Casa digital del escritor Luis López Nieves


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Prólogo a una selección de cuentos de Antón Chejov


W. Somerset Maugham

Es natural que los hombres cuenten historias, y supongo que el cuento corto nació en aquella noche del tiempo en que el cazador narraba junto al fuego de la caverna, para amenizar el descanso de sus compañeros una vez que habían comido y bebido hasta hartarse, algún fantástico incidente que alguna vez oyera. Hasta hoy, en las ciudades del Este, podemos ver al narrador de historias sentado en la plaza del mercado, mientras lo rodea un círculo de ávidos oyentes, y escuchar cómo cuenta las historias que ha heredado de un pasado inmemorial. Pero yo creo que hasta el siglo XIX el cuento no obtuvo una difusión como para convertirlo en un aspecto importante de la creación literaria.

Por supuesto que antes de esta época se habían escrito y leído ampliamente cuentos: existían narraciones religiosas de origen griego, las narraciones edificantes de la Edad Media y las inmortales historias de Las mil y una noches. Durante todo el Renacimiento hubo gran predilección por el cuento corto en Italia y España, en Francia e Inglaterra. Tanto el Decamerón de Boccaccio, como las Novelas ejemplares, de Cervantes, son monumentos imperecederos. Pero la moda decayó con el auge de la novela. Los libreros dejaron de pagar buenos precios por las colecciones de cuentos, y los autores llegaron a mirar desdeñosamente este género literario que no les reportaba ganancia ni renombre. Cuando, de tiempo en tiempo, concebían un tema apto para ser tratado en forma corta y escribían un cuento, no hallaban qué hacer con este, y así, poco deseosos de perder el tema, lo insertaban sin más en medio de sus novelas, a veces, hay que decirlo, de manera muy torpe.

Pero a comienzos del siglo XIX surgió una nueva forma de publicación que pronto adquirió inmensa popularidad. Fueron los anuarios. Parece que nacieron en Alemania. Se componían de una miscelánea de prosa y verso, y en su país de origen proveyeron a sus lectores de sustancioso alimento, ya que nos han dicho que La doncella de Orleáns de Schiller, y Hermann y Dorotea, de Goethe, aparecieron por vez primera en periódicos de este tipo. Pero cuando su éxito llevó a los editores ingleses a imitarlos, estos se basaron primordialmente en los cuentos cortos para atraer una cantidad de lectores suficiente como para que la empresa fuera lucrativa.

Conviene que ahora informe un poco al lector sobre composición literaria, pues hasta donde yo sé, los críticos, cuyo deber consiste sin duda en guiarlos e instruirlos, no lo han hecho. El escritor tiene en sí el imperativo de crear, pero además tiene el deseo de presentar al lector el resultado de su trabajo y la legítima aspiración —que no concierne al lector— de ganar su pan. En general puede dirigir su facultad creadora por los canales que le permitirán satisfacer estos modestos designios. A riesgo de escandalizar al lector que piensa que la inspiración del autor no debe estar influida por consideraciones prácticas, debo decir que los escritores se ven obligados, con bastante naturalidad, a escribir el tipo de obras por las que hay demanda.

Esto no es sorprendente, pues ellos no son solo escritores sino también lectores, y, como tales, parte del público sujeto al ambiente de la opinión que prevalece. Si las obras del teatro en verso dieran al autor fama, si no fortuna, probablemente sería difícil hallar un joven con inclinaciones literarias que no tuviese entre sus papeles una tragedia en cinco actos. En cambio, creo que a muy pocos se les ocurriría escribirla hoy. Actualmente escriben piezas de teatro en prosa, novelas y cuentos cortos. Es cierto que en los últimos años se ha escrito con éxito cierto número de obras de teatro en verso, pero me parece que los espectadores aceptan el verso más como algo tolerable que deseable; la mayoría de los actores, conscientes de esto, han hecho cuanto es posible para apaciguar su desconcierto, interpretando el verso como si de hecho fuera prosa.

La posibilidad de publicar, las exigencias de los editores, es decir, su conocimiento de lo que los lectores desean, tienen gran influencia en el tipo de obra que se produce en cada época. Por ello, si prosperan revistas que tienen espacio para cuentos largos, se escriben cuentos largos; si, por otro lado, los diarios publican ficción, dejando solo un pequeño espacio para esto, surgen cuentos cortos. No hay nada censurable en ello. Un autor capaz puede escribir un cuento de mil quinientas palabras con tanta facilidad como uno de diez mil. No tiene más que elegir un argumento distinto o tratarlo en forma diferente. Guy de Maupassant escribió uno de sus cuentos más célebres, L’Héritage, dos veces: una en pocos centenares de palabras para un diario, y la otra en varios miles para una revista. Ambos se publicaron en la edición de sus obras completas, y creo que nadie puede leer las dos versiones sin admitir que en la primera no hay una sola palabra de menos y en la segunda ninguna de más.

Lo que quiero demostrar es lo siguiente: que la naturaleza del vehículo mediante el cual el escritor se aproxima al público es uno de los convencionalismos que aquel debe aceptar, y que, en general, habrá de darse cuenta de que puede hacerlo sin forzar sus íntimas inclinaciones .

Pues bien, a comienzos del XIX, los anuarios y volúmenes conmemorativos ofrecieron a los escritores la posibilidad de llegar al público mediante el cuento corto. Por lo tanto, los cuentos cortos, sirviendo a mejores propósitos que los de dar solo un respiro al interés del lector en el curso de una novela interminable, empezaron a escribirse en mayor número que nunca. Se han dicho cosas durísimas sobre los anuarios y almanaques femeninos, y aún más duras sobre las revistas que los reemplazaron en el favor del público; pero no podríamos negar que la proliferación del cuento corto durante el siglo XIX se debió directamente a la oportunidad que le proporcionaron estos periódicos. En Norteamérica formaron una escuela de escritores tan brillantes y fértiles, que algunas personas, desconocedoras de la historia de la literatura, han dicho que el cuento corto es invención norteamericana. Por supuesto que no es así; pero podemos admitir con justicia que en ningún país europeo fue tan cultivado este género como en Estados Unidos, ni sus métodos, técnicas y posibilidades tan atentamente estudiados.

Al leer para una antología un gran número de cuentos del siglo XIX, aprendí bastante acerca de la forma. Debo advertir, eso sí, que un autor es parcial respecto al arte que practica. Él cree, naturalmente, que su experiencia es la más válida. Escribe como puede y como debe porque es un tipo determinado de hombre; tiene sus propias particularidades y su propio temperamento, por lo cual ve las cosas en forma peculiar, y da a su visión la forma que le ha sido impuesta por su naturaleza. Requiere un singular vigor intelectual tener simpatía por una obra antagónica a las inclinaciones instintivas. Hay que estar en guardia consigo mismo al leer la crítica que un novelista hace de las novelas de otros. Es posible que halle buenas las cualidades que él persigue y vea poco mérito en otras que le faltan. Uno de los mejores libros que he leído acerca de la novela pertenece a un admirable escritor que jamás pudo inventar un argumento plausible. No me sorprendió descubrir que estimaba poco a novelistas cuyo principal don consistía en dar una estremecedora verosimilitud a los hechos que relataban. No lo censuro por esto. La tolerancia es una buena cualidad en los humanos; si ella fuese más común, el mundo de hoy seria un lugar más agradable de lo que es para vivir; pero no estoy seguro de que sea una buena cualidad en un escritor.

Porque, en definitiva, ¿qué ha de darnos el escritor? A sí mismo. Está bien que tenga una visión amplia, ya que su tema es la vida en toda su plenitud; pero solo puede verla con sus propios ojos, aprenderla con sus propios nervios, corazón y entrañas; su conocimiento es parcial, pero distinto, porque pertenece a él y no a otro. Su actitud es definitiva y característica. Si piensa realmente que cualquier otro punto de vista es tan válido como el suyo, apenas podrá sostenerlo con energía, y es poco probable que lo presente con fuerza. Está bien que un hombre acepte que hay dos respuestas para una misma pregunta; pero un autor ante el arte que practica —ya que, por supuesto, su visión de la vida está implicada en su arte— solo puede lograr este punto de vista mediante un esfuerzo mental sintiendo, en la médula de sus huesos, que no son seis para él y seis para el otro, sino doce para él y nada para el otro. Esta testarudez sería muy desafortunada si los escritores fueran pocos, o si la influencia de uno fuese tan grande como para obligar a conformarse a los demás; pero somos miles. Cada uno tiene su pequeño mensaje que formular, y de entre todos ellos pueden elegir los lectores, conforme a sus inclinaciones, el que más les convenga.

He dicho esto para despejar el terreno. Me gusta el tipo de cuento que yo puedo escribir. Es la clase de cuento que muchos han escrito bien, pero nadie más brillantemente que Maupassant. Relata siempre un incidente curioso, pero no inverosímil. Presenta la escena con la brevedad que requiere el medio, pero con claridad. Las personas afectadas, la clase de vida que llevan y sus defectos muéstranse con el número justo de detalles como para hacer claras las circunstancias del caso. Se dice todo lo que es necesario saber de ellos.

Un autor como Maupassant no copia de la vida; la acomoda para sorprender, excitar e interesar. No intenta transcribir la vida sino dramatizarla. Sacrifica la verosimilitud al efecto, y su desafío consiste en ver si se sale con la suya. Si concibe los incidentes y las personas que intervienen en el cuento en forma que tomemos conciencia de su artificio, falla. Pero el que algunas veces falle no descalifica el método. En ciertas épocas los lectores exigen que se esté muy cerca de los hechos concretos, tal como ellos los ven; esto significa que el realismo está de moda. En otras, indiferentes a la realidad, piden lo extraño y lo maravilloso. Mientras ello dure, los lectores estarán dispuestos a prescindir de su incredulidad. La probabilidad no es algo establecido de una vez para siempre, cambia con los gustos de cada época: ella reside en el qué y en el cuánto se puede hacer tragar al lector. De hecho, en toda obra de ficción se aceptan algunas inverosimilitudes porque son usuales y a menudo necesarias para que el autor pueda seguir sin demora con su argumento.

Pocos han establecido con mayor precisión las reglas del tipo de cuento que estoy describiendo que Edgar Allan Poe. Si no fuera por su extensión, citaría íntegramente su trabajo acerca de los Twice-Told Tales, de Hawthorne. Allí dice todo lo que hay que decir sobre el asunto. He aquí una breve síntesis: “Un artista diestro construye el argumento. Si tiene experiencia, no habrá acomodado su pensamiento a los incidentes, sino que, habiendo concebido cuidadosamente un efecto único y singular, inventa después tales incidentes; luego acomoda estos incidentes de modo que lo ayuden en la realización del efecto preconcebido. Si en la primera frase no tiende a que nazca este efecto, ha fallado al dar el primer paso. No debe existir, en toda la composición, una sola palabra cuya meta directa o indirecta no sea el esquema preestablecido. Con estos medios, con todos estos cuidados y esta destreza se pinta al fin un cuadro que produce completa satisfacción en la mente de quien lo contempla. La idea del cuento ha sido desarrollada sin mácula porque no fue interrumpida…”

No es difícil saber qué entendía Poe por un buen cuento: es una obra de imaginación que trata de un solo incidente, material o espiritual, que puede leerse de un tirón. Ha de ser original, chispeante, excitar o impresionar, y debe tener unidad de efecto. Deberá moverse en una sola línea desde el comienzo hasta el final. Escribir un cuento conforme a los principios que él estableció no resulta tan fácil como algunos piensan. Requiere inteligencia, quizá no de un orden muy superior pero sí de cierto tipo; requiere sentido de la forma y no poca capacidad inventiva. Rudyard Kipling ha escrito en Inglaterra los mejores cuentos de esta clase. Entre los escritores ingleses de cuentos cortos solo él puede resistir ser comparado con los maestros franceses y rusos.

Aunque Kipling tuvo éxito de público y lo mantuvo desde el principio de su carrera, la opinión de la gente culta fue siempre algo condescendiente en sus alabanzas. Ciertas peculiaridades de su estilo enojaban a los lectores de gusto exigente. Se le identificó con un imperialismo que irritaba a no pocas personas inteligentes, y que aún hoy produce desagrado. Era un maravilloso cuentista, variado y muy original. Poseía una fértil imaginación y en alto grado el don de narrar incidentes de manera sorpresiva y dramática. Tenía sus fallas, como las tiene todo escritor; creo que estas se debían al ambiente y a su educación, a los rasgos de su carácter y a la época en que vivió.

Ejerció una gran influencia en sus colegas escritores, pero tal vez la ejerció mayor en aquellos hombres que de una u otra forma llevaron el tipo de vida que él describió. Cuando uno viaja por el Oriente se asombra al comprobar cuán a menudo se cruza uno con hombres que se modelaron de acuerdo a los personajes de su invención. Dicen que los personajes de Balzac pertenecían más a la generación que siguió que a la que él se propuso describir. Sé, por experiencia, que veinte años después de que Kipling escribiera sus primeros cuentos importantes, hubo hombres esparcidos en diferentes puntos del Imperio que jamás habrían sido lo que fueron de no haber existido él. No solo creó personajes; modeló hombres. Eran individuos valientes y honrados que hacían el trabajo que se les encomendaba con la mayor habilidad de que eran capaces.

Es difícil inventar un cuento como los que escribió Poe Y, como bien sabemos, hasta él mismo se repitió más de una vez en su pequeña producción. En este tipo de narraciones hay muchos trucos y cuando, gracias a la aparición y rápida popularidad de la revista mensual, la demanda de tales narraciones llegó a ser grande, los autores no se hicieron de rogar para aprenderlos. Para que sus cuentos fueran más efectistas, les impusieron ciertas reglas convencionales, terminando por desviarse tanto de la realidad al describir la vida, que sus lectores se rebelaron. Se cansaron de estos cuentos hechos según un modelo que conocían demasiado. Dijeron que en la vida real las cosas no suceden con tanta claridad; la realidad es un enjambre de hilos cortados y puntas sueltas; meter todo en un molde sería falsearla. Pedían un mayor realismo. Pero copiar la vida nunca ha sido tarea de artista.

Kenneth Clark aclara bastante este punto en su obra The Nude. Nos muestra en ella cómo los grandes escultores de la antigua Grecia no se dedicaron a seguir paso a paso a sus modelos, sino que los usaron como instrumentos para realizar su ideal de belleza. Si observamos las pinturas y esculturas del pasado, no dejará de sorprendernos lo poco que los grandes artistas se preocupaban de dar un testimonio exacto de lo que veían. Se cree que las deformaciones impuestas a sus modelos por los artistas plásticos, muy bien representados por los cubistas de ayer, son invención de nuestro tiempo. No es así. Se piensa esto porque nos hemos acostumbrado de tal forma a las deformaciones impuestas en el pasado, que las aceptamos como representaciones literales de los hechos.

Desde el nacimiento de la pintura occidental, los artistas sacrificaron la verosimilitud a los efectos que deseaban. Igual cosa ocurre con la literatura de ficción. Para no retroceder mucho, volvamos a Poe. Parece increíble que este pensara que los seres humanos hablaban en la forma en que hacía dialogar a sus personajes; si ponía en su boca parlamentos que nos parecen tan irreales, debe ser porque pensaba que ello era necesario al tipo de cuento que estaba relatando, y porque lo ayudaba a realizar el esquema que sabemos tenía a la vista. Los artistas solo caen en el naturalismo artificial cuando se les reprocha que se han alejado tanto de la vida que deben volver inexorablemente a ella. Entonces se ponen a copiarla con la mayor exactitud posible, no como un fin, sino tal vez como una saludable disciplina.

Respecto al cuento corto, el naturalismo del siglo XIX se puso de moda como reacción al romanticismo, que se había hecho aburrido. Uno tras otro, los escritores intentaron retratar la vida con intransigente veracidad. “Nunca me he sometido, dijo Frank Norris, nunca me quito el sombrero ante la moda ni lo mantengo en alto por dinero. Por Dios, les dije la verdad, les guste o no les guste. ¿Qué me importa esto a mí? Les dije la verdad; lo que entonces tenía por verdad y lo que tengo ahora como verdad”. (Son palabras valientes, pero es difícil decir qué es la verdad, ya que no es necesariamente lo opuesto a la mentira.) Los escritores de esta escuela miraron la vida con ojos menos parciales que los de la generación precedente; fueron menos dulzones y menos optimistas, más violentos y directos. Sus diálogos eran más naturales y elegían a sus personajes de un mundo que, desde los tiempos de Defoe, los autores de ficción habían descuidado; pero no innovaron en la técnica. Respecto a lo esencial del cuento corto, se contentaron con los viejos moldes. Persiguieron los mismos efectos que Edgar Allan Poe; usaron las mismas fórmulas que este fijó.

Pero hubo un país en donde aquella fórmula prevaleció poco. En Rusia se había estado escribiendo cuentos de un orden totalmente distinto durante un par de generaciones. Y cuando los hechos indicaron tanto a los autores como a los lectores que el tipo de narración que gozó tanto tiempo del favor del público se había tornado aburridoramente mecánico, se descubrió que en ese país existía un grupo de escritores que habían hecho del cuento corto algo nuevo.

Es raro que esta nueva forma de narración breve haya tardado tanto tiempo en llegar al mundo occidental. Cierto es que los cuentos de Turguenev fueron leídos en traducciones francesas. Los Goncourt, Flaubert y los círculos intelectuales en que estos se movían aceptaron a Turguenev por su majestuosa presencia, la amplitud de sus medios y su aristocrático origen; sus obras, empero, fueron miradas con el moderado entusiasmo con que los franceses han mirado siempre las producciones de autores extranjeros. Era una actitud parecida a la que adoptaba respecto a la mujer el doctor Johnson en sus prédicas: “no está bien hecha, pero es sorprendente que haya sido hecha”.

Solo cuando, en 1886, Melchior de Vogué publicó su obra La novela rusa, empezó a influir en el mundo literario parisiense la literatura de aquel país. Con el tiempo —creo que alrededor de 1905— varios cuentos de Chejov fueron traducidos al francés y recibidos favorablemente. No obstante, en Inglaterra seguían sin conocerlo. Cuando murió, en 1904, los rusos lo consideraron el mejor escritor de su generación. La Enciclopedia Británica, en su undécima edición, publicada en 1911, no supo decir de él más que lo siguiente “A. Chejov mostró considerables dotes en sus cuentos cortos”. Fría alabanza. Solo cuando la señora Garnett publicó en trece pequeños volúmenes una selección de su extensa obra, se interesaron por él los lectores ingleses. Desde entonces, el prestigio de los escritores rusos en general, y de Chejov en particular, ha sido inmenso. Cambió en gran parte la forma y la actitud hacia el cuento corto. Los lectores agudos se apartan indiferentes del cuento considerado hasta entonces como “bien hecho técnicamente”, y los autores que todavía los producen, para deleite de la mayoría, son mal considerados.

Chejov nació en 1860. Su abuelo era un siervo que ahorró suficiente dinero como para comprar su libertad y la de sus tres hijos. Uno de ellos, llamado Pavel, abrió una tienda en Taganrog, en el Mar de Azof, se casó y tuvo cinco hijos varones y una mujer. Antón Chejov fue el tercero. Pavel era inculto y tonto, vano, egoísta, brutal y profundamente religioso. Muchos años más tarde escribía Chejov al respecto: “Recuerdo que mi padre empezó a educarme como a los cinco años o, para decirlo más claro, a azotarme cuando solo tenía cinco años. Me azotaba, me tiraba de las orejas, me pegaba en la cabeza. La primera pregunta que yo me hacía en la mañana, al despertar, era: ¿seré golpeado nuevamente hoy? Me prohibieron todo juego o diversión. Debía ir por la mañana a los servicios religiosos, y por la tarde a besar manos de pastores y popes¹, leer los salmos en la casa… A los ocho años tuve que atender la tienda; trabajaba como muchacho de mandados, y esto afectó mi salud porque me golpeaban casi todos los días. Después, cuando se me envió a un colegio de secundaria, estudiaba hasta las horas de comer, y desde entonces hasta la noche debía cuidar la tienda.”

Cuando Antón Chejov tenía dieciséis años, su padre, consumido por las deudas y temeroso de ser arrestado, huyó a juntarse en Moscú con sus dos hijos mayores, Alejandro y Nicolás, que estaban en la universidad. Dejaron a Antón en Taganrog para que continuara sus estudios. Allí se mantuvo a duras penas, enseñando a niños retrasados. Cuando se graduó, tres años después, y le fue concedida una beca de veinticinco rublos al mes, se reunió con sus padres en Moscú. Habiendo decidido ser médico, ingresó en la Escuela de Medicina. Era por entonces un joven alto, de poco más de un metro ochenta, de cabello castaño claro, ojos marrones y labios firmes y llenos.

Encontró a su familia viviendo en un subsuelo de un suburbio poblado de burdeles. Antón trajo consigo a dos amigos del colegio, también compañeros de estudio, para que se alojasen con su familia. Ambos pagaban cuarenta rublos mensuales, un tercer alojado pagaba otros veinte, y esto, con los veinticinco de Antón, hacían ochenta y cinco rublos que debían alimentar a nueve personas y pagar el alquiler. Pronto se mudaron a un departamento más espacioso en la misma escuálida callejuela. Dos de los pensionistas ocupaban un cuarto, el tercero tenía uno pequeño para él solo, Antón y dos de sus hermanos ocupaban otra habitación, su madre y hermana la cuarta, y la quinta, que servía de sala de estar y comedor, era el dormitorio de sus hermanos Alejandro y Nicolás. Pavel, su padre, había conseguido, por fin, una ocupación de treinta rublos al mes en un almacén, donde debía alojarse, así es que, por un tiempo, se vieron libres del estúpido y despótico hombre que había convertido sus vidas en una carga.

Anton tenía el don de improvisar historias cómicas que hacían reír a gritos a sus amigos. Dada la situación desesperada de su familia, pensó que podía escribirlas. Escribió una y la envió al semanario petersburgués titulado El Vuelo del Dragón. Una tarde de enero, al regreso de la Escuela de Medicina, compró un ejemplar y vio qué había sido aceptado su cuento. Iban a pagarle cinco kopeks² por línea. Desde entonces, Chejov envió casi semanalmente un cuento a El Vuelo del Dragón, pero pocos eran aceptados. No obstante, logró colocarlos en diarios de Moscú, donde le pagaban escasamente. Estos diarios pendían de un hilo, y muchas veces sus colaboradores, si querían recibir su sueldo, debían esperar en la oficina a que los suplementeros trajeran los kopeks recogidos en las ventas hechas en la calle.

Fue Leykin, un editor de Petersburgo, quien dio a Chejov su primera oportunidad. Dirigía un periódico llamado Fragmentos, y encargó a Chejov escribir un cuento semanal de cien líneas, a ocho kopeks la línea. Su periódico era humorista, y cuando Chejov enviaba un cuento serio, Leykin se quejaba de que no era de los que pedían sus lectores. Aunque los cuentos que entonces escribió gustaban mucho y le dieron cierta reputación, las limitaciones tanto respecto a su extensión como a su tema lo irritaban. Para satisfacerlo, Leykin, que parece haber sido un hombre bondadoso y razonable, obtuvo que La Gaceta de Petersburgo le solicitara un cuento semanal más largo y de otro estilo, al mismo precio de ocho kopeks la línea. ¡Entre 1880 y 1885 Chejov escribió trescientos cuentos!

Mientras escribía este fantástico número de cuentos, trabajaba también en la Escuela de Medicina para adquirir su título. Solo podía escribir en la noche, después de su dura jornada en el hospital. Creaba en condiciones muy difíciles. Los pensionistas se habían ido, y los Chejov se cambiaron a un departamento más pequeño. Pero, “en la habitación de al lado, escribía Chejov a Leykin, llora el hijo de un pariente mío (su hermano Alejandro), en el otro cuarto papá lee en voz alta un cuento de Leskor a mamá, alguien ha echado a andar nuestra victrola y están tocando Bella Elena… Mi cama está ocupada por un pariente que nos visita quien viene a cada momento a hablarme de medicina. ¡El niño está berreando! Acabo de tomar la resolución de no tener hijos jamás. Creo que los franceses tienen tan pocos porque son literatos…” Un año más tarde, en una carta a su hermano Iván, escribió: “Gano más dinero que cualquiera de tus tenientes del ejército. Pero no tengo dinero, ni comida decente, ni cuarto propio donde trabajar… En este momento no tengo ni un kopek, y espero ansiosamente el primero de mes, fecha en que recibiré sesenta rublos desde Petersburgo, y los gastaré de inmediato.”

En 1884 tuvo Chejov una hemorragia. Había tuberculosis hereditaria en su familia y él no pudo ignorar el significado de aquella. Pero el miedo de que sus sospechas se confirmaran le impidió hacerse examinar por un especialista. Para calmar a su angustiada madre le dijo que la hemorragia provenía de una vena de la garganta, y que nada tenía que ver con la tuberculosis. A fines de ese año dio sus últimos exámenes y transformose en un distinguido médico. Pocos meses después logró reunir algo de dinero para hacer su primer viaje a Petersburgo. Nunca había dado importancia a sus cuentos; los escribía por dinero y decía que ninguno le tomaba más de un día de trabajo.

Al llegar a Petersburgo descubrió, asombrado, que era famoso. Las personas inteligentes de Petersburgo, por entonces centro cultural de Rusia, encontraban en sus livianos cuentos frescura, viveza y puntos de vista originales. Lo recibieron con los brazos abiertos, demostrándole que se le consideraba como a uno de los escritores de mayor talento de su época. Los editores lo invitaron a colaborar en sus publicaciones, a un precio que jamás le habían ofrecido. Uno de los más distinguidos autores rusos quiso convencerlo de que dejara el tipo de cuentos que había escrito hasta entonces por otros de verdadero interés.

Antón Chejov

Chejov se impresionó, pues nunca había pretendido ser un escritor profesional. “La medicina, decía, es mi esposa legítima, la literatura solo mi amante”. Y cuando regresó a Moscú lo hizo con la intención de ganarse la vida como médico. Debemos admitir que no hizo demasiado por ejercerla prósperamente. Adquirió muchas amistades, las cuales le enviaban pacientes que le pagaban raramente sus consultas. Él era alegre y encantador, y con su sonora y contagiosa risa tuvo gran éxito en los medios bohemios que frecuentaba. Gustábale ir a fiestas y también darlas. Bebía copiosamente, pero salvo en los matrimonios, días de santo —el equivalente ruso a los cumpleaños— y fiestas religiosas, rara vez se emborrachaba. Las mujeres lo hallaban atractivo y tuvo un sinnúmero de amoríos. Pero ninguno fue importante.

Con el correr del tiempo visitó con frecuencia Petersburgo y viajó por toda Rusia. Cada primavera, dejando que sus pacientes se cuidaran solos, trasladaba toda su familia en carreta al campo, y permanecía allí hasta el otoño. Apenas se supo que era médico, llegaron a consultarlo toda suerte de personas que, por supuesto, jamás le pagaron. A fin de conseguir dinero se vio obligado a escribir más cuentos. Día a día eran estos más apreciados y le pagaban bastante bien por ellos, pero no podía vivir de la pluma. En una de sus cartas a Leykin escribió: “Me preguntas qué hago con el dinero. No llevo vida disipada, no ando vestido como un dandy, no tengo deudas y carezco de amante (obtengo gratis el amor), pero, a pesar de todo, únicamente me quedan cuarenta de los trescientos rublos que recibí de ti y de Suvorin antes de Pascua y mañana tengo que pagar cuarenta. Solo Dios sabe adónde se va mi dinero”. Se cambió a otro departamento, donde al fin tuvo una habitación para él solo, pero se vio obligado a pedir a Leykin que le adelantara dinero para pagar el alquiler.

En 1886 tuvo otra hemorragia. Sabía que necesitaba ir a Crimea, donde se dirigían los tuberculosos de la época en busca de un clima cálido y donde morían como moscas, pero él no tenía ni un rublo para hacerlo. En 1889 murió tuberculoso su hermano Nicolás, pintor de cierto talento. Fue un golpe y también una advertencia. Hacia 1892 se sintió tan mal de salud que temió pasar otro invierno en Moscú. Con dinero prestado compró una pequeña propiedad llamada Melinkovo, a cincuenta millas de Moscú y, como siempre, acarreó consigo a toda su familia: a su difícil padre, a su madre, a su hermana y a su hermano Miguel. Había llevado un carretón de remedios y, como nunca, los pacientes se congregaron para consultarle. Los trató lo mejor que pudo sin cobrarles jamás un kopek.

Así pasó cinco años en Melinkovo, todos bastante felices. Escribió varios de sus mejores cuentos y recibió espléndida paga por ellos: cuarenta kopeks por línea. Se preocupó por los asuntos locales, consiguió que hicieran un nuevo camino y construyó, de su bolsillo, una escuela para los campesinos. Su hermano Alejandro, bebedor consuetudinario, vino a vivir con él, acompañado de su mujer y sus hijos. Los amigos lo visitaban y se quedaban a veces varios días. Y, aunque se quejaba de que interrumpían su trabajo, no podía prescindir de ellos. Constantemente enfermo, permanecía alegre, amistoso, entretenido y jovial.

De vez en cuando hacía una excursión a Moscú. En una de esas ocasiones tuvo una hemorragia tan grave que hubo de ser trasladado a una clínica. Durante varios días estuvo moribundo. Siempre se había negado a admitir que estaba tuberculoso, pero esta vez los médicos le dijeron que tenía afectada la parte superior de los pulmones y que, si deseaba vivir, tendría que cambiar de hábitos. Volvió a Melinkovo sabiendo que no podría pasar otro invierno allá. También iba a tener que dejar la práctica de la medicina. Viajó por el extranjero, estuvo en Biarritz y Niza y, por último, se estableció en la ciudad de Yalta, en Crimea. Los médicos le habían aconsejado que viviera permanentemente allí. Un adelanto de su amigo y editor Suvorin le permitió edificarse una casa en el lugar. Como siempre, se hallaba en apremiantes dificultades económicas.

Fue un amargo golpe para él no poder practicar la medicina. No sé qué clase de médico sería. Después de recibirse, no hizo más de tres meses de práctica hospitalaria y sospecho que trataba a sus pacientes improvisando un poco. Pero con simpatía y sentido común, dejando que siguiera su curso la naturaleza, hizo probablemente a sus pacientes tanto bien como el que pudiera haberles hecho un hombre de mayores conocimientos.

Muy útiles le fueron las variadas experiencias por que pasó. Tengo mis razones para pensar que el entrenamiento a que debe someterse un estudiante de medicina es muy beneficioso para un escritor. Adquiere un inapreciable conocimiento de la naturaleza humana. Ve a esta en sus mejores y peores momentos. Cuando la gente se enferma, cuando se asusta, deja a un lado la máscara que lleva cuando está sana. El médico la ve tal como es; egoísta, dura, avara, cobarde; pero también valerosa, generosa, amable y buena. El médico tolera sus debilidades y admira sus virtudes.

Aunque en Yalta se aburría, la salud de Chejov mejoró durante cierto tiempo. Aún no he tenido ocasión de decir que, además de sus numerosos cuentos, había escrito entonces, sin mucho éxito, dos o tres piezas de teatro. Gracias a estas conoció a una joven actriz llamada Olga Knipper. Se enamoró de ella y, en 1901, para amargo resentimiento de su familia —a la que nunca había dejado de mantener— se casó. Ambos se pusieron de acuerdo en que ella continuaría actuando, por lo que solo estaban juntos cuando él la iba a ver a Moscú. O cuando Olga, en su día de descanso —como se dice en los medios de teatro—, iba a Yalta.

Se conservan las cartas que él le escribió. Son tiernas y emocionantes. Su mejoría duró poco y pronto tendió a agravarse. Tosía incesantemente y no podía dormir. Para mayor desgracia, Olga Knipper tuvo un aborto. Había rogado insistentemente a Chejov que escribiera para ella una comedia liviana, como las que pedía el público. Para darle gusto, según creo, se puso de inmediato a trabajar. La obra se iba a titular El jardín de los cerezos, y prometió a Olga crear un buen papel para ella. “Escribo cuatro líneas al día, contaba a un amigo, y aun esto me produce un dolor insoportable”. Una vez terminada se estrenó en Moscú a comienzos de 1904.

En junio, Chejov partió a las aguas termales alemanas de Badenweiler³, aconsejado por su médico. Un joven literato ruso escribió a propósito de su encuentro con él, la víspera de la partida:

“En un sofá, reclinado sobre cojines, llevando un abrigo o una bata y cubiertas las piernas por una frazada, había sentado un hombre muy delgado y aparentemente pequeño, de hombros angostos y de cara delgada y anémica; tan enflaquecido e irreconocible se había vuelto Chejov. Nunca hubiera pensado que un hombre pudiera cambiar tanto.

“Estiró su mano, como de cera, que temí mirar, y me contempló con sus cariñosos ojos que ya no sonreían.

“Me voy mañana, dijo; me voy para morir.

“Uso una palabra distinta, una palabra más cruel que para morir, que no deseo repetir ahora.

“Me voy para morir, repitió enfáticamente. Despídame de sus amigos. Dígales que los recuerdo y que quiero mucho a algunos de ellos. Deséeles de mi parte éxito y felicidad. Nunca más nos veremos”.

Al comienzo se sintió tanto mejor en Badenweiler que empezó a hacer planes para ir a Italia. Una tarde, ya acostado, y como Olga se había pasado el día entero con él, le insistió que saliera a dar una vuelta por el parque. Cuando volvió, le pidió que bajara a cenar, pero ella le dijo que aún no había sonado el gong. Para pasar el tiempo, Chejov comenzó a contarle un cuento ubicado con un concurrido balneario repleto de visitantes de moda, obesos banqueros norteamericanos y saludables ingleses. “Una tarde, al volver al hotel, se encontraron con que la cocinera se había fugado, y que la cena no estaba lista”. Y prosiguió contando cómo afectó esto a cada uno de tan encumbrados personajes. Fue hilvanando así un cuento divertidísimo y Olga Knipper reía a carcajadas. Ella regresó junto a él después de la comida. Chejov descansaba tranquilo. Pero empeoró de repente y hubo que llamar al médico. Este hizo lo que pudo, mas todo resultó inútil. Chejov murió. Sus últimas palabras las dijo en alemán: In sterbe: “Me muero”. Tenía cuarenta y cuatro años.

Alejandro Kuprin, en sus recuerdos de Chejov, escribió lo siguiente: “Creo que no abrió ni entregó enteramente su corazón a nadie. Pero miraba a todo el mundo con cariño, aunque no como lo exige la amistad y, al mismo tiempo, con un gran interés, aunque tal vez inconsciente”. Esto es extrañamente revelador. Nos dice más de Chejov que cualquiera de los hechos que he tenido ocasión de relatar en la breve reseña de su vida.

Los primeros cuentos de Chejov fueron, en su mayor parte, humorísticos. Los escribió con suma facilidad; los escribió, según confiesa, “como canta un pájaro”, y no les dio importancia. Solo después de su primera visita a Petersburgo, cuando descubrió que se le consideraba un promisorio y talentoso autor, empezó a tomarse en serio. Puso empeño entonces en adelantar en su arte. Un amigo lo encontró un día copiando un cuento de Tolstoi y, al preguntarle qué hacía, replicó: “Lo estoy reescribiendo”. Al amigo le pareció extraño que se tomara tal libertad con una obra del maestro, pero Chejov le explicó que lo hacía como un ejercicio. Tenía la idea, que yo considero excelente, de que haciendo eso aprendería los métodos de los escritores que admiraba, y lograría de ese modo un estilo propio.

Es evidente que dicho trabajo le fue provechoso. Aprendió a componer sus cuentos con indudable maestría. “Los campesinos”, por ejemplo, está tan admirablemente compuesto como Madame Bovary, de Flaubert. Chejov trató de escribir sencilla, clara y concisamente, y aseguran que logró un estilo de enorme belleza. Quienes lo leemos en traducciones no tenemos por qué no creerlo. Hasta en la traducción más fiel se pierden el timbre, el sentimiento y la eufonía de las palabras del original.

Chejov conocía muy bien la técnica del cuento corto y dijo algunas cosas de extraordinario interés acerca de este. Insistía en que un cuento corto no debe contener nada superfluo. “Todo lo que no se relaciona con él debe ser amputado sin compasión, escribió. Si en el primer capítulo se dice que cuelga una pistola de la pared, en el segundo o en el tercero debe descolgarse necesariamente esa arma”. Esto parece bastante razonable, como también es razonable lo que observa respecto a las descripciones de la naturaleza, que han de ser breves y claras. Él era capaz de dar al lector, en una o dos palabras, la vívida impresión de una noche nevada, del cantar de los ruiseñores hasta agotarse. O el frío brillo de las ilimitadas estepas cubiertas de nieve invernal. Su don era inapreciable.

Más discutible es su condenación de quienes humanizan la naturaleza. “El mar ríe, escribía en una carta. Sin duda, te dejas llevar por un impulso, pues esto es tosco y vulgar. El mar no ríe ni llora: ruge. relampaguea, brilla. Observa cómo procede Tolstoi: ‘El sol se pone, los pájaros cantan’. Nadie llora ni solloza. Esto es lo más importante: la sencillez”. Ello es muy cierto, pero, desgraciadamente, hemos estado humanizando la naturaleza desde el principio de los tiempos, y lo hacemos con tal naturalidad que solo podemos evitarlo gracias a un esfuerzo. Hasta el propio Chejov cayó en ello. En su cuento “El duelo” nos dice que “una estrella atisbaba y tímidamente pestañeaba con su único ojo”. No me parece criticable; de hecho me gusta. A su hermano Alejandro, flojo como cuentista, le dice que un escritor jamás debe hablar de emociones que no ha sentido. Esto es exagerado. Seguramente no es necesario cometer un asesinato para describir en forma convincente las emociones que pudo sentir el asesino. Después de todo, el escritor tiene imaginación, y si es un buen escritor tiene el don de ponerse en el lugar de los personajes que crea y es capaz de experimentar sus mismos sentimientos.

Empero, lo que Chejov exigía más drásticamente era que los autores pasaran rápido del principio al final de sus cuentos. Eso es lo que él hacía y lo hacía tan rigurosamente, que sus amigos contaban que tenían que arrebatarle los manuscritos para que no llegara a mutilarlos “reduciendo sus cuentos: eran jóvenes, se enamoraron, se casaron y fueron desgraciados”. Cuando le decían esto a Chejov, replicaba: “Pero si es, en realidad, lo que sucede”.

Chejov tomó de modelo a Maupassant. Si no hubiera creído yo, pues sus fines y métodos me parecen completamente distintos. En general, Maupassant trataba de que sus cuentos resultaran dramáticos y, para conseguirlo, estaba dispuesto a sacrificar hasta lo verosímil, si fuese necesario. Me inclino a pensar que Chejov evitaba deliberadamente lo dramático. Escribía sobre gente común y corriente, que llevaba una existencia normal. “La gente no viaja al Polo Norte para caerse en los témpanos de hielo, escribía en una carta. Va a la oficina, pelea con su esposa y toma sopa de col”. Se puede objetar, no sin cierta razón, que la gente viaja al Polo Norte, y que, si es cierto que no se cae de los témpanos de hielo, emprende aventuras tan peligrosas como esta, y que no hay motivo alguno en el mundo para que un autor no escriba buenos cuentos sobre ello. Naturalmente no basta que la gente vaya a sus oficinas y tome sopa de coles, y no creo que Chejov pensara que bastara. Para que haya cuento, necesariamente debe robar dinero en la oficina o aceptar ser sobornado, pegarle y engañar a su mujer y, cuando coma sopa de coles, hacerlo con algún significado. De este modo se transforma todo ello en el símbolo de una feliz vida doméstica o de la angustia de una existencia frustrada.

La práctica médica de Chejov, aunque inestable, lo puso en contacto con toda clase de personas: campesinos, obreros, dueños de fábricas, mercaderes y empleados fiscales de más o menos categoría y que tenían un importante papel en la vida pública del pueblo, y terratenientes que, por la liberación de sus siervos, se vieron reducidos a la pobreza. No parece haber tenido contactos con la aristocracia, y solo conozco un cuento, el amargo cuento titulado “La princesa”, donde aparece esta clase social. Escribía con cruel candor sobre la impresión de los latifundistas que dejaban que sus propiedades llegaran al caos y a la ruina; de la desgraciada multitud de obreros fabriles que vivían al borde de la inanición, trabajando doce horas diarias para que sus patrones pudieran agregar a sus propiedades otras propiedades; de la vulgaridad y voracidad de la clase mercantil; de la inmundicia, embriaguez, brutalidad, ignorancia y pereza de los campesinos, mal pagados y siempre hambrientos, y de las cuevas malolientes e infectas en que habitaban. Chejov sabía dar extraordinario realismo a los hechos que contaba. Aceptamos lo que nos dice tal como aceptamos el relato de un reportero fidedigno. Claro es que Chejov no era un mero reportero: observaba, adivinaba, seleccionaba y combinaba. Como dijo Koteliansky: “Chejov, en su maravillosa objetividad, pasando por encima de dolores y alegrías personales, lo sabía y veía todo; podía ser cariñoso y tierno sin amar, generoso y simpático sin tener afectos, benefactor sin esperar recompensa”.

Pero esta impasibilidad de Chejov resultaba injuriosa a muchos de sus colegas escritores y lo atacaron salvajemente. Le echaban en cara su aparente indiferencia ante los acontecimientos sociales de su época. Los intelectuales exigían que todo escritor ruso tratara esos problemas. La respuesta de Chejov fue que el autor cumplía su cometido narrando los hechos y dejando a los lectores las consecuencias. Insistía en que el artista no está obligado a resolver problemas de especialistas. “Para los problemas técnicos, decía, tenemos especialistas; su oficio consiste en juzgar la comunidad, el destino del capitalismo, lo repudiable de la embriaguez…”

Esto es bastante razonable. Pero como se trata de un punto de vista que parece haber sido discutido demasiado en el mundo de las letras me atreveré a citar algunas observaciones que hice años atrás en una conferencia. Un día leí, siguiendo mi costumbre, la página que uno de nuestros mejores semanarios dedica a comentar la literatura del día. El crítico empezaba su artículo acerca de una obra de ficción con las palabras siguientes: “El señor Fulano de Tal no es sino un mero cuentista”. La palabra mero se me atravesó en la garganta y aquel día, como Paolo y Francesca en otra ocasión, no seguí leyendo. El crítico era un novelista muy conocido y, aunque no he tenido la suerte de leer alguna de sus obras, no dudo de que sean admirables. Pero de su observación yo no puedo dejar de concluir que un novelista deba ser más que un novelista. Parece obvio que él piensa que, en el mundo revuelto en que vivimos, es una frivolidad que un autor escriba novelas destinadas solo a que el lector pase algunas horas agradables. Esta misma opinión prevalece en algunos escritores actuales. Tales obras son, como bien sabemos, descartadas por “escapistas”. Este vocablo debe descartarse del vocabulario de los críticos. Todo arte es “escapista”, tanto las sinfonías de Mozart como los paisajes de Constable. ¿Acaso leemos los sonetos de Shakespeare o las odas de Keats por algo que no sea el agrado que nos producen? ¿Por qué hemos de pedir más a un novelista de lo que pedimos a un poeta, a un compositor, a un pintor?

De hecho, no existe algo que sea un mero cuento. Aunque su autor lo escriba sin más intenciones que la de hacerlo legible, sin querer, a veces, hará una crítica de la vida. Cuando Rudyard Kipling, en sus Plane Tales of the Hills, escribió acerca de los civiles hindúes, los oficiales jugadores de polo y sus esposas, lo hizo con la ingenua admiración de un joven periodista de origen modesto, deslumbrado por lo que él consideró fascinante. Es extraño que en su época nadie viera la dura acusación al poder supremo que encerraban esos cuentos. Hoy no se pueden leer sin pensar que era inevitable que los británicos, tarde o temprano, se verían forzados a perder su dominio en la India. Igual cosa pasaba con Chejov. Trataba de ser objetivo, procuraba describir la vida con veracidad, y es imposible leer sus cuentos sin sentir que la brutalidad e ignorancia sobre las que escribió, la corrupción, la miserable pobreza de los humildes y la despreocupación de los ricos acabarían necesariamente en una revolución sangrienta.

Supongo que mucha gente lee obras de ficción porque no tiene nada mejor que hacer. Lee por agrado, y es lo que se debe hacer. Pero algunos buscan en sus lecturas distintos placeres que otros. Hay quienes buscan el placer de reconocerse en ellas. Los lectores de las Barchester Chronicles, de Trallope, las leen con íntima satisfacción porque retratan el tipo de vida que ellos mismos llevaron. En su mayor parte estos lectores pertenecen a la alta clase media, y se sienten a gusto con la alta clase media que describe Trallope. Experimentan la misma agradable autocomplacencia que sentían cuando el amable señor Browning les decía: “Dios está en el cielo; todo va bien en la tierra”. El tiempo ha dado a estas novelas el atractivo de genre. Las hallamos entretenidas y algo emocionantes (¡qué hermoso era vivir en un mundo donde la existencia era tan fácil para la gente acomodada, y a la postre resultaba todo tan bien!) y tienen la misma clase de encanto que esos cuadros anecdóticos de mediados del siglo XIX, con sus barbudos caballeros de capa y sombrero, y sus hermosas damas de sombreros puntiagudos y crinolinas.

Otros lectores buscan en la novela cosas extrañas y novedosas. El cuento exótico ha tenido siempre sus partidarios. La mayoría de la gente vive existencias asombrosamente aburridas y constituye una forma de descansar de la monótona vida el dejarse absorber un rato por un mundo de arriesgadas y peligrosas aventuras. Sospecho que los lectores rusos de los cuentos de Chejov hallaron en ellos un placer distinto del encontrado por los lectores del mundo occidental. Conocían bien las condiciones de la gente que aquel describió tan nítidamente. En cambio, los lectores occidentales ven en sus cuentos algo nuevo, raro, a veces terrible y depresivo, pero presentado con una veracidad impresionante, fascinadora y hasta romántica.

Solo los muy ingenuos pueden suponer que una obra de ficción ha de dar informes fidedignos sobre temas importantes para sus vidas. Por la naturaleza misma de su capacidad creadora, el novelista es incompetente para tratar dichos asuntos; él no se debe a la razón sino al sentir, al imaginar y al inventar. Es parcial. Los temas elegidos por el escritor, los personajes que crea y su actitud ante ellos, están condicionados por su parcialidad. Lo que escribe es expresión de su personalidad, manifestación de sus instintos, emociones, intuiciones y de su experiencia. Arregla sus datos a veces sin saber cómo, pero otras sabiendo muy bien lo que se propone; después usa su destreza toda para evitar que el lector lo descubra.

Henry James insistía en que el autor de ficción debía dramatizar. Esta es una impresionante, aunque no muy lúcida, forma de decir que el escritor debe arreglar de tal manera los hechos que atrape y mantenga la atención del lector. Fue lo que hizo Henry James, como todos saben bien. Lógicamente, esta no es la forma adecuada para escribir un trabajo científico o informativo. Si los lectores se interesan en los problemas importantes de la actualidad, harán bien en no leer —como lo aconsejaba Chejov— ni novelas ni cuentos cortos, sino obras que traten específicamente de ellos. El fin propio de los autores de ficción no consiste en instruir sino en agradar.

Los escritores llevan vidas oscuras. Ni son invitados a la mesa del alcalde, ni se les nombra ciudadanos honorarios de las ciudades. No es para ellos el honor de romper una botella de champaña contra el caso de un barco pronto a salir al océano en su viaje inaugural. No se agolpan multitudes, como ocurre con las estrellas de cine, para verlos salir de su hotel y saltar dentro de un Rolls-Royce. Pero tienen sus compensaciones. Desde los tiempos prehistóricos ha habido hombres que, favorecidos por el don creador, han adornado mediante sus obras de arte el feo negocio de la vida. Como puede verlo cualquiera que viaje a Creta, allí fueron decoradas las copas, las tazas y las vasijas no para hacerlas mas útiles sino más agradables a la vista. A través de las diversas épocas, los artistas se satisfacieron en forma completa produciendo obra de arte. Si el autor de ficción es capaz de esto mismo, hace todo lo que se le puede exigir dentro de lo razonable. Es un abuso utilizar la novela como púlpito o estrado.

FIN


1939
1. Pope: Sacerdote de la Iglesia ortodoxa griega.
2. Kopek: Moneda rusa, equivalente a la centésima parte de un rublo.
3. Badenweiler: Balneario en Alemania.


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