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El tornado

[Cuento - Texto completo.]

Emilia Pardo Bazán

Entre las caras aldeanas, a la salida de misa, se destacaba siempre para mí, con relieve especial, la de un presbítero, que era aldeana, por las líneas y no por la expresión. Las caras no van más allá que las almas, y es el alma lo que se revela en los rasgos, en el pliegue de la boca, en la luz de los ojos. Aquel cura, arrinconado en la montaña, no sé qué presentaba en su fisonomía de resuelto y de advertido, de dolorido y de resignado, que me advirtieron, sin necesidad de preguntar a nadie, que tenía un pasado distinto del de sus congéneres de misa y olla, los cuales, desde el seminario, se habían venido a la parroquia, a no conocer más emociones que las del día de la fiesta del Patrón o las de la pastoral visita.

Habiéndole manifestado mi curiosidad al señorito de Limioso, se echó a reír a la sombra de sus bigotes lacios.

-Pues apenas se alegrará Herves cuando sepa que usted quiere oírle la historia… Como que los demás ya le tenemos prohibido que nos la encaje… Solo se la aguantamos una vez al año, o antes si hay peligro de muerte…

Convenido; vendría el cura aquella tarde misma. Le esperé recostado en un banco de vieja piedra granítica, todo rebordado de musgos de colores. Hacía frío, y el paisaje limitado, montañoso, tenía la severidad triste del invierno que se acercaba. Uno de esos pájaros que se rezagan y todavía se creen en tiempo oportuno de amar y sentir, cantaba entre las ramas del limonero añoso, al amparo de su perfumado y nupcial follaje perenne. En las vides no quedaban sino hojas rojas, sujetas por milagro y ya deseosas de soltarse y pagar su tributo a la ley de Naturaleza.

Hay en estos aspectos otoñales del paisaje una melancolía tranquila y, por lo mismo, más profunda, un mayor convencimiento de lo efímero de las cosas… Cuando entraron el cura y el señorito, dispuestos a satisfacer una curiosidad tan transitoria como la vida, ya mi espíritu andaba muy lejos: se había ido a donde no hay curiosidades, a una región de contemplativa serenidad.

Media hora después oía yo el relato de una aventura vulgar, pero que había bastado para dar aroma de pena antigua a la existencia de aquel hombre y para sugerirle un romanticismo, allá a su manera, complicado de cierto orgullo… Por la aventura podía mirar con superioridad, en lo interno, a sus compañeros, y en las largas sobremesas de los convites parroquiales, excitada la imaginación a poder del generoso y el anisete, revivir los dramáticos momentos, ser otra vez el que corrió graves peligros y estuvo a punto de que un vórtice le tragase…

-Al concluir la carrera -díjome después de recogerse un momento, como si no se supiese la relación de memoria- me encontré con que se murió una buena señora que era mi madrina de misa, y tuvo la ocurrencia de legarme una manda regular. Eché mis cuentas, y en vez de prestar a réditos para sacar al año una pequeñez, cargando además mi alma con responsabilidades, acordé salir un poco a ver el mundo. Yo hijos no había de tener; mis sobrinos…, ¡que se arreglasen!…, y como el viajar es la única diversión que no se mira mal en nosotros, ¡viajemos! Casi siempre, en tocando a salir de casa, mis colegas la emprenden hacia Roma. Una peregrinación…, ¡y adelante! Muy natural… Pero a mí, no sé por qué me entró afán de hacer todo lo contrario. Lo más diferente de Roma y de cuanto conocemos -pensé- serán los Estados Unidos… Y allá me fui, en un buque hermosísimo, y llegué a Cuba sin el menor tropiezo, y de la Habana, que por cierto me gustó de veras (a poco me quedó allí a vivir), pasé a la América del Norte, hallando tantas cosas de admirar que, para lo que me resta de estar en el mundo, tengo que rumiar memorias. Todo lo apunté en unos cuadernos para que no se me olvidase; y cada vez que leo en la Prensa algún invento o algún caso que parece mentira…, de mis cuadernos echo mano… y digo para mí…

-Y para los demás también -advirtió el señorito-. ¡Pues no nos tendrá leídos los cuadernitos que digamos!

-Y, bueno ¿de qué voy a tratar? ¿De política? ¿De chismes? ¡Ello es que en mis cuadernitos será raro que no se halle ya mencionado lo que nos dan por grandes novedades los periódicos…! En fin, yo me pasé más de un año entre aquella gente, sin conocer a nadie, con barbas y sin corona, aunque, gracias a Dios, sin faltar a las obligaciones de mi estado. Y así me estaría hasta la consumación de los siglos si no llega a escasearme el dinero, droga más necesaria allí, según pude advertir, que en parte alguna… Como no era cosa de echarme a pedir limosna, y a más no es costumbre de aquella gente el darla, tomé el partido de embarcarme otra vez, y la travesía desde Nueva York a la Habana fue una delicia…

En la Habana -donde no quise saltar a tierra, temeroso de no decidirme luego a salir de allí, aunque para mantenerme en aquel paraíso hubiese de ponerme a hacer la zafra en lugar de un negro- subió a bordo una señora joven, de riguroso luto -no despreciando, bien parecida-, con un niño muy guapo, de unos seis años. Éramos la señora y yo de los pocos españoles que en el buque iban; éramos ambos pasajeros de segunda, y por educación y porque me daba lástima empecé a saludarla y a entretenerme con el niño, una monada de listo y de cariñoso. El padre, por lo visto, era empleado, y se había muerto del vómito. Cada vez que salía la conversación, la viuda, lamentando su desamparo, lloraba; pero poco a poco se puso casi alegre, me gastaba bromas, y siempre procuraba encontrarse conmigo en el puente para charlar. No sabía que yo era sacerdote, y yo, vamos, no se lo dije: me parecía raro, con la barba que me llegaba a las solapas del chaleco. Al desembarcar, después de rasurarme…, bueno que lo supiese.

Como un golfín iba la embarcación hasta llegar a la altura de las Azores. Sin embargo, el capitán había torcido el gesto al ver un celaje muy descolorido, que luego fue volviéndose cobrizo al anochecer, y ya de noche, negro, lo propio que si en el cielo se hubiese volcado un tonel de tinta… Algunas exhalaciones parpadearon en el horizonte; pero la calma era tal, que el agua parecía aceite grueso. No se acostó el capitán, y yo tampoco; no sé qué inquietud me desvelaba. Al amanecer, el celaje se mostró más negro si cabe, y una ceja gigantesca, un arco inmenso apareció casi encima de nosotros, dibujado como por mano firme y maestra.

-¿Qué hay, capitán?- le pregunté al verle tan sombrío como el cielo.

-¡Qué ha de haber, me…! -y juró entre dientes-. ¡Que tenemos encima el tornado… y que será de los primera! ¿No ve usted qué perfecto es el arquito?

Ya había yo oído en el pasaje mentar el tornado con expresiones de terror; el tornado es el coco de aquellos mares. Así y todo, como la calma era tan absoluta y yo no entendía de achaque de navegación, no sentí al pronto mucho miedo. Empecé a sentir las cosquillas cuando pasajeros y tripulación salieron al puente y en voz baja se cambiaron impresiones. Todos mirábamos fijamente a aquella ceja colosal de un ojo terrible, inmóvil, que nos amenazaba. La calma era de plomo; no sé expresarlo sino así; en plomo nos creíamos envueltos. Una pluma de ave echada al aire permanecía en suspensión. Y nuestras almas estaban como aquella pluma; pendientes y esperando el primer soplo…

En aquellos segundos de ansiedad trágica en que ni respirábamos, fue cuando la viuda, con su niño de la mano, su ropa negra, y más blanca la cara que un papel, se acercó a mí y me dijo de una manera que me llegó al corazón:

-No tenemos a nadie en este mundo… Yo sólo en usted he puesto mi esperanza… Si sucede algo, ¿nos amparará? Esta criaturita sin padre…

Y, sin duda, yo estaba loco del susto que todos teníamos metido en el cuerpo, porque le contesté cogiéndola de las manos:

-A no ser que muriese yo primero, ni usted ni el niño han de pasar daño ninguno. El padre del niño aquí está.

Aún no hube proferido tal dislate…, ¡zas!, prorrumpe el huracán por el Nordeste con una fuerza inaudita; una fuerza tal, que todo el barco tembló y se paró; y no era que se hubiese roto la máquina -que se rompió después-, sino que ni con cien máquinas avanzaría… Saltaron luego unas olas…, ¡vaya unas olas de horror! Nadie creería que de aquella mar de aceite podían levantarse semejantes monstruos… Caíamos al fondo, y nos veíamos de repente en la cumbre de una muralla altísima, y debajo nos esperaba, para recogernos en otra caída, un abismo sin fin… El capitán estaba como loco; dos veces rodó al suelo, y en una de ellas, por desdicha, se rompió la cabeza contra no sé qué… Tomó el mando el segundo. Era mucho menos hombre, de menos agallas marineras, y comprendimos que estábamos perdidos sin remedio. El barco, al tener que ascender, se cansaba como una persona, se dormía cada vez más tiempo y no aguardábamos sino el instante en que, sin fuerzas la embarcación para vencer la espantosa subida, la ola se cerrase sobre nosotros y nos quedásemos allá abajo, en el remolino que produjésemos al ser absorbidos. Entre la confusión y el alocamiento de todos -cada uno pensaba en sí o en los suyos y nadie atendía a nadie- la viuda, sin saber lo que hacía, se me agarró a los hombros y empezó a decirme disparates…, ¡porque estaba como los demás: fuera de juicio!… Yo no iba a seguirla por el camino que emprendía…, y a su oído, murmuré:

-No puedo hacerle más favor que darle la absolución… Soy sacerdote, y vamos a morir en este instante…

Pegó un chillido y se apartó de mí… Y en el mismo momento, al rolar al Sur y al Sudeste, abonanzó de un modo tan repentino que parecía cosa milagrosa… Los oficiales dijeron después que sucede así con los tornados, que si duraran como dan…

En el resto de la travesía no volví a acercarme ni siquiera al pobre del niño. Desembarqué lo más pronto posible; en Lisboa. Y a veces, en esta paz que ahora disfruto, me parece que cuanto me pasó no me pasó, sino que lo habré soñado.

-Por eso nos lo cuenta cada año doce veces -arguyó, escéptico, el señorito-. Contándolo se convence de que no es inventiva… Así nos convenciese a los demás…



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