La tienda de muñecos
[Cuento - Texto completo.]
Julio GarmendiaNo sé cuándo, dónde ni por quién fue escrito el relato titulado “La tienda de muñecos”. Tampoco sé si es simple fantasía o si será el relato de cosas y sucesos reales, como afirma el autor anónimo; pero, en suma, poco importa que sea incierta o verídica la pequeña historieta que se desarrolla en un tenducho. La casualidad pone estas páginas al alcance de mis manos, y yo me apresuro a apoderarme de ellas. Helas aquí:
No tengosuficiente filosofía para remontarme a las especulaciones elevadas delpensamiento. Esto explica mis asuntos banales, y por qué trato ahora deencerrar en breves líneas la historia -si así puede llamarse- de la viejaTienda de Muñecos de mi abuelo que después pasó a manos de mi padrino, y de lasde éste a las mías. A mis ojos posee esta tienda el encanto de los recuerdos defamilia; y así como otros conservan los retratos de sus antepasados, a mí mebasta, para acordarme de los míos, pasear la mirada por los estantes dondeestán alineados los viejos muñecos, con los cuales nunca jugué. Desde pequeñose me acostumbró a mirarlos con seriedad. Mi abuelo, y después mi padrino,solían decir, refiriéndose a ellos:
-¡Lesdebemos la vida!
No eraposible que yo, que les amé entrañablemente a ambos, considerara con ligereza aaquellos a quienes adeudaba el precioso don de la existencia.
Muerto miabuelo, mi padrino tampoco me permitió jugar con los muñecos, que permanecieronen los estantes de la tienda, clasificados en orden riguroso, sometidos a unaestricta jerarquía, y sin que jamás pudieran codearse un instante losejemplares de diferentes condiciones; ni los plebeyos andarines que teníancuerda suficiente para caminar durante el espacio de un metro y medio ensuperficie plana, con los lujosos y aristocráticos muñecos de chistera ylevita, que apenas si sabían levantar con mucha gracia la punta del pieelegantemente calzado. A unos y otros, mi padrino no les dispensaba más tratoque el imprescindible para mantener la limpieza en los estantes donde estabanahilerados. No se tomaba ninguna familiaridad ni se permitía la menor chanzacon ellos. Había instaurado en la pequeña tienda un régimen que habría deentrar en decadencia cuando yo entrara en posesión del establecimiento, porquemi alma no tendría ya el mismo temple de la suya y se resentiría visiblementede las ideas y tendencias libertarias que prosperaban en el ambiente de losnuevos días.
Por sobretodas las cosas él imponía a los muñecos el principio de autoridad y el respetosupersticioso al orden y las costumbres establecidas desde antaño en la tienda.Juzgaba que era conveniente inspirarles temor y tratarlos con dureza a fin deevitar la confusión, el desorden, la anarquía, portadores de ruina así en loshumildes tenduchos como en los grandes imperios. Hallábase imbuido de aquelloserróneos principios en que se había educado y que procuró inculcarme por todoslos medios; y viendo en mi persona el heredero que le sucedería en el gobiernode la tienda, me enseñaba los austeros procederes de un hombre de mando. Encuanto a Heriberto, el mozo que desde hace un tiempo atrás servía en elnegocio, mi padrino le equiparaba a los peores muñecos de cuerda y le tratabaal igual que a los maromeros de madera y los payasos de serrín, muy en bogaentonces. A su modo de ver, Heriberto no tenía más sesos que los muñecos encuyo constante comercio había concluido por adquirir costumbres frívolas yafeminadas, y a tal punto subían en este particular sus escrúpulos, quedesconfiaba de aquellos muñecos que habían salido de la tienda alguna vez,llevados por Heriberto, sin ser vendidos en definitiva. A estos desdichadosacababa por separarlos de los demás, sospechando tal vez que habían adquiridohábitos perniciosos en las manos de Heriberto.
Asítranscurrieron largos años, hasta que yo vine a ser un hombre maduro y mipadrino un anciano idéntico al abuelo que conocí en mi niñez. Habitábamos aúnla trastienda, donde apenas si con mucha dificultad podíamos movernos entre losmuñecos. Allí había nacido yo, que así, aunque hijo legítimo de honestospadres, podía considerarme fruto de amores de trastienda, como suelen ser loshéroes de cuentos picarescos.
Un día mipadrino se sintió mal.
-Se menublan los ojos -me dijo- y confundo los abogados con las pelotas de goma, queen realidad están muy por encima.
-Meflaquean las piernas -continuó, tomándome afectuosamente la mano- y no puedo yarecorrer sin fatiga la corta distancia que te separa de los bandidos. Por estossíntomas conozco que voy a morir, no me prometo muchas horas de vida y desdeahora heredas la Tienda de Muñecos.
Mi padrinopasó a hacerme extensas recomendaciones acerca del negocio. Hizo luego unapausa durante la cual le vi pasear por la tienda y la trastienda su mirada yapróxima a extinguirse. Abarcaba así, sin duda, el vasto panorama del presente ydel pasado, dentro de los estrechos muros tapizados de figurillas que hacíansus gestos acostumbrados y se mostraban en sus habituales posturas. De pronto,fijándose en los soldados que ocupaban un compartimiento entero en losestantes, reflexionó:
-A estosguerreros les debemos largas horas de paz. Nos han dado buenas utilidades.Vender ejércitos es un negocio pingüe.
Yo insistíacerca de él a fin de que consintiera en llamar médicos que lo vieran. Pero selimitó a mostrarme una gran caja que había en un rincón.
-Encierraprecisamente cantidad de sabios, profesores, doctores y otras eminencias decartón y profundidades de serrín que ahí se han quedado sin venta y permanecenen la oscuridad que les conviene. No cifres, pues, mayores esperanzas en lautilidad de tal renglón. En cambio, son deseables las muñecas de porcelana, quese colocan siempre con provecho; también las de pasta y celuloide suelen sersolicitadas, y hasta las de trapo encuentran salida. Y entre los animales -nolo olvides-, en especial te recomiendo a los asnos y los osos, que en todotiempo fueron sostenes de nuestra casa.
Después deestas palabras mi padrino se sintió peor todavía y me hizo traer a toda prisaun sacerdote y dos religiosas. Alargando el brazo, los tomé en el estantevecino al lecho.
-Hace yatiempo -dijo, palpándolos con suavidad-, hace ya tiempo que conservo aquí estosmuñecos, que difícilmente se venden. Puedes ofrecerlos con el diez por cientode descuento, lo equivaldrá a los diezmos en lo tocante a los curas. En cuantoa las religiosas, hazte el cargo que es una que les das.
En estemomento mi padrino fue interrumpido por el llanto de Heriberto, que se hallabaen un rincón de la trastienda, la cabeza cogida entre las manos, y no podíaescuchar sin pena los últimos acentos del dueño de la Tienda de Muñecos.
-Heriberto-dijo, dirigiéndose a éste-: no tengo más que repetirte lo que tantas vecesantes ya te he dicho: que no atiples la voz ni manosees los muñecos.
Nadacontestó Heriberto, pero sus sollozos resonaron de nuevo, cada vez más altos ymás destemplados.
Sin duda,esta contrariedad apresuró el fin de mi padrino, que expiró poco después depronunciar aquellas palabras. Cerré piadosamente sus ojos y enjugué en silenciouna lágrima. Me mortificaba, sin embargo, que Heriberto diera mayores muestrasde dolor que yo. Sollozaba ahogado en llanto, se mesaba los cabellos, corríadesolado de uno a otro extremo de la trastienda. Al fin me estrechó en susbrazos:
-¡Estamossolos! ¡Estamos solos! -gritó.
Me desasíde él sin violencia, y señalándole con el dedo el sacerdote, el feo doctor, lasblancas enfermeras, muñecos en desorden junto a lecho, le hice señas de que lospusiera otra vez en sus puestos…
FIN