Casa digital del escritor Luis López Nieves


Recibe gratis un cuento clásico semanal por correo electrónico

Una vez, en otoño

[Cuento - Texto completo.]

Máximo Gorki

Una vez, en otoño, me vi en una situación tan molesta como desagradable, recién llegado a una ciudad donde no conocía a nadie. Estaba sin blanca y no tenía dónde dormir.

Tras haberme visto obligado a vender en los días previos toda mi ropa, salvo lo más imprescindible, salí de la ciudad y me dirigí a un lugar conocido como Las Bocas. Allí se encontraban los muelles donde amarraban los barcos de vapor; en la temporada de navegación aquello bullía con una actividad incesante, pero en esos momentos todo estaba tranquilo y solitario: estábamos a finales de octubre.

Caminaba arrastrando los pies por la arena húmeda, examinándola con suma atención, ansioso de encontrar en ella algún resto comestible; vagaba en solitario entre edificios desiertos y quioscos, pensando en lo bien que se está con la tripa llena…

En esas situaciones, resulta más sencillo saciar el hambre del espíritu que el hambre del cuerpo. Cuando deambulamos por las calles, nos vemos rodeados por edificios de magnífico aspecto, así como —puede uno afirmarlo sin temor a equivocarse— bien amueblados por dentro. Algo que puede suscitar en nosotros deleitosas reflexiones sobre arquitectura, higiene y muchas otras cuestiones profundas y trascendentales; nos cruzamos con personas bien vestidas y abrigadas, personas respetuosas que no vacilan en apartarse delicadamente para no tener que reparar en nuestra existencia lamentable. Os doy mi palabra: el espíritu del hambriento siempre está mejor alimentado, de forma más saludable, que el espíritu del ahíto. ¡Ahí tenemos una hipótesis a partir de la cual podemos sacar una conclusión muy graciosa a favor de los saciados!

Caía la tarde, llovía, soplaba el viento racheado del norte. Silbaba en los quioscos y tenduchos vacíos, azotaba las ventanas de los hoteles, protegidas con tablones, y llenaba de espuma las olas del río que rompían con estrépito sobre la arena de la orilla, levantando sus blancas crestas. Después, saltando impetuosamente unas sobre otras, las olas se perdían en la borrosa lejanía… Se diría que el río, sintiendo la cercanía del invierno, huía aterrado de las cadenas de hielo que aquella misma noche podía arrojarle el viento del norte. Del cielo plomizo y sombrío caían sin pausa las gotas de lluvia, diminutas, casi invisibles; dos deformes sauces derribados y una barca volcada junto a sus raíces acentuaban la triste elegía de la naturaleza que me rodeaba.

Un bote volcado y desfondado y unos árboles viejos, penosos, saqueados por el viento helado… Todo allí resultaba ruinoso, estéril y muerto, mientras el cielo derramaba inagotables lágrimas. Todo parecía tan solitario y tan lúgubre como si estuviera a punto de morir; pronto sería yo el último ser vivo, aunque también a mí me estaba esperando la gélida muerte.

Y yo tenía entonces diecisiete años, ¡maravillosa edad!

Caminé y caminé por el húmedo y desapacible arenal, entonando con los dientes una melodía dedicada al hambre y al frío, cuando de pronto, mientras buscaba afanosamente algo de comer, al pasar por uno de los quioscos, descubrí una figura de mujer. Estaba encogida en el suelo, y el vestido, empapado por la lluvia, se le pegaba a la espalda inclinada. Me detuve cerca de ella y me fijé en lo que hacía. Estaba cavando con las manos una zanja en la arena, tratando de hacer un agujero por debajo de un quiosco.

—¿Qué estás haciendo? —le pregunté, sentándome en cuclillas a su lado.

Soltó un tímido grito y rápidamente se puso en pie. En ese momento, viéndola a mi lado, mientras ella me miraba fijamente con sus asustados ojos pardos, me di cuenta de que era una muchacha de mi edad, con una cara muy bonita en la que, por desgracia, destacaban tres enormes moratones. Eso la afeaba, aunque los moratones estaban dispuestos con una asombrosa proporcionalidad: había uno debajo de cada ojo —ambos del mismo tamaño— y otro —más grande— en la frente, justo encima del entrecejo. Esa simetría delataba el trabajo de un artista, muy diestro en la labor de desfigurar una fisonomía humana.

A medida que me miraba, el temor desaparecía de los ojos de la chica… De pronto se sacudió la arena de las manos, se colocó el pañuelo de percal de la cabeza, se encogió de hombros y dijo:

—Me imagino que tú también tendrás hambre… Anda, cava tú, a mí ya me duelen las manos. Mira, ahí dentro —señaló el quiosco con la cabeza— seguro que hay pan… Aquí todavía comercian…

Y me puse a cavar. También la chica, después de estar un rato pendiente de mí, se sentó a mi lado y empezó a ayudarme…

Trabajábamos en silencio. No sabría decir ahora si en esos instantes se me pasaron por la cabeza el código penal, la moral, el derecho a la propiedad y todas esas cosas de las que, según los expertos, conviene acordarse en todos los momentos de la vida. Aunque, si no quiero apartarme demasiado de la verdad, tendré que admitir que seguramente estaría tan concentrado en la tarea de cavar aquel agujero bajo el almacén que no pensaría en nada que no fuera lo que nos aguardaba allí dentro…

Se hacía de noche. La oscuridad —húmeda, penetrante, fría— se iba cerrando a nuestro alrededor. El rumor de las olas parecía algo más sordo que antes, mientras la lluvia repiqueteaba en los tablones del quiosco con mayor frecuencia e intensidad… No muy lejos, resonó la matraca de un vigilante nocturno.

—¿Tú crees que habrá un suelo de madera? —preguntó en voz baja mi compinche.

Yo no entendí a qué se refería, y no le respondí.

—Decía que si habrá un suelo. Porque, de ser así, nos estamos deslomando para nada. Después de cavar el agujero, igual nos encontramos ahí dentro con unos tablones muy gruesos… Y a ver quién los quita… Sería mejor reventar el candado… No debe de ser muy bueno…

Las buenas ideas no visitan con frecuencia la cabeza de las mujeres; pero, como veis, no dejan de visitarla en ocasiones… Yo siempre he apreciado las buenas ideas y siempre he tratado de aprovecharlas en la medida de lo posible.

Encontré el candado, tiré de él y saltó junto con los anillos a los que estaba enganchado… Mi compañera se encorvó de inmediato y reptó como una serpiente por la franja rectangular que acabábamos de abrir. Desde dentro me llegó su grito entusiasmado:

—¡Bravo!

Un escueto elogio femenino es para mí más preciado que un verdadero ditirambo pronunciado por un varón, aunque éste sea tan elocuente como todos los oradores de la Antigüedad juntos. Pero por aquel entonces yo era menos galante que en la actualidad y, sin hacer caso del cumplido de la chica, le pregunté brevemente, con cierta aprensión:

—¿Hay algo?

Ella empezó a enumerar monótonamente lo que iba descubriendo:

—Una cesta con unas botellas… Unos sacos vacíos… Un paraguas… Un cubo de hierro.

Nada de aquello era comestible. Sentí desvanecerse mis esperanzas… Pero, de repente, gritó animada:

—¡Ajá! Ya lo he visto…

—¿Qué?

—Pan. Una hogaza… Solo que está húmeda… ¡Toma!

A mis pies apareció una hogaza de pan, seguida por mi valerosa compañera. Tardé muy poco en arrancar un cacho, metérmelo en la boca y empezar a masticar…

—Oye tú, dame eso… Además, aquí no podemos estar. ¿Adónde podríamos ir? —Escrutó las tinieblas en todas direcciones… Era una noche oscura, húmeda, rumorosa—. Fíjate en esa barca volcada… ¿Qué dices?

—¡Vamos!

Y fuimos para allá, mientras troceábamos el botín y nos llevábamos los pedazos a la boca… La lluvia arreciaba, el río gemía, un largo silbido burlón sonaba a lo lejos, como si una criatura, enorme e impasible, se riera de todos los principios de este mundo, de aquella espantosa noche otoñal y de nosotros, sus dos héroes… Era un silbido desgarrador, pero, a pesar de todo, yo no dejaba de comer con avidez, y la muchacha, que marchaba a mi izquierda, no se quedaba atrás.

—¿Cómo te llamas? —se me ocurrió preguntarle.

—¡Natasha! —contestó, sin dejar de comer.

La miré con el corazón encogido; miré entonces la oscuridad que me envolvía, y tuve la impresión de que mi destino, de irónico semblante, me dedicaba una sonrisa fría y enigmática…

La lluvia golpeaba incansablemente las tablas de la barca, despertando tristes pensamientos con su suave susurro, y el viento silbaba al atravesar el fondo roto, metiéndose en una ranura donde pulsaba una astilla, y al hacerlo se oía un crujido inquieto y quejumbroso. Las olas del río rompían en la orilla, con un sonido monótono, desesperado, como si contaran una historia insufrible, tediosa y pesada, de la que ya estaban hartas, una historia de la que preferirían no hablar, pero que no tenían, a pesar de todo, más remedio que referir. El murmullo de la lluvia se fundía con aquel chapoteo, y sobre la barca volcada flotaba el largo y pesado suspiro de la tierra, ofendida y extenuada con aquella eterna sucesión: el paso del cálido y luminoso verano al otoño frío, húmedo y brumoso. El viento se arrastraba sobre la orilla desierta y el río espumeante, entonando deprimentes canciones…

Debajo de la barca no se estaba nada cómodo: había poco espacio, el ambiente era húmedo, las pequeñas y frías gotas de lluvia y las ráfagas de viento se colaban por el fondo destrozado…

Llevábamos un rato callados, temblando de frío. Yo tenía ganas de dormir, y recuerdo a Natasha con la espalda apoyada en la borda, acurrucada y encogida. Se abrazó las rodillas y apoyó en ellas la barbilla; miraba al río fijamente, con los ojos muy abiertos: sobre la mancha blanca de su cara parecían aún más grandes, por culpa de aquellos moratones. No se movía, y su inmovilidad y su silencio —yo me daba cuenta— me fueron intimidando poco a poco… Me apetecía hablar con ella, pero no sabía por dónde empezar…

Fue ella la primera en hablar.

—¡Condenada vida! —exclamó claramente, marcando las sílabas, en un tono profundamente convencido.

Pero no había sido una queja. Había demasiada indiferencia en sus palabras para tratarse de una queja. Yo, sencillamente, estaba en presencia de alguien que había estado dándole vueltas a una cuestión, como mejor sabía, hasta llegar a una conclusión determinada que había expresado en voz alta y a la que yo no podía oponerme sin incurrir en una contradicción. Por eso, no dije nada. Y ella, sin hacerme mucho caso, seguía allí sentada, sin moverse.

—Total, casi mejor reventar… —añadió Natasha, esta vez en voz baja, pensativa. Y tampoco esta vez había en sus palabras una sola nota de protesta. Se apreciaba claramente que, después de meditar sobre la existencia, se había examinado a sí misma y había concluido que, para preservarse de las humillaciones de la vida, no estaba en condiciones de hacer otra cosa que no fuera, justamente, “reventar”.

Yo estaba asqueado de tanta lucidez, y tenía la sensación de que, si seguía callado un poco más, seguramente me echaría a llorar… Y eso habría sido un acto vergonzoso en presencia de una mujer, sobre todo porque ella, desde luego, no lloraba. Me decidí a entablar conversación.

—¿Quién te ha hecho eso? —le pregunté; no se me había ocurrido nada más inteligente.

—Ha sido Pashka… —contestó en voz alta, con firmeza.

—¿Quién es ése?

—Mi querido… Uno que es panadero…

—¿Te pega a menudo?

—Cuando bebe más de la cuenta, le da por pegarme…

Y de pronto, acercándose a mí, empezó a contarme cosas de su vida, de Pashka y de sus relaciones. Ella era una “mujer de mala vida”; él, un panadero de bigotes rojos que tocaba el acordeón divinamente. Había ido a verla a su “establecimiento” y a ella le había gustado mucho, porque era un hombre alegre y que vestía decentemente. Llevaba una poddiovka de quince rublos y botas con “adornos”… Por ese motivo se enamoró de él y él se convirtió en un cliente “de confianza”. Y, al convertirse en un cliente “de confianza”, se dedicó a quitarle el dinero que otros clientes le daban para golosinas, a gastarse en bebida ese dinero y a pegarle… Lo cual no habría tenido mayor importancia, si no hubiera empezado a liarse con otras delante de ella…

—¿Se habrá creído que no me importa? Como si yo fuera menos que nadie… Vamos, que se burla de mí, el muy sinvergüenza. Hace un par de días le pedí un rato libre a la patrona, fui a verle, y resulta que la borracha de Dianka estaba con él. Y él también estaba algo achispado. Le digo: “¡Serás desgraciado! ¡Bandido!”. Me dio una paliza tremenda. Me pateó, me tiró de los pelos, no se privó de nada… ¡Y eso es lo de menos! Me destrozó la ropa… Y ahora ¿qué hago yo? ¿Cómo me presento con estas pintas delante de la patrona? Todo roto: el vestido, la blusa… Nuevecita que estaba… Y encima me ha dejado sin pañuelo… ¡Señor! ¿Qué va a ser de mí ahora? —empezó a gemir de pronto con voz lastimera y desgarrada.

Y el viento también gemía, cada vez con más fuerza, y cada vez más frío. Los dientes me empezaron otra vez a castañetear. También ella se encogió, muerta de frío, y se acercó tanto a mí que podía ver el brillo de sus ojos a través de la oscuridad…

—¡Qué canallas sois los hombres! Os pisotearía a todos, no os dejaría un miembro sano. Y, si alguno la espicha… ¡de buena gana le escupiría en toda la cara! ¡No me dais la menor pena! ¡Miserables! Y hay que ver qué forma de gimotear, meneando el rabo, peor que los perros, esperando a que alguna boba os haga caso, y asunto concluido. Ya está en vuestras garras… Malditos veletas…

No paraba de meterse con los hombres, poniéndolos a caldo, pero sus insultos no tenían fuerza: no se percibía en ellos ni rabia ni odio a esos “malditos veletas”. En general, había en el tono de su discurso una calma que no se correspondía con el contenido y su voz resultaba tristemente pobre en matices.

Pero todo aquello me afectó mucho más que los más elocuentes, que los más convincentes entre los incontables libros y discursos pesimistas que hubiera podido leer y escuchar antes y después, y que he seguido leyendo y escuchando hasta la fecha. Y eso es así por la misma razón por la que la agonía de un hombre que está a punto de fallecer es mucho más natural y más impactante que cualquier descripción de la muerte, por precisa y hermosa que sea.

Me sentía mal; es posible que fuera más por el frío que por las palabras de mi acompañante. Suspiraba en silencio y me rechinaban los dientes.

Casi de inmediato sentí el contacto de dos manos pequeñas: una de ellas en el cuello, la otra en la cara. Y al mismo tiempo oí una voz preocupada, suave, cariñosa:

—¿Qué te pasa?

Podría haber esperado esa pregunta de cualquier persona menos de Natasha, que acababa de proclamar que todos los hombres eran unos miserables y les deseaba a todos la muerte. Pero en seguida se apresuró a añadir:

—¿Qué te pasa?, dime. ¿Tienes frío o qué? ¿Estás tiritando? ¡Ay, cómo eres! Ahí parado… ¡como un mochuelo! Tenías que haberme dicho antes que tenías frío… Anda… túmbate en el suelo… Tiéndete… yo también me tumbo… ¡así! Ahora abrázame… más fuerte… Seguro que ahora se te pasa el frío… Y después nos tumbamos espalda con espalda… Se trata de pasar la noche… Y ¿cuál es tu historia? ¿Te has dado a la bebida? ¿Te han echado del trabajo? ¡No pasa nada!

Estaba reconfortándome… Dándome ánimos…

¡Maldita sea mi estampa! ¡Tres veces maldita! ¡Cuánta ironía había en aquello! Yo estaba, en ese tiempo, seriamente preocupado por el destino de la humanidad, soñaba con la reorganización de la estructura social, con las transformaciones políticas, leía toda clase de libros diabólicamente complicados, tan profundos que, seguramente, su sentido no estaba al alcance ni de sus propios autores… Y, al mismo tiempo, trataba por todos los medios de convertirme en un “activista de primer orden”. Y resulta que me estaba dando calor con su cuerpo una mujer venal, una criatura infeliz, maltratada, acosada, sin sitio adonde ir, sin precio, a la que nunca se me habría ocurrido prestar ayuda hasta que ella me ayudó a mí, y, aunque así hubiera sido, difícilmente habría sabido cómo hacerlo.

Ay, habría jurado que todo eso me estaba pasando en sueños, en un mal sueño, en una pesadilla…

Pero ¡qué va!, eso era imposible, pues las gotas heladas de lluvia caían sobre mí, el pecho de aquella mujer se estrechaba contra mi cuerpo, exhalando en mi rostro su cálido aliento… que olía levemente a vodka, pero ¡era tan vivificante! El viento aullaba y gemía, la lluvia golpeaba la barca, las olas rompían, y nosotros dos, fuertemente abrazados, tiritábamos de frío. Todo eso era completamente real, y estoy convencido de que nadie ha tenido pesadillas tan atroces como aquella realidad.

Y Natasha me seguía hablando, con ese cariño y esa simpatía con la que solo las mujeres son capaces de hablar. Bajo la influencia de sus palabras, cariñosas e ingenuas, una tímida llama se encendió en mi interior, y en mi corazón se produjo el deshielo.

Entonces las lágrimas brotaron de mis ojos, como una granizada, llevándose consigo la rabia, la melancolía, la estupidez y la suciedad que se habían ido acumulando en mi corazón hasta esa noche…

Natasha intentaba convencerme:

—¡Venga, no llores, no seas tonto! ¡Déjalo ya! Ya verás cómo todo se arregla, con ayuda de Dios… Conseguirás otro trabajo…

Y no paraba de besarme. Continuamente, sin descanso, con fervor…

Fueron los primeros besos de mujer que me deparó la vida, y fueron los mejores besos, pues todos los que vinieron después me costaron muy caros y apenas me aportaron nada.

—Vamos, basta ya de gimoteos, ¡mira que eres raro! Mañana mismo te busco un sitio, ya que no tienes a donde ir… —oía yo, como en un sueño, un suave susurro consolador…

Estuvimos toda la noche abrazados.

Y, cuando amaneció, salimos de la barca y nos dirigimos a la ciudad… Después nos despedimos amistosamente, y no volvimos a encontrarnos jamás, a pesar de que estuve más de medio año buscando en todos los tugurios a aquella adorable Natasha, con la que pasé aquella noche, una vez, en otoño…

Si acaso ha muerto —¡qué suerte para ella!—, ojalá descanse en paz. Y, si aún vive, espero que disfrute de sosiego. Y que no se despierte en su alma la conciencia de la caída… Pues solo supondría un sufrimiento inútil y estéril…

*FIN*


“Однажды осенью”,
Самарской газете,1895


Más Cuentos de Máximo Gorki