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Travesura Pontificia

[Cuento - Texto completo.]

Emilia Pardo Bazán

La gente rutinaria que piensa por patrón, medida y compás, suele imaginarse a los Papas como a unos hombres abstraídos, formalotes, serios, encorvados y agobiados, a manera de cariátides bajo el peso de la Cristiandad entera que gravita sobre sus espaldas; hombres, en fin, que se pasan la vida en la actitud hierática de sus retratos, juntando las palmas para orar o extendiendo la diestra para bendecir. Y la verdad es que los Papas, cuya virtud, de puro grande, presenta caracteres infantiles, son personas de festivo humor, de angelical alegría, de ingenio salado, que gustan de ejercitar en la intimidad, y no por acercarse a santos se creen obligados a mantenerse rígidos y tiesos, lo mismo que si se hubiesen tragado un molinillo, ni a estarse con la boca abierta para que se les cuelen dentro las moscas.

Los Papas ven, ¡y desde una legua!; sienten crecer la hierba, ¡y con qué finura!; lo observan todo, ¡con cuánta penetración!, y se ríen, ¡con qué humana y discreta risa!

¿Y por qué no se habían de reír?, pregunto yo. En verdad os digo, hermanos, que la seriedad y la formalidad sistemáticas son condiciones distintivas del borrico. Se dan casos de que asomen lágrimas a los ojos de los irracionales; nunca se ha visto que la luz de la risa alumbre su faz cerrada e inmóvil. La risa es la razón, la risa es el alma.

No creáis, sin embargo, que el reír papal se parece a esa carcajada descompuesta, bárbara y convulsiva, que se manifiesta en grotescas gesticulaciones, obligando a apretarse con las manos el hipocondrio, a descuadernarse las costillas y a desencajarse las mandíbulas. La risa de los Papas apenas rebasa algún tanto los límites de la sonrisa; pero notad que la sonrisa propiamente dicha suele ser melancólica; y desde que se convierte en risa, o manifiesta únicamente el contento o la fina sal de la malicia observadora.

La melancolía tiene un dejo de amargura, misantropía, aburrimiento y pesimismo. Y como los Papas, rodeados de tanto amor, asistidos por el espíritu de caridad, no son nunca amargos ni misántropos, y los cercan demasiadas ocupaciones para que les sobre tiempo de aburrirse, de ahí que no conozcan la melancolía, ese infecundo amargor psíquico, destilado en nosotros por la doble hiel de nuestro hígado y de nuestras decepciones. Como, por otra parte los Papas son gente de talento, de altísima posición, conocedores de la sociedad, depósito y arca de experiencia, su templada risa encierra la suma filosofía de la vida mundanal.

Estas observaciones referentes a los Papas me las sugiere la anécdota que voy a referir, y que cuenta ya bastantes años de fecha, pues no ocurrió en el actual Pontificado, sino en otro, cuando la soberanía pontificia se encontraba en todo su auge y esplendor.

El excelentísimo señor don Inocencio Pavón, nacido en Asturias y recriado en Madrid, a la sombra de las alas de un conspicuo personaje moderado, había obtenido, después de varios tumbos por el mundo oficinesco y oficial español y mediante influencias y gestiones que no nos importan un bledo, asumir en la Corte pontificia la representación de tres o cuatro repúblicas hispanoamericanas de las más chicas y pobres, y de las más nacientes e informes en aquel período.

Con esto, el señor Pavón se tenía por tan embajador como el más pintado. Y no le hablasen a él de que ningún hombre nacido le ganase la palma en embajadear. A los individuos del cuerpo consular los miraba desdeñoso y compadecido, y aspiraba a no tratarse, a no alternar ni cruzar palabra sino con los plenipotenciarios de las grandes potencias. Desgraciadamente, estos señores gastaban unos hombros tan altos, una cara tan seria y acartonada, unas patillas tan dignas y simétricas, unos bigotes tan peinados y correctos y una mirada tan distraída, que era cosa de jurar que ni veían al resto de la Humanidad que no desempeña Embajadas.

La tiesura del embajador británico; la aristocrática impertinencia del austríaco; las formas confianzudas pero protectoras y humillantes del español; la desembozada grosería del francés, teníalas nuestro Pavón sentadas en la boca del estómago, y no había cataplasma que se las quitase. Al mismo tiempo las estudiaba como se estudia un arte para aplicar a los inferiores, cuando le tocaba su vez, tantos modos de desdeñar y de darse tono diplomáticamente.

Había que ver a Pavón cuando, revestido de un uniforme de capricho, elegido entre varios modelos, a cual más bordado y recamado, asistía a las recepciones en la logia vaticana, o acudía a las privadas audiencias que a cada triquitraque acostumbraba demandar al Pontífice. No le faltaban nunca pretextos para dar jaqueca al Papa. Como las republiquitas que representaba Pavón estaban en vías de constituirse, y siempre andaban engarfiadas por asunto de límites, fronteras y territorios, sucedía que hoy, verbigracia, acudiese Pavón a exponer las quejas de una república, y mañana a esforzar argumentos contrarios en favor de su rival. Todo ejecutado con la imparcialidad más estricta y la solemnidad más profunda, sin que el Papa se diese nunca por entendido de que Pavón le estaba diciendo y rogando lo contrario de lo que la víspera le dijera y rogara.

También solía Pavón llevar a la Cámara pontificia cuestiones de fuero y organización eclesiástica, distribución de parroquias, provisión de sedes episcopales y otras del mismo jaez.

Para semejantes casos tenía Pavón estudiadas y aprendidas al dedillo ciertas fórmulas oratorias y muy sonoras e imponentes, como si de legua arriba o legua abajo de un obispado in pártibus, o de una parroquia más o menos en el valle de Pachacamac, dependiese la solución de algún conflicto internacional muy peliagudo, o la salvación del orbe cristiano.

-Reclamo toda la atención de Su Santidad y la del señor cardenal secretario de Estado acerca de este punto arduo y delicadísimo… El problema que me trae a vuestros pies, Padre Santísimo, es de aquéllos que sólo una prudencia exquisita resuelve de un modo satisfactorio… Hoy nos toca dilucidar materias altamente importantes…

Etcétera, etcétera.

A cada uno de estos delicadísimos asuntos que arreglaba diciendo por fin amén, y accediendo completamente a las indicaciones del Vicario de Cristo, Pavón que ya poseía todas las cruces españolas, era agraciado con alguna orden o condecoración pontificia. Sin embargo, como el número de éstas no es infinito, fueron agotándose, y finalmente, se concluyeron. Al presentarse una ocasión nueva de recompensar los servicios, el celo y la diplomacia de Pavón, el cardenal secretario de Estado hubo de preguntar al Papa:

-Santidad, yo no sé qué vamos a ofrecer a este benedetto Pavón, porque él se eterniza en su puesto. Lleva en Roma cinco años, y no le falta ninguna distinción, cruz o cinta. Padre Santo, ¿qué le daríamos?

-Queda de mi cuenta. Yo discurriré lo que se le ha de dar -contestó tranquilamente el Sumo Pontífice.

En efecto: la primera vez que se apareció Pavón por el Vaticano a presentar sus respetos al Papa, éste, llamándole con afectuosa familiaridad al hueco de una inmensa ventana que domina los Jardines deliciosos donde hoy León XIII tiende redes a los pájaros, sacó del bolsillo una cajita, y de la cajita preciosa tabaquera de oro. Ligero círculo de brillantes rodeaba la tapa, haciendo resaltar el primoroso esmalte de la miniatura en que sonreía la cara bondadosa y plácida del Pontífice.

El Papa estaba lo que se dice hablando. Las perfectas facciones de su rostro, pintiparadas para una medalla; su frente nítida, que destellaba inteligencia; los mechones argentados del cabello, escapándose de la suave presión del solideo blanco, los ojos reidores, benévolos, con su toquecillo malicioso allá en el fondo de las niñas; hasta los armiños y el terciopelo rojo de la muceta, todo resaltaba en la obra de arte. La cual, aparte de valer un tesoro por su mérito intrínseco, suponía como regalo la más cortés y exquisita atención, porque nada agradaba tanto a Su Santidad como absorber una pulgarada de tabaco fino, y se refería que en cierta ocasión, habiendo ofrecido un polvo de rapé a un cardenal, y contestándole éste que «no tenía semejante vicio», el Papa hubo de replicar:

-¡Ah!, el tabaco no es vicio, que si fuese vicio, lo tendríais.

¿Qué mayor obsequio de parte del Papa que una tabaquera? Pavón se confundió y deshizo en expresiones de gratitud, y en protestas de su indignidad para merecer favor semejante.

Al otro día, el Papa preguntó al cardenal secretario:

-¿Qué tal nuestro Pavón? Supongo que no estará descontento.

-¡Descontento! ¡Ah, «Santità»! ¿Cómo descontento? ¡Pues si está loco, trastornado; si no sabe lo que le pasa! De tal manera le ha sorbido el seso y aturrullado la nueva distinción, que ha llegado al extremo…

-¿De qué?

-De preguntarme… Adivine Su Santidad lo que me habrá preguntado.

-¿Para qué sirve la tabaquera?

-Mucho más, mucho más… ¡De qué color es la cinta!

-La cinta… ¿para colgarla?

-Justo.

Más luminosa y jovial que nunca retozó la sonrisa del Papa sobre sus correctas facciones, prestando brillo singular a sus claros y áureos ojos.

-¡La cinta para colgarla! -repitió-. Dio! E molto semplice! No había más que responderle…: «color de tabaco».

El secretario de Estado, sin poderse reprimir, lanzó una carcajada suave y melodiosa, que brotó de entre sus blancos dientes como el agua de una fontana de mármol antiguo.

Tampoco el cardenal secretario era capaz de reírse con espasmos brutales ni más ni menos que un gañán, y su fina risa armonizaba bien con su tipo prelacial, pulcro y elegante, su sotana divinamente cortada y airosamente ceñida por la faja de seda roja, su pie largo y calzado al primor, su fisionomía sagaz y melosa de diplomático italiano.

Pasado aquel minuto de broma, el Papa y el secretario se consagraron al despacho de graves asuntos, y no se habló más de Pavón ni de su tabaquera.

Pero el primer día de recepción solemne en el Vaticano, el cardenal y el Pontífice cruzaron una ojeada rápida, vivísima, viendo entrar al señor don Inocencio todo resplandeciente de cruces, estrellas y placas. Su pecho era un calvario, y deslumbraba por su magnificencia. Y entre tanto colgajo y brillete, uno sobre todo atraía la atención, la curiosidad y acaso la envidia de los circunstantes sorprendidos e ignorando qué significaba aquella condecoración novísima.

Era -pendiente de ancha cinta de seda color tabaco maduro- la caja de rapé del Papa, cegando la vista con su círculo de brillantes, y ostentando en su centro la hermosa cabeza pontificia.

¿Duraron mucho tiempo la broma y los comentarios de este episodio? ¿Trascendieron al público?

Mal conocería el Vaticano quien tal pensase. El Vaticano es la discreción y la sobriedad misma. Si se perdiesen las buenas tradiciones y los selectos moldes de la diplomacia y la cortesanía, volverían a encontrarse en el Vaticano. Allí no se conciben guasas pesadas, indicio evidente de pésimo gusto y de rústica educación, ni se concede a las humanas flaquezas, previstas, adivinadas y absueltas de antemano, mayor atención que la de un discreto cuchicheo. El que quiera aprender tacto y mundología, al Vaticano debe acudir para que lo descortecen con el ejemplo. Si los clérigos zafios y los fanáticos radicales de nuestros partidos extremos fuesen capaces de suavizarse, en el Vaticano se cumpliría milagro tan asombroso.

A los pocos meses de haberse presentado Pavón con su tabaquera colgada, se ofreció nuevamente el caso de tener que recompensar de algún modo sus servicios. De esta vez, el cardenal secretario manifestó al Papa que él, por su parte, renunciaba a discurrir lo que podría Su Santidad ofrecer a Pavón. El Papa, con su habitual serenidad, anunció que se disponía a enviar sin tardanza alguna a casa de don Inocencio una pequeña muestra de su gratitud y del aprecio en que tenía su celo y actividad en pro de la Santa Sede.

Muerto de curiosidad andaba el secretario de Estado por averiguar en qué consistía la pontificia dádiva; pero el Papa, con picardía de chiquillo y reserva de soberano, cerraba su boca o desviaba la conversación al traerla el cardenal hacia ese punto. Sólo pudieron sacarle unas palabras:

-Lo que le he dado a Pavón.. ¡Ah! Espero que es cosa que no podrá colgársela.

Por fin, el cardenal, intrigadísimo, se resolvió a hacer a Pavón una visita en toda regla a ver si lograba esclarecer el misterio. Y apenas entró en la sala, cuando distinguió un objeto, que indudablemente era el regalo pontificio.

Aquella inmensa consola, con acanaladas y doradas patas al estilo del Imperio de Bonaparte; con su inmenso tablero de mosaico, donde se desplegaban en semicírculo el Panteón, el Coliseo, la columnata de Berinio, el Acqua Paola, la Mole Adriana y demás monumentos universalmente célebres de Roma, era, claro está, la fineza ideada por el Vicario de Cristo para que a Pavón no se le ocurriese colgársela del pescuezo.

Apenas fue admitido a presencia del Papa, el secretario dijo chuscamente:

-Padre Santo, he tenido el gusto de admirar el presente que Vuestra Santidad ha ofrecido al signor Pavone. Bella cosa. Sólo que esta vez no me ha preguntado el color de la cinta.

-Pues si pregunta, no hay que asombrarse ni aturdirse, sino responder que es color de cable -advirtió benignamente el augusto anciano, que con su níveo traje, y el sonrosado color de sus mejillas, y la irradiación casi lumínica de su rostro, parecía un arcángel volando por encima de las miserias terrenales y las pequeñeces de la vanidad.



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