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Vidrio de colores

[Cuento - Texto completo.]

Emilia Pardo Bazán

Esto sucedía en los tiempos en que la Fe, extendiendo sus alas de azur oceladas de vívidos rubíes, cubría y abrigaba con ellas el corazón de los mortales; en que la Esperanza, desparramando generosamente las esmeraldas que bordean su regia túnica, al punto hacía renacer otras más limpias y transparentes; en que la Caridad, apartando con ambas manos los labios de su herida, descubría sus entrañas de pelícanos para ofrecer sustento a la Humanidad entera.

Esto sucedía cuando las ojivas, esbeltas y frágiles como varas de nardo, empezaban a brotar del suelo, y los rosetones a abrir sus pétalos de mística fragancia; cuando por las aldeas pasaban hombres vestidos de sayal y con una cuerda a la cintura, anunciando segunda vez la Buena Nueva, y por las calles de las ciudades, en larga y lenta procesión a la luz de las antorchas, cruzaban los flagelantes, de espaldas desnudas acardenaladas por los latigazos, y las piedras de los altares se estremecían al candente contacto de las lágrimas de amor que derramaban las reclusas.

Esto sucedía, sin embargo, en una metrópoli de la Francia meridional, en la floreciente Tolosa, donde, en vez de la devoción y el temor de Dios, reinaban la impiedad, la molicie y el desenfreno. Un alma pura sólo motivos de escándalos encontraría allí. La herejía, insinuándose y dominando las conciencias, había traído de la mano la licencia y el vicio, y lo mismo en Tolosa que en Beziers y Carcasona y en todo el país de Alby, no oyerais resonar los rezos, sino los afeminados acordes del laúd y la viola y las endechas de los trovadores.

Y no vierais penitentes de carnes ennegrecidas por las disciplinas, sino mancebos de justillo de terciopelo y mujeres vestidas de joyante seda, con el rostro encendido y el cabello suelto bajo el círculo de oro que lo ceñía a las sienes. Mujeres que, incitadoras y lánguidas, respirando una flor, permanecían en los jardines hasta entrada la noche, platicando de gay saber o de amoríos, lo cual viene a ser platicar de lo mismo, porque la poesía no es sino voz de la tentación, que a la vez embriaga los sentidos y prende con redes de oro el espíritu inmortal.

Y es de saber que en todo aquel país la religión estaba olvidada y vivían en amigable consorcio las más diversas castas de pecadores y de incrédulos, y se ostentaba en múltiples formas repugnantes la herética pravedad.

Allí se refugiaban los pérfidos judíos -perseguidos doquiera menos allí-; allí pululaba todo linaje de sectas, en promiscuidad indiferente y vergonzosa, como fieras de distinta especie encerradas en una jaula misma. Pero los que preponderaban, los que extraviaban al pueblo y a los señores, pegándoles la lepra de las malas doctrinas, eran ciertos sectarios que en aquel país habían arraigado desde muy antiguo, como cizaña en heredad trigal.

Estos herejes, de índole contumaz y maligna, eran continuadores de ciertas nefandas doctrinas propagadas desde del siglo II de la Iglesia. Tal herejía se llamó «maniqueísmo», y fue su martillo el africano Agustín.

Los sectarios de la malvada doctrina, en vez de adorar a un solo Dios, Criador del Cielo y de la Tierra, daban culto a dos principios: uno que causa el bien; otro mucho más poderoso, que es origen del mal; de suerte que venían a ser adoradores del demonio o antiguo dragón, y seguían sus huellas negando la obediencia, la sumisión y el respeto a todo poder, y siendo así precursores de otras herejías peligrosísimas que, en el terreno histórico, habían de llamarse revoluciones.

Ocurrió, pues, que un varón de Dios, inflamado en santo celo, apiadado de las muchas almas que diariamente caían al horno infernal en aquella desgraciada ciudad de Tolosa -fray Filodeo, de la naciente y animosa Orden de los Hermanos Predicadores, que aquí nombramos dominicos, en memoria de su fundador, Domingo de Guzmán-, resolvió ir a Tolosa y predicar en la plaza pública, retando a los herejes a que disputasen con él, para convencerles a fuerza de irrefutables argumentos, demostrándoles que vivían esclavos del error y juguetes del espíritu maligno, que los burlaba y los perdía.

Era fray Filodeo un hombre evangélico, de columbina inocencia, pero de agudo intelecto, alumbrado por una especie de aurora de la doctrina que después enseñó el divino Tomás, el gran Buey mudo. Y su dialéctica robusta y armada de punta en blanco sabía acorralar y confundir a sus adversarios, obligándoles a reconocerse vencidos.

Desde el instante en que fray Filodeo puso el pie en Tolosa, sintió una turbación extraña. Aquel aire perfumado y seco, con rachas de solano abrasador, le oprimía; aquellos rostros alegres, picarescos y burlones; aquellas mujeres, que sonreían echando el cuerpo fuera de las ventanas enramadas de jazmín; aquellos hidalgos de bizarro atavío, que le miraban con cierta diferencia compasiva; aquella gente empedernida, que parecía de antemano burlarse mansamente de la palabra de Dios, todo causó al justo Filodeo dolorosa confusión y desaliento profundo.

Como se filtra el arroyuelo por la candente arena, su entusiasmo se filtraba al través de su espíritu. Asustado de su propia sequedad, Filodeo se arrojó a los pies de una imagen de la Virgen, una efigie de plomo de la cual no se separaba nunca, y pidió que le fuese devuelta la energía y que su voluntad no desmayase ni cediese. Aquella misma noche supo que aceptaban su reto, y que discutirían con él en la plaza pública tres de los herejes más afamados. Uno era el doctor en leyes, Arnaldo; otro, el canónigo Herberto, y el tercero, Renato, el trovador cuyas canciones disolutas, procaces y mofadoras contra el Pontífice romano, se cantaban en todas las plazuelas de Tolosa. Para luchar con tres combatientes de tal brío, bien necesitaba fray Filodeo poderosa asistencia divina.

Al subir al día siguiente al tablado, en derredor del cual hervía un gentío inmenso, el fraile llamó en su auxilio toda la ciencia aprendida, toda la habilidad polémica que le habían hecho tan famoso, y prevenido y resuelto aguardó.

Entablóse la disputa, pero desde el primer instante fray Filodeo se dio cuenta de que en el torneo iba a ser desarzonado. Argüían por turno sus tres enemigos y desbarataban con infernal malicia sus razonamientos mejores, sus pruebas más fuertes. Arnaldo, con habilidad perversa de leguleyo corrompido, hecho a sostener indistintamente el pro y el contra, retorcía y desfiguraba las cuestiones. Herberto, sirviéndose como de un puñal de ciertos pasajes de la Escritura, los adaptaba a su error y le prestaba el rostro resplandeciente de la verdad.

Y Renato, sazonándolo todo con la corruptora sal de su ingenio, clavaba el aguijón de su ironía hasta el alma del campeón de Cristo. Escuchaba éste alrededor del tablado murmullos de mofa y carcajadas argentinas de mujeres, y un sudor glacial brotaba de su frente y un abatimiento mortal penetraba hasta la médula de sus huesos. Estrechando los brazos contra el pecho, sintió el realce de la efigie de plomo. Un destello de luz clara, inmensa, alumbró su mente. Encarándose con sus adversarios, les dijo en voz que retumbó por todos los ámbitos de la plaza:

-La razón humana es falible; la inteligencia, una chispa que apaga cualquier soplo de viento. Me confieso vencido en la disputa. Vuestra sabiduría, vuestro entendimiento, son mayores. Yo no encuentro ya en mí mismo recursos para defender la justicia. ¡No os alegréis, que no por eso me rindo todavía! Pues sostenéis que el mal es más poderoso que el bien, llamadle en vuestra ayuda. Una prueba, la primera y última, y me entrego. Traed tres copas llenas de vino, y que una sola venga envenenada. Sin moverme de aquí, sin acercarme a las copas, os diré cual de ellas encierra la ponzoña. Y si me equivoco, hacédmela beber.

Ante lo terrible de la prueba, enmudeció el gentío, mientras los tres sofistas, haciéndose guiños de inteligencia, corrían en busca de las copas.

Por el camino convinieron en la más divertida farsa. Envenenarían las tres, y así que fray Filodeo señalase una, se reirían de él a carcajada tendida. Así lo pusieron por obra. Al colocar sobre una mesa, en el tablado, a vista de todo el concurso, la copa de oro, la de plata y la de barro llenas hasta el borde del rojo vino de la Provenza, vieron que el dominico, que tenía los ojos fijos en el cielo y rezaba entre dientes, volvía de pronto la mirada hacia las copas y gritaba con fuerza terrible:

-Siervos de Satanás, ¿creéis engañarme? ¡Las tres copas traen veneno, como vuestras tres almas están en poder del demonio!

Y el atónito gentío y los aterrados herejes vieron surgir de cada copa algo que se movía, que ondulaba, que se erguía y latigueaba furiosamente, y que por fin se lanzaba fuera en dirección de los tres adversarios de fray Filodeo, mordidos a un tiempo por una víbora, de esas víboras negriazules que aún hoy suelen enroscarse en Alby al tobillo del campesino descuidado.

La dureza de corazón de aquel país era tanta, que a pesar de este prodigio no se convirtió, y fue casi destruido por los cruzados de Simón de Monfort en las guerras llamadas de los albigenses.



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