Casa digital del escritor Luis López Nieves


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El médico de su honra

[Teatro - Texto completo.]

Pedro Calderón de la Barca

Personas que hablan en ella:

  • Don GUTIERRE
  • El REY don Pedro
  • El infante don ENRIQUE
  • Don ARIAS
  • Don DIEGO
  • COQUÍN, lacayo
  • Doña MENCÍA de Acuña
  • Doña LEONOR
  • JACINTA, una esclava
  • INÉS, criada
  • TEODORA, criada
  • LUDOVICO, sangrador
  • Un VIEJO
  • SOLDADOS
  • MÚSICA

ACTO PRIMERO

 

Suena ruido de caja, y sale cayendo el infante don
ENRIQUE, don ARIAS y don DIEGO, y algo detrás
el REY don Pedro, todos de camino

 

ENRIQUE:      ¡Jesús mil veces!
ARIAS:                     ¡El cielo
           te valga!
REY:                  ¿Qué fue?
ARIAS:                           Cayó
           el caballo, y arrojó
           desde él al infante al suelo.
REY:          Si las torres de Sevilla                    
           saluda de esa manera,
           ¡nunca a Sevilla viniera,
           nunca dejara a Castilla!
              ¿Enrique!  ¡Hermano!
DIEGO:                           ¡Señor!
REY:       ¿No vuelve?
ARIAS:                 A un tiempo ha perdido            
           pulso, color y sentido.
           ¡Qué desdicha!
DIEGO:                      ¡Qué dolor!
REY:          Llegad a esa quinta bella,
           que está del camino al paso,
           don Arias, a ver si acaso                     
           recogido un poco en ella,
              cobra salud el infante.
           Todos os quedad aquí,
           y dadme un caballo a mí,
           que he de pasar adelante;                     
              que aunque este horror y mancilla
           mi rémora pudo ser,
           no me quiero detener
           hasta llegar a Sevilla.
              Allá llegará la nueva             
           del suceso.


 

Vase el REY

 

ARIAS:                 Esta ocasión
           de su fiera condición
           ha sido bastante prueba.
              ¿Quién a un hermano dejara,
           tropezando de esta suerte                     
           en los brazos de la muerte?
           ¡Vive Dios!
DIEGO:                 Calla, y repara
              en que, si oyen las paredes,
           los troncos, don Arias, ven,
           y nada nos está bien.                  
ARIAS:     Tú, don Diego, llegar puedes
              a esa quinta; y di que aquí
           el infante mi señor
           cayó.  Pero no; mejor
           será que los dos así                     
              le llevemos donde pueda
           descansar.
DIEGO:              Has dicho bien.
ARIAS:     Viva Enrique, y otro bien    
           la suerte no me conceda.


 

Llevan al infante, y sale doña MENCÍA
y JACINTA, esclava herrada

 

MENCÍA:       Desde la torre los vi,                     
           y aunque quien son no podré
           distinguir, Jacinta, sé
           que una gran desdicha allí
              ha sucedido.  Venía
           un bizarro caballero                          
           en un bruto tan ligero,
           que en el viento parecía
              un pájaro que volaba;
           y es razón que lo presumas,
           porque un penacho de plumas                   
           matices al aire daba.
              El campo y el sol en ellas
           compitieron resplandores;
           que el campo le dio sus flores,
           y el sol le dio sus estrellas;                
              porque cambiaban de modo,
           y de modo relucían,   
           que en todo al sol parecían,
           y a la primavera en todo.
              Corrió, pues, y tropezó           
           el caballo, de manera
           que lo que ave entonces era,
           cuando en la tierra cayó
              fue rosa; y así en rigor
           imitó su lucimiento                   
           en sol, cielo, tierra y viento,
           ave, bruto, estrella y flor.
JACINTA:      ¡Ay señora!  En casa ha entrado...
MENCÍA:    ¿Quién?
JACINTA:          ...un confuso tropel
           de gente.
MENCÍA:             ¿Mas que con él               
           a nuestra quinta han llegado?


 

Salen don ARIAS y don DIEGO, y sacan al infante don
ENRIQUE, y siéntanle en una silla

 

DIEGO:        En las casas de los nobles
           tiene tan divino imperio
           la sangre del rey, que ha dado
           en la vuestra atrevimiento                    
           para entrar de esta manera.
MENCÍA:    (¿Qué es esto que miro?  ¡Ay cielos!)   Aparte
DIEGO:     El infante don Enrique,
           hermano del rey don Pedro,
           a vuestras puertas cayó.                    
           y llega aquí medio muerto.
MENCÍA:    ¡Válgame Dios, qué desdicha!
ARIAS:     Decidnos a qué aposento
           podrá retirarse, en tanto
           que vuelva al primero aliento                 
           su vida.  ¿Pero qué miro?
           ¡Señora!
MENCÍA:            ¡Don Arias!
ARIAS:                       Creo
           que es sueño fingido cuanto
           estoy escuchando y viendo.
           Que el infante don Enrique,                   
           más amante que primero,
           vuelva a Sevilla, y te halle
           con tan infeliz encuentro,
           ¿puede ser verdad?
MENCÍA:                         Sí es;
           ¡y ojalá que fuera sueño!          
ARIAS:     Pues, ¿qué haces aquí?
MENCÍA:                           De espacio
           lo sabrás; que ahora no es tiempo
           sino sólo de acudir
           a la vida de tu dueño.
ARIAS:     ¿Quién le dijera que así       
           llegara a verte?
MENCÍA:                    Silencio,
           que importa mucho, don Arias.
ARIAS:     ¿Por qué?
MENCÍA:              Va mi honor en ello.
           Entrad en ese retiro,
           donde está un catre cubierto               
           de un cuero turco y de flores;
           y en él, aunque humilde lecho,
           podrá descansar.  Jacinta, 
           saca tú ropa al momento,
           aguas y olores que sean       
           dignos de tan alto empleo.


 

Vase JACINTA

 

ARIAS:     Los dos, mientras se adereza,
           aquí al infante dejemos,
           y a su remedio acudamos,
           si hay en desdichas remedio.                 


 

Vanse don ARIAS y don DIEGO

 

MENCÍA:    Ya se fueron, ya he quedado
           sola.  ¡Oh quién pudiera, ah cielos,
           con licencia de su honor
           hacer aquí sentimientos!
           ¡Oh quién pudiera dar voces,          
           y romper con el silencio
           cárceles de nieve, donde
           está aprisionado el fuego,
           que ya, resuelto en cenizas,
           es ruina que está diciendo:                
           "Aquí fue amor"!  Mas ¿qué digo?
           ¿Qué es esto, cielos, qué es esto?
           Yo soy quien soy.  Vuelva el aire
           los repetidos acentos
           que llevó; porque aun perdidos,       
           no es bien que publiquen ellos
           lo que yo debo callar,
           porque ya, con más acuerdo,
           ni para sentir soy mía;
           y solamente me huelgo         
           de tener hoy que sentir,
           por tener en mis deseos
           que vencer; pues no hay virtud
           sin experiencia.  Perfeto
           está el oro en el crisol,                  
           el imán en el acero,
           el diamante en el diamante,
           los metales en el fuego;
           y así mi honor en sí mismo
           se acrisola, cuando llego                    
           a vencerme, pues no fuera
           sin experiencias perfecto.
           ¡Piedad, divinos cielos!
           ¡Viva callando, pues callando muero!
           ¡Enrique!  ¡Señor!
ENRIQUE:                 ¿Quién llama?      
MENCÍA:    ¡Albricias...
ENRIQUE:               ¡Válgame el cielo! 
MENCÍA:    ...que vive tu alteza!
ENRIQUE:                        ¿Dónde
           estoy?
MENCÍA:           En parte, a lo menos
           donde de vuestra salud
           hay quien se huelgue.
ENRIQUE:                        Lo creo,     
           si esta dicha, por ser mía,
           no se deshace en el viento,
           pues consultando conmigo
           estoy, si despierto sueño,
           o si dormido discurro,        
           pues a un tiempo duermo y velo.
           Pero ¿para qué averiguo,
           poniendo a mayores riesgos
           la verdad?  Nunca despierte
           si es verdad que agora duermo;               
           y nunca duerma en mi vida
           si es verdad que estoy despierto.
MENCÍA:    Vuestra alteza, gran señor,
           trate prevenido y cuerdo
           de su salud, cuya vida        
           dilate siglos eternos,
           fénix de su misma fama,
           imitando al que en el fuego
           ave, llama, ascua y gusano,
           urna, pira, voz y incendio,                  
           nace, vive, dura y muere,
           hijo y padre de sí mesmo;
           que después sabrá de mí
           dónde está.
ENRIQUE:             No lo deseo;
           que si estoy vivo y te miro,                 
           ya mayor dicha no espero;
           ni mayor dicha tampoco,
           si te miro estando muerto;
           pues es fuerza que sea gloria
           donde vive ángel tan bello.                
           Y así no quiero saber
           qué acasos ni qué sucesos
           aquí mi vida guiaron,
           ni aquí la tuya trajeron;
           pues con saber que estoy donde                    
           estás tú, vivo contento;
           y así, ni tú que decirme,
           ni yo que escucharte tengo.
MENCÍA:    (Presto de tantos favores            Aparte
           será desengaño el tiempo).          
           Dígame ahora, ¿cómo está
           vuestra alteza?
ENRIQUE:                 Estoy tan bueno,
           que nunca estuvo mejor;
           sólo en esta pierna siento
           un dolor.
MENCÍA:             Fue gran caída;                   
           pero en descansando, pienso
           que cobraréis la salud;
           y ya os están previniendo
           cama donde descanséis.
           Que me perdonéis, os ruego,                
           la humildad de la posada;
           aunque disculpada quedo...
ENRIQUE:   Muy como señora habláis,
           Mencía.  ¿Sois vos el dueño
           de esta casa?
MENCÍA:                 No, señor;                    
           pero de quien lo es, sospecho
           que lo soy.
ENRIQUE:             Y ¿quién lo es?
MENCÍA:    Un ilustre caballero,
           Gutierre Alfonso Solís,
           mi esposo y esclavo vuestro.                 
ENRIQUE:   ¡Vuestro esposo!


 

Levántase don ENRIQUE

 

MENCÍA:                    Sí, señor.
           No os levantéis, deteneos;
           ved que no podéis estar
           en pie.
ENRIQUE:           Sí puedo, sí puedo.


 

Sale don ARIAS

 

ARIAS:     Dame, gran señor, las plantas,        
           que mil veces todo y beso,
           agradecido a la dicha
           que en tu salud nos ha vuelto
           la vida a todos.


 

Sale don DIEGO

 

DIEGO:                   Ya puede
           vuestra alteza a ese aposento                
           retirarse, donde está
           prevenido todo aquello
           que pudo en la fantasía
           bosquejar el pensamiento.
ENRIQUE:   Don Arias, dame un caballo;                  
           dame un caballo, don Diego.
           Salgamos presto de aquí. 
ARIAS:     ¿Qué decís?
ENRIQUE:               Que me deis presto
           un caballo.
DIEGO:                  Pues, señor...
ARIAS:     Mira...
ENRIQUE:            Estáse Troya ardiendo,       
           y Eneas de mis sentidos,
           he de librarlos del fuego.


 

Vase don DIEGO

 

¡Ay, don Arias, la caída
           no fue acaso, sino agüero
           de mi muerte!  Y con razón,                
           pues fue divino decreto
           que viniese a morir yo,
           con tan justo sentimiento,
           donde tú estabas casada,
           porque nos diesen a un tiempo                
           pésames y parabienes
           de tu boda y de mi entierro. 
           De verse el bruto a tu sombra,
           pensé que, altivo y soberbio,
           engendró con osadía                 
           bizarros atrevimientos,
           cuando presumiendo de ave,
           con relinchos cuerpo a cuerpo
           desafïaba los rayos,
           después que venció los vientos;     
           y no fue sino que al ver
           tu casa, montes de celos
           se le pusieron delante,
           porque tropezase en ellos;
           que aun un bruto se desboca                  
           con celos; y no hay tan diestro
           jinete, que allí no pierda
           los estribos al correrlos.
           Milagro de tu hermosura
           presumí el feliz suceso                    
           de mi vida, pero ya,
           más desengañado, pienso
           que no fue sino venganza
           de mi muerte; pues es cierto
           que muero, y que no hay milagros             
           que se examinen muriendo.
MENCÍA:    Quien oyere a vuestra alteza
           quejas, agravios, desprecios,
           podrá formar de mi honor
           presunciones y concetos       
           indignos de él; y yo agora,
           por si acaso llevó el viento
           cabal alguna razón, 
           sin que en partidos acentos
           la troncase, responder        
           a tantos agravios quiero,
           porque donde fueron quejas,
           vayan con el mismo aliento
           desengaños.  Vuestra alteza,
           liberal de sus deseos,        
           generoso de sus gustos,
           pródigo de sus afectos,
           puso los ojos en mí;
           es verdad, yo lo confieso.
           Bien sabe, de tantos años                  
           de experiencias, el respeto
           con que constante mi honor
           fue una montaña de hielo,
           conquistada de las flores,
           escuadrones que arma el tiempo.              
           Si me casé, ¿de qué engaño
           se queja, siendo sujeto
           imposible a sus pasiones,
           reservado a sus intentos,
           pues soy para dama más,                    
           lo que para esposa menos?
           Y así, en esta parte ya
           disculpara, en la que tengo
           de mujer, a vuestros pies
           humilde, señor, os ruego                   
           no os ausentéis de esta casa,
           poniendo a tan claro riesgo
           la salud.
ENRIQUE:            ¡Cuánto mayor
           en esta casa le tengo!


GUTIERRE:    Déme los pies vuestra alteza,     
          si puedo de tanto sol
          tocar, ¡oh rayo español!,
          la majestad y grandeza.
          Con alegría y tristeza
          hoy a vuestras plantas llego,  
          y mi aliento, lince y ciego,
          entre asombros y desmayos,
          es águila a tantos rayos,
          mariposa a tanto fuego;
             tristeza de la caída         
          que puso con triste efeto
          a Castilla en tanto aprieto;
          y alegría de la vida   
          que vuelve restituída
          a su pompa, a su belleza,           
          cuando en gusto vuestra alteza
          trueca ya la pena mía.
          ¿Quién vio triste la alegría?
          ¿Quién vio alegre la tristeza?
             Y honrad por tan breve espacio      
          esta esfera, aunque pequeña;
          porque el sol no se desdeña,
          después que ilustró un palacio,
          de iluminar el topacio
          de algún pajizo arrebol.          
          Y pues sois rayo español,
          descansad aquí; que es ley
          hacer el palacio el rey
          también, si hace esfera el sol.
ENRIQUE:     El gusto y pesar estimo        
          del modo que le sentís,
          Gutierre Alfonso Solís;
          y así en el alma le imprimo,
          donde a tenerle me animo
          guardado.
GUTIERRE:           Sabe tu alteza       
          honrar.
ENRIQUE:               Y aunque la grandeza
          de esta casa fuera aquí
          grande esfera para mí,
          pues lo que de otra belleza,
             no me puedo detener;           
          que pienso que esta caída
          ha de costarme la vida;
          y no sólo por caer,
          sino también por hacer
          que no pasase adelante         
          mi intento; y es importante
          irme; que hasta un desengaño
          cada minuto es un año,
          es un siglo cada instante.
GUTIERRE:    Señor, ¿vuestra alteza tiene      
          causa tal, que su inquietud
          aventure la salud
          de una vida que previene
          tantos aplausos?
ENRIQUE:                   Conviene
          llegar a Sevilla hoy.          
GUTIERRE: Necio en apurar estoy
          vuestro intento; pero creo
          que mi lealtad y deseo...
ENRIQUE:  Y si yo la causa os doy,
             ¿qué diréis?
GUTIERRE:               Yo no os la pido;     
          que a vos, señor, no es bien hecho
          examinaros el pecho.
ENRIQUE:  Pues escuchad:  yo he tenido
          un amigo tal, que ha sido
          otro yo.
GUTIERRE:            Dichoso fue.        
ENRIQUE:  A éste en mi ausencia fïé
          el alma, la vida, el gusto
          en una mujer.  ¿Fue justo
          que, atropellando la fe
             que debió al respeto mío,       
          faltase en ausencia?
GUTIERRE:                     No.
ENRIQUE:  Pues a otro dueño le dio
          llaves de aquel albedrío;
          al pecho que yo le fío,
          introdujo otro señor;        
          otro goza su favor.
          ¿Podrá un hombre enamorado
          sosegar con tal cuidado,
          descansar con tal dolor?
GUTIERRE:    No, señor.
ENRIQUE:                Cuando los cielos     
          tanto me fatigan hoy,
          que en cualquier parte que estoy,
          estoy mirando mis celos,
          tan presentes mis desvelos
          están delante de mí,       
          que aquí los miro, y así
          de aquí ausentarme deseo;
          que aunque van conmigo, creo
          que se han de quedar aquí.
MENCÍA:      Dicen que el primer consejo    
          ha de ser de la mujer;
          y así, señor, quiero ser
          --perdonad si os aconsejo--
          quien os dé consuelo.  Dejo
          aparte celos, y digo           
          que aguardéis a vuestro amigo,
          hasta ver si se disculpa;
          que hay calidades de culpa
          que no merecen castigo.
             No os despeñe vuestro brío;     
          mirad, aunque estéis celoso,
          que ninguno es poderoso
          en el ajeno albedrío.
          Cuanto al amigo, confío
          que os he respondido ya;       
          cuanto a la dama, quizá
          fuerza, y no mudanza fue;
          oídla vos, que yo sé
          que ella se disculpará. 
ENRIQUE:     No es posible.


 

Sale don DIEGO

 

DIEGO:                   Ya está allí     
          el caballo apercibido.
GUTIERRE: Si es del que hoy habéis caído,
          no subáis en él, y aquí
          recibid, señor, de mí,
          una pía hermosa y bella,          
          a quien una palma sella,
          signo que vuestra la hace;
          que también un bruto nace
          con mala o con buena estrella.
             Es este prodigio, pues,        
          proporcionado y bien hecho,
          dilatado de anca y pecho;
          de cabeza y cuello es
          corto, de brazos y pies
          fuerte, a uno y otro elemento  
          les da en sí lugar y asiento,
          siendo el bruto de la palma
          tierra el cuerpo, fuego el alma,
          mar la espuma, y todo viento.
ENRIQUE:     El alma aquí no podría          
          distinguir lo que procura,
          la pía de la pintura,
          o por mejor bizarría,
          la pintura de la pía.
COQUÍN:   Aquí entro yo.  A mí me dé         
          vuestra alteza mano o pie,
          lo que está --que esto es más llano--,
          o más a pie, o más a mano.
GUTIERRE: Aparte, necio.
ENRIQUE:               ¿Por qué?
             Dejalde, su humor le abona.         
COQUÍN:   En hablando de la pía,
          entra la persona mía,
          que es su segunda persona.
ENRIQUE:  Pues ¿quién sois?
COQUÍN:                   ¿No lo pregona
          mi estilo?  Yo soy, en fin,         
          Coquín, hijo de Coquín,
          de aquesta casa escudero,
          de la pía despensero,
          pues le siso al celemín
             la mitad de la comida;         
          y en efeto, señor, hoy,
          por ser vuestro día, os doy
          norabuena muy cumplida.
ENRIQUE:  ¿Mi día?
COQUÍN:              Es cosa sabida.
ENRIQUE:  Su día llama uno aquél          
          que es a sus gustos fïel,
          y lo fue a la pena mía;
          ¿cómo pudo ser mi día?
COQUÍN:   Cayendo, señor, en él;
             y para que se publique         
          en cuantos lunarios hay,
          desde hoy diré:  "A tanto cay
          San Infante don Enrique."
GUTIERRE: Tu alteza, señor, aplique
          la espuela al ijar; que el día         
          ya en la tumba helada y fría,
          huésped del undoso dios,
          hace noche.
ENRIQUE:            Guárdeos Dios,
          hermosísima Mencía;
             y porque veáis que estimo         
          el consejo, buscaré
          a esta dama, y de ella oiré
          la disculpa.  (Mal reprimo                            Aparte
          el dolor, cuando me animo
          a no decir lo que callo.       
          Lo que en este lance hallo,
          ganar y perder se llama;
          pues él me ganó la dama,
          y yo le gané el caballo).   


 

Vanse el infante don ENRIQUE, don ARIAS, 
don DIEGO y COQUÍN

 

GUTIERRE:    Bellísimo dueño mío,          
          ya que vive tan unida
          a dos almas una vida,
          dos vidas a un albedrío,
          de tu amor e ingenio fío
          hoy, que licencia me des       
          para ir a besar los pies
          al rey mi señor, que viene
          de Castilla; y le conviene
          a quien caballero es
             irle a dar la bienvenida.           
          Y fuera de esto, ir sirviendo
          al infante Enrique, entiendo
          que es acción justa y debida,
          ya que debí a su caída
          el honor que hoy ha ganado          
          nuestra casa.
MENCÍA:                  ¿Qué cuidado
          más te lleva a darme enojos?
GUTIERRE: No otra cosa, ¡por tus ojos!
MENCÍA:   ¿Quién duda que haya causado
             algún deseo Leonor?          
GUTIERRE: ¿Eso dices?  No la nombres.
MENCÍA:   ¡Oh qué tales sois los hombres!  
          Hoy olvido, ayer amor;
          ayer gusto, y hoy rigor.
GUTIERRE: Ayer, como al sol no veía,        
          hermosa me parecía
          la luna; mas hoy, que adoro
          al sol, ni dudo ni ignoro
          lo que hay de la noche al día. 
             Y escúchame un argumento.         
          Una llama en noche oscura
          arde hermosa, luce pura,
          cuyos rayos, cuyo aliento
          dulce ilumina del viento
          la esfera.  Sale el farol           
          del cielo, y a su arrebol
          toda a sombra se reduce;
          ni arde, ni alumbra, ni luce,
          que es mar de rayos el sol.
             Aplico agora;  yo amaba        
          una luz, cuyo esplendor
          bebió planeta mayor,
          que sus rayos sepultaba,
          una llama me alumbraba;
          pero era una llama aquélla,       
          que eclipsas divina y bella
          siendo de luces crisol;
          porque hasta que sale el sol,
          parece hermosa una estrella. 
MENCÍA:      ¡Qué lisonjero os escucho!,       
          muy parabólico estáis.
GUTIERRE: En fin, ¿licencia me dais?
MENCÍA:   Pienso que la deseáis mucho;
          por eso cobarde lucho
          conmigo.
GUTIERRE:            ¿Puede en los dos        
          haber engaño, si en vos
          quedo yo, y vos vais en mí?
MENCÍA:   Pues, como os quedáis aquí,
          adiós, don Gutierre.
GUTIERRE:                      Adiós.


 

Vase don GUTIERRE.  Sale JACINTA

 

JACINTA:     Triste, señora, has quedado.      
MENCÍA:   Sí, Jacinta, y con razón.
JACINTA:  No sé qué nueva ocasión
          te ha suspendido y turbado;
          que una inquietud, un cuidado
          te ha divertido.
MENCÍA:                   Es así.           
JACINTA:  Bien puedes fïar de mí.
MENCÍA:   ¿Quieres ver si de ti fío
          mi vida, y el honor mío:
          Pues escucha atenta.
JACINTA:                         Di.
MENCÍA:      Nací en Sevilla, y en ella        
          me vio Enrique, festejó
          mis desdenes, celebró
          mi nombre, ¡felice estrella!
          Fuése, y mi padre atropella
          la libertad que hubo en mí.       
          La mano a Gutierre di,
          volvió Enrique, y en rigor,
          tuve amor, y tengo honor.
          Esto es cuanto sé de mí.


 

Vanse y sale doña LEONOR 
e INÉS, con mantos

 

INÉS:        Ya sale para entrar en la capilla. 
          Aquí le espera, y a sus pies te humilla.
LEONOR:   Lograré mi esperanza,
          si recibe mi agravio la venganza.


 

Salen el REY, un VIEJO, y SOLDADOS

 

SOLDADO 1:¡Plaza!
SOLDADO 2:         Tu majestad aquéste lea.
REY:      Yo le haré ver.
SOLDADO 3:                Tu alteza, señor, vea      
          éste.
REY:            Está bien.
SOLDADO 1:             (Pocas palabras gasta).  Aparte
SOLDADO 2:Yo soy...
REY:                El memorial aqueste basta.
SOLDADO 1:Turbado estoy; mal el temor resisto.
REY:      ¿De qué os turbáis?
SOLDADO 1:              ¿No basta haberos visto?
REY:      Sí basta.  ¿Qué pedís?
SOLDADO 1:                  Yo soy soldado; 
          una ventaja.
REY:                   Poco habéis pedido,
          para haberos turbado.
          Una jineta os doy.
SOLDADO 1:              Felice he sido.
VIEJO:    Un pobre viejo soy; limosna os pido.
REY:      Tomad este diamante.           
VIEJO:    ¿Para mí os le quitáis?
REY:                         Yo no os espante;
          que, para darle de una vez, quisiera
          sólo un diamante todo el mundo fuera.
LEONOR:   Señor, a vuestras plantas
          mis pies turbados llegan;           
          de parte de mi honor vengo a pediros
          con voces que se anegan en suspiros,    
          con suspiros que en lágrimas se anegan,
          justicia.  Para vos y Dios apelo.
REY:      Sosegaos, señora, alzad del suelo.     
LEONOR:   Yo soy...
REY:                No prosigáis de esa manera.
          Salíos todos afuera.


 

Vanse todos

 

Hablad agora, porque si venisteis
          de parte del honor, como dijisteis  
          indigna cosa fuera             
          que en público el honor sus quejas diera,
          y que a tan bella cara
          vergüenza la justicia lo costara.

LEONOR:     Pedro, a quien llama el mundo justiciero,
          planeta soberano de Castilla,       
          a cuya luz se alumbra este hemisferio;
          Júpiter español, cuya cuchilla
          rayos esgrime de templado acero,
          cuando blandida al aire alumbra y brilla;
          sangriento giro, que entre nubes de oro,
          corta los cuellos de uno y otro moro;
               yo soy Leonor, a quien Andalucía
          llama --lisonja fue--, Leonor la bella;
          no porque fuese la hermosura mía
          quien el nombre adquirió, sino la estrella; 
          que quien decía bella, ya decía
          infelice, que el hombre incluye y sella,
          a la sombra no más de la hermosura,
          poca dicha, señor, poca ventura.
               Puso los ojos, para darme enojos,   
          un caballero en mí, que ¡ojalá fuera
          basilisco de amor a mis despojos,
          áspid de celos a mi primavera!
          Luego el deseo sucedió a los ojos,
          el amor al deseo, y de manera       
          mi calle festejó, que en ella veía
          morir la noche, y espirar el día.
               ¿Con qué razones, gran señor, herida
          la voz, diré que a tanto amor postrada,
          aunque el desdén me publicó ofendida, 
          la voluntad me confesó obligada?
          De obligada pasé a agradecida,
          luego de agradecida a apasionada;
          que en la universidad de enamorados,
          dignidades de amor se dan por grados. 
               Poca centella incita mucho fuego,
          poco viento movió mucha tormenta,
          poca nube al principio arroja luego
          mucho diluvio, poca luz alienta
          mucho rayo después, poco amor ciego    
          descubre mucho engaño; y así intenta,
          siendo centella, viento, nube, ensayo,
          ser tormenta, diluvio, incendio y rayo.
               Dióme palabra que sería mi esposo;
          que éste de las mujeres es el cebo     
          con que engaña el honor el cauteloso
          pescador, cuya pasta es el Erebo
          que aduerme los sentidos temeroso.
          El labio aquí fallece, y no me atrevo
          a decir que mintió.  No es maravilla.  
          ¿Qué palabra se dio para cumplilla?
               Con esta libertad entró en mi casa,
          si bien siempre el honor fue reservado;
          porque yo, liberal de amor, y escasa
          de honor, me atuve siempre a este sagrado.
          Mas la publicidad a tanto pasa,
          y tanto esta opinión se ha dilatado,
          que en secreto quisiera más perdella,
          que con público escándalo tenella.
               Pedí justicia, pero soy muy pobre;     
          quejéme de él, pero es muy poderoso;
          y ya que es imposible que yo cobre,
          pues se casó, mi honor, Pedro famoso,
          si sobre tu piedad divina, sobre
          tu justicia, me admites generoso,   
          que me sustente en un convento pido;
          Gutierre Alfonso de Solís ha sido.

  
REY:         Señora, vuestros enojos
          siento con razón, por ser
          un Atlante en quien descansa        
          todo el peso de la ley.
          Si Gutierre está casado,
          no podrá satisfacer,   
          como decís, por entero
          vuestro honor; pero yo haré       
          justicia como convenga
          en esta parte; si bien
          no os debe restituír
          honor, que vos os tenéis.
          Oigamos a la otra parte        
          disculpas suyas; que es bien
          guardar el segundo oído
          para quien llega después;
          y fïad, Leonor, de mí,
          que vuestra causa veré       
          de suerte que no os obligue
          a que digáis otra vez
          que sois pobre, él poderoso,
          siendo yo en Castilla rey.
          Mas Gutierre viene allí;          
          podrá, si conmigo os ve,
          conocer que me informasteis
          primero.  Aquese cancel
          os encubra, aquí aguardad,
          hasta que salgáis después.           
LEONOR:   En todo he de obedeceros.


 

Escóndese, y sale COQUÍN

 

COQUÍN:   De sala en sala, pardiez,
          a la sombra de mi amo,
          que allí se quedó, llegué
          hasta aquí, ¡válgame Alá!           
          ¡Vive Dios, que está aquí el rey!
          Él me ha visto, y se mesura.
          ¡Plegue al cielo que no esté
          muy alto aqueste balcón,
          por si me arroja por él!          
REY:      ¿Quién sois?
COQUÍN:                  ¿Yo, señor?
REY:                               Vos.
COQUÍN:                                 Yo,
          ¡válgame el cielo!, soy quien
          vuestra majestad quisiere,
          sin quitar y sin poner,
          porque un hombre muy discreto       
          me dio por consejo ayer,
          no fuese quien en mi vida
          vos no quisieseis; y fue
          de manera la lición,
          que antes, agora y después        
          quien vos quisiéredes sólo
          fui, quien gustaréis seré,
          quien os place soy; y en esto,
          mirad con quién y sin quién...
          y así, con vuestra licencia,           
          por donde vine me iré
          hoy, con mis pies de compás,
          si no con compás de pies.
REY:      Aunque me habéis respondido
          cuanto pudiera saber,          
          quién sois os he preguntado. 
COQUÍN:   Y yo os hubiera también
          al tenor de la pregunta
          respondido, a no temer
          que en diciéndoos quién soy, luego   
          por un balcón me arrojéis,
          por haberme entrado aquí
          tan sin qué ni para qué,
          teniendo un oficio yo
          que vos no habéis menester.       
REY;      ¿Qué oficio tenéis?
COQUÍN:                        Yo soy
          cierto correo de a pie,
          portador de todas nuevas,
          hurón de todo interés,
          sin que se me haya escapado         
          señor, profeso o novel;
          y del que me ha dado más,
          digo mal, mas digo bien.
          Todas las cosas son mías;
          y aunque lo son, esta vez           
          la de don Gutierre Alfonso
          es mi accesorio, en quien fue
          mi pasto meridiano,
          un andaluz cordobés.
          Soy cofrade del contento;           
          el pesar no sé quién es,
          ni aun para servirle.  En fin,
          soy, aquí donde me veis,
          mayordomo de la risa,
          gentilhombre del placer        
          y camarero del gusto,
          pues que me visto con él.
          Y por ser esto, he temido
          el darme aquí a conocer;
          porque un rey que no se ríe,           
          temo que me libre cien
          esportillas batanadas,
          con pespuntes al envés,
          por vagamundo.
REY:                      En fin, ¿sois
          hombre, que a cargo tenéis        
          la risa?
COQUÍN:             Sí, mi señor;
          y porque lo echéis de ver,
          esto es jugar de gracioso
          en palacio.


 

Cúbrese

 

REY:                    Está muy bien;
          y pues sé quién sois, hagamos   
          los dos un concierto.
COQUÍN:                     ¿Y es?
REY:      ¿Hacer reír profesáis?
COQUÍN:   Es verdad.
REY:                  Pues cada vez
          que me hiciéredes reír,
          cien escudos os daré;        
          y si no me hubieres hecho
          reír en término de un mes,
          os han de sacar los dientes.
COQUÍN:   Testigo falso me hacéis,
          y es ilícito contrato        
          de inorme lesión.
REY:                     ¿Por qué?
COQUÍN:   Porque quedaré lisiado
          si le aceto, ¿no se ve?
          Dicen, cuando uno se ríe
          que enseña los dientes; pues           
          enseñarlos yo llorando,
          será reírme al revés.
          Dicen que sois tan severo,
          que a todos dientes hacéis;
          ¿qué os hice yo, que a mí solo           
          deshacérmelos queréis?
          Pero vengo en el partido;
          que porque ahora me dejéis
          ir libre, no le rehúso,
          pues por lo menos un mes       
          me hallo aquí como en la calle
          de vida; y al cabo de él
          no es mucho que tome postas
          en mi boca la vejez;
          y así voy a examinarme       
          de cosquillas.  ¡Voto a diez,
          que os habéis de reír!  Adiós,
          y veámonos después.


 

Vase COQUÍN y salen don ENRIQUE, don GUTIERRE, 
don DIEGO y don ARIAS, y toda la compañía

 

ENRIQUE:  Déme vuestra majestad
          la mano.
REY:                 Vengáis con bien,           
          Enrique.  ¿Cómo os sentís?
ENRIQUE:  Más, señor, el susto fue
          que el golpe.  Estoy bueno.
GUTIERRE:                             A mí
          vuestra majestad me de
          la mano, si mi humildad        
          merece tan alto bien,
          porque el suelo que pisáis
          es soberano dosel
          que ilumina de los vientos
          uno y otro rosicler;                
          y vengáis con la salud
          que este reino ha menester,
          para que os adore España,
          coronado de laurel.
REY:      De vos, don Gutierre Alfonso...     
GUTIERRE: ¿Las espaldas me volvéis?
REY:      ...grande querellas me dan.
GUTIERRE: Injustas deben de ser.
REY;      ¿Quién es, decidme, Leonor,
          una principal mujer            
          de Sevilla?
GUTIERRE:              Una señora, 
          bella, ilustre y noble es,
          de lo mejor de esta tierra.
REY:      ¿Qué obligación la tenéis,
          a que habéis correspondido        
          necio, ingrato y descortés?
GUTIERRE: No os he de mentir en nada,
          que el hombre, señor, de bien
          no sabe mentir jamás,
          y más delante del rey.       
          Servíla, y mi intento entonces
          casarme con ella fue,
          si no mudara las cosas
          de los tiempos el vaivén.
          Visitéla, entré en su casa           
          públicamente; si bien
          no le debo a su opinión     
          de una mano el interés.
          Viéndome desobligado,
          pude mudarme después;        
          y así, libre de este amor,
          en Sevilla me casé
          con doña Mencía de Acuña,
          dama principal, con quien
          vivo, fuera de Sevilla,        
          una casa de placer.
          Leonor, mal aconsejada
          --que no la aconseja bien
          quien destruye su opinión--,
          pleitos intentó poner        
          a mi desposorio, donde
          el más riguroso juez
          no halló causa contra mí,
          aunque ella dice que fue
          diligencia del favor.          
          ¡Mirad vos a qué mujer
          hermosa favor faltara,
          si le hubiera menester!
          Con este engaño pretende,
          puesto que vos lo sabéis,         
          valerse de vos; y así,
          yo me pongo a vuestros pies,
          donde a la justicia vuestra
          dará la espada mi fe,
          y mi lealtad la cabeza.        
REY:      ¿Qué causa tuvisteis, pues,
          para tan grande mudanza?
GUTIERRE: ¿Novedad tan grande es
          mudarse un hombre?  ¿No es cosa
          que cada día se ve?               
REY:      Sí; pero de extremo a extremo
          pasar el que quiso bien,
          no fue sin grande ocasión.
GUTIERRE: Suplícoos no me apretéis;
          que soy hombre que, en ausencia     
          de las mujeres, daré
          la vida por no decir     
          cosa indigna de su ser. 
REY:      ¿Luego vos causa tuvisteis?
GUTIERRE: Sí, señor; pero creed           
          que si para mi descargo
          hoy hubiera menester
          decirlo, cuando importara
          vida y alma, amante fiel
          de su honor, no lo dijera.          
REY:      Pues yo lo quiero saber.
GUTIERRE: Señor...
REY:                 Es curiosidad.
GUTIERRE: Mirad...
REY:                No me repliquéis;
          que me enojaré, por vida...
GUTIERRE: Señor, señor, no juréis;           
          que menos importa mucho
          que yo deje aquí de ser
          quien soy, que veros airado.
REY:      (Que dijese le apuré                  Aparte
          el suceso en alta voz,         
          porque pueda responder
          Leonor, si aquéste me engaña;
          y si habla verdad, porque,
          convencida con su culpa,
          sepa Leonor que lo sé).           
          Decid, pues.
GUTIERRE:              A mi pesar
          lo digo; una noche entré
          en su casa, sentí ruido
          en una cuadra, llegué,
          y al mismo tiempo que ya       
          fui a entrar, pude el bulto ver
          de un hombre, que se arrojó
          del balcón; bajé tras él,
          y sin conocerle, al fin
          pudo escaparse por pies.       
ARIAS:    (¡Válgame el cielo!  ¿Qué es esto     Aparte
          que miro?)
GUTIERRE:           Y aunque escuché
          satisfacciones, y nunca
          di a mi agravio entera fe,
          fue bastante esta aprensión       
          a no casarme; porque
          si amor y honor son pasiones
          del ánimo, a mi entender,
          quien hizo al amor ofensa,
          se le hace al honor en él;        
          porque el agravio del gusto
          al alma toca también.


 

Sale doña LEONOR

 

LEONOR:   Vuestra majestad perdone;
          que no puedo detener
          el golpe a tantas desdichas         
          que han llegado de tropel...
REY:      (¡Vive Dios, que me engañaba!   Aparte
          La prueba sucedió bien).
LEONOR:   ...y oyendo contra mi honor
          presunciones, fuera ley        
          injusta que yo, cobarde,
          dejara de responder;
          que menos perder importa
          la vida, cuando me dé
          este atrevimiento muerte,           
          que vida y honor perder.
          Don Arias entró en mi casa...
ARIAS:    Señora, espera, detén
          la voz, vuestra majestad,
          licencia, señor me dé,          
          porque el honor de esta dama
          me toca a mí defender. 
          Esa noche estaba en casa
          de Leonor una mujer
          con quien me hubiera casado,        
          si de la parca el crüel
          golpe no cortara fiera
          su vida.  Yo, amante fiel
          de su hermosura, seguí
          sus pasos, y en casa entré        
          de Leonor --atrevimiento
          de enamorado-- sin ser
          parte a estorbarlo Leonor.
          Llegó don Gutierre, pues;
          temerosa, Leonor dijo          
          que me retirase a aquel
          aposento; yo lo hice.
          ¡Mil veces mal haya, amén,
          quien de una mujer se rinde
          a admitir el parecer!          
          Sintióme, entró, y a la voz
          de marido, me arrojé
          por el balcón; y si entonces
          volví el rostro a su poder
          porque era marido, hoy,        
          que dice que no lo es,
          vuelvo a ponerme delante.
          Vuestra majestad me dé
          campo en que defienda altivo
          que no he faltado a quien es        
          Leonor, pues a un caballero
          se le concede la ley.
GUTIERRE; Yo saldré donde...


 

Empuñan

 

REY:                   ¿Qué es esto?
          ¿Cómo las manos tenéis
          en las espadas delante         
          de mí?  ¿No tembláis de ver
          mi semblante:  Donde estoy,
          ¿hay soberbia ni altivez?
          Presos los llevad al punto;
          en dos torres los tened;       
          y agradeced que no os pongo
          las  cabezas a los pies.


 

Vase el REY

 

ARIAS:    Si perdió Leonor por mí
          su opinión, por mí también
          la tendrá; que esto se debe       
          al honor de una mujer.


 

Vase don ARIAS

 

GUTIERRE: (No siento en desdicha tal              Aparte
          ver riguroso y crüel
          al rey; sólo siento que hoy
          Mencía, no te he de ver).        


 

Vase don GUTIERRE

 

ENRIQUE:  (Con ocasión de la caza,
          preso Gutierre, podré
          ver esta tarde a Mencía).
          Don Diego, conmigo ven;
          que tengo de porfïar               
          hasta morir o vencer.


 

Vanse don ENRIQUE, don DIEGO, y acompañamiento

 

LEONOR:   ¡Muerta quedo!  ¡Plegue a Dios,
          ingrato, aleve y crüel,
          falso, engañador, fingido,
          sin fe, sin Dios y sin ley,        
          que como inocente pierdo
          mi honor, venganza me dé
          el cielo!  ¡El mismo dolor
          sientas que siento, y a ver
          llegues, bañado en tu sangre,    
          deshonras tuyas, porque
          mueras con las mismas armas
          que matas, amén, amén!
          ¡Ay de mí!, mi honor perdí.
          ¡Ay de mí!, mi muerte hallé.        

Vase

FIN DEL PRIMER ACTO


ACTO SEGUNDO

 

Salen JACINTA y don ENRIQUE como a escuras

 

JACINTA:       Llega con silencio.
ENRIQUE:                           Apenas
          los pies en la tierra puse.
JACINTA:  Ésta es el jardín, y aquí
          pues de la noche te encubre
          el manto, y pues don Gutierre 
          está preso, no hay que dudes
          sino que conseguirás
          victorias de amor tan dulces.
ENRIQUE:  Si la libertad, Jacinta,
          que te prometí, presumes
          poco premio a bien tan grande,     
          pide más, y no te excuses
          por cortedad.  Vida y alma
          es bien que por tuyas juzgues.
JACINTA:  Aquí mi señora siempre         
          viene, y tiene por costumbre
          pasar un poco la noche.
ENRIQUE:  Calla, calla, no pronuncies
          otra razón, porque temo
          que los vientos nos escuchen.
JACINTA:  Ya, pues, porque tanta ausencia
          no me indicie, o no me culpe
          de este delito, no quiero
          faltar de allí.


 

Vase JACINTA

 

ENRIQUE:                 Amor, ayude
          mi intento.  Estas verdes hojas    
          me escondan y disimulen;
          que no seré yo el primero
          que a vuestras espaldas hurte
          rayos al sol.  Acteón
          con Dïana me disculpe.        


 

Escóndese, y sale doña MENCÍA 
y criadas

 

MENCÍA:   ¡Silvia, Jacinta, Teodora!
JACINTA:  ¿Qué mandas?
MENCÍA:                Que traigas luces;
          y venid todas conmigo
          a divertir pesadumbres
          de la ausencia de Gutierre,        
          donde el natural presume
          vencer hermosos países
          que el arte dibuja y pule.
          ¡Teodora!
TEODORA:              ¿Señora mía?
MENCÍA:   Divierte con voces dulces          
          esta tristeza.
TEODORA:                 Holgaréme
          que de letra y tono gustes.


 

Canta TEODORA y duérmese 
doña MENCÍA

 

JACINTA:  No cantes más, que parece
          que ya el sueño al alma infunde
          sosiego y descanso; y pues         
          hallaron sus inquietudes
          en él sagrado, nosotras
          no la despertemos.
TEODORA:                      Huye
          con silencio la ocasión.
JACINTA:  (Yo lo haré, porque la busque              Aparte
          quien la deseó.  ¡Oh crïadas,
          y cuántas honras ilustres
          se han perdido por vosotras!


 

Vanse, y sale don ENRIQUE

 

ENRIQUE:  Sola se quedó.  No duden
          mis sentidos tanta dicha,          
          y ya que a esto me dispuse,
          pues la ventura me falta,
          tiempo y lugar me aseguren.
          ¡Hermosísima Mencía!
MENCÍA:   ¡Válgame Dios!


 

Despierta

 

ENRIQUE:                 No te asustes.
MENCÍA:   ¿Qué es esto?
ENRIQUE:                 Un atrevimiento,
          a quien es bien que disculpen
          tantos años de esperanza.
MENCÍA:   ¿Pues, señor, vos...
ENRIQUE:                    No te turbes.
MENCÍA:   ...de esta suerte...
ENRIQUE:                   No te alteres.
MENCÍA:   ...entrasteis...
ENRIQUE:                     No te disgustes.
MENCÍA:   ...en mi casa sin temer
          que así a una mujer destruye,
          y que así ofende un vasallo
          tan generoso e ilustre?
ENRIQUE:  Esto es tomar tu consejo.
          Tú me aconsejas que escuche
          disculpas de aquella dama,
          y vengo a que te disculpes
          conmigo de mis agravios.
MENCÍA:   Es verdad, la culpa tuve;
          pero si he de disculparme,
          tu alteza, señor, no dude
          que es en orden a mi honor.
ENRIQUE:  ¿Que ignoro, acaso, presumes
          el respeto que les debo
          a tu sangre y tus costumbres?
          El achaque de la caza
          que en estos campos dispuse,
          no fue fatigar la caza,       
          estorbando que saluden
          a la venida del día,
          sino a ti, garza, que subes
          tan remontada, que tocas
          por las campañas azules          
          de los palacios del sol
          los dorados balaústres.
MENCÍA:   Muy bien, señor, vuestra alteza
          a las garzas atribuye
          esta lucha; pues la garza          
          de tal instinto presume,
          que volando hasta los cielos,
          rayo de pluma sin lumbre,
          ave de fuego con alma,
          con instinto alada nube,      
          parda cometa sin fuego,
          quiere que su intento burlen
          azores reales; y aun dicen
          que cuando de todos huye,
          conoce el que ha de matarla;       
          y así, antes que con él luche,
          el temor hace que tiemble,
          se estremezca, y se espeluce.
          Así yo, viendo a tu alteza
          quedé muda, absorta estuve,      
          conocí el riesgo, y temblé;
          tuve miedo, y horror tuve;
          porque mi temor no ignore,
          porque me espanto no dude,
          que es quien me ha de dar la muerte.
ENRIQUE:  Ya llegué a hablarte, ya tuve
          ocasión; no he de perdella.
MENCÍA:   ¿Cómo esto los cielos sufren?
          Daré voces.
ENRIQUE:            A ti misma
          te infamas.
MENCÍA:             ¿Cómo no acuden
          a darme favor las fieras?
ENRIQUE:  Porque de enojarme huyen.


 

Dentro don GUTIERRE

 

GUTIERRE:      Ten ese estribo, Coquín,
          y llama a esa puerta.
MENCÍA:                         ¡Cielos!
          No mintieron mis recelos;          
          llegó de mi vida el fin.
               Don Gutierre es éste, ¡ay Dios!
ENRIQUE:  ¡Oh, qué infelice nací!
MENCÍA:   ¿Qué ha de ser, señor, de mí,
          si os halla conmigo a vos?
ENRIQUE:       ¿Pues qué he de hacer?
MENCÍA:                          Retiraros.
ENRIQUE:  ¿Yo me tengo de esconder?
MENCÍA:   El honor de una mujer
          a más que esto ha de obligaros.
               No podéis salir --¡soy muerta!-- 
          que como allá no sabían
          mis crïadas lo que hacían,
          abrieron luego la puerta.
               Aun salir no podéis ya.
ENRIQUE:  ¿Qué haré en tanta confusión?
MENCÍA:   Detrás de ese pabellón,
          que en mi misma cuadra está,
               os esconded.
ENRIQUE:                   No he sabido,
          hasta la ocasión presente,
          qué es temor.  ¡Oh, qué valiente    
          debe de ser un marido!


 

Escóndese

 

MENCÍA:        Sí inocente la mujer,
          no hay desdicha que no aguarde,
          ¡válgame Dios, qué cobarde
          culpada debe de ser!          


 

Salen don GUTIERRE y COQUÍN

 

GUTIERRE:      Mi bien, mi señora, los brazos
          darme una y mil veces puedes.
MENCÍA:   Con envidia de estas redes,
          que en tan amoroso lazos
          están inventando abrazos.
GUTIERRE: No dirás que no he venido
          a verte. 
MENCÍA:             Fineza ha sido
          de amante firme y constante.
GUTIERRE: No dejo de ser amante
          yo, mi bien, por ser marido;       
               que por propia la hermosura
          no desmerece jamás
          las finezas; antes más
          las alienta y asegura;
          y así a su riesgo procura        
          los medios, las ocasiones.
MENCÍA;   En obligación me pones.
GUTIERRE: El alcaide que conmigo
          está, es mi deudo y amigo,
          y quitándome prisiones      
               al cuerpo, más las echó
          al alma, porque me ha dado    
          ocasión de haber llegado
          a tan grande dicha yo,
          como es a verte.
MENCÍA;                    ¿Quién vio      
          mayor gloria...
GUTIERRE:                ...que la mía?;
          aunque, si bien advertía,
          hizo muy poco por mí
          en dejarme que hasta aquí
          viniese; pues si vivía      
               yo sin alma en la prisión,
          por estar en ti, mi bien,
          darme libertad fue bien,
          para que en esta ocasión
          alma y vida con razón       
          otra vez se viese unida;
          porque estaba dividida,
          teniendo en prolija calma,
          en una prisión el alma,
          y en otra prisión la vida.
MENCÍA:        Dicen que dos instrumentos
          conformemente templados,
          por los ecos dilatados
          comunican los acentos.
          Tocan el uno, y los vientos        
          hiere el otro, sin que allí
          nadie le toque; y en mí
          esta experiencia se viera;
          pues si el golpe allá te hiriera,
          muriera yo desde aquí.
COQUÍN:        ¿Y no le darás, señora,
          tu mano por un momento
          a un preso de cumplimiento;
          pues llora, siente e ignora
          por qué siente, y por qué llora     
          y está su muerte esperando
          sin saber por qué, ni cuándo?
          Pero...
MENCÍA:              Coquín, ¿qué hay en fin?
COQUÍN:   Fin al principio en Coquín 
          hay, que esto te estoy contando;   
               mucho el rey me quiere, pero
          si el rigor pasa adelante,
          mi amo será muerto andante,
          pues irá con escudero.


 

Habla doña MENCÍA 
a don GUTIERRE

 

MENCÍA:   Poco regalarte espero;        
          porque como no aguardaba
          huésped, descuidada estaba.
          Cena os quiero apercibir.
GUTIERRE: Un esclava puede ir.
MENCÍA:   ¿Ya, señor, no va una esclava?        
               Yo lo soy, y lo he de ser,
          Jacinta, venme a ayudar.
          (En salud me he de curar.               Aparte
          Ved, honor, cómo ha de ser,
          porque me he de resolver      
          a una temeraria acción).


 

Vanse las dos

 

GUTIERRE: Tú, Coquín, a esta ocasión
          aquí te queda, y extremos
          olvida, y mira que habemos
          de volver a la prisión      
               antes del día; ya falta
          poco; aquí puedes quedarte.
COQUÍN:   Yo quisiera aconsejarte
          una industria, la más alta
          que el ingenio humano esmalta.     
          en ella tu vida está.
          ¡Oh, qué industria...
GUTIERRE:                    Dila ya.
COQUÍN:   ...para salir sin lisión,
          sano y bueno de prisión!
GUTIERRE: ¿Cuál es?
COQUÍN:               No volver allá.      
               ¿No estás bueno?  ¿No estás sano?
          Con no volver, claro ha sido
          que sano y bueno has salido.
GUTIERRE: ¡Vive Dios, necio villano,
          que te mate por mi mano!      
          ¿Pues tú me has de aconsejar
          tan vil acción, sin mirar
          la confïanza que aquí
          hizo el alcaide de mí?
COQUÍN:   Señor, yo llego a dudar          
               --que soy más desconfïado--
          de la condición del rey;
          y así, el honor de esa ley
          no se entiende en el crïado;
          y hoy estoy determinado       
          a dejarte y no volver.
GUTIERRE: ¿Dejarme tú?
COQUÍN:                  ¿Qué he de hacer?
GUTIERRE: Y de ti, ¿qué han de decir?
COQUÍN:   ¿Y héme de dejar morir
          por sólo bien parecer?           
               Si el morir, señor, tuviera
          descarte o enmienda alguna,
          cosa que de dos la una
          un hombre hacerla pudiera,
          yo probara la primera         
          por servirte; mas ¿no ves
          que rifa la vida es?
          Entro en ella, vengo y tomo 
          cartas, y piérdola.  ¿Cómo
          me desquitaré después?         
               Perdida se quedará,
          si la pierdo por tu engaño,
          hasta, hasta ciento y un año.


 

Sale doña MENCÍA sola, muy alborotada

 

MENCÍA:    Señor, tu favor me da.
GUTIERRE: ¡Válgame Dios!  ¿Qué será?        
          ¿Qué puede haber sucedido?
MENCÍA:   Un hombre...
GUTIERRE:           ¡Presto!
MENCÍA:                     ...escondido
          en mi aposento he topado,
          encubierto y rebozado.
          Favor, Gutierre, te pido.
GUTIERRE:      ¿Qué dices?  ¡Válgame el cielo!
          Ya es forzoso que me asombre.
          ¿Embozado en casa un hombre?
MENCÍA:   Yo le vi.
GUTIERRE;           Todo soy hielo.
          Toma esa luz.
COQUÍN:                ¿Yo?
GUTIERRE:                   El recelo        
          pierde, pues conmigo vas.
MENCÍA:   Villano, ¿cobarde estás?
          Saca tú la espada; yo
          iré.  La luz se cayó.


 

Al tomar la luz, la mata disimuladamente, y salen 
JACINTA y don ENRIQUE siguiéndola

 

GUTIERRE: Esto me faltaba más;             
               pero a escuras entraré.
JACINTA:  Síguete, señor, por mí;
          seguro vas por aquí,
          que toda la casa sé.
COQUÍN:   ¿Dónde iré yo?
GUTIERRE:                 Ya topé          
          el hombre.


 

Coge a COQUÍN

 

COQUÍN:             Señor, advierte...
GUTIERRE: ¡Vive Dios, que de esta suerte,
          hasta que sepa quién es,
          le he de tener!; que después
          le darán mis manos muerte.
COQUÍN:        Mira, que yo...
MENCÍA:                   (¡Qué rigor!  Aparte
          Si es que con él ha topado,
          ¡ay de mí!)
GUTIERRE:               Luz han sacado.


 

Sale JACINTA con luz

 

¿Quién eres, hombre?
COQUÍN:                      Señor,
          yo soy.
GUTIERRE:        ¡Qué engaño!  ¡Qué error!
COQUÍN:   ¿Pues yo no te lo decía?
GUTIERRE: Que me hablabas presumía;
          pero no que eras el mismo
          que tenía.  ¡Oh, ciego abismo
          del alma y paciencia mía!        


 

Habla doña MENCÍA 
aparte a JACINTA

 

MENCÍA:        ¿Salió ya, Jacinta?
JACINTA:                             Sí.
MENCÍA:   Como esto en tu ausencia pasa,
          mira bien toda la casa;
          que como saben que aquí
          no estás, se atreven ansí      
          ladrones.
GUTIERRE:              A verla voy.
          Suspiros al cielo doy,
          que mis sentimientos lleven,
          si es que a mi casa se atreven,
          por ver que en ella no estoy. 


 

Vase don GUTIERRE

 

JACINTA:       Grande atrevimiento fue
          determinarte, señora,
          a tan grande acción agora.
MENCÍA:   En ella mi vida hallé.
JACINTA:  ¿Por qué lo hiciste?
MENCÍA:                          Porque       
          si yo no se lo dijera
          y Gutierre lo sintiera,
          la presunción era clara,
          pues no se desengañara
          de que yo cómplice era;          
               y no fue dificultad
          en ocasión tan crüel,
          haciendo del ladrón fiel,
          engañar con la verdad.


 

Sale don GUTIERRE, y debajo de 
la capa ya una daga

 

GUTIERRE: ¿Qué ilusión, qué vanidad
          de esta suerte te burló?
          Toda la casa vi yo;
          pero en ella no topé
          sombra de que verdad fue
          lo que a ti te pareció.
               (Mas es engaño, ¡ay de mí!,           Aparte
          que esta daga que hallé, ­cielos!,
          con sospechas y recelos
          previene mi muerte en sí;
          mas no es esto para aquí).       
          Mi bien, mi esposa, Mencía;
          ya la noche en sombra fría
          su manto va recogiendo
          y cobardemente huyendo
          de la hermosa luz del día.       
               Mucho siento, claro está,
          el dejarte en esta parte,
          por dejarte, y por dejarte
          con este temor; mas ya
          es hora.
MENCÍA:              Los brazos da      
          a quien te adora.
GUTIERRE:                  El favor     
          estimo.


 

Al abrazarla don GUTIERRE, 
Doña MENCÍA ve la daga

 

MENCÍA:               ¡Tente, señor!
          ¿Tú la daga para mí?
          En mi vida te ofendí.
          Detén la mano al rigor,          
               detén...
GUTIERRE:              ¿De qué estás turbada, 
          mi bien, mi esposa, Mencía?
MENCÍA:   Al verte ansí, presumía
          que ya en mi sangre bañada,
          hoy moría desangrada.
GUTIERRE: Como a ver la casa entré,
          así esta daga saqué.
MENCÍA:   Toda soy una ilusión.
GUTIERRE: ¡Jesús, qué imaginación!
MENCÍA:   En mi vida te he ofendido.
GUTIERRE: ¡Qué necia disculpa ha sido!
          Pero suele una aprensión
               tales miedos prevenir.
MENCÍA:   Mis tristezas, mis enojos,
          en tu ausencia estos antojos       
          suelen, mi dueño, fingir.
GUTIERRE: Si yo pudiere venir,
          vendré a la noche y adiós.
MENCÍA:   Él vaya, mi bien, con vos.
          (¡Oh, qué asombros! ¡Oh, qué extremos!)
GUTIERRE: (¡Ay, honor!, mucho tenemos
          que hablar a solas los dos).


 

Vanse cada uno por su puerta.  Salen el REY y don 
DIEGO con rodela y capa de color; y como 
representa, se muda de negro

 

REY:           Ten, don Diego, esa rodela.
DIEGO:    Tarde vienes a acostarte.
REY:      Toda la noche rondé         
          de aquesta ciudad las calles;
          que quiero saber ansí
          sucesos y novedades
          de Sevilla, que es lugar
          donde cada noche salen        
          cuentos nuevos; y deseo
          de esta manera informarme
          de todo, para saber
          lo que convenga.
DIEGO:                      Bien haces,
          que el rey debe ser un Argos 
          en su reino, vigilante.
          El emblema de aquel cetro
          con dos ojos lo declare.
          Mas ¿qué vio tu majestad?
REY:      Vi recatados galanes,         
          damas desveladas vi,
          músicas, fiestas y bailes,
          muchos gritos, de quien
          eran siempre voces grandes
          la tablilla que decía:      
          "Aquí hay juego, caminante."
          Vi valientes infinitos;
          y no hay cosa que me canse
          tanto como ver valiente,
          y que por oficio pase         
          ser uno valiente aquí.
          Mas porque no se me alaben
          que no doy examen yo
          a oficio tan importante,
          a una tropa de valientes      
          probé solo en una calle.
DIEGO:    Mal hizo tu majestad.
REY:      Antes bien, pues con su sangre
          llevaron iluminada...
DIEGO:    ¿Qué?
REY:               La carta del examen.      


 

Sale COQUÍN

 

COQUÍN:   (No quise entrar en la torre            Aparte
          con mi amo, por quedarme
          a saber lo que se dice
          de su prisión.  Pero, ¡tate!
          --que es un pero muy honrado       
          del celebrado linaje
          de los tates de Castilla--
          porque el rey está delante.
REY:      Coquín.
COQUÍN:           ¿Señor?
REY:                     ¿Cómo va?
COQUÍN:   Responderé a lo estudiante.
REY:      ¿Cómo?
COQUÍN:             De "corpore bene,"
          pero de "pecunis male."
REY:      Decid algo, pues sabéis,
          Coquín, que como me agrade,
          tenéis aquí cien escudos.
COQUÍN:   Fuera hacer tú aquesta tarde
          el papel de una comedia
          que se llamaba El rey ángel.
          Pero con todo eso traigo
          hoy un cuento que contarte,        
          que remata en epigrama.
REY:      Si es vuestra, será elegante.
          Vaya el cuento.
COQUÍN:                  Yo vi ayer
          de la cama levantarse
          un capón con bigotera.      
          ¿No te ríes de pensarle
          curándose sobre sano
          con tan vagamundo parche?
          A esto un epigrama hice:
          (No te pido, Pedro el grande,           Aparte
          casas ni viñas; que sólo
          risa pido en este guante.
          Dad vuestra bendita risa
          a un gracioso vergonzante).


               "Floro, casa muy desierta          
          la tuya debe de ser,
          porque eso nos da a entender
          la cédula de la puerta.
          Donde no hay carta, ¿hay cubierta?,
          ¿Cáscara sin fruta?  No,         
          no pierdas tiempo, que yo
          esperando los provechos,
          he visto labrar barbechos,
          mas barbideshechos no".


REY:           ¡Qué frialdad!
COQUÍN:                     Pues adiós, dientes.     


 

Sale el infante don ENRIQUE

 

ENRIQUE:  Dadme vuestra mano.
REY:                        Infante,
          ¿cómo estáis?
ENRIQUE:                  Tengo salud,
          contento de que se halle
          vuestra majestad con ella;
          y esto, señor, a una parte.      
          Don Arias...
REY:                     Don Arias es
          vuestra privanza.  Sacalde
          de la prisión, y haced vos,
          Enrique, esas amistades,
          y agradézcanos la vida.
ENRIQUE:  La tuya los cielos guarden;
          y heredero de ti mismo,
          apuestes eternidades
          con el tiempo.


 

Vase el REY

 

Iréis, don Diego,
          a la torre, y al alcaide      
          le diréis que traiga aquí
          los dos presos.


 

Vase don DIEGO

 

(¡Cielos, dadme        Aparte
          paciencia en tales desdichas,
          y prudencia en tales males).
          Coquín, ¿tú estabas aquí?
COQUÍN:   Y más me valiera en Flandes.
ENRIQUE:  ¿Cómo?
COQUÍN:             El rey es un prodigio
          de todos los animales.
ENRIQUE:  ¿Por qué?
COQUÍN:                La Naturaleza
          permite que el toro brame,         
          ruja el león, muja el buey,
          el asno rebuzne, el ave
          cante, el caballo relinche,
          ladre el perro, el gato maye,
          aulle el lobo, el lechón gruña,     
          y sólo permitió dalle
          risa al hombre, y Aristóteles
          risible animal le hace,
          por definición perfecta;
          y el rey, contra el orden y arte,  
          no quiere reírse.  Déme
          el cielo, para sacarle
          risa, todas las tenazas
          del buen gusto y del donaire.


 

Vase COQUÍN, y salen don GUTIERRE, 
don ARIAS y don DIEGO

 

DIEGO:         Ya, señor, están aquí        
          los presos.
GUTIERRE:           Danos tus plantas.
ARIAS:    Hoy al cielo nos levantas.
ENRIQUE:  El rey mi señor de mí
          --porque humilde le pedí
          vuestras vidas este día--        
          estas amistades fía.
GUTIERRE: El honrar es dado a vos.


 

Coteja la daga que se halló con la espada del infante

 

(¿Qué es esto que miro?  ¡Ay Dios!)     Aparte
ENRIQUE:  Las manos os dad.
ARIAS:                     La mía
               es ésta.
GUTIERRE:                 Y éstos mis brazos,         
          cuyo nudo y lazo fuerte
          no desatará la muerte
          sin que los haga pedazos.
ARIAS:    Confirmen estos abrazos
          firme amistad desde aquí.
ENRIQUE:  Esto queda bien así.
          Entrambos sois caballeros
          en acudir los primeros
          a su obligación; y así
               está bien el ser amigos          
          uno y otro; y quien pensare
          que no queda bien, repare
          en que ha de reñir conmigo.
GUTIERRE: A cumplir, señor, me obligo
          las amistades que juro.       
          Obedeceros procuro,
          y pienso que me honraréis
          tanto, que de mí creeréis
          lo que de mí estás seguro.
               Sois fuerte enemigo vos,      
          y cuando lealtad no fuera,
          por temor no me atreviera
          a romperlas, ¡vive Dios!
          Vos y yo para otros dos
          me estuviera a mí muy bien.
          Mostrara entonces también   
          que sé cumplir lo que digo;
          mas con vos por enemigo,
          ¿quién ha de atreverse?  ¿Quién?
               Tanto enojaros temiera        
          el alma cuerda y prudente,
          que a miraros solamente
          tal vez aun no me atreviera;
          y si en ocasión me viera
          de probar vuestros aceros,         
          cuando yo sin conoceros
          a tal extremo llegara,
          que se muriera estimara
          la luz del sol por no veros.
ENRIQUE:       (De sus quejas y suspiros          Aparte
          grandes sospechas prevengo).
          Venid conmigo, que tengo
          muchas cosas que deciros,
          don Arias.
ARIAS;                Iré a serviros.


 

Vanse don ENRIQUE, don DIEGO y don ARIAS

 

GUTIERRE: Nada Enrique respondió;          
          sin duda se convenció
          de mi razón.  ¡Ay de mí!
          ¿Podré ya quejarme?  Sí;
          pero, consolarme, no.


               Ya estoy solo, ya bien puedo  
          hablar.  ¡Ay Dios!, quién supiera
          reducir sólo a un discurso,
          medir con sola una idea
          tantos géneros de agravios,
          tantos linajes de penas       
          como cobardes me asaltan,
          como atrevidos me cercan.
          Agora, agora, valor,
          salga repetido en quejas,
          salga en lágrimas envuelto       
          el corazón a las puertas
          del alma, que son los ojos;
          y en ocasión como ésta,
          bien podéis, ojos, llorar.
          No lo dejéis de vergüenza.       
          Agora, valor, agora
          es tiempo de que se vea
          que sabéis medir iguales
          el valor y la paciencia.
          Pero cese el sentimiento,          
          y a fuerza de honor, y a fuerza
          de valor, aun no me dé
          para quejarme licencia:
               "porque adula sus penas
          el que pide a la voz justicia de ellas"
               Pero vengamos al caso;
          quizá hallaremos respuesta.
          ¡Oh ruego a Dios que la haya!
          ¡Oh plegue a Dios que la tenga!
          Anoche llegué a mi casa,
          es verdad; pero las puertas   
          me abrieron luego, y mi esposa
          estaba segura y quieta.
          En cuanto a que me avisaron
          de que estaba un hombre en ella,
          tengo disculpa en que fue     
          la que me avisó ella mesma;
          en cuanto a que se mató
          la luz, ¿qué testigo prueba
          aquí que no pudo ser             
          un caso de contingencia?
          En cuanto a que hallé esta daga,
          hay crïados de quien pueda
          ser.  En cuanto, ¡ay dolor mío!,
          que con la espada convenga         
          del infante, puede ser
          otra espada como ella;
          que no es labor tan extraña
          que no hay mil que la parezcan.
          Y apurando más el caso,          
          confieso, ¡ay de mí!, que sea
          del infante, y más confieso
          que estaba allí, aunque no fuera
          posible dejar de verle;
          mas siéndolo, ¿no pudiera        
          no estar culpada Mencía?;
          que el oro es llave maestra
          que las guardas de crïadas
          por instantes nos falsea.
          ¡Oh cuánto me estimo haber       
          hallado esta sutileza!
          Y así acortemos discursos,
          pues todos juntos se cierran
          en que Mencía es quien es,
          y soy quien soy.  No hay quien pueda    
          borrar de tanto esplendor
          la hermosura y la pureza.
          Pero sí puede, mal digo;
          que al sol una nube negra,
          si no le mancha, le turba,         
          si no le eclipsa, le hiela.
               "¿Qué injusta ley condena
          que muera el inocente, que padezca?"
               A peligro estás, honor,
          no hay hora en vos que no sea 
          crítica.  En vuestro sepulcro
          vivís.  Puesto que os alienta
          la mujer, en ella estáis
          pisando siempre la güesa.
          Y os he de curar, honor,      
          y pues al principio muestra
          este primero accidente
          tan grave peligro, sea
          la primera medicina
          cerrar al daño las puertas,      
          atajar al mal los pasos.
          Y así os receta y ordena
          el médico de su honra
          primeramente la dieta
          del silencio, que es guardar       
          la boca, tener paciencia.
          Luego dice que apliquéis
          a vuestra mujer finezas,
          agrados, gustos amores,
          lisonjas, que son las fuerzas
          defensibles, porque el mal    
          con el despego no crezca.
          Que sentimientos, disgustos,
          celos, agravios, sospechas
          con la mujer, y más propia,      
          aun más que sanan enferman.
          Esta noche iré a mi casa
          de secreto, entraré en ella,
          por ver qué malicia tiene
          el mal; y hasta apurar ésta,          
          disimularé, si puedo,
          esta desdicha, esta pena,
          este rigor, este agravio,
          este dolor, esta ofensa,
          este asombro, este delirio,        
          este cuidado, esta afrenta,
          estos celos...¿Celos dije?
          ¡Qué mal hice!  Vuelva, vuelva
          al pecho la voz; mas no,
          que si es ponzoña que engendra   
          mi pecho, si no me dio
          la muerte, ¡ay de mí!, al verterla,
          al volverla a mí podrá;
          que de la víbora cuentan
          que la mata su ponzoña      
          si fuera de sí la encuentra.
          ¿Celos dijo?  Celos dije;
          pues basta; que cuando llega
          un marido a saber que hay
          celos, faltará la ciencia;       
               "y es la cura postrera
          que el médico de honor hacer intenta".


 

Vase don GUTIERRE, y salen don ARIAS y doña LEONOR

 

ARIAS:          No penséis, bella Leonor,
          que el no haberos visto fue
          porque negar intenté             
          las deudas que a vuestro honor
               tengo; y acreedor a quien
          tanta deuda se previene,
          el deudor buscando viene,
          no a pagar, porque no es bien      
               que necio y loco presuma
          que pueda jamás llegar
          a satisfacer y dar
          cantidad que fue tan suma;
               pero en fin, ya que no pago,  
          que soy el deudor confieso;
          no os vuelvo el rostro, y con eso
          la obligación satisfago.
LEONOR:        Señor don Arias, yo he sido
          la que obligada de vos,       
          en las cuentas de los dos,
          más interés ha tenido.
               Confieso que me quitasteis
          un esposo a quien quería;
          mas quizá la suerte mía        
          por ventura mejorasteis;
               pues es mejor que sin vida,
          sin opinión, sin honor
          viva, que no sin amor,
          de un marido aborrecida.      
               Yo tuve la culpa, yo
          la pena siento, y así  
          sólo me quejo de mí
          y de mi estrella.
ARIAS:                       Esto no;
               quitarme, Leonor hermosa,          
          la culpa, es querer negar
          a mis deseos lugar;
          pues si mi pena amorosa
               os significo, ella diga
          en cifra sucinta y breve      
          que es vuestro amor quien me mueve,
          mi deseo quien me obliga
               a deciros que pues fui
          causa de penas tan tristes,
          si esposo por mí perdistes,      
          tengáis esposo por mí.
LEONOR:        Señor, don Arias, estimo,
          como es razón, la elección;
          y aunque con tanta razón
          dentro del alma la imprimo,        
               licencia me habéís de dar
          de responderos también
          que no puede estarme bien,
          no, señor, porque a ganar
               no llegaba yo infinito;       
          sino porque si vos fuisteis
          quien a Gutierre le disteis
          de un mal formado delito
               la ocasión, y agora viera
          que me casaba con vos,
          fácilmente entre los dos         
          de aquella sospecha hiciera
               evidencia; y disculpado,
          con demostración tan clara,
          con todo el mundo quedara
          de haberme a mí despreciado;          
               y yo estimo de manera
          el quejarme con razón,
          que no he de darlo ocasión
          a la disculpa primera;
               porque si en un lance tal     
          le culpa cuantos le ven,
          no han de pensar que hizo bien
          quien yo pienso que hizo mal.
ARIAS:         Frívola respuesta ha sido        
          la vuestra, bella Leonor;
          pues cuando de antiguo amor
          os hubiera convencido
               la experiencia, ella también
          disculpa en la enmienda os da.     
          ¿Cuántos peor os estará
          que tenga por cierto quien
               imaginó vuestro agravio,
          y no le constó después
          la satisfacción?
LEONOR:                  No es          
          amante prudente y sabio,
               don Arias, quien aconseja
          lo que en mi daño se ve;
          pues si agravio entonces fue,
          no por eso agora deja         
               de ser agravio también;
          y peor cuanto haber sido
          de imaginado a creído;
          y a vos no os estará bien
               tampoco.
ARIAS:                 Como yo sé
          la inocencia de ese pecho     
          en la ocasión, satisfecho
          siempre de vos estaré.
               En mi vida he conocido
          galán necio, escrupuloso,       
          y con extremo celoso,
          que en llegando a ser marido
               no le castiguen los cielos.
          Gutierre pudiera bien
          decirlo, Leonor; pues quien        
          levantó tantos desvelos
               de un hombre en la ajena casa,
          extremos pudiera hacer
          mayores, pues llega a ver
          lo que en la propia le pasa.
LEONOR:        Señor don Arias, no quiero
          escuchar lo que decís;
          que os engañáis, o mentís,
          don Gutierre es caballero
               que en todas las ocasiones,        
          con obrar, y con decir,
          sabrá, vive Dios, cumplir
          muy bien sus obligaciones;
               y es hombre cuya cuchilla 
          o cuyo consejo sabio,         
          sabrá no sufrir su agravio
          ni a un infante de Castilla.
               Si pensáis vos que con eso
          mis enojos aduláis,
          muy mal, don Arias, pensáis;          
          y si la verdad confieso,
               mucho perdisteis conmigo;
          pues si fuerais noble vos,
          no habláredes, vive Dios,
          así de vuestro enemigo.          
               Y yo, aunque ofendida estoy,
          y aunque la muerte le diera
          con mis manos, si pudiera,
          no le murmurara hoy
               en el honor, desleal;
          sabed, don Arias, que quien   
          una vez le quiso bien,
          no se vengará en su mal.


 

Vase doña LEONOR

 

ARIAS:         No supe qué responder.
          Muy grande ha sido mi error,       
          pues en escuelas de honor
          arguyendo una mujer
               me convence.  Iré al infante,
          y humilde le rogaré
          que de estos cuidado dé          
          parte ya de aquí adelante
               a otro; y porque no lo yerre,
          ya que el día va a morir,
          me ha de matar, o no ha de ir
          en casa de don Gutierre.      


 

Vase don ARIAS.  Sale don GUTIERRE, 
como quien salta unas tapias

 

GUTIERRE:      En el mudo silencio
          de la noche, que adoro y reverencio,
          por sombra aborrecida,
          como sepulcro de la humana vida,
          de secreto he venido          
          hasta mi casa, sin haber querido
          avisar a Mencía
          de que ya libertad del rey tenía,
          para que descuidada
          estuviese, ¡ay de mí!, de esta jornada.
          Médico de mi honra
          me llamo, pues procuro mi deshonra
          curar; y así he venido
          a visitar mi enfermo, a hora que ha sido
          de ayer la misma, ¡cielos!,        
          y a ver si el accidente de mis celos
          a su tiempo repite,
          el dolor mis intentos facilite.
          Las tapias de la huerta
          salté, porque no quise por la puerta
          entrar.  ¡Ay Dios, qué introducido engaño
          es en el mundo no querer su daño 
          examinar un hombre,
          sin que el recelo ni el temor le asombre!
          Dice mal quien lo dice;       
          que no es posible, no, que un infelice
          no llore sus desvelos.
          Mintió quien dijo que calló con celos,
          o confiéseme aquí que no los siente.
          Mas ¡sentir y callar!.  Otra vez miente.
          Éste es el sitio donde
          suele de noche estar; aun no responde
          el eco entre estos ramos.
          Vamos pasito, honor, que ya llegamos;
          que en estas ocasiones        
          tienen los celos pasos de ladrones.


 

Descubre una cortina donde está 
durmiendo doña MENCÍA

 

¡Ay, hermosa Mencía,
          qué mal tratas mi amor, y la fe mía!
          Volverme otra vez quiero.
          Bueno he hallado mi honor, hacer no quiero
          por agora otra cura,
          pues la salud en él está segura.
          Pero ¿ni una crïada
          la acompaña?  ¿Si acaso retirada
          aguarda...?  ¡Oh pensamiento
          injusto!  ¡Oh vil temor!  ¡Oh infame aliento!
          Ya con esta sospecha
          no he de volverme; y pues que no aprovecha
          tan grave desengaño,
          apuremos de todo en todo el daño.     
          Mato la luz, y llego
          sin luz y sin razón, dos veces ciego;
          pues bien encubrir puedo
          el metal de la voz, hablando quedo.
          ¡Mencia!


 

Despiértala

 

MENCÍA:        ¡Ay Dios!  ¿Qué es esto?
GUTIERRE:                       No des voces.
MENCÍA:   ¿Quién es?
GUTIERRE:            Yo soy, mi bien.  ¿No me conoces?
MENCÍA:   Sí, señor; que no fuera
          otro tan atrevido...
GUTIERRE: (Ella me ha conocido).                       Aparte
MENCÍA:   ...que así hasta aquí viniera.          
          ¿Quién hasta aquí llegara
          que no fuérades vos, que no dejara
          en mis manos la vida,
          con valor y con honra defendida?
GUTIERRE: (¡Qué dulce desengaño!                     Aparte
          ¡Bien haya, Amor, el que apuró su daño!)
          Mencía, no te espantes de haber visto
          tal extremo.
MENCÍA:                ¡Qué mal, temor, resisto
          el sentimiento!
GUTIERRE;                  Mucha razón tiene
          tu valor.
MENCÍA:               ¿Qué disculpa me previene...
GUTIERRE: Ninguna.
MENCÍA:            ...de venir así tu alteza?
GUTIERRE: (¡Tu alteza!  No es conmigo, ¡ay Dios!  ¿Qué escucho?
          Con nuevas dudas lucho.
          ¡Qué pesar! ¡Qué desdicha! ¡Qué tristeza!)
MENCÍA:   ¿Segunda vez pretende ver mi muerte?    
          ¿Piensa que cada día...
GUTIERRE:                   (¡Oh trance fuerte!)
MENCÍA:   ...puede esconderse...
GUTIERRE:                      (¡Cielos!)
MENCÍA:   ...y matando la luz...
GUTIERRE:                   (¡Matadme, celos!)
MENCÍA:   ...salir a riesgo mío
          delante de Gutierre?
GUTIERRE:                    (Desconfío    
          de mí, pues que dilato
          morir, y con mi aliento no la mato.
          El venir no ha extrañado
          el infante, ni de él se ha recatado,
          sino sólo ha sentido
          que en ocasión se ponga, ¡estoy perdido!,
          de que otra vez se esconda.
          ¡Mi venganza a mi agravio corresponda!
MENCÍA:   Señor, vuélvase luego.
GUTIERRE; ¡Ay, Dios!  Todo soy rabia, y todo fuego.
MENCÍA:   Tu alteza así otra vez no llegue a verse.
GUTIERRE: ¿Que por eso no más ha de volverse?
MENCÍA:   Mirad que es hora que Gutierre venga.
GUTIERRE: (¿Habrá en el mundo quien paciencia tenga?
          Sí, si prudente alcanza          
          oportuna ocasión a su venganza).
          No vendrá; yo le dejo entretenido;
          y guárdame un amigo
          las espaldas el tiempo que conmigo
          estáis.  Él no vendrá, yo estoy seguro.


 

Sale JACINTA

 

JACINTA:  Temorosa procuro
          ver quién hablaba aquí.
MENCÍA:                      Gente he sentido.
GUTIERRE: ¿Qué haré?
MENCÍA:             ¿Qué?  Retirarte,
          no a mi aposento, sino a otra parte.


 

Vase don GUTIERRE detrás del paño

 

¡Hola!
JACINTA:           ¿Señora?
MENCÍA:                  El aire que corría     
          entre estos ramos mientras yo dormía,
          la luz ha muerto; luego
          traed luces.


 

Vase JACINTA

 

GUTIERRE:           (Encendidas en mi fuego.           Aparte
          Si aquí estoy escondido,
          han de verme, y de todas conocido, 
          podrá saber Mencía
          que he llegado a entender la pena mía;
          y porque no lo entienda,
          y dos veces me ofenda,
          una con tal intento,               
          y otra pensando que lo sé y consiento,
          dilatando su muerte,
          he de hacer la deshecha de esta suerte).


 

Dice dentro

 

¡Hola!  ¿Cómo está aquí de esta manera?
MENCÍA:   Éste es Gutierre; otra desdicha espera
          mi espíritu cobarde.
GUTIERRE: ¿No han encendido luces, y es tan tarde?


 

Sale JACINTA con luz, y don GUTIERRE por otra puerta 
de donde se escondió

 

JACINTA:  Ya la luz está aquí.
GUTIERRE:                ¡Bella Mencía!
MENCÍA:   ¡Oh mi esposo!  ¡Oh mi bien!  ¡Oh gloria mía!
GUTIERRE: (¡Qué fingidos extremos)                Aparte
          Mas, alma y corazón, disimulemos).
MENCÍA:   Señor, ¿por dónde entrasteis?
GUTIERRE:                      Por esa huerta,         
          con la llave que tengo, abrí la puerta.
          Mi esposa, mi señora,
          ¿en qué te entretenías?
MENCÍA:                     Vine agora  
          a este jardín, y entre estas fuentes puras,
          dejóme el aire a escuras.
GUTIERRE: No me espanto, bien mío;
          que el aire que mató la luz, tan frío
          corre, que es un aliento      
          respirado del céfiro violento,
          y que no sólo advierte
          muerte a las luces, a las vidas muerte,
          y pudieras dormida
          a sus soplos también perder la vida. 
MENCÍA:   Entenderte pretendo,
          y aunque más lo procuro, no te entiendo.
GUTIERRE: ¿No has visto ardiente llama
          perder la luz al aire que la hiere,
          y que a este tiempo de otra luz inflama
          la pavesa?  Una vive y otra muere
          a sólo un soplo.  Así, de esta manera,
          la lengua de los vientos lisonjera
          matarte la luz pudo,
          y darme luz a mí. 
MENCÍA:                     (El sentido dudo).         Aparte
          Parece que celoso
          hablas en dos sentidos.
GUTIERRE:                    (Riguroso            Aparte
          es el dolor de agravios;
          mas con celos ningunos fueron sabios).
          ¿Celoso?  ¿Sabes tú lo que son celos? 
          Que yo no sé qué son, ¡viven los cielos!;
          porque si lo supiera,
          y celos...
MENCÍA:               ¡Ay de mí!
GUTIERRE:                  ...llegar pudiera
          a tener... ¿qué son celos?
          átomos, ilusiones y desvelos...  
          no más que de una esclava, una crïada,
          por sombra imaginada,
          con hechos inhumanos,
          a pedazos sacara con mis manos
          el corazón, y luego                   
          envuelto en sangre, desatado en fuego,
          el corazón comiera
          a bocados, la sangre me bebiera,
          el alma le sacara,
          y el alma, ¡vive Dios!, despedazara,    
          si capaz de dolor el alma fuera.
          ¿Pero cómo hablo yo de esta manera?
MENCÍA:   Temor al alma ofreces.
GUTIERRE: ¡Jesús, Jesús mil veces!
          ¡Mi bien, mi esposa, cielo, gloria mía!
          ¡Ah mi dueño!  ¡Ah Mencia!
          Perdona, por tus ojos,
          esta descompostura, estos enojos;
          que tanto un fingimiento
          fuera de mí llevó mi pensamiento;   
          y vete, por tu vida; que prometo
          que te miro con miedo y con respeto,
          corrido de este exceso.
          ¡Jesús!  No estuve en mí, no tuve seso.
MENCÍA:   (Miedo, espanto, temor y horror tan fuerte. 
          parasismos han sido de mi muerte).
GUTIERRE: (Pues médico me llamo de mi honra,
          yo cubriré con tierra mi deshonra).

Vanse todos

FIN DEL ACTO SEGUNDO


ACTO TERCERO

Sale todo el acompañamiento, 
y don GUTIERRE y el REY

 

GUTIERRE:      Pedro, a quien el indio polo
          coronar de luz espera,        
          hablarte a solas quisiera.
REY:      Idos todos.


 

Vase el acompañamiento

 

Ya estoy solo.
GUTIERRE: Pues a ti, español Apolo,
          a ti, castellano Atlante,
          en cuyos hombros, constante,       
          se ve durar y vivir
          todo un orbe de zafir,
          todo un globo de diamante;
               a ti, pues, rindo en despojos
          la vida mal defendida         
          de tantas penas, si es vida
          vida con tantos enojos.
          No te espantes que los ojos
          también se quejan, señor;
          que dicen que amor y honor         
          pueden, sin que a nadie asombre,
          permitir que llore un hombre;
          y yo tengo honor y amor.
               Honor, que siempre he guardado
          como noble y bien nacido,          
          y amor que siempre he tenido
          como esposo enamorado;
          adquirido y heredado
          uno y otro en mí se ve,
          hasta que tirana fue          
          la nube, que turbar osa
          tanto esplandor en mi esposa,
          y tanto lustre en su fe.
               No sé cómo signifique
          mi pena; turbado estoy...          
          y más cuando a decir voy
          que fue vuestro hermano Enrique
          contra quien pido se aplique
          de esa justicia el rigor;
          no porque sepa, señor,      
          que el poder mi honor contrasta;
          pero imaginarlo basta,
          quien sabe que tiene honor.   
               La vida de vos espero
          de mi honra; así la curo         
          con prevención, y procuro
          que ésta la sane primero;
          porque si en rigor tan fiero
          malicia en el mal hubiera,
          junta de agravios hiciera,         
          a mi honor desahuciera,
          con la sangre le lavara,
          con la tierra le cubriera.
               No os turbéis; con sangre digo
          solamente de mi pecho.        
          Enrique, está satisfecho
          que está seguro conmigo;
          y para esto hable un testigo;
          esta daga, esta brillante
          lengua de acero elegante,          
          suya fue; ved este día
          si está seguro, pues fía
          de mí su daga el infante.


REY:           Don Gutierre, bien está;
          y quien de tan invencible          
          honor corona las sienes,
          que con los rayos compiten    
          del sol, satisfecho viva
          de que su honor...
GUTIERRE;                No me obligue
          vuestra majestad, señor,         
          a que piense que imagine
          que yo he menester consuelos
          que mi opinión acrediten.
          ¡Vive Dios!, que tengo esposa
          tan honesta, casta y firme         
          que deja atrás las romanas
          Lucrecia, Porcia y Tomiris.
          Ésta ha sido prevención
          solamente.
REY:                Pues decidme;
          para tantas prevenciones,          
          Gutierre, ¿qué es lo que visteis?
GUTIERRE: Nada; que hombres como yo
          no ven.  Basta que imaginen,
          que sospechen, que prevengan,
          que recelen, que adivinen,         
          que... no sé como lo diga;
          que no hay voz que signifique
          una cosa, que no sea
          un átomo invisible.
          Sólo a vuestra majestad          
          di parte, para que evite
          el daño que no hay; porque
          si le hubiera, de mi fíe
          que yo le diera el remedio
          en vez, señor, de pedirle.
REY:      Pues ya que de vuestro honor
          médico os llamáis, decidme,
          don Gutierre, ¿qué remedios 
          antes del último hicisteis?
GUTIERRE: No pedí a mi mujer celos,        
          y desde entonces la quise
          más; vivía en una quinta
          deleitosa y apacible;
          y para que no estuviera
          en las soledades triste,      
          truje a Sevilla mi casa,
          y a vivir en ella vine,
          adonde todo lo goza,
          sin que nada a nadie envidie;
          porque males tratamientos          
          son para maridos viles
          que pierden a sus agravios
          el miedo, cuando los dicen.
REY:      El infante viene allí,
          y si aquí os ve, no es posible        
          que deje de conocer
          las quejas que de él me disteis.
          Mas acuérdome que un día
          me dieron con voces tristes
          quejas de vos, y yo entonces       
          detrás de aquellos tapices
          escondí a quien se quejaba;
          y en el mismo caso pide
          el daño el propio remedio,
          pues al revés lo repite.         
          Y así quiero hacer con vos
          lo mismo que entonces hice;
          pero con un orden más,
          y es que nada aquí os obligue
          a descubriros.  Callad        
          a cuanto viereis.
GUTIERRE:                Humilde
          estoy, señor, a tus pies.
          Seré el pájaro que fingen
          con una piedra en la boca.


 

Escóndese.  Sale el infante don ENRIQUE

 

REY:      Vengáis norabuena, Enrique,      
          aunque mala habrá de ser,
          pues me halláis...
ENRIQUE:                 ¡Ay de mí triste!
REY:      ...enojado.
ENRIQUE:                Pues, señor,
          ¿con quién lo estáis, que os obligue?
REY:      Con vos, infante, con vos.
ENRIQUE:  Será mi vida infelice;
          si enojado tengo al sol,
          veré mi mortal eclipse.
REY:      ¿Vos, Enrique, no sabéis
          que más de un acero tiñe       
          el agravio en sangre real?
ENRIQUE:  Pues, ¿por quién, señor, lo dice
          vuestra majestad?
REY:                     Por vos
          lo digo, por vos, Enrique.
          El honor es reservado         
          lugar, donde el alma asiste;
          yo no soy rey de las almas;
          harto en esto sólo os dije.
ENRIQUE:  No os entiendo.
REY:                       Si a la enmienda
          vuestro amor no se apercibe,       
          dejando vanos intentos
          de bellezas imposibles,
          donde el alma de un vasallo
          con ley soberana vive,
          podrá ser de mi justicia         
          aun mi sangre no se libre.
ENRIQUE:  Señor, aunque tu precepto
          es ley que tu lengua imprime
          en mi corazón, y en él
          como en el bronce se escribe, 
          escucha disculpas mías;
          que no será bien que olvides
          que con iguales orejas
          ambas partes han de oírse.
          Yo, señor, quise a una dama      
          --que ya sé por quién lo dices,
          si bien con poca ocasión--;
          en efeto, yo la quise
          tanto...
REY:                ¿Qué importa, si ella
          es beldad tan imposible?
ENRIQUE:  Es verdad, pero...
REY:                     Callad.
ENRIQUE:  Pues, señor, ¿no me permites
          disculparme?
REY:                  No hay disculpa;
          que es belleza que no admite
          objección.
ENRIQUE:            Es cierto, pero          
          el tiempo todo lo rinde,
          el amor todo lo puede.
REY:      (¡Válgame Dios, qué mal hice      Aparte
          en esconder a Gutierre!)
          Callad, callad.
ENRIQUE:                 No te incites       
          tanto contra mí, ignorando
          la causa que a esto me obligue.
REY:      Yo lo sé todo muy bien.
          (¡Oh qué lance tan terrible!)    Aparte
ENRIQUE:  Pues yo, señor, he de hablar.
          En fin, doncella la quise.
          ¿Quién, decid, agravió a quién?
          ¿Yo a un vasallo...
GUTIERRE:                 (¡Ay infelice!)         Aparte
ENRIQUE:  ...que antes que fuese su esposa
          fue...?
REY:                No tenéis qué decirme.         
          Callad, callad, que ya sé
          que por disculpa fingisteis
          tal quimera.  Infante, infante,
          vamos mediando los fines.
          ¿Conocéis aquesta daga?
ENRIQUE:  Sin ella a palacio vine
          una noche.
REY:                ¿Y no sabéis
          dónde la daga perdisteis?
ENRIQUE:  No, señor.
REY:                Yo sí, pues fue
          adonde fuera posible               
          mancharse con sangre vuestra,
          a no ser el que la rige
          tan noble y leal vasallo.
          ¿No veis que venganza pide
          el hombre que aun ofendido,        
          el pecho y las armas rinde?
          ¿Veis este puñal dorado?
          Geroglífico es que dice
          vuestro delito; a quejarse
          viene de vos.  Yo he de oírle.   
          Tomad su acero, y en él
          os mirad.  Veréis, Enrique,
          vuestros defetos.
ENRIQUE;                 Señor,
          considera que me riñes
          tan severo, que turbado...
REY;      Tomad la daga...


 

Dale la daga, y al tomarla, turbado, el infante corta
al REY la mano

 

¿Qué hiciste,
          traidor?
ENRIQUE:            ¿Yo?
REY:                     ¿De esta manera
          tu acero en mi sangre tiñes?
          ¿Tú la daga que te di
          hoy contra mi pecho esgrimes? 
          ¿Tú me quieres dar la muerte?
ENRIQUE:  Mira, señor, lo que dices;
          que yo turbado...
REY:                       ¿Tú a mí
          te atreves?  ¡Enrique, Enrique!
          Detén el puñal, ya muero.
ENRIQUE:  ¿Hay confusiones más tristes?


 

Cáesele la daga al infante don ENRIQUE

 

Mejor es volver la espalda,
          y aun ausentarme y partirme
          donde en mi vida te vea,
          porque de mí no imagines         
          que pudo verter tu sangre
          yo, mil veces infelice.


 

Vase

 

REY:      ¡Válgame el cielo!  ¿Qué es esto?
          ¡Ah, qué aprensión insufrible!
          Bañado me vi en mi sangre;       
          muerto estuve.  ¿Qué infelice
          imaginación me cerca,
          que con espantos horribles
          y con helados temores
          el pecho y el alma oprime?          
          Ruego a Dios que estos principios
          no lleguen a tales fines,
          que con diluvios de sangre
          el mundo se escandalice.


 

Vase por otra puerta el REY, 
y sale don GUTIERRE

 

GUTIERRE: Todo es prodigios el día.        
          Con asombros tan terribles,
          de que yo estaba escondido
          no es mucho que el rey se olvide    
          ¡Válgame Dios!  ¿Qué escuché?
          Mas ¿para qué lo repite          
          la lengua, cuando mi agravio
          con mi desdicha se mide?
          Arranquemos de una vez
          de tanto mal las raíces.
          Muera Mencía; su sangre          
          bañe el lecho donde asiste;
          y pues aqueste puñal


 

Levántale

 

hoy segunda vez me rinde
          el infante, con él muera.
          Mas no es bien que lo publique;    
          porque si sé que el secreto
          altas victorias consigue,
          y que agravio que es oculto
          oculta venganza pide,
          muera Mencía de suerte      
          que ninguno lo imagine.
          Pero antes que llegue a esto,
          la vida el cielo me quite,
          porque no vea tragedias
          de un amor tan infelice.      
          ¿Para cuándo, para cuándo
          esos azules viriles
          guardan un rayo?  ¿No es tiempo
          de que sus puntas se vibren,
          preciando de tan piadosos?         
          ¿No hay, claros cielos decidme,
          para un desdichado muerte?
          ¿No hay un rayo para un triste?


 

Vase don GUTIERRE.  Salen doña MENCÍA y JACINTA

 

JACINTA:       Señora, ¿qué tristeza
          turba la admiración a tu belleza,  
          que la noche y el día
          no haces sino llorar?
MENCÍA:                    La pena mía
          no se rinde a razones.
          En una confusión de confusiones,
          ni medidas, ni cuerdas,       
          desde la noche triste, si te acuerdas,
          que viviendo en la quinta,
          te dije que conmigo había, Jacinta,
          hablando don Enrique
          --no sé como mi mal te signifique--  
          y tú después dijiste que no era
          posible, porque afuera,
          a aquella misma hora que yo digo,
          el infante también habló contigo,
          estoy triste y dudosa,        
          confusa, divertida y temerosa,
          pensando que no fuese
          Gutierre quien conmigo habló.
JACINTA:                             ¿Pues ése
          es engaño que pudo
          suceder?
MENCÍA:             Sí, Jacinta, que no dudo  
          que de noche, y hablando
          quedo, y yo tan turbada, imaginando
          en él mismo, venía;
          bien tal engaño suceder podía.
          Con esto el verle agora       
          conmigo alegre, y que consigo llora
          --porque al fin los enojos,
          que son grandes amigos de los ojos,
          no les encubren nada--
          me tiene en tantas penas anegada.  


 

Sale COQUÍN

 

COQUÍN:   Señora.
MENCÍA:            ¿Qué hay de nuevo?
COQUÍN:   apenas a contártelo me atrevo;
          don Enrique el infante...
MENCÍA:   Tente, Coquín, no pases adelante;
          que su nombre, no más, me causa espanto;
          tanto le temo, o le aborrezco tanto.
COQUÍN:   No es de amor el suceso,
          y por eso lo digo.
MENCÍA;                  Y yo por eso   
          lo escucharé.
COQUÍN:                   El infante,
          que fue, señora, tu imposible amante,
          con don Pedro su hermano
          hoy un lance ha tenido --pero en vano
          contártele pretendo,
          por no saberle bien, o porque entiendo
          que no son justas leyes       
          que hombres de burlas hablen de lo reyes--
          esto aparte, en efeto,
          Enrique me llamó, y con gran secreto
          dijo:  "A doña Mencía    
          este recado da de parte mía;       
          que su desdén tirano
          me ha quitado la gracia de mi hermano,
          y huyendo de esta tierra,
          hoy a la ajena patria me destierra,
          donde vivir no espero         
          pues de Mencía aborrecido muero."
MENCÍA:   ¿Por mí el infante ausente,
          sin la gracia del rey?  ¡Cosa que intente
          con novedad tan grande,
          que mi opinión en voz del vulgo ande!
          ¿Qué haré, cielos?
JACINTA:                     Agora
          el remedio mejor será, señora,     
          prevenir este daño.
COQUÍN:                  ¿Como puede?
JACINTA:  Rogándole al infante que se quede;
          pues si una vez se ausenta,        
          como dicen, por ti, será tu afrenta
          pública, que no es cosa
          la ausencia de un infante tan dudosa
          que no se diga luego
          cómo, y por qué.
COQUÍN:               ¿Pues cuándo oirá ese ruego,
          si, calzada la espuela,
          ya en su imaginación Enrique vuela?
JACINTA:  Escribiéndole agora
          un papel, en que diga mi señora
          que a su opinión conviene          
          que no se ausente; pues para eso tiene
          lugar, si tú le llevas. 
MENCÍA:   Pruebas de honor son peligrosas pruebas;
          pero con todo quiero
          escribir el papel, pues considero, 
          y no con necio engaño,
          que es de dos daños éste el menor daño,
          si hay menor en los daños que recibo.
          Quedaos aquí los dos mientras yo escribo.


 

Vase MENCÍA

 

JACINTA:  ¿Qué tienes estos días,       
          Coquín, que andas tan triste?  ¿No solías
          ser alegre?  ¿Qué efeto
          te tiene así?
COQUÍN:                  Metíme a ser discreto
          por mi mal, y hame dado
          tan grande hipocondría en este lado     
          que me muero.
JACINTA;                ¿Y qué es hipocondría?
COQUÍN:   Es una enfermedad que no la había
          habrá dos años, ni en el mundo era.
          Usóse poco ha, y de manera
          lo que se usa, amiga, no se excusa,     
          que una dama, sabiendo que se usa
          le dijo a su galán muy triste un día;
          "Tráigame un poco uced de hipocondría."
          Mas señor entra agora.
JACINTA:  ¡Ay Dios!  Voy a avisar a mi señora.    


 

Sale don GUTIERRE

 

GUTIERRE: Tente, Jacinta, espera.
          ¿Dónde corriendo vas de esa manera?
JACINTA:  Avisar pretendía
          a mi señora de que venía
          tu persona.
GUTIERRE:              (¡Oh crïados!              Aparte
          En efeto, enemigos no excusados;
          turbados de temor los dos se han puesto).
          Ven acá, dime tú lo que hay en esto;
          dime, ¿Por qué corrías?
JACINTA:  Sólo por avisar de que venías,     
          señor, a mi señora.
GUTIERRE:                    (Los labios sella.   Aparte
          Mas de éste lo sabré mejor que de ella).
          Coquín, tú me has servido
          noble siempre, en mi casa te has crïado.
          A ti vuelvo rendido.          
          Dime, dime por Dios, lo que ha pasado.
COQUÍN:   Señor, si algo supiera,
          de lástima no más te lo dijera.
          ¡Plegue a Dios, mi señor...!
GUTIERRE:                        ¡No, no des voces!
          Di ¿a qué aquí te turbaste?        
COQUÍN:   Somos de buen turbar; mas esto baste.
GUTIERRE: (Señas los dos se han hecho.            Aparte
          Ya no son cobardías de provecho).
          Idos de aquí los dos.


 

Vanse COQUÍN y JACINTA

 

Solos estamos,
          honor, lleguemos ya;  desdicha, vamos.
          ¿Quién vio en tantos enojos
          matar las manos, y llorar los ojos?


 

Descubre a doña MENCÍA escribiendo

 

Escribiendo Mencía
          está; ya es fuerza ver lo que escribía.


 

Quítale el papel

 

MENCÍA:   ¡Ay Dios!  ¡Válgame el cielo!      


 

Ella se desmaya

 

GUTIERRE: Estatua viva se quedó de hielo.


 

Lee

 

"Vuestra alteza, señor...--¡Que por alteza
          vino mi honor a dar a tal bajeza!--
          no se ausente..."  Detente,
          voz; pues le ruega aquí que no se ausente,
          a tanto mal me ofrezco,
          que casi las desdichas me agradezco.
          ¿Si aquí le doy la muerte?
          Mas esto ha de pensarse de otra suerte.
          Despediré crïadas y crïados;       
          solos han de quedarse mis cuidados
          conmigo; y ya que ha sido
          Mencía la mujer que yo he querido


 

Escribe don GUTIERRE

 

más en mi vida, quiero
          que en el último vale, en el postrero
          parasismo, me deba
          la más nueva piedad, la acción más nueva;
          ya que la cura he de aplicar postrera,
          no muera el alma, aunque la vida muera.


 

Vase don GUTIERRE.  Va volviendo en sí 
doña MENCÍA

 

MENCÍA:   Señor, detén la espada,       
          no me juzgues culpada.
          El cielo sabe que inocente muero.
          ¿qué fiera mano, qué sangriento acero
          en mi pecho ejecutas?  ¡Tente, tente!
          Una mujer no mates inocente.       
          Mas, ¿qué es esto? ¡Ay de mí! ¿No estaba agora
          Gutierre aquí?  ¿No veía--¿quién lo ignora?--
          que en mi sangre bañada
          moría, en rubias ondas anegada?
          ¡Ay Dios, este desmayo        
          fue de mi vida aquí mortal ensayo!
          ¡Qué ilusión!  Por verdad lo dudo y creo.
          El papel romperé...  ¿Pero qué veo?
          De mi esposo es la letra, y  de esta suerte
          la sentencia me intima de mi muerte.    


 

Lee

 

"El amor te adora, el honor te aborrece; y   
          así el uno te mata, y el otro te avisa.      
          Dos horas tienes de vida; cristiana eres,    
          salva el alma, que la vida es imposible."


          ¡Válgame Dios! ¡Jacinta, hola! ¿Qué es esto?
          ¿Nadie responde?  ¡Otro temor funesto!
          ¿No hay ninguna crïada?
          Mas, ¡ay de mí!, la puerta está cerrada.
          Nadie en casa me escucha.          
          Mucha es mi turbación, mi pena es mucha.
          De estas ventanas son los hierros rejas,
          y en vano a nadie le diré mis quejas,
          que caen a unos jardines, donde apenas
          habrá quien oiga repetidas penas.  
          ¿Dónde iré de esta suerte,
          tropezando en la sombra de mi muerte?


 

Vase doña MENCÍA.  Salen el REY, 
y don DIEGO

 

REY:           En fin, ¿Enrique se fue?
DIEGO:    Sí, señor; aquesta tarde
          salió de Sevilla.
REY:                     Creo      
          que ha presumido arrogante
          que él solamente de mí
          podrá en el mundo librarse.
          ¿Y dónde va?
DIEGO:                  Yo presumo
          que a Consuegra.
REY:                       Está el infante   
          maestre allí, y querrán los dos
          a mis espaldas vengarse
          de mí.
DIEGO:              Tus hermanos son,
          y es forzoso que te amen
          como a hermano, y como a rey       
          te adoren.  Dos naturales
          obediencias son.
REY:                      Y Enrique,
          ¿quién lleva que le acompañe?
DIEGO:    Don Arias.
REY;                Es su privanza.
DIEGO:    Música hay en esta calle.          
REY:      Vámonos llegando a ellos;
          quizá con lo que cantaren     
          me divertiré.
DIEGO:                   La música
          es antídoto a los males.


 

Cantan

 

MÚSICOS:       "El infante don Enrique       
          hoy se despidió del rey;
          su pesadumbre y su ausencia
          quiera Dios que pare en bien."


REY:           ¡Qué triste voz!  Vos, don Diego,
          echad por aquesa calle,       
          no se nos escape quien
          canta desatinos tales.   


 

Vase cada uno por su puerta, y salen don 
GUTIERRE y LUDOVICO, cubierto el rostro

 

GUTIERRE: Entra, no tengas temor;  
          que ya es tiempo que destape
          tu rostro, y encubra el mío.       
LUDOVICO: ¡Válgame Dios!
GUTIERRE;                No te espante
          nada que vieres.
LUDOVICO:                   Señor,
          de mi casa me sacasteis
          esta noche; pero apenas
          me tuvisteis en la calle      
          cuando un puñal me pusisteis
          al pecho, sin que cobarde
          vuestro intento resistiese,
          que fue cubrirme y taparme
          el rostro, y darme mil vueltas          
          luego a mis propios umbrales. 
          Dijisteis más, que mi vida
          estaba en no destaparme;
          un hora he andado con vos,
          sin saber por dónde ande.          
          Y con ser la admiración
          de aqueste caso tan grave,
          más me turba y me suspende
          impensadamente hallarme
          en una casa tan rica,         
          sin ver que la habite nadie
          sino vos, habiéndoos visto
          siempre ese embozo delante.
          ¿Qué me queréis?
GUTIERRE:                  Que te esperes
          aquí sólo un breve instante.       


 

Vase don GUTIERRE

 

LUDOVICO: ¿Qué confusiones son éstas,
          que a tal extremo me traen?
          ¡Válgame Dios!


 

Vuelve don GUTIERRE

 

GUTIERRE:                 Tiempo es ya
          de que entres aquí; mas antes
          escúchame.  Aqueste acero          
          será de tu pecho esmalte,
          si resistes lo que yo
          tengo agora de mandarte.
          Asómate a ese aposento.
          ¿Qué ves en él?
LUDOVICO:                 Una imagen         
          de la muerte, un bulto veo,
          que sobre una cama yace;
          del velas tiene a los lados,
          y un crucifijo delante.
          Quién es no puedo decir,      
          que con unos tafetanes
          el rostro tiene cubierto.
GUTIERRE: Pues a ese vivo cadáver
          que ves, has de dar la muerte.
LUDOVICO: Pues ¿qué quieres?
GUTIERRE:                Que la sangres,     
          y la dejes, que rendida
          a su violencia desmaye
          la fuerza, y que en tanto horror
          tú atrevido la acompañes,
          hasta que por breve herida         
          ella expire y se desangre.
          No tienes a qué apelar,
          si buscas en mí piedades,
          sino obedecer, si quieres
          vivir.
LUDOVICO:          Señor, tan cobarde        
          te escucho, que no podré
          obedecerte.
GUTIERRE:               Quien hace
          por consejos rigurosos
          mayores temeridades,
          darte la muerte sabrá.             
LUDOVICO: Fuerza es que mi vida guarde.
GUTIERRE: Y haces bien, porque en el mundo
          ya hay quien viva porque mate.
          Desde aquí te estoy mirando,
          Ludovico.  Entra delante.          


 

Vase LUDOVICO

 

Éste fue el más fuerte medio
          para que mi afrenta acabe
          disimulada, supuesto
          que el veneno fuera fácil
          de averiguar, las heridas          
          imposibles de ocultarse.
          Y así, constando la muerte,
          y diciendo que fue lance
          forzoso hacer la sangría,
          ninguno podrá probarme        
          lo contrario, si es posible
          que una venda se desate.
          Haber traído a este hombre
          con recato semejante
          fue bien; pues si descubierto      
          viniera, y viera sangrarse
          una mujer, y por fuerza,
          fuera presunción notable.
          Éste no podrá decir,
          cuando cuente aqueste trance,      
          quién fue la mujer; demás
          que, cuando de aquí le saque,
          muy lejos ya de mi casa,
          estoy dispuesto a matarle.
          Médico soy de mi honor,       
          la vida pretendo darle
          con una sangría; que todos
          curan a cosa de sangre.


 

Vase don GUTIERRE.  Salen el REY y don DIEGO, 
cada uno por su puerta; y cantan dentro

 

MÚSICOS:       "Para Consuegra camina,
          donde piensa que han de ser        
          teatro de mil tragedias
          las montañas de Montiel."


REY:           Don Diego.
DIEGO:                     ¿Señor?
REY:                                 Supuesto
          que cantan en esta calle,
          ¿no hemos de saber quién es?       
          ¿Habla por ventura el aire?
DIEGO:    No te desvele, señor,
          oír esta necedades,
          porque a vuestro enojo ya
          versos en Sevilla se hacen.        
REY:      Dos hombres vienen aquí.
DIEGO;    Es verdad; no hay que esperarles
          respuesta.  Hoy el conocerles
          me importa.


 

Saca don GUTIERRE a LUDOVICO, tapado el rostro

 

GUTIERRE:             (¡Qué así me ataje    Aparte
          el cielo, que con la muerte        
          de este hombre eche otra llave
          al secreto!  Ya me es fuerza
          de aquestos dos retirarme;
          que nada me está peor
          que conocerme en tal parte.        
          Dejaréle en este puesto.


 

Vase don GUTIERRE

 

DIEGO:    De los dos, señor, que antes
          venían, se volvió el uno
          y el otro se quedó.
REY:                      A darme
          confusión; que si le veo      
          a la poca luz que esparce
          la luna, no tiene forma
          su rostro; confusa imagen
          el bulto mal acabado
          parece de un blanco jaspe.         
DIEGO:    Téngase su majestad
          que yo llegaré.
REY:                     Dejadme,
          don Diego.  ¿Quién eres, hombre?
LUDOVICO: Dos confusiones son parte,
          señor, a no responderos;
          la una, la humildad que trae       
          consigo un pobre oficial,


 

Descúbrese

 

para que con reyes hable
          --que ya os conocí en la voz,
          luz que tan notorio os hace--          
          la otra, la novedad
          del suceso más notable
          que el vulgo, archivo confuso,
          califica en sus anales.
REY:      ¿Qué os ha sucedido?
LUDOVICO:                     A vos          
          lo diré; escuchadme aparte.
REY:      Retiraos allí, don Diego.
DIEGO:    (Sucesos son admirables                 Aparte 
          cuantos esta noche veo;
          Dios con bien de ella me saque).   
LUDOVICO: No la vi el rostro, mas sólo  
          entre repetidos ayes
          escuché:  "Inocente muero;
          el cielo no te demande
          mi muerte."  Esto dijo, y luego    
          expiró; y en este instante,
          el hombre mató la luz,
          y por los pasos que antes
          entré salí.  Sintió ruido
          al llegar a aquesta calle,         
          y dejóme en ella solo.
          Fáltame ahora de avisarte,
          señor, que saqué bañadas
          las manos en roja sangre,
          y que fui por las paredes          
          como que quise arrimarme,
          manchando todas las puertas,
          por si pueden las señales
          descubrir la casa.
REY:                        Bien
          hicisteis.  Venid a hablarme       
          con lo que hubiereis sabido,
          y tomad este diamante,
          y decid que por las señas
          de él os permitan hablarme
          a cualquier hora que vais.         
LUDOVICO: El cielo, señor, os guarde.


 

Vase LUDOVICO

 

REY:      Vamos don Diego.
DIEGO:                  ¿Qué es eso?
REY:      El suceso más notable
          del mundo.
DIEGO:              Triste has quedado.
REY:      Forzoso ha sido asombrarme.        
DIEGO:    Vente a acostar, que ya el día
          entre dorados celajes
          asoma.
REY:              No he de poder
          sosegar, hasta que halle
          una casa que deseo.        
DIEGO:    ¿No miras que ya el sol sale,
          y que podrán conocerte
          de esta suerte?


 

Sale COQUÍN

 

COQUÍN:                    Aunque me mates,
          habiéndote conocido,
          o señor, tengo de hablarte.

        
               Escúchame.
REY:                     Pues Coquín,
          ¿de qué los extremos son?
COQUÍN:   Ésta es una honrada acción
          de hombre bien nacido, en fin;
               que aunque hombre me consideras    
          de burlas, con loco humor,         
          llegando a veras, señor,
          soy hombre de muchas veras. 
               Oye lo que he de decir,
          pues de veras vengo a hablar; 
          que quiero hacerte llorar,
          ya que no puedo reír.
               Gutierre, mal informado
          por aparentes recelos,
          llegó a tener viles celos          
          de su honor; y hoy, obligado
               a tal sospecha, que halló
          escribiendo --¡error crüel!--
          para el infante un papel 
          a su esposa, que intentó      
               con él que no se ausentase,
          porque ella causa no fuese
          de que en Sevilla se viese
          la novedad que causase
               pensar que ella le ausentaba...    
          con esta inocencia pues
          --que a mí me consta-- con pies
          cobardes, adonde estaba
               llegó, y el papel tomó,
          y, sus celos declarados,      
          despidiendo a los crïados,
          todas las puertas cerró,
               solo que quedó con ella.
          Yo, enternecido de ver
          una infelice mujer,           
          perseguida de su estrella,
               vengo, señor, a avisarte
          que tu brazo altivo y fuerte
          hoy la libre de la muerte.
REY:      ¿Con qué he de poder pagarte       
               tal piedad?
COQUÍN:                 Con darme aprisa
          libre, sin más accidentes,
          de la acción contra mis dientes.
REY:      No es ahora tiempo de risa.
COQUÍN:        ¿Cuándo lo fue?
REY:                           Y pues el día  
          aun no se muestra, lleguemos,
          don Diego.  Así, pues, daremos
          color a una industria mía,
               de entrar en casa mejor,
          diciendo que me ha cogido          
          el día cerca, y he querido
          disimular el color
               del vestido; y una vez
          allá, el estado veremos
          del suceso; y así haremos          
          como rey, supremo juez.
DIEGO:         No hubiera industria mejor.
COQUÍN:   De su casa lo has tratado
          tan cerca, que ya has llegado;
          que ésta es su casa, señor.        
REY:           Don Diego, espera.
DIEGO:                         ¿Qué ves?
REY:      ¿No ves sangrienta una mano
          impresa en la puerta?
DIEGO:                          Es llano.
REY:      (Gutierre sin duda es                       Aparte
               el crüel que anoche hizo      
          una acción tan inclemente.
          No sé qué hacer; cuerdamente
          sus agravios satisfizo.


 

Salen doña LEONOR e INÉS criada.

 

LEONOR:        Salgo a misa antes del día,
          porque ninguno me vea         
          en Sevilla, donde crea
          que olvido la pena mía.
               Mas gente hay aquí.  ¡Ay Inés!
          El rey, ¡qué hará en esta casa?
INÉS:     Tápate en tanto que pasa.
REY:      Acción excusada es,
               porque ya estáis conocida.
LEONOR:   No fue encubrirme, señor,
          por excusar el honor
          de dar a tus pies la vida.
REY:           Esa acción es para mí,
          de recatarme de vos,
          pues sois acreedor, por Dios,
          de mis honras; que yo os di
               palabra, y con gran razón,  
          de que he de satisfacer
          vuestro honor; y lo he de hacer
          en la primera ocasión.


 

Don GUTIERRE dentro

 

GUTIERRE:      Hoy me he de desesperar,
          cielo crüel, si no baja       
          un rayo de esas esferas
          y en cenizas me desata.
REY:      ¿Qué es eso?
DIEGO:                  Loco furioso
          don Gutierre de su casa
          sale.
REY:               ¿Dónde vais, Gutierre?
GUTIERRE: A besar, señor, tus plantas;
          y de la mayor desdicha
          de la tragedia más rara,
          escucha la admiración
          que eleva, admira y espanta.       
          Mencía, mi amada esposa,
          tan hermosa como casta
          virtüosa como bella
          --dígalo a voces la Fama--
          Mencía, a quien adoré
          con la vida y con el alma,         
          anoche a un grave accidente
          vio su perfección postrada,
          por desmentirla divina
          este accidente de humana.          
          Un médico, que lo es
          el de mayor nombre y fama,
          y el que en el mundo merece
          inmortales alabanzas,
          la recetó una sangría,         
          porque con ella esperaba
          restituír la salud
          a un mal de tanta importancia,
          Sangróse en fin; que yo mismo,
          por estar sola la casa,       
          llamé el barbero, no habiendo
          ni crïados ni crïadas.
          A verla en su cuarto, pues,
          quise entrar esta mañana
          --aquí la lengua enmudece,       
          aquí el aliento me falta--
          veo de funesta sangre
          teñida toda la cama,
          toda la ropa cubierta,
          y que en ella, ¡ay Dios!, estaba   
          Mencía, que se había muerto
          esta noche desangrada.
          Ya se ve cuán fácilmente
          una venda se desata.
          ¿Pero para qué presumo      
          reducir hoy a palabras
          tan lastimosas desdichas?
          Vuelve a esta parte la cara,
          y verás sangriento el sol,
          verás la luna eclipsada,         
          deslucidas las estrellas,
          y las esferas borradas;
          y verás a la hermosura
          más triste y más desdichada,
          que por darme mayor muerte,        
          no me ha dejado sin alma. 


 

Descubre a doña MENCÍA, en una cama, desangrada

 

REY:      ¡Notable sujeto!  (Aquí           Aparte
          la prudencia es de importancia;    
          mucho en reportarme haré.
          Tomó notable venganza).          
          Cubrid ese horror que asombra,
          ese prodigio que espanta,
          espectáculo que admira,
          símbolo de la desgracia.
          Gutierre, menester es         
          consuelo; y porque le haya
          en pérdida que es tan grande
          con otra tanta ganancia,
          dadle la mano a Leonor;
          que es tiempo que satisfaga        
          vuestro valor lo que debe,
          y yo cumpla la palabra
          de volver en la ocasión
          por su valor y su fama.
GUTIERRE: Señor, si de tanto fuego         
          aún las cenizas se hallan
          calientes, dadme lugar
          para que llore mis ansias.
          ¿No queréis que escarmentado
          quede?
REY:             Esto ha de ser, y basta.
GUTIERRE: Señor, ¿queréis que otra vez,
          no libre de la borrasca,
          vuelva al mar?  ¿Con qué disculpa?
REY;      Con que vuestro rey lo manda.
GUTIERRE: Señor, escuchad aparte      
          disculpas.
REY:                   Son excusadas.
          ¿Cuáles son?
GUTIERRE:               ¿Si vuelvo a verme
          en desdichas tan extrañas,
          que de noche halle embozado
          a vuestro hermano en mi casa?
REY:      No dar crédito a sospechas.
GUTIERRE; ¿Y si detrás de mi cama
          hallase tal vez, señor,
          de don Enrique la daga?
REY:      Presumir que hay en el mundo
          mil sobornadas crïadas,       
          y apelar a la cordura.
GUTIERRE: A veces, señor, no basta.   
          ¿Si veo rondar después
          de noche y de día mi casa?
REY:      Quejárseme a mí.
GUTIERRE:                 ¿Y si cuándo
          llego a quejarme, me aguarda
          mayor desdicha escuchando?
REY:      ¿Qué importa si él desengaña;
          que fue siempre su hermosura       
          una constante muralla
          de los vientos defendida?
GUTIERRE: ¿Y volviendo a mi casa
          hallo algún papel que pide
          que el infante no se vaya?
REY:      Para todo habrá remedio.
GUTIERRE; ¿Posible es que a esto le haya?
REY:      Sí, Gutierre.
GUTIERRE;                ¿Cuál, señor?
REY:      Uno vuestro.
GUTIERRE;               ¿Qué es?
REY:                         Sangralla.
GUTIERRE: ¿Qué decís?
REY:                    Que hagáis borrar  
          las puertas de vuestra casa;
          que hay mano sangrienta en ella.
GUTIERRE: Los que de un oficio tratan,
          ponen, señor, a las puertas
          un escudo de sus armas;        
          trato en honor, y así pongo
          mi mano en sangre bañada
          a la puerta; que el honor
          con sangre, señor, se lava.
REY:      Dádsela, pues a Leonor,          
          que yo sé que su alabanza
          la merece.
GUTIERRE:           Sí la doy.
          Mas mira, que va bañada
          en sangre, Leonor.
LEONOR:                     No importa;
          que no me admira ni espanta.
GUTIERRE: Mira que médico he sido
          de mi honra.  No está olvidada
          la ciencia.
LEONOR:             Cura con ella
          mi vida, en estando mala.
GUTIERRE: Pues con esa condición      
          te la doy.  Con esto acaba
          el médico de su honra.
          Perdonan sus muchas faltas.

FIN DEL ACTO TERCERO

FIN DE EL MÉDICO DE SU HONRA



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