Casa digital del escritor Luis López Nieves


Recibe gratis un cuento clásico semanal por correo electrónico

El manifiesto de la ciudad

[Cuento - Texto completo.]

Clarice Lispector

¿Por qué no intentar en este momento, que no es grave, mirar por la ventana? Este es el puente. Este el río. He ahí la Penitenciaría. Ahí está el reloj. Y Recife. Y el canal. ¿Dónde está la piedra que siento? La piedra que aplastó la ciudad. En la forma palpable de las cosas. Porque esta es una ciudad realizada. Su último terremoto se pierde en la memoria. Extiendo la mano y sin tristeza recorro de lejos la piedra. Algo se endurece en la flecha de acero que indica el rumbo de Otra Ciudad.

Este momento no es grave. Aprovecho y miro por la ventana. He ahí una casa. Palpo tus escaleras, las que subí en Recife. Después, la pilastra corta. Estoy viéndolo todo extremadamente bien. Nada se me escapa. La ciudad trazada. Con qué ingeniosidad. Albañiles, carpinteros, ingenieros, santeros, artesanos (estos contaron con la muerte). Estoy viendo cada vez más claro: esta es la casa, la mía, el puente, el río, la Penitenciaría, los bloques cuadrados de edificios, la escalera vacía, la piedra.

Pero hete aquí que surge un Caballo. Es un caballo con cuatro patas y cascos duros de piedra, pescuezo potente, y cabeza de Caballo. He ahí un caballo.

Si esta fue una palabra resonando en el suelo duro, ¿cuál es su sentido? Qué hueco es este corazón en el pecho de la ciudad. Busco, busco. Casas, calles, escalones, monumento, poste, tu industria.

Desde la más alta muralla, miro. Busco. Desde la más alta muralla no recibo ninguna señal. Desde aquí no veo, pues tu claridad es impenetrable. Desde aquí no veo, pero siento que algo está escrito a carbón en la pared. En una pared de esta ciudad.

LA ROSA BLANCA

Pétalo alto: qué extrema superficie. Catedral de vidrio, superficie de superficie, inalcanzable por la voz. En tu tallo dos voces, la tercera, la quinta y la nona se unen, niñas sabias abren bocas de mañana y entonan espíritu, espíritu, superficie, espíritu, superficie intocable de una rosa.

Extiendo la mano izquierda que es más delgada, mano oscura que luego recojo sonriendo de pudor. No te puedo tocar. Tu nuevo entendimiento de hielo y gloria mi rudo pensamiento quiere cantar.

Intento acordarme de memoria, entenderte como se ve la aurora, una silla, otra flor. No temas, no quiero poseerte. Me alzo en dirección a tu superficie que ya es perfume.

Me elevo hasta alcanzar mi propia apariencia. Empalidezco en esa región asustada y fina, casi alcanzo tu superficie divina…

En la caída ridícula las alas de un ángel quebré. No bajo la cabeza balbuceante: quiero al menos sufrir tu victoria con el sufrimiento angélico de tu armonía, de tu alegría. Pero me duele el corazón grosero como de amor por un hombre.

Y de las manos tan grandes sale la palabra avergonzada.

FIN



Más Cuentos de Clarice Lispector