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La muerte de Odjigh

[Cuento - Texto completo.]

Marcel Schwob

En aquellos tiempos la raza humana parecía a punto de morir, el orbe solar tenía la frialdad de la luna, un invierno eternal agrietaba el suelo, las montañas que nacieran vomitando las llameantes entrañas de la tierra, estaban grises de lava congelada. Ranuras paralelas o en forma de estrellas cruzaban las comarcas; prodigiosas grietas abiertas de pronto se tragaban las cosas en brusco descenso, y podían verse deslizar lentamente hacia ellas hileras de bloques erráticos. El aire oscuro estaba salpicado de agujillas transparentes; una blancura siniestra cubría los campos; la universal irradiación de plata parecía secar el mundo. Ya no había vegetación, sólo pocas manchas de líquen pálido sobre las rocas. La osamenta del globo se había despojado de su carne, hecha de tierra, y las llanuras se extendían como esqueletos. La muerte invernal atacaba la vida inferior; los animales del mar habían perecido presos en los hielos; luego murieron los insectos que hormigueaban sobre las plantas trepadoras, los animales que transportaban sus crías en bolsas del vientre y los seres casi voladores que poblaban las grandes selvas; hasta donde alcanzaba la vista no había árboles ni nada verde, sólo quedaba vivo lo que habitaba cavernas o cuevas.

También se habían extinguido ya dos razas de los hijos de los hombres; los que habitaran en nidos de lianas sobre la copa de grandes árboles y los que se habían guarecido en casas flotantes en el centro de los lagos; selvas y bosques yacían sobre el radiante suelo y la superficie de las aguas era dura y reluciente como piedra bruñida. Los cazadores de fieras que dominaban el fuego, los trogloditas que sabían horadar la tierra llegando hasta su calor y los comedores de peces que guardaran aceite marino en agujeros en el hielo, aún resistían el invierno. Los animales eran cada vez más escasos ya que el hielo los vencía en cuanto asomaban el hocico sobre el suelo, la madera que producía fuego se acababa y el aceite ya estaba sólido como roca. Un matador de lobos llamado Odjigh, quien vivía en una profunda cueva y poseía una enorme y temible hacha de jade verde, se compadeció de los seres animados. Estando a la orilla del gran mar interior cuyo extremo se alarga al oriente de Minnesota, dirigió su mirada hacia la región septentrional, allá donde el frío se acumulaba. En lo más hondo de su gélida gruta tomó el calumet sagrado, labrado en piedra blanca, lo llenó de hierbas aromáticas que elevaron humo en forma de coronas y sopló el divino incienso al aire. Las coronas ascendieron al cielo y la espiral gris derivó hacia el norte. Odjigh emprendió la marcha rumbo al norte. Cubrió su cara con una gruesa piel de ratón y se ciñó a la cintura una bolsa llena de carne seca mezclada con grasa y enfiló hacia las espesas nubes agrupadas en el horizonte balanceando el hacha de jade verde. A su paso la vida se apagaba en torno suyo. Los ríos estaban callados hacía tiempo y el aire sólo llevaba sones apagados. Las masas heladas, azules, blancas y verdes, irradiando de escarcha, semejaban las columnas de una gruta monumental. El corazón de Odjigh extrañó el bullir de los peces nacarados en las redes, el serpentear de las anguilas marinas, la pesada marcha de las tortugas, la oblicua carrera de los gigantescos cangrejos bizcos y los vivos bostezos de las bestias terrestres, bestias dotadas con pico y garras, o vestidas de escamas, o moteadas de formas varias y agradables, bestias amantes de sus crías, que daban ágiles saltos o hacían extraños remolinos o alzaban vuelos peligrosos. Sobre todos los animales sentía la ausencia de los feroces lobos, sus piel gris y sus aullidos familiares, habituado como estaba a cazarlos con la maza y el hacha de piedra, en noches brumosas y bajo la roja luz de la luna. A su izquierda surgió un animal de cubil que vive hundido en el suelo y difícilmente se deja sacar: un tejón flaco de pelo erizado. Al verlo Odjigh se alegró, sin pensar en matarlo, el tejón se acercó manteniendo la distancia. Después, por su derecha salió de súbito un pobre lince de ojos insondables. Miraba a Odjigh de soslayo, temeroso, deslizándose inquieto. El matador de lobos se alegró también y caminó entre el tejón y el lince.

Mientras marchaba -la bolsa de carne golpeándole el costado- oyó detrás un débil aullido de hambre. Al volverse como si oyera una voz conocida, vio un lobo huesudo que lo seguía tristemente. Sintió piedad de todos los lobos a los que había partido el cráneo. El animal iba sacando una humeante lengua y tenía los ojos enrojecidos. El matador siguió su camino junto a sus compañeros animales, llevaba al soterrado tejón a la izquierda, al lince que ve todo a la derecha y al lobo hambriento detrás. Llegaron al centro del mar interior sólo distinto del continente por el amplio vasto color verde del hielo. Allí el matador de lobos se sentó en un témpano y colocó frente sí el calumet de piedra. Con su hacha cortó bloques de hielo parecidos a incensarios y colocó uno ante cada uno de sus compañeros. Apiló hierbas aromáticas en los cuatro calumets, golpeó las piedras que producen fuego y las hierbas se encendieron, con lo que cuatro delgadas columnas de humo buscaron el cielo.

La espiral gris que se alzaba ante el tejón se inclinó al oeste, la que surgía frente al lince se curvó hacia el este y la que se eleveba enfrente del lobo trazó un arco hacia el sur; la espiral gris del calumet de Odjigh alzose rumbo al norte. El matador de lobos se puso en camino. Mirando a su izquierda se entristeció: el tejón se apartaba hacia el oeste; mirando a su derecha echó de menos al lince que ve todo sobre la tierra que huía hacia el este. Pensó que los dos compañeros animales eran prudentes y sagaces, cada uno en el ámbito que tiene asignado. Pese a todo, siguió su camino osadamente, seguido por el hambriento lobo de ojos sangrientos por el que sentía piedad. La masa de frías nubes en el norte parecía llegar al cielo. El invierno se hacía aún más cruel. A Odjigh el hielo le hacía sangrar los pies, y la sangre se le helaba en costras negras. Avanzó sin embargo durante horas, días, semanas, meses quizá, chupando un poco de carne seca y arrojando los restos a su compañero que lo seguía. Odjigh llevaba una esperanza confusa. Sintió piedad por el mundo de los hombres, los animales y las plantas que perecían y se sintió fuerte para luchar contra lo que causaba el frío.

Interrumpió su camino una inmensa barrera de hielo que, como cadena de montañas cuya cima es invisible, cerraba la oscura cúpula del cielo. Enormes témpanos hundidos en la superficie solidificada del océano tenían un verde límpido y se volvían turbios al amontonarse, y a medida que se elevaban mostraban un azul opaco, como el color del cielo en días hermosos de otros tiempos, pues estaban hechos de nieve y agua dulce. Odjigh esculpió peldaños en lo escarpado con el hacha de jade verde. Poco a poco subió hasta una altura prodigiosa, tanto que sintió la cabeza envuelta en nubes y le pareció que la tierra había escapado. El lobo, siempre sentado en el escalón que Odjigh dejaba justo debajo de él, esperaba confiado.

Cuando llegó a lo que parecía la cima, vio que estaba formada de una resplandeciente muralla vertical y que no podía ir más adelante. Miró hacia atrás y vio al animal hambriento. La piedad por el mundo animado le dio fuerzas. Hundió el jade en la muralla azul y cavó en el hielo. En derredor suyo volaron esquirlas de mil colores. Cavó horas y horas. Sus extremidades se pusieron amarillas y arrugadas de frío; la bolsa de carne seca se había vaciado hacía largo tiempo y había tenido que mascar la hierba aromática del calumet para engañar el hambre y, de pronto, infiel a los Poderes Superiores, arrojó el calumet a las profundidades junto con las piedras que producen fuego. Cavaba. Oyó un chirrido seco y gritó al saber que el ruido lo había hecho la hoja de jade, a punto de partirse debido al excesivo frío. Entonces, como no tenía nada para calentarla, se la clavó con fuerza en el muslo derecho. La verde hoja se tiñó de sangre tibia. Odjigh atacó de nuevo la muralla azul. El lobo lamía entre gemidos las gotas rojas que le caían encima. De pronto la pulida muralla estalló y brotó un inmenso hálito de color, como si las estaciones cálidas se hubieran acumulado tras la barrera del cielo. El agujero creció y un fuerte soplo rodeó a Odjigh. Oyó el rumor de todos los brotes primaverales y sintió llamear al verano. Una gran corriente lo alzó y le pareció que con ella volvían al mundo todas las estaciones para salvar a la vida de la muerte en los hielos. La corriente arrastraba blancos rayos de sol, lluvias tibias, brisas acariciadoras y nubes llenas de fecundidad. En el aliento de la cálida vida las negras nubes se amontonaron y engendraron el fuego. Surgió un largo trazo de llamas con estrépito de rayos y la esplendorosa línea dio en el corazón de Odjigh como una espada roja. Cayó de cara a la pulida muralla, dando la espalda al mundo hacia el que volvían las estaciones en impetuosa corriente y el hambriento lobo, subiendo tímidamente, se puso a devorarle la nuca apoyándole las patas en los hombros.



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