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Una viudez de tórtola

[Cuento - Texto completo.]

Alphonse Daudet

Todo París recuerda aún el dolor que experimentó Mme de Sora cuando perdió a su marido. Detrás de aquella puerta tapizada de negro, de aquel luto parisino marcado con iniciales y blasonado, hubo una terrible desesperación de española con todas las exageraciones demostrativas de esos países, paganos a fuerza de ser católicos, en los que se veneran Cristos ensangrentados y Vírgenes de corazón atravesado por puñales. La princesa se cortó el pelo, se encerró y dejó de recibir visitas. Con su vestido negro y su joven cabeza rosada, parecía una novicia en aquella mansión convertida en convento. Pasaba los días frente al retrato de su esposo y cenaba sola en el gran comedor donde se colocaban todas las noches dos cubiertos. El bastón y el sombrero del príncipe se encontraban en el recibidor en su lugar habitual como si el señor, que se había marchado para siempre, acabara de llegar a casa. Y ese recuerdo, obstinado en las cosas externas, avivaba la desesperación de la pobre mujer y le hacía aún mayor el vacío de la ausencia.

De todo el torbellino de visitas, bailes, recepciones, conciertos donde se habían encontrado y amado, que rodeaban su felicidad como un marco mundano y elegante, solo había conservado una amiga, la condesa Ancelin, una cantante de salones que le debía a su bella voz el hecho de haber seguido siendo la amiga íntima de la princesa. Aquel dolor inconsolable y ruidoso se irritaba con la conversación, pero se apaciguaba oyendo cantar junto a ella. Eso le ayudaba a llorar.

Así transcurrieron dos años. La viudez seguía siendo igualmente dolorosa, igualmente austera. Pero los cabellos habían vuelto a crecer apretados y finos, con sublevaciones de vida, rizos y ondulaciones. El luto parecía haberse iluminado, alegrado y ya no parecía sino un capricho de elegancia. Fue entonces cuando el sobrino de Mme Ancelin encontró a la princesa en casa de su tía, se enamoró apasionadamente y pensó en casarse con ella. A la primera frase que intentó decirle, la viuda se indignó. Para ella el príncipe seguía vivo aún, y aquel ofrecimiento le pareció una injuria, una proposición de infidelidad. Durante algún tiempo no vio más a su amiga. El joven pretendiente se marchó, trató de olvidar, pero pronto regresó, mostró tanto amor y tanta desesperación, que Mme Ancelin se apiadó de él y decidió vencer los escrúpulos de la princesa… Pero, ¿cómo persuadir a aquella naturaleza singular, que no razonaba jamás y solo vivía de arrebatos y entusiasmos?

Pensó que una pasión tan exclusiva debía ser forzosamente celosa y trató de hacerse con antiguas cartas del príncipe. No era difícil pues el señor de Sora había escrito mucho antes de casarse y había diseminado su bella caligrafía por un montón de cofrecitos, de cajoncitos cerrados con llave, tan ocultos los unos para los otros, que cada uno de ellos podía presumir de poseer en exclusiva el blasón perfumado del gran señor.

Para aportar varios cuadernillos de una novela trivial y sin fecha, para mostrar aquellas cartas a la viuda, Mme Ancelin logró que se abriera aquella mansión que era como la tumba del difunto, una tumba muda, marchita, donde lloraba a lo largo del día una estatua viva.

No fue dolor, fue aniquilación. ¡Pobre princesa! Sus años de felicidad, su tiempo de viudez, todo se derrumbó y desapareció en el mismo abismo de desprecio y de ira. Solo le quedó un inmenso deseo de vengarse. El retrato fue retirado de su dormitorio. Ordenó que quitaran el segundo cubierto, el asiento reservado y vacío que le impedía sentirse sola; y en el recibidor atestado a partir de aquel instante, abierto a las visitas y a los paseos, no volvieron a verse ni el bastón ni el sombrero que tanto tiempo habían permanecido allí. Hubo fiestas en la mansión Sora, bailes, cenas. Como el cielo cambiante que se libra de una prolongada oscuridad, la princesa, de gris, de lila, de rosa, de azul, recuperó todo su esplendor. Luego, una tarde, mientras paseaba por su pequeño invernadero, le dijo al sobrino de Mme Ancelin que la seguía como una sombra taciturna tan pronto como la dama aparecía: «Seré su esposa cuando lo desee.» Le habría gustado que hubiera sido de inmediato, allí, en el invernadero.

Muy  poco tiempo después estaban casados y felices; ella con una especie de rabia, él, turbado y sorprendido por aquella súbita pasión, pero gozando de su felicidad sin intentar analizarla demasiado.

En sociedad se habló mucho de aquel matrimonio. Mme Ancelin, acostumbrada a las frases de sus romanzas, tuvo al respecto un comentario encantador: «¡Miren a la princesa!… Creíamos que lloraba, pero solo arrullaba… La suya era una viudez de tórtola.»

Pasaron seis meses. Los recién casados se encontraban en el campo, en una casa solariega en las afueras de París. Allí fue donde la amiga vino a reunirse con ellos. Al verlos pasear su felicidad por entre los arriates y los silenciosos cenadores, la encantadora señora, que no veía jamás demasiado lejos pues mantenía los ojos fijos en el momento presente, les dijo de repente:

—Yo fui la artífice de su felicidad… No lamento mi engaño.

—¡Cómo!… ¿Qué engaño?

—¡Ah, querida! Ahora ya puedo decírselo todo… El pobre príncipe no era tan pérfido como se lo describí. Las famosas cartas databan de cinco años atrás… Ustedes no estaban casados aún…

—¿Usted lo urdió todo? —dijo la princesa mirándolos a los dos con ojos enloquecidos.

El príncipe fallecido, olvidado, cuyo apellido ya no llevaba, acababa de recuperar su espacio por completo. El joven marido así lo comprendió al ver el gesto de la princesa para alejarse de él. Sin explicación alguna, todo acabó entre ellos. Ella se encerró en su casa y, en la agonía que se prolongó durante ocho días, se entregó a todos los remordimientos que la atormentaban. La infortunada mujer se había vuelto a casar sin amor, por venganza, y al saber que la falta del príncipe no había existido, se sentía criminal hacia él y avergonzada de sí misma.

¡Qué piedad para aquel recuerdo expulsado tan brutalmente que regresaba con la misma violencia! El pobre enamorado se mantenía al margen, consciente de que no era nada para ella y que la antigua pasión, retornada con tanta intensidad, había matado la otra de repente. Ella le habló fríamente, como a un extraño; le aseguró su perdón pues estaba persuadida de que no era cómplice. En el último instante, como Mme Ancelin lloraba junto a ella, presa de remordimientos aunque sin comprender exactamente su falta, la princesa se inclinó hacia aquel alma ligera que había venido a revolotear por encima de su ruta severa y recta; luego, con una voz demasiado débil como para que la queja pudiera asemejarse a un reproche, dijo:

—Ya ve que no arrullo, me muero.

Y así fue.

FIN


Nouveau Décaméron. Première journée.
Le Temps d’aimer
, 1884
Traducción de Esperanza Cobos Castro


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