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 ¡Somos islas! Islas verdes. Esmeraldas 
en el pecho azul del mar. 
Verdes islas. Archipiélago de frondas 
en el mar que nos arrulla con sus ondas 
y nos lame en las raíces del palmar. 
¡Somos viejas! O fragmentos de la Atlante 
de Platón, 
o las crestas de madrépora gigante, 
o tal vez las hijas somos de un ciclón. 
¡Viejas, viejas!, presenciamos la epopeya resonante 
de Colón. 
¡Somos muchas! Muchas, como las estrellas. 
Bajo el cielo de luceros tachonado, 
es el mar azul tranquilo 
otro cielo por nosotras constelado. 
Nuestras aves, en las altas aviaciones de sus vuelos, 
ven estrellas en los mares y en los cielos. 
¡Somos ricas! Los dulces cañaverales 
grama de nuestros vergeles, 
son panales 
de áureas mieles. 
Los cafetales frondosos, 
amorosos, 
paren granos abundantes y olorosos. 
Para el cansado viajero 
brinda sombra y pan y agua el cocotero. 
Y es incienso perfumante 
del hogar 
el aroma hipnotizante 
del lozano tabacar. 
Otros mares guardan perlas en la sangre del coral 
de sus entrañas. 
Otras tierras dan diamantes del carbón de sus 
montañas. 
De otros climas son las lanas, los vinos y los cereales. 
Berlin brinda con cerveza. París brinda con champán. 
China borda los mantones orientales. 
Y Sevilla los dobleces de la capa de Don Juan. 
¿Y nosotras?… De tabacos y de mieles, 
repletos nuestros bajeles 
siempre van. 
¡Mieles y humo! Legaciones perfumadas. 
Por la miel y por el humo nos conocen en París y en 
Estambul. 
Con la miel rozamos labios de princesas encantadas. 
Con el humo penetramos en el pecho del doncel de 
barba azul. 
¡Ricas, ricas! Los bajeles que partieron 
con las mieles, los tabacos y el café de nuestra sierra, 
los bajeles nos trajeron 
los bajeles ya volvieron, 
las especies y las gemas de los cinco continentes de la 
tierra. 
¡Somos hembras! Hembras duras 
en el seno y las caderas: 
en las cumbres monolíticas y en las gnéisicas laderas 
de las aterciopeladas cordilleras. 
Hembras puras 
en las vírgenes entrañas 
de oro de nuestras montanas. 
Y hembras de ubres maternales 
en las peñas donde irrumpen los fecundos manantiales 
con que la negra nodriza de la sierra 
se desborda sobre el humus sediento de la tierra. 
¡Somos indias! Indias bravas, libres, rudas, 
y desnudas, 
y trigueñas por el sol ecuatorial. 
Indias del indio bohío 
del pomarrosal sombrío 
de las orillas del río 
de la selva tropical. 
Los Agüeybanas y Hatueyes, 
los caciques, nuestros reyes, 
no ciñeron más corona 
que las plumas de la garza auricolor. 
Y la dulce nuestra reina Anacaona, 
la poetisa de la voz de ruiseñor, 
la del césped por alfombra soberana 
y por palio el palio inmenso de los cielos de tisú, 
no tuvo más señorío 
que una hamaca bajo el ala de un bohío 
y un bohío bajo el ala de un bambú. 
¡Somos bellas! Bellas a la luz del día 
y más bellas a la noche por el ósculo lunar. 
Hemos toda la poesía 
de los cielos, de la tierra y de la mar: 
en los cielos, los rosales florecidos de la aurora 
que el azul dormido bordan de capullos carmesíes 
en la cóncava turquesa del espacio que se enciende y 
se cobra 
como en sangre de rubíes; 
en los mares, la gran gema de esmeralda que se esfuma 
como un viso del encaje de la espuma 
bajo el velo vaporoso de la bruma; 
y en los bosques, los crujientes pentagramas 
bajo claveles de orquídeas tropicales, 
los crujientes pentagramas de las ramas 
donde duermen como notas los zorzales… 
Todas, todas las bellezas de los cielos, de la tierra y de 
la mar, 
nuestras aves las contemplan en las raudas 
perspectivas de sus vuelos, 
nuestros bardos las enhebran en el hilo de la luz de su 
cantar. 
¡Somos grandes! En la historia y en la raza. 
En la tenue luz aquella que al temblar sobre las olas 
dijo “¡tierra!” en las naos españolas. 
Y más grandes, porque aquí 
se conocieron 
los dos mundos, y los Andes 
aplaudieron 
la oración de Guanahaní. 
Y aún más grandes, porque fueron 
nuestros bosques los que oyeron, 
conmovidos, 
en el mundo de Colón, 
los primeros y los últimos rugidos 
del ibérico León. 
Y aún más grandes, porque somos: en las playas de 
Quisqueya, 
la epopeya 
de Pinzón, la leyenda áurea del pasado fulgente; 
en los cármenes de Cuba, 
la epopeya de la sangre, la leyenda del presente 
de la estrella en campo rojo sobre franja de zafir; 
y en los valles de Borinquen, 
la epopeya del trabajo omnipotente, 
la leyenda sin color del porvenir. 
¡Somos nobles! La nobleza de los viejos pergaminos 
señoriales: 
que venimos resonando por las curvas de los siglos 
ancestrales, 
en las clásicas leyendas orientales 
y en los libros de los muertos idiomas inmortales. 
Nuestro escudo engasta perlas del dolor de Jeremías 
y esmeraldas de las hondas profecías 
de Isaías. 
He aquí el címbalo de alas, 
más aca de las etiópicas bahías, 
que enviara en vasos de árboles al mar 
su legado. 
Aquí el mundo en otros tiempos humillado, 
cuyas cúspides homéricas 
fueron nidos de las águilas ibéricas 
en sus sueños y en sus ansias de volar. 
Nobles por lo clásicas: profetizadas de Isaías, 
de Jeremías, 
de David, de Salomón, 
de Aristóteles, de Séneca y Platon. 
Nobles por lo legendarias: góticas, cartaginesas y 
fenicias, 
por las naves que vinieron 
de Fenicia y de Cartago y las que huyeron 
en España de la islámica invasión. 
¡Nobles, nobles! Que venimos resonantes, 
por las curvas de los siglos fulgurantes, 
hasta el más noble de todos, 
hasta el siglo de la raza, de la historia, 
del heroísmo, de la fe y la religión, 
el más grande de los siglos, 
el de América y España, 
de Colón y de Pinzón. 
¡Somos las Antillas! Hijas de la Antilia fabulosa. 
Las Hespérides amadas por los dioses. 
Las Hespérides soñadas por los héroes. 
Las Hespérides cantadas por los bardos. 
Las amadas y soñadas y cantadas 
por los dioses y los héroes y los bardos 
de la Roma precristiana y la Grecia mitológica. 
Cuando vuelvan las hispánicas legiones 
a volar sobre la tierra como águilas; 
cuando América sea América, que asombre 
con sus urbes y repúblicas; 
cuando Hispania sea Hispania, la primera 
por la ciencia, por el arte y por la industria; 
cuando medio mundo sea 
de la fuerte raza iberoamericana, 
las Hespérides seremos las Antillas, 
¡cumbre y centro de la lengua y de la raza! 
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