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Entre razas

[Cuento - Texto completo.]

Emilia Pardo Bazán

Al admirar la colección de objetos de arte de mi amigo el conde de Boltaña, me llamó la atención uno que no descollaba por su mérito, pero que decía a mi alma cosas muy expresivas. Era la efigie -de talla, con ropaje dorado y estofado- de San Benito de Palermo. La negra faz del santo, su testa de cabellera lanuda, se destacaban con singular energía sobre las ricas vestiduras sacerdotales. Notando el interés con que yo miraba la estatuilla, me advirtió el conde:

-Esa escultura es de lo más flojo que hay aquí.

-Pero encarna una idea -respondí al punto-. Encarna la idea tan esencialmente democrática del catolicismo. Es la apoteosis de la igualdad humana: reprueba la división en razas superiores e inferiores que estableció el paganismo. Por eso me conmueve el santito negro, que estará ahora bañándose en la blanca luz celestial.

-Si yo le refiriese a usted -exclamó el conde- cuándo y en compañía de quién adquirí esa talla y lo que después ocurrió, tal vez pensaría usted que a fines de nuestro siglo la civilización vuelve al cauce pagano, restaurando la desigualdad basada en la fuerza material… y que pierde terreno, en los pueblos directivos, la noción del derecho.

***

Y como yo insistiese en conocer sin tardanza la historia de la compra del San Benito, nos sentamos en cómodos y vetustos sillones de badana cordobesa, y el conde habló así:

-Ha de saber usted que hace años, un primo mío, cónsul en Baltimore, me recomendó a cierto norteamericano que venía a recorrer las principales ciudades de España y proyectaba detenerse en Madrid cosa de un mes. Con la hospitalaria cortesía de que nos preciamos los españoles, sacrificando tiempo y dinero, me dediqué a acompañar y obsequiar al yanqui, llevándole a donde mostraba deseos de ir; a las casas de los anticuarios, y también a los cafés flamencos y teatrillos de mala muerte, con todas sus consecuencias. Para que usted se explique estas al parecer contradictorias aficiones de mi extranjero, habré de retratarle en cuatro rasgos.

Podría tener de veintiséis a treinta años de edad; era alto, anguloso, como tallado a hachazos; y el contraste de su figura consistía en aquel corpachón de boxeador y púgil terminado por una cara imberbe, rasa, de ojos incoloros y fríos, de boca femenil. Llevaba el pelo muy recortado, y al sol su cabeza parecía bola de oro pálido; en suma, la facha de un clergyman, y desmintiendo el tipo clerical y beatífico, una fisiología poderosa. Su carácter era poco expansivo, con súbitos arrebatos de voluntarios antojos; y noté fácilmente cómo en las tiendas de antigüedades pasaba de la glacial indiferencia al violento deseo, determinado, no por la belleza de un objeto, sino por su alto precio o su rareza. «Dentro de poco -solía decir en regular castellano, al sacar la cartera atestada de billetes- tendremos ‘allá’ lo mejor de la vieja Europa.» Compraba lo mismo que quien roba, y sin mirar sus adquisiciones segunda vez, las encajonaba y expedía. Lo único que despertaba en él una emoción parecida al respeto eran los cachivaches de carácter nobiliario, que suelen hacernos sonreír a los españoles.

Un carcomido escudo de armas, una amarillenta ejecutoria con miniaturas, le atraían y borraban la contracción irónica de sus labios. Llamábase Ricardo Stoddard, y sospecho que poseía fábricas de harinas y pastas; pero jamás lo confesó, y pidióme por favor que le llamase siempre «don» Ricardo, en lo cual a poca costa le di gusto.

Una mañana, mientras rebuscábamos tesoros de arte, apareció ese San Benito de Palermo, cubierto de polvo y destrozadillo. «Don» Ricardo miró la efigie y pronunció con calma: «Estúpida, una religión que pone en altares a los negros.» No sé si porque me soliviantó la grosería de la frase o por espíritu de contradicción, en el acto compré la escultura y mandé que la llevasen a casa del restaurador directamente. Quería desagraviar al santo de la oscura tez, y dar de paso una lección al ciudadano demócrata.

Por casualidad, estábamos de acuerdo en visitar aquella misma noche un cafetucho de no muy buena fama, cerca de los barrios bajos. Si bien me desagradaban tales excursiones, no me creí dispensado de acudir a la cita, y nos instalamos ante una mesa, pidiendo cerveza y café. Habría transcurrido un cuarto de hora, cuando vi que en la mesa próxima acababa de ocupar una silla un corpulento negrazo. Es tan poco frecuente ver negros en Madrid, que le miré con profunda sorpresa, admirando su atlética complexión, su arrogante estatura, su vigor, sus ojos brillantes y la corrección de su traje; vestía de gris, con chaleco blanco, y calzaba guantes de gamuza barquillo. Sin poder contenerme, toqué en el brazo a «don» Ricardo y le dije sonriendo:

-Buen tipo, ¿eh? ¡Qué ejemplar!

Volvióse el yanqui y posó en el negro sus pupilas descoloridas y aceradas. No recuerdo mirada así: el desprecio condensado hasta producir la frigidez del hielo y la altivez que encuentra su fórmula definitiva y triunfante se revelaron de la ojeada que siguió a mi observación. Y con voz incisiva, estridente, que azotaba, pronunció en alto:

-¡Oh! Sí. ¡Vale mil dólares!

No puedo describir el efecto que me causó aquel precio de mercado, aquella tasa de caballo o de res vacuna, arrojada a la faz de un racional, de un ser humano; pero describiré el que causó en el negro, que había oído perfectamente. Palideció poniéndose verdoso -es como palidecen ellos-: la blancura de sus ojos giró, y levantándose de un brinco de tigre, quitóse un guante y lo proyectó contra la mejilla del norteamericano. Este esquivó el choque ladeando la cabeza; sin perder su flema, asió las tenacillas del azúcar y con ellas cogió el guante, sobre la mesa caído; llamó al mozo, y ordenó chapurreando más que de costumbre:

-¡Se lleve usted pronto esta porquería!

El negro permanecía de pie, lívido, cruzado de brazos, desafiando. Por un instante temí que iba a precipitarse hacia nosotros. Su corpachón gigantesco retemblaba de coraje; sus dientes casteñeteaban de ira. Sin embargo, se contuvo, abrió los brazos, volvióse de espaldas, y yo, advirtiendo que en le café la gente, alborotada, se arremolinaba ya esperando alguna bronca, pagué el consumo y logré sacar al yanqui afuera. Al verse en la calle dijo seca y acerbadamente:

-¡Qué cosas pasan aquí! ¡Me echar el guante un esclavo!

Respondí enojado que ya no hay esclavos, y creo que saqué a relucir en mi perorata el San Benito negro y las ideas de fraternidad. Debí de predicar en desierto, porque al dejar a «don» Ricardo a la puerta de su fonda, todavía repitió, pegándome familiarmente en el hombro (me había cobrado afecto a su manera):

-¡Un esclavo! By God!

Cuando me alejaba de allí, iba asaz preocupado. Juraría que «alguien» nos había seguido a distancia, paso a paso, desde la plaza Mayor hasta la calle del Caballero de Gracia, a tales horas poco concurrida. Miré en derredor, escruté las bocacalles, pero a nadie vi. Rumiando el incidente, me retiré, y los siguientes días rehuí acompañar a «don» Ricardo. La curiosidad me movió a averiguar quién era el gigantesco negro, y supe que procedía de las Antillas, que ejercía las altas funciones de jefe de las cocheras del duque de S***, y que por su habilidad y maestría se ganaba un pingüe sueldo.

Y ya llegamos al desenlace de esta aventura, más dramática de lo que usted supone… Una semana después del episodio del cafetucho leía yo en la peluquería un periódico, y a poco me degüella el barbero; tal respingo di al tropezar con la noticia de que en una callejuela sospechosa de los barrios bajos, no lejos del consabido cafetucho, había sido encontrado el cadáver de un extranjero, cuyas iniciales «R. S.», no me permitieron dudar de quién se trataba.

El periódico traía más detalles: la muerte había sido causada por dos cuchilladas tremendas, y en los bolsillos del muerto estaban la cartera repleta y el soberbio reloj, signo evidente de que el crimen obedecía a una venganza…

Hacer luz… era bastante difícil, como yo no cantase… Y no canté. ¡No me atreví a echar el peso de mis palabras en la balanza terrible! ¿Hice mal? ¡Mi instinto me dictaba que guardase silencio!… Y siempre que pienso en esta página de mi vida moral, para tranquilizarme, para recobrar la paz, miro esa efigie del santo de la cara oscura…



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