedo por menos que dar las gracias a la Providencia por permitir que las personas de su especie sean siempre malos razonadores. Llega al extremo de citar a Bayle entre los partidarios de la intolerancia: la cosa es sabia y hábil; y del hecho de que Bayle reconozca que hay que castigar a los fac­ciosos y a los pillos, nuestro hombre saca la consecuencia de que hay que perseguir a sangre y fuego a las gentes de buena fe que son pacíficas.

Casi todo su libro es una imitación de la Apología de la jor­nada de San Bartolomé. Es este apologista o su eco. En uno u otro caso hay que esperar que ni el maestro ni el discípulo lle­guen a gobernar el Estado.

Pero si sucede que sean los amos, les presento desde lejos esta demanda, referente a dos líneas de la página 93 del santo libelo:

«¿Hay que sacrificar a la felicidad de la vigésima parte de la nación la felicidad de la nación entera?»

Suponiendo que, en efecto, haya veinte católicos romanos en Francia contra un hugonote, no pretendo que el hugonote se coma a los veinte católicos; pero también ¿por qué esos veinte católicos se comerían a aquel hugonote, y por qué impedir casarse al mismo? ¿No hay obispos, curas, frailes, que poseen tierras en el Delfinado, hacia Agde, en el Gevaudan, por Carca­sona? Esos obispos, esos curas, esos monjes ¿no tienen granjeros que tienen la desgracia de no creer en la transustanciación? ¿No interesa a los obispos, a los curas, a los monjes y al público que esos granjeros tengan una abundante familia? ¿Sólo a aquellos que comulguen en una sola especie les será permitido engen­drar hijos? En verdad tal cosa no es ni justa ni honrada.

«La revocación del edicto de Nantes no ha producido tan­tos inconvenientes como se le atribuyen», dice el autor.

Si, en efecto, se le atribuyen más de los que ha producido, se exagera y lo malo de todos los historiadores es la exageración; pero es también el inconveniente de todos los controversistas reducir a nada el mal que se les reprocha. No creamos ni a los doctores de París ni a los predicadores de Amsterdam.

Tomemos por juez al señor conde de Avaux, embajador en Holanda desde 1685 a 1688. Dice en la página 181 del tomo V, que un solo hombre había ofrecido descubrir más de veinte millo­nes que los perseguidos hacían salir de Francia. Luis XIV respon­de al señor de Avaux: «Las noticias que recibo todos los días de una infinita cantidad de conversiones ya no me permiten dudar de que los más reacios seguirán el ejemplo de los otros.»

Vemos, por esta carta de Luis XIV, que era de muy buena fe sobre la extensión de su poder. Le decían todas las mañanas: «Sire, sois el rey más grande del universo; todo el universo se gloriará de pensar como vos tan pronto como hayáis hablado.» Pellisson, que se había enriquecido en el puesto de secretario de Hacienda; Pellisson, que había estado tres años en la Bastilla como cómplice de Fouquet; Pellisson, que de calvinista se había hecho diácono y beneficiado, que hacía imprimir oraciones para la misa y ramilletes a Iris, que había obtenido el puesto de los economatos y el de convertidor de almas; Pellisson, digo, lleva­ba cada tres meses una gran lista de abjuraciones a siete u ocho escudos pieza y hacía creer a su rey que, cuando él quisiera, con­vertiría a todos los turcos al mismo precio. Todos se turnaban para engañarle; ¿podía resistir al engaño?

Sin embargo, el mismo señor de Avaux hace saber al rey que un tal Vincent protege a más de quinientos obreros cerca de Angu­lema y que su salida originará perjuicios: tomo V, página 192.

El mismo señor de Avaux habla de dos regimientos que el príncipe de Orange está reclutando por los oficiales franceses refu­giados; habla de marineros que desertarán de tres buques para servir en los del príncipe de Orange. Además de esos regimientos, el príncipe de Orange reúne también una compañía de cadetes refugiados, mandados por dos capitanes, página 240. Este emba­jador escribe además, el 9 de mayo de 1686, al señor de Seignelai, «que no puede ocultarle la pena que tiene de ver establecerse las manufacturas de Francia en Holanda, de donde no saldrán más».

Unid a esos testimonios los de todos los intendentes del reino en 1699 y juzgad si la revocación del edicto de Nantes ha producido más mal que bien, a pesar de la opinión del respeta­ble autor de Acuerdo de la religión y la inhumanidad.

Un mariscal de Francia, conocido por su inteligencia supe­rior, decía hace algunos años: «No sé si la dragonada ha sido necesaria, pero es necesario no volverla a hacer.»

Confieso que he creído ir un poco lejos cuando he hecho pública la carta del corresponsal del padre Le Tellier, en la que ese congreganista propone barriles de pólvora. Me decía para mis adentros: no me creerán, considerarán esta carta como una falsificación. Mis escrúpulos, afortunadamente, se han disipado cuando he leído en el Acuerdo de la religión y la inhumanidad, página 149, estas dulces palabras:

«La extinción total de los protestantes en Francia no debi­litará más a Francia de lo que una sangría debilita a un enfermo bien constituido.»

Ese cristiano que ha dicho ahora mismo que los protestan­tes constituyen la vigésima parte de la nación, quiere pues que se derrame la sangre de esa vigésima parte, y considera esa ope­ración como una sangría de una sangradera. ¡Dios nos libre con él de las tres vigésimas partes!

Si por lo tanto este hombre honorable propone matar a la vigésima parte de la nación, ¿por qué el amigo del padre Le Tellier no habría de proponer hacer saltar por el aire, degollar y envenenar a la tercera parte? Es por lo tanto muy verosímil que la carta al padre Le Tellier haya sido realmente escrita.

El santo autor termina finalmente concluyendo que la into­lerancia es una cosa excelente, «porque no ha sido -dice- con­denada expresamente por Jesucristo». Pero Jesucristo tampoco ha condenado a los que prendiesen fuego a París por los cuatro costados; ¿es ésta una razón para canonizar a los incendiarios?

Así pues, cuando la naturaleza deja oír por un lado su voz dulce y bienhechora, el fanatismo, ese enemigo de la naturaleza, pone el grito en el cielo; y cuando la paz se presenta a los hom­bres, la intolerancia forja sus armas. ¡Oh vos, árbitro de las naciones, que habéis dado la paz a Europa, decidid entre el espí­ritu pacífico y el espíritu homicida!

 

 

CAPITULO XXV

Continuación y conclusión

 

Nos enteramos de que el 7 de marzo de 1763, reunido todo el consejo de Estado en Versalles, con asistencia de los ministros de Estado, y bajo la presidencia del canciller, el relator señor de

Crosne dio lectura a su informe sobre el caso Calas con la impar­cialidad de un juez, la exactitud de un hombre perfectamente ente­rado, la elocuencia sencilla y verdadera de un orador hombre de Estado, la única que conviene ante semejante asamblea. Una pro­digiosa multitud de personas de todo rango esperaba en la galería del palacio la decisión del consejo. Pronto se informó al rey de que todos los votos, sin exceptuar ninguno, habían dispuesto que el parlamento de Toulouse enviase al consejo las piezas del proceso y los motivos de su sentencia que había hecho expirar a Jean Calas en la rueda. Su Majestad aprobó el fallo del consejo.

Hay por lo tanto humanidad y justicia en los hombres, y principalmente en el consejo de un rey amado y digno de serlo. El caso de una desgraciada familia de ciudadanos oscuros ha ocupado a Su Majestad, a sus ministros, al canciller y a todo el consejo y ha sido discutido con un examen tan meditado como pueden serlo los más grandes temas de la guerra y de la paz. El amor a la equidad, el interés del género humano han guiado a todos los jueces. ¡Demos gracias a ese Dios de clemencia, el único que inspira la equidad y todas las virtudes!

Atestiguamos que jamás hemos conocido ni a ese infortu­nado Calas a quien los ocho jueces de Toulouse hicieron morir a causa de los más débiles indicios, en contra de las ordenanzas de nuestros reyes y en contra de las Leyes de todas las naciones; ni a su hijo Marc-Antoine, cuya extraña muerte indujo a error a esos jueces; ni a la madre, tan respetable como desgraciada; ni a sus inocentes hijas, que recorrieron con ella doscientas leguas para poner su desastre y su virtud a los pies del trono.

Ese Dios sabe que solamente nos ha animado un espíritu de justicia, de verdad y de paz cuando hemos escrito lo que pen­samos de la tolerancia, con motivo de Jean Calas, a quien el espí­ritu de intolerancia ha hecho morir.

No hemos creído ofender a los ocho jueces de Toulouse al decir que se han equivocado, como ha supuesto todo el conse­jo: al contrario, les hemos abierto el camino para justificarse ante Europa entera. Este camino consiste en confesar que unos indicios equívocos y los gritos de una multitud insensata han sorprendido su justicia; pedir perdón a la viuda y reparar, en lo que esté a su alcance, la ruina entera de una familia inocente, uniéndose a los que la socorren en su aflicción. Han hecho morir al padre injustamente: les corresponde hacer las veces de padre para con sus hijos, suponiendo que esos huérfanos quie­ran recibir de ellos una débil muestra de un justo arrepenti­miento. Será hermoso para los jueces ofrecerla y para la familia rechazarla.

Corresponde sobre todo al llamado David, capitoul de Tou­louse, si ha sido el primer persecutor de la inocencia, dar ejem­plo de remordimiento. Insulta a un padre de familia que agoni­za en el patíbulo. Semejante crueldad es algo inaudito; pero puesto que Dios perdona, también los hombres deben perdonar a quien repara sus injusticias.

Me han escrito del Languedoc esta carta del 20 de febrero de 1763:

[…j

«Vuestra obra sobre la tolerancia me parece llena de huma­nidad y verdad, pero temo que haga más daño que bien a la familia de los Calas. Puede ulcerar a los ocho jueces que votaron por el suplicio de la rueda; pedirán al parlamento que sea que­mado vuestro libro, y los fanáticos (porque siempre los hay) contestarán con gritos de furia a la voz de la razón, etc.»

He aquí mi respuesta:

«Los ocho jueces de Toulouse pueden hacer quemar mi libro, si es bueno; no hay nada más fácil: también se quemaron las Cartas provinciales, que valían sin duda mucho más: todo el mundo puede quemar en su casa los libros y papeles que no le gustan.

»Mi obra no puede hacer ni bien ni mal a los Calas, a los que no conozco. El consejo del rey, imparcial y firme, juzga según las leyes, según la equidad, de acuerdo con las pruebas, de acuerdo con los autos, y no basándose en un escrito que no es jurídico, y cuyo fondo no tiene nada que ver en el fondo con el caso que juzga.

»De nada serviría imprimir varios volúmenes en pro o en contra de los ocho jueces de Toulouse y en pro o en contra de la tolerancia; ni el consejo, ni ningún tribunal consideraría esos libros como piezas del proceso.

»Este escrito sobre la tolerancia es una súplica que la humanidad presenta humildemente al poder y a la prudencia. Siembra un grano que podrá un día dar una cosecha. Esperé­moslo todo del tiempo, de la bondad del rey, de la sabiduría de sus ministros y del espíritu de razón que empieza a difundir su luz por todas partes.

»La naturaleza dice a todos los hombres: os he hecho nacer a todos débiles e ignorantes, para vegetar unos minutos sobre la tierra y abonarla con vuestros cadáveres. Puesto que sois débi­les, socorreos mutuamente; puesto que sois ignorantes, ilustraos y ayudaos mutuamente. Aunque fueseis todos de la misma opi­nión, lo que seguramente jamás sucederá, aunque no hubiese más que un solo hombre de distinta opinión, deberíais perdonarle: porque soy yo la que le hace pensar como piensa. Os he dado brazos para cultivar la tierra y un pequeño resplandor de razón para guiaros; he puesto en vuestros corazones un germen de compasión para que os ayudéis los unos a los otros a sopor­tar la vida. No ahoguéis ese germen, no lo corrompáis, sabed que es divino, y no sustituyáis la voz de la naturaleza por los miserables furores de escuela.

»Soy yo sola la que os une a pesar vuestro por vuestras mutuas necesidades, incluso en medio de vuestras crueles gue­rras con tanta ligereza emprendidas, eterno teatro de los errores, de los azares y de las desgracias. Soy yo sola la que, en una nación, detiene las consecuencias funestas de la división inter­minable entre la nobleza y la magistratura, entre esos dos esta­mentos y el clero, incluso entre los burgueses y los campesinos. Ignoran todos los límites de sus derechos; pero todos escuchan a pesar suyo, a la larga, mi voz que habla a su corazón. Yo sola conservo la equidad en los tribunales, en donde todo sería entregado sin mí a la indecisión y al capricho, en medio de un montón confuso de leyes hechas a menudo al azar y para unas necesidades pasajeras, diferentes entre ellas de provincia en provincia, de ciudad en ciudad, y casi siempre contradictorias entre sí en el mismo lugar. Yo sola puedo inspirar la justicia, mientras que las leyes sólo inspiran los embrollos. El que me escucha juzga siempre bien; y el que sólo busca conciliar opi­niones que se contradicen es el que se extravía.

»Hay un edificio inmenso cuyos cimientos he puesto con mis manos: era sólido y sencillo, todos los hombres podían entrar en él con seguridad; han querido añadirle los ornamentos más extraños, más toscos, más inútiles; el edificio cae en ruinas por los cuatro costados; los hombres recogen las piedras y se las tiran a la cabeza; les grito: Deteneos, apartad esos escombros funestos que son obra vuestra y habitad conmigo en paz en mi edificio inconmovible.»

 

 

Artículo nuevamente añadido, en el que se da cuenta de la última sentencia pronunciada en favor de la familia Calas

 

Después del 7 de marzo de 1763 y hasta el juicio definitivo todavía transcurrieron dos años: a tal punto es fácil al fanatismo arrancar la vida a la inocencia y difícil a la razón obligarle a hacer justicia. Hubo que soportar demoras inevitables, necesariamente inherentes a las formalidades. Cuanto menos habían sido obser­vadas dichas formalidades en la condena de Calas tanto más debían serlo rigurosamente por el consejo de Estado. No bastó un año entero para forzar al parlamento de Toulouse a hacer lle­gar al consejo todo el sumario, para examinarlo, para informar sobre él. El señor de Crosne se vio nuevamente agobiado por un penoso trabajo. Una asamblea de cerca de ochenta jueces casó la sentencia de Toulouse y ordenó la total revisión del proceso.

Otros casos importantes ocupaban entonces a casi todos los tribunales del reino. Se expulsaba a los jesuitas; se abolía su sociedad en Francia: habían sido intolerantes y persecutores: fueron perseguidos a su vez.

La extravagancia de los billetes de confesión de los que se les creyó autores secretos y de los que se habían declarado par­tidarios públicamente, había reanimado ya contra ellos el odio de la nación. Una inmensa bancarrota de uno de sus misione­ros, bancarrota que se creyó en parte fraudulenta, acabó de perderlos. Las meras palabras de misioneros y quebrados, tan poco hechas para verse reunidas, llevaron a todas las mentes la deci­sión de su condena. Finalmente, las ruinas de Port-Royal y las osamentas de tantos hombres célebres denigrados en sus sepul­turas, y exhumados a principios de siglo por órdenes que sólo los jesuitas habían dictado, se alzaron contra su crédito agoni­zante. Se puede ver la historia de su proscripción en el excelen­te libro titulado Sobre la destrucción de los jesuitas en Francia, obra imparcial por ser de un filósofo, escrita con la finura y elo­cuencia de Pascal, y sobre todo con una superioridad de luces que no está ofuscada, como en Pascal, por los prejuicios que algunas veces han seducido a los grandes hombres.

Este gran proceso, en el cual algunos partidarios de los jesuitas decían que la religión era ultrajada, y en el que la mayo­ría la creía vengada, hizo durante muchos meses perder de vista al público el caso de los Calas; pero habiendo asignado el rey al tribunal que llaman de casación el juicio definitivo, el mismo público, que gusta pasar de una escena a otra, se olvidó de los jesuitas y los Calas retuvieron toda su atención.

La cámara de casación es un tribunal soberano compuesto de relatores para juzgar los procesos entre los oficiales de la corte y las causas que el rey les envía, procedentes de otros tri­bunales. No se podía escoger un tribunal más instruido del caso: eran precisamente los mismos magistrados que habían juzgado dos veces los preliminares de la revisión y que estaban perfec­tamente informados del fondo y de la forma. La viuda de Jean Calas, su hijo y el llamado Lavaisse volvieron a la cárcel: se hizo venir del fondo del Languedoc a aquella vieja criada católica que no se había separado jamás de sus amos ni de su ama durante el tiempo que se suponía, contra toda verosimilitud, que estrangulaban a su hijo y hermano. Se deliberó finalmente sobre las mismas piezas que habían servido para condenar a Jean Calas al suplicio de la rueda y a su hijo Pierre al destierro.

Fue entonces cuando apareció una nueva memoria debida a la elocuencia del señor de Beaumont y otra redactada por el joven Lavaisse, tan injustamente implicado en este procedi­miento criminal por los jueces de Toulouse, quienes, para colmo de contradicción, no le habían declarado absuelto. Dicho joven escribió una declaración de hechos que fue considerada por todo el mundo como digna de figurar al lado de la del señor de Beaumont. Tenía la doble ventaja de hablar en nombre propio y en el de una familia con la que había compartido las cadenas. Únicamente habría dependido de él romper las suyas y salir de los calabozos de Toulouse si hubiese querido decir tan sólo que se había separado un momento de los Calas durante el tiempo en que se pretendía que el padre y la madre habían asesinado a su hijo. Se le había amenazado con el suplicio; la tortura y la muerte habían sido presentadas ante sus ojos; una palabra habría podido darle la libertad: prefirió exponerse al suplicio que pronunciar aquella palabra que habría sido una mentira. Expuso todos estos detalles en su declaración con una franque­za tan noble, tan sencilla, tan alejada de toda ostentación, que conmovió a todos aquellos a los que sólo pretendía convencer y se hizo admirar sin aspirar a la admiración.

Su padre, famoso abogado, no tuvo la menor participación en esta obra: se vio súbitamente igualado por su hijo, que jamás había estudiado derecho.

Mientras tanto, personas de la mayor importancia iban en masa a la cárcel de la señora Calas, donde sus hijas se habían encerrado con ella. La humanidad, la generosidad les prodiga­ban socorros. Lo que se llama caridad no les daba ninguno. La caridad, que además es tan a menudo mezquina e insultante, es el lote de los beatos y los beatos todavía estaban contra los Calas. Llegó el día (9 de marzo de 1765) en que triunfó completa­mente la inocencia. Cuando el señor de Bacquencourt hubo dado conocimiento de todo el sumario e instruido el caso hasta en sus menores circunstancias, todos los jueces, por unanimi­dad, declararon inocente a la familia inicua y abusivamente juz­gada por el parlamento de Toulouse. Rehabilitaron la memoria del padre. Permitieron que la familia recurriese ante quien pro­cediera para constituirse en parte contra sus jueces y obtener los gastos, daños y perjuicios que los magistrados tolosanos debie­ron ofrecer por sí mismos.

Hubo en París una desbordante alegría: la gente se agol­paba en las plazas, en los paseos; corría a ver a aquella familia tan desgraciada y tan bien defendida; se aplaudía al ver pasar a sus jueces y se les colmaba de bendiciones. Lo que hizo aún más emocionante el espectáculo fue que aquel día, noveno de marzo, era el mismo en que Calas había perecido bajo el suplicio más cruel (tres años antes).

Los señores relatores habían hecho justicia completa a la familia Calas, con lo que se habían limitado a cumplir con su deber. Existe otro deber, el de la beneficencia, más raramente cumplido por los tribunales, que parecen creer que han sido hechos para no ser más que equitativos. Los relatores resol­vieron escribir corporativamente a Su Majestad suplicándole que reparase con sus dones la ruina de aquella familia. Se escribió la carta. El rey la contestó ordenando entregar treinta y seis mil libras a la madre y a los hijos; y de aquellas treinta y seis mil libras se destinaron tres mil a la sirviente virtuosa que había defendido constantemente la verdad al defender a sus amos.

El rey mereció por esta generosidad, como por tantos otros actos, el sobrenombre que el amor de la nación le ha dado. ¡Ojalá este ejemplo pueda servir para inspirar a los hombres la tolerancia, sin la que el fanatismo desolaría la tierra o, por lo menos, la entristecería para siempre! Sabemos que no se trata aquí más que de una familia y que la rabia de las sectas ha hecho morir a millares de ellas; pero hoy, cuando una sombra de paz deja reposar a todas las sociedades cristianas después de siglos de matanzas, es en este tiempo de tranquilidad cuando la des­gracia de los Calas debe causar una mayor impresión, poco más o menos como el trueno que estalla en la serenidad de un her­moso día. Tales casos son raros, pero suceden, y son el efecto de esa sombría superstición que inclina a las almas débiles a impu­tar crímenes a todo el que no piensa como ellas.


Juicio crítico

 

La vigencia de las tesis del texto

 

¿Qué pueden importarnos ahora los hechos que relata Vol­taire aquí? ¿Conservan algún sentido sus reflexiones para noso­tros actualmente? Ojalá, pudiera responderse que nada o, al menos, que muy poco. Pero, por desgracia, no es así. Su vigen­cia no ha caducado en absoluto y los problemas que se plantean en esta obra siguen ahí, resurgiendo con mayor virulencia de vez en cuando, al igual que Fénix (esa ave fabulosa y legendaria que los griegos incluyeron en su mitología) renacía cíclicamen­te a partir de sus propias cenizas.

Desafortunadamente, los acontecimientos que tanto indig­naron a Voltaire y le motivaron a escribir este pequeño gran opúsculo no son algo propio del pasado, sino que también están presentes hoy en día. Claro es que los protagonistas han cam­biado y tienen otros nombres, pero todos ellos muestran un único rostro: el de la intolerancia.

En efecto, ya no son los católicos quienes masacran a los protestantes y luego celebran sus hazañas mediante procesiones religiosas. La polémica entre los jansenistas y sus adversarios acerca de la predestinación ha sido barrida del escenario histó­rico. Sin embargo, no faltan los pretendientes a recibir esa herencia y enarbolar el estandarte de la violencia para hacer triunfar su idiosincrásico sectarismo desde una vertiente reli­giosa o dentro del ámbito de la política, deseosos de hacer comulgar con sus ideas a todo el mundo y a cualquier precio.

Pensemos, por ejemplo, en ese integrismo islámico que pretende imponer sus convicciones religiosas a sangre y fuego, decapitando a cualquiera que discrepe con ellos, como sucede ahora mismo en Argelia. El fanatismo sigue inmolando por doquier vidas humanas en aras del respeto a una determinada tradición o pauta cultural, a unos convencionalismos que muy probablemente han perdido buena parte de su sentido, puesto que, de lo contrario, no habría que recurrir al temor y a la coac­ción para hacerlos prevalecer. ¿Acaso cabe una mayor subver­sión de los valores? ¿Cómo puede supeditarse la vida del otro (ese bien supremo e irremplazable del que depende todo lo demás) a la conquista de un determinado interés?

Varias obras de Voltaire fueron quemadas en la hoguera, porque fueron consideradas peligrosas para las opiniones hegemónicas del momento. Sin embargo, con ser ésta una práctica escandalosa, es evidente que no ha caído en desuso después de tantos años. Pues hace tan sólo unas décadas que los nazis hitle­rianos también quemaron libros, y en los rescoldos de aquellas cenizas librescas prendió una nueva e implacable versión del oscurantismo, cuajada de absurdos prejuicios que no podían conducir sino a la barbarie característica del totalitarismo.

De ahí el empeño de Voltaire por airear el relativismo cul­tural, algo que viene a estar cada vez más en boga bajo el rótu­lo de «multiculturalismo». Con su Ensayo sobre las costumbres quiso probar que los valores tradicionales nunca deben ser sacralizados, aunque merezcan un lógico respeto por parte de todos. Kant habrá de recoger ese testigo e insistir en que sólo el cosmopolitismo (esto es, el sentirse ciudadano del mundo antes que ninguna otra cosa) podría llegar alguna vez a erradicar toda clase de conflicto bélico, tanto las guerras civiles como la con­tienda entre naciones.

 

Voltaire y la misión de los intelectuales

 

Como cuenta muy bien Fernando Savater en su propio Diccionario filosófico (1995), la obra maestra de Voltaire no fue realmente ningún libro, poema, tragedia o ensayo de los muchos que llegó a escribir, sino la invención del «intelectual», tal como lo entendemos todavía. Por encima de los millares de páginas publicadas y que ocupan muchos volúmenes, al englo­bar sus poesías, dramas, cartas, libelos, memorias, ensayos, dic­cionarios, novelas o cuentos, está el personaje que quiso repre­sentar él mismo a lo largo de su propia vida, encarnando el prototipo del intelectual, esto es, de la persona más o menos culta e informada que decide incidir en la opinión pública mediante sus escritos para pronunciarse sobre las cosas y cues­tiones del momento, denunciando cuantos desmanes e injusti­cias vayan compareciendo ante sus ojos, a fin de movilizar las conciencias para reparar los atropellos cometidos contra la moral y el derecho.

«Desde Tales a los profesores de nuestras universidades y hasta los más quiméricos razonadores e incluso plagiarios, nin­gún filósofo ha influido ni siquiera en las costumbres de la calle donde vivía. ¿Por qué? Pues porque los hombres rigen su con­ducta por la costumbre y no por la metafísica. Un solo hombre que sea elocuente, hábil y ponderado podrá mucho sobre los

hombres; cien filósofos nada podrán si no son más que filóso­fos». Estas líneas están entresacadas de El filósofo ignorante (1776), una de las últimas obras escritas por Voltaire, quien supo aplicarse a sí mismo esta reflexión y se aprestó a oficiar como un intelectual comprometido con ciertas causas, además de ser un buen filósofo. Ésa es la razón de que sus herramientas no sean las más habituales entre quienes han solido cultivar la filosofía.

Temeroso de aburrir al público, aburriéndose de paso él mismo, Voltaire no escribe sesudos tratados como Kant, porque sabe muy bien que un epigrama, esto es, un pensamiento expre­sado con suma brevedad y agudeza, puede calar mucho más hondo y resultar bastante más eficaz que libros enteros carentes de amenidad. Un decidido partidario del aforismo, como lo era él, había de recurrir, por consiguiente, a las narraciones cortas, como es el caso de su delicioso Cándido, un cuento destinado a socavar de un plumazo los cimientos del majestuoso edificio metafísico erigido pacientemente por Leibniz, al demostrar con grandes dosis de causticidad que la tesis leibniziana del opti­mismo era una vana quimera.

Como ya se apuntó en la introducción, una de las princi­pales virtudes del Tratado sobre la tolerancia estriba en combinar diversos géneros literarios que nuestro polifacético Voltaire conocía perfectamente. Y es que todas las armas eran pocas para llevar a cabo esta denuncia, cuya finalidad era forzar la revisión de un dictamen judicial tan estrepitosamente injusto, como fue la precipitada resolución del «caso Calas»; una sen­tencia que había sido inducida por un clima de crispación social, al darse por supuesto que cualquier protestante debía preferir asesinar a su hijo, antes que permitirle convertirse al catolicismo. Bajo muy otras manifestaciones, este fenómeno aún perdura, pues el verdugo siempre suele proyectar en la víc­tima las fantasías de su propio envilecimiento, buscando justi­ficarse ante sí mismo.

 

Ironía y tolerancia: la senda volteriana de la Ilustración

 

Además de la misión más específica del intelectual, Voltai­re acuñó también algo tan moderno como es un eslogan. Su pluma hizo célebre una divisa que recorrió toda Europa: «¡No dejes de pisotear al ‘Infame’!» («Écrasez l’Infame!»); o sea, no tole­res jamás la intolerancia.

A esa tarea dedicó Voltaire buena parte de sus escritos, uti­lizando el sarcasmo para denunciar los disparates originados por la superstición, sirviéndose de la mordacidad para combatir los prejuicios del dogmatismo y la cruel violencia de los fanáti­cos. La ironía como método dialéctico y la tolerancia como meta pro­gramática configuran los dos rasgos esenciales del pensamiento de Voltaire, la senda volteriana de aquella Ilustración que se propuso invitarnos a pensar por nosotros mismos y enjuiciar críticamente los convencionalismos.

 

 

Una perspectiva contemporánea del mismo problema: el imperativo de la disidencia

 

En opinión de Voltaire, todos los hombres albergan dentro de su fuero interno una clara noción sobre lo justo y lo injusto, al margen de lo dictado por las normas o la religión. Un filóso­fo español actual, Javier Muguerza, es del mismo parecer. A su modo de ver, no hay tribunal más alto que la propia conciencia moral para determinar nuestro deber ético, el cual puede chocar en un momento dado con ciertas pautas jurídicas que conside­remos injustas. Éste sería, por ejemplo, el caso del «objetor de conciencia», es decir, de aquel a quien su conciencia le impide cumplir con un servicio militar obligatorio.

Hay dos formas de luchar por los propios ideales. Una escoge la senda del fanatismo y pretende hacer valer sus crite­rios recurriendo a la violencia. La otra es la del disidente cuya conciencia no le permite acatar una determinada norma y deci­de incumplirla con la esperanza de que se modifique alguna vez, apechando entretanto con las consecuencias que su disenso pueda comportarle. Cualquier clase de totalitarismo fascista se inclinará por la primera vía, mientras el disidente del que habla Javier Muguerza lo hará por la segunda, puesto que no preten­de imponer su voluntad a nadie y se contenta con rehusar a hacer suya la voluntad ajena cuando ésta contradice los dicta­dos de su conciencia. Una cosa es que uno se declare insumiso para no violentar su propia conciencia y otra muy distinta someter la voluntad ajena recurriendo a métodos violentos e intimidatorios.

Gandhi logró que la India se independizara del imperio británico sin recurrir a las armas, limitándose a liderar una resis­tencia pasiva que rehuía el uso de toda violencia. Es una pena que su ejemplo haya cundido tan poco, a pesar del éxito demos­trado. Quien pretende cambiar el orden establecido mediante un disenso pacífico infunde respeto. En cambio, aquel que se propone imponer sus criterios por medio de la coacción sólo inspira desprecio. Y, como dijo Voltaire, nunca podemos mos­trarnos tolerantes con la intolerancia, pues está en juego nuestra dignidad. Lo malo es que la ironía por sí sola no extermina las consecuencias del fanatismo, aun cuando ayude a combatirlo.

 

 

Glosario

 

anabaptistas Quienes creen que no se debe bautizar a los niños antes de ser adolescen­tes y poder ser conscientes de lo que signi­fica ese rito. Esta idea fue propugnada por Thomas Münzer, cuyas tesis en pro de abo­lir la propiedad privada propiciaron una revolución campesina en Alemania (1525).

calvinismo Este movimiento religioso debe su nombre al teólogo francés Jean Chauvin (1509-1564), que fue llamado el Papa de Ginebra y es mucho más conocido por Cal­vino. Secunda el reformismo de Lutero y su doctrina se caracteriza por admitir una pre­destinación absoluta, así como por negar la presencia simbólica de Cristo en la euca­ristía.

católicos Aquellos cristianos que se mantie­nen escrupulosamente fieles a las enseñan­zas de la Iglesia Romana. En griego este vocablo significa «universal», pero la orto­doxia le concedió las notas de verdadero e infalible.

cuáqueros Pertenecientes a la secta religiosa creada por William Fox en la Inglaterra del siglo XVII y asentada poco después en Pennsylvania, donde fundan una ciudad a la que llaman amigos de los hermanos (Fila­delfia). Enemigos del bautismo y la comu­nión, además de cualquier jerarquía ecle­siástica o culto externo, se distinguen asimismo por su radical repudio a la vio­lencia. Véase la nota 16.

dogmatismo Presunción de quienes tienen sus doctrinas por ciertas e irrefutables, hasta el extremo de considerar que no pue­den ser examinadas críticamente o puestas en tela de juicio. Sus adeptos creen estar en posesión de una verdad sobre la que no cabe dudar.

evangélica Doctrina formada por la fusión del culto luterano y el calvinista.

fanatismo En su Diccionario filosófico Voltaire lo define así: «Fanatismo es el efecto de una conciencia falsa, que sujeta la religión (o la política) a los caprichos de la fantasía y el desconcierto de las pasiones; es a la supers­tición lo que el delirio a la fiebre, lo que la rabia es a la cólera. El único remedio que hay para curar esta contagiosa enfermedad es el espíritu filosófico.»

fatalidad Teoría según la cual todo cuanto sucede ocurre por una ineludible determi­nación del destino sin el concurso de un libre arbitrio, ya que ni siquiera los dioses podrían zafarse de sus dictados. Las dife­rencias entre sus partidarios vendrían dadas por el hecho de identificar al destino con un azar ciego e indiferente, o bien con una especie de providencia que planea las cosas persiguiendo alguna finalidad. En la nota 39 se recogen las opiniones de Voltai­re a este respecto.

herejía Su acepción más común es la de sen­tencia errónea sobre los fundamentos en que descansa una doctrina. En el Dicciona­rio filosófico de Voltaire leemos: «herejía es una palabra griega que significa creencia, opinión escogida. Honra muy poco a la razón humana el que los hombres den en perse­guirse y asesinarse por profesar opiniones distintas.»

hugonotes Así eran llamados aquellos que seguían en Francia la doctrina protestante de Calvino. En el año 1572 (el 24 de agosto) se intentó exterminarlos en una matanza que ha pasado a la historia como «la noche de San Bartolomé». El Edicto de Nantes promulgado por Enrique IV les concedió ciertos derechos que Luis XIV revocaría en 1685.

ironía Es el estilo propio de los escritos volte­rianos, caracterizados por un tono burlesco plagado de sutilezas y significaciones po­lisémicas. La ironía es el arma dialéctica preferida por Voltaire para combatir los prejuicios y la superstición que conducen al fanatismo. Es el medio que se instrumenta­liza para conseguir un fin como la toleran­cia.

jansenistas Prosélitos de Jansenio, teólogo holandés del siglo XVII, cuya doctrina exa­gera las ideas de San Agustín relativas a la gracia divina y mengua en contrapartida la libertad humana. Voltaire, cuyo hermano mayor era un fanático jansenista, suele recurrir al peyorativo epíteto de convulsio­nistas para referirse a ellos; la razón queda explicada en la nota 20. Pascal escribió sus Cartas provinciales en defensa del jansenis­mo en su polémica contra los jesuitas.

jesuitas Miembros de la Compañía de Jesús, fundada en 1534 por San Ignacio de Loyo­la. Voltaire había estudiado con ellos y esti­maba mucho a su antiguo profesor de retó­rica, pero no sentía ninguna simpatía hacia la Orden en su conjunto. La entrada que les dedica en su Diccionario filosófico lleva el significativo título de «Jesuitas u orgullo», donde cabe leer cosas como éstas: «Una de sus principales vanidades consistía en saber introducirse en casa de los grandes, cuando estaban a punto de morir, presen­tándose como embajadores de Dios que podían franquearles las puertas del cielo sin pasar por el purgatorio.»

luteranos Adeptos a Martín Lutero (1483­1546), el iniciador de la Reforma protestan­te ante la ostensible decadencia religiosa del momento (véase la nota 8). Combatió el comercio de las indulgencias, la infalibili­dad papal, el celibato y el dogma de la tran­sustanciación, entre otras muchas cosas.

metempsicosis Esta teoría nos es hoy mucho más familiar bajo el nombre de «reencarna­ción». La opinión de Voltaire al respecto queda recogida en la nota 40; véase igual­mente la nota 54.

molinistas Partidarios de Luis Molina en su controversia con los jansenistas acerca de la predestinación y la gracia, sosteniendo la libertad del arbitrio humano.

predestinación Creencia teológica que gira en torno a cómo y en qué medida la gracia divi­na puede anular nuestra libertad. Sus defen­sores más extremos defendían que Dios ya había decretado quién debía salvarse al mar­gen del merecimiento de sus obras.

prejuicio No consiste sino en admitir una opi­nión antes de haberla juzgado, suponiendo así una especie de antesala para la supersti­ción y el fanatismo.

protestantes Nombre genérico en donde que­dan englobados todos los partidarios de la Reforma. Las principales ramas del protes­tantismo serían tres: luteranismo, calvinis­mo y anglicanismo. La iglesia episcopal o anglicana se desgajó de Roma cuando el rey Enrique VIII no consiguió una dispensa para volver a contraer matrimonio y en 1539 se autoproclamó máximo pontífice religioso de Inglaterra para desligarse del papa.

sectarismo «Toda secta, de cualquier clase que sea, es la reunión de los individuos derro­tados por la duda y por el error. Escotistas, tomistas, calvinistas, molinistas, jansenis­tas, no son más que nombres de guerra. No hay ninguna secta en geometría; cuando la verdad es evidente, es imposible que naz­can partidos ni fracciones. Nadie contradi­rá nunca que al mediodía brillará el sol.» (Diccionario filosófico.)

superstición «La superstición es a la religión lo que la astrología a la astronomía; la hija muy loca de una madre muy cuerda.» Así define Voltaire a la superstición en su trata­do sobre la tolerancia. Su mayor problema es que abona el terreno al fanatismo y, por lo tanto, a la intolerancia y sus crueldades; «cuando merma el número de supersticio­nes hay menos fanatismo y, cuando hay menos fanatismo, se dan muchas menos desgracias».

tolerancia «¿Qué es la tolerancia? -se pregun­ta el Voltaire del Diccionario filosófico-. Es nada menos que la panacea de la humani­dad -responde-. Todos los hombres esta­mos llenos de flaquezas y errores, razón por la cual debemos aprender a perdonar­nos recíprocamente, como dicta la primera ley de la naturaleza. La discordia es la gran calamidad que padece todo el género humano y la tolerancia supone su único remedio.»



Más Otros textos de Voltaire