Casa digital del escritor Luis López Nieves


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El alienista

[Cuento largo - Texto completo.]

J. M. Machado de Assis

I. De cómo Itaguaí obtuvo una casa de orates

Las crónicas de la villa de Itaguaí dicen que en tiempos remotos había vivido allí un cierto médico, el doctor Simón Bacamarte, hijo de la nobleza de la tierra y el más grande de los médicos del Brasil, de Portugal y de las Españas. Había estudiado en Coimbra y Padua. A los treinta y cuatro años regresó al Brasil, no pudiendo lograr el rey que permaneciera en Coimbra al frente de la universidad, o en Lisboa, encargándose de los asuntos de la monarquía que eran de su competencia profesional.

-La ciencia -dijo él a su majestad- es mi compromiso exclusivo; Itaguaí es mi universo.

Dicho esto, retornó a Itaguaí, y se entregó en cuerpo y alma al estudio de la ciencia, alternando las curas con las lecturas, y demostrando los teoremas con cataplasmas.

A los cuarenta años se casó con doña Evarista da Costa e Mascarenhas, señora de veinticinco años, viuda de un juez-de-fora, ni bonita ni simpática. Uno de sus tíos, cazador de pacas ante el Eterno, y no menos franco que buen trampero, se sorprendió ante semejante elección y se lo dijo. Simón Bacamarte le explicó que doña Evarista reunía condiciones fisiológicas y anatómicas de primer orden, digería con facilidad, dormía regularmente, tenía buen pulso y excelente vista; estaba, en consecuencia, apta para darle hijos robustos, sanos e inteligentes. Si además de estos atributos -únicos dignos de preocupación por parte de un sabio- doña Evarista era mal compuesta de facciones, eso era algo que, lejos de lastimarlo, él agradecía a Dios, porque no corría el riesgo de posponer los intereses de la ciencia en favor de la contemplación exclusiva, menuda y vulgar, de la consorte.

Doña Evarista desmintió las esperanzas del doctor Bacamarte: no le dio hijos, ni robustos, ni frágiles. La índole natural de la ciencia es la longanimidad; nuestro médico esperó tres años, luego cuatro, después cinco. Al cabo de este tiempo, hizo un estudio profundo de la materia, releyó todos los escritos árabes y otros que tenía en su poder y que había traído a Itaguaí, realizó consultas con las universidades italianas y alemanas, y terminó por sugerir a su mujer un régimen alimenticio especial. La ilustre dama, nutrida exclusivamente con la tierna carne de cerdo de Itaguaí, no atendió las amonestaciones del esposo; y a su resistencia -explicable pero incalificable- debemos la total extinción de la dinastía de los Bacamartes.

Pero la ciencia tiene el inefable don de curar todas las penas; nuestro médico se sumergió enteramente en el estudio y en la práctica de la medicina. Fue entonces cuando uno de los rincones de ésta le llamó especialmente la atención: el área de lo psíquico, el examen de la patología cerebral. No había en la colonia, y ni siquiera en el reino, una sola autoridad en semejante materia, mal explorada o casi inexplorada. Simón Bacamarte comprendió que la ciencia lusitana y, particularmente, la brasileña, podía cubrirse de “laureles inmarcesibles”… expresión usada por él mismo, en un impulso favorecido por la intimidad doméstica; exteriormente era modesto, como conviene a los ilustrados.

-La salud del alma -proclamó él- es la ocupación más digna del médico.

-Del verdadero médico -agregó Crispín Soares, boticario de la villa, y uno de sus amigos y comensales.

Entre otros pecados de los que fue acusado el Ayuntamiento de Itaguaí por los cronistas, figura el de ser indiferente a los dementes. Así es que cuando aparecía algún loco furioso lo encerraba en una habitación de su casa y, ni atendido ni desatendido, allí lo dejaban hasta que la muerte lo venía a defraudar del beneficio de la vida; los mansos en cambio andaban sueltos por la calle. Simón Bacamarte se propuso desde un comienzo reformar tan mala costumbre; pidió autorización al Ayuntamiento para dar abrigo y brindar cuidados, en el edificio que iba a construir, a todos los dementes de Itaguaí y de las demás villas y ciudades, mediante una paga que el Ayuntamiento le daría cuando la familia del enfermo no lo pudiese hacer. La propuesta excitó la curiosidad de toda la villa, y encontró gran resistencia, tan cierto es que difícilmente se desarraigan los hábitos absurdos o aun malos. La idea de meter a todos los locos en la misma casa, viviendo en común, pareció en sí misma un síntoma de demencia, y no faltó quien se lo insinuara a la propia mujer del médico.

-Mire, doña Evarista -le dijo el padre Lopes, vicario del lugar-, yo creo que a su marido le convendría hacerse un paseo hasta Río de Janeiro. Eso de estar estudiando un día tras otro sin pausa, no es nada bueno; terminará por enloquecerlo.

Doña Evarista se sintió aterrorizada, fue a hablar con su marido, le dijo que tenía “algunos deseos”, uno principalmente, el de ir a Río de Janeiro y comer todo lo que a él le pareciese adecuado al logro de cierto fin. Pero aquel hombre, con la rara sagacidad que lo distinguía, comprendió la intención de la esposa y le respondió sonriendo que no tuviese miedo. De allí se dirigió al Ayuntamiento, donde los concejales debatían la propuesta, y la defendió con tanta elocuencia que la mayoría resolvió autorizarlo a realizar lo que propusiera, votando al mismo tiempo un impuesto destinado a subsidiar el tratamiento, alojamiento y manutención de los locos pobres. No fue fácil determinar sobre qué recaería el impuesto; ya no quedaba nada en Itaguaí que no fuese pasible de tributo. Después de largos estudios, se decidió permitir el uso de los penachos en los caballos de los entierros. Quien desease emplumar los caballos de una carroza funeraria pagaría dos tostões al Ayuntamiento, repitiéndose tantas veces esa cantidad cuantas fuesen las horas transcurridas entre la del fallecimiento y la de la última bendición en la sepultura. El notario se perdió en los cálculos aritméticos del rendimiento pasible de la nueva tasa; y uno de los concejales que no creía en la empresa del médico, pidió que se relevase al notario de un trabajo inútil.

-Los cálculos no son precisos -dijo él-, porque el doctor Bacamarte no propone nada concreto. Por lo demás ¿dónde se ha visto meter a todos los locos en la misma casa?

Se engañaba el digno magistrado; el médico demostró saber muy bien lo que quería. Una vez en poder de la licencia, inició de inmediato la construcción de la casa. Ésta se alzaría en la Rua Nova, la calle más hermosa de Itaguaí en aquellos tiempos; tendría cincuenta ventanas de cada lado, un patio central y numerosas habitaciones para los internados. Como gran arabista que era, recordó que en el Corán, Mahoma consideraba venerables a los locos, por el hecho de que Alá les había arrebatado el juicio a fin de que no pecaran. La idea le pareció bonita y profunda, y él la hizo grabar en el frontispicio de la casa; pero como le temía al vicario, y por extensión al obispo, atribuyó el pensamiento a Benedicto VIII, mereciéndose por este fraude, por lo demás piadoso, que el padre Lopes le contara, durante el almuerzo, la vida de aquel pontífice eminente.

Casa Verde fue el nombre dado al asilo, por alusión al color de las ventanas, que eran las primeras en ese tono que aparecían en Itaguaí. Se inauguró con inmensa pompa; de todas las villas y poblados vecinos, y hasta distantes, incluso de la mismísima ciudad de Río de Janeiro, acudió gente para asistir a las ceremonias, que duraron siete días. Muchos dementes ya estaban internados; y los parientes tuvieron oportunidad de ver el cariño paternal y la caridad cristiana con que se los iba a tratar. Doña Evarista, contentísima con la gloria alcanzada por su marido, se vistió lujosamente, cubriéndose de joyas, flores y sedas. Ella fue una verdadera reina en aquellos días memorables; nadie dejó de ir a visitarla dos o tres veces, a pesar de las costumbres caseras y recatadas del siglo, y no sólo la alababan, sino que también la enaltecían; ello porque -y el hecho es un testimonio altamente honroso para la sociedad de la época- veían en ella a la feliz esposa de un alto espíritu, de un varón ilustre y, si le tenían envidia, era la santa y noble envidia de los admiradores.

Al cabo de siete días expiraron las fiestas públicas; Itaguaí tenía finalmente una casa de orates.
II. Torrente de locos

Tres días después, en una charla franca con el boticario Crispín Soares, le abrió el alienista el misterio de su corazón.

-La caridad, señor Soares, entra por cierto en mi procedimiento, pero entra como la salsa, como la sal de las cosas, que es así como interpreto el dicho de San Pablo a los corintios: “Si yo conozco cuanto se puede saber y no tengo caridad, no soy nada.” Lo principal en esta obra mía de la Casa Verde es estudiar profundamente la locura, sus grados diversos, clasificar sus casos, descubrir en fin la causa del fenómeno y el remedio universal. Éste es el misterio de mi corazón. Creo que con esto presto un buen servicio a la humanidad.

-Un excelente servicio -agregó el boticario.

-Sin este asilo -prosiguió el alienista-, poco podría hacer; es él quien le da mucho mayor campo a mis estudios.

-Sin duda -enfatizó el otro.

Y tenía razón. De todas las villas y aldeas vecinas afluían locos a la Casa Verde. Eran furiosos, eran mansos, eran monomaniacos, eran toda la familia de los desheredados del espíritu. Al cabo de cuatro meses, la Casa Verde era una población. No bastaron las primeras habitaciones; se mandó anexar una galería de treinta y siete más. El padre Lopes confesó que nunca hubiera creído que había tantos locos en el mundo, y menos aún que fueran hondamente inexplicables ciertos casos. Por ejemplo, ése del muchacho burdo y rústico, que todos los días después del almuerzo pronunciaba regularmente un discurso académico, ornado de tropos, de antítesis, de apóstrofes, con sus recamos de griego y latín, y sus borlas de Cicerón, Apuleyo y Tertuliano. El vicario no podía terminar de creerlo. Pero ¡cómo era posible! Aquél era un muchacho a quien él había visto, tres meses atrás, jugando al boliche en la calle.

-No digo que no -le respondía el alienista-; pero la verdad es lo que vuestra eminencia puede ver aquí. Esto ocurre todos los días.

-En lo que a mí respecta -prosiguió el vicario-, esto que aquí vemos sólo se puede explicar por la confusión de lenguas que tuvo lugar durante la construcción de la Torre de Babel, según narra la Escritura; probablemente confundidas las lenguas en la antigüedad, es fácil intercambiarlas ahora, desde que la razón no trabaje…

-Ésa puede ser, efectivamente, la explicación divina del fenómeno -dijo el alienista, después de reflexionar un instante-, pero no es imposible que haya también alguna razón humana, y puramente científica; eso es justamente lo que trato de averiguar…

-Me parece bien, me parece bien. ¡Y ojalá llegue vuestra merced adonde se propone!

Los locos de amor eran tres o cuatro, pero sólo les resultaban asombrosos por la curiosa índole de su delirio.

Uno de ellos, un tal Falcão, muchacho de veinticinco años, suponía ser la estrella del alba, abría los brazos y las piernas para darles cierto aspecto de rayos, y se quedaba así horas preguntando si el sol ya había nacido, de forma que él pudiera retirarse. El otro andaba siempre, siempre, siempre, de sala en sala y dando vueltas por el patio, a lo largo de los corredores, en busca del fin del mundo. Era un desgraciado, a quien su mujer había abandonado para seguir a un perdulario. Apenas descubrió la fuga se armó de un trabuco y salió tras sus huellas; los encontró dos horas después, a orillas de una laguna, y los mató a ambos con tal despliegue de crueldad que su crimen fue memorable.

Los celos se vieron aplacados, pero el vengado se volvió loco. Y entonces empezó a devorarlo aquella ansiedad de ir al fin del mundo en pos de los fugitivos.

La manía de grandeza contaba con exponentes notables. El más curioso era un pobre diablo, hijo de un ropavejero, que narraba a las paredes (porque jamás miraba a una persona) toda su genealogía, que era ésta:

-Dios engendró un huevo, el huevo engendró la espada, la espada engendró a David, David engendró la púrpura, la púrpura engendró al duque, el duque engendró al marqués, el marqués engendró al conde, que soy yo.

Se daba una fuerte palmada en la frente, hacía estallar los dedos y repetía cinco o seis veces seguidas:

-Dios engendró un huevo, el huevo, etcétera.

Otro de su misma especie era un notario que se hacía pasar por mayordomo del rey; también había un boyero de Minas, cuya manía era distribuir ganado entre todos los que lo rodeaban, le daba a uno treinta cabezas, seiscientas a otro, mil doscientas a otro, y no terminaba nunca. No hablo de los casos de monomanía religiosa; apenas me referiré a un individuo que, llamándose Juan de Dios, decía ahora ser el dios Juan, y prometía el reino de los cielos a quien lo adorase, y las penas del infierno a los restantes; y además de éste, el licenciado García, que no decía nada, porque imaginaba que el día que llegase a proferir una sola palabra, todas las estrellas se desprenderían del cielo y abrasarían la tierra, tal era el poder que había recibido de Dios.

Así lo escribió él en el papel que el alienista mandó entregarle, menos por caridad que por interés científico.

Lo cierto es que la paciencia del alienista era aún más notable que todas las manías alojadas en la Casa Verde y tan asombrosa como ellas. Simón Bacamarte empezó por organizar al personal de administración; y aceptando esa sugerencia del boticario Crispín Soares, le aceptó también dos sobrinos, a quienes incumbió de la ejecución de un régimen, aprobado por el Ayuntamiento, de la distribución de la comida y de la ropa. Era lo mejor que podía hacer, para no tener sino que ocuparse de lo que específicamente le interesaba.

-La Casa Verde -dijo él al vicario-, es ahora una especie de mundo, en el que hay un gobierno temporal y un gobierno espiritual.

Y el padre Lopes se reía de esta broma inconsciente, y agregaba, con el único fin de decir también algo gracioso:

-Ya verá usted; lo haré denunciar ante el papa.

Una vez liberado de los problemas administrativos, el alienista procedió a una vasta clasificación de sus enfermos. Los dividió primeramente en dos clases principales: los furiosos y los mansos; de allí pasó a las subclases, monomanías, delirios, alucinaciones diversas. Hecho esto, dio inicio a un estudio tenaz y constante; analizaba los hábitos de cada loco, las horas en que se producían las alucinaciones, las aversiones, proclividades, las palabras, los gestos, las tendencias; indagaba la vida de los enfermos, profesión, costumbres, circunstancias de la revelación mórbida, traumas infantiles y juveniles, enfermedades de otra especie, antecedentes familiares; una pesquisa, en suma, que no realizaría el más compuesto corregidor. Y cada día efectuaba una observación nueva, un descubrimiento interesante, un fenómeno extraordinario. Al mismo tiempo estudiaba el mejor régimen, las sustancias medicamentosas, los medios curativos y los recursos paliativos, no sólo los que provenían de sus amados árabes, como los que él mismo había descubierto, a fuerza de sagacidad y paciencia. Pues bien, todo este trabajo le insumía lo mejor y la mayor parte de su tiempo. Dormía poco y apenas se alimentaba; y aun cuando comía era como si trabajase, porque o bien interrogaba un texto antiguo, o rumiaba una cuestión, e iba muchas veces de un cabo a otro de la cena sin intercambiar una sola palabra con doña Evarista.


III. ¡Dios sabe lo que hace!

La ilustre dama, al cabo de dos meses, se sintió la más desgraciada de las mujeres; cayó en profunda melancolía, se puso amarilla, adelgazó, comía poco y suspiraba constantemente. No osaba dirigirle ninguna queja o reproche, porque respetaba en él a su marido y señor, pero padecía callada, y se consumía a ojos vistas. Un día, durante la cena, habiéndole preguntado el marido qué le ocurría, respondió tristemente que nada; después se atrevió un poco, y fue al punto de decir que se consideraba tan viuda como antes. Y agregó:

-Quién iba a decir que media docena de lunáticos…

No terminó la frase; o mejor, la terminó alzando los ojos al techo, los ojos que eran su rasgo más insinuante, negros, grandes, lavados por una luz húmeda, como los de la aurora. En cuanto al gesto, era el mismo que había empleado el día en que Simón Bacamarte la pidió en casamiento. No dicen las crónicas si doña Evarista blandió aquella arma con el perverso intento de degollar de una vez a la ciencia, o, por lo menos desceparle las manos; pero la conjetura es verosímil. En todo caso el alienista no le atribuyó otra intención. Y no se irritó el gran hombre, no quedó ni siquiera consternado. El metal de sus ojos no dejó de ser el mismo metal, duro, liso, eterno, ni la menor arruga vino a alterar la superficie de la frente, quieta como el agua de Botafogo. Quizás una sonrisa le abrió los labios, por entre los cuales se filtró esta palabra suave como el aceite del Cántico:

-Estoy de acuerdo con que vayas a pasear un poco a Río de Janeiro.

Doña Evarista sintió que le faltaba el piso debajo de los pies. Jamás de los jamases había visto Río de Janeiro, que si bien no era ni una pálida sombra de lo que es hoy, ya era sin duda algo más que Itaguaí. Ver Río de Janeiro, para ella, equivalía al sueño del judío cautivo.

Sobre todo ahora que el marido se había asentado en aquella villa del interior, ahora que ella había perdido las últimas esperanzas de respirar los aires de nuestra buena ciudad; justamente ahora se la invitaba a realizar sus deseos de niña y muchacha. Doña Evarista no pudo disimular el placer que le produjo semejante propuesta. Simón Bacamarte la tomó de una mano y sonrió -una sonrisa algo filosófica, además de conyugal-, en la que parecía traducirse este pensamiento:

“No hay un remedio cabal para los dolores del alma; esta señora se consume porque le parece que no la amo; le ofrezco un viaje a Río de Janeiro y se consuela.” Y siendo, como era, hombre estudioso, tomó nota de la observación.

Pero un dardo atravesó el corazón de doña Evarista. Se contuvo, sin embargo, limitándose a decirle al marido que si él no iba ella tampoco lo haría, porque no estaba dispuesta a arriesgarse sola por los caminos.

-Irás con tu tía -contestó el alienista.

Nótese que doña Evarista había pensado en eso mismo; pero no quería pedírselo ni insinuárselo, en primer lugar porque sería imponerle grandes gastos al marido, y en segundo lugar porque era mejor, más nítido y racional que la propuesta viniera de él.

-¡Oh, pero habrá que gastar tanto dinero! -suspiró doña Evarista sin convicción.

-¿Qué importa? Hemos ganado mucho -dijo el marido-. Justamente ayer el contador me presentó cuentas. ¿Quieres ver?

Y la llevó hasta donde estaban los libros. Doña Evarista se sintió deslumbrada. Era una vía láctea de algoritmos. Y después la condujo hasta las arcas, donde estaba el dinero.

¡Dios!, eran pilas de oro, eran mil cruzados sobre mil cruzados, doblones sobre doblones; era la opulencia.

Mientras ella devoraba el oro con sus ojos negros, el alienista la contemplaba, y le decía al oído con la más pérfida de las intenciones:

-Quién diría que media docena de lunáticos…

Doña Evarista comprendió, sonrió y respondió con mucha resignación:

-¡Dios sabe lo que hace!

Tres meses después tenía lugar la partida. Doña Evarista, la tía, la mujer del boticario, un sobrino de éste, un cura que el alienista había conocido en Lisboa, y que se encontraba casualmente en Itaguaí, cinco pajes, cuatro mucamas, tal fue la comitiva que la población vio salir de allí cierta mañana del mes de mayo. Las despedidas fueron tristes para todos menos para el alienista. Si bien las lágrimas de doña Evarista fueron abundantes y sinceras, no llegaron a conmoverlo. Hombre de ciencia y sólo de ciencia, nada lo consternaba fuera de la ciencia; y si algo lo preocupaba en aquella oportunidad, mientras él dejaba correr sobre la multitud una mirada inquieta y policíaca, no era otra cosa que la idea de que algún demente podría encontrarse allí, confundido con la gente de buen juicio.

-¡Adiós! -sollozaron finalmente las damas y el boticario.

Y partió la comitiva. Crispín Soares, al volver a su casa, traía la mirada perdida entre las dos orejas del ruano en que venía montado; Simón Bacamarte dejaba vagar la suya por el horizonte lejano dejándole totalmente al caballo la responsabilidad del regreso. ¡Imagen viva del genio y del vulgo! Uno mira al presente con todas sus lágrimas y nostalgias, otro indaga el futuro con todas las auroras.
IV. Una nueva teoría

Mientras doña Evarista, bañada en lágrimas, iba en busca de Río de Janeiro, Simón Bacamarte estudiaba minuciosamente una idea atrevida y nueva, adecuada, al parecer, para ensanchar las fronteras de la psicología. Todo el tiempo libre que le dejaban los cuidados exigidos por la Casa Verde, era un poco para recorrer las calles o andar de casa en casa conversando con la gente sobre treinta mil asuntos y subrayando las palabras con una mirada que metía miedo a los más firmes.

Una mañana -tres semanas más tarde- estando Crispín Soares ocupado en la preparación de un medicamento, vinieron a decirle que el alienista lo mandaba llamar.

-Se trata de un asunto importante, según me dijo -agregó el mensajero.

Crispín empalideció. ¿Qué asunto importante podía ser sino alguna triste noticia de la comitiva y especialmente de la mujer? Porque este tópico debe quedar claramente definido, ya que en él insisten los cronistas: Crispín amaba a su mujer, y en los treinta años que llevaban casados no se habían separado un solo día. Así se explican los monólogos en que andaba ahora y que sus sirvientes oían muchas veces: “¡Pues ahora aguántatela! ¿Quién te mandó consentir en el viaje de Cesaria? ¡Adulador, torpe adulador! Lo hiciste todo nada más que para adular al doctor Bacamarte. Pues ahora aguántatela; sí, tendrás que aguantártela, alma de lacayo, cobardón, vil, miserable. ¿Dices amén a todo, verdad? ¡Ahí tienes el resultado, belitre!” Y muchos otros nombres feos, que uno no debe decir a otros, y mucho menos a sí mismo. De aquí a imaginar el efecto del mensaje no hay más que un paso. Apenas él lo recibió dejó a un lado las drogas y voló a la Casa Verde.

Simón Bacamarte lo recibió con la alegría propia de un sabio, una alegría almidonada en circunspección hasta el cuello.

-Estoy muy contento -dijo él.

-¿Noticias de nuestra gente? -preguntó el boticario con voz temblorosa.

El alienista hizo un gesto grandilocuente, y respondió:

-Se trata de cosa más alta, se trata de una experiencia científica. Digo experiencia, porque no me atrevo a asegurar desde ya mi idea; ni la ciencia es otra cosa, señor Soares, que una investigación constante. Se trata pues, de una experiencia, pero de una experiencia que va a transformar la faz de la tierra. La locura, objeto de mis estudios, era hasta ahora una isla perdida en el océano de la razón; empiezo a sospechar que es un continente.

Dijo esto y se calló para observar el asombro del boticario. Después explicó detalladamente su idea. En su concepto, la enajenación mental abarcaba una amplia superficie de cerebros; y desarrolló esto con gran cantidad de razonamientos, de citas, de ejemplos. A los ejemplos los encontró en la historia y en Itaguaí; pero siendo como era un espíritu poco vulgar, reconoció el peligro de citar todos los casos de Itaguaí, y se refugió en la historia. De tal modo, señaló algunos personajes célebres, Sócrates, que decía tener un demonio familiar; Pascal, que veía un abismo a su izquierda; Mahoma, Caracalla, Domiciano, Calígula, etcétera, un alud de casos y personas con las que se entremezclaban entidades odiosas, y entidades ridículas. Y dado que el boticario se mostró desconcertado ante semejante promiscuidad, el alienista dijo que todo era lo mismo, y agregó sentenciosamente:

-La ferocidad, señor Soares, es lo verdaderamente grotesco.

-¡Gracioso, muy gracioso! -exclamó Crispín alzando las manos al cielo.

En cuanto a la idea de ampliar el territorio de la locura, el boticario la encontró extravagante; pero la modestia, principal atributo de su espíritu, no le permitió confesar otra cosa más allá de un noble entusiasmo; la declaró sublime y verdadera y agregó que era una nueva “digna de matraca”. Esta expresión no tiene equivalente en el estilo moderno. En aquellos tiempos, Itaguaí, que como las demás villas, aldeas y poblados de la colonia no disponía de imprenta, tenía dos modos de divulgar una noticia: o mediante carteles manuscritos y clavados en las puertas del Ayuntamiento y de la matriz; o por medio de la matraca.

He aquí en qué consiste el segundo recurso. Se contrataba a un hombre, por uno o más días, para que recorriera las calles del lugar, con una matraca en la mano.

De rato en rato tocaba la matraca, se reunía la gente, y él anunciaba lo que les incumbía -un remedio para las fiebres, la existencia de tierras aptas para el cultivo, un soneto, un donativo eclesiástico, la mejor tijera de la villa, el más bello discurso del año, etcétera. El sistema perturbaba en parte el sosiego público; pero era conservado por la gran fuerza de divulgación que poseía. Por ejemplo, uno de los concejales -aquel, justamente, que más se había opuesto a la creación de la Casa Verde- gozaba de la reputación de perfecto educador de cobras y monos, siendo que, en verdad, una única vez él había domesticado uno de esos animales, pero tenía el cuidado de hacer trabajar la matraca todos los meses. Y dicen las crónicas que algunas personas afirmaban haber visto cascabeles bailando en el pecho del concejal; afirmación perfectamente falsa, pero sólo debida a la absoluta confianza en el sistema que la propalaba. Así es, así es; no todas las instituciones del antiguo régimen merecen el desprecio de nuestro siglo.

-Hay algo mejor que anunciar mi idea: ponerla en práctica -respondió el alienista a la insinuación del boticario.

Y el boticario que no divergía sensiblemente con este parecer, le dijo que sí, que lo mejor era comenzar por su ejecución.

-Siempre habrá tiempo de darle a la matraca -concluyó él.

Simón Bacamarte reflexionó todavía un instante más y dijo:

-Suponiendo que el espíritu humano fuese una vasta concha, mi propósito, señor Soares, es ver si puedo extraer la perla, que es la razón; en otros términos, demarquemos definitivamente los límites entre la razón y la locura. La razón es el perfecto equilibrio de todas las facultades; fuera de ella, todo es insania, insania y nada más que insania.

El vicario Lopes, a quien él confió la nueva teoría, confesó llanamente que no llegaba a entenderla, que era una obra absurda y, si no era absurda, era de tal modo colosal que no valía la pena comenzarla.

Con la definición actual, que es la de todos los tiempos, agregó, la locura y la razón están perfectamente discernidas. Se sabe dónde termina una y donde empieza la otra. ¿Para qué trasponer la cerca?

Sobre el labio fino y discreto del alienista sobrevoló la vaga sombra de una intención de sonrisa, en la que el desdén iba unido a la conmiseración; pero ninguna palabra brotó de sus egregias entrañas.

La ciencia se contentó con extender la mano a la teología, con tal seguridad que la teología no supo finalmente si debía creer en sí misma o en la otra. Itaguaí y el universo se ubicaban así al borde de una revolución.
V. El terror

Cuatro días después, la población de Itaguaí oyó consternada la noticia de que un cierto Costa había sido recluido en la Casa Verde.

-¡Imposible!

-¡Qué imposible ni qué imposible! Les digo que esta mañana lo recluyeron.

-Pero ¿por qué? Él no se lo merecía… ¡Además es un hombre que ha hecho tanto!…

Costa era uno de los ciudadanos más estimados en Itaguaí. Había heredado cuatro mil cruzados en buena moneda del rey don Juan V, dinero cuya renta bastaba, según le declaró el tío en el testamento, para vivir sin preocupaciones “hasta el fin del mundo”.

Apenas tuvo la herencia en sus manos comenzó a dividirla en préstamos sin usura, mil cruzados a uno, dos mil a otro, trescientos a éstos, ochocientos a aquél, a tal punto, que al cabo de cinco años no le quedaba un centavo. Si la miseria hubiese llegado de golpe, el asombro de Itaguaí habría sido enorme; pero llegó despacio; fue pasando de la opulencia a la sobreabundancia, de la sobreabundancia al término medio, del término medio a la pobreza, de la pobreza a la miseria, gradualmente. Al cabo de aquellos cinco años, todos los que hasta entonces se habían quitado el sombrero al verlo pasar, apenas él aparecía sobre el final de la calle, ahora le palmeaban el hombro sin ninguna discreción, le hacían morisquetas, bromas de mal gusto. Y Costa siempre tranquilo, risueño. Ni se le ocurría pensar que los menos corteses eran justamente los que aún mantenían deudas con él; al contrario, era a ésos a quienes parecía saludar con mayor placer, y más sublime resignación. Un día, como uno de esos incurables deudores le hiciese una burla pesada, y él mismo se riese de ella, observó un tercero con cierta perfidia:

-Tú soportas a este tipo para ver si te paga.

Costa no vaciló un instante. Fue a casa del deudor y le perdonó la deuda.

-No tiene nada de sorprendente -respondió el otro-; Costa dejó escapar una estrella que está en el cielo.

Costa era perspicaz, él entendió que negaba todo valor a su acto, atribuyéndole la intención de desprenderse de lo que nunca había de llegar a su bolsillo. Era también pundonoroso e imaginativo: dos horas más tarde encontró un medio de probar que no le cabía semejante mancha; tomó algunos doblones y se los envió en préstamo al deudor.

“Ahora espero que…” pensó sin concluir la frase.

Este último gesto de Costa persuadió a crédulos e incrédulos; nadie más puso en duda los sentimientos caballerescos de aquel digno ciudadano. Las necesidades más ocultas salieron a la calle, fueron a golpear su puerta, con sus chinelas viejas y sus capas remendadas. Un gusano mientras tanto roía el alma de Costa: era el concepto del desagradecimiento. Pero eso mismo terminó; tres meses más tarde vino su antiguo deudor a pedirle unos ciento veinte cruzados con la promesa de restituírselos de allí a dos días; poco más o menos, era el residuo de la gran herencia, pero era también un noble remate: Costa le prestó el dinero de inmediato y sin intereses. Desgraciadamente no tuvo tiempo de que le pagaran; cinco meses después era recluido en la Casa Verde.

No es difícil imaginarse la consternación de Itaguaí, cuando se enteró de lo ocurrido. No se habló de otra cosa, se decía que Costa había enloquecido durante el almuerzo, otros que de madrugada, y se narraban los accesos, que eran furiosos, sombríos, terribles -o mansos, y hasta graciosos según las versiones. Mucha gente corrió a la Casa Verde, y encontró al pobre Costa tranquilo, un poco asombrado, hablando con mucha claridad y preguntando por qué motivos lo habían llevado allí. Algunos fueron a ver al alienista. Bacamarte aprobaba tales sentimientos de estima y compasión, pero agregaba que la ciencia era la ciencia, y que él no podía dejar en la calle a un mentecato. La última persona que intercedió por él (porque después de lo que voy a contar nadie más se atrevió a recurrir al terrible médico) fue una pobre señora, prima de Costa. El alienista le dijo que aquel digno hombre no estaba en sus cabales, para lo cual bastaba ver el modo como había disipado los bienes que…

-¡Eso no! ¡Eso no! -interrumpió la buena señora con energía-. Si él gastó tan rápidamente lo que recibió, la culpa no fue suya.

-¿Ah, no?

-No, señor. Yo le diré a usted qué es lo que ocurrió. Mi difunto tío no era un mal hombre; pero cuando estaba furioso era capaz de no sacarse el sombrero ni ante el Santísimo. Pues bien, un día, poco tiempo antes de morir, descubrió que un esclavo le había robado un buey; imagínese cómo se puso. Su cara parecía un pimentón; temblaba de pies a cabeza, echaba espuma por la boca, me acuerdo como si fuese hoy. Entonces un hombre feo, melenudo, en mangas de camisa, se acercó a él y le pidió agua. Mi tío (¡Dios lo tenga en la gloria!) le respondió que fuese a beber al río o al infierno. El hombre lo miró, abrió la mano en un gesto de amenaza, y le lanzó esta maldición:

-¡Todo su dinero no habrá de durarle más de siete años y un día, tan cierto como que ésta es “la estrella de Salomón”! Y mostró la estrella de Salomón que tenía tatuada en un brazo. ¡Fue eso, señor, lo que desencadenó todo! ¡Fue la plaga de aquel maldito!

Bacamarte clavó en la pobre señora un par de ojos agudos como puñales. Cuando ella terminó, le extendió la mano educadamente como si lo hiciese a la mismísima esposa del virrey y la invitó a ir a hablar con el primo. La miserable le creyó; él la llevó a la Casa Verde y la encerró en la galería de los alucinados.

La noticia de esta alevosía del ilustre Bacamarte llenó de terror el alma de la población. Nadie podía terminar de creer que, sin motivos, sin enemistad, el alienista enclaustrase en la Casa Verde a una señora perfectamente equilibrada, que no había cometido otro crimen que el de interceder por un infeliz. Se comentaba el episodio en todas las esquinas, en las barberías; se hizo circular un supuesto romance, algunas atenciones apasionadas que el alienista otrora había tenido con la prima de Costa, la indignación de Costa y el desprecio de la prima. De allí la venganza. Era claro. Pero la austeridad del alienista, la vida consagrada al estudio que llevaba, parecían desmentir semejante hipótesis. ¡Puras habladurías! Todo esto, sin embargo, era, según otros, la piel de oveja que encubría al lobo. Y uno de los más crédulos llegó a insinuar que estaba al tanto de otras cosas pero que no iba a decirlas, por no tener total seguridad sobre ellas, pero que las conocía y que casi podía jurar que eran ciertas.

-Tú que eres íntimo suyo, deberías decirnos qué es lo que ocurre, qué sucedió, cuáles fueron los motivos…

Crispín Soares se derretía de vanidad. Ese interrogatorio de la gente inquieta y curiosa, de los amigos atónitos, era para él una consagración pública. No había duda: toda la población sabía por fin que el hombre de confianza del alienista era él, Crispín, el boticario, el colaborador del gran hombre y de las grandes empresas, por eso la corrida de la gente a la botica. Todo eso se reflejaba en la carota jocunda y en la risa discreta del boticario, en la risa y en el silencio, porque él no decía nada; uno, dos, tres monosílabos, cuando mucho, sueltos, secos, encubiertos por la fiel sonrisa, constante e insinuada más que abierta, llena de misterios científicos, que él no podía, sin descrédito ni peligro, confesar a ningún ser humano.

“Algo hay”, pensaban los más desconfiados.

Uno de ellos se limitó a pensarlo, se encogió de hombros y se fue. Tenía cuestiones personales que resolver. Acababa de construir una casa suntuosa. La casa por sí sola era motivo suficiente para congregar a la gente; pero había algo más: el moblaje, que él había mandado traer de Hungría y de Holanda, según contaba, y que se podía ver desde la calle, porque las ventanas vivían abiertas, y el jardín que era una obra prima de arte y de buen gusto. Este hombre que se había enriquecido con la fabricación de albardas, había nutrido siempre el sueño de una casa magnífica, jardín pomposo, moblaje exquisito. No abandonó el negocio de las albardas, pero descansaba de él en la contemplación de la casa nueva, la primera de Itaguaí, más imponente que la Casa Verde, más noble que la del Ayuntamiento. Entre la gente ilustre de la villa había protestas y gestos de indignación, cuando se pensaba, se hablaba o se elogiaba la casa del albardero, ¡un simple albardero, Dios del cielo!

-Ahí está él, boquiabierto -comentaban los transeúntes, por la mañana.

Mateo tenía, efectivamente, la costumbre de echarse de bruces en el jardín con los ojos extasiados en la contemplación de su casa, enamorado, durante una larga hora, hasta que venían a llamarlo para almorzar. Los vecinos, si bien lo saludaban con cierto respeto, se reían de él a sus espaldas que era un contento. Uno de ellos llegó a decir que Mateo sería mucho más económico y rico si fabricase las albardas para sí mismo; epigrama ininteligible, pero que hacía reír a todos a carcajadas.

-Ya está allí Mateo, siendo contemplado -decían por la tarde.

La razón de esta otra expresión era que, por la tarde, cuando las familias salían a pasear (cenaban temprano), Mateo solía apostarse en la ventana, bien a la vista de todos, sobre un fondo oscuro vestido de blanco, en actitud señorial, y así se quedaba dos o tres horas hasta que anochecía completamente.

Puede creerse que la intención de Mateo era ser admirado y envidiado, aunque él no lo confesase a nadie, ni siquiera al boticario, ni al padre Lopes, sus grandes amigos. Y sin embargo, no fue otra la argumentación del boticario, cuando el alienista le dijo que quizás el albardero padeciese del amor de las piedras, manía que él, Bacamarte, había descubierto y que estudiaba hacia algún tiempo. Eso de contemplar la casa…

-No, señor -intercedió vivamente Crispín.

-¿No?

-Perdóneme usted, pero tal vez no sepa que él de mañana examina la obra, no la admira; de tarde son los otros quienes admiran a él y a la obra.

Y contó las costumbres del albardero, todas las tardes, desde temprano hasta el anochecer.

Una voluptuosidad científica iluminó los ojos de Simón Bacamarte. O él no conocía todas las costumbres del albardero, o interrogando a Crispín quiso nada más que confirmar alguna información incierta o una sospecha vaga. La explicación lo satisfizo; pero como tenía las alegrías propias de un sabio, concentradas, nada vio el boticario que hiciese sospechar una intención siniestra. Al contrario, era de tarde, y el alienista le pidió el brazo para ir de paseo. ¡Dios!, era la primera vez que Simón Bacamarte le daba a su confidente tamaño honor; Crispín se sintió estremecer, atarantado, y dijo que sí, que estaba listo. En ese momento llegaron dos o tres personas de la calle, Crispín los mandó mentalmente al infierno; no sólo retrasaban el paseo, como podía llegar a ocurrir que Bacamarte eligiese a alguna de ellas para acompañarlo, y prescindiese de él.

¡Qué impaciencia! ¡Qué angustia! Por fin, salieron. El alienista sugirió ir hacia el lado de la casa del albardero, lo vio en la ventana, pasó cinco, seis veces frente a él, despacio, deteniéndose, estudiando las actitudes, la expresión del rostro. El pobre Mateo, apenas advirtió que era objeto de la curiosidad o admiración de la primera figura de Itaguaí, enfatizó su actitud, dio otro relieve a la expresión… ¡Lamentable! ¡Lamentable! No hizo más que condenarse; al día siguiente fue recluido en la Casa Verde.

-La Casa Verde no es más que una cárcel privada -dijo un médico clínico.

Nunca una opinión repercutió y se propaló tan rápidamente. Cárcel privada; eso era lo que se repetía de norte a sur y de este a oeste en Itaguaí, con miedo, es verdad, porque durante la semana que siguió a la captura del pobre Mateo, veintitantas personas -dos o tres de consideración-, fueron encerradas en la Casa Verde. El alienista decía que sólo eran admitidos los casos patológicos, pero muy pocos le creían. Se acumulaban las versiones populares. Venganza, ambición económica, castigo de Dios, monomanía del propio médico, plan secreto de las autoridades de Río de Janeiro con el propósito de destruir en Itaguaí cualquier germen de prosperidad que pudiese brotar, desarrollarse, florecer, en desmedro y mengua de aquella ciudad, mil otras explicaciones que no explicaban nada, tal era el producto diario de la imaginación pública.

En eso estaban las cosas cuando regresó de Río de Janeiro la esposa del alienista, la tía, la mujer de Crispín Soares, y todo el resto de la comitiva -o casi toda- que algunas semanas antes había partido de Itaguaí. El alienista fue a recibirla con el boticario, el padre Lopes, los concejales y algunos otros magistrados. El instante en que doña Evarista puso los ojos en la persona de su marido es considerado por los cronistas de la época como uno de los más sublimes de la historia moral de la humanidad, y ello en virtud del contraste entre las dos naturalezas, ambas extremas, ambas egregias. Doña Evarista dejó escapar un grito, balbuceó unas palabras, y se arrojó sobre su consorte, con un gesto que no puede ser mejor definido que comparándolo con una mezcla de pantera y tórtola. No así el ilustre Bacamarte. Frío como un diagnóstico, sin desgonzar un instante la rigidez científica, extendió los brazos a su señora, que cayó en ellos y se desmayó. Corto incidente; al cabo de dos minutos, doña Evarista recibió los saludos de los amigos, y la comitiva se puso en marcha.

Doña Evarista era la esperanza de Itaguaí; se contaba con ella para atenuar el flagelo de la Casa Verde. De allí las exclamaciones públicas, la enorme multitud que colmaba las calles, los banderines, las flores y damascos en las ventanas. Con el brazo apoyado en el del padre Lucas -porque el eminente Bacamarte había confiado su mujer al vicario, y los acompañaba con paso meditativo-, doña Evarista volvía la cabeza hacia un lado y hacia otro, curiosa, inquieta, halagada. El vicario la interrogaba sobre Río de Janeiro, ciudad adonde él no había vuelto desde el virreinato anterior; y doña Evarista respondía, con entusiasmo, que era la cosa más hermosa que podía haber en la tierra. El Paseo Público estaba terminado, un paraíso, adonde ella había ido muchas veces, y la Rua das Belas Noites, el Chafariz de las Ocas… ¡Ah!, ¡el Chafariz de las Ocas! Realmente eran ocas, estaban hechas en metal y echaban agua por los picos. Algo realmente elegantísimo. El vicario decía que sí, que Río de Janeiro debía estar ahora mucho más lindo. ¡Si ya lo era en otro tiempo! Lo cierto es que no había de qué sorprenderse, más grande que Itaguaí, y además sede del gobierno… Pero no se puede decir que Itaguaí fuese feo; tenía hermosas residencias, la de Mateo, el edificio de la Casa Verde…

-A propósito de la Casa Verde -dijo el padre Lopes deslizándose hábilmente hacia el tema en cuestión-, usted va a encontrarla repleta de internados.

-¿No me diga?

-Así es. Uno de los que están allí es Mateo…

-¿El albardero?

-El albardero, doña Evarista; y además, Costa, la prima de Costa, y Fulano, y Zutano, y…

-¿Todos locos?

-O casi locos -asintió el vicario.

-Pero ¿qué pasó?

El vicario torció las comisuras de la boca, a la manera de quien no sabe nada, o no quiere decir todo lo que sabe. A doña Evarista le sorprendió muchísimo que toda esa gente perdiera el juicio; uno u otro, vaya y pase, ¡pero todos! Por otra parte le costaba ponerlo en duda; su marido era un sabio, no iba a encerrar a nadie en la Casa Verde sin pruebas evidentes de su locura.

-Sin duda… sin duda… -repetía el vicario.

Tres horas después, cerca de cincuenta comensales se sentaban en torno a la mesa de Simón Bacamarte; era la cena de bienvenida. Doña Evarista fue el motivo obligado de todos los brindis, discursos, versos de ocasión, metáforas, alusiones, apologías. Ella era la esposa del nuevo Hipócrates, la musa de la ciencia, ángel, ser divino, aurora, caridad, vida, consuelo; traía en los ojos dos luceros, según la versión modesta de Crispín Soares, y dos soles, en el concepto de un concejal. El alienista oía todas esas declaraciones con cierta incomodidad, pero sin dejar transparentar ninguna impaciencia. Cuando mucho decía al oído de su mujer que sólo la retórica podía permitir semejantes tiradas sin ninguna significación. Doña Evarista hacía esfuerzos por adherirse a esa opinión del marido; pero aun descontando tres cuartas partes de las lisonjas oídas, quedaba mucho para llenarle el alma. Uno de los oradores, por ejemplo, Martín Brito, muchacho de veinticinco años, petimetre acabado, curtido de noviazgos y aventuras, pronunció un discurso en el que el nacimiento de doña Evarista era explicado del modo más singular que pueda imaginarse. “Dios”, dijo él, “después de dar al universo el hombre y la mujer, ese diamante y esa perla de la corona divina -y el orador arrastraba triunfalmente esta frase de una punta a otra de la mesa-, Dios quiso vencer a Dios, y creó a doña Evarista.”

Doña Evarista bajó los ojos con ejemplar modestia. Dos señoras que encontraron el galanteo excesivo y audaz, interrogaron los ojos del dueño de casa; y en verdad, el gesto del alienista les pareció ensombrecido por la desconfianza, las amenazas, y posiblemente, la sangre. El atrevimiento fue grande, pensaron las dos damas. Y una y otra pedían a Dios que evitase cualquier desenlace trágico, o que por lo menos lo postergase hasta el día siguiente. Sí, que lo postergase. Una de ellas, la más piadosa, llegó a admitir para sus adentros que doña Evarista no podía ser objeto de ninguna sospecha, tan lejos estaba de ser atrayente o bonita. No era más que agua tibia. Verdad es que en cuestión de gustos no hay nada escrito. Esta idea la hizo temblar nuevamente, aunque menos; menos porque el alienista sonreía ahora a Martín Brito, y mientras todos se incorporaban, se aproximó a él y le habló del discurso. No le negó que era una improvisación brillante, llena de matices magníficos. ¿Realmente era suya la idea relativa al nacimiento de doña Evarista, o la habrá encontrado en algún autor que…? No, señor; era efectivamente de él; la encontró en aquella oportunidad y le había parecido apropiada para una alocución de circunstancia como aquélla. Por lo demás, sus ideas eran siempre más atrevidas que tiernas o jocosas. Tenía facilidad para lo épico. Una vez, por ejemplo, compuso una oda a la caída del marqués de Pombal, en que decía que ese ministro era “el dragón aspérrimo de la Nada”, aplastado por las “garras vengadoras del Todo”; y así otras, más o menos fuera de lo común; le gustaban las ideas sublimes y raras, las imágenes grandes y nobles… “¡Pobre muchacho!”, pensó el alienista y prosiguió diciéndose: “Se trata, es evidente, de un caso de lesión cerebral; fenómeno que no reviste gravedad pero que sí es digno de estudio…”

Doña Evarista quedó estupefacta cuando supo, tres días después, que Martín Brito había sido internado en la Casa Verde. ¡Un muchacho que tenía ideas tan encantadoras! Las dos señoras atribuyeron la decisión de Bacamarte a sus celos. No podía ser otra cosa; realmente, el pronunciamiento del muchacho había sido demasiado audaz.

¿Celos? ¿Cómo explicarse, entonces, que poco después fuesen encerrados José Borges do Couto Leme, hombre bien visto; Chico das Cambraias, holgazán emérito; el escribano Fabricio, y algunos otros? El terror se acentuó. No se sabía ya quién estaba sano y quién demente. Las mujeres, cuando sus maridos salían, mandaban encender una vela a Nuestra Señora; y no todos los maridos se sentían seguros; algunos no se animaban a salir sin uno o dos guardaespaldas. Decididamente, aquello era el terror. Quien podía emigraba. Uno de esos fugitivos llegó a ser detenido a doscientos pasos de la villa. Era un muchacho de treinta años, amable, conversador, educado, tanto que era incapaz de saludar a nadie sin llevar su sombrero hasta los pies; en la calle era frecuente verlo recorrer una distancia de diez a veinte brazas para ir a estrechar la mano de un hombre grave, una señora, o a veces un niño, como había sucedido con el hijo del juez-de-fora. Su pasión eran las gentilezas. Por lo demás, debía su buen nombre en la sociedad no sólo a sus dotes personales, que eran realmente excepcionales, como a la noble tenacidad que le permitía perseverar ante uno, dos, cuatro, seis rechazos, caras feas, etcétera. Lo que sucedía era que cada vez que entraba a una casa, no la dejaba más, ni los de la casa lo dejaban a él, tan encantador era Gil Bernardes. Pues bien, pese a saberse tan estimado, Gil Bernardes tuvo miedo cuando le dijeron un día que el alienista lo tenía entre ojos; a la mañana siguiente huyó de la villa, pero lo apresaron de inmediato y lo recluyeron en la Casa Verde.

-¡Debemos terminar con esto!

-¡Esto no puede seguir así!

-¡Abajo la tiranía!

-¡Déspota! ¡Violento! ¡Golías!

No eran gritos callejeros, eran susurros de entrecasa, pero la hora de los gritos no estaba lejana. El terror crecía; se avecinaba la rebelión. La idea de una petición al gobierno para que Simón Bacamarte fuese capturado y deportado anduvo por algunas cabezas, antes que el barbero Porfirio la hiciese pública en su local, con grandes gestos de indignación. Adviértase -y esta es una de las páginas más puras de esta sombría historia-, adviértase que Porfirio, desde que la Casa Verde empezó a poblarse tan extraordinariamente, vio crecer sus beneficios a raíz de la aplicación constante de sanguijuelas que de allí le pedían; pero el interés particular, decía él, debe ceder al interés público. Y agregaba:

-¡Hay que derrocar al tirano!

Adviértase, por lo demás, que él emitió este grito justamente el día que Simón Bacamarte había hecho recluir en la Casa Verde a un hombre que portaba con él una demanda, el señor Coelho.

-¡No me van a decir que Coelho es loco! -vociferó Porfirio.

Y nadie le contestaba; todos repetían que era un hombre perfectamente normal. El barbero conocía esa demanda. Versaba acerca de unos plebeyos de la villa y era hija de la oscuridad de una cédula real, y no de la codicia o del odio. Una excelente persona, Coelho.

Los únicos enemigos que tenía, si así puede decirse, eran algunas personas que, diciéndose descreídas, o alegando estar con prisa, apenas lo veían de lejos doblaban en la primera esquina, entraban a algún negocio, etcétera. En verdad, a él le encantaba la buena charla demorada, realizada entre tragos, así es que nunca estaba solo, prefiriendo a los que sabían decir dos palabras, pero sin desdeñar jamás a los otros. El padre Lopes, que frecuentaba a Dante, y era uno de los enemigos de Coelho, no había vez en que lo viese separarse de alguien que no declamase y repitiese este fragmento:

 

La bocca sollevò dal fiero pasto
Quel “peccatore”…

Pero quienes lo escuchaban, o bien conocían el resentimiento del cura, o bien pensaban que se trataba de una oración en latín.
VI. La rebelión

Cerca de treinta personas se unieron con el barbero, redactaron y presentaron una moción ante el Ayuntamiento.

El Ayuntamiento se negó a aceptarla, declarando que la Casa Verde era una institución pública, y que la ciencia no podía ser enmendada por votación administrativa, menos aún por protestas callejeras.

-Vuelvan al trabajo -concluyó el presidente-, es el consejo que les damos.

La irritación de los disconformes fue enorme. El barbero declaró que de allí en más izarían la bandera de la rebelión y destruirían la Casa Verde; que Itaguaí no podía seguir sirviendo de cadáver para los estudios y experiencias de un déspota; que muchas personas estimables, algunas incluso distinguidas, otras humildes pero dignas de aprecio, yacían en los cubículos de la Casa Verde; que el despotismo científico del alienista se entremezclaba con el afán de lucro material, visto que los locos, o los así llamados, no eran tratados gratuitamente; las familias, y cuando éstas no podían, el Ayuntamiento, pagaban al alienista…

-Es falso -interrumpió el presidente.

-¿Falso?

-Hará unas dos semanas recibimos un oficio del ilustre médico, en el que nos declara que, tratando de efectuar experiencias de alto valor psicológico, renuncia al estipendio que con ese fin le entregó por votación el Ayuntamiento, así como tampoco recibirá nada más de los familiares de los enfermos.

La noticia de este acto tan noble, tan puro, apaciguó en parte el alma de los rebeldes. Seguramente, el alienista podía estar equivocado, pero ningún interés ajeno a la ciencia lo instigaba; y para demostrar el error era preciso algo más que tumulto o clamores. Eso fue lo que dijo el presidente con aplauso de todo el Ayuntamiento. El barbero, tras algunos instantes de meditación, declaró que estaba investido de un mandato público, y no restituiría la paz a Itaguaí antes de ver por tierra la Casa Verde, “esa Bastilla de la razón humana”, expresión que oyera a un poeta local, y que él repitió con mucho énfasis. Así dijo y a una señal suya todos salieron tras él.

Imagínese el lector la situación de los concejales; al Ayuntamiento urgía obstar la rebelión, la lucha, el derramamiento de sangre. Para colmo de males, uno de los concejales, que había apoyado al presidente, oyendo ahora la denominación dada por el barbero a la Casa Verde, “Bastilla de la razón humana”, la encontró tan elegante que cambió de parecer. Dijo que consideraba de buen tino decretar alguna medida que redujese la Casa Verde; y cuando el presidente, indignado, manifestó en términos enérgicos su desconcierto ante semejante pedido, el concejal hizo la siguiente reflexión:

-Nada tengo que ver con la ciencia; pero si tantos hombres a quienes suponemos razonables son recluidos por demencia, ¿quién puede aseguramos que el alienado no sea el alienista?

Sebastián Freitas, el concejal disidente, tenía el don de la palabra y habló unos minutos más, con prudencia pero firmemente. Sus colegas estaban atónitos; el presidente le pidió que por lo menos diese el ejemplo del orden y de respeto a la ley no ventilando sus ideas en la calle, para no dar cuerpo y alma a la rebelión, que era, por el momento, un torbellino de átomos dispersos. Esta figura corrigió un poco el efecto de la otra: Sebastián Freitas prometió eludir cualquier acción, reservándose el derecho de solicitar por los medios legales la reducción de los atributos de la Casa Verde. Y se repetía a sí mismo encantado: “Bastilla de la razón humana.”

Mientras tanto, el alboroto crecía. Ya no eran treinta sino trescientas las personas que secundaban al barbero, cuyo apodo familiar debe ser mencionado porque dio nombre a la revuelta; lo llamaban el Canjica, y el movimiento se hizo célebre con el nombre de rebelión de los Canjicas. Su acción podía ser restringida, ya que muchos, por temor o pruritos de educación, no salían a la calle con espíritu de protesta; pero el sentimiento era unánime, o casi unánime, y los trescientos que marchaban hacia la Casa Verde -dada la diferencia existente entre París e Itaguaí- podían ser comparados a los que tomaron la Bastilla.

Doña Evarista tuvo noticias de la rebelión antes de que llegase a las puertas de la Casa Verde; vino a traérsela uno de sus criados. Ella se estaba probando, en ese momento, un vestido de seda -uno de los treinta y siete que se había traído de Río de Janeiro- y no quiso creer lo que le decían.

-Ha de ser alguna broma -dijo ella mientras cambiaba de lugar un alfiler-. Benedicta, fíjate si el dobladillo está bien hecho…

-Sí, señora -respondió la esclava arrodillada en el suelo-. A ver… si la señora pudiera darse vuelta un poquito… Así. Está muy bien, señora.

-No es ninguna broma, señora; ellos vienen hacia aquí gritando: ¡Muera el doctor Bacamarte! ¡Muera el tirano! -decía el muchachito asustado.

-¡Cállate la boca, estúpido! Benedicta, fíjate allí, del lado izquierdo, me parece que la costura está un poco torcida. La raya azul no sigue hasta abajo, así queda muy feo, hay que descoserlo para que quede parejito, y…

-¡Muera el doctor Bacamarte! ¡Muera el tirano! -vociferaban afuera trescientas voces. Era la rebelión en la Rua Nova.

A doña Evarista se le congeló la sangre. En un primer momento no pudo dar un solo paso, hacer un único gesto; el terror la petrificó. La esclava corrió instintivamente hacia la puerta del fondo. En cuanto al muchachito, a quien doña Evarista no diera crédito, tuvo un instante de triunfo, un cierto movimiento súbito, imperceptible, entrañable, de satisfacción moral, al ver que la realidad venía a refrendar sus palabras.

-¡Muera el alienista! -vociferaban los más cercanos. Doña Evarista, si bien no resistía fácilmente las conmociones acarreadas por el placer, sabía afrontar los momentos de peligro. No se desmayó; corrió a la habitación interior donde su marido estudiaba. Cuando allí entró, precipitada, el ilustre médico escrutaba un texto de Averroes; sus ojos, empañados por la meditación, ascendían del libro al techo y descendían del techo al libro, ciegos a la realidad exterior, sólo atentos a los profundos trabajos mentales. Doña Evarista llamó al marido dos veces, sin lograr que éste le prestase atención; la tercera fue oída y él le preguntó qué ocurría, si se sentía enferma.

-¿No oyes esos gritos? -exclamó la digna esposa bañada por las lágrimas.

Entonces el alienista prestó atención; los gritos se escuchaban cada vez más cercanos, terribles, amenazadores; él comprendió todo. Se levantó de la silla con respaldo, cerró el libro y, a paso firme y tranquilo, fue a depositarlo en el estante. Como la introducción del volumen desordenase un poco la línea de disposición de dos tomos contiguos, Simón Bacamarte trató de corregir ese defecto mínimo y, por demás, revelador. Después le dijo a su mujer que permaneciera en su cuarto y que pasara lo que pasase no se moviera de allí.

-No, no -imploraba la digna señora-, quiero morir a tu lado…

Simón Bacamarte se negó terminantemente a que su esposa lo acompañara. diciéndole que era descabellado creer que estaban ante un riesgo de muerte; y aun cuando fuera así, la intimaba, en nombre de la vida, a que permaneciera donde él le había ordenado. La infeliz dama inclinó la cabeza obediente y llorosa.

-¡Abajo la Casa Verde! -gritaban los Canjicas.

El alienista se encaminó hacia el balcón delantero, y salió a él en el momento en que la muchedumbre llegaba y se detenía ante la casa con sus trescientas cabezas rutilantes de civismo y sombrías de desesperación.

-¡Muera, muera! -vociferaban desde todos los lados apenas el alienista se asomó al balcón. Simón Bacamarte hizo un gesto pidiendo silencio; los revoltosos respondieron con gritos de indignación. Entonces el barbero, agitando el sombrero, a fin de imponer silencio a la turba, consiguió aquietar a sus compañeros y le dijo al alienista que podía hablar, pero agregó que no abusase de la paciencia del pueblo como lo había hecho hasta entonces.

-Seré breve, y aun más que breve. Deseo saber primero qué piden.

-No pedimos nada -replicó enardecido el barbero-; ordenamos que la Casa Verde sea demolida, o por lo menos liberados los infelices que allí están.

-No entiendo.

-Entiendes bien, tirano; queremos libertad para las víctimas de tu odio, arbitrariedad y sed de lucro…

El alienista sonrió, pero la sonrisa de ese gran hombre no fue cosa visible a los ojos de la multitud; era una concentración leve de dos o tres músculos, nada más. Sonrió y respondió:

-Señores míos, la ciencia es cosa seria y merece ser tratada con seriedad. No doy razón de mis actos de alienista ante nadie, excepción hecha de los maestros y de Dios. Si queren enmendar la administración de la Casa Verde, estoy dispuesto a oírlos; pero si exigen que me niegue a mí mismo, no ganarán nada. Podría invitar a algunos de ustedes, en representación de los restantes, a venir conmigo para ver a los dementes recluidos; pero no lo hago porque sería darles la razón de mi sistema, lo que no haré ante legos ni rebeldes.

Dijo esto el alienista y la multitud quedó atónita; era evidente que no esperaba tanta energía y menos aún tamaña serenidad. Pero el asombró creció más aún cuando el alienista, haciendo ante la multitud una reverencia con suma gravedad, le dio la espalda y desapareció en el interior de la casa. El barbero se repuso de inmediato y, agitando el sombrero, invitó a sus compañeros a demoler la Casa Verde; pocas y débiles voces le respondieron. Fue en ese momento decisivo cuando el barbero sintió despertar en sí la ambición de poder; le pareció entonces que demoliendo la Casa Verde, y neutralizando la influencia del alienista, llegaría a apoderarse del Ayuntamiento, dominaría las restantes autoridades y se constituiría en el señor de Itaguaí. Hacía ya algunos años que él se empeñaba en ver su nombre incluido en las listas de candidatos a concejal, pero era rechazado por no tener una posición compatible con tan digno cargo. La oportunidad era ahora o nunca. Por lo demás, ya había llevado tan lejos el tumulto, que la derrota equivaldría a prisión, o quizás la horca o el destierro. Desgraciadamente, la respuesta del alienista había amenguado el furor de sus seguidores. El barbero, ni bien se dio cuenta de ello, sintió que le invadía la indignación, y quiso gritarles ¡canallas!, ¡cobardes!, pero se contuvo, y habló de este modo:

-¡Compañeros, luchemos hasta el fin! La salvación de Itaguaí está en sus manos dignas y heroicas. Destruyamos la cárcel de sus hijos y padres, de sus madres y hermanas, de sus parientes y amigos, y de ustedes mismos. ¡O morirán a pan y agua, tal vez a latigazos, en las mazmorras de este miserable!

La multitud se agitó, un murmullo la recorrió a lo largo y a lo ancho, vociferó, amenazó, cerró filas alrededor del barbero. Era la rebelión que volvía a crecer, tras el ligero síncope, y amenazaba con arrasar la Casa Verde.

-¡Vamos! -bramó Porfirio agitando el sombrero.

-¡Vamos! -repitieron todos.

Un incidente, empero, los detuvo: era el cuerpo de dragones que, al trote de sus caballos, entraba en la Rua Nova.
VII. Lo inesperado

Cuando los dragones se detuvieron ante los Canjicas, hubo un instante de estupefacción: los Canjicas no querían creer que se hubiese mandado contra ellos a la fuerza pública; pero el barbero comprendió todo y esperó. Los dragones se detuvieron, el capitán intimó a la multitud a dispersarse; pero si bien una parte de ella estaba dispuesta a hacerlo, la otra apoyó firmemente al barbero, cuya respuesta fue formulada en estos términos rotundos:

-No nos dispersaremos. Si quieren nuestros cadáveres, pueden tomarlos, pero sólo los cadáveres; no tendrán nuestro honor, nuestros principios, nuestros derechos, y con ellos la salvación de Itaguaí.

Nada más imprudente que esta respuesta del barbero; y nada más natural. Era el vértigo de las grandes crisis. Tal vez fuese también un exceso de confianza en la abstención del uso de las armas por parte de los dragones; confianza que el capitán se encargó de disipar en seguida, ordenando cargar sobre los Canjicas. El momento fue indescriptible. La multitud bramó enfurecida, algunos trepándose a las ventanas de la casa o corriendo hacia las calles laterales, lograron escapar; pero la mayoría permaneció donde estaba, vociferando de cólera, indignada, alentada por el barbero. La derrota de los Canjicas era inminente, cuando un tercio de los dragones -haya sido cual fuere el motivo, ya que las crónicas no lo aclaran- pasó súbitamente a engrosar las filas de la rebelión. Este inesperado refuerzo reanimó a los Canjicas, al mismo tiempo que desalentó a las tropas legales.

Los soldados fieles no tuvieron el coraje de atacar a sus propios compañeros y, uno tras otro, fueron uniéndose a ellos, de modo que al cabo de algunos minutos las cosas habían tomado un curso totalmente distinto. El capitán estaba de un lado, con algunos hombres, contra una masa compacta que lo amenazaba de muerte. No tuvo más remedio que declararse vencido, y entregó su espada al barbero.

La revolución triunfante no perdió ni un solo minuto; alojó a los heridos en casas vecinas y se dirigió hacia el Ayuntamiento. Pueblo y tropa confraternizaban, daban vivas al rey, al virrey, a Itaguaí, al “ilustre Porfirio”. Éste encabezaba la marcha, empuñando tan diestramente la espada, como si ella no fuese más que una navaja un poco más larga que las habituales. La victoria circundaba su frente con una aureola misteriosa. La dignidad del gobierno empezaba a enhestarle el porte.

Los concejales, asomados a las ventanas, viendo la multitud y la tropa, creyeron que ésta había capturado a los rebeldes, y sin más conmiseración, volvieron a entrar y votaron una petición al virrey para que ordenase dar un mes de sueldo extra a los dragones, “cuyo denuedo salvó a Itaguaí del abismo al que lo había lanzado una cáfila de rebeldes”. Esta frase fue propuesta por Sebastián Freitas, el concejal disidente, cuya defensa de los Canjicas tanto había escandalizado a sus colegas. Pero la ilusión no tardó en desvanecerse. Los vivas al barbero, los mueras a los concejales y al alienista vinieron a traerles las nuevas de la triste realidad. El presidente no se desesperó: “Cualquiera que sea nuestra suerte”, dijo él, “recordemos que estamos al servicio de su majestad y del pueblo.” Sebastián Freitas insinuó que mejor se podía servir a la corona y a la villa saliendo por los fondos y yendo a conferenciar con el juez-de-fora, pero el Ayuntamiento rechazó en pleno esta propuesta.

Inmediatamente, el barbero, acompañado por algunos de sus tenientes, entraba al salón de la Concejalía e intimaba a sus integrantes a dimitir. El Ayuntamiento no se resistió, sus integrantes se entregaron y fueron trasladados a la prisión. Entonces los amigos del barbero le propusieron que asumiese el gobierno de la villa en nombre de su majestad. Porfirio aceptó el cargo, aunque no desconocía, aclaró, las espinas que el ofrecimiento traía consigo; agregó que no podía dispensar el concurso de los amigos allí presentes, quienes de inmediato le ofrecieron su colaboración. El barbero se acercó a la ventana y comunicó al pueblo esas resoluciones que el pueblo ratificó aclamando al barbero, quien pasó a ser llamado “Protector de la villa en nombre de su majestad y del pueblo”. Se expidieron de inmediato varios edictos importantes, comunicaciones oficiales del nuevo gobierno, una exposición minuciosa al virrey, con muchas expresiones de acatamiento a las órdenes de su majestad; finalmente, una proclama al pueblo, corta pero enérgica:

 

¡ITAGUAYENSES!

Un Ayuntamiento corrupto y violento conspiraba contra los intereses de su majestad y del pueblo. La opinión pública lo había condenado; un puñado de ciudadanos, fuertemente apoyados por los bravos dragones de su majestad, acaba de disolverlo ignominiosamente, y por unánime consenso de la villa, me fue confiado el mando supremo, hasta que su majestad se sirva ordenar lo que le pareciere mejor a su real servicio. ¡Itaguayenses! No les pido sino que me rodeen de confianza, que me ayuden a restaurar la paz y la hacienda pública, tan dilapidada por el Ayuntamiento que acaba de ser disuelto por su manos. Cuenten con mi sacrificio y estén seguros de que la corona estará con nosotros.

El Protector de la villa, en nombre de su majestad y del pueblo.

Porfirio Caetano das Neves

Todo el mundo advirtió el absoluto silencio de esta proclama con respecto de la Casa Verde; y, según algunos, no podía haber más vivo indicio de los proyectos tenebrosos del barbero. El peligro era tanto mayor cuanto que, en medio de estos graves sucesos, el alienista había encerrado en la Casa Verde unas siete u ocho personas, entre ellas dos señoras, y un hombre que estaba emparentado con el Protector. No era un reto, un acto intencional; pero todos lo interpretaron de esa manera, y la villa respiró con la esperanza de ver, en veinticuatro horas a lo sumo, al alienista entre rejas, y a la terrible cárcel derruida.

El día terminó alegremente. Mientras el heraldo de la matraca iba recitando de esquina en esquina la proclama, el pueblo se volcaba a las calles y juraba morir en defensa del ilustre Porfirio. Y fueron pocos los gritos contra la Casa Verde, prueba de confianza en la acción del gobierno. El barbero hizo expedir una proclama declarando feriado aquel día, y entabló negociaciones con el vicario para la celebración de un Te Deum, tan conveniente resultaba a sus ojos la conjugación del poder temporal con el espiritual; pero el padre Lopes se negó abiertamente a prestar apoyo a tal fin.

-Supongo que su eminencia no se alistará entre los enemigos del gobierno -le dijo el barbero dando a su expresión un aspecto tenebroso.

A lo que el padre respondió sin responder:

-¿Cómo alistarme, si el nuevo gobierno no tiene enemigos?

El barbero sonrió; era la pura verdad. Salvo el capitán, los concejales y los principales de la villa, toda la gente lo aclamaba. Incluso los principales, si bien no lo aclamaban era igualmente cierto que no se habían pronunciado en contra de él. No hubo un único almotacén que no se presentara para recibir sus órdenes. Por lo general, las familias bendecían el nombre de aquel que por fin iba a liberar a Itaguaí de la Casa Verde y del terrible Simón Bacamarte.
VIII. Las angustias del boticario

Veinticuatro horas después de los sucesos narrados en el capítulo anterior, el barbero dejó el palacio de gobierno -tal era la denominación dada al recinto del Ayuntamiento- en compañía de dos auxiliares, y se dirigió a la residencia de Simón Bacamarte. No ignoraba Porfirio que era más decoroso para el gobierno mandar llamarlo; el recelo, empero, de que el alienista no obedeciese, lo obligó a aparecer tolerante y moderado.

No describo el terror del boticario cuando oyó decir que el barbero iba a la casa del alienista. “Va a detenerlo”, pensó él. Y sus angustias se multiplicaron. En efecto, la tortura moral del boticario en aquellos días de revolución excede toda descripción posible. Nunca un hombre se encontró en circunstancias más apremiantes: las funciones desempeñadas junto al alienista lo obligaron a permanecer a su lado, la victoria del barbero por su parte lo atraía hacia su causa. Ya la simple noticia de la sublevación había producido una fuerte conmoción en su alma, porque él estaba al tanto de lo unánime que era el odio de todos hacia el alienista; pero la victoria final fue también el golpe final. La esposa de Crispín Soares, señora de fuerte temperamento, amiga personal de doña Evarista, le decía que su lugar estaba junto a Simón Bacamarte; su corazón, sin embargo, le gritaba que no, que la causa del alienista estaba perdida, y que nadie, por propia voluntad, hace alianza con un cadáver. “Lo hizo Catón, es cierto, Sed victa Catoni“, pensaba él, recordando algunas de las frecuentes prédicas del padre Lopes; “pero Catón no se ató a una causa vencida; él era su propia causa vencida, la causa de la república; su acto, por lo tanto, fue el de un egoísta, el de un mísero egoísta; mi situación es otra”. Insistiendo, empero, la mujer, Crispín Soares no encontró otra salida, en semejante crisis, que enfermarse; se declaró enfermo y se metió en la cama.

-En este momento, Porfirio se dirige a la casa del doctor Bacamarte -le dijo la mujer al día siguiente, acercándose a su lecho-, lo acompaña un grupo.

“Lo van a detener”, pensó el boticario.

Una idea trae la otra; el boticario imaginó que, una vez encarcelado el alienista, vendrían de inmediato a buscarlo a él, en calidad de cómplice. Esta idea fue el mejor de los reconstituyentes. Crispín Soares se incorporó, dijo que ya se sentía bien, que iba a salir; y pese a todos los esfuerzos y protestas de su consorte, se vistió y salió. Los cronistas de ese entonces son unánimes en decir que la certeza de que el marido iba a unirse noblemente al alienista, consoló a la esposa del boticario; y anotan, con mucha perspicacia, el inmenso poder moral que puede llegar a tener una ilusión; y dicen ilusión porque el boticario se encaminó resueltamente hacia el palacio de gobierno y no hacia la casa del alienista. Una vez allí, se mostró sorprendido de no encontrar al barbero, a quien deseaba expresar sus respetuosos saludos y testimoniarle su adhesión; y le dieron a Crispín Soares muestras de esmerada atención; le aseguraron que el barbero no tardaría; su señoría había ido a la Casa Verde, por asuntos de gobierno, pero no se demoraría. Le ofrecieron una silla, lo invitaron con refrescos, le dispensaron elogios; le dijeron que la causa del ilustre Porfirio era la de todos los patriotas, a lo que el boticario repetía que así era, efectivamente, que nunca había pensado otra cosa y que así pensaba declararlo ante su majestad.
IX. Dos lindos síntomas

No debió aguardar mucho el barbero para que lo recibiese el alienista, quien le declaró que no tenía medios para oponérsele, y que por lo tanto estaba listo para obedecerle. Sólo una cosa le pedía, y era que no lo obligase a asistir personalmente a la destrucción de la Casa Verde.

-Se engaña vuestra merced -dijo el barbero tras una pausa-, se engaña al atribuir al gobierno intenciones vandálicas. Con razón o sin ella, la opinión general entiende que la mayor parte de los locos allí recluidos están en su más sano juicio, pero el gobierno reconoce que la cuestión es puramente científica, y no pretende resolver con medidas drásticas asuntos que sólo son competencia de la ciencia. Por lo demás la Casa Verde es una institución pública; así la aceptamos de manos del Ayuntamiento ahora disuelto. Hay, empero, necesariamente debe haberlo, un criterio capaz de restituir el sosiego al espíritu público.

El alienista apenas podía disimular su asombro; confesó que esperaba otra cosa, la demolición del hospicio, su prisión, el destierro, todo, menos…

-El desconcierto de vuestra merced -lo interrumpió gravemente el barbero- se funda en el desconocimiento de la grave responsabilidad del gobierno. El pueblo, dominado por una ciega piedad, que le provoca en tal caso legítima indignación, puede exigir del gobierno cierta prioridad en sus actos; pero éste, con la responsabilidad que le incumbe, no los debe practicar, al menos integralmente, y tal es nuestra situación. La generosa revolución que ayer destituyó un Ayuntamiento vilipendiado y corrupto pidió, con altas voces, la demolición de la Casa Verde; pero ¿puede entrar en el ánimo del gobierno eliminar la locura? No. ¿Y si el gobierno no la puede eliminar, está al menos apto para discriminarla y reconocerla? Tampoco. Ello es materia de la ciencia. Por lo tanto, en asunto tan melindroso el gobierno no puede, no debe, no quiere dispensar el concurso de vuestra merced. Lo que le pide es que arbitremos un medio para contentar al pueblo. Unámonos, y el pueblo sabrá obedecer. Uno de los recursos posibles, a menos que vuestra merced proponga otro, sería de hacer retirar de la Casa Verde a aquellos enfermos que estuvieren casi curados, así como los maniacos de poca monta, etcétera. De tal modo, sin gran peligro, mostraremos alguna tolerancia y benignidad.

-¿Cuántos muertos y heridos hubo ayer en la refriega? -preguntó Simón Bacamarte al cabo de tres minutos.

Al barbero lo sorprendió la pregunta, pero respondió de inmediato que once muertos y veinticinco heridos.

-¡Once muertos y veinticinco heridos! -repitió dos o tres veces el alienista.

Y luego expresó que el recurso propuesto no le parecía bueno, pero que él iba a arbitrar algún otro, y que en los próximos días le daría una respuesta. Y le hizo varias preguntas sobre los sucesos de la víspera, ataque, defensa, adhesión de los dragones, resistencia del Ayuntamiento, etcétera, a lo que el barbero iba respondiendo con gran abundancia de información, insistiendo especialmente en el descrédito en que el referido Ayuntamiento había caído. El barbero confesó que el nuevo gobierno no contaba aún con el voto de los principales de la villa, y que el alienista podía hacer mucho en lo referente a este punto. El gobierno, concluyó el barbero, se alegraría si pudiera contar no ya con la simpatía, sino con la benevolencia del más alto espíritu de Itaguaí, y seguramente del reino. Pero nada de eso alteraba la noble y austera fisonomía de aquel gran hombre que oía callado, sin desvanecimiento ni modestia, impasible como un dios de piedra.

-Once muertos y veinticinco heridos -repitió el alienista, después de acompañar al barbero hasta la puerta-. He aquí dos lindos síntomas de enfermedad mental. La dualidad y descargo de este barbero lo son positivamente. En cuanto a la necedad de quienes lo aclamaron no es necesario otra prueba que los once muertos y los veinticinco heridos. ¡Dos lindos síntomas!

-Viva el ilustre Porfirio -exclamaban unas treinta personas que aguardaban al barbero en la puerta.

El alienista espió por la ventana y alcanzó a oír este fragmento de la arenga que dirigió el barbero a las treinta personas que lo aclamaban:

-…porque yo velo, pueden estar seguros, por el cumplimiento de la voluntad popular. Confíen en mí y todo se hará de la mejor manera. Sólo les recomiendo orden. El orden, mis amigos, es la base del gobierno…

-¡Viva el ilustre Porfirio! -clamaron las treinta voces, agitando los sombreros.

-¡Dos lindos síntomas! -murmuró el alienista.
X. La restauración

Cinco días después, el alienista encerró en la Casa Verde a cerca de cincuenta aclamadores del nuevo gobierno. El pueblo se indignó. El gobierno, aturdido, no sabía cómo reaccionar. Juan Pina, otro barbero, decía arbitrariamente en las calles que Porfirio estaba “vendido al oro de Simón Bacamarte”, afirmación que congregó a su alrededor a la gente más decidida de la villa.

Porfirio, viendo a su antiguo rival de la navaja al frente de la insurrección, comprendió que estaba irremediablemente perdido, a menos que diese un gran golpe; expidió entonces dos decretos, uno aboliendo la Casa Verde, otro desterrando al alienista. Juan Pina mostró claramente, con grandes frases, que las medidas de Porfirio no eran otra cosa que demagogia, un cebo que el pueblo no debía morder. Dos horas después, Porfirio caía ignominiosamente, y Juan Pina asumía la difícil tarea de gobernar. Como encontrase en los archivos las minutas de la proclamación, de la exposición al virrey y de otros actos inaugurales del gobierno anterior, se dio prisa en hacerlos copiar y expedir; agregan los cronistas, cosa que por lo demás se sobrentiende, que él le cambió los nombres, y donde el otro barbero había hablado de un Ayuntamiento corrupto se refirió éste a “un intruso influido por las malas doctrinas francesas, y contrario a los sacrosantos intereses de su majestad”, etcétera.

En eso estaban las cosas cuando entró a la villa una fuerza comandada por el virrey y restableció el orden. El alienista exigió, de inmediato, que le entregaran al barbero Porfirio, así como a unos cincuenta y tantos individuos, a quienes declaró mentecatos; y no sólo le entregaron a todos los que solicitó, sino que además prometieron poner a su disposición diecinueve secuaces más del barbero, que convalecían de las heridas recibidas en la primera rebelión.

Este punto en el desarrollo de la crisis de Itaguaí marca también el grado máximo de influencia alcanzado por Simón Bacamarte. Todo cuanto quiso le fue facilitado; y una de las más vivas pruebas del poder del ilustre médico la encontramos en la prontitud con que los concejales, restituidos a sus funciones, consintieron en que Sebastián Freitas también fuese recluido en el hospicio. El alienista, al par de la extraordinaria inconsistencia de las opiniones de ese concejal, entendió que era un caso patológico, y pidió que se lo entregaran. Lo mismo ocurrió con el boticario. El alienista, una vez enterado de la momentánea adhesión de Crispín Soares a la rebelión de los Canjicas, la cotejó con el apoyo que siempre había recibido de él, aún en la víspera del levantamiento, y ordenó finalmente que lo capturaran. Crispín Soares no negó el hecho, pero lo explicó diciendo que había cedido a un movimiento de terror, al ver la rebelión triunfante, y dio como prueba la ausencia de cualquier otro acto suyo en ese mismo sentido, agregando que de inmediato, tras la visita que efectuara al Ayuntamiento, había vuelto a la cama, enfermo. Simón Bacamarte no lo contrarió; dijo, empero, a quienes en esa ocasión se hallaban allí presentes, que el terror también es padre de la locura, y que el caso de Crispín Soares le parecía de los más característicos.

Pero la prueba más evidente de la influencia de Simón Bacamarte fue la docilidad con que el Ayuntamiento le entregó a su propio presidente. Este digno magistrado había declarado, en plena sesión, que no se contentaba, para lavar la afrenta que le habían causado los Canjicas, con menos de treinta almudes de sangre; palabras que llegaron a los oídos del alienista por boca del secretario del Ayuntamiento, entusiasmado con la energía de la que daba pruebas el presidente. Simón Bacamarte empezó por encerrar al secretario en la Casa Verde, y de allí se fue a la sede del gobierno ante la cual declaró que el presidente padecía de “demencia taurina”, un género que él pretendía estudiar con gran beneficio para los pueblos. El Ayuntamiento al principio vaciló, pero luego terminó cediendo.

De allí en más fue una secuencia desenfrenada de reclusiones. Un hombre no podía dar origen o curso a la mentira más simple del mundo, incluso a una de esas que ironizan al propio inventor o divulgador, que ya lo metían en la Casa Verde. Todo era locura. Los cultores de adivinanzas, los inventores de charadas, de anagramas, los maldicientes, los que curioseaban en la vida ajena, los que dicen necedades, uno u otro almotacén presuntuoso, nadie escapaba a los emisarios del alienista. Él respetaba a las muchachas enamoradas pero no a las seductoras que mariposeaban yendo de una relación a otra, diciendo que las primeras cedían a un impulso natural, y las segundas a un vicio. Si un hombre era avaro o pródigo terminaba de igual modo en la Casa Verde; de allí se infería que no había regla que pudiese establecer la completa sanidad mental.

Algunos cronistas creen que Simón Bacamarte no siempre procedía con lisura, y citan en abono de la afirmación (que no sé si puede ser aceptada) el hecho de haber logrado que el Ayuntamiento aprobase una petición autorizando el uso de un anillo de plata en el dedo pulgar de la mano izquierda por parte de toda persona que, sin otra prueba documental o tradicional, declarase tener en las venas dos o tres onzas de sangre goda. Dicen que el fin secreto del consentimiento de los concejales fue enriquecer a un platero, amigo y compadre del alienista; pero, si bien es cierto que el platero vio prosperar su negocio después de la nueva ordenanza municipal, no lo es menos que esa petición, una vez aprobada, dio a la Casa Verde una multitud de inquilinos; por lo cual no se puede definir, sin que sea una temeridad, la auténtica finalidad del ilustre médico. En cuanto a la razón determinante de la captura y reclusión en la Casa Verde de todos los que usaran el anillo, es uno de los puntos más oscuros de la historia de Itaguaí; la opinión más verosímil es que todos ellos fueron encerrados por andar gesticulando como tontos en las calles, en las casas, en la iglesia. Nadie ignora que los locos gesticulan mucho. En todo caso es una simple conjetura; de positivo no hay nada.

-¿Adónde irá a parar este hombre? -decían los principales de la tierra-. ¡Ah, si hubiésemos ayudado a los Canjicas…!

Un día de mañana -día en que el Ayuntamiento debía ofrecer un gran baile- la villa entera fue conmovida por la noticia de que la propia esposa del alienista había sido encerrada en la Casa Verde. Nadie lo creyó; debía de ser un invento de algún tunante. Pero no: era la pura verdad. Doña Evarista había sido recluida a las dos de la mañana. El padre Lopes corrió a casa del alienista y lo interrogó discretamente acerca de lo ocurrido.

-Ya hace algún tiempo yo tenía mis sospechas -dijo gravemente el marido-. La modestia con que ella había vivido en ambos matrimonios era inconciliable con el furioso interés por las sedas, los terciopelos, tejidos y piedras de que dio sobradas pruebas a su regreso de Río de Janeiro. Desde entonces empecé a observarla. Todas sus conversaciones giraban en torno a esos objetos; si yo le hablaba de antiguas cortes, preguntaba en seguida por la forma de los vestidos de las damas; si la visitaba alguna señora en mi ausencia, antes de decirme cuál había sido el objeto de la visita me describía su atuendo, aprobando unas prendas y criticando otras. Un día, y creo que vuestra reverendísima ha de recordarlo, me propuso hacer anualmente un vestido para la imagen de Nuestra Señora de la Matriz. Todos estos síntomas eran graves; esa noche, empero, irrumpió la demencia total. Había elegido, preparado y adornado el atuendo que llevaría al baile del Ayuntamiento municipal; sólo vacilaba entre un collar de granate y otro de zafiros. Anteayer me preguntó cuál me parecía a mí que debía llevar; le respondí que ambos le quedaban muy bien. Ayer, durante el almuerzo, me repitió la pregunta; poco después de la cena la encontré callada y meditativa. ¿Qué te ocurre?, le pregunté.

“-¡Pensaba ponerme el collar de granates pero el de zafiros me parece tan lindo!

“-Pues entonces ponte el de zafiros.

“-Sí, pero entonces tendré que dejar el de granates.

“Pues bien, entre esas idas y vueltas pasó el resto de la tarde. Hacia el atardecer comimos algo liviano y después nos acostamos. En plena noche, a eso de la una y media, me despierto y no la veo; me incorporo, voy al cuarto de vestir, y la encuentro delante de los dos collares, probándoselos alternativamente ante el espejo, primero uno, después el otro. Era evidente su demencia, la encerré de inmediato.”

El padre Lopes no se satisfizo con la respuesta, pero no objetó nada. El alienista, empero, percibió su disconformidad y le explicó que el caso de doña Evarista se inscribía dentro de la llamada “manía suntuaria”, no incurable, y en todo caso digna de estudio.

-Espero tenerla recuperada en seis semanas -concluyó él.

La abnegación del ilustre médico abonó en favor suyo. Conjeturas, inventos, suspicacias, todo cayó por tierra, desde que él no dudó en internar en la Casa Verde a su propia mujer, a quien amaba con todas las fuerzas de su alma. Nadie más tenía el derecho de oponérsele, menos aún el de atribuirle intenciones ajenas a la ciencia.

Era un gran hombre austero, Hipócrates recubierto por los ropajes de un Catón.
XI El asombro de Itaguaí

Y ahora prepárese el lector para sentir el mismo asombro que se apoderó de Itaguaí al enterarse un día que todos los locos de la Casa Verde iban a ser puestos en libertad.

-¿Todos?

-Todos.

-Es imposible, algunos puede ser; pero todos…

-Todos. Así lo dijo él en el comunicado que envió esta mañana al Ayuntamiento.

De hecho, el alienista había informado a las autoridades que:

1. Habiendo verificado que las estadísticas de la villa y de la Casa Verde evidenciaban que cuatro quintas partes de la población estaban alojadas en aquel establecimiento.

2. Que este disloque de la población lo había inducido a examinar los fundamentos de su teoría sobre las molestias cerebrales, teoría que excluía de los dominios de la razón todos los casos en los que el equilibrio de las facultades no fuese perfecto y absoluto.

3. Que de ese examen y del hecho estadístico había resultado la convicción de que la verdadera doctrina no era aquélla sino la opuesta y que por lo tanto se debía admitir como normal y ejemplar el desequilibrio de las facultades, y como hipótesis patológicas todos los casos en que aquel desequilibrio fuese interrupto.

4. Que teniendo en cuenta todo lo dicho, declaraba al Ayuntamiento que iba a poner en libertad a todos los reclusos de la Casa Verde y a proceder a acoger a las personas que se encontraban en las condiciones ahora expuestas.

5. Que tratando de descubrir la verdad científica, no ahorraría esfuerzos de ninguna naturaleza, esperando de las autoridades igual dedicación.

6. Que restituía al Ayuntamiento y a los particulares la suma total del importe recibido para el alojamiento de los supuestos locos, descontada la parte efectivamente invertida en alimentación, vestimenta, etcétera; inversiones cuyo monto las autoridades podrían verificar en los libros y arcas de la Casa Verde.

El asombro de Itaguaí fue grande; no fue menor la alegría de los parientes y amigos de los reclusos. Cenas, bailes, fuegos artificiales, canciones; de todo hubo para celebrar tan fausto acontecimiento. No describo los festejos porque no interesan a nuestro propósito; pero fueron espléndidos, conmovedores y prolongados.

¡Así son las cosas humanas! En medio del regocijo producido por el comunicado de Simón Bacamarte, nadie advirtió en la línea final de la cuarta cláusula, una frase que dejaba entrever cuáles serían los sucesos futuros.
XII. El final de la cuarta cláusula

Se apagaron los fuegos de artificio, se reconstituyeron las familias, todo parecía recolocado sobre sus antiguos carriles. Reinaba el orden, el Ayuntamiento ejercía otra vez el gobierno, sin ninguna presión externa; hasta el mismo presidente y el concejal Freitas volvieron a sus puestos. El barbero Porfirio, aleccionado por los acontecimientos, habiéndolo “probado todo”, como el poeta dijo de Napoleón, y algo más todavía, porque Napoleón no probó la Casa Verde, el barbero, digo, creyó preferible la gloria oscura de la navaja y de la tijera a las calamidades brillantes del poder; fue, es cierto, procesado; pero la población de la villa imploró la clemencia de su majestad; y el perdón fue concedido.

Juan Pina fue absuelto, atendiéndose al hecho de que él había derrocado a un rebelde. Los cronistas piensan que de este hecho nació un proverbio: Ladrón que roba a ladrón, tiene cien años de perdón; proverbio inmoral, es cierto, pero enormemente útil.

No sólo cesaron las quejas contra el alienista, sino que ni la menor sombra de resentimiento empañó el alma de nadie a raíz de los actos por él cometidos; agréguese a esto que los reclusos de la Casa Verde, desde que él los declarara en uso pleno de razón, se sintieron ganados por un profundo reconocimiento y ferviente gratitud. Muchos entendieron que el alienista merecía una demostración especial, y le organizaron un baile, al que siguieron otros bailes y cenas. Dicen las crónicas que doña Evarista había tenido en un comienzo la idea de separarse de su consorte, pero el dolor de perder la compañía de tan gran hombre pudo más que cualquier resentimiento de amor propio, y la pareja pasó a ser, incluso, más feliz que antes.

No menos íntima terminó siendo la amistad entre el alienista y el boticario. Éste concluyó, tras conocer el comunicado de Simón Bacamarte, que la prudencia es la primera de las virtudes en tiempos de revolución, y apreció mucho la magnanimidad del alienista que, al darle libertad, le extendió su mano de viejo amigo.

-Es un gran hombre -le dijo a su mujer, refiriéndole aquella circunstancia.

No es preciso hablar del albardero, de Costa, de Coelho, de Martín Brito y de los otros, especialmente nombrados en este escrito. Basta decir que pudieron ejercer libremente sus hábitos anteriores.

El propio Martín Brito, recluido por un discurso en el cual había elogiado enfáticamente a doña Evarista, hizo ahora otro en honor del insigne médico, “cuyo altísimo genio, elevando sus alas mucho más allá del sol, dejó debajo de sí a los restantes espíritus de la tierra”.

-Le agradezco sus palabras -le respondió el médico-, y si de algo no me arrepiento es de haberle restituido la libertad.

Mientras tanto, el Ayuntamiento que había contestado el comunicado de Simón Bacamarte, con la salvedad de que oportunamente se pronunciaría con respecto al final de la cuarta cláusula, trató, finalmente, de legislar sobre ella. Fue sancionada, sin debate, una ordenanza autorizando al alienista a acoger en la Casa Verde a las personas que se encontraban en goce del perfecto equilibrio de sus facultades mentales. Y porque la experiencia del Ayuntamiento había sido hasta allí penosa en tales menesteres, estableció él una cláusula que especificaba que la autorización era provisoria, válida por un solo año, a fin de que pudiera ser experimentada la nueva teoría psicológica, pudiendo el Ayuntamiento, antes de cumplido el referido plazo, mandar cerrar la Casa Verde, si a eso fuese inducido por motivos de orden público. El concejal Freitas propuso también que se decretase que en ningún caso fuesen los concejales encerrados en el asilo de alienados: cláusula que fue aceptada, votada e incluida en la ordenanza, pese a las protestas del concejal Galvão. El principal argumento de este magistrado era que el Ayuntamiento, legislando sobre una experiencia científica, no podía excluir a sus miembros de las consecuencias de la ley; la excepción, dijo, era odiosa y ridícula. Apenas había proferido estas duras palabras, comenzaron los concejales a vociferar contra la audacia y la insensatez del colega; éste, empero, los oyó sin inmutarse y se limitó a decir que votaba contra la excepción.

-La concejalía -concluyó él- no nos da ningún poder especial ni nos excluye de la naturaleza humana.

Simón Bacamarte aceptó el decreto con todas las restricciones. En cuanto a la exclusión de los concejales, declaró que se sentiría profundamente dolido si se viese obligarlo a recluirlos en la Casa Verde; la cláusula, empero, era la mejor prueba de que ellos no padecían del perfecto equilibrio de sus facultades mentales. No sucedía lo mismo con el concejal Galvão, cuyo acierto en la objeción formulada, y cuya moderación en la respuesta dada a las invectivas de los colegas mostraba, de su parte, un cerebro bien organizado; por lo que rogaba a la Cámara que se lo entregase. La Cámara, sintiéndose aún agraviada por el proceder del concejal Galvão, puso a consideración el pedido del alienista y votó unánimemente por la entrega.

Se comprende que, de acuerdo con la nueva teoría, no bastaba un hecho o un dicho, para recluir a alguien en la Casa Verde; era preciso un largo examen, una minuciosa indagación del pasado y del presente. El padre Lopes, por ejemplo, sólo fue detenido y encerrado treinta días después del decreto, y la mujer del boticario recién a los cuarenta días. El encierro de esta señora llenó a su consorte de indignación. Crispín Soares salió de su casa rojo de cólera, y diciendo a todos los que con él se cruzaban que iba a arrancarle las orejas al tirano. Un hombre, adversario del alienista, oyendo en la calle esa amenaza, olvidó los motivos de disidencia que tenía con el médico, y corrió a la casa de Simón Bacamarte para informarle del peligro que corría. Simón Bacamarte supo mostrarse reconocido al viejo adversario por su gesto, y pocos minutos le bastaron para reconocer la rectitud de sus sentimientos, su buena fe, su sensibilidad hacia el prójimo, la generosidad; le estrechó calurosamente ambas manos y lo encerró en la Casa Verde.

-Un caso de éstos es raro -dijo él a su mujer, que lo miraba pasmada-. Ahora esperemos a nuestro Crispín.

Crispín Soares entró. El dolor había vencido a la rabia y el boticario no le arrancó las orejas al alienista. Éste consoló a su auxiliar, asegurándole que no era un caso perdido; tal vez la mujer tuviese alguna lesión cerebral; iba a examinarla con mucha atención; pero antes de hacerlo no podía dejarla en libertad. Y pareciéndole ventajoso reunirlos, porque la astucia y mañosidad del marido podrían de cierto modo curar la belleza moral que él había descubierto en la esposa, dijo Simón Bacamarte:

-Usted trabajará durante el día en la botica, pero almorzará y cenará con su mujer, y aquí pasará las noches, los domingos y días santos.

La propuesta colocó al pobre boticario en la situación del asno de Buridán. Quería vivir con la mujer, pero temía volver a la Casa Verde; y en esa lucha estuvo algún tiempo, hasta que doña Evarista lo sacó del atolladero, prometiéndole que se encargaría de ver a la amiga y oficiar de mensajera entre ellos. Crispín Soares le besó las manos agradecido. Este último rasgo de egoísmo pusilánime le pareció sublime al alienista.

Al cabo de cinco meses estaban recluidas unas dieciocho personas; pero Simón Bacamarte no aflojaba; iba de calle en calle, de casa en casa, acechando, interrogando, estudiando; y cuando atrapaba un enfermo se lo llevaba con la misma alegría con que otrora los arrebañaba a docenas. Esa misma desproporción confirmaba la teoría nueva; había encontrado por fin la verdadera patología cerebral. Un día logró encerrar en la Casa Verde al juez-de-fora; pero procedía con tanto escrúpulo que no lo hizo sino después de estudiar minuciosamente todos sus actos, e interrogar a los principales de la villa. Más de una vez estuvo a punto de recluir personas perfectamente desequilibradas; fue lo que ocurrió con un abogado, en quien reconoció un haz tan rico de cualidades morales y mentales, que era peligroso dejarlo en libertad. Ordenó detenerlo; pero el agente, desconfiado, le pidió autorización para hacer una prueba; fue a ver a un compadre, demandado por un testamento falso, y le dio como consejo que recurriese a los servicios del abogado Salustiano, que así se llamaba la persona en cuestión.

-Pero ¿te parece?…

-Sin duda: anda a verlo, confiésale todo, toda la verdad, sea cual fuere, y confíale la causa.

El hombre fue a ver al abogado, le confesó haber falsificado el testamento, y terminó pidiéndole que se hiciese cargo de la causa. No se negó el abogado, estudió la documentación, reflexionó largamente, y probó a todas luces que el testamento era más que verdadero. La inocencia del reo fue solemnemente proclamada por el juez, y la herencia pasó a sus manos. El distinguido jurisconsulto debió a esta experiencia su libertad. Pero nada escapa a un espíritu original y penetrante. Simón Bacamarte, que desde hacía un tiempo notaba el celo, la sagacidad, la paciencia, la moderación de aquel agente, reconoció la habilidad y el tino con que él había llevado a cabo una experiencia tan delicada y compleja, y determinó que se le encerrara inmediatamente en la Casa Verde; ofreciéndole, empero, una de las mejores habitaciones.

Los alienados fueron alojados por clases. Se instauró una galería de modestos, o sea de locos en los que predominaba esta cualidad moral; otra de tolerantes, otra de sinceros, otra de sencillos, otra de leales, otra de magnánimos, otra de sagaces, otra de rectos, etcétera. Naturalmente, las familias y los amigos de los reclusos protestaban fervientemente contra la teoría, y algunos intentaron presionar sobre el Ayuntamiento para inhabilitar la licencia. Las autoridades, empero, no habían olvidado las palabras del concejal Galvão, y si se dejaba sin efecto la licencia, le darían la libertad y habría que restituirle el cargo, razón por la cual se negaron a prestar oídos a los disconformes. Simón Bacamarte efectuó entonces una ponencia ante los concejales, no agradeciendo, sino felicitándolos por ese acto de venganza personal.

Desengañados de la legalidad, algunos de los principales de la villa recurrieron secretamente al barbero Porfirio y le garantizaron todo el apoyo en términos de gente, dinero e influencias en la corte, si él se pusiese a la cabeza de otro movimiento contra el Ayuntamiento y el alienista. El barbero les respondió que no; que la ambición lo había llevado, ya una vez, a transgredir las leyes, y que él ahora había aprendido la lección, reconociendo su error y la poca consistencia de la opinión de sus propios secuaces; que el Ayuntamiento había entendido que debía autorizar la experiencia del alienista por un año; cabía pues esperar el agotamiento del plazo, o en su defecto requerir del virrey el empleo de un recurso que él vio fallar en sus manos, y eso a cambio de muertos y de heridos que serían su remordimiento eterno.

-¡No me diga! -exclamó el alienista cuando un agente secreto le contó la conversación del barbero con los principales de la villa.

Dos días después, el barbero era recluido en la Casa Verde.

-¡Si no te encarcelan por tener perro te encarcelan por no tenerlo! -gimió el infeliz.

Llegó a su fin el plazo, la Cámara autorizó una prolongación suplementaria de seis meses para aplicación de medios terapéuticos. El desenlace de este episodio de la crónica itaguayense es de tal orden, y tan inesperado, que merecería por lo menos diez capítulos de exposición; pero me contento con uno, que será el remate de la narrativa, y uno de los más bellos ejemplos de convicción científica y abnegación humana.
XIII. ¡Plus ultra!

Había llegado el momento de poner a prueba la terapéutica. Simón Bacamarte, activo y sagaz para descubrir enfermos, se empeñó aún más en la diligencia y penetración con que empezó a tratarlos. En este punto todos los cronistas están de acuerdo: el ilustre alienista logró efectuar curas sorprendentes, que provocaron la más viva admiración en Itaguaí.

Efectivamente, era difícil imaginar sistema terapéutico más racional. Al estar los locos divididos por clases, según la virtud moral que en cada uno de ellos excedía a las demás, Simón Bacamarte se empeñó en atacar de frente la cualidad predominante. Tomemos por caso a un modesto. Él le aplicaba la medicación que pudiese infundirle el sentimiento opuesto; y no aplicaba de inmediato las dosis máximas: las graduaba de acuerdo al estado, la edad, el temperamento, la posición social del paciente. A veces bastaba una casaca, una cinta, una peluca, un bastón, para restituirle la razón al alienado; en otros casos la molestia era más rebelde; recurría entonces a los anillos de brillantes, a las distinciones honoríficas, etcétera. Hubo un enfermo, poeta, que resistió a todo. Simón Bacamarte empezaba a desesperar de la cura, cuando tuvo la idea de mandar a propalar por medio de la matraca que él era un auténtico rival de Garção y de Píndaro.

-Fue un santo remedio -contaba la madre del infeliz a una comadre-; fue un santo remedio.

Otro enfermo, también modesto, opuso la misma resistencia a la medicación; pero no siendo escritor (apenas si sabía firmar), no se le podía aplicar el remedio de la matraca. A Simón Bacamarte se le ocurrió entonces solicitar para él el cargo de secretario de la Academia dos Encobertos establecida en Itaguaí. Los cargos de presidente y secretarios eran conferidos directamente por el rey, una gracia especial establecida por el finado rey don Juan V, e implicaba el tratamiento de “Excelencia” y el uso de una placa de oro en el sombrero. El gobierno de Lisboa negó la concesión del diploma; pero teniendo en cuenta que el alienista no lo pedía como premio honorífico o distinción legítima, sino solamente como un medio terapéutico para un caso sumamente difícil, el gobierno cedió excepcionalmente a la súplica; y aun así no lo hizo sin un extraordinario esfuerzo del ministro de marina y ultramar, quien venía a ser primo del alienado. Fue otro santo remedio.

-¡Realmente es admirable! -se decía en las calles, al ver la expresión sana y ensoberbecida de los dos exdementes.

Tal era el sistema. Imagínese el lector el resto. Cada rasgo de belleza moral o mental era atacado en el punto en que la perfección parecía más sólida; y el efecto era acertado. No siempre, sin embargo, lo era. Hubo casos en que la cualidad predominante resistía a todo; entonces el alienista atacaba otra parte, trasladando a la terapéutica el método de la estrategia militar, que toma la fortaleza por asalto desde un punto, si por otro no lo puede lograr.

Al cabo de cinco meses y medio la Casa Verde estaba vacía; ¡todos curados! El concejal Galvão, tan cruelmente torturado por la moderación y la equidad, tuvo la felicidad de perder un tío; digo felicidad, porque el tío dejó un testamento ambiguo, y él obtuvo los abultados beneficios de una interpretación textual que para erigirse en verdadera no vaciló en corromper a los jueces, y estafar a los otros herederos. La sinceridad del alienista se manifestó en esa ocasión; confesó ingenuamente que no tuvo parte en la cura; todo fue obra de la simple vix medicatrix de la naturaleza. No sucedió lo mismo con el padre Lopes. Sabiendo el alienista que él ignoraba olímpicamente el hebreo y el griego, le incumbió realizar un análisis crítico de la versión de los Setenta; el cura aceptó el encargo, y en buena hora lo hizo; al cabo de dos meses tenía escrito un libro y obtenía la libertad. En cuanto a la señora del boticario, no permaneció mucho tiempo en la habitación que le fue asignada, y donde, por lo demás, no le faltaron atenciones y cuidados.

-¿Por qué Crispín no viene a visitarme? -decía ella todos los días.

Le respondían ya una cosa, ya otra; finalmente le dijeron la verdad entera. La digna matrona no pudo contener la indignación y vergüenza. En las explosiones de cólera se le escaparon expresiones como éstas:

-¡Explotador!… ¡canalla!… ¡ingrato!… Un tunante que ha construido casas a costa de ungüentos falsificados y malolientes… ¡Ah!, ¡explotador!

Simón Bacamarte advirtió que aun cuando no fuese verdadera la acusación contenida en esas palabras, bastaban ellas para mostrar que a la excelente señora se le había por fin restituido el perfecto desequilibrio de las facultades; y prontamente se le dio de alta.

Ahora bien, si imaginan que el alienista estaba radiante al ver salir al último huésped de la Casa Verde, muestran con eso que aún no conocen a nuestro hombre. Plus ultra era su divisa. No le bastaba haber descubierto la verdadera teoría de la locura; no lo contentaba haber establecido en Itaguaí el reinado de la razón. ¡Plus ultra! No se le veía alegre, sino preocupado, cabizbajo; algo le decía que la nueva teoría guardaba, en sí, otra y novísima teoría.

“Veamos”, pensaba él, “veamos si llego, por fin, a la verdad postrera.”

Decía esto paseándose a lo largo de la amplia sala, donde fulguraba la biblioteca más rica de los dominios ultramarinos de su majestad. Una amplia bata de damasco, sujeta a la cintura por un cordón de seda con borlas de oro (obsequio de una universidad) envolvía el cuerpo majestuoso y austero del ilustre alienista. La peluca le cubría una ancha y noble calva adquirida en las meditaciones cotidianas. Los pies, que no eran ni delgados y femeninos ni grandes y toscos sino proporcionados al resto del cuerpo, aparecían resguardados por un par de zapatos cuyas hebillas no eran sino de modesto y simple latón. Vean la diferencia: sólo denotaba lujo en él lo que era de origen científico; lo que provenía de su persona en sentido estricto, traía el color de la moderación y la simplicidad, virtudes por demás adecuadas a la persona de un sabio.

Así era como él iba, el gran alienista, de una punta a la otra de la vasta biblioteca, ensimismado, ajeno a todo lo que no fuese el tenebroso problema de la patología cerebral. De pronto se detuvo. De pie, ante una ventana, con el codo izquierdo apoyado en la mano derecha, abierta, y el mentón en la mano izquierda, cerrada, se preguntó a sí mismo:

-Pero ¿realmente habrán estado locos todos ellos y fueron restablecidos por mí, o lo que pareció cura no fue más que el descubrimiento del perfecto desequilibrio del cerebro?

E indagando más y más, he aquí el resultado al que llegó: los cerebros bien organizados que él acababa de curar eran tan desequilibrados como los otros. Sí, se decía a sí mismo: yo no puedo tener la pretensión de haberles infundido un sentimiento o una facultad nueva; una y otra cosa existían en estado latente, pero existían.

Habiendo alcanzado esta conclusión, el ilustre alienista tuvo dos sensaciones antagónicas, una de placer, otra de abatimiento. La de placer fue por haber visto que al cabo de largas y pacientes meditaciones, constantes trabajos, lucha ingente con el pueblo, podía afirmar esta verdad: no había locos en Itaguaí; Itaguaí no contaba con un solo mentecato. Pero tan pronto como esta idea apaciguó su alma, otra apareció, que neutralizó el primer efecto; fue la idea de la duda. Pero entonces ¿qué? ¡No había en Itaguaí un solo cerebro reconstruido? Esta conclusión tan absoluta, ¿no sería, precisamente por eso, errónea, y no venía por lo tanto a destruir el amplio y majestuoso edificio de la nueva doctrina psicológica?

La angustia del egregio Simón Bacamarte es definida por los cronistas itaguayenses como una de las más tremendas tempestades morales que se hayan abatido sobre hombre alguno. Pero las tempestades sólo aterrorizan a los débiles; los fuertes saben hacerles frente y mirar cara a cara al trueno. Veinte minutos después se iluminó la fisonomía del alienista con una suave claridad.

“Sí, no puede ser otra cosa”, pensó él.

Tal cual. Simón Bacamarte encontró en sí mismo las características del perfecto desequilibrio mental y moral; le pareció que poseía la sagacidad, la paciencia, la perseverancia, la tolerancia, la veracidad, el vigor moral, la lealtad, todas las cualidades, en suma, que pueden constituir a un mentecato. Dudó en seguida, es cierto, y llegó incluso a la conclusión de que era una ilusión; pero siendo hombre prudente, resolvió convocar un consejo de amigos, al cual interrogó con franqueza. La opinión fue afirmativa.

-¿Ningún defecto?

-Ninguno -dijo a coro la asamblea.

-¿Ningún vicio?

-Nada.

-¿Perfecto en todo?

-Absolutamente en todo.

-¡No, imposible! -exclamó el alienista-. Digo que no siento en mí esa superioridad que acabo de ver definida con tanta magnanimidad. La simpatía es lo que les hace hablar de esa manera. Me estudio y nada encuentro que justifique los excesos de la bondad de ustedes.

La asamblea insistió, el alienista se resistió; finalmente el padre Lopes explicó todo con este concepto digno de un observador:

-Le diré cuál es la razón por la que no ve las elevadas cualidades que todos nosotros admiramos en usted. Ello es así porque usted tiene una cualidad que realza las restantes: la modestia.

Fue terminante. Simón Bacamarte inclinó la cabeza, simultáneamente triste y feliz, y aun más feliz que triste. Acto seguido se internó en la Casa Verde. En vano la mujer y los amigos le dijeron que no lo hiciera, que estaba perfectamente sano y equilibrado: ni ruego ni sugestiones ni lágrimas lo detuvieron un solo instante.

-La cuestión es científica -decía él-; se trataba de una doctrina nueva, cuyo primer ejemplo soy yo. Reúno en mí mismo la teoría y la práctica.

-¡Simón! ¡Simón! ¡Mi amor! – le decía la esposa con el rostro arrasado por las lágrimas.

Pero el ilustre médico, con ojos encendidos de convicción científica, no prestó oídos a la desesperación de la mujer, y blandamente la rechazó. Cerrados los portones de la Casa Verde, se entregó al estudio y a la cura de sí mismo. Dicen los cronistas que murió diecisiete meses más tarde, en el mismo estado en que entró, sin haber podido avanzar en sus investigaciones un solo paso más. Algunos llegan al extremo de insinuar que en Itaguaí el único loco que hubo fue él; pero esta opinión, fundada en un rumor que circuló desde que el alienista expiró, no apoya su presunta validez en otra cosa que ese rumor; y rumor discutible, pues se lo atribuyen al padre Lopes, que con tanto énfasis realzara las cualidades del gran hombre. Sea como fuere, se efectuó el entierro con mucha pompa e infrecuente solemnidad.

FIN


“O alienista”,
A Estação, 1881


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