Casa digital del escritor Luis López Nieves


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Las manos blancas no ofenden

[Teatro - Texto completo.]

Pedro Calderón de la Barca

Personas que hablan en ella:
  • CARLOS, príncipe de Bisiniano
  • CÉSAR, príncipe de Orbitelo
  • FEDERICO Ursino, galán
  • FABIO, galán
  • TEODORO, viejo
  • PATACÓN, gracioso
  • LIDORO, criado
  • LISARDA, dama
  • SERAFINA, dama
  • LAURA, dama
  • NISE, criada
  • CLORI, criada
  • FLORA, criada
  • MÚSICOS

PRIMERA JORNADA

Salen LISARDA y NISE con mantos, y PATACÓN, vestido de camino
LISARDA:             ¿Cuándo parte tu señor?
PATACÓN:         Dentro de un hora se irá.
LISARDA:         ¿No sabré yo dónde va?
PATACÓN:         Aunque arriesgara el temor
                     de su enojo, lo dijera,
                 a saberlo, te prometo,
                 o por no guardar secreto
                 o por temer de manera
                     tu condición siempre altiva
                 que estoy temiendo, y no en vano,
                 cuando aquesta blanca mano,
                 por blanca que es, me derriba
                     dos o tres muelas siquiera,
                 como si tuviera yo
                 culpa en que se vaya o no.
LISARDA:         ¿Tras el ausencia primera,
                     de que aun hoy quejosa vivo,
                 segunda ausencia previene?
PATACÓN:         ¿Qué le hemos de hacer, si tiene
                 espíritu ambulativo?
                     El no puede estar parado.
NISE:            Para reloj era bueno.
PATACÓN:         Y aunque más se lo condeno,
                 es a ver tan inclinado
                     que, solamente por ver,
                 de una en otra tierra pasa,
                 siempre fuera de su casa.
NISE:            Malo era para mujer.
PATACÓN:             Pues nada a ti te pregunto,
                 calla, Nise; que es en vano
                 querer de mi canto llano
                 echarle tú el contrapunto.
NISE:                Pues yo ¿qué digo?
LISARDA:                                Dejad
                 los dos tan necia porfía,
                 como veros cada día
                 opuestos; que es necedad
                     insufrible; y dime (¡ay cielo!)
                 ¿dónde Federico está
                 ahora?
PATACÓN:                 Mientras que va
                 disponiendo mi desvelo
                     maletas y postas, él
                 salió; no sé dónde ha ido.
LISARDA:         Pues ya que a verle he venido
                 donde mi pena crüel,
                     si algún alivio me deja,
                 a vista de olvido tanto,
                 sin que yo sepa qué es llanto,
                 llegue él a saber qué es queja.
                     Búscale y dile que aquí
                 estoy.
PATACÓN:                 Yo lo buscaré,
                 bien que dónde está no sé.
                 Mas Fabio, que viene allí,
                     quizá lo dirá.
LISARDA:                            Aunque Fabio
                 no importara que me viera,
                 y vengar en él pudiera
                 con un agravio otro agravio,
                     con todo, en la galería
                 que cae sobre el Po, le espero
                 retirada; que no quiero
                 dar a la desdicha mía
                     otro testigo.
PATACÓN:                            ¡Detente!
LISARDA:         ¿Por qué?
PATACÓN:                    Porque en esta parte
                 esconderte hoy o taparte
                 tiene un grande inconveniente.
LISARDA:             ¿Y qué es?
PATACÓN:                         Que algún entendido
                 que está de puntillas puesto
                 no murmure que entra presto
                 lo tapado y lo escondido;
                     y, antes de ver en qué para,
                 diga, de sí satisfecho,
                 que este paso está ya hecho.
LISARDA:         En que entra Fabio repara,
                     y no quiero que me vea.
NISE:            Tápate, y vente a esconder.--

A PATACÓN
              
                 Y tú puedes responder,
                 pues que yo no sé quién sea,
                     que si tapada y cubierta
                 es fácil haga otro tanto,
                 que yo le daré este manto,
                 y aquí se queda esta puerta.

Escóndense las dos
PATACÓN:             Aunque a estorbaros me aplico,
                 no puede mi condición
                 conseguirlo.

Sale FABIO
FABIO:                        Patacón,
                 ¿adónde está Federico?
PATACÓN:             A buscarle voy; aguarda
                 aquí.  (¡Quiera Dios le halle,   Aparte
                 para que pueda avisalle
                 adónde queda Lisarda!)
FABIO:               (Loco pensamiento mío,       Aparte
                 no te quejarás de mí,
                 porque no fíe de ti
                 el mal que de mí no fío;
                     pues cuando pedir pudiera
                 albricias de que hoy se va
                 quien tantos celos me da
                 con la más hermosa fiera
                     destos montes y estos mares,
                 no permite mi esperanza
                 que tome tan vil venganza,
                 a costa de los pesares
                     de la ausencia de un amigo,
                 a quien ofendió el deseo.
                 Y pues a callar me veo
                 obligado, ni aun conmigo
                     lo he de hablar; séllese el labio,
                 y quien alivio no espera
                 sufra, calle, gima y muera.)

Sale FEDERICO con un papel
FEDERICO:        Pues ¿no me avisarais, Fabio,
                     que estabais aquí?
FABIO:                                  Ya fue
                 a buscaros Patacón.
FEDERICO:        Ociosa es su pretensión,
                 si va a otra parte, porqué
                     en esa cuadra escribiendo
                 a Lisarda este papel
                 estaba, diciendo en él
                 cómo ausentarme pretendo,
                     por decirla algo . . .
LISARDA:                                (¡Ay de mí!)
FEDERICO:        . . . a un negocio que ha importado
                 para el pleito de mi estado.
LISARDA:         (¿Haslo oído, Nise?)
NISE:                                   (Sí.
                     Por decirte algo, te escribe
                 no más.)
LISARDA:                     (¡Ah, tirano!)
FABIO:                                        Pues,
                 ¿esa la causa no es
                 de la ausencia?
FEDERICO:                          No; que hoy vive
                     tan muerta la pretensión
                 como viva otra esperanza,
                 cuya vana confïanza
                 es imán del corazón.
                     Tras ella voy, sin saber
                 si la he de perder o hallar.
                 Tened lástima a un pesar,
                 que el buscarle es su placer.
FABIO:               No me atrevo a preguntaros
                 nada; que no he de inquirir
                 lo que no queráis decir.
                 Sólo he venido a buscaros
                     para saber en qué puedo
                 en esta ausencia serviros,
                 y dónde podré escribiros.
FEDERICO:        De queja tan cuerda quedo
                     advertido; y porque no
                 se agravie nuestra amistad
                 de mi silencio, notad
                 la causa que me obligó
                     a volver; veréis si es mucha.
LISARDA:         (Escucha con atención.)
NISE:            (Bueno es que él la relación
                 haga y digas tú el "escucha.")


FEDERICO:            Ya sabéis que yo de Ursino
                 había nacido heredero,
                 si el cielo no me quitara
                 lo que me había dado el cielo;
                 pues siendo así que Alejandro,
                 de Ursino príncipe y dueño,
                 siendo hermano de mi padre
                 y habiendo sin hijo muerto,
                 me tocaba, por varón,
                 de aquel estado el gobierno,
                 o mi desdicha o mi estrella
                 o mi fortuna ha dispuesto
                 que Teodosio, emperador
                 de Alemania, a quien por feudo
                 toca la elección, por ser
                 colonia del sacro imperio,
                 a mi prima Serafina,
                 que en infantes años tiernos
                 quedó, por muerte del padre,
                 en posesión haya puesto,
                 como inmediata heredera,
                 bien que a salvo mi derecho
                 del último poseedor.
                 Mas ¿para qué ahora os cuento
                 lo que sabéis?  Pues sabéis
                 que nos hallamos a un tiempo,
                 ella princesa de Ursino
                 y yo el más pobre escudero
                 de su casa; cuya instancia
                 ocasión fue de no habernos
                 visto los dos desde entonces;
                 que aquel hidalgo proverbio
                 de "pleitear y comer juntos"
                 sólo para dicho es bueno;
                 porque no sé cómo pueden
                 avenirse dos afectos
                 conformes al trato, estando
                 a la voluntad opuestos.
                 Con este pesar, por no 
                 decir, con este despecho,
                 que a un ánimo generoso
                 nada ha de quitarle el serlo,
                 viví ocioso cortesano
                 de Milán, adonde, expuesto
                 a los desaires de pobre,
                 anduve siempre, os prometo,
                 vergonzoso, siempre triste,
                 melancólico y suspenso;
                 que no hay estado en el mundo
                 (perdonen cuantos nacieron
                 atareados a su afán)
                 peor que el de pobre soberbio;
                 hasta que, pensando un día
                 en qué pudiera ser medio
                 a mis tristezas, que fuera
                 lícito divertimiento,
                 vine a dar (fuese locura
                 o inclinación, que no quiero
                 poner en razón ideas
                 de un ocioso pensamiento,
                 que doméstico enemigo
                 alimentaba yo mesmo)
                 en que el vivir ignorado
                 sería el mejor acuerdo,
                 llevando mis vanidades
                 engañadas por diversos
                 rumbos; que necesidad 
                 a solas tiene consuelo,
                 pero con testigos no.
                 Mas ¡qué recibido yerro,
                 no sentir verla y sentir
                 ver que vean que la tengo!
                 Esta, pues, locura, dije
                 antes y a decirlo vuelvo
                 ahora, a ausentarme, Fabio,
                 me persuadió; a cuyo efecto
                 pedí licencia al cariño
                 que tuve a Lisarda un tiempo,
                 bien que a pesar del rencor
                 de su padre; porque siendo 
                 en estos bandos de Italia
                 yo Gebelino y él Güelfo,
                 declarados enemigos
                 fuimos siempre.  ¿Quién vio, cielos,
                 en la familia de una alma
                 vivir de puertas adentro
                 en un lecho y a una mesa
                 amor y aborrecimiento?
                 Deste, pues, ceño heredado,
                 en el litigado pleito
                 se vengó de mí, no como
                 debió un noble; pues habiendo
                 dejado en Milán su hija
                 al abrigo de unos deudos
                 que en esta ausencia han faltado,
                 por gozar no sé qué sueldos
                 del César, pasó a Alemania,
                 donde, a Serafina afecto
                 más que a mí, favoreció
                 su partido.  Pero esto
                 no es del caso; y así vamos
                 a que, a ausentarme resuelto,
                 pedí licencia al cariño
                 que tuve.  Advertid, os ruego,
                 pues hablo con vos, y no
                 puede Lisarda saberlo,
                 que deciros que le tuve
                 no es deciros que le tengo,
                 sin que por esto tampoco
                 penséis que el mudar de afecto
                 nace de aquella ojeriza.
                 Y así aquí la hoja doblemos;
                 que, para acudir a todo,
                 yo la desdoblaré presto.
                 Salí, Fabio, de Milán
                 solamente con intento 
                 de complacer el capricho
                 de mis locos devaneos;
                 pero apenas vi las cuatro
                 cortes de nuestro emisferio,
                 a quien parece que miran
                 afables cuatro elementos
                 (pues Nápoles, toda halagos,
                 e[s] blanda región del viento;
                 toda montes Roma, es
                 de la tierra fértil centro;
                 toda mar Venecia, de agua
                 población; y toda fuego
                 Sicilia, abrasada esfera)
                 cuando los ojos volviendo
                 a mis sentimientos, vi
                 no enmendar mis sentimientos
                 la vaguedad de mi vida;
                 pues antes iban creciendo
                 con la hermosa variedad
                 de tanto glorioso objeto;
                 y así traté de volverme,
                 que nunca duran más que esto
                 veletas que sólo están
                 contemporizando al viento;
                 si bien otro intento, Fabio,
                 fue causa, pues fue el intento,
                 rematando con las ruinas
                 de mi poca hacienda, expuesto
                 a hacerme yo mi fortuna,
                 irme a la guerra que veo
                 que los alemanes rompen
                 con los esgüízaros.  Pero
                 ¿qué más guerra que un cuidado,
                 más asalto que un deseo,
                 más campaña que un amor,
                 ni más arma que unos celos?
                 Celos dije, y amor dije;
                 pues para que veáis si es cierto,
                 aquí haced punto, que aquí
                 os he menester atento.
                 Volviendo, pues, a Milán,
                 hube de tocar en pueblos
                 del principato de Ursino,
                 y hallélos todos envueltos
                 en públicas alegrías,
                 bailes, músicas y juegos.
                 Pregunté la causa y supe
                 que era haber cumplido el tiempo
                 de su pupilar edad
                 Serafina, y que el consejo,
                 que había hasta allí gobernado
                 en forma de parlamento,
                 a otro día la ponía
                 en posesión del gobierno,
                 con calidad que en un año
                 hubiese de elegir dueño
                 que los rigiese, por no
                 estar a mujer sujetos.
                 A este efecto hacía el estado
                 regocijos y a este efecto
                 cuantos príncipes Italia
                 tiene, a su hermosura atentos
                 más que a su estado (¿qué mucho,
                 si la hermosura es imperio
                 que se compone de tantos
                 vasallos como deseos?),
                 procuraban festejarla,
                 siendo de todos primero
                 acreedor de tanta dicha
                 don Carlos Colona, excelso
                 príncipe de Bisiniano,
                 que en los comunes festejos
                 tiene el primero lugar.
                 Aténgome a su derecho,
                 porque está muy adelante
                 el que por casamentero
                 tiene al vulgo, y muy atrás
                 quien tiene de un vulgo celos.
                 Añadióse a esta noticia
                 que Carlos, fino y atento,
                 un torneo de a caballo
                 mantenía, defendiendo
                 que ninguno merecía
                 ser de Serafina dueño.
                 Quien defiende una verdad
                 muy poco le debe al riesgo.
                 Yo no sé con qué ocasión,
                 pues antes debiera cuerdo
                 hüir, Fabio, sus aplausos
                 para huir mis sentimientos,
                 entré en deseo de ver
                 la novedad del torneo,
                 y fui a la corte de Ursino;
                 mas ¡qué sin vista, qué ciego
                 sigue el dictamen del hado
                 un infeliz, no advirtiendo
                 dónde está el daño ni dónde
                 está el favor!  Porque el cielo,
                 que con letras de oro tiene
                 en campo azul sus decretos
                 ya iluminados, no hace
                 caso del discurso nuestro;
                 y así el mal y el bien se vienen
                 sucedidos ellos mesmos.
                 Dígolo porque, llegando
                 disfrazado y encubierto
                 de noche, hallé la ciudad
                 hecha humano firmamento.
                 Los horrores de las sombras
                 con las máquinas del fuego
                 desdén hicieron del día.
                 Perdone el sol, si me atrevo
                 a decir que, si duraran
                 los materiales reflejos
                 de tanto esplendor, la aurora
                 misma no le echara menos;
                 pues naciendo no podía
                 darla más luz que muriendo.
                 De una en otra calle, pues,
                 con vista vagueando a tiento,
                 al palacio llegué, adonde
                 también informado advierto
                 que hacía un público sarao
                 las vísperas del torneo,
                 que había de ser a otro día.
                 Aquí, entre la gente envuelto
                 más común, llegué al salón,
                 donde vi en un trono excelso
                 a Serafina.  Esta vez
                 el nombre trajo el concepto,
                 no yo; y así permitidme
                 decir, o vulgar o necio,
                 que era cielo y Serafina
                 el serafín de su cielo.
                 Ya os dije que no la había
                 visto desde sus primeros
                 años; y así la objeción
                 no será de fundamento,
                 si dijere que fue ésta
                 la primera vez que atento
                 vi tan cara a cara al sol,
                 que desalumbrado y ciego
                 quedé a sus rayos.  No sé,
                 (si a las mejoras atiendo
                 que hallé en su hermoso semblante)
                 que dos manos tiene el tiempo,
                 que una va perficionando
                 cuando otra va destruyendo;
                 mas bien sé (si en las acciones
                 de un diestro pintor lo advierto,
                 pues cuando labra estudioso
                 alguna imagen, al lienzo
                 arrima el tiento y descansa
                 luego la mano en el tiento),
                 cuando no le sale a gusto
                 el rasgo que deja hecho,
                 lo que la derecha pinta
                 borra la izquierda.  Esto mesmo
                 al tiempo sucede, pues,
                 cuando en breves años tiernos
                 va ilustrando perfecciones,
                 va la hermosura en aumento;
                 pero, cuando no le sale
                 tan a su gusto el objeto,
                 le quita con una mano
                 el matiz que otra le ha puesto;
                 siendo la edad de una dama
                 tabla en que dibuja diestro
                 hasta cierto punto, en que,
                 de la imagen mal contento,
                 él mismo vuelve a ir borrando
                 lo que él mismo fue puliendo.
                 En toda mi vida, Fabio,
                 vi prodigio, vi portento,
                 vi asombro, vi admiración
                 de igual hermosura. Pero
                 ¿qué mucho, si en cuatro lustros
                 no ha tenido tiempo el tiempo
                 para que desagradado
                 cualquier rasgo no sea acierto?

                 No me quiero detener
                 en pintar los lucimientos,
                 bordados, joyas y galas
                 de damas y caballeros;
                 porque me está dando priesa
                 el más extraño suceso
                 que oísteis jamás.  Y así baste
                 decir que, como entre sueños
                 pasó el festín y la noche
                 quedó en su común silencio,
                 yo, que saqué dél conmigo,
                 sin saberlo yo, en mi pecho...
                 un cuidado iba a decir,
                 y no es cuidado; un deseo,
                 y no es deseo tampoco;
                 un afecto, y no es afecto;
                 un agrado, y no es agrado;
                 un tormento, y no es tormento;
                 un no sé qué... ahora lo dije;
                 pues no sé lo que es, supuesto
                 que miento, si digo gusto,
                 y si digo pesar, miento;
                 tan nuevo huésped del alma
                 que, aposentándole dentro
                 della, aun ella no sabía
                 si era tristeza o contento.
                 Con este enigma, que aun hoy
                 ni le descifro ni entiendo,
                 a las puertas del palacio
                 me quedé absorto y suspenso,
                 sin saber adónde irme
                 (mas ¿qué mucho, si violento
                 estuviera en otra parte,
                 pues ya era aquélla mi centro?),
                 cuando a no pequeño espacio
                 escucho decir al eco
                 en desacordadas voces
                 de mal formados acentos:
                 "¡Fuego!"  No hube menester
                 segundo informe, supuesto
                 que, para saber adónde,
                 fue oírle y verle tan a un tiempo
                 que llegó a mí tan veloz
                 la llama como el estruendo.
                 El cuarto de Serafina
                 era el que en breve momento
                 de alcázar pasó a volcán,
                 de palacio a Mongibelo.
                 Toda su fábrica hermosa,
                 ruina del voraz incendio,
                 pirámide era de humo,
                 tan alta que los reflejos
                 de sus erradas centellas,
                 con presunción de luceros,
                 a pesar del viento, ardían
                 de esotra parte del viento.
                 Mal hubiese el aparato,
                 mal hubiese el lucimiento
                 de tanta encendida antorcha
                 como le adornó primero;
                 pues, descuidada pavesa
                 del abrasado festejo
                 el asunto dio al acaso
                 y a mí el asunto y el riesgo.
                 Pues, como más desvelado
                 o más cercano, creyendo
                 que en otro incendio llevaba
                 perdido a cualquiera el miedo,
                 me arrojé a entrar y, pasando
                 del hidrópico elemento
                 las ya destroncadas ruinas,
                 con que voraz y sediento
                 hacía iguales desperdicios
                 de lo precioso y lo bello,
                 sin que aquí al oro, allí al jaspe
                 tuviese su [s]ed respeto,
                 sin que respeto tuviese
                 su hambre aquí al pulido aseo           
                 ni allí al precioso menaje,
                 abrasando y consumiendo
                 desde el dorado artesón
                 al chapeado pavimiento,
                 aquí estudios del telar
                 y allí del pincel desvelos,
                 "¡Cielos, piedad!" una voz
                 en desmayado lamento
                 dijo, cuyo boreal norte
                 me dio en una cuadra puerto,
                 donde Serafina hermosa,
                 casi en el último aliento
                 de su vida, sin sentido,
                 duraba con sentimiento.
                 Ni bien desnuda, ni bien
                 vestida estaba; que a medio
                 traje debió de cogerla
                 el sobresalto y, queriendo
                 escapar, fue de la fuga
                 rémora el desmayo.  ¡Ah, cielos,
                 y quién supiera pintarla!
                 Pero aun contado no quiero,
                 cuando ella se está abrasando,
                 estarme yo discurriendo.
                 Con ella cargué en los brazos
                 y, Eneas de amor, rompiendo
                 canceles de fuego y humo,
                 salí al primer patio, a tiempo
                 que ya la lloraban muerta
                 los que, así como la vieron,
                 quitándola de mis brazos,
                 cuidaron de su remedio,
                 albergándola en la casa
                 de un anciano caballero,
                 sin que de mí ni mi acción
                 hiciese ninguno dellos
                 caso.  Mas ¿qué acción de pobre
                 se ha agradecido más que esto?
                 ¿Quién creerá que a quien me quita
                 estado, lustre y aumento
                 diese la vida?  Mas ¿quién
                 no lo creerá, si, acudiendo
                 ahora a desdoblar la hoja
                 que dejé, a confesar llego
                 que es la causa su hermosura
                 y no el aborrecimiento 
                 del padre, para que echase 
                 a Lisarda de mi pecho?
                 Diga del primer amor
                 lo que quisiere el más cuerdo;
                 que, en llegando a ver segundo,
                 siempre al segundo me atengo.
                 Quien me acuse de mudable
                 meta la mano en su pecho,
                 y verá cuántos cariños
                 de ayer son hoy cumplimientos.
                 En demanda, pues, de tanta
                 dicha como me prometo
                 o de la locura mía
                 o de su agradecimiento,
                 ya que dilató este acaso
                 saraos, justas y torneos,
                 prevenido, como pude,
                 de créditos y dineros,
                 galas, armas y caballos,
                 declarado amante vuelvo
                 a festejarla y servirla,
                 no sin esperanza, puesto
                 que, para que me conozca
                 dueño de su vida, llevo
                 una seña en esta joya
                 que, al quitármela del pecho,
                 la quité del pecho yo
                 para testigo y acuerdo
                 de mi acción.  Fundado en ella
                 y en mi sangre, que en efecto
                 si arde sin fuego, quizá 
                 arderá mejor con fuego,
                 he de obligarla.

Salen LISARDA, y quítale la joya, y NISE
LISARDA:                           No harás,
                 ingrato.
FEDERICO:                 ¿Qué es lo que veo?
LISARDA:         Que si no hay otro testigo
                 de la deuda en que la has puesto,
                 sino esta joya, esta joya
                 no lo será ya.

Hace que la arroja
FEDERICO:                       ¿Qué has hecho,
                 tirana?
LISARDA:                  Arrojar al Po
                 ese traidor instrumento
                 de mi agravio; que, si a ti
                 favoreció un elemento,
                 a mí otro: llévese el agua
                 lo que a ti te trajo el fuego.
FEDERICO:        ¡Oh, mal haya la atención
                 de obligaciones que han puesto
                 lazos al noble en las manos
                 para no vengar despechos
                 de mujer!  Que ¡vive Dios!
                 que, a no mirar que me ofendo
                 más a mí que a ti, no sé
                 lo que hiciera, al ver que pierdo
                 la mejor prenda del alma!
                 Mas yo amaré tan atento,
                 yo idolatraré tan fino,
                 yo serviré tan sujeto
                 que no me haga falta.  Y pues
                 oíste lo que pretendo
                 en este papel dorarte,
                 más que de fino, de cuerdo,
                 toma el papel a pedazos;

Rómpele
                 que más disculpa no quiero
                 ya contigo; y pues el agua
                 hoy te ha vengado del fuego,
                 busca también quien te vengue
                 de los átomos del viento. --
                 ¡Patacón!

Sale PATACÓN
PATACÓN:                  Bien podría hallarte
                 yo allá, estando tú acá dentro.
FEDERICO:        ¿Está ya dispuesto todo?
PATACÓN:         Todo está, señor, dispuesto.
FEDERICO:        Pues llega la posta, y vamos. --
                 Adiós, Fabio. -- Y tú, áspid fiero,
                 quédate; que, a no más ver
                 de tu hermosura me ausento.

Vase FEDERICO
PATACÓN:         Nise, adiós.  Y en esta ausencia
                 una cosa te encomiendo,
                 aforrada della.
NISE:                            ¿Qué es?
PATACÓN:         Casta, no casta.
NISE:                            Ya entiendo.

Vase PATACÓN
FABIO:           Bien pudiera yo vengarme,
                 Lisarda, de tus desprecios
                 con tus desprecios; mas es
                 noble mi amor y no quiero
                 que tus sentimientos sean
                 despique a mis sentimientos;
                 y así llóralos sin mí;
                 porque al verte llorar, temo
                 que a alguna ruindad me obliguen
                 o mis celos o tus celos.

Vase FABIO
LISARDA:         ¿Quién en el mundo se vio
                 en igual desaire?  Pero
                 ¿cómo cobarde me aflijo
                 y no animosa me vengo?
NISE:            ¿Qué venganza has de tener
                 de hombre tan ruin y grosero
                 como ha andado?  ¿Éste era el fino?
                 ¿Éste el rendido, el atento?
                 ¡Ah, fuego de Dios en todos!
LISARDA:         No sé; mas sí sé, pues tengo
                 esta joya en que fundar
                 mis engaños.
NISE:                        ¿Cómo es eso?
                 Pues ¿no la arrojaste al río?
LISARDA:         No; porque el fin previniendo
                 de que me podía servir,
                 otra que tenía en el pecho
                 arrojé, con que sus señas
                 pudo desmentir el viento.
                 Y pues lo que en un instante
                 previne sucede, ¡ea, ingenio!
                 a nueva fábula sea
                 mi vida asunto; que, puesto
                 que de celosas locuras
                 están tantos libros llenos,
                 no hará escándalo una más.
NISE:            ¿Qué intentas?
LISARDA:                        ¿Desde el primero
                 oriente mío no fui
                 víbora, pues que naciendo
                 la vida costé a mi madre?
                 ¿Mi padre entre los estruendos
                 de Marte no me crïó,
                 por no dejarme a los riesgos
                 de los bandos gebelinos,
                 siendo él campeón de los güelfos?
                 ¿Segunda naturaleza
                 la costumbre no me ha hecho
                 tan varonil que la espada
                 rijo y el bridón manejo?
                 ¿Hoy, apagados los bandos,
                 por ir al César sirviendo,
                 en Milán no me dejó
                 encargada a Filiberto,
                 su hermano?  ¿Él en esta ausencia
                 también (¡ay de mí!) no ha muerto,
                 con que estoy libre?  ¿Mi primo,
                 el príncipe de Orbitelo,
                 a quien su madre ha criado,
                 sin que le haya visto el pueblo,
                 entre sus damas, no es
                 un hermoso joven bello,
                 en cuyo labio la edad
                 aun no dio el perfil primero
                 de la juventud?  ¿No van 
                 a Ursino amantes diversos
                 de Serafina?
NISE:                          Sí.
LISARDA:                           Pues
                 haz de todo esto un compuesto,
                 y sígueme, sin que pongas 
                 objeción a mis intentos;
                 que, si no hubiera extrañeza
                 en los humanos afectos,
                 la admiración se quedara
                 inútil al mundo; puesto
                 que no hubiera que admirar
                 maravillas y portentos
                 de un hombre con desengaños
                 y de una mujer con celos.

Vanse
Salen dos damas con instrumentos, y TEODORO, viejo
TEODORO:             ¿Traéis instrumentos?
DAMA 1:                                    Sí.
TEODORO:         Pues para aliviar su triste
                 pena, en tanto que se viste,
                 podéis cantar desde aquí,
                     ya que experiencia tenemos
                 que nada pasión tan fuerte,
                 sino el canto, le divierte.
DAMA 1:          ¿Qué tono, Flora, diremos?
DAMA 2:              El de Aquiles, cuando está
                 sirviendo a Deidamia; pues
                 su letra otras veces es
                 la que más gusto le da.
TEODORO:             Cantad, y sea el que fuere,
                 pues a música inclinado,
                 el cielo en ella le ha dado
                 tanta gracia que prefiere
                     a las aves; y podría
                 ser que, como os escuchase,
                 cantando él también, templase
                 tan grave melancolía.

Cantan
DAMAS:               "De Deidamia enamorado,
                 hermosísimo imposible,
                 en infantes años tiernos
                 estaba el valiente Aquiles."

Sale CÉSAR vistiéndose
CÉSAR:           ¿De Deidamia enamorado,
                 hermosísimo imposible,
                 en infantes años tiernos
                 estaba el valiente Aquiles?

Canta
         
                    "¡Ay de mí, triste,
                 que mi vida estas voces me repiten!"


DAMAS:           "Tan rendido a sus pasiones,
                 felices ya, ya infelices,
                 que a gusto del pesar muere,
                 y a pesar del gusto vive."


CÉSAR:           ¿Tan rendido a sus pasiones,
                 felices ya, ya infelices,
                 que a gusto del pesar muere,
                 y a pesar del gusto vive?

Canta
                     "¡Ay de mí, triste,
                 que mi vida estas voces me repiten!"


DAMAS:           "Tetis, su madre, temiendo
                 que entre dos muertes peligre,
                 la guerra que la amenaza
                 y la pasión que le aflige,
                 porque una no sepa dél
                 y otra su dolor alivie,
                 para que sirva a Deidamia
                 traje de mujer le viste."


CÉSAR:               ¿Para que sirva a Deidamia
                 traje de mujer le viste?

Canta
                     "¡Ay de mí, triste,
                 que mi vida estas voces me repiten!"


                     Callad, callad; que parece
                 que el tono y letra que oí,
                 no por Aquiles, por mí
                 se hizo; pues en él me ofrece
                     no sé qué sombras la idea
                 que presumo que soy yo
                 quien en mujer transformó
                 su madre; pues que desea
                     que, entre mujeres crïado,
                 de Marte el furor ignore,
                 y melancólico llore
                 las amenazas del hado,
                     sin que a mi dolor penoso
                 alivie el daño; pues dél
                 sólo me da lo crüel
                 y me niega lo piadoso.
                     Pues ya que como mujer,
                 contra mi ambición altiva,
                 quiere que encerrado viva,
                 pudiera también hacer
                     que como mujer sirviera
                 a otra más bella, más rara
                 Deidamia, de quien gozara
                 sólo la vista siquiera.
                     Y puesto que mis tormentos
                 tanto me ahogan, callad,
                 y para siempre arrojad
                 o romped los instrumentos;
                     que no quiero, cuando yo
                 lloro un oculto pesar,
                 oír cantar, por no cantar.
TEODORO:         ¿Esto no te agrada?
CÉSAR:                               No.
TEODORO:             Pues ¿de cuándo acá, si el cielo
                 de tal gracia te ha dotado
                 que a tus voces se han parado
                 los pájaros en su vuelo,
                     la aborreces, siendo así
                 que sólo el canto solía
                 templar la melancolía?
CÉSAR:           Desde que reconocí
                     que él la templaba, no quiero,
                 Teodoro, usar dél; que es tal
                 mi mal que sólo en mi mal
                 me alivia el ver que dél muero.
                     Y así dejadme morir,
                 sentir, padecer, penar.
                 ¿Qué tono como llorar?
                 ¿Qué letra como gemir?
TEODORO:             ¿Es posible que de mí
                 no te fiarás, pues he sido
                 yo el que solo te ha servido,
                 criado y enseñado?
CÉSAR:                              Sí.
                     De ti me quiero fïar. --

A las damas
                 Salíos las dos allá fuera.

Vanse las damas
         


CÉSAR:           Oye la piedad primera
                 que me debe mi pesar:

                   Heredero de mi padre
               quedé, Teodoro, en infancia
               tan tierna que no sentía,
               hasta otro tiempo, su falta.
               Mi madre, guardando noble
               la viudedad de romana
               antigua, como matrona
               de su lustre y de su fama,
               dejó a Milán y a Orbitelo
               y, reduciendo su casa
               a moderada familia,
               la trajo entre estas montañas
               donde Miraflor del Po
               es tan abreviado alcázar
               que apenas sus poblaciones
               de cuatro villanos pasan.
               Cubrió de funestos lutos
               su vivienda, con tan rara
               austeridad que aun al campo
               apenas dejó ventana.
               En esta soledad y este
               retiro fue mi crïanza
               del delito del nacer
               una prisión voluntaria.
               En ella (que, aunque lo sepas,
               no importa el decirlo nada,
               puesto que un triste, aunque diga
               lo que se sabe, descansa)
               con tan grande, con tan ciega
               terneza me mira y ama
               que el aire, que apenas pase
               junto a mí, la sobresalta.
               Si alguna tarde la pido
               licencia para ir a caza,
               aun los conejos presume
               que son fieras que me matan;
               y lo más que me concede
               es, cuando más se adelanta,
               chucherías de las aves,
               varetas, ligas y jaulas.
               Si a las orillas del río
               salgo a pescar con la caña,
               desvanecido en sus ondas
               temiendo queda que caiga.
               Verme arcabuz en las manos
               es llorar que se dispara
               o se revienta.  Si ve
               que algún caballo me agrada,
               por manso que sea, presume
               que se desboca y me arrastra.
               Espada no me permite
               traer, siendo así que la espada
               a los hombres como yo
               se ha de ceñir con la faja.
               La familia que me asiste
               sólo es de dueñas y damas
               y sólo lo que de mí
               la gusta es tocar un arpa,
               a cuyo compás tal vez,
               porque buscando esta gracia
               a otra, quizá dio conmigo,
               llora mi voz lo que canta.
               A ti solo, por no hallar
               mujer en el mundo sabia,
               que si la hubiera en el mundo,
               sin duda es que la buscara,
               me dio por maestro, de quien
               he aprendido lo que llaman
               buenas letras; de manera
               que hijo de viuda es tanta
               la atención con que me cría,
               el temor con que me guarda,
               que presumo que la misma
               naturaleza se agravia,
               quejosa de que el cabello
               crecido y trenzado traiga,
               y por eso no ha querido
               brotar, Teodoro, en mi cara
               aquella primera seña
               que a la juventud esmalta.
               Dejemos en este estado
               la desdicha de que haya
               crecido un hombre a no más
               que a crecer, sin que le haga
               pasaje la edad a que
               a ver sus iguales salga;
               y vamos a otro suceso,
               cuya novedad extraña,
               criándola como me crían,
               nunca ha salido del alma.
               Serafina, que hoy de Ursino
               es princesa propietaria,
               vencido el pleito, de que
               tú fuiste parte contraria,
               pues de Federico amigo,
               ayudaste sus instancias,
               cuya ojeriza te tiene
               sin tu familia y tu casa,
               y confiscada tu hacienda,
               desterrado de tu patria,
               a besar la mano al César,
               que en esta ocasión se hallaba
               en Milán, porque viniendo,
               llamado de la arrogancia
               del esgüízaro rebelde,
               dar quiso una vuelta a Italia,
               pasó a vista de Belflor,
               adonde mi madre trata,
               por deudo o por amistad,
               aquella noche hospedarla.
               Vila, Teodoro, y vi en ella
               la beldad más soberana
               que pudo en su fantasía,
               lámina haciendo del aura,
               del pensamiento colores,
               jamás dibujar la varia
               imaginación de quien
               piensa en lo que a ver no alcanza;
               si ya no es que, como era
               mi pecho una lisa tabla
               en quien amor no había escrito
               ningún mote de sus ansias,
               sin ser menester borrar
               líneas de primera estampa,
               pudo escribir fácilmente,
               y escribió:  "Muera quien ama."
               Apenas besé su mano
               cuando mi madre me manda
               retirar, por dar lugar
               a que descanse en la cama.
               Tan breve fue la visita
               que pienso que, si tornara
               a verme, no era posible
               que me conociese.  ¡Oh cuánta
               debe, Teodoro, de ser
               la no medida distancia
               que hay desde el ver al mirar!
               Dígalo el que viendo pasa
               o el que mirando se queda;
               pues siendo una cosa entrambas,
               uno esculpe en bronce duro
               y otro imprime en cera blanda.
               Tan triste salí y tan ciego
               de haberla visto y dejarla
               que, curiosamente osado,
               dando la vuelta a una cuadra
               que a su hospedaje salía,
               a la breve luz escasa
               de la llave de la puerta
               falseó mi vista las guardas.
               De sus prendidos adornos
               fue despojando bizarra
               el cabello y, viendo yo
               que a cada flor que quitaba
               iba quedando más bella,
               dije:  "Sin duda es avara
               la hermosura allá en el mundo,
               pues sobre perfección tanta,
               pidiendo ayuda al aliño,
               pide lo que no le falta."
               Apenas él se vio libre
               de trenzas y de lazadas,
               cuando empezó a desmandarse
               por el cuello y por la espalda.
               Perdone esta vez Ofir,
               peinado monte de Arabia,
               porque esta vez no han de hilarse
               sus hebras en sus entrañas.
               De negro azabache era
               ondeado golfo, y con tanta
               oposición por la nieve
               o se encoge o se dilata
               que, cuando la blanca mano
               en crencha al lado le aparta,
               jugando siempre el dibujo
               de la frente a la garganta,
               de ébano y marfil hacía
               taracea negra y blanca.
               A fácil prisión reduce
               una cinta la arrogancia
               de aquel desmandado vulgo,
               tras cuya acción se levanta
               con tal gala que no era
               para quedarse sin gala.
               Lo que dijera no sé
               de una pollera que a gayas,
               siendo primeravera de oro,
               brotaba flores de plata.
               No sé (¡ay Dios!) lo que dijera
               de un guardapié que guardaba
               no sé qué cendal azul,
               no sé qué rasgo de nácar,
               de cuyos jazmines era
               botón un átomo de ámbar,
               si no fueras tú (¡ay de mí!)
               Teodoro, el que me escucharas.
               Que canas y dignidad
               de maestro me acobardan,
               y no suenan bien verdores,
               donde hay dignidad y canas.
               Y así diré solamente
               que, apenas se vio acostada,
               cuando sirviendo la cena
               de mi madre las crïadas,
               dejándome con la noche,
               ella se fue con el alba.
               Cómo quedé no te digo;
               tú que lo imagines basta;
               pues eres testigo fiel
               de mis repetidas ansias.
               Muriérame de tristeza
               si en un acaso no hallara,
               para engañar al dolor,
               tan pequeña circunstancia
               como fue que, hablando della
               mi madre, dijo una dama:
               "No era mala la princesa
               para hija."  A que recatada
               respondió con falsa risa:
               "¡Quién con la piedra encontrara
               filosofal del amor!
               ¡Que a fe que no fuera falsa!"
               ¡Qué bien contento es un triste!
               Pues, cuando de darle tratan
               algún alivio a su pena,
               cualquiera cosa le basta.
               Dígolo porque sobró,
               dicha sola una palabra,
               para que yo no muriese,
               a cuenta desta esperanza.
               Pero aun este breve alivio
               ya de entre manos me falta,
               pues ya sé (la culpa tuvo
               leer tú en público la carta)
               que a Serafina pretenden
               cuantos príncipes Italia
               tiene, a cuyo efecto es toda
               su corte saraos y danzas,
               máscaras, justas, torneos,
               en que todos se señalan,
               porque, celoso de todos,
               muera en mi desconfianza.
               Mil veces me hubiera huido
               desta prisión que me guarda,
               si presumiera de mí
               que yo pudiera agradarla.
               Mas ¿dónde he de ir si, criado
               entre meninas y damas,
               sé de tocados y flores
               más que de caballos y armas?
               ¡Mal haya, no el amor digo
               de mi madre, mas mal haya,
               dejando en salvo su amor,
               de su amor la circunstancia!
               Pues ella, para que tema
               verme en público, me ata
               las manos.  Ésta es mi pena,
               éste mi dolor, mi ansia,
               mi tristeza, mi desdicha,
               mi mal, mi muerte y mi rabia.
TEODORO:       De todo cuanto me has dicho
               no he de responderte a nada,
               sino a aquel punto no más
               que tocaste, en que yo, a causa
               de amigo de Federico,
               ausente estoy de mi patria.
CÉSAR:         Pues ¿qué me importa a
mí
               eso?
TEODORO:            El todo de tu esperanza.
CÉSAR:         ¿Cómo?
TEODORO:                  Como interesado
               soy en que tú a Ursino vayas;
               pues si por dicha lograses
               tú el fin de dicha tan alta,
               templará tu casamiento
               de Serafina la saña,
               y yo volveré a vivir
               con mi familia y mi casa.
CÉSAR:         Supongo que tú me ayudes
               a que desta prisión salga;
               ¿qué he de hacer yo en el concurso
               de tantos como la aman,
               si apenas los nombres sé
               de lo que es tela o es valla?
               Y si la verdad confieso,
               sólo el pensarlo me espanta;
               que no en vano a la costumbre
               todos en el mundo llaman
               segunda naturaleza.
TEODORO:       Mira, amor vuela con alas
               ocultamente; y así
               nadie ve por dónde anda.
               Esto es decirnos que siempre,
               con sus elecciones varias,
               tal vez le agrada lo fiero,
               tal vez lo hermoso le agrada,
               tal le complace lo altivo,
               y tal lo altivo le cansa.
               Siendo así, no desconfíes,
               que tu hermosura y tu gracia
               y más, si es que alguna vez
               donde ella lo escuche cantas,
               podrá ser que la enamores
               más por las delicias blandas
               que esotros por los estruendos.
               Angélica lo declara;
               hermoso quiso a Medoro
               más que a Orlando altivo.  Trata
               de enamorarla tú el gusto,
               podrá ser que, si es que alcanza
               más lo bello en los festines
               que lo fiero en las campañas,
               lo que una Angélica hizo
               una Serafina haga.
               Vente conmigo, que yo
               te pondré en Ursino casa.
               Tu madre, viéndote allá,
               es preciso que te valga
               de todos los lucimientos.
               Y pues que la edad te salva
               de torneos y de justas,
               apela para las galas,
               el ingenio y la belleza;
               y cuando no logres nada
               ¿en qué peor estado entonces
               te hallarás que el que hoy te hallas?
CÉSAR:         Dices bien, y las acciones
               que tocan en temerarias
               no se han de pensar; y así
               ¿cuándo quieres que me vaya?
TEODORO:       Esta noche; y pues yo tengo
               llave que a tu cuarto pasa,
               abierto estará; teniendo
               puesta en la sirga una barca
               que el Po abajo nos conduzca
               a la quinta en que hoy se halla
               Serafina, en tanto que
               la ruina del cuarto labran.
CÉSAR:         Sola una dificultad
               resta ahora, para que salga.
TEODORO:       ¿Qué es?
CÉSAR:                 Que es preciso que pase
               por delante de la cama
               de mi madre; y si me ve
               salir, es fuerza la haga
               novedad.
TEODORO:               ¿No habrá un disfraz
               con que, a aquella luz escasa
               que la queda, no conozca
               que tú seas el que pasa?
CÉSAR:         Sí; y el disfraz ha de ser...
TEODORO:       ¿Qué?
CÉSAR:                Que a la dama de guarda
               que duerme allí, quitaré...

Dentro
VOZ:           ¡César!
CÉSAR:                   Mi madre me llama.
TEODORO:       Responde, porque no entienda
               de nuestro secreto nada.
CÉSAR:         Pues adiós.
TEODORO:                     ¿En qué quedamos?
CÉSAR:         En que saldré, aunque me haga
               injuria el disfraz que pienso.
TEODORO:       Antes viene bien la traza,
               para que no te conozcan,
               aunque en tus alcances vayan.
CÉSAR:         Pues espérame; y adiós.
TEODORO:       En vela mi amor te aguarda.
CÉSAR:         ¡Oh quiera el cielo que logre
               mi amor por ti esta esperanza!
TEODORO:       ¡Oh quiera el cielo que vuelva
               por ti yo a gozar mi patria!

Vanse. Salen SERAFINA, LAURA y CLORI
LAURA:              Ya que tus melancolías
               te traen al campo, señora,
               no llores con el aurora,
               pues hay alba con quien rías.
SERAFINA:      Mal de las tristezas mías
               el pesar podrá aliviar
               risa o llanto.
CLORI:                        Eso es mostrar
               que no hay ni puede haber
               a quien dé vida el placer,
               si a ti te mata el pesar.
SERAFINA:           ¿Por qué?
CLORI:                       Porque, si tu estrella,
               señora, a verte ha llegado
               tan ilustre por tu estado,
               por tu perfección tan bella,
               y tú formas queja della,
               ¿quién con la suya estará
               contenta?
SERAFINA:                   Más que me da
               mi estrella, Clori, me quita
               quien hacerme solicita
               certamen de amor; y ya
                    que apuras mi sentimiento,
               ¿qué importa que celebrada
               viva en mi estado, adorada
               de uno y otro pensamiento,
               si al interés sólo atento
               vino a servirme el más fino,
               siendo el estado de Ursino
               la dama que adora fiel,
               pues cuando estaba sin él
               ninguno a mis ojos vino?
                    ¿Por qué ha de pensar, me di,
               el que hoy miras más postrado
               que valgo yo por mi estado
               lo que no valgo por mí?
               ¿Quieres ver si esto es así?
               El día que se abrasó
               mi palacio, ¿cuál llegó
               desos amantes a darme
               vida?  ¿Cuál, para librarme,
               a las llamas se arrojó?
                    ¡Bueno es que, estando servida
               de tantos príncipes, fuese
               un hombre vil quien me diese
               a vista de todos vida!
               Y ser vil, es conocida
               cosa, pues se contentó
               con la joya que llevó,
               como si yo no le hubiera
               de pagar de otra manera
               el socorro.
LAURA:                      En eso no
                    puedes tu queja fundar;
               que a tus umbrales primero
               estaría.
SERAFINA:                 Ahora quiero
               a nueva queja pasar.
               ¿Por qué otro había de estar
               a mis umbrales?  Mal sales
               con la razón que los vales;
               que eso antes es ofendellos;
               porque yo pensaba que ellos
               dormían a mis umbrales.
                    Con que de todos quejosa
               y de ninguno agradada,
               me huelgo ver dilatada
               aquella lid amorosa,
               por si en tanto que reposa
               en quietud el ardimiento,
               tregua hace mi sentimiento
               al ver que en su competencia
               ha de hacer la conveniencia,
               y no el gusto, el casamiento.

Sale CARLOS
CARLOS:              Sabiendo que esta mañana
                 salías al campo, porqué
                 lo dijo alegre la rosa,
                 lo dijo ufano el clavel,
                 esperando cada uno
                 la dicha de florecer
                 más que al halago del sol,
                 al contacto de tu pie,
                 previne, por si querías
                 del río la pesca ver,
                 tres góndolas que veloces
                 parecen, sulcando en él,
                 tal vez dejando la orilla,
                 y cobrándola tal vez,
                 que un Aquilón africano
                 las engendró a todas tres.
                 Para música las dos
                 son, la otra para ti, en quien
                 brillar, a pesar del agua,
                 una ascua de oro se ve;
                 bien que la tienda desdice
                 el concepto; porque, aunqué
                 son de oro los masteleros,
                 de tela la tienda es,
                 con cuyo verde color
                 se corresponden después
                 gallardetes y casacas,
                 todo haciendo, al parecer,
                 un verde islote, si ya
                 no un escollo, como el que
                 hurta un poco sitio al mar,
                 y mucho agradable en él.
                 Pero aunque mi prevención
                 atenta a tu gusto esté,
                 con la música en el aire
                 y el agua con la red,
                 te suplico que no admitas
                 hoy el festejo, porqué
                 colérico el Po ha salido
                 de sus límites.  No sé
                 si ha sido envidia del mar
                 que, llegando a conocer
                 que por huésped te esperaba,
                 se ha incorporado con él,
                 con cuya avenida es tal
                 de su furor el desdén
                 que, abrigándose a la orilla,
                 al más lejano bajel,
                 si no le da el temor alas,
                 de pluma calza los pies.
SERAFINA:        La prevención agradezco,
                 Carlos, y el aviso; y pues
                 se ve el Po tan esplayado,
                 que lo que era campo ayer
                 hoy es golfo, y en su margen
                 sólo descollarse ven
                 cuatro o seis desnudos hombros
                 de dos escollos o tres,
                 y que vuestra prevención
                 no deja lograrse, haced
                 que la góndola en la arena
                 varada aguarde, hasta que
                 de la cólera del Po
                 templada la saña esté.
CARLOS:          Así templara su saña...
SERAFINA:        Basta; no me digas quién.
CARLOS:          ¿Qué importa que yo lo calle,
                 si la que lo ha de saber
                 lo sabe ya?
SERAFINA:                    Y aun por eso
                 es justo el callarlo; pues,
                 para no saber, oír
                 retórica ociosa es. --

A CLORI y NISE
                 Venid conmigo las dos
                 por esta orilla.
CARLOS:                            Ya, pues
                 que me obliguéis a callar,
                 no me obliguéis a no ver;
                 y permitidme que siga
                 el divino rosicler,
                 mudo girasol de amor.

Salen FEDERICO y PATACÓN
FEDERICO:        No pases de aquí.
PATACÓN:                         ¿Por qué?
FEDERICO:        Porque está aquí Serafina.
PATACÓN:         Pues antes por eso es bien
                 que pase y repase a verla;
                 que estoy muriendo por ver
                 si es tan bella como dices.
FEDERICO:        El paso, loco, detén;
                 que, si no miente el temor
                 o el corazón, que es mal fiel,
                 es Carlos de Bisiniano
                 el que está allí.  ¡Ansia cruel!
PATACÓN:         ¿Al primer encuentro azar?
                 Mas ¿cuánto va que a perder
                 echamos el galanteo
                 al primer lance?
FEDERICO:                          ¿Por qué?
PATACÓN:         Porque, si celos te da,
                 reñirás luego con él.
FEDERICO:        No haré; que el que a competir
                 viene en público, ya sé
                 que ha de sentir y callar,
                 si desea merecer.
PATACÓN:          ¡Cuánto me huelgo de verte,
                 señor, dese parecer!
FEDERICO:        ¿Por qué?
PATACÓN:               Porque hay quien murmure
                 que luego la espada esté
                 a cada paso en la mano.
FEDERICO:        Cobarde debe de ser;
                 que, si a cualquier paso hay causa,
                 el no parecerle bien
                 que otro riña es argumento
                 de que no riñera él.
LAURA:           ¿Dónde, caballero, vais?
                 Atrás el paso volved;
                 que está la princesa aquí.
FEDERICO:        Pues hacedme vos merced
                 de saber si da licencia
                 a un forastero de que
                 bese su mano.
LAURA:                          Esperad
                 aquí.  Mas ¿quién la diré
                 que sois?
FEDERICO:                    Federico Ursino.
LAURA:           Perdonad no conocer
                 vuestra persona.
FEDERICO:                        No hay culpa
                 en vos.  (Pues que ya la ves,
                 no es hermosa?)
PATACÓN:                    (No, por cierto,
                 sino así, un sí es, no es).
LAURA:           Federico Ursino dice,
                 señora, licencia des
                 para que bese tu mano.
SERAFINA:        Vuelve, Laura, a decir quién.
LAURA:           Federico Ursino.
SERAFINA:                         ¿A mí
                 mi primo?
LAURA:                      Sí.
SERAFINA:                        Sólo fue
                 éste el necio que faltaba
                 para cansarme también.
LAURA:           ¿Qué quieres que le responda?
SERAFINA:        Di que llegue.

A FEDERICO
LAURA:                          Ya tenéis
                 licencia.
FEDERICO:                  (Turbado llego).
CARLOS:          (Sólo ahora faltaba ser
                 competidor Federico.
                 Mas no se atreverá él,
                 pobre y deslucido, a serlo.)
FEDERICO:        Pues no puedo merecer
                 besar, señora, tu mano,
                 merezca besar tus pies.
SERAFINA:        Del suelo alzad.
FEDERICO:                          Extrañado
                 el atrevimiento habréis
                 de llegar a vuestros ojos;
                 pues porque no lo extrañéis
                 y sepáis con qué ocasión,
                 que sólo vengo sabed 
                 del gobierno del estado
                 a daros el parabién.
                 Porque nadie más que yo
                 interesado se ve
                 en vuestro aumento; pues sólo
                 sentí la instancia perder
                 porque fuese otro y no yo
                 quien su posesión os dé.
                 Gocéisle la edad del Fénix
                 que, hijo y padre de su ser,
                 o nace para morir
                 o muere para nacer.
SERAFINA:        Yo, Federico, os estimo
                 cumplimiento tan cortés.
FEDERICO:        No es cumplimiento, señora,
                 y porque lleguéis a ver
                 cuán de veras mi verdad
                 desea satisfacer
                 la obligación de escudero,
                 vengo a pediros me deis,
                 por ser yo a quien más le toca,
                 licencia de deshacer
                 en vuestro nombre un agravio
                 que os hacen en un cartel.
CARLOS:          ¿Qué agravio?
FEDERICO:                       Decir que nadie
                 la merece.
CARLOS:                      Pues ¿hay quién?
FEDERICO:        Sí; quien la vida la da,
                 cuando en peligro la ve,
                 merece gozar la vida
                 que desde allí es suya, pues
                 nadie da lo que no es suyo;
                 y si entonces suya fue
                 la vida que dio ¿quién duda
                 que ahora lo sea también?
CARLOS:          Aunque ésa es sofistería,
                 ¿quién fue quien se la dio?
FEDERICO:                                     Quien
                 (bien entrara aquí la joya;
                 ¡mal haya Lisarda, amén!),
                 cuando otros de reposar
                 trataba de padecer,
                 y está tan desvanecido
                 de aquella acción que de fiel
                 se encubre, porque no quiere
                 más premio, más interés,
                 que el haberla conseguido.
                 Y así vengo a defender
                 que quien da una vida y calla
                 merece premio de ser
                 dueño de su vida antes,
                 y de su favor después.
CARLOS:          Eso dirá la campaña.
FEDERICO:        ¿Quién dice que no?
SERAFINA:                            Está bien.
                 Y pues tiene apelación
                 la porfía, suspended
                 los argumentos; que aquí
                 sólo se he de oír y ver.

Dentro LISARDA y CÉSAR
LISARDA:         ¡Cielos, favor!
CÉSAR:                      ¡Piedad, cielos!
SERAFINA:        ¿Qué dos veces escuché
                 en el monte y en el río?
FED. Y CARLOS:   A lo que se deja ver...
FEDERICO:        desbocado un caballo...
CARLOS:          zozobrado allí un batel...
FEDERICO:        por el monte a despeñarse...
CARLOS:          por el río a perecer...
FEDERICO:        con un generoso joven...
CARLOS:          con una hermosa mujer...
FEDERICO:        vaga de uno en otro risco.
CARLOS:          va de uno en otro vaivén.

Dentro CÉSAR y LISARDA
CÉSAR:           ¡Cielos, piedad!
LISARDA:                        ¡Favor, cielos!
SERAFINA:        ¡Qué desdicha tan crüel!
                 ¡Quién sus dos vidas pudiera
                 piadosa favorecer!
FEDERICO:        Si tú lo deseas, yo ofrezco
                 la una.

Vase FEDERICO
CARLOS:                      Yo la otra también.

Vase CARLOS
SERAFINA:        ¿Cómo, hidalgo, vos no vais
                 uno ni otro a socorrer?
PATACÓN:         No me tocan los socorros;
                 que soy toreador de a pie.
LIS. Y CÉSAR:         ¡Cielos, piedad!  ¡Piedad, cielos!
CLORI:           Ya Federico se ve...
LAURA:           Ya Carlos allí se mira...
CLORI:           que con gallarda altivez...
LAURA:           que con osado denuedo...
CLORI:           saliendo al bruto al través...
LAURA:           los remos tomando a un barco...
CLORI:           la capa enreda a los pies...
LAURA:           dando cabo al leño frágil...
CLORI:           y con la espada después...
LAURA:           trayéndole de remolque...
CLORI:           le ha podido detener...
LAURA:           pudo a la orilla sacarle...
CLORI:           y viendo al joven caer...
LAURA:           y desmayada la dama...
CLORI:           carga en los brazos con él...
LAURA:           con ella carga en los brazos...
LAS DOS:         y ambos llegan a tus pies.

Saca FEDERICO a LISARDA en los brazos, vestida de hombre, y CARLOS a CÉSAR, vestido de mujer
FEDERICO:        Ya la parte que me cupo
                 deste peligro excusé.
CARLOS:          Y en la que me cupo a mí
                 estás servida también.
SERAFINA:        ¡No vi más gallardo joven;
                 no vi más bella mujer!
LISARDA:         ¡Cielos, aliento me dad!
CÉSAR:           ¡Vida, hados, me conceded!
LISARDA:         Para saber a quién debo
                 la vida...
CÉSAR:                      Para saber
                 dónde estoy...
LISARDA:                        (Pero ¿qué miro?)
CÉSAR:           (Mas ¿qué es lo que llego a ver?)
LISARDA:         (¿Federico no es aquéste?)
CÉSAR:           (¿Ésta Serafina no es?)
FEDERICO:        (¡Patacón!)
PATACÓN:                (Nada me digas;
                 ya todas tus dudas sé.)
FEDERICO:        (¿No es ésta Lisarda?)
PATACÓN:                           (Así
                 lo fuera yo.)
SERAFINA:                       En tanto que
                 vos, bella dama, cobráis
                 los colores que a la tez
                 robó el susto, decid vos
                 ¿quién sois?
LISARDA:                      En sabiendo a quién;
                 que no es justo una ignorancia
                 me acuse de descortés.
SERAFINA:        Serafina soy.
LISARDA:                        Ahora 
                 que, rendido a vuestros pies,
                 no puedo errar el estilo,
                 que soy, señora, sabed
                 el príncipe de Orbitelo,
                 César...
CÉSAR:                 (¿Qué es lo que escuché?
                 Mi nombre ha dicho y mi estado.)
PATACÓN:         ¡Vive Dios...
FEDERICO:                          (La voz detén.)
PATACÓN:         (que es el enredo mayor!)
FEDERICO:        (Oye y calla.)
PATACÓN:                    (Mal podré.)
LISARDA:         ...que, habiendo oído a la fama
                 el certamen de un cartel,
                 a ser vuestro aventurero
                 vengo, confiado en que
                 no mereceros ninguno
                 es asunto suyo, pues
                 no es grosero quien ya sabe
                 que viene a no merecer.
                 Por llegar a vuestros ojos
                 tan veloz pretendí ser
                 que, con ansias de volar,
                 tuve a pereza el correr;
                 con que, apurado el caballo,
                 al freno rompió la ley,
                 si ya no fue de mi dicha
                 diligencia su altivez;
                 porque volar hacia el sol
                 lo acreditase el caer.

Sale NISE de lacayuelo
NISE:            Y yo, Gandalín Menique,
                 ragazzo suyo, doy fe
                 que es verdad cuanto él ha dicho,
                 fecha a tantos de tal mes,
                 día de San Orbitelo,
                 supuesto que cae en él.
LISARDA:         ¡Quita, necio!
PATACÓN:                    (¡Vive Dios,
                 que Nise el lacayo es!)
FEDERICO:        (¡Calla!)
PATACÓN:              (¿Quién ha de callar?)
FEDERICO:        (Quien ve que no le está bien.)
SERAFINA:        Vos seáis muy bien venido;
                 que a mí me pesa de haber
                 dado al peligro ocasión.
                 (Aunque le he visto otra vez,
                 no le conociera ahora;
                 pero tan de paso fue
                 que no percibí sus señas.)
                 A mi primo agradeced
                 el socorro.
LISARDA:                      Caballero,
                 yo os estimo la merced.
FEDERICO:        Guárdeos el cielo.  (¡Ah, tirana!)
SERAFINA:        Si acaso cobrado habéis,

A CÉSAR
                 hermosa dama, el aliento,
                 decidme, ¿quién sois?
CÉSAR:                           (¿Qué hare?
                 Que decir quién soy, en este
                 traje, en público, no es bien,
                 ni que se sepa de mí
                 que yo he podido usar dél;
                 pues dejar que otro mi nombre
                 tome y pretenda con él
                 tampoco es justo.)
SERAFINA:                          Pues ¿no
                 habláis?
CÉSAR:                (Qué decir no sé.)
                 Yo, señora...
SERAFINA:                       Proseguid.
CÉSAR:           ...hija soy de un mercader
                 (forzoso es disimular
                 y fingir hasta después)
                 que a embarcarse al puerto iba,
                 cuando, empezando a romper
                 sus márgenes el Po, hizo
                 que zozobrase el bajel.
                 Queriendo salir a tierra,
                 (esto solo verdad es)
                 para darme a mí la mano,
                 la tomó primero él,
                 a cuyo tiempo, rompiendo
                 la sirga (¡ay de mí!) el cordel,
                 con un embate, me hizo
                 volver al golfo otra vez,
                 sin que él, en la orilla ya,
                 me pudiese socorrer.
                 Echóse al agua el barquero,
                 procurando defender
                 su vida, con que yo (¡ay triste!)
                 sola en el barco quedé,
                 expuesta a las inclemencias
                 del hado, ya no crüel
                 para mí, sino piadoso,
                 pues he llegado a tus pies.
                 (¡Mal haya el infame acaso
                 que acción tal me obliga a hacer!)
SERAFINA:        A Carlos de Bisiniano
                 lo podéis agradecer. --
                 Y ya que de dos fortunas
                 teatro esta playa fue,
                 por cuenta mía las dos
                 desde hoy han de correr.
                 Id, César, a descansar. --
                 ¡Lidoro!

Sale LIDORO viejo
LIDORO:                      ¿Qué mandas?
SERAFINA:                                 Que
                 en vuestro cuarto esa dama
                 se albergue, porque no es bien
                 introducirla en el mío,
                 sin saber mejor quién es. --
                 En él podrás repararte
                 desta fortuna, hasta que
                 sepa tu padre de ti.
CÉSAR:           ¡Vida los cielos te den!
SERAFINA:        Ven, Laura.  (¡Ay de mí!)  Ven, Clori.
LAURA Y CLORI:   ¿Qué es lo que llevas?
SERAFINA:                                 No sé.
                 (No vi más gallardo joven,
                 no vi más bella mujer,
                 ni vi tampoco deseo
                 como el que llevo, de que
                 haya sido Federico
                 el que la vida me dé.)

Vanse SERAFINA, LAURA y CLORI
LIDORO:          Venid, señora, conmigo
                 adonde servida estéis.

Vase LIDORO
CÉSAR:           (Aquí no hay más que sufrir
                 de mi fortuna el desdén.)

Vase CÉSAR
CARLOS:          (Aquí no hay más que pensar
                 nuevos contrarios vencer.)

Vase CARLOS
FEDERICO:        ¡Fiera, enemiga, tirana,
                 falsa, alevosa y cruel,
                 que has venido a dar la muerte
                 a quien la vida te dé!
                 ¿Qué es tu intento?
LISARDA:                             Caballero,
                 ni sé qué decís ni sé
                 quién sois.  Tratad vos de amar,
                 mientras yo de aborrecer.

Vase LISARDA
PATACÓN:         Y tú, aspidillo casero,
                 ¿a qué has venido acá?
NISE:                                   A que,
                 mientras yo de bufonear,
                 trate de callar usted.

Vase NISE
FEDERICO:        ¿Quién vio igual locura?
PATACÓN:                           A mí
                 poco me estorbara, pues
                 esto no puede durar
                 más que hasta decir quién es.
FEDERICO:        Pues a nadie se lo digas;
                 que no le está a mi amor bien
                 galantear una beldad,
                 cargado de una mujer.
PATACÓN:         Pues ¿qué hemos de hacer?
FEDERICO:                                     Callando
                 dejar el lance correr,
                 mientras él no se declare,
                 diciendo una y otra vez,
                 entre un olvidado amor
                 y un acordado desdén:
                 "Arded, corazón, arded;
                 que yo no os puedo valer."

FIN DE LA PRIMERA JORNADA


JORNADA SEGUNDA


Salen LAURA y CLORI
CLORI:               No se ha visto igual extremo
                 en el mundo.
LAURA:                        ¿Quién creyera
                 que condición tan extraña
                 a cuanto es agrado diera
                 poder a una advenidiza 
                 mujer, a quien su deshecha
                 fortuna echó a estos umbrales,
                 porque dulcemente diestra
                 la escuchó cantar tal vez
                 desde el sitio en que se alberga
                 en el cuarto de Lidoro,
                 hechizada de manera
                 al encanto de su voz
                 que dueño absoluto sea
                 de su voluntad?
CLORI:                             No, Laura,
                 en tu queja ni en mi queja
                 hablemos; porque parece
                 que aquí las voces se acercan.
LAURA:           Pues, la plática mudemos,
                 hablando de nuestra fiesta.

Salen SERAFINA y CÉSAR vestido de mujer
SERAFINA:        ¿Dónde, Celia, el instrumento
                 dejaste?
CÉSAR:                      En las flores bellas
                 le dejé.
SERAFINA:                   ¿Por qué?
CÉSAR:                                 Señora,
                 porque a su dulce tarea,
                 en metáfora de arco,
                 descanse un rato la cuerda.
SERAFINA:        Ve por él, porque no hay cosa
                 que más me alivie y divierta,
                 de tantos necios pesares
                 como una dicha me cuesta,
                 que tu voz.  Y así, entre tanto
                 que por la apacible esfera
                 voy deste jardín, te pido
                 que al compás de las risueñas
                 cláusulas de sus cristales
                 el aire tu voz suspenda.
CÉSAR:           Beso, señora, tu mano,
                 por el agrado que muestras
                 a quien feliz e infeliz
                 llegó a tus pies.  (¡Ay adversa
                 suerte mía!  Aunque me quite
                 fama y honor tu violencia,
                 ¿qué importa, si no me quita
                 que estos favores merezca?)
                 Pero permitid ... (¡ay triste!)
SERAFINA:        ¿Qué?
CÉSAR:                    Que hoy te pida licencia
                 para no cantar.
SERAFINA:                          ¿Por qué?
CÉSAR:           Porque, aunque es mi dicha inmensa
                 en servirte y agradarte,
                 no sé qué oculta tristeza 
                 se ha apoderado del alma,
                 que más a llorar me fuerza
                 que a cantar, y no sé cómo
                 en un corazón se avenga
                 el gusto y pesar a un tiempo.
SERAFINA:        Pues ¿qué es lo que sientes, Celia,
                 que a tanto dolor te obliga?
CÉSAR:           ¿Qué es lo que quieres que sienta
                 (¡Oh, quién pudiera decirlo!
                 ¡Oh, quién callarlo pudiera!)
                 si de mi padre ignorada,
                 que, por llorarme por muerta,
                 quizá no me busca viva,
                 de mi natural tan fuera
                 que admirada estoy de cuánto
                 estoy en éste violenta?
SERAFINA:        Yo pensé que mis favores
                 de tus fortunas pudieran
                 contrapesar los acasos.
CÉSAR:           Pues si por ellos no fuera,
                 ¿estuviera yo con vida?
                 Y aunque por ellos la tenga,
                 quizá son ellos también
                 los que mi pesar aumentan.
SERAFINA:        ¿Cómo?
CÉSAR:                     Como ellos son causa
                 de que haya quien me aborrezca.
                 Y si me excuso...
SERAFINA:                            Prosigue.
CÉSAR:           ...es porque alguna no sienta
                 oír mi voz.
SERAFINA:                      Di; que yo
                 gusto oírla.  Canta apriesa;
                 no temas la invidia.
CÉSAR:                                 Basta;
                 ¿y si Clori y Laura fueran?
SERAFINA:        ¿Son, Celia, por quien lo dices?
                 Yo te haré vengada dellas. --
                 Laura y Clori, ¿de qué habláis?
LAURA:           Viendo que todos desean
                 en aquestas soledades
                 dar alivio a tus tristezas,
                 tus damas, por tener parte
                 en tan digno asunto, intentan
                 que, para hacerte un festejo,
                 las des, señora, licencia
                 el día que cumples años.
SERAFINA:        ¿Qué festejo?
CLORI:                          Una comedia.
SERAFINA:        ¿Por qué, di, no la he de dar?
                 Que yo me holgaré de verla.
LAURA:           Pues ya que muestras agrado
                 en que la estudiemos, resta,
                 porque es de música, a usanza
                 de Italia...
SERAFINA:                     ¿Qué?
CLORI:                               Que entre Celia
                 a ayudarnos.
SERAFINA:                               ¿Qué papel
                 ha de hacer?
LAURA:                          El galán della;
                 que su hermosura y su gracia
                 es bien que a todas prefiera.
SERAFINA:        ¿Querrás, Celia?
CÉSAR:                           ¿Por qué no?
                 Antes me holgaré me veas
                 en el traje de galán
                 cantar amantes finezas;
                 que ya di entre mis iguales
                 de aquesta habilidad muestra,
                 y no muy mal parecida.
SERAFINA:        Pues porque mejor lo seas,
                 yo me encargo de tus galas.
LAURA:           (¿Otro favor?)
CLORI:                          (Ten paciencia.)
SERAFINA:        (A un envidioso no hay
                 castigo como que tenga
                 más que envidiar.)

Vanse LAURA y CLORI
CÉSAR:                            Otra vez
                 te beso la mano.
SERAFINA:                          Piensa
                 que no debo a mi fortuna
                 otra dicha, si no es ésta
                 de haberte aquí derrotado
                 la tuya; pues de manera
                 me obligas que, como dije,
                 no hay cosa que me divierta
                 ni alivie, si no eres tú.
                 Y así te ruego no tengas
                 pesar; que tú de tu padre,
                 o él de ti, saber es fuerza,
                 y en ninguna parte pueden
                 hallarte sus diligencias
                 mejor que conmigo.
CÉSAR:                            Es cierto.
                 Y si antes dijo mi lengua
                 también que violenta estaba,
                 es, con propiedad tan nueva,
                 que no estuviera, señora,
                 si en otra parte estuviera,
                 menos violenta mi vida
                 que donde está más violenta.
SERAFINA:        ¿Quieres saber a qué extremo
                 mi agrado contigo llega?
                 Pues sólo siente que Carlos
                 fuese quien a esta ribera
                 de aquel golfo te sacase.
CÉSAR:           ¿Por qué?
SERAFINA:                    Porque no quisiera
                 que hiciera por mi elección
                 cosa que le agradeciera.
CÉSAR:           Pues Carlos (entremos, celos,
                 en la experiencia primera),
                 que es quien más fino te sirve,
                 más amante te festeja,
                 ¿no es quien más te obliga?
SERAFINA:                                     No;
                 que, aunque debo a sus finezas
                 más que a las de todos, ¿quién
                 puso en razón las estrellas?
                 Carlos me cansa.
CÉSAR:                           ¿Quién duda
                 que la gala y gentileza
                 del príncipe de Orbitelo
                 será causa?
SERAFINA:                    Ten la lengua;
                 que a César, Celia, también
                 aborrezco.
CÉSAR:                      (¿Quién creyera
                 que a mí me sonara bien
                 oír que aborrece a César?
                 Pero vamos adelante;
                 que no va mal la experiencia.)
                 No me atrevo a discurrir
                 en quién tu agrado merezca;
                 pero atrévome a pensar
                 --permíteme esta licencia--
                 que no es posible que deje
                 alguno en la competencia
                 de ser más bien visto que otro.

Sonríese SERAFINA
                 ¿Falsa risa es la respuesta?
SERAFINA:        No es haberte concedido
                 la malicia.
CÉSAR:                        No es haberla
                 negado tampoco.
SERAFINA:                          No;
                 y si la verdad confiesa
                 mi voz, pues contigo ya
                 no es bien que secreto tenga,
                 y más cuando tu malicia
                 la costa hizo a mi vergüenza,
                 sabrás que de agradecida,
                 más que de fina ni atenta,
                 no digo el que más me agrada,
                 el que menos me molesta
                 es Federico mi primo.
CÉSAR:           Pues ¿qué ves en él que pueda
                 obligarte, si no hay
                 ninguno a quien menos debas?
                 Litigar antes tu estado
                 y ahora amarte es consecuencia
                 que a él le pretende y no a ti.
SERAFINA:        Aunque con razón pudiera
                 ofenderme dél, hay otra
                 que me obliga a olvidar ésa.
CÉSAR:           ¿Qué razón?
SERAFINA:                    Aunque no claro
                 me lo haya dicho su lengua,
                 sus equívocas razones,
                 con las lágrimas envueltas,
                 me han dado a entender que es él
                 el que de aquella violencia
                 del incendio me sacó,
                 cuya presunción me lleva
                 tras el agradecimiento
                 de mi vida tan atenta
                 que no sé cómo te diga,
                 o sea obligación o sea
                 simpatía de la sangre
                 o elección del gusto o fuerza
                 del hado o qué sé yo qué,
                 que él solo las extrañezas
                 de mi altiva condición
                 ha podido... mas él llega;
                 y por si acaso escuchó
                 algo, hagamos la deshecha;
                 toma el instrumento y canta.
CÉSAR:           (Está mi vida muy buena,
                 sabiendo que Federico
                 es quien su agrado merezca,
                 ahora para cantar.)
SERAFINA:        ¿No vas?
CÉSAR:                    (¡Mal haya el que llega
                 a buscar sus celos, cosa
                 que se siente si se encuentra!)
SERAFINA:        Canta, por mi vida, un tono.
CÉSAR:           Pues obedecer es fuerza,
                 cantaré, como el cautivo,
                 con el son de la cadena.

Toma CÉSAR el instrumento. Salen FEDERICO, escuchando lo que se canta, y PATACÓN. Canta
CÉSAR:                "Ven, muerte, tan escondida
                 que no te sienta venir,
                 porque el placer del morir
                 no me vuelva a dar la vida."


FEDERICO:        Sin duda, por mí, oh hermosa
                 deidad desta verde esfera,
                 el concepto se escribió,
                 pues yo...
SERAFINA:                    Suspended la lengua,
                 Federico (inclinación
                 o lástima o sangre o deuda,
                 por más que tú te declares,
                 haré yo que él no te entienda);
                 que no sé qué urbanidad
                 impedir a nadie sea
                 el gusto con que a otro escucha.
FEDERICO:        Quizá es pensión de su estrella
                 quien a otro escucha con gusto
                 que a mí me escuche con pena.
SERAFINA:        Pues porque no sea pensión,
                 Celia, canta.
FEDERICO:                       Cante Celia;
                 pues para que llore yo
                 ¿qué importa que cante ella?

Canta
CÉSAR:                "Ven, muerte, tan escondida
                 [que no te sienta venir,
                 porque el placer del morir
                 no me vuelva a dar la vida."]


FEDERICO:            Sin duda esta letra, o bella
                 Serafina, por mi suerte
                 se escribió, puesto que en ella
                 se ve escondida una muerte
                 y declarada una estrella.
                 Si una ha de ser mi homicida,
                 máteme la declarada.
                 Y así, a quitarme la vida,
                 puesto que el morir me agrada...
CÉSAR Y FEDERICO:"...ven, muerte, tan escondida."
FEDERICO:            Y, porque si muerto quedo,
                 será mi muerte favor,
                 ven; mas pisando tan quedo
                 que los pasos del valor
                 parezca que los da el miedo.
                 Ven; que, habiendo de morir,
                 yo te saldré a recibir.
                 Mas ¡ay de mí! que querrás,
                 para que yo sienta más...
CÉSAR Y FEDERICO:"...que no te sienta venir."
FEDERICO:            El pesar no ha de quitar
                 el placer de merecer,
                 mas ¡cuál debo yo de estar
                 el día que es mi placer
                 no morir de tu pesar!
                 Y al que me llegue a pedir
                 razón le sabré decir
                 que en mi dueño singular
                 del vivir se hizo pesar...
CÉSAR Y FEDERICO:"...porque el placer del morir."
FEDERICO:            Y tú, si otro te pidiere
                 razón de por qué un desdén
                 más agravia a quien más quiere,
                 le podrás decir también
                 otra que aquélla prefiere,
                 diciendo, si es escondida
                 llama amor, bien mi tristeza
                 huye dél, porque ofendida
                 de otro incendio otra fineza...
CÉSAR Y FEDERICO:"...no me vuelva a dar la vida."


SERAFINA:            Aguarda, Celia; que ya
                 que a un tiempo en mis dos orejas,
                 aquí música, allí llanto
                 o suenan mal o no suenan,
                 quiero ajustar una duda.

Salen LISARDA y NISE al paño
NISE:            Federico y la princesa
                 están aquí.
LISARDA:                     Pues aguarda,
                 que destas murtas cubiertas
                 oiremos.
NISE:                    ¡Que ha de haber murtas,
                 ya que aquí no hubiese puertas!

SERAFINA:        Muchas veces, Federico,
                 en equívocas respuestas
                 me habéis querido decir
                 no sé qué, y no soy tan necia
                 que, ya que no entiendo el todo,
                 alguna parte no entienda.
                 La primera vez dijisteis
                 que veníais en defensa
                 de un agravio que me hacían
                 en que nadie me merezca;
                 pues me mereció quien fue
                 dueño de mi vida.  Esta 
                 proposición repetida
                 y no explicada, me lleva
                 curiosamente a saber
                 qué queréis decir en ella.
                 Habladme claro.
FEDERICO:                          Sí haré.
SERAFINA:        Pues proseguid.
FEDERICO:                          Oye atenta;
                 que, aunque mi silencio quiso
                 [recatarte la fineza],
                 añadiéndola el callarla
                 al realce de hacerla,
                 con todo, viendo cuán poco
                 mi fe contigo merezca,
                 desnudo de tu favor,
                 que della me vista es fuerza.
                 Antes, Serafina hermosa,
                 que yo a tu corte viniera
                 --declarado amante iba 
                 a decir, pero la lengua,
                 más cortés que yo, turbada,
                 con tan grande voz no acierta;
                 permite que mi osadía
                 se vaya por mi modestia--.
                 Vine a tu corte, llamado
                 del aplauso de las fiestas
                 que Carlos en nombre tuyo
                 mantenía.  Vite en ellas
                 la noche que la fortuna,
                 mala autora de comedias,
                 empezándola en festín,
                 vino a acabarla en tragedia.
                 A tus umbrales estaba,
                 desvelada centinela
                 del sueño de tus amantes,
                 cuando la llama violenta
                 en pirámides de humo
                 iba buscando su esfera;
                 y arrojándome al peligro,
                 si hay peligro que lo sea
                 a vista de tanto premio
                 como tu vida...

Salen LISARDA y NISE
LISARDA:                           La lengua
                 ten, falso, aleve, tirano.
FEDERICO:        (¿De dónde salió esta fiera
                 a matar segunda vez?)
LISARDA:         Y tú, perdóname, bella
                 Serafina, que interrumpa
                 lo que Federico cuenta;
                 que si he callado hasta aquí,
                 ya desde aquí hablar es fuerza,
                 porque tú no hagas empeño
                 de su traición.
FEDERICO:                          (Ella intenta,
                 sin duda,  decir quién es,
                 porque a Serafina pierda.)
SERAFINA:        Pues ¿qué novedad te obliga,
                 César, a tal acción?
LISARDA:                               Ésta. --
                 ¿Para esto, traidor amigo,
                 agradecido a la deuda
                 del socorro del caballo,
                 te di de mis dichas cuenta?
                 ¿Para esto te hice dueño
                 de alma y vida, siendo en ella...
FEDERICO:        (Ya es aquesto declararse.)
LISARDA:         el secreto de que intentas
                 valerte para matarme
                 aquí con mis armas mesmas?
FEDERICO:        (¿Adónde irá a parar esto?)
LISARDA:         Pues no ha de ser. Y pues ciega
                 la fortuna me ha traído
                 a esta ocasión, porque veas
                 quién fue quien te dio la vida,
                 y que todo lo que él cuenta
                 fue por contárselo yo,
                 yo fui, Serafina bella,
                 el que estaba a tus umbrales,
                 yo el que a la llama soberbia
                 se arrojó, y el que en mis brazos
                 pude restaurarte della,
                 por señas que, a medio traje,
                 ni bien viva ni bien muerta,
                 estabas en una cuadra,
                 donde el desmayo a su puerta
                 rémora fue de la fuga.
                 Si no bastan estas señas
                 para que veas quién es
                 quien te obliga o quien te fuerza,
                 di que te dé Federico
                 otra joya como ésta.

Dale la joya y vase
FEDERICO:        Oye, aguarda.
SERAFINA:                       Deteneos;
                 no vais tras él; que, aunque quiera
                 vuestro valor del desaire
                 salvaros, ya es diligencia
                 excusada, pues ya está
                 sabida la traición vuestra.
FEDERICO:        Señora...
SERAFINA:                    Nada digáis.
                 ¿Vos, Federico, bajeza
                 tan grande como valeros
                 de traidoras diligencias?
                 ¿Vos servirme con engaño?
                 ¿Vos amarme con cautela?
                 ¿A quien su secreto os fía
                 vendéis?  Pues ¿tan pocas prendas
                 de sangre y valor tenéis
                 que os valéis de las ajenas?
FEDERICO:        ¡Vive el Cielo...!
SERAFINA:                            Bien está.
FEDERICO:        ...que yo...
SERAFINA:                    Suspended la lengua.
FEDERICO:        ...fui quien os dio...
SERAFINA:                               ¿Este testigo
                 ¿cómo es posible que mienta?
FEDERICO:        Como...
SERAFINA:                 Nada os he de oír.
PATACÓN:         Por Dios, que hizo buena hacienda.

A CÉSAR
                 Deten, Celia, a tu señora.
FEDERICO:        Haz tú, por tu vida, Celia,
                 que me escuche una palabra.
CÉSAR:           (A muy buen puerto te llegas,
                 cuando puedo dar albricias
                 de que la enfades y ofendas.)

A CÉSAR
SERAFINA:        ¿Qué te dice, Celia?

A SERAFINA
CÉSAR:                               Dice
                 que de hablar le des licencia,
                 como si no fuera yo
                 interesado en tu ofensa.
                 Ni le hables ni le oigas.
SERAFINA:        ¿Cómo puedo, si estoy muerta
                 por ver si tiene disculpa?
                 Haz tú como que me ruegas
                 que le escuche.
CÉSAR:                           (Sólo esto
                 la faltaba a mi paciencia.)

A NISE
PATACÓN:         Dime, embustera menor
                 de la mayor embustera,
                 ¿qué ha sido esto?
NISE:                                   Sí diré.
                 (¡Ah, quién esforzar pudiera
                 el enredo de mi ama!)
                 Mas dime, antes que lo sepas,
                 ¿traes daga?
PATACÓN:                           Sí.  ¿Para qué?
NISE:            Para que cortar quisiera 
                 la suela de un ponleví
                 que dar paso no me deja.

A CÉSAR
SERAFINA:        Cierto que estás importuna;
                 yo oiré, pues tú lo deseas.
CÉSAR:           (No lo desearas tú más.)

A PATACÓN
NISE:            Daca.
PATACÓN:                       Yo cortaré; suelta.

A FEDERICO
SERAFINA:        A Celia le agradeced,
                 Federico, que a oíros vuelva.
FEDERICO:        Ya sé que a Celia la vida
                 debo.
CÉSAR:                   (¡Si bien lo supieras!)
SERAFINA:        (¡Quiera amor tenga disculpa!)
CÉSAR:           (¡Quiera amor que no la tenga!)
SERAFINA:        ¿Qué tenéis, pues, que decirme?
FEDERICO:        (Menos importa que sepa
                 que yo he tenido una dama
                 que no que piense su ofensa,
                 y que sufro que lo diga
                 quien ella misma no sea.)
                 Yo, señora, antes de veros,
                 porque después no pudiera,
                 serví en Milán una dama.
NISE:            ¡Cielos! ¿Hay quien me defienda?
                 ¡Que me matan!
PATACÓN:                             ¿Qué te toma,
                 demonio?
NISE:                       Las plantas vuestras
                 sean, señora, mi sagrado.
SERAFINA:        ¿Hay tan grande desvergüenza?
PATACÓN:         Señores, ¿qué enredo es éste?
SERAFINA:        ¿Así entráis en mi presencia?
PATACÓN:         Señora, ¡viven los cielos...!
FEDERICO:        ¿Cómo es posible te atrevas,
                 pícaro, desvergonzado,
                 a una cosa como ésta?
PATACÓN:         Pues ¿a qué me atrevo yo
                 más que a cortar una suela
                 de un zapato?
NISE:                          Tú lo eres.
FEDERICO:        ¡Vive el cielo...!
PATACÓN:                               Considera...
SERAFINA:        Deteneos.  (a Nise) Di, ¿qué causa
                 le has dado tú?
NISE:                              Sólo ésta.
                 El príncipe mi señor
                 de Orbitelo...
SERAFINA:                        Di.
NISE:                                  Don César
                 tiene, señora, una joya
                 que más que a su vida precia,
                 porque la sacó de un fuego
                 adonde su fe se acendra.
                 Federico, que es de aquéste
                 amo, anda muerto por ella,
                 y me dice que, si la hurto,
                 me dará toda su hacienda.
PATACÓN:         ¿Yo he dicho tal?
FEDERICO:                          (¡Vive Dios,
                 que Nise el engaño alienta!)
NISE:            Hablándome en esto ahora
                 y dándole por respuesta 
                 que yo no era ladrón, dijo:
                 "Pues ya que ladrón no seas,
                 para que nunca decir
                 lo que yo te he dicho puedas,
                 te he de dar muerte." Y sacando
                 la daga, con ira fiera
                 quiso matarme. Y así
                 nada que te diga creas,
                 porque anda por levantar
                 algún testimonio a César.
                 Y ahora tenle, señora,
                 para que tras mí no venga.

Vase NISE
SERAFINA:        Agradeced que no os hago
                 dar cuatro tratos de cuerda.
PATACÓN:         Fueran muy bellacos tratos.
FEDERICO:        (¡Que aquesto por mí suceda!)
SERAFINA:        Mirad si vuestra traición
                 a cada paso se aumenta,
                 pues para cobrar la joya
                 hacíades diligencias;
                 porque no hubiese podido
                 reconveniros con ella.
FEDERICO:        En aquel engaño y éste
                 veréis si escucháis mi pena,
                 que en una disculpa caben.
SERAFINA:        ¿En qué disculpa?
FEDERICO:                          Oídme atenta:
                 Yo serví en Milán, señora,
                 una dama, antes que viera
                 vuestra gran beldad...

Sale LAURA
LAURA:                                  Enrique
                 Esforcia pide licencia
                 para besarte la mano.
SERAFINA:        Pues ¿cómo desa manera,
                 sin pedirme, Laura, albricias,
                 me das tan alegres nuevas
                 para mí?  Dile que entre,
                 y que bien venido sea.
FEDERICO:        (No sea sino mal venido.
                 ¿Quién en el mundo creyera,
                 sino echándose a pensar 
                 imaginadas novelas,
                 que desde Alemania el padre
                 de Lisarda al Po viniera
                 a embarazarme el decir
                 --¡ay infelice!--que es ella
                 la que, en César disfrazada,
                 celosa vengarse intenta
                 de mí?  Porque, si la digo
                 quién es, Serafina es fuerza
                 que de parte de su agravio
                 se ponga, y vengarle quiera,
                 como a quien debe el estado,
                 que ha litigado en su ausencia
                 tan contra mí).
SERAFINA:                       En tanto, pues,
                 que Enrique a mis ojos llega,
                 proseguid vos.  A una dama
                 servisteis.  ¿Qué consecuencia
                 tiene eso con esta joya?
FEDERICO:        Ninguna; que, aunque quisiera,
                 no puedo decir lo que iba
                 a decir.  Mas considera
                 que quien adora no engaña,
                 que no ofende quien desea,
                 que no agravia quien estima,
                 y que no injuria quien precia.
                 En un instante me han puesto,
                 o mi fortuna o mi estrella,
                 un cordel a la garganta,
                 una mordaza en la lengua
                 para no poder hablar;
                 Y pues que callar es fuerza
                 y acudir volando a que
                 ella esta venida sepa,
                 te suplico me perdones
                 el no darte más respuesta
                 con decir que, aunque más pienses,
                 hay más que pensar, que piensas.

Vase FEDERICO. [SERAFINA habla] a PATACÓN
SERAFINA:        Esperad vos y decidme:
                 ¿qué confusiones son éstas?
PATACÓN:         No puedo, no puedo hablar,
                 porque mi fortuna adversa
                 o mi hado o mi qué sé yo
                 me ha dado en esta hora mesma
                 un tapaboca en el alma,
                 en la boca un tente-lengua.
                 Sólo te puedo decir,
                 en metáfora de bestia,
                 que, aunque tú lo pienses más,
                 hay más que pensar, que piensas.

Vase PATACÓN
CÉSAR:           ¿Qué será esta confusión?
SERAFINA:        No sé, si ya no es que sea
                 ser Enrique su enemigo,
                 y por no verle se ausenta.
CÉSAR:           No es, sino que la mentira
                 no le iba saliendo buena,
                 que iba a decir...
SERAFINA:                           No será.
CÉSAR:           Sí será.
SERAFINA:                ¿Qué te va, Celia,
                 a ti en malquistarme a mí
                 primero con la fineza
                 y después con la disculpa?
CÉSAR:           Ofenderme que te ofenda.

Sale ENRIQUE y arrodíllase
ENRIQUE:         Dame, señora, la mano,
                 si es posible que merezca
                 tan gran dicha.
SERAFINA:                          A ti los brazos
                 con toda el alma te esperan
                 agradecidos.  Levanta,
                 y tan bien venido seas
                 como de mí recibido,
                 donde agradecerte pueda
                 las finezas que te debo.
ENRIQUE:         En criado no hay finezas,
                 porque nunca pudo ser
                 obligación lo que es deuda.
SERAFINA:        Bien ajena desta dicha
                 me hallas.  ¿Qué venida es ésta?
ENRIQUE:         Sobre ya cansados años,
                 desengaños y experiencias,
                 llamado de las memorias
                 de Lisarda, mi hija bella,
                 me vuelven a descansar,
                 y el haber muerto en mi ausencia
                 mi hermano, a quien le dejé,
                 me da, señora, más priesa
                 que pensé, porque me hallaba
                 favorecido del César.
SERAFINA:        Ahora te agradezco más
                 la visita; que quien lleva
                 tan digno cuidado es mucho
                 que otra cosa le divierta.
                 No quiero hacerte este cargo.
ENRIQUE:         Señora, ni lo agradezcas;
                 que, aunque viniera por ti,
                 otra causa hay porque venga.
                 Pasando a Milán, llegué
                 a Miraflor, una aldea,
                 donde mi prima Dïana,
                 que es de Orbitelo princesa,
                 vive retirada.
SERAFINA:                        Ya
                 lo sé; que yo he estado en ella,
                 y también, yendo a Milán,
                 no quise pasar sin verla.
ENRIQUE:         Y halléla tan afligida,
                 tan desconsolada y muerta...

CÉSAR:           (Aquí entro yo.)

Retírase
ENRIQUE:                           ...por haber
                 hecho de su casa ausencia,
                 con un ayo que tenía,
                 su hijo el príncipe César,
                 que me puso su aflicción
                 en cuidado de que venga
                 a buscarle, por tener,
                 si no noticias, sospechas
                 de que a Ursino había venido
                 a la fama de sus fiestas.
                 Y así la di la palabra,
                 antes que a mi casa fuera,
                 de buscarle y asistirle
                 hasta que conmigo...
SERAFINA:                             Espera;
                 que a saber que había venido
                 el príncipe sin licencia,
                 ya lo supiera de mí
                 mi señora la princesa.
ENRIQUE:         Luego ¿aquí está?
SERAFINA:                          En este instante
                 se aparta de aquí, por señas
                 que me ha dado en esta caja
                 la más conocida muestra
                 de que fue quien me libró
                 de un incendio en que muriera,
                 a no llegar él.
ENRIQUE:                         ¡Oh, cuánto
                 estimo una y otra nueva,
                 y que sea mi sobrino
                 a quien la vida le debas!
                 Y así, señora, permite
                 que en verle no me detenga.
                 ¿Hacia dónde iba?
SERAFINA:                          No sé;
                 mas él sin duda está cerca.
CÉSAR:           (Y tanto, que te espantaras,
                 [¡ay de mí] si lo supieras.)
ENRIQUE:         Iré a buscarle.
SERAFINA:                          Mejor
                 será que conmigo vengas;
                 que yo haré que te le llamen.
ENRIQUE:         Convengo en la diligencia, 
                 por ser preciso que yo,
                 aunque le encuentre y le vea,
                 no le conoceré, porque 
                 le dejé en edad muy tierna.
SERAFINA:        Ven conmigo; que él vendrá
                 a verte. -- Y tú, Laura, ordena
                 a Lidoro que ese cuarto,
                 que tiene al parque otra puerta
                 que a aquestos jardines pasa,
                 a Enrique se le prevenga.
ENRIQUE:         Tus plantas beso.
SERAFINA:                          (Fortuna,
                 deja de afligirme, y deja
                 de pensar en quién será
                 cuál me obligue y cuál me ofenda.)

Vanse todos y queda solo CÉSAR
CÉSAR:           Si algún ingenio quisiere
                 escribir una novela,
                 ¿podrá inventarla fingida
                 mayor que en mí se halla cierta?
                 Dejo aparte que la fuga
                 de mi casa me pusiera
                 en ocasión deste traje;
                 y dejo que en la deshecha
                 fortuna airada del Po,
                 dejando a Teodoro en tierra,
                 me diese el favor de Carlos
                 felice puerto a las mesmas
                 plantas de la que buscaba;
                 dejo que me favorezca,
                 obligándome a que haga
                 de la infamia conveniencia,
                 de que otro con mi nombre
                 y mi estado la pretenda;
                 y voy a qué fin tendrá
                 una plática tan nueva,
                 que apenas halla ejemplar;
                 y si le halla, será apenas.
                 Mi tío es fuerza que encuentre
                 con este fingido César;
                 y cuando él no le conozca,
                 por el consiguiente es fuerza,
                 a la fama de que ya 
                 le halló, de mi patria vengan
                 vasallos que a él desconozcan
                 y a mí me conozcan.  ¡Ea,
                 ingenio!  ¿Qué hemos de hacer,
                 para que esto no suceda,
                 hasta hallar un medio airoso
                 yo, en que declararme pueda?
                 Sólo uno se me ofrece.
                 Este joven, cosa es cierta,
                 que, en viendo que en sus alcances
                 andan, parecer no quiera;
                 que claro está que no espere
                 ver su traición descubierta:
                 luego avisárselo importa;
                 pues, no pareciendo él, queda
                 mi secreto resguardado.
                 ¡Quién adónde está supiera,
                 antes que con él mi tío
                 diese, para que en su ausencia
                 yo procure declararme
                 con Serafina, y que sepa
                 quién soy!  Mas ¡ay infelice!
                 Que si ella ofendida trueca
                 los favores en venganzas,
                 es preciso que la pierda.
                 Pero ¿ha de faltar alguna
                 amorosa estratagema
                 para decirla quién soy,
                 con tal industria que pueda
                 no pesarme de lo dicho?
                 Mas la industria ha de ser ésta:
                 ¿de la comedia el papel
                 no es de galán?

Salen por un lado LISARDA y por otro CARLOS
CARLOS:                          ¡Celia!
LISARDA:                                 ¡Celia!
CÉSAR:           (Aquí se queda la industria
                 remitida a la experiencia.)


                     ¿Qué es, Carlos, lo que mandáis?
                 César, ¿qué es lo que queréis?
CARLOS:          Que un instante me escuchéis.
LISARDA:         Que una palabra me oigáis.
CÉSAR:                A vos iré, porque a vos,
                 César, primero que oíros
                 tengo también que deciros.
CARLOS:          Pues, siendo así que los dos
                     tenéis secretos, yo quiero,
                 pues lo que yo he de decir
                 ambos lo podéis oír,
                 tomar la mano primero.
                     Celia, aunque no es generoso
                 pecho el que hace en la ocasión
                 prenda de la obligación,
                 ya sabéis que un amoroso
                     afecto nunca ha vivido
                 debajo de ley; y así,
                 que yo me valga de ti,
                 en fe de haberte servido,
                     cuando a tierra te saqué,
                 ni es desdoro ni es bajeza.
                 Por mí, pues, una fineza
                 hoy has de hacer.
CÉSAR:                              Mal podré
                     excusarme agradecida.
                 ¿Qué es la fineza?
CARLOS:                             Sabrás
                 que en un rendido no hay más
                 gusto, más alma, más vida
                     que vivir imaginando
                 en que pueda merecer;
                 y así te suplico, al ver
                 cuánto la agradas, que, cuando
                     te mandare Serafina
                 cantar alguna canción,
                 sea ésta que a mi pasión
                 le dictó la peregrina
                     fe con que siempre la he amado;
                 y que, diciendo que es mía,
                 lo dulce de tu armonía
                 la encarezca mi cuidado;
                     porque, oyéndola de ti,
                 la oirá menos fiera y brava.
CÉSAR:           (¡Esto sólo me faltaba!
                 Mas para echarle de mí,
                     lo aceptaré.)  Corto es
                 deste servicio el empleo
                 para lo que yo deseo
                 hacer por ti.
CARLOS:                         Toma, pues;
                     que no es nueva confianza
                 dar mi esperanza a tu voz;
                 pues si ella es viento veloz,
                 al viento doy mi esperanza.

Dale un papel y vase
LISARDA:             Aunque yo venía (¡ay de mí!)
                 a saber, Celia divina,
                 lo que dijo Serafina
                 de la joya que la di,
                     que tienes habiendo oído
                 que hablar conmigo, no es
                 ya ésa mi pretensión.
CÉSAR:                                    Pues
                 sabrás que yo la he tenido
                     contigo, que es una nueva
                 de que me has de dar albricias.
LISARDA:         Ya sé que mi bien codicias.
                 Y si el afecto te lleva
                     a honrarme, di lo que ha habido.
CÉSAR:           No dese género fue
                 la nueva.  Has de saber...
LISARDA:                                    ¿Qué?
CÉSAR:           Que de Orbitelo ha venido
                     (no le diré el nombre, pues
                 hablando confuso, infiero
                 que es mejor) un caballero,
                 tu tío pienso que es,
                     de parte de la princesa. 
                 A buscarte viene.  Di,
                 ¿no es nueva de gusto?
LISARDA:                                ¿A mí
                 a buscarme?
CÉSAR:                         (Ya le pesa.)
LISARDA:             ¿A mí?
CÉSAR:                      ¿No eres de Orbitelo?
LISARDA:         Claro es.
CÉSAR:                      Pues a ti te busca.
                 ¿Qué te suspende ni ofusca?
LISARDA:         ¿A qué fin (válgame el cielo)
                     me ha de buscar?
CÉSAR:                                 ¿Qué sé yo?
                 Pero el haberte venido,
                 sin que lo hubiese sabido
                 tu madre, la causa dio,
                     sin duda, para buscarte.
LISARDA:         (¿Quién creyera que tomara
                 el nombre de quien faltara
                 de allá, porque en esta parte,
                     tras el nombre y no tras él
                 viniese a llamarme a mí?)
CÉSAR:           De qué te asustas me di.
LISARDA:         De que es fortuna cruel.
                     (¿Qué he de hacer, que estoy cogida
                 en la mentira?)
CÉSAR:                           Turbado
                 estás, César.
LISARDA:                         Hame dado,
                 Celia, enfado su venida;
                     y por sólo castigar
                 la diligencia de haber
                 venido, me he de esconder,
                 y ninguno me ha de hallar.
CÉSAR:                Harás muy bien; que ya eres
                 muy grande para que así
                 se anden tus deudos tras ti.
LISARDA:         Y si tú ayudarme quieres,
                     di que tú me lo dijiste,
                 y que, enfadado de ver
                 su curiosidad, poner
                 en un caballo me viste,
                     y salir del sitio huyendo.
CÉSAR:           Digo que yo lo haré así
                 (porque me está bien a mí,
                 y es sólo lo que pretendo).
LISARDA:             Pues, Celia, si tú me ayudas,
                 imagina que eres dueño
                 de Orbitelo.  Deste empeño
                 me has de sacar.
CÉSAR:                           ¿Qué lo dudas?
                     ¿Qué haré yo en servirte en [esto]?
                 Y más, que a mí me está bien.
LISARDA:         ¿Por qué a ti?
CÉSAR:                         Porque eres quien
                 en obligación me has puesto
                     bien grande hoy.
LISARDA:                               Yo te suplico
                 me digas la obligación,
                 para estimarte esa acción.
CÉSAR:           Desairar a Federico
                     con Serafina.
LISARDA:                                      Pues ¿qué
                 pudo eso importarte a ti?
CÉSAR:           Algo me importa.
LISARDA:                          ¡Ay de mí!
                 ¿Le amas acaso?
CÉSAR:                           No sé.
                     Mas basta decirte aquí
                 que, en mi fortuna cruel,
                 el descomponerle a él
                 es darme la vida a mí.

Vase
LISARDA:             ¿Qué escucho?  ¡Valedme, cielos!
                 Que en mi ciega confusión
                 se verifican que son
                 hidras cortadas los celos;
                     pues donde unos mueren, vi
                 nacer otros (¡oh hado infiel!).
                 ¿El descomponerle a él
                 es darme la vida a mí?
                     Aun esto más me acobarda
                 que el buscar a César.  ¡Cielos!
                 ¿No bastaban unos celos,
                 sino otros celos?

Sale FEDERICO recatándose
FEDERICO:                            ¡Lisarda!
LISARDA:             Pues ¿cómo me hablas, tirano,
                 desa suerte?
FEDERICO:                      Aunque debiera
                 hablarte de otra manera,
                 ya es otro tiempo, y en vano
                     estilo a mudar me atrevo,
                 cuando es fuerza hablar así,
                 por lo que me debo a mí,
                 no por lo que a ti te debo;
                     que, aunque mi vida ofendida
                 de tus acciones está,
                 yo soy quien soy, y me da
                 nuevo cuidado tu vida.
                     Guardarla, ingrata, pretendo
                 del peligro en que se halla.
                 Aquí está tu padre.
LISARDA:                                Calla,
                 calla, ingrato; que ahora entiendo
                     que tú con Celia has tratado
                 para ausentarme de ti.
FEDERICO:        ¿Yo con Celia?
LISARDA:                           Ingrato, sí;
                 tú a Celia se lo has contado.
FEDERICO:            ¿Yo a Celia?
LISARDA:                           Sí.  Pensarás,
                 con que vienen a buscarme
                 y que es mi padre, ausentarme
                 del sitio.  Pues no podrás
                     conseguirlo; que he de estar,
                 a tu pesar, compitiendo
                 tu fineza, deshaciendo
                 cuanto llegues a intentar
                     con ella y con Serafina,
                 de que ya principio fue
                 la joya, que no arrojé,
                 y hoy la he entregado.
FEDERICO:                               Imagina
                     que no hablarte en eso yo
                 y hablarte en esto es mostrar
                 que un pesar de otro pesar
                 se va apoderando.
LISARDA:                           No
                     te he de creer.  Y pues veo
                 que el decirme Celia aquí
                 que a César buscan de ti
                 nace, ni uno ni otro creo.
                     Y así tu necia porfía
                 no piense darme cuidado,
                 pues antes tú me has quitado
                 alguno que yo tenía.
FEDERICO:            Mira...
LISARDA:                     No hay que mirar.
FEDERICO:        Advierte...
LISARDA:                     No hay que advertir.
FEDERICO:        Oye...
LISARDA:                   No tengo de oír.
FEDERICO:        Escucha...
LISARDA:                      No he de escuchar;
                     que ya sé que es todo engaño.
                 ¿Pensaste que me asustara,
                 y que al punto me ausentara?
                 Pues no ha de ser; que en tu daño
                     he de estar (¡viven los cielos!)
                 impidiéndote el favor,
                 y que has de morir de amor,
                 pues que yo muero de celos.

Vase
FEDERICO:            Mira, ingrata, que enmendar
                 tu peligro, y no el mío, quiero.
                 Oye, escucha.

Sale ENRIQUE
ENRIQUE:                         ¡Caballero!
FEDERICO:        ¿Qué mandáis?  (¡Fiero pesar!)
ENRIQUE:             Que me digáis, os suplico,
                 porque me han dicho que aquí
                 César estaba...
FEDERICO:                          (¡Ay de mí!)

Vuelve FEDERICO la espalda
ENRIQUE:         (¡Vive Dios, que es Federico!
                     Mas ¿qué he de hacer, si es él
                 el que la espalda volvió?)
FEDERICO:        (Si ya se lo han dicho, no
                 es bien negarlo.  ¡Crüel
                     lance, si la ve.)
ENRIQUE:                                Los cielos
                 os guarden.
FEDERICO:                    (Tras ella va.
                 ¿Cómo mi desdicha hará
                 no la alcancen sus recelos?
                     Porque preguntar por ella
                 con el nombre que aquí tiene
                 es, sin duda, porque viene
                 de todo informado.  ¡Oh estrella
                     siempre opuesta!  ¿Cómo haré
                 no llegue a verla?)  ¡Ah, señor
                 Enrique Esforcia!  (Valor,
                 sólo te acuerda de que
                     eres mío.)
ENRIQUE:                        ¿Qué mandáis?
FEDERICO:        (A riesgo de amor y vida
                 es bien que su muerte impida.)
                 Yo pienso que no ignoráis
                     muchas quejas que de vos
                 tengo, y en ellas quisiera
                 que en secreta parte fuera,
                 menos pública a los dos.
                     Y así os suplico conmigo
                 vengáis.
ENRIQUE:                   Antes que buscar
                 a César esto es.  Guiar
                 podéis vos, que ya os sigo.
FEDERICO:            Vuestra aquesa elección fue.
[ENRIQUE:]       Ved dónde queréis que vamos.
FEDERICO:        De aqueste jardín salgamos
                 una vez, que yo diré
                     allá dónde habemos de ir.
ENRIQUE:         Salgamos.

Sale SERAFINA
SERAFINA:                  ¿Qué es esto?
FEDERICO:                                Nada.
                 (¿Habrá suerte más airada?)
ENRIQUE:         Sí es, y de mí lo has de oír.
                     Contigo, señora, estaba,
                 ya lo sabes, esperando
                 que viniera César, cuando
                 dijo una dama quedaba
                     en aqueste jardín.  Yo,
                 porque creí que pudiera
                 ser que su enojo le hiciera
                 ausentar sin verle, no
                     quise esperarle; y así
                 con tu licencia a buscarle
                 salí, y pensando aquí hallarle,
                 hallé a Federico aquí.
                     Es Federico mi amigo,
                 y, habiéndole yo informado
                 de mi venida y cuidado,
                 él, cortesano conmigo,
                     sabiendo por dónde iría,
                 ha querido no dejarme
                 y, hasta verle, acompañarme.
SERAFINA:        No dudo que eso sería;
                     y pues no le habéis hallado,
                 y ya es tarde, hasta después
                 os retirad.  Idos, pues,
                 a vuestro cuarto.
ENRIQUE:                            Postrado
                     os obedezco.  (Porque
                 no entienda nuestros extremos,
                 voy.)
FEDERICO:              (Mañana nos veremos.)
ENRIQUE:         (¿Dónde?)
FEDERICO:                  (Yo os lo avisaré.)
SERAFINA:            ¿Qué es lo que habláis los dos?
FEDERICO:        Vuelvo a darle el parabién
                 de su venida.
SERAFINA:                       Está bien.

A ENRIQUE [y luego a FEDERICO]
                 Idos vos, y quedaos vos;

Vase ENRIQUE
                     que he de apurar, por no verme
                 obligada a declararme,
                 si habéis venido a obligarme,
                 Federico, o a ofenderme.
FEDERICO:            Fácil respuesta ha tenido
                 la duda.  A serviros vine.
SERAFINA:        Que lo contrario imagine
                 es fuerza, pues sólo ha sido
                     a darme enojos.
FEDERICO:                             ¿Yo?
SERAFINA:                                   Sí;
                 pues en el primer empeño
                 quisisteis haceros dueño
                 de la acción que a otro debí;
                     y en este segundo...
FEDERICO:                                 (¡Ay Dios!)
SERAFINA:        mostráis (todo lo he entendido)
                 que, por haberme servido
                 Enrique, os ofende a vos;
                     y así quisiera saber
                 si es, llegándolo a apurar,
                 esto ofender u obligar.
FEDERICO:        Es obligar y ofender.
SERAFINA:            ¿Obligar y ofender?
FEDERICO:                                Sí.
SERAFINA:        ¿Ofensa y obligación
                 no implican contradicción?
FEDERICO:        En todos, pero no en mí.
SERAFINA:            ¿Cómo? que medio no hallo.
FEDERICO:        Como yo ofendo y obligo
                 a un tiempo con lo que digo,
                 y a un tiempo con lo que callo.
SERAFINA:            Eso no entiendo.
FEDERICO:                               Yo sí.
SERAFINA:        Declaraos más.
FEDERICO:                        No puedo.
SERAFINA:        ¿Por qué?
FEDERICO:                   Porque tengo miedo.
SERAFINA:        ¿De qué?
FEDERICO:                 De que contra mí
                     os he de hallar, aunque esté
                 de mi parte la razón.
SERAFINA:        No haré tal; a vuestra acción,
                 si la tiene, la daré.
FEDERICO:            ¿De manera que, si aquí
                 tuviese disculpa yo,
                 no seréis contra mí?
SERAFINA:                              No.
FEDERICO:        ¿Seréis en mi favor?
FEDERICO:                              Sí.
FEDERICO:            ¿Y si es lo que habéis de oír
                 contra Enrique?
SERAFINA:                         Aunque sea, hablad.
FEDERICO:        Pues sabed... Mas esperad.
                 Que aun no lo puedo decir.

Al irse a entrar FEDERICO, sale CÉSAR
SERAFINA:            Volved...
CÉSAR:                       ¿Qué es esto?
FEDERICO:                                    No sé;
                 si ya no es (¡ay Celia bella!)
                 el fatal fin de mi estrella;
                 y pues al paso te hallé,
                     tras el pasado favor,
                 de parte mía la di
                 tenga entendido de mí
                 que soy enigma de amor.

Vase ENRIQUE
SERAFINA:            (¿Quién, en [igual confusión],
                 habrá que discurrir pueda?)
CÉSAR:           (Pues sola [¡ay infeliz!] queda,
                 yo llego a buena ocasión.
                     ¡Ea, ingenio caprichoso,
                 haz que quede mi cuidado,
                 si se enoja, desdichado,
                 si no se enoja, dichoso!)

Saca un papel y finge que le estudia
                 "Aquel prodigio de Tebas
                 que lidiar supo y rendir..."


SERAFINA:            ¿Qué es eso, Celia?
CÉSAR:                                 Señora,
                 ¿aquí estabas?  Estudiar
                 mi papel.
SERAFINA:                    A mi pesar
                 no viene a mal tiempo ahora
                     cualquiera divertimiento
                 que me haga vengada dél.
                 Dime algo de tu papel.
CÉSAR:           Y aun todo decirlo intento.
SERAFINA:            Y ¿qué la fábula ha sido?
CÉSAR:           Hércules enamorado,
                 que de Yole en el estrado
                 estaba a la rueca asido.
SERAFINA:            ¿Tanto pudo amor?
CÉSAR:                                Así 
                 lo dice el razonamiento
                 que repasaba.
SERAFINA:                       Oírle intento.
                 Dile.
CÉSAR:               ¿Con el tono?
SERAFINA:                           Sí.

Canta [CÉSAR]
CÉSAR:           "Aquel prodigio de Tebas
                 que lidiar supo y rendir
                 en el África al león
                 y en Calidonia al espín,
                 enamorado de Yole,
                 hermosa deidad gentil,
                 trocó la clava a la rueca
                 y la piel al faldellín.
                 En la mano y en el traje
                 el uso, dos veces vil,
                 enseñándole a llorar,
                 le enseñaron a decir:
                 `No desdeñes verme,
                 dulce dueño, así;
                 que esto en mí no es bajeza,
                 no, no, rendimiento sí.
                 Aunque en traje de mujer 
                 me ves, bien sabe de mí
                 el correspondido amor
                 que rey en el orbe fui;
                 e interesado en el tuyo,
                 después que tus ojos vi,
                 huyendo vine el mandar
                 para lograr el servir.
                 Y pues por sólo obligarte
                 allá lloré y padecí,
                 antes que el interesado
                 amor me obligase a huir,
                 no desdeñes ver[me],
                 dulce dueño, así...'"


SERAFINA:            Aguarda; que de manera
                 tu voz me lleva tras sí
                 que no sé si aquesto es
                 aun más, Celia, ver que oír.
CÉSAR:           ¿Qué te parece?
SERAFINA:                            Tan bien
                 que en toda mi vida vi
                 tan bien explicado afecto.
CÉSAR:           Luego ¿proseguiré?
SERAFINA:                                Sí.


CÉSAR:           "`Contra tu pecho y mi pecho
                 tú al despreciar, yo al sentir,
                 de plomo y oro sus flechas
                 armó ese fiero adalid.
                 Dígalo en ti el verte airada
                 y el verme rendido a mí,
                 equivocando en los dos,
                 ya el llorar y ya el reír.
                 Pero aunque los dos extremos
                 en mí ejecute y en ti,
                 mudando de odio y amor
                 el noble afecto en el vil,
                 no desdeñes verme,
                 dulce dueño, así;
                 que esto en mí no es bajeza,
                 no, no, rendimiento sí.'"


SERAFINA:        De suerte lo significas
                 que me das a presumir
                 si es verdadero o fingido.
CÉSAR:           Y ¿qué llegas a inferir?
SERAFINA:        Que es fingido, claro está;
                 que si llegara a inferir
                 que no lo era...
CÉSAR:                         No te enojes;
                 que cuanto llegas a oír
                 es de la fábula.
SERAFINA:                          Pues
                 si es de la fábula, di.


CÉSAR:           "`Aunque he visto de tu rostro
                 el encendido matiz,
                 dejando mustio el clavel
                 y ensangrentado el jazmín,
                 no por eso me acobardo,
                 viendo que no soy yo aquí
                 quien ama a lograr amando,
                 porque es su interés su fin.
                 Todo mi bien es quererte
                 y, pues es bien, siendo así,
                 que el correspondido amor
                 haga mi vida feliz,
                 no desdeñes verme,
                 [dulce dueño, así...]'"


SERAFINA:        Calla, calla, no prosigas;
                 que ya no puedo sufrir
                 de la duda si es aquesto
                 representar o sentir.

Sale al paño CARLOS
CARLOS:          Veré si mi papel canta,
                 pues la voz de Celia oí.
CÉSAR:           Claro es que es representar
                 una fineza; y no aquí
                 conmigo te enojes, puesto
                 que yo el papel no escribí;
                 con quien escribió el papel
                 te enoja.
CARLOS:                   ¡Ay de mí infeliz!
                 "Que aquesto es representar
                 una fineza" entendí.
                 "Con quien escribió el papel
                 te enoja" también oí.
SERAFINA:        Di, ¿quién escribió el papel?
CÉSAR:           (¿Que la tengo de decir?)

Sale al paño FEDERICO, al otro lado
FEDERICO:        Vuelvo a ver si habla ya Celia
                 a Serafina de mí.
CÉSAR:           ¿Quién quieres que sea, señora,
                 quien le llegase a escribir,
                 sino quien más sabe amar
                 y quien más sabe sentir?
CARLOS:          Bien disculpándome va
                 sin nombrarme, y con sutil
                 y bien fundada razón.
FEDERICO:        Hoy es mi suerte feliz.
                 Sin duda de mí la habla,
                 pues yo se lo dije así.
CÉSAR:           Y así, señora, no tienes
                 que culpar ni que inquirir,
                 porque yo te represente
                 lo que otro pudo sentir.
FEDERICO:        (¡Oh, lo que la debo a Celia!)
CARLOS:          (¡Oh, lo que a Celia debí!)
CÉSAR:           Que todos dicen su amor
                 como le saben decir;
                 y el representarle yo
                 sólo ha sido repetir
                 lo que otro dijo no más.
SERAFINA:        Con todo debo insistir,
                 por quién se debe entender.
CÉSAR:           Si no hubieras de reñir,
                 yo te dijera por quién.
SERAFINA:        Pues no lo reñiré; di.
CÉSAR:           ¿Qué no te enojarás?
SERAFINA:                                  No.
CÉSAR:           ¿Y que lo estimarás?
SERAFINA:                                  Sí.
CÉSAR:           (¡Ánimo, amor; que esta vez
                 llegó de mi mal el fin!)
                 Pues cuanto aquí represento
                 y cuanto he dicho es...

Salen CARLOS y FEDERICO
LOS DOS:                                   Por mí.
CÉSAR:           Pues ya te lo han dicho ellos,
                 ¿qué tengo yo de decir?
CARLOS:          Porque llegando a saber...
FEDERICO:        Porque llegando a inferir...
CARLOS:          que tú no te has de enojar...
FEDERICO:        que tú no lo has de sentir...
CARLOS:          yo fui el que escribió el papel.
FEDERICO:        yo el que enigma de amor fui.
SERAFINA:        Pues si Celia por los dos
                 habló, como ambos decís,
                 decid a Celia también
                 que ella responda por mí.

Vase SERAFINA
CÉSAR:           (No haré tal, pues tan trocada
                 la suerte entre los dos vi
                 que, no hablando yo por ellos,
                 ellos hablaron por mí.)

Vase CÉSAR
CARLOS:          Pues por más que tu penar...
FEDERICO:        Pues por más que tu sentir...
CARLOS:          en tí ni otra no me oiga...
FEDERICO:        no oiga en otra, ni en tí...
CARLOS:          no he de dejar de querer...
FEDERICO:        no he de dejar de morir...
CARLOS:          y cuando me veas llorar...
FEDERICO:        y cuando me veas sentir...
LOS DOS:         no desdeñes verme,
                 dulce dueño, así;
                 que esto en mí no es flaqueza,
                 no, no, rendimiento sí.

FIN DE LA SEGUNDA JORNADA


JORNADA TERCERA


Salen ENRIQUE y SERAFINA
ENRIQUE:             Ya que César, mi sobrino,
                 según todos me han contado,
                 de que le busqué enfadado,
                 de aquí ausentarse previno,
                     no quiero hacerle pesar;
                 que, con saber que está aquí,
                 basta a mi intento; y así
                 licencia me habéis de dar,
                     señora, para volverme,
                 porque el amor de Lisarda,
                 que ya avisada me aguarda,
                 no me sufre detenerme
                     más largo plazo.
SERAFINA:                             Aunque [sea]
                 tan forzosa la ocasión
                 que os lleva, mi obligación,
                 que agasajaros desea,
                     os ruega que por dos días
                 más o menos esperéis
                 una fiesta, en que veréis
                 celebrar las damas mías
                     mis años; pues, sólo a fin
                 de hacérosla a vos mayor,
                 licencia ha dado mi amor
                 para que entren al festín,
                     respecto de que sentados
                 no han de estar los caballeros
                 y entren los aventureros
                 de máscara disfrazados;
                     con cuya ocasión podría
                 ser que el príncipe viniese
                 de embozo, porque pudiese
                 lograrse nuestra porfía.
                     Porque, si verdad os digo,
                 siento que no le llevéis
                 con vos y que le dejéis
                 entre uno y otro enemigo,
                     ya que han dispuesto los cielos
                 que haya de ser mi favor
                 aquí academia de amor
                 y allá campaña de celos.
ENRIQUE:             Si él, receloso que yo
                 le he de llevar, se ha escondido,
                 debe de hallarse corrido,
                 y esto es sin duda, que no
                     venga al festín, en sabiendo
                 que yo en él he de asistir.
SERAFINA:        Pues procuremos fingir
                 algún modo, previniendo
                     que él venga, y que vos no os vais
                 sin ver la fiesta.
ENRIQUE:                            Ese intento,
                 con fingir yo que me ausento,
                 fácilmente le lográis.
SERAFINA:            Decís bien; y así encerrado
                 en vuestro cuarto podéis
                 quedaros; y con que estéis
                 en la fiesta retirado,
                     se consigue el un efeto,
                 a ventura que también
                 se consiga el otro.
ENRIQUE:                              Bien
                 me parece, aunque os prometo
                     que cada instante que no
                 veo a Lisarda es para mí
                 un siglo.
SERAFINA:                   Yo lo creo así.
                 Y pues a tiempo llegó
                     Federico, la deshecha
                 empezad a hacer.
ENRIQUE:                           Sí haré,
                 aunque al mirarle no sé
                 cómo sanear la sospecha
                     de haberme desafïado,
                 y no haber con él reñido.

Sale FEDERICO
FEDERICO:        (¡A qué mal tiempo he venido,
                 pues con Enrique he encontrado!
                     Que, aunque le dije que yo
                 otro día le vería,
                 como la pretensión mía
                 no era de reñir, si no
                     de salvar a aquella fiera,
                 no volví al duelo hasta ahora.)
SERAFINA:        En fin, ¿os vais?
ENRIQUE:                           Sí, señora.
SERAFINA:        Id con Dios; que, aunque quisiera
                     deteneros, no es razón.
ENRIQUE:         Otra vez beso tus pies.
FEDERICO:        (¿Esto despedirse no es?
                 Logróse mi pretensión;
                     que no habiendo parecido
                 Lisarda, Enrique se va;
                 y ella ¿quién duda que habrá
                 delante a su casa ido,
                     siendo informada de que 
                 era él el que estaba aquí,
                 puesto que más no la vi
                 desde que se lo avisé?)
SERAFINA:            No me dejéis de escribir,
                 pues os merece mi celo
                 la atención.
ENRIQUE:                       Guárdeos el cielo.
                 (Supuesto que esto es fingir
                     que me voy, y no me voy,
                 yo pensaré retirado,
                 ya que no me haya llamado,
                 la obligación en que estoy.)

Vase ENRIQUE
SERAFINA:            Mucho, Federico, estimo
                 que en esta ocasión vengáis.
FEDERICO:        ¿En qué os sirvo?
SERAFINA:                          En que sepáis...
                 (¡Mal mis afectos reprimo!)
FEDERICO:        (¡Mal a escucharla me animo!)
SERAFINA:        (¡Ciega estoy!)
FEDERICO:                      (¡Estoy perdido!)
SERAFINA:        ...que, no habiendo parecido
                 César, Enrique se va
                 y que en cualquier parte está
                 de mi amparo defendido;
                     y pues cesa con su ausencia
                 el ver al competidor,
                 cese también el rencor
                 de la pasada pendencia.
FEDERICO:        Cuando nuestra competencia
                 sobre mi opinión cargara,
                 aun siendo quien soy, dejara
                 desairada mi opinión,
                 porque no hubiera razón,
                 señora, que os disgustara
                     el que más rendido visteis
                 siempre a vuestro gusto fiel.
SERAFINA:        Y si no, dígalo aquel
                 secreto que me dijisteis,
                 cuando disculpar quisisteis
                 una y otra grosería.
FEDERICO:        Si pudiera la voz mía,
                 ya lo dijera, señora.
SERAFINA:        Que no pudisteis no ignora
                 mi atención; que no sería
                     razón engañarme a mí;
                 y, no pudiendo a la culpa
                 hacer verdad la disculpa,
                 fue bien callarla.
FEDERICO:                           ¡Ay de mí!,
                 que, aunque todo eso [fue] así,
                 a vista de tu crueldad
                 no fue con mi voluntad.
SERAFINA:        Mucho, pues, de verme admira
                 tan valida la mentira.
FEDERICO:        Es huérfana la verdad.
SERAFINA:            Bien puede ser que lo sea;
                 pero ya no he de creer
                 que la hay, sin dejarse ver.
FEDERICO:        Bien fácil es que se vea,
                 que se examine y se crea,
                 con sola una condición.
SERAFINA:        ¿Qué es?
FEDERICO:                Salvar tu indignación.
SERAFINA:        ¿La indignación mía?
FEDERICO:                              Sí.
SERAFINA:        ¿Es contra mí?
FEDERICO:                        No es aquí
                 sino contra mi atención.
SERAFINA:            Pues ¿cómo de mí huye, cuando
                 contra ti es?  Que no lo entiendo.
                 (Mucho me voy descubriendo.)
FEDERICO:        Como te ofendí callando,
                 y a mí me ofendiera hablando.
SERAFINA:        Pues yo quiero que te ofenda,
                 a precio de que se entienda.
FEDERICO:        ¿Cómo quieres que lo diga
                 cuando tu precepto obliga
                 que a Enrique servir pretenda?
SERAFINA:            ¿A Enrique?
FEDERICO:                        Sí.
SERAFINA:                            Ya prevengo,
                 introduciendo una dama
                 antes, y ahora su fama,
                 la disculpa.
FEDERICO:                      Si a ver vengo
                 que libre ese paso tengo,
                 no me queda que temer.
SERAFINA:        A mí sí.  Y así, hasta ver
                 si es verdad, oiré.
FEDERICO:                            Escuchad.
SERAFINA:        Decid.  Pero no, callad;
                 que no lo quiero saber.

Vase SERAFINA
FEDERICO:            ¡Ay, infelice! ¡Qué presto
                 se vengó!  Mas ¿qué me espanta
                 si es mujer, y se le vino 
                 a las manos la venganza?
                 Huyó el rostro a la disculpa
                 para que nunca llegara
                 a saber que ama y no ofende
                 quien piensa [que ofende y no ama].            
                 ¿Quién en el mundo habrá visto
                 dos acciones tan contrarias
                 como enojar con finezas
                 y ofender con esperanzas?
                 ¿Qué será (válgame el cielo)
                 que Enrique sin ver se vaya
                 a César, si a verle vino?
                 Y si sabe que es Lisarda,
                 ¿cómo se vuelve sin verla?
                 Si no lo supo, ¿a qué causa
                 busca a César, si no es César?
                 ¡El cielo otra vez me valga!
                 Que no acabo de entenderme,
                 por más que me entiendo.

Sale PATACÓN
PATACÓN:                                      ¿En qué andas,
                 que no te hallo en todo el día?
FEDERICO:        ¿Por qué de no hallar te espantas
                 a quien está tan perdido
                 que aun él mismo no se halla?
PATACÓN:         ¿Qué tenemos?   ¿Anda acaso
                 otro enredo de Lisarda
                 u otro embeleco de Nise
                 por aquí?
FEDERICO:                  No sé qué anda.
                 Mas dime, ¿has sabido della?
PATACÓN:         Desde la historia pasada
                 de la joya y de la suela
                 no han parecido más ambas.
FEDERICO:        Sin duda que, aunque al decirla
                 yo que aquí su padre estaba,
                 desprecio hizo del aviso;
                 después, mejor informada,
                 se ausentó; y si es que se fue
                 para esperarle en su casa,
                 habrá hecho lo mejor.
PATACÓN:         Hallo una gran repugnancia
                 para que ella eso eligiese.
FEDERICO:        Y ¿qué es?
PATACÓN:                         Que corduras haga
                 quien siempre locuras hizo.
FEDERICO:        La necesidad es sabia,
                 y mudaría de acuerdo.
PATACÓN:         Ríete desas mudanzas,
                 porque el serlo con amor
                 tiene tales circunstancias
                 que el que una vez pierde el juicio
                 no se halla, si le halla.
                 Pero dejando esto aparte,
                 ¿no me dirás lo que pasa
                 con Serafina?
FEDERICO:                       Es mi amor
                 cifra que no se declara,
                 letra que no se descifra
                 y enigma que no se alcanza;
                 de suerte que mi discurso,
                 entre confusiones varias,
                 si tal vez calla, es ofensa,
                 y ofensa, si tal vez habla.
                 Ni la entiendo ni me entiende.
PATACÓN:         Con poca razón te espantas;
                 que amor palaciego es
                 escaparate del alma,
                 donde se ven por defuera
                 juguetes de porcelana,
                 trastos de imaginación,
                 melindres de filigrana,
                 retruécanos de cristal
                 y tiquis-miquis de ámbar
                 que, aunque se ven, no se tocan.
FEDERICO:        Deja locuras cansadas,
                 y dime lo que hay de nuevo.
PATACÓN:         La comedia de las damas
                 es lo más nuevo que hay.
                 Por esos jardines andan;
                 que como esta noche es,
                 todo es tratar de las galas,
                 los aparatos, las joyas
                 y trajes que todas sacan.
                 A Celia, que hace el galán,
                 diz que ha dado dos alhajas
                 Serafina que, mejor 
                 que ella, de misterio cantan.
                 Y como aqueste alborozo
                 se ha seguido de hacer gracia
                 la princesa de que puedan
                 entrar dentro de la sala
                 las máscaras que quisieren,
                 están ya calles y plazas,
                 tomándolo desde luego,
                 llenas de invenciones varias.
FEDERICO:        Eso mira a no querer
                 verse en la fiesta obligada
                 a dar a nadie lugar.
PATACÓN:         Y ¿a qué mira que en la estancia
                 donde ha de ser la comedia
                 un apartado se haga?
FEDERICO:        A que algún ministro anciano,
                 a título de sus canas,
                 pueda estar sentado.
PATACÓN:                                  ¡Cuántos,
                 sin ser ministros, tomaran
                 unas canas a estas horas!
FEDERICO:        ¿Por qué?
PATACÓN:                           Porque se excusaran
                 del de detrás que rempuja,
                 del del lado que le aja,
                 del del otro que le aprieta,
                 del de delante que parla,
                 redimiendo de camino
                 la liga que ya le mata,
                 el callo que ya le duele.
                 Y lo peor destas andanzas
                 es que su incomodidad
                 es la fiesta quien la paga,
                 diciendo que es larga; pues,
                 hombre en pie, ¿no ha de ser larga,
                 si a cuenta de fiesta pones
                 desde salir de tu casa,
                 tres horas que aquí la esperas,
                 sin dos por romper la guarda?
FEDERICO:        ¡Oh, quién tuviera tu humor!

Sale a la puerta TEODORO de máscara
TEODORO:         ¡Señor Federico!
FEDERICO:                          Aguarda.
                 ¿Me nombraron?
PATACÓN:                            Hacia allí
                 un máscara es quien te llama.
FEDERICO:        ¿Qué es lo que mandáis?
TEODORO:                                  Aparte
                 me escuchad una palabra.

Descúbrese
                 ¿Conoceisme?
FEDERICO:                       Sí; que nunca
                 fue mi voluntad ingrata
                 a quien debe lo que a vos,
                 Teodoro, y con vida y alma
                 os conozco y reconozco
                 deudor de finezas tantas.
TEODORO:         Pues buena ocasión se ofrece
                 ahora para pagarlas.
FEDERICO:        ¿En qué?
TEODORO:                    Ya sabéis que yo
                 desterrado de mi patria
                 por vos salí.
FEDERICO:                       Y sé también
                 que de Orbitelo en la casa,
                 opuesto a vuestra fortuna...
TEODORO:         Pues sabed...
FEDERICO:                      ¿Qué?
TEODORO:                             Que yo, a causa
                 de enmendarla, si es que puede
                 un desdichado enmendarla,
                 saqué a César, con intento
                 (no digo ahora la traza
                 ni el traje en que le saqué)
                 que en el concurso se hallara
                 de amantes de Serafina,
                 por si por dicha lograra
                 él su amor, yo su perdón.
                 Mas, corriendo una borrasca,
                 yo tomé tierra y él no.
                 Llorando, pues, su desgracia,
                 juzgándole ya por muerto,
                 oí a un hombre que pasaba
                 por donde yo me alargué,
                 entre otras mil nuevas varias,
                 que el príncipe de Orbitelo
                 en este sitio quedaba;
                 y, juzgando que podía
                 ser que del golfo escapara,
                 a saber si es cierto vengo,
                 solamente en confianza
                 desta máscara y de vuestro
                 favor; y así a vuestras plantas
                 os suplico, pues no puedo
                 descubrir a otro la cara,
                 me hagáis merced de decirme
                 si esta nueva es cierta o falsa.
FEDERICO:        Mucho me pesa, Teodoro,
                 de que de deciros haya
                 que es falsa; porque el que aquí
                 hoy con el nombre se halla
                 de César, yo sé muy bien
                 que no lo es, antes me saca
                 de una duda que tenía
                 ver que su muerte fue causa
                 de que otro tomase el nombre
                 por quien a buscarle andan.
TEODORO:         ¡Ay infelice de mí!
FEDERICO:        No así os aflija su falta;
                 que ya que a César no halléis,
                 me halláis a mí; que palabra
                 os doy de favoreceros
                 con Serafina, y que haga
                 que os perdone, si librase
                 sólo en eso mi esperanza.
TEODORO:         ¡El cielo os guarde!  Mas ¿cómo
                 pueden no sentir mis ansias
                 la muerte infeliz de un joven
                 que crié y perdí?  ¡Mal haya
                 tan mal pensado consejo!
FEDERICO:        Venid conmigo a mi estancia,
                 donde hablaremos mejor
                 de nuestras fortunas varias,
                 y cubríos, no os conozcan
                 otras máscaras que pasan.
TEODORO:         Reparáis bien. ¡Ay fortuna,
                 qué mal juzgué que te hallara,
                 pues nunca es la buena nueva
                 tan cierta como la mala!

Vanse TEODORO y FEDERICO, quedando solo PATACÓN. Sale FABIO con máscaras
PATACÓN:             ¿Qué máscara será ésta
                     que, después que a solas hablan,
                     mano a mano van los dos?
FABIO:               ¡Hidalgo!
PATACÓN:                          ¿Qué es lo que manda
                     señor máscara, vusted?
FABIO:               Que me digáis...  Pero nada
                     quiero ya que me digáis.

Hácele señas que se vaya
PATACÓN:             Estimo la confïanza
                     que hacéis de mí.
FABIO:                                   (¿Quién creyera
                     que a Patacón encontrara
                     el primero?  Y así es bien,
                     porque no conozca el habla,
                     no proseguir lo que iba
                     a preguntar.)

Hace señas
PATACÓN:                             Pues ¿qué causa
                     os obliga a enmudecer?
                     ¿Qué me decís?  ¿Que me vaya?
                     Pues ¿no hay voz con que decirlo?
                     ¿No?  El hombre viene de chanza.
                     El máscara de mi amo
                     como un jilguerico garla;
                     parlad vos como un pardillo.
                     ¿No hay hablar una palabra?
                     ¿Os he hecho algún beneficio,
                     que así me quitas el habla?
                     ¿Que me vaya con Dios?  ¿Sí?
                     Pues quedaos en hora mala.

Vase PATACÓN
FABIO:               Siempre temí que me habían
                     los celos de una tirana
                     de poner en ocasión
                     que me obligase a una infamia.
                     Dígalo el que habiendo hallado
                     en la estafeta una carta
                     con su nombre, supe della
                     que su padre la avisaba
                     que estaba aquí, y que muy presto
                     la vería, a cuya causa
                     me ha parecido avisarle
                     de cómo de Milán falta,
                     porque vengue en Federico
                     los celos con que me mata.
                     Bien sé que es venganza indigna
                     de mi sangre y de mi fama;
                     pero ¿qué villanos celos
                     tomaron justa venganza?
                     A este fin quise saber
                     el cuarto en que se hospedaba;
                     y pues fue el primer encuentro
                     azar, mejor es que vaya,
                     pues la máscara me da
                     paso a esperarle en la sala
                     del festín, puesto que en ella
                     no puede faltar.

Vase FABIO. Salen LISARDA y NISE [de hombres pero con otros vestidos que antes] y con mascarillas
NISE:                                      ¿No basta
                     que de uno en otro disfraz
                     hoy de resuscitar tratas
                     la andante caballería,
                     que ha mil siglos que descansa
                     en el sepulcro del noble
                     don Quijote de la Mancha?
LISARDA:             Si sabes que, habiendo Celia
                     dicho que a César buscaban,
                     y Federico, que era 
                     mi padre, en desconfianza
                     entré de que verdad fuese,
                     averiguando mis ansias
                     nuevo amor y nuevos celos;
                     y con todo retirada
                     he estado, por no perderme
                     entre confusiones varias,
                     si era mentira, de necia,
                     si verdad, de temeraria;
                     si sabes que en el retiro
                     que hasta hoy nos tuvo encerradas
                     he sabido que era él,
                     y que ya del sitio falta,
                     porque hoy le han visto partir,
                     ¿cómo neciamente extrañas
                     el que vuelva a mis locuras,
                     cuando no hay otra esperanza?
NISE:                Sí, pero ya que volver
                     quieres, ¿por qué te disfrazas?
                     Pues ¿cómo César podrás
                     parecer?
LISARDA:                      Porque embozada
                     decir podré a Serafina
                     cómo con celos la agravia;
                     con que dos cosas consigo:
                     quedar de Celia vengada
                     y dejarla a ella celosa.
NISE:                Qué responder no faltara,
                     si la música no hiciera
                     ya a Serafina la salva.
LISARDA:             Pues mientras logro mi intento,
                     a aqueste lado te aparta.

Retíranse las dos. Salen CARLOS, SERAFINA, FEDERICO y LIDORO, y las damas, FABIO, TEODORO y PATACÓN
CARLOS:              Ya que de embozo, señora,
                     no vengo, porque me basta
                     a mí estar como criado,
                     os suplico que la almohada
                     toméis, y no me neguéis
                     el lugar que más me ensalza.
FEDERICO:            Lo que en Carlos es fineza
                     en mí es deuda, pues es clara
                     cosa que debo estar como
                     escudero de tu casa.
NISE:                (Los dos puestos han tomado
                     Federico y Carlos.)
LISARDA:                                    (Nada
                     me sucede bien, pues no
                     me será posible hablarla.)
FABIO:               (No veo dónde está Enrique,
                     para que le dé esta carta.)

Está ENRIQUE sentado detrás de una cortina
ENRIQUE:             (¿Si será César alguno
                     destos que el rostro recatan?)
TEODORO:             (Las alegrías de todos
                     sólo para mí son ansias.)
PATACÓN:             (Rabiando estoy por dar voces.)
                     Empiecen o saquen hachas.
LIDORO:              ¿Quién habla aquí?
PATACÓN:                                  Un mosquetero.
LIDORO:              ¿Cómo aquí con voces altas?
PATACÓN:             Como, aunque el rey aquí calle,
                     un mosquetero no calla.


MÚSICOS:                "Los años floridos
                     señalen de aquélla
                     que reina en las vidas,
                     que triunfa en las almas,
                     el fuego con lenguas,
                     el aire con plumas,
                     el mar con arenas,
                     la tierra con plantas;
                     y viva felice
                     contenta y ufana
                     la hermosa deidad,
                     la beldad soberana."


PATACÓN:             Buena la música ha estado.
                     ¿En qué se detienen?  ¡Salgan!

Dentro
VOZ:                 Por más que corran veloces,
                     divina Clori, tus plantas,
                     tengo de seguirte.

Cáesele un guante a SERAFINA
SERAFINA:                                  Un guante
                     se me ha caído.
PATACÓN:                              ¡Mas que anda
                     ruido sobre el guante!
CARLOS:                                        Yo...
FEDERICO:            Yo he de levantarle.
LISARDA:                                     Aguarda;
                     que el que merece gozar
                     la joya, alzará la caja.

Al ir a levantar FEDERICO el guante, le detiene LISARDA, y CARLOS le toma y le da a SERAFINA
FEDERICO:            Suelta, suelta; que ninguno
                     merecerla ni gozarla
                     merece más que yo.
LISARDA:                                 ¡Mientes!

Dale LISARDA una bofetada
                     (Arrebatóme la rabia.)
FEDERICO:            ¡Ay infelice de mí!
                     ¡Muera [un] aleve!

Saca FEDERICO la daga
LISARDA:                                  Repara,
                     Federico, que soy yo.

Descúbrese a él
FEDERICO:            ¿Quién se vio en confusión tanta?
SERAFINA:            ¿Aquí tanto atrevimiento?
LIDORO:              ¿Aquí osadía tan rara?
ENRIQUE:             (A tal lance fuerza es
                     que yo del retiro salga.)

Sale ENRIQUE
PATACÓN:             No prosiga la comedia
                     mientras un alcalde traiga.
FEDERICO:            (¿Quién ha visto igual empeño?
                     Bajeza será matarla,
                     pues dirán, después de muerta,
                     que di la muerte a una dama.
                     Si digo quién es, me pierdo,
                     pues está Enrique en la sala;
                     si no lo digo, es decir
                     que yo consiento en mi infamia.)
TODOS:               A todos tu honor les toca;

A FEDERICO
                     muera quien tu honor agravia.
FEDERICO:            Deteneos, deteneos,
                     y nadie saque la espada
                     en mi favor, cuando yo
                     vuelvo el acero a la vaina.
ENRIQUE:             Mi enemigo es Federico,
                     ya, ya le importa a mi fama
                     que tenga honor mi enemigo.
LISARDA:             (¡Mi padre! ¡El cielo me valga!)
SERAFINA:            ¿Qué esperáis? ¡Dadle la muerte!
FEDERICO:            Suspended todos las armas,
                     porque aquí no ha habido agravio;
                     y si os parece que falta
                     a su obligación mi honor,
                     cuando al que me ofende ampara,
                     sabed que es...
LISARDA:                              (¡Ay de mí triste!
                     ¿Qué he de hacer, que se declara?)
FEDERICO:            ...porque nunca está mejor
                     aquél que se desagravia
                     con la venganza que toma,
                     que dejando de tomarla;
                     porque no hay venganza como
                     no haber menester venganza;
                     y para que nunca quede
                     en opiniones mi fama,
                     de que un embozado pudo
                     poner la mano en mi cara,
                     sin que le quitara yo
                     dos mil vidas, dos mil almas,
                     sabed que es...
LISARDA:                             (¡Ay infelice!)
FEDERICO:            Perdóneme, soberana
                     Serafina, tu respeto;

A LISARDA
                     (Y cúbrete tú la cara,
                     a la máscara añadiendo
                     el embozo de mi capa.)
                     que tiene esta blanca mano
                     y, siendo, como es, tan blanca,
                     agravio no ha sido, pues
                     las manos blancas no agravian.

Van FEDERICO y LISARDA
SERAFINA:            Cuando no agravie su honor,
                     mi respeto sí.  Matadla
                     o prendedla.
ENRIQUE:                            Deteneos;
                     que guardo yo sus espaldas.
SERAFINA:            ¿Tú la amparas?
ENRIQUE:                              Sí, que el día
                     que en algún riesgo se halla,
                     no es generoso enemigo
                     el que a su enemigo falta;
                     y así, hasta ponerla en salvo,
                     he de seguir sus pisadas.
FABIO:               Y yo a tu lado.  Y porque
                     no dudes quién te acompaña,
                     el dueño desta fineza
                     dirá después esta carta.

Dale FABIO a ENRIQUE una carta
ENRIQUE:             Después la veré.
SERAFINA:                                ¿Tú, Enrique,
                     en su favor te adelantas?
ENRIQUE:             Y a quien pensare, señora,
                     con satisfacción tan clara,
                     que hay desdoro en su opinión,
                     le sustentaré en campaña
                     que se engaña o miente, pues
                     las manos blancas no agravian.

Vase ENRIQUE
PATACÓN:             (¿Quién creerá que Enrique sea
                     quien diera el paso a Lisarda?)

Vase PATACÓN
FABIO:               (Ya que la carta le di,
                     no sepa quién pudo darla.)

Vase FABIO
TEODORO:             (No ser conocido en esta 
                     confusión es de importancia.)

Vase TEODORO
NISE:                (Hago testigos de que,
                     aunque un embozo la salva,
                     no hubo manto en la comedia,
                     sino mascarilla y capa.)

Vase NISE
SERAFINA:            ¿Qué es esto?  Pues viendo todos
                     tan gran desaire en mi casa,
                     todos me dejáis?  ¿No tengo
                     crïados, gente ni guarda
                     que este desaire castigue?
CARLOS:              A todos nos acobarda
                     ser contra una dama el duelo;
                     y antes le debo dar gracias,
                     que un competidor me quite,
                     pues no se queda esperanza
                     de volver a verte amante.

Vase CARLOS
LIDORO:              Yo procuraré alcanzarla;
                     juntando gente, te ofrezco
                     de traértela a tus plantas.

Vase LIDORO
SERAFINA:            Yo estimaré la fineza.

Sale CÉSAR de hombre
CÉSAR:               Pues si es que tú has de estimarla,
                     yo la he de hacer; que no en vano
                     me halló ceñida la espada
                     el empeño; y aunque fuese
                     adorno para la farsa,
                     en más noble acción sabré
                     en tu servicio emplearla.
                     (No vi la hora en que me viese,
                     ya que este lance embaraza
                     [el] salir [en] la comedia,
                     en este traje.)
SERAFINA:                            Repara
                     en que ya no es digna acción
                     el que aquí en tal traje salgas;
                     que si la comedia dio
                     licencia para esas galas,
                     no es bien en público dellas
                     gozar.
CÉSAR:                         Viéndote enojada,
                     no me sufre el corazón
                     de la manera que estaba
                     no salir.
SERAFINA:                       Vente conmigo.
CÉSAR:               Deja, señora, que haga
                     yo esta fineza.
SERAFINA:                            ¿Estás loca?
                     Mas ¡ay de mí! ¿Qué me espanta
                     que otra lo esté, cuando yo
                     veo lo que por mí pasa?
CÉSAR:               Pues ¿qué tienes?
SERAFINA:                              No sé, Celia;
                     pero aunque mano tan blanca
                     no puede agraviar su honor,
                     agraviándome a mí el alma,
                     miente quien dijere que
                     las manos blancas no agravian.

Vase SERAFINA
CÉSAR:               Ya que mi traje cobré,
                     yo buscaré nueva traza
                     para no perderle nunca,
                     pues alienta mi esperanza
                     que Federico la ofenda.
                     Con que, la suerte trocada,
                     pues que a mí me favorece
                     con los celos que a ella causa,
                     diré con más razón que
                     las manos blancas no agravian.

Vase. [Hablan dentro voces]
VOCES:               Por aquí, por aquí van.

Salen LISARDA, FEDERICO y PATACÓN
PATACÓN:             Por aquí, por aquí vienen
                     dirán mejor.
FEDERICO:                         ¿Dónde, ingrata,
                     dónde, fiera, dónde, aleve,
                     ya que restauré tu vida
                     de aquel pasado accidente,
                     en que tu honor y mi honor
                     aventuraste dos veces,
                     podrá la mía ampararte,
                     no por lo que a ti te debe,
                     por lo que se debe a sí,
                     de tantas armas y gente
                     como nos sigue, si ya
                     que tomamos por albergue
                     este parque, en él nos sitian,
                     a tiempo que en el oriente
                     el sol, para que nos hallen,
                     tinieblas y sombras vence?
LISARDA:             ¡Qué poco (¡ay de mí!) qué poco
                     temieran mis altiveces
                     esa gente que, ofendida
                     o lisonjera, pretende,
                     por gusto de Serafina,
                     descubrirme y conocerme,
                     si no fuera por mi padre.
FEDERICO:            Pues si no fuera por ese
                     inconveniente, ¿qué había
                     que temer inconvenientes?
                     A no ser por él, tirana,
                     ¿no dijera yo quién eres,
                     y acabaran de una vez
                     tus locuras con saberse?

                   Heredero de mi padre
               quedé, Teodoro, en infancia
               tan tierna que no sentía,
               hasta otro tiempo, su falta.
               Mi madre, guardando noble
               la viudedad de romana
               antigua, como matrona
               de su lustre y de su fama,
               dejó a Milán y a Orbitelo
               y, reduciendo su casa
               a moderada familia,
               la trajo entre estas montañas
               donde Miraflor del Po
               es tan abreviado alcázar
               que apenas sus poblaciones
               de cuatro villanos pasan.
               Cubrió de funestos lutos
               su vivienda, con tan rara
               austeridad que aun al campo
               apenas dejó ventana.
               En esta soledad y este
               retiro fue mi crïanza
               del delito del nacer
               una prisión voluntaria.
               En ella (que, aunque lo sepas,
               no importa el decirlo nada,
               puesto que un triste, aunque diga
               lo que se sabe, descansa)
               con tan grande, con tan ciega
               terneza me mira y ama
               que el aire, que apenas pase
               junto a mí, la sobresalta.
               Si alguna tarde la pido
               licencia para ir a caza,
               aun los conejos presume
               que son fieras que me matan;
               y lo más que me concede
               es, cuando más se adelanta,
               chucherías de las aves,
               varetas, ligas y jaulas.
               Si a las orillas del río
               salgo a pescar con la caña,
               desvanecido en sus ondas
               temiendo queda que caiga.
               Verme arcabuz en las manos
               es llorar que se dispara
               o se revienta.  Si ve
               que algún caballo me agrada,
               por manso que sea, presume
               que se desboca y me arrastra.
               Espada no me permite
               traer, siendo así que la espada
               a los hombres como yo
               se ha de ceñir con la faja.
               La familia que me asiste
               sólo es de dueñas y damas
               y sólo lo que de mí
               la gusta es tocar un arpa,
               a cuyo compás tal vez,
               porque buscando esta gracia
               a otra, quizá dio conmigo,
               llora mi voz lo que canta.
               A ti solo, por no hallar
               mujer en el mundo sabia,
               que si la hubiera en el mundo,
               sin duda es que la buscara,
               me dio por maestro, de quien
               he aprendido lo que llaman
               buenas letras; de manera
               que hijo de viuda es tanta
               la atención con que me cría,
               el temor con que me guarda,
               que presumo que la misma
               naturaleza se agravia,
               quejosa de que el cabello
               crecido y trenzado traiga,
               y por eso no ha querido
               brotar, Teodoro, en mi cara
               aquella primera seña
               que a la juventud esmalta.
               Dejemos en este estado
               la desdicha de que haya
               crecido un hombre a no más
               que a crecer, sin que le haga
               pasaje la edad a que
               a ver sus iguales salga;
               y vamos a otro suceso,
               cuya novedad extraña,
               criándola como me crían,
               nunca ha salido del alma.
               Serafina, que hoy de Ursino
               es princesa propietaria,
               vencido el pleito, de que
               tú fuiste parte contraria,
               pues de Federico amigo,
               ayudaste sus instancias,
               cuya ojeriza te tiene
               sin tu familia y tu casa,
               y confiscada tu hacienda,
               desterrado de tu patria,
               a besar la mano al César,
               que en esta ocasión se hallaba
               en Milán, porque viniendo,
               llamado de la arrogancia
               del esgüízaro rebelde,
               dar quiso una vuelta a Italia,
               pasó a vista de Belflor,
               adonde mi madre trata,
               por deudo o por amistad,
               aquella noche hospedarla.
               Vila, Teodoro, y vi en ella
               la beldad más soberana
               que pudo en su fantasía,
               lámina haciendo del aura,
               del pensamiento colores,
               jamás dibujar la varia
               imaginación de quien
               piensa en lo que a ver no alcanza;
               si ya no es que, como era
               mi pecho una lisa tabla
               en quien amor no había escrito
               ningún mote de sus ansias,
               sin ser menester borrar
               líneas de primera estampa,
               pudo escribir fácilmente,
               y escribió:  "Muera quien ama."
               Apenas besé su mano
               cuando mi madre me manda
               retirar, por dar lugar
               a que descanse en la cama.
               Tan breve fue la visita
               que pienso que, si tornara
               a verme, no era posible
               que me conociese.  ¡Oh cuánta
               debe, Teodoro, de ser
               la no medida distancia
               que hay desde el ver al mirar!
               Dígalo el que viendo pasa
               o el que mirando se queda;
               pues siendo una cosa entrambas,
               uno esculpe en bronce duro
               y otro imprime en cera blanda.
               Tan triste salí y tan ciego
               de haberla visto y dejarla
               que, curiosamente osado,
               dando la vuelta a una cuadra
               que a su hospedaje salía,
               a la breve luz escasa
               de la llave de la puerta
               falseó mi vista las guardas.
               De sus prendidos adornos
               fue despojando bizarra
               el cabello y, viendo yo
               que a cada flor que quitaba
               iba quedando más bella,
               dije:  "Sin duda es avara
               la hermosura allá en el mundo,
               pues sobre perfección tanta,
               pidiendo ayuda al aliño,
               pide lo que no le falta."
               Apenas él se vio libre
               de trenzas y de lazadas,
               cuando empezó a desmandarse
               por el cuello y por la espalda.
               Perdone esta vez Ofir,
               peinado monte de Arabia,
               porque esta vez no han de hilarse
               sus hebras en sus entrañas.
               De negro azabache era
               ondeado golfo, y con tanta
               oposición por la nieve
               o se encoge o se dilata
               que, cuando la blanca mano
               en crencha al lado le aparta,
               jugando siempre el dibujo
               de la frente a la garganta,
               de ébano y marfil hacía
               taracea negra y blanca.
               A fácil prisión reduce
               una cinta la arrogancia
               de aquel desmandado vulgo,
               tras cuya acción se levanta
               con tal gala que no era
               para quedarse sin gala.
               Lo que dijera no sé
               de una pollera que a gayas,
               siendo primeravera de oro,
               brotaba flores de plata.
               No sé (¡ay Dios!) lo que dijera
               de un guardapié que guardaba
               no sé qué cendal azul,
               no sé qué rasgo de nácar,
               de cuyos jazmines era
               botón un átomo de ámbar,
               si no fueras tú (¡ay de mí!)
               Teodoro, el que me escucharas.
               Que canas y dignidad
               de maestro me acobardan,
               y no suenan bien verdores,
               donde hay dignidad y canas.
               Y así diré solamente
               que, apenas se vio acostada,
               cuando sirviendo la cena
               de mi madre las crïadas,
               dejándome con la noche,
               ella se fue con el alba.
               Cómo quedé no te digo;
               tú que lo imagines basta;
               pues eres testigo fiel
               de mis repetidas ansias.
               Muriérame de tristeza
               si en un acaso no hallara,
               para engañar al dolor,
               tan pequeña circunstancia
               como fue que, hablando della
               mi madre, dijo una dama:
               "No era mala la princesa
               para hija."  A que recatada
               respondió con falsa risa:
               "¡Quién con la piedra encontrara
               filosofal del amor!
               ¡Que a fe que no fuera falsa!"
               ¡Qué bien contento es un triste!
               Pues, cuando de darle tratan
               algún alivio a su pena,
               cualquiera cosa le basta.
               Dígolo porque sobró,
               dicha sola una palabra,
               para que yo no muriese,
               a cuenta desta esperanza.
               Pero aun este breve alivio
               ya de entre manos me falta,
               pues ya sé (la culpa tuvo
               leer tú en público la carta)
               que a Serafina pretenden
               cuantos príncipes Italia
               tiene, a cuyo efecto es toda
               su corte saraos y danzas,
               máscaras, justas, torneos,
               en que todos se señalan,
               porque, celoso de todos,
               muera en mi desconfianza.
               Mil veces me hubiera huido
               desta prisión que me guarda,
               si presumiera de mí
               que yo pudiera agradarla.
               Mas ¿dónde he de ir si, criado
               entre meninas y damas,
               sé de tocados y flores
               más que de caballos y armas?
               ¡Mal haya, no el amor digo
               de mi madre, mas mal haya,
               dejando en salvo su amor,
               de su amor la circunstancia!
               Pues ella, para que tema
               verme en público, me ata
               las manos.  Ésta es mi pena,
               éste mi dolor, mi ansia,
               mi tristeza, mi desdicha,
               mi mal, mi muerte y mi rabia.
TEODORO:       De todo cuanto me has dicho
               no he de responderte a nada,
               sino a aquel punto no más
               que tocaste, en que yo, a causa
               de amigo de Federico,
               ausente estoy de mi patria.
CÉSAR:         Pues ¿qué me importa a mí
               eso?
TEODORO:            El todo de tu esperanza.
CÉSAR:         ¿Cómo?
TEODORO:                  Como interesado
               soy en que tú a Ursino vayas;
               pues si por dicha lograses
               tú el fin de dicha tan alta,
               templará tu casamiento
               de Serafina la saña,
               y yo volveré a vivir
               con mi familia y mi casa.
CÉSAR:         Supongo que tú me ayudes
               a que desta prisión salga;
               ¿qué he de hacer yo en el concurso
               de tantos como la aman,
               si apenas los nombres sé
               de lo que es tela o es valla?
               Y si la verdad confieso,
               sólo el pensarlo me espanta;
               que no en vano a la costumbre
               todos en el mundo llaman
               segunda naturaleza.
TEODORO:       Mira, amor vuela con alas
               ocultamente; y así
               nadie ve por dónde anda.
               Esto es decirnos que siempre,
               con sus elecciones varias,
               tal vez le agrada lo fiero,
               tal vez lo hermoso le agrada,
               tal le complace lo altivo,
               y tal lo altivo le cansa.
               Siendo así, no desconfíes,
               que tu hermosura y tu gracia
               y más, si es que alguna vez
               donde ella lo escuche cantas,
               podrá ser que la enamores
               más por las delicias blandas
               que esotros por los estruendos.
               Angélica lo declara;
               hermoso quiso a Medoro
               más que a Orlando altivo.  Trata
               de enamorarla tú el gusto,
               podrá ser que, si es que alcanza
               más lo bello en los festines
               que lo fiero en las campañas,
               lo que una Angélica hizo
               una Serafina haga.
               Vente conmigo, que yo
               te pondré en Ursino casa.
               Tu madre, viéndote allá,
               es preciso que te valga
               de todos los lucimientos.
               Y pues que la edad te salva
               de torneos y de justas,
               apela para las galas,
               el ingenio y la belleza;
               y cuando no logres nada
               ¿en qué peor estado entonces
               te hallarás que el que hoy te hallas?
CÉSAR:         Dices bien, y las acciones
               que tocan en temerarias
               no se han de pensar; y así
               ¿cuándo quieres que me vaya?
TEODORO:       Esta noche; y pues yo tengo
               llave que a tu cuarto pasa,
               abierto estará; teniendo
               puesta en la sirga una barca
               que el Po abajo nos conduzca
               a la quinta en que hoy se halla
               Serafina, en tanto que
               la ruina del cuarto labran.
CÉSAR:         Sola una dificultad
               resta ahora, para que salga.
TEODORO:       ¿Qué es?
CÉSAR:                 Que es preciso que pase
               por delante de la cama
               de mi madre; y si me ve
               salir, es fuerza la haga
               novedad.
TEODORO:               ¿No habrá un disfraz
               con que, a aquella luz escasa
               que la queda, no conozca
               que tú seas el que pasa?
CÉSAR:         Sí; y el disfraz ha de ser...
TEODORO:       ¿Qué?
CÉSAR:                Que a la dama de guarda
               que duerme allí, quitaré...

Dentro
VOZ:           ¡César!
CÉSAR:                   Mi madre me llama.
TEODORO:       Responde, porque no entienda
               de nuestro secreto nada.
CÉSAR:         Pues adiós.
TEODORO:                     ¿En qué quedamos?
CÉSAR:         En que saldré, aunque me haga
               injuria el disfraz que pienso.
TEODORO:       Antes viene bien la traza,
               para que no te conozcan,
               aunque en tus alcances vayan.
CÉSAR:         Pues espérame; y adiós.
TEODORO:       En vela mi amor te aguarda.
CÉSAR:         ¡Oh quiera el cielo que logre
               mi amor por ti esta esperanza!
TEODORO:       ¡Oh quiera el cielo que vuelva
               por ti yo a gozar mi patria!

Vanse. Salen SERAFINA, LAURA y CLORI
LAURA:              Ya que tus melancolías
               te traen al campo, señora,
               no llores con el aurora,
               pues hay alba con quien rías.
SERAFINA:      Mal de las tristezas mías
               el pesar podrá aliviar
               risa o llanto.
CLORI:                        Eso es mostrar
               que no hay ni puede haber
               a quien dé vida el placer,
               si a ti te mata el pesar.
SERAFINA:           ¿Por qué?
CLORI:                       Porque, si tu estrella,
               señora, a verte ha llegado
               tan ilustre por tu estado,
               por tu perfección tan bella,
               y tú formas queja della,
               ¿quién con la suya estará
               contenta?
SERAFINA:                   Más que me da
               mi estrella, Clori, me quita
               quien hacerme solicita
               certamen de amor; y ya
                    que apuras mi sentimiento,
               ¿qué importa que celebrada
               viva en mi estado, adorada
               de uno y otro pensamiento,
               si al interés sólo atento
               vino a servirme el más fino,
               siendo el estado de Ursino
               la dama que adora fiel,
               pues cuando estaba sin él
               ninguno a mis ojos vino?
                    ¿Por qué ha de pensar, me di,
               el que hoy miras más postrado
               que valgo yo por mi estado
               lo que no valgo por mí?
               ¿Quieres ver si esto es así?
               El día que se abrasó
               mi palacio, ¿cuál llegó
               desos amantes a darme
               vida?  ¿Cuál, para librarme,
               a las llamas se arrojó?
                    ¡Bueno es que, estando servida
               de tantos príncipes, fuese
               un hombre vil quien me diese
               a vista de todos vida!
               Y ser vil, es conocida
               cosa, pues se contentó
               con la joya que llevó,
               como si yo no le hubiera
               de pagar de otra manera
               el socorro.
LAURA:                      En eso no
                    puedes tu queja fundar;
               que a tus umbrales primero
               estaría.
SERAFINA:                 Ahora quiero
               a nueva queja pasar.
               ¿Por qué otro había de estar
               a mis umbrales?  Mal sales
               con la razón que los vales;
               que eso antes es ofendellos;
               porque yo pensaba que ellos
               dormían a mis umbrales.
                    Con que de todos quejosa
               y de ninguno agradada,
               me huelgo ver dilatada
               aquella lid amorosa,
               por si en tanto que reposa
               en quietud el ardimiento,
               tregua hace mi sentimiento
               al ver que en su competencia
               ha de hacer la conveniencia,
               y no el gusto, el casamiento.

Sale CARLOS
SERAFINA:      (Pues por ahora este engaño
               de esotra duda me absuelve,
               dél me valdré.)

A CÉSAR
                              (Disimula
               y finge que César eres,
               que importa mucho.)
CÉSAR:                            (Sí haré,
               supuesto que tú lo quieres.)

A ENRIQUE
               La alma y los brazos, señor,
               son vuestros; que, aunque ofenderme
               pude al principio de ver
               que haya quien seguirme intente,
               a cuya causa no quise
               hasta ahora que me vieses,
               entrado en mejor acuerdo,
               quiero saber qué le ofende
               a mi madre que yo tenga
               tan honradas altiveces
               como atreverme a adorar
               a quien tanto lo merece.
LAURA:         (¿Quién mete a Celia en esto,
               y a mi ama, que lo consiente?)
FEDERICO:      (No vi mejor disimulo,
               ni engaño más aparente.)

A CÉSAR
SERAFINA:      (Prosigue. Dile más deso;
               que lo finges lindamente.)
CÉSAR:         Cuando pensé que, obligados
               ella y mis deudos de verme
               en tan generoso asunto
               empeñado, me acudiesen
               de asistencias que mi sangre
               y mi valor desempeñen,
               ¿es bien que me busque como
               huido?
ENRIQUE:                Sin causa te ofendes;
               que hasta saber de ti...
CÉSAR:                                  Basta;
               y si eso sólo pretenden,
               ya saben de mí; y así
               podrás, Enrique, volverte
               donde el amor de mi prima
               Lisarda es bien que te lleve;
               que yo quedo más dichoso,
               más feliz y más alegre
               que merezco, pues que quedo
               a vista de quien me puede,
               no coronar de favores,
               pero matar de desdenes.
SERAFINA:      (¡Qué bien lo finges!)
FEDERICO:                               (No vi
               ingenio más excelente!)
LAURA:         (Yo estoy loca o lo están todos.
               Cielos, ¿qué embeleco es éste?)
ENRIQUE:       Aunque de vuestro consejo,
               César, debiera valerme,
               ya que os hallé, no es razón
               que yo vuestro lado deje.
               (Esto es dar color a no
               irme antes que me vengue.)
               Y así pensad que tenéis,
               para en cuanto se ofreciere,
               mi valor que os acompañe
               y mi edad que os aconseje.
CÉSAR:         Eso es volverme a dar ayo,
               y quizá será ponerme
               también en obligación
               que segunda vez me ausente.
FEDERICO:      (¡Qué bien a todo le sale!)
SERAFINA:      (Yo es bien su partido esfuerce,
               porque en su ausencia mejore
               su engaño y su honor enmiende.)
               Dice el príncipe muy bien.
               ¿Qué importa que sin vos quede?
               Y así, Enrique, podéis iros.
ENRIQUE:       Perdonadme que os acuerde
               que me aconsejasteis antes...
SERAFINA:      ¿Qué?
ENRIQUE:                 Que sin él no me fuese.
SERAFINA:      Perdonadme vos también
               acordaros que dijeseis
               que saber dél os bastaba.
ENRIQUE:       Un adagio decir suele:
               "consejo el prudente muda."
SERAFINA:      Pues también yo soy prudente,
               y puedo mudar consejo.
CÉSAR:         ¿Esto en fin no se resuelve
               con no querer ir?

[LIDORO y PATACÓN] dentro
LIDORO:                          Entrad.
SERAFINA:      Id a ver qué ruido es ése.
PATACÓN:       No es nada, a mí que me arrastran.
FEDERICO:      Yo iré.
ENRIQUE:                Yo también.
SERAFINA:                            Detente,
               Federico.  Enrique irá.
ENRIQUE:       (¡Valedme, cielos, valedme!)

A FEDERICO
               (¿Y la dama?}
FEDERICO:                   (Ya está en salvo.)
ENRIQUE:       Está bien.  (¡Valor, detente
               hasta mejor ocasión!)

Vase ENRIQUE
SERAFINA:      En tanto que Enrique viene,
               Celia, los brazos me da;
               que, si estudiado tuvieses
               el papel que has hecho, no
               le hicieras mejor.
CÉSAR:                           No tienes
               que agradecerme, señora,
               el que en tu gusto algo acierte.
               Y en cuanto al papel, descuida,
               que siempre que se ofreciere
               procuraré salir dél.
FEDERICO:      Yo es bien que tus plantas bese
               por la parte que me toca,
               en que mi desdicha enmiende.
LAURA:         Por un solo Dios, señora,
               que sepa yo qué te mueve,
               cuando a César dejo, y cuando
               vuelvo con Enrique a verte,
               a que haga su papel Celia?
CÉSAR:         Duda es ésta que me tiene
               en la misma confusión;
               pues aunque yo sepa hacerle,
               no la causa.
SERAFINA:                    Pues sabréis
               (fuerza es decíroslo en breve)
               que este príncipe don César,
               que a Enrique huye el rostro siempre,
               es Lisarda, hija de Enrique.
CÉSAR:         ¿Lisarda?  Pues ¿qué la mueve?
SERAFINA:      Los celos de Federico,
               tras quien disfrazada viene.
CÉSAR:         ¿Qué es lo que oigo?
FEDERICO:                          Por lo menos,
               cuando oír eso me avergüen[ce],
               me confío en que ya sabes
               a quién la vida le debes,
               pues sabes cómo la joya
               ir a su mano pudiese.
CÉSAR:         ¿Lisarda, hija de Enrique?
SERAFINA:      Sí.
CÉSAR:             ¿Cómo, traidor, te atreves
               a decírmelo a mí, siendo
               tan mío el honor que ofendes?
               ¡Vive Dios...!

Empuña la espada
SERAFINA:                      Detente, Celia.
CÉSAR:         Es en vano detenerme.
               No soy Celia, César soy,
               ya que tú que lo sea quieres.
SERAFINA:      Mira, Celia, que no hay
               ninguno ahora presente
               con quien sea menester
               que el pasado enojo esfuerces.
CÉSAR:         Una vez en este traje,
               perdóname que no puede
               volverse atrás el valor.
LAURA:         (Ella lo que finge cree.)
FEDERICO:      (Tal género de locura
               ha sucedido mil veces.)
CÉSAR:         No embaracéis que una vida
               quite a un traidor, a un aleve.
LAURA:         Mira, Celia, que es locura
               creer que lo que finges eres.
FEDERICO:      Dejadla; que ya enseñado
               estoy que damas me afrenten
               y a hacer dello gala.
CÉSAR:                              No
               con eso librarte pienses
               de mí, cobarde.
FEDERICO:                       No tengo
               más medios de que valerme,
               Celia, contra ti; pues si
               las manos blancas no ofenden,
               tampoco los labios rojos.
               Que si pensase o creyese
               que no finges todavía,
               claro es...Pero Enrique vuelve.
               Vuestra Alteza no se enoje
               con quien a buscarla viene,
               traído de su amor.
CÉSAR:                          Locuras
               de amor son las que ofenden.
               No entienda su agravio Enrique,
               hasta que yo dél le vengue.

Sale ENRIQUE
ENRIQUE:       El ruido, señora, es
               que Lidoro, con la gente
               que a Federico siguió,
               como si aquí no estuviese,
               trae dos presos; uno es
               un crïado, por haberle
               en ese parque encontrado;
               otro, según me parece,
               que es Teodoro, ayo de César,
               que, llegando a conocerle
               sin máscara, le han prendido,
               por juzgarle delincuente,
               en este estado, y con ellos
               todos a tus plantas vienen.

Salen LIDORO, TEODORO, PATACÓN y NISE. [A PATACÓN]
NISE:          Aunque aventure que aquí
               alguien pueda conocerme,
               a trueco de verte ahorcar,
               te he de seguir.
PATACÓN:                       Antes ciegues,
               que tal veas.

A SERAFINA
                               A tus plantas
               humilde, señora, tienes
               al crïado de aquel loco,
               de aquel menguado imprudente
               de mi amo.  Mas ¿qué culpa
               tengo yo de que él se ausente
               con la disfrazada dama
               del bofetón?
SERAFINA:                    ¿Cómo mientes,
               si, estando aquí Federico,
               aseguras que se fuese?
PATACÓN:       ¿Quién diablos te trajo aquí?
LIDORO:        ¿Qué haremos dél?
SERAFINA:                         Que lo dejes;
               que no es mucho ser traidor
               quien de su dueño lo aprende.
PATACÓN:       ¡Plegue a Dios que, sin llegar
               a vieja, tanta edad cuentes,
               que sea en tu comparación
               un niño movido el fénix!
NISE:          (Mi gozo cayó en el pozo.)
PATACÓN:       (¡Mas que tú con él cayeses!)         
TEODORO:       Ya, señora, a vuestras plantas
               humilde llego a ofrecerme.

A FEDERICO
SERAFINA:      (¿Qué haremos? Que si ve a Celia,
               atrás nuestro engaño vuelve.)
FEDERICO:      (No sé; mas ponte delante,
               por si encubrirla pudieses.
               Pero ¿qué es este alboroto?

Sale CARLOS
CARLOS:        Señora, en tu cuarto a este...
SERAFINA:      Después lo sabré. --Pues ¿cómo
               Teodoro aquí a entrar se atreve?
CARLOS:        (¿Qué hace Celia en este traje
               delante de tanta gente?)
TEODORO:       Como un infeliz, señora...
CÉSAR:         (¡Quiera amor alcance a verme,
               para que diga quién soy!)
TEODORO:       ...tanto su vida aborrece
               que, a despecho de su vida,
               viene buscando su muerte;
               fuera de que mayor causa
               hay que aquí a venir me fuerce,
               por sacarte de un engaño
               que contra tu fama puede
               resultar.
SERAFINA:                ¿Engaño?
TEODORO:                           Sí.
SERAFINA:      ¿Qué es?
TEODORO:                 Que un traidor, un aleve,
               con el nombre de don César,
               engañar tu amor pretende.
               Yo le saqué de su casa
               (no es tiempo de contar éste
               que en traje de mujer) hasta
               que le dejé en la corriente
               ahogado del Po; y sabiendo
               que con su nombre te ofende,
               vengo a avisarte, porque
               de mi lealtad no te quejes.
               El que te ha dicho que es César
               no lo es.
ENRIQUE:                 La voz suspende;
               que ese agravio a mí me toca,
               y así es bien que yo lo vengue. --

A CÉSAR
            
	       Pues ¿cómo, atrevido joven,
               loco y temerariamente
               el nombre de mi sobrino
               tomas y el respeto ofendes
               de Serafina?
FEDERICO:                     A una dama
               no ofendas, Enrique, tente;
               que el que dijo que era César
               días ha que no parece,
               y aquesta es Celia, una dama,
               en quien los disfraces deben
               de durar de la comedia.
SERAFINA:      ¿Quién vio confusión más fuerte?
ENRIQUE:       Ése es otro nuevo engaño:
               creer yo que sea dama ese
               joven, cuando Serafina
               que es César dicho me tiene.
TEODORO:       Si Serafina lo ha dicho,
               ha dicho bien; que no pueden
               las deidades engañarse.

A CÉSAR
               Dame los brazos mil veces,
               príncipe mío, en albricias
               de que con vida te encuentre.
SERAFINA:      (¡Qué cortesano Teodoro,
               advertido de que es éste
               engaño mío, procura
               alentarle, con hacerle
               César a Celia!)

A CÉSAR
       
                               (Tú, finge
               todavía que lo eres.)
CÉSAR:         ¿Qué he de fingir, si es verdad?
LAURA:         A su locura se vuelve.
NISE:          (¿En qué ha de parar aquesto?)
PATACÓN:       (¡El diablo que lo concierte!)
ENRIQUE:       Yo he de castigar, señora,
               este engaño.
SERAFINA:                   Enrique, tente.
CARLOS:        Mira, Enrique, que ésta es Celia,
               una dama.
ENRIQUE:                 Pues tú, aleve,
               ¿también me engañas?
PATACÓN:                               Señores,
               ¿habrá enredo como éste?
CÉSAR:         Tú eres el que te engañas;
               que si alguno a eso se atreve,
               sólo es Carlos.
CARLOS:                            ¿Yo, por qué?
CÉSAR:         Porque, siendo tú quien dese
               golfo en el traje que iba
               me sacaste, ahora no crees
               que me encubrió su disfraz,
               habiendo tan claramente
               dícholo todo Teodoro.
CARLOS:        Más con aqueso me ofendes;
               pues, siendo César, traición
               más grave es que te atrevieses
               a asistir a Serafina
               tan de cerca que pudiesen 
               familiarmente tus ojos
               tal vez...
FEDERICO:                No lo digas, tente;
               que se ajan los decoros
               aun sólo con que se piensen.
CARLOS Y FED.: ¡Muera un traidor!
TEODORO:                           Eso no.
ENRIQUE:       Pues ya debo defenderte
               como a César.
TEODORO:                      Y yo y todo.
SERAFINA:      Esperad todos; que ese
               duelo, ya que persuadida
               saber tu disfraz me tiene
               de quién es, yo he de acabarle.
TODOS:         ¿De qué suerte?
SERAFINA:                      Desta suerte.

A CÉSAR
  
               Príncipe, esta blanca mano
               tocaste tal vez; aleve
               ofensa fue que me hizo
               un disfraz, y es conveniente
               que sepan que aun de su dueño
               las blancas manos ofenden;
               y así, pues vos la agraviasteis,
               el irse con vos lo enmiende.
CÉSAR:         Federico, yo...

A SERAFINA
FEDERICO:                        ¿Así pagas
               una vida que me debes?
SERAFINA:      De vos este desagravio
               aprendí; y pues que ya tiene
               ejemplar vuestro honor, dél
               usad; y porque no quede
               en opinión que se supo 
               el agravio sin saberse 
               el dueño dél, quiero yo,
               salvándole para siempre,
               pagar aquella fineza.
FEDERICO:      ¿De qué suerte?
SERAFINA:                       Desta suerte.

Sale LISARDA
               Dad a Lisarda la mano.
ENRIQUE:       Al mirarte, oh hija aleve,
               la cólera no me sufre
               dejar de darte la muerte.
FEDERICO:      Si antes por salvar su vida
               me empeñé, fuerza es que lleve
               delante el empeño.
ENRIQUE:                           Nadie
               defender mi hija puede
               de mí que no sea su esposo.
FEDERICO:      Yo lo soy.
LISARDA:                  ¡Felice suerte
               es la mía, pues que logro
               tal dicha!
PATACÓN:                      Con que corriente
               queda el refrán que "las blancas
               manos no agravian, mas duelen."
TEODORO:       Pues lograste tu ventura,
               logre el perdón.
SERAFINA:                       Ya le tienes.
PATACÓN:       ¿Qué haremos, Nise, nosotros?
NISE:          Casarnos adredemente,
               porque sepan que podemos
               cualquiera de los oyentes.
PATACÓN:       No se meterán en eso;
               que ahora harto que hacer tienen
               en perdonarnos las faltas,
               y las del que más pretende
               serviros siempre, pues yerra
               a cuenta de que obedece.

FIN DE LA TERCERA JORNADA

FIN DE LA COMEDIA



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