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Economía política

[Cuento - Texto completo.]

Mark Twain

La economía política es la base de todo buen gobierno. Los hombres más doctos de todas las épocas se han dedicado a enriquecer esta materia con…

Al llegar a este punto, fui interrumpido por el anuncio de que un desconocido deseaba verme en la puerta de entrada. Bajé y me enfrenté con él, le pregunté qué lo traía por aquí, mientras luchaba por mantener firmes las riendas de mis fogosas ideas sobre economía política y no dejar que se desbocaran o que se enredaran en sus arneses. En mi fuero interno deseaba que el desconocido estuviera en el fondo del canal con un saco de trigo sobre la cabeza. Yo estaba excitadísimo, y él en perfecta calma. Dijo que lamentaba interrumpirme, pero que, al pasar, se había dado cuenta de que necesitaba algunos pararrayos. Le dije:

-Sí, sí, continúe. ¿Y qué pasa?

Me contestó que, en efecto, no pasaba nada en particular, pero que le gustaría colocármelos. Soy bisoño en los asuntos del hogar, estoy acostumbrado a vivir en hoteles y casas de huéspedes. Como le sucede a todo el mundo en casos similares, trato de aparecer, ante los desconocidos, como muy ducho en estas cuestiones, y, en consecuencia, dije, como quien no quiere la cosa, que hacía tiempo que trataba de hacerme colocar seis u ocho pararrayos. El desconocido hizo una mueca de sorpresa y me miró inquisitivamente, pero yo conservaba la serenidad, con la idea de que, si por casualidad cometía alguna equivocación, no me atraparía por mi expresión. Él dijo que me prefería de cliente antes que a ningún otro de la ciudad. Le repuse que sí, que estaba bien, y ya había partido para seguir lidiando con mi tema favorito cuando me hizo volver para preguntar exactamente cuántas “puntas” quería colocar, en qué parte de la casa las quería y qué calidad de cable prefería. Como hombre no habituado a las exigencias del hogar, me vi en un apuro. Pero salí bastante airoso, y, quizá, ni sospechó que estaba tratando con un novicio. Le dije que pusiera ocho “puntas” en el tejado, y que utilizara la mejor calidad de cable. Contestó que podía proporcionarme el artículo “ordinario” a veinte centavos el pie, “con un baño de cobre” a veinticinco y “con chapado de cinc y enrollado en espiral” a treinta, y añadió que este último atraería un relámpago en cualquier situación y dondequiera que se dirigiese, y que “haría inofensivo su curso y apócrifo su ulterior progreso”. Yo dije que “apócrifo” no era una palabra despreciable, emanando de quien procedía, pero que, al margen de la filología, me gustaba el enrollado en espiral, y que elegía aquella clase. Me respondió que podría decirme que con doscientos cincuenta pies tenía bastante, pero que para hacerlo a conciencia, realizar el trabajo mejor acabado de toda la ciudad, atraer la admiración tanto de justos como de pecadores, y obligar a que todo el mundo dijera que jamás había visto una disposición de pararrayos tan simétrica e hipotética desde que tenía uso de razón, suponía que en efecto le sería imposible hacer nada sin cuatrocientos pies, si bien, como no quería abusar, haría lo posible por reducirlos. Le repuse que utilizara cuatrocientos y que emprendiera la clase de labor que quisiera, pero que me dejara volver a mi trabajo. Por fin pude librarme de él, y después de perder media hora tratando de acomodar de nuevo mis pensamientos sobre economía política, me encontré en situación de proseguir.

…los más valiosos presentes de su genio, experiencia de la vida y conocimientos. Las grandes figuras de la jurisprudencia comercial, confraternidad internacional y desviación biológica de todas las épocas, civilizaciones y nacionalidades, desde Zoroastro hasta Horace Greeley, han…

Al llegar a este punto fui interrumpido de nuevo y requerido para bajar y seguir conferenciando con el hombre de los pararrayos. Me apresuré, hirviendo y traspuesto de pensamientos prodigiosos, concebidos en palabras de tal majestad que cada una de ellas era por sí misma una ininterrumpida procesión de sílabas de quince minutos seguidos. De nuevo me enfrenté con aquel individuo. Él, tan calmado y amable; yo, tan acalorado e histérico. Estaba de pie, en la actitud contemplativa del coloso de Rodas, con un pie encima de mis brotes de tuberosas y el otro entre los pensamientos, con las manos en las caderas, levantada el ala del sombrero, con un ojo cerrado y el otro contemplando con mirada crítica y de admiración mi chimenea principal. Dijo que aquel sí era un estado de las cosas que le hacía a uno alegrarse de vivir, y añadió:

-Juzgue por sí mismo. Dígame si ha visto usted jamás nada tan delirantemente pintoresco como ocho pararrayos en una chimenea.

Yo dije que no podía acordarme de nada que lo sobrepasara. Él replicó que, en su opinión, no había cosa en este mundo, a excepción de las cataratas del Niágara, superior a aquel espectáculo, dentro de las escenas ofrecidas por la naturaleza; y que, con total sinceridad, creía que todo cuanto se necesitaba ya para hacer de mi casa un verdadero bálsamo para los ojos era retocar un poco las otras chimeneas, y así “añadir al sorprendente coup d’oeil una dulcificadora uniformidad de obra acabada, que atenuaría la natural extrañeza ante el primer coup d’état“. Yo le pregunté si había aprendido a hablar así en algún libro y si había manera de conseguirlo. Él sonrió complacido, y dijo que su forma de hablar no se enseñaba en los libros, que únicamente la familiaridad con el rayo podía capacitarle a uno para usar con impunidad aquel estilo conversacional. Entonces estimó que unos ocho cables más, desperdigados por mi tejado, me bastarían, y supuso que con quinientos pies de material iba a tener suficiente. Añadió que los ocho primeros habían excedido algo sus cálculos y que había requerido una pequeña cantidad más de material, unos cien pies, o cosa así. Le repuse que tenía una prisa enorme, y que deseaba que dejáramos definitivamente concluido aquel asunto para poder proseguir mi trabajo. Él contestó:

-Hubiera podido colocar estos ocho cables y seguir con mis asuntos. Hay quien lo hubiera hecho. Pero yo, no. Yo me dije: este hombre es un desconocido y moriría antes que engañarlo. No hay suficientes pararrayos en esta casa y, por principios, no me moveré de aquí hasta que haya hecho con él lo que querría que hicieran conmigo, y se lo haya expuesto así. Señor mío: mi misión está cumplida. Si el recalcitrante y deflogístico mensajero de las nubes viene a asomar su…

-No se lo tome así -dije-. Ponga los ocho restantes, añada quinientos pies de cable en espiral, haga lo que quiera y cuanto quiera, pero calme sus sufrimientos y trate de mantener sus sentimientos dentro del diccionario. Mientras tanto, si es que hemos ya llegado a un acuerdo, voy a volver a mi trabajo.

Creo que estuve, aquella vez, una hora entera tratando de volver al punto en que se encontraba la sucesión de mis ideas antes de la última intromisión, pero creo que por fin lo conseguí y pude aventurarme a proseguir.

…lidiado con esta gran materia, y los más eminentes han descubierto en ella un adversario digno, un adversario que resurge, fresco y sonriente, después de cada embestida. El gran Confucio dijo que preferiría ser un sesudo economista a jefe de policía; Cicerón repetía con frecuencia que la economía política era el mayor cumplimiento que la mente humana fuera capaz de consumar, e incluso nuestro Greeley ha dicho, vaga pero enérgicamente, que “la economía…

Aquí el hombre de los pararrayos me volvió a requerir. Descendí en un estado de ánimo muy próximo a la impaciencia. Dijo que hubiera preferido morir a interrumpirme, pero que cuando se le empleaba en un trabajo se sentía movido a hacerlo de una manera correcta y competente; que cuando terminaba, la fatiga lo arrastraba a buscar el descanso y recreo de que tan necesitado estaba, y que a ello se disponía; pero, al mirar hacia arriba, le había bastado una sola ojeada para ver que todos los cálculos habían sido ligeramente erróneos y que, si se desencadenaba alguna tormenta, aquella casa, por la que sentía ya un personal interés, se quedaría sin otra protección en la tierra que dieciséis pararrayos.

-¡Tengamos paz! -grité-. Ponga ciento cincuenta. Ponga algunos en la cocina. Ponga una docena en el establo. Póngale un par a la vaca. Póngale uno a la cocinera. Repártalos por esta maldita casa hasta que tenga el aspecto de un campo de cañas de cinc con puntas de plata enrolladas en espiral. ¡Vaya! Use todo el material que le venga en gana, y cuando no le queden ya más pararrayos, ponga cables en las escaleras, cables en los pistones, cables en las bielas, cualquier cosa que satisfaga su repugnante apetito de escenarios artificiales y traiga descanso a mi furioso cerebro y salud a mi alma lacerada.

Permaneció impasible, limitándose a sonreír pacíficamente. Luego, aquel hombre de hierro se arremangó los puños con gran delicadeza y dijo que iba a proceder a sudar la gota gorda. Pues bien, de todo esto hace tres horas. Es cuestionable que conserve todavía la calma para escribir sobre la noble disciplina de la economía política, pero no puedo resistir el deseo de probarlo, ya que es, entre toda la filosofía de este mundo, el estudio que resulta más cercano a mi corazón y al que mi cerebro tiene más aprecio.

…política es el don más excelso que el cielo haya hecho a los hombres”. Cuando el disoluto aunque dotado Byron permanecía en su destierro veneciano, declaró que si pudiera ser posible volver atrás y vivir de nuevo su depravada vida, emplearía los intervalos de lucidez y serenidad no en la composición de frívolas rimas, sino en ensayos sobre economía política. Washington amó esta exquisita ciencia, y hombres tales como Baker, Beckwith, Judson y Smith están imperecederamente relacionados con ella. Incluso el imperial Homero, en el noveno libro de su Ilíada, decía:

Fiat justitia, ruat caelum,
Post mortem unum, ante bellum,
hic jacet hoc, ex-parte res,
Politicum economico est.

La grandeza de estas concepciones del anciano poeta, junto con la fortuna de la fraseología que las reviste y la sublimidad de la imaginería con que están ilustradas, han distinguido esta estrofa y la han hecho más celebrada que cualquier otra que jamás…

-Está bien. No diga una palabra más, ni una sola palabra. Limítese a presentar su cuenta y húndase en un impenetrable silencio por toda la eternidad. ¿Novecientos dólares? ¿Eso es todo? Este cheque será respetado por cualquier banco honorable de Estados Unidos. ¿Por qué se ha reunido tanta multitud en la calle? ¿Cómo? ¿Que están mirando los pararrayos? ¡Madre mía! ¿Es que no han visto jamás unos pararrayos? ¿Dice usted que no habían visto tal acumulación en una sola casa? Voy a bajar y dedicarme, con espíritu crítico, a observar esta ebullición popular de ignorancia.

Tres días más tarde

No podemos más. Durante veinticuatro horas, nuestro erizado predio fue la sensación y la comidilla de toda la ciudad. Los espectadores de los teatros bostezaban, ya que las más felices invenciones escénicas eran vulgares y triviales comparadas con mis pararrayos. Noche y día estuvo nuestra calle bloqueada por la curiosa multitud, entre la cual se encontraba mucha gente venida del campo a admirar la maravilla. Fue un bendito alivio cuando, al segundo día, sobrevino una tormenta y los rayos empezaron a “ir por” mi casa, según la frase feliz del historiador Josephus. Si así puede decirse nos barrió el terreno. A los cinco minutos no quedaba ni un espectador en media milla a la redonda. Pero todas las casas altas hasta esa distancia estaban invadidas hasta llenar las ventanas, tejados y demás. Y con motivo, pues todas las estrellas fugaces y los fuegos artificiales del Cuatro de Julio de toda una generación, juntos y abatiéndose simultáneamente desde el cielo en un brillante chaparrón sobre un indefenso tejado, no le hubieran ganado la mano al despliegue pirotécnico que destacaba tan magníficamente en mi casa entre la oscuridad general de la tormenta. Tal y como contamos, los rayos golpearon mi propiedad setecientas sesenta y cuatro veces en cuarenta minutos, pero cada vez tropezaban en uno de aquellos fieles postes, y bajaban por el retorcido cable hasta hundirse en la tierra, quizá, antes de que pudieran sorprenderse por cómo sucedía el asunto. En todo aquel bombardeo solo se desprendió un pedazo de pizarra del tejado, y porque durante un instante los pararrayos de los alrededores estaban conduciendo todos los relámpagos que les era posible. Desde que el mundo es mundo no se vio nada parecido. Durante todo un día y una noche, ni un solo miembro de mi familia pudo sacar la cabeza por la ventana sin que le quedara lisa como una bola de billar, ya que se le achicharraba el pelo; y espero que el lector me creerá si le digo que ninguno de nosotros se atrevió a soñar con salir de la casa. Pero al fin se terminó el terrible asedio. No quedaba ya en las nubes de nuestro cielo ni un átomo de electricidad al alcance de mis insaciables postes. Entonces me eché a la calle y reuní un grupo de osados trabajadores, y no nos dimos descanso hasta que mis posesiones fueron desprovistas de su terrible armamento, con excepción de tres pararrayos en la casa, uno en la cocina y otro en la granja, que son los que continúan allí hasta el día de hoy. Y entonces, solo entonces, se arriesgó la gente a volver a pasar por nuestra calle. Quiero hacer constar aquí, de paso, que durante aquellos horrorosos momentos no continué mi ensayo sobre economía política. Incluso ahora no estoy lo suficientemente sosegado de nervios y de seso como para volver a emprenderlo.

A QUIEN PUEDA INTERESAR

Se necesita comprador de tres mil doscientos once pies de cable de pararrayos de la mejor calidad, chapado en cinc y enrollado en espiral, y de treinta y una puntas con extremo de plata, todo ello en tolerable estado, pues si bien está bastante usado, puede servir a la perfección para cualquier emergencia ordinaria. En caso de interesarle, diríjase a la agencia de publicidad.

FIN


“Political Economy”, 1870


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