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El pajarraco

[Cuento - Texto completo.]

Emilia Pardo Bazán

Así como es misteriosa la vena en el juego, lo es la vena en amor. Los seductores no reúnen infaliblemente dotes que expliquen su buena sombra. Siempre que dice la voz pública: «Ese tiene con las mujeres partido loco», nos preguntamos: ¿Por qué? Y a menudo no damos con la respuesta.

Todavía, en la villa y corte, la guapeza en lances y la destreza en sports; lo escogido de la indumentaria y lo vistoso de la posición social; ese conjunto de circunstancias que rodean a los llamados por excelencia «elegantes», dan la clave de ciertos triunfos. Mas no sucede así en los pueblos, donde los profesionales del galanteo suelen gastar corbatas de raso tramado y puños postizos. Allí, sin embargo -lo mismo que aquí- existen individuos que en opinión general ejercen la fascinación, y padres y maridos los miran de reojo.

Laurencio Deza, entre los veinticinco y los treinta y tres de su edad, fue fascinador reconocido en una ciudad donde faltarán grandes industrias y actividades modernas, pero donde abundan lindos ojos negros, verdes y azules, que desde las ventanas no cesan de mirar hacia la solitaria calle, por si resuena en sus baldosas desgastadas un paso ágil y firme, y por si una cabeza morena se alza como preguntando: ¿Soy costal de paja, niña?

Laurencio ni era feo ni guapo. Tenía, eso sí, gancho, una mirada peculiar, un repertorio de frases variado, y a su alrededor flotaban, prestigiándole, las sombras melancólicas de algunas abandonadas inconsolables y de otras desdeñadas caprichosamente. A la que rondaba, sabía alternarle azúcares con hieles, rabietas de despecho con satisfacciones orgullosas, y por este procedimiento la curtía, zurraba y ablandaba a su gusto, dejándola flexible como piel de fino guante.

Jamás discutía principios de moral. Procedía como si no existiesen. Al oírle hablar con tal soltura y sencillez de enormidades, dijérase que suprimía leyes, respetos humanos y toda valla a sus antojos. Era elocuente en su charla, como lo son tantos españoles, y no carecía de donaire para poner en solfa a quien le placía. No ejercitaba jamás este don contra las mujeres, sino contra los hombres que, momentáneamente, podían estorbarle. No rehuía una cachetina, puesto que en aquella ciudad los lances dramáticos de honor eran casos rarísimos. Los cachetes, cosa quizá más seria, los afrontaba Laurencio con ímpetu juvenil, y también los repartía, si se terciaba.

Al punto de esta verdadera historia, andaba Laurencio, según murmuraban sus amigos, enredado en tres devaneos principales, sin contar los accesorios. Aunque practicase Laurencio esa discreción que el honor más elemental impone a los varones, en los pueblos pequeños todo se sabe, y a falta de otros intereses y emociones, la curiosidad vela. Sin que Laurencio se clarease, los socios del Casino estaban en ello. Tratábase de Cecilita, la hija de Mardura, el del almacén al por mayor de paños, lienzos y cotonías. De Obdulia Encina, mujer del librero de la calle Vieja. Y para broche del ramillete, de la guapetona Rosa la Gallinera, casada con un tratante en averío, Ulpiano Paredes, que empezó por despachar huevos y pollos y ahora lanzábase con brío a establecer negocios más en grande.

Era lo notable del asunto que entre Mardura, Paredes y Encinas existía íntima amistad, y se veían diariamente en la trastienda del librero. Y la consabida vocecilla pública susurraba que la hija de Mardura ya había sido burlada, la mujer de Encina pertenecía quizá al pasado, y sólo Rosa no sufría aún la fascinación. Pero la sufriría, y pronto. No podía augurarse otra cosa de una casquivana como ella.

A la verdad, era irritante lo que sucedía con Rosa. Aquello de presentarse hecha un brazo de mar en el teatro, en el paseo y hasta en los bailes del Casino, a los cuales la directiva tenía la debilidad de invitarla, poniendo la moda y hasta luciendo a veces joyas que no podían ostentar las esposas de los contados aristócratas de la ciudad, daba base y razón suficiente a las críticas. Todos recordaban, o afirmaban recordar, que no es lo mismo, a Rosa con refajo corto y pañuelo de talle, y hasta, según algunos, «en pernetas». ¡Y ahora, con salida de «teatro» de flecos y trajes de seda azul celeste, guarnecido de encaje «crudo»!

Lo más acerbo de la censura iba con el marido. ¿En qué pensaba, al consentir a su mujer ese lujo escandaloso? Lo «que sucedía» era natural…

Y llegando a preguntar lo «que sucedía», es el caso que nadie pudiera decirlo. Lo único positivo, que la Gallinera se presentaba de un modo inadecuado a su categoría social. El runrún, sin embargo, iba en aumento.

A pesar de la amistad que unía a su padre y esposo con Paredes, Cecilia Mardura y Obdulia Encina mordían a Rosa, soltando insinuaciones en los círculos de la devoción y de la clase media comercial, con una inquina en que se mezclaban los rencores celosos y el despecho de la ropa anticuada y modesta que vestían ambas, mientras la Gallinera, ayer, ayer mismo, había estrenado un sombrero de plumas…, y no de gallina, sino de legítimo avestruz.

Tomó doble incremento el rumor con motivo de una ausencia del marido de Rosa. Era Paredes activísimo en negociar, y creíase que, molestada su mujer por lo humilde, y prosaico de la esfera en que se desarrollaba su industria, deseaba salir de ella, e impulsaba a Paredes nada menos que hacía especulaciones en gran escala, negocios bancarios. Hablábase de emisión de acciones, de capitales dedicados a una fabricación vasta, de papel y serrería. Era voz unánime de la envidia, que se despereza rugiendo cuando alguien mejora de suerte, que por mucho que ascendiera Ulpiano el Gallinero, jamás llegaría a señor, ni perdería su facha ordinaria y tosca, sus manazas peludas, sus orejas coloradas y su faz ruda, en que los dientes sin limpiar, verdosos, infundían repugnancia.

Reíanse los guasones de los esfuerzos que hacía su mujer en las solemnidades para embutirle el corpachón en una levita, y las garras en unos guantes que estallaban y se descosían precipitados, y el pescuezo en un cuello alto que le ahorcaba, hasta agolpar la sangre a su cabeza, cual si fuese a sufrir una apoplejía. No faltaba, sin embargo, quien defendiese a Paredes. Era mozo muy listo, ¡vaya si lo era! En pocos años habíase abierto un porvenir, y desde la esfera social más humilde, llegaría a la más alta. Al Gallinero le verían en coche, en casa de campo, con muchos miles de duros en juego, porque bajo la apariencia zopa, torpona, del tratante, se ocultaba una resolución, una energía y una astucia de primer orden.

Y estas apologías de Paredes las hacían, en especial, Mardura y Encina. Del primero se creía que fuese socio en lo de la fábrica.

-Pero ¡si es un bruto Paredes! -decíanle al librero con retintín.

-No sé por qué ha de ser un bruto… Brutos y tontos, los que nunca pasamos de pobres.

«Es bruto cuando no ve lo de su mujer…», iba a contestar el murmurador de Casino; pero, advertido por un guiño expresivo de alguien, se limitó a decir, con diplomática reserva:

-Porque puede que ande a oscuras en lo que más le importe…

-Nadie anda a oscuras… -murmuró Encina, fosco y bilioso, clavando la quijada en el pecho-. La gente sufre a veces por prudencia…, hasta que un día u otro…

Sobre esta conversación hiciéronse infinitos comentarios. En el aire parecía flotar el drama. Algo ruidoso se preparaba, sí. La hermosa Gallinera, sola en aquel caserón viejo y enorme, en cuyo patio se recriaban las gallinas, y que tenía varias salidas y entradas: unas, al campo; otras, a callejas extraviadas y angostas, por donde no pasaba alma viviente… «Lo que es como a Rosa se le antojase…, sabe Dios, sabe Dios…», repetían los fantaseadores con sonrisa picaresca.

Ocurría esto en mitad del invierno, con una temperatura rigurosa, caso no muy frecuente en aquella ciudad, donde, si llueve a cántaros, rara vez desciende demasiado el termómetro. Y, por obra del frío, las capas treparon a envolver los rostros, igualando las figuras de los transeúntes. La capa, amplia y con embozos de felpa, subida hasta los ojos, que sepulta en sombra el ala del hongo blando, es como un disfraz protector de secretas aventuras. A Laurencio, que poseía otros abrigos, se le desarrolló en aquellos días desmedida afición a la capa; pero nadie hizo alto en ello, porque todos los moradores de la ciudad salían igualmente rebozados en los pliegues de sus pañosas.

Al par que sintió Laurencio decidida simpatía por la capa, se dedicó más que nunca a vagar por desviados y solitarios callejones. En sus correrías, le extrañó algo observar que varias noches, dos o tres bultos no menos embozados parecían coincidir en su itinerario, y que, si desaparecía a veces como por arte de magia, desvaneciéndose tras un soportal o en una rinconada sombría, otra cruzaban a lo lejos, sin que pudiese adivinar ni su edad, ni su condición social, pues la española capa, recatadora de rostros y talles, no es prenda exclusiva de gente acomodada, y el pobre artesano en ella se cobija. No obstante la impavidez del fascinador, los bultos habían llegado a inquietarle un poquillo, más por instinto que razonablemente. Laurencio era, como todos los fascinadores, un instintivo. Algo indefinible le escalofriaba.

Sin embargo, al llegar cada anochecer, después de mil revueltas, al pie de la ventana baja de Rosa la Gallinera, insistía en la súplica: «¿Cuándo se abriría, en vez de la ventana, la puerta, la que caía al campo? ¿Cuándo, en vez de palabritas insulsas, podrían entrelazar pláticas íntimas y dulces? El tiempo corría, volaba, y cuando menos se pensase, sería imposible, por lo que no ignoraba Rosa…, porque regresaría el ausente… Y ella reía, coqueteaba, se resistía… Estas resistencias, sin embargo, tienen término previsto; y una noche…

¡Oh noche, protectora de este y de tantos delitos, ya confitados en poesía, ya descarnados como la realidad! Te bendijo Laurencio, que empezaba a encontrar larga la espera, y, airosamente embozado, dio la vuelta al caserón y acercóse, como quien conoce perfectamente la topografía de los lugares, a una portezuela que salía al agro, y lindaba con un caminejo, de tierra generalmente fangosa, y ahora endurecida por la escarcha.

La luna, embozada ella también en aborregados nubarrones, alzó el velo, como fascinada a su vez, y dentro rechinó una llave y una voz de mujer, sofocada por alguna emoción intensa, profirió:

-Pase…, pase…

Hizo Laurencio lo propio que la luna, y se desembozó, para asir la ya ansiada presa… En el espacio de un segundo pudo ver que estaba en el patio de la gallinería, cerca de un alpendre o cobertizo, lleno de masas confusas de plumaje. Guardábase allí las plumas de las aves que Ulpiano, agenciador en todo, vendía desplumadas, sacando provecho del despojo, que le compraban para colchones. No supo jamás decir Laurencio por qué se fijó en aquel detalle, mientras echaba al cuello de Rosa ambos brazos. No llegaron a ceñirlo: dos hombres los asieron y los sujetaron, mientras otro descargaba el primer golpe en mitad del rostro. Y a éste, que hizo fluir de las narices copia de sangre, siguieron dos o tres más; de puños como mandarrias, en la boca, en la sien, que le tendieron desvanecido. Rosa inmóvil, presenciaba la escena, sin demostrar sorpresa; su actitud era de espectadora, aunque, a la claridad lunar, parecía de pálido mármol su cara. El esposo se restregó las manos con que acababa de infligir la feroz corrección, y ordenó:

-A casa, ahora mismo.

Retiróse Rosa, cabizbaja, volviendo, mal de su grado, la vista atrás, y los tres hombres, los tres vengadores -el librero, el almacenista, el gallinero-, procedieron a desnudar al desmayado. Cuando le hubieron dejado en cueros vivos, sólo con las botas, la frialdad del aire lo reanimó. Miró a su alrededor, espantado, y quiso alzarse, defenderse. Una lluvia de puntapiés y mojicones, sobre las carnes sin ropa, sobre el torso que el frío mordía, le aturdió de nuevo. Sus enemigos, riendo, trajeron del alpendre una orza descacharrada, en cuyo fondo dormitaba espeso líquido. Con una brocha enorme, pintaron a grandes brochazos el cuerpo inerte, untándolo de miel mezclada con pez. Y hecho esto, tomaron al fascinador, uno por los pies y dos por los sobacos, y llevándole bajo el cobertizo, le revolcaron en la pluma, hasta que lo emplumaron todo, de alto abajo. Y como en los movimientos de tal operación, segunda vez pareciese revivir, le empujaron hacia la puerta y le lanzaron a la calle en su extraño atavío, hecho una, bola de plumaje, cerrando la puerta de la corraliza con llave y cerrojo.

-Ahora -ordenó Paredes, natural director de la empresa-, vamos a tomarnos un café caliente y unas copas… ¡Hace un frío de mil diablos!

Tambaleándose, Laurencio tardó en darse a la fuga breves momentos. Hasta pensó llamar, gritar… Al fin, corrió, sin más propósito que el de verse a cien leguas y refugiarse en una cama, donde se aliviasen sus magulladuras… Fluía sangre de sus labios rotos, con dos dientes perdidos… Como sabemos, lo único que no le habían quitado eran las botas, y volaba, loco de terror aún, hacia las calles céntricas, hacia su posada, próxima a la catedral. Y he aquí que oyó risas, exclamaciones; dos transeúntes se habían fijado en su facha; un guardia le detenía severamente, amenazándole. Un grupo se reunía; las carcajadas le abofetearon; acudía gente de las bocacalles; se abrió un balcón iluminado.

-¡Vaya un pajarraco! -repetían-. ¡Buena gallina para el puchero! ¡Mira: tiene alas! ¡Hu, hu, el pajarraco!

Trémulo de frío, de vergüenza y de coraje, Laurencio imploraba:

-¡Señores…! ¡Una capa para cubrirme…! ¡Soy inocente; no me lleven a la cárcel!… ¡Que me desemplumen!

Salvado por el guardia de la rechifla y la agresión, al otro día del ridículo incidente, Laurencio estaba en la cama con fiebre; y en la cama permaneció un mes, dolorido, hecho un guiñapo. Antes de levantarse, solicitaba permuta de destino, y su primera salida la hizo furtivamente, para abandonar la ciudad testigo de su derrota.

Lo peor de su castigo fue que el mote de pajarraco le siguió ya a todas partes. La noticia iba con él, y el ridículo lo llevaba en su maleta, como llevaba Byron el esplín. Aumentaba su ignominia el que se dijese que Rosa, de acuerdo con su marido, había preparado la emboscada y sugerido la burla. Laurencio tenía impulsos de embarcarse para América o suicidarse. Al cabo, halló otro refugio, otro género de muerte. ¡Pecho al agua! Se casó…



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