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Muchacho obsesionado

[Cuento - Texto completo.]

Carson McCullers

Hugh fue hasta la esquina de la casa en busca de su madre, pero no estaba en el jardín. A veces salía para hacer como que se ocupaba del arriate con las flores de primavera —carraspiques, minutisas, lobelias (los nombres se los había enseñado ella)—, pero hoy el césped con los arriates de flores de muchos colores estaba vacío bajo el delicado sol vespertino de mediados de abril. Hugh corrió de nuevo hacia la casa, seguido por John. Superaron los escalones de la entrada en dos saltos y la puerta de la calle se cerró con fuerza tras ellos.

—¡Mamá! —llamó Hugh.

Fue entonces, ante el silencio pertinaz mientras esperaban en el vestíbulo vacío, de suelo encerado, cuando Hugh sintió que pasaba algo raro. No había fuego en la chimenea del cuarto de estar, y como estaba acostumbrado al parpadeo de la lumbre del hogar durante los meses fríos, la habitación, en aquel primer día de primavera, parecía extrañamente desnuda y triste. Hugh se estremeció primero y luego se alegró de que John estuviera con él. El sol brillaba en un trozo rojo de la alfombra floreada. Rojo brillante, rojo oscuro, rojo muerto: a Hugh le enfermó el repentino recuerdo estremecido de «aquella otra vez». El rojo se oscureció hasta convertirse en negro vertiginoso.

—¿Te pasa algo, Brown? —preguntó John—. Estás muy pálido. Hugh se repuso y se llevó la mano a la frente.

—Nada. Volvamos a la cocina.

—No me puedo quedar más que un minuto —dijo John—. Estoy obligado a vender esas entradas. Tengo que merendar y salir corriendo.

La cocina, con los impecables paños a cuadros y los cacharros limpios, era en aquel momento la mejor habitación de la casa. Y sobre la mesa esmaltada había una tarta de limón hecha por ella. Tranquilizado ante la cocina de todos los días y la tarta, Hugh regresó al vestíbulo y alzó la cabeza para llamar escaleras arriba.

—¡Madre! ¡Mamá, por favor!

Tampoco ahora obtuvo respuesta.

—Mi madre ha hecho la tarta —dijo Hugh. Rápidamente encontró un cuchillo y la cortó, para disipar el sentimiento de terror, cada vez más intenso.

—¿Crees que la debes cortar, Brown?

—Por supuesto, Laney.

Aquella primavera se llamaban por el apellido, a no ser que se les olvidara. A Hugh le parecía deportivo y adulto y en cierto modo espléndido. John le gustaba más que ningún otro de sus condiscípulos. Era dos años mayor y, comparados con él, los otros chicos le parecían un estúpido montón de inútiles. John era el mejor alumno de segundo curso, inteligente pero sin ser el favorito de ningún profesor, y el mejor atleta por añadidura. Hugh estaba en primero y no tenía demasiados amigos; en cierto modo se había apartado de los demás porque tenía muchísimo miedo.

—Mamá siempre me prepara algo apetitoso para cuando vuelvo de clase —colocó una generosa porción de la tarta en un plato para John… para Laney.

—Está buena de verdad.

—La tapa es de galletas integrales machacadas, en lugar de la masa normal de las tartas —dijo Hugh—, porque la masa da mucho trabajo. A nosotros nos parece que la masa hecha con galletas integrales es igual de buena. Claro que mi madre podría hacer masa corriente si quisiera.

Hugh no se podía estar quieto y paseaba arriba y abajo por la cocina, mientras se comía el trozo de tarta que llevaba en la mano. Se había despeinado pasándose la mano por el pelo y sus amables ojos de color castaño dorado estaban llenos de dolorosa perplejidad. John, que seguía sentado a la mesa, sintió la inquietud de Hugh y cruzó las desgarbadas piernas.

—De verdad no tengo más remedio que vender esos boletos del Glee Club.

—No te vayas. Tienes toda la tarde —a Hugh le daba miedo la casa vacía. Necesitaba a John, necesitaba a alguien; sobre todo necesitaba oír la voz de su madre y saber que estaba en la casa con él—. Quizá mamá se esté bañando. Voy a llamarla otra vez.

La respuesta a la tercera tentativa siguió siendo el silencio.

—Imagino que tu madre se ha ido al cine, o de compras o algo parecido.

—No —replicó Hugh—. Habría dejado una nota. Siempre lo hace si sale antes de que yo vuelva a casa.

—No la hemos buscado —dijo John—. Quizá la haya dejado debajo del felpudo o en algún sitio del cuarto de estar.

Hugh no se consolaba.

—No. La habría dejado debajo de la tarta. Sabe que vengo derecho a la cocina.

—Quizá la hayan llamado por teléfono o se le haya ocurrido de pronto algo que quería hacer.

—Es posible —dijo Hugh—. Ahora recuerdo que le dijo a mi padre que uno de estos días se iba a comprar ropa nueva —aquel rayo de esperanza murió nada más expresarlo. Se echó el pelo para atrás y salió de la cocina—. Será mejor que suba. Tengo que subir mientras todavía estás aquí.

Rodeó con el brazo el poste donde empezaba la barandilla de la escalera; el olor de la madera barnizada, la vista de la puerta blanca cerrada del cuarto de baño en lo alto hizo revivir «aquella otra vez». Se agarró al pasamanos y sus pies no se quisieron mover para iniciar la ascensión. El rojo volvió de nuevo a convertirse en una oscuridad mareante, arremolinada. Procedió a sentarse. Pon la cabeza entre las piernas, ordenó, acordándose de los primeros auxilios aprendidos con los exploradores.

—Hugh —llamó John—. ¡Hugh!

Mientras se le pasaba el mareo, Hugh aceptó una nueva desilusión: Laney lo estaba llamando por su nombre de pila; pensaba sin duda que era un mariquita preocupándose tanto por su madre, indigno de utilizar con él el apellido a la manera deportiva y espléndida que habían usado antes. Se le pasó el mareo cuando regresó a la cocina.

—Brown —dijo John, y el pesar desapareció—. ¿Hay en esta residencia algo relacionado con una vaca? Me refiero a un líquido blanco, más consistente que el agua. En francés lo llaman lait. Aquí, sencillamente, la leche de toda la vida.

La sensación de estupidez se redujo.

—¡Qué imbécil soy! Perdóname, Laney. Lo he olvidado por completo —Hugh sacó la leche del frigorífico y localizó dos vasos—. No estaba pensando. Tenía la cabeza en otro sitio.

—Lo sé —dijo John. Al cabo de un momento preguntó con voz tranquila, mirando con fijeza a Hugh—: ¿Por qué te preocupa tanto tu madre, Hugh? ¿Está enferma?

Hugh se dio cuenta de que el nombre de pila no era un desaire: tan solo que John hablaba demasiado en serio para adoptar un tono deportivo. Ninguno de los amigos que había tenido nunca le gustaba tanto como Laney. Se sintió más descansado al otro lado de la mesa, más seguro en cierto modo. Al mirar los tranquilos ojos grises de su amigo, el bálsamo del afecto disipó el terror.

John preguntó de nuevo, siempre sereno:

—¿Está enferma tu madre?

Hugh no hubiera podido responder a ningún otro de sus condiscípulos. Excepto con su padre, no había hablado con nadie sobre su madre, e incluso los momentos de intimidad entre padre e hijo habían sido infrecuentes e indirectos. Solo podían abordar el tema cuando estaban ocupados con otra cosa, como durante sus trabajos de carpintería o en las dos veces que habían ido juntos de caza, o mientras preparaban la cena o fregaban los platos.

—No es enfermedad exactamente —dijo—, pero mi padre y yo hemos estado preocupados. Al menos lo hemos estado durante una temporada.

—¿Tiene que ver con el corazón? —preguntó John.

La voz de Hugh se tensó.

—¿Te enteraste de que me peleé con ese cretino de Clem Roberts? Le froté la cara contra el camino de grava y casi lo mato, te lo juro. Todavía tiene cicatrices o por lo menos llevó una venda dos días. En la escuela me castigaron a quedarme por las tardes una semana. Pero casi lo mato. Lo hubiera hecho, pero se presentó el señor Paxton y me sacó a rastras.

—Me lo han contado.

—¿Sabes por qué quería matarlo?

John apartó los ojos por un momento.

Hugh se puso tenso; sus manos, todavía un poco informes, se agarraron al borde de la mesa; respiró hondo y habló con voz ronca.

—Ese cerdo le contaba a todo el mundo que habíamos llevado a mi madre a Milledgeville. Iba diciendo por ahí que está loca.

—Hijo de puta.

—Mi madre estuvo en Milledgeville —dijo Hugh con voz nítida aunque derrotada—. Pero eso no significa que estuviera loca —añadió muy de prisa—. En ese hospital estatal tan grande hay edificios para personas que están locas, pero también hay otros pabellones para gente que solo está enferma. Mi madre lo estuvo una temporada. Mi padre y yo lo hablamos y decidimos que el hospital de Milledgeville era el lugar donde trabajaban los mejores médicos y donde la atenderían mejor. Pero de loca, nada. Tú la conoces, John. Tengo que subir —dijo de nuevo.

—Siempre he pensado que tu madre es una de las señoras más agradables de esta ciudad —respondió John.

—La verdad es que a mi madre le pasó una cosa extraña y después se deprimió.

La confesión, las primeras palabras con raíces profundas, abrieron el secreto infestado del corazón del muchacho, y siguió ya más de prisa, deseoso de hablar y encontrando en ello un alivio inesperado.

—El año pasado mi madre creyó que iba a tener un bebé. Habló de ello con mi padre y conmigo —dijo, orgulloso—. Queríamos una niña. Me iban a dejar que eligiera yo el nombre. Nos hacía una ilusión tremenda. Recuperé todos mis viejos juguetes… el tren eléctrico y las vías… Iba a ponerle Crystal, ¿qué te parece ese nombre para una chica? A mí me hace pensar en algo brillante y delicado.

—¿El bebé nació muerto?

Incluso tratándose de John a Hugh se le encendieron las orejas y se las tocó con las manos, que estaban frías.

—No; lo llaman tumor. Fue eso lo que le sucedió a mi madre. Tuvieron que operarla en el hospital de aquí —estaba avergonzado y había bajado mucho la voz—. Luego sufrió algo llamado cambio de vida —a Hugh se le hacían terribles las palabras—. Y después se deprimió. Papá dijo que había sido un choque para su sistema nervioso. Es algo que les pasa a las señoras; solo estaba deprimida y cansada.

Aunque no había nada rojo, ninguna cosa roja en toda la cocina, Hugh se acercaba a «la otra vez».

—Un día lo que le pasó fue algo así como que perdió la esperanza, un día el otoño pasado —los ojos de Hugh estaban muy abiertos y brillantes: de nuevo subía la escalera y abría la puerta del cuarto de baño… Se llevó la mano a los ojos para alejar el recuerdo—. Trató de… hacerse daño. La encontré al volver de clase.

John extendió una mano y acarició con cuidado el brazo de Hugh, cubierto por un suéter.

—No te preocupes. Mucha gente acaba en los hospitales porque están cansados y deprimidos. Le puede pasar a cualquiera.

—Tuvimos que llevarla al hospital, al mejor.

El recuerdo de aquellos largos, larguísimos meses estaba teñido de una soledad gris, tan cruel en su prolongada angustia como «la otra vez». ¿Cuánto había durado? En el hospital su madre podía pasear y siempre se ponía los zapatos.

—Esta tarta, desde luego, es estupenda —dijo John, solícito.

—Mi madre es una cocinera excelente. Prepara cosas como empanada de carne y budín de salmón, y también filetes y perritos calientes.

—Siento tener que salir corriendo nada más merendar —dijo John. A Hugh le daba tanto miedo quedarse solo que sintió la alarma en el ritmo acelerado de su propio corazón.

—No te vayas —suplicó—. Hablemos un rato.

—¿Hablar sobre qué?

Hugh no se lo pudo decir. Ni siquiera a John Laney. No era capaz de hablarle a nadie de la casa vacía ni del horror de entonces.

—¿Lloras alguna vez? —le preguntó a John—. Yo no.

—A veces, sí —reconoció John.

—Ojalá te hubiera conocido mejor cuando mamá estuvo fuera. Mi padre y yo salíamos a cazar casi todos los sábados. Vivíamos de codornices y pichones. Seguro que te habría gustado —luego añadió en voz más baja—: Los domingos íbamos al hospital.

—Es un asunto delicado vender esos boletos —dijo John—. Mucha gente no disfruta con las operetas de la escuela. A no ser que conozcan a alguien personalmente, prefieren quedarse en casa con un buen programa de televisión. Mucha gente compra boletos sin otra razón que el espíritu cívico.

—Nosotros vamos a tener muy pronto un televisor.

—Yo no podría vivir sin televisión —dijo John.

El tono de voz de Hugh fue de disculpa.

—Mi padre quiere pagar primero las facturas del hospital, porque las enfermedades, como todo el mundo sabe, son una cosa muy cara. Después vendrá el televisor.

John alzó su vaso de leche.

Skol —dijo—. La palabra sueca para brindar. Trae buena suerte.

—Sabes muchas palabras de idiomas extranjeros.

—No tantas —dijo John sinceramente—. Solo kaput, adiós¹, skol y las cosas que aprendemos en la clase de francés. No es mucho.

—Es beaucoup² —dijo Hugh, que se sintió ingenioso y complacido consigo mismo.

De repente la tensión acumulada se tradujo en actividad física. Hugh se apoderó de la pelota de baloncesto que estaba en el balcón y corrió hacia el patio de atrás. Hizo varios regates y apuntó a la canasta que su padre le había instalado con motivo de su último cumpleaños. Al fallar, lanzó la pelota a John, que había salido tras él. Era agradable estar al aire libre y el alivio de un juego normal le trajo a la cabeza el primer verso de un poema. «Mi corazón es como un balón.» De ordinario los poemas se le ocurrían cuando estaba tumbado en el suelo del cuarto de estar y se esforzaba por encontrar rimas, la lengua a un lado de la boca. Su madre lo llamaba Shelley-Poe cuando pasaba por encima, y a veces, sin apretar mucho, le ponía el pie en el trasero. A su madre siempre le gustaban sus poemas; hoy el segundo verso se le ocurrió en seguida, como por arte de magia. Se lo dijo a John en voz alta:

—«Mi corazón es como un balón, rebotando feliz por el corredor.» ¿Qué te parece como principio de un poema?

—Me suena un poco chiflado —dijo John, aunque rectificó en seguida—. Quiero decir que me suena… extraño. Eso es lo que he querido decir, extraño.

Hugh se dio cuenta de por qué John había cambiado de palabra y la euforia del juego y de los poemas lo abandonó al instante. Recogió la pelota y se quedó acunándola entre los brazos. La tarde era dorada y la enredadera de glicinia del balcón estaba en plena floración, incólume. La glicinia era como una cascada de color lavanda. La brisa fresca olía a flores calentadas por el sol. El cielo estaba azul y sin nubes. Era el primer día cálido de la primavera.

—Tengo que largarme —dijo John.

—¡No! —la voz de Hugh reflejaba desesperación—. ¿No quieres un poco más de tarta? No sé de nadie que se coma solo un trozo.

De nuevo entró en la casa con John y esta vez llamó solo por costumbre, como lo hacía siempre cuando entraba.

—¡Madre!

Sintió frío al abandonar el exterior luminoso y soleado: frío no solo por el tiempo sino porque estaba muy asustado.

—Mi madre lleva un mes en casa y todas las tardes ha estado aquí cuando he vuelto de clase. Siempre, siempre.

Se quedaron en la cocina mirando la tarta de limón. Y a Hugh la tarta cortada le pareció de algún modo… extraña. Mientras estaban quietos en la cocina, el silencio era escalofriante, y también extraño.

—¿No te parece silenciosa esta casa?

—Es porque no tienes televisión. Nosotros la encendemos a las siete en punto y sigue así todo el día y la noche hasta que nos vamos a la cama. Tanto si hay alguien en el cuarto de estar como si no. Hay obras de teatro y parodias y chistes todo el tiempo.

—Nosotros tenemos radio, por supuesto, y un gramófono.

—Pero eso no hace tanta compañía como una buena televisión. Cuando la tengas no te darás cuenta de si tu madre está en casa.

Hugh no respondió. Los pasos de ambos sonaron apagados en el vestíbulo. Sintió que se mareaba al detenerse en el primer escalón con el brazo alrededor del poste de la escalera.

—Si pudieras subir un minuto…

La voz de John se volvió de pronto impaciente y subió de tono.

—¿Cuántas veces te he dicho que estoy obligado a vender esos boletos? Hay que tener espíritu cívico para cosas como los Glee Clubs.

—Solo un segundo… Te quiero enseñar algo importante ahí arriba.

John no preguntó qué era y Hugh, desesperado, trató de pensar en algo importante que hiciera subir a John. A la larga dijo:

—Estoy montando un aparato de alta fidelidad. Hay que saber mucho de electrónica… mi padre me está ayudando.

Pero mientras hablaba sabía ya que John no se creía ni por lo más remoto aquella mentira. ¿Quién iba a comprar alta fidelidad sin tener siquiera un televisor? Miró con odio a John, de la manera en que se detesta a las personas a las que más se necesita. Tenía que decir algo más y se irguió todo lo que pudo.

—Solo quiero que sepas lo mucho que aprecio tu amistad. Durante los últimos meses me he apartado un tanto de la gente.

—No tiene importancia, Brown. No tendría que preocuparte tanto que tu madre haya estado… donde estuvo.

John había puesto la mano en el pomo de la puerta y Hugh temblaba.

—Pensé que si podías subir por solo un minuto…

John lo miró con ojos preocupados, desconcertados. Luego preguntó despacio:

—¿Hay algo arriba que te asusta?

Hugh quería contárselo todo. Pero no podía decirle lo que su madre había hecho aquella tarde de septiembre. Era demasiado terrible y… extraño. Era como algo que haría una interna, algo que no tenía nada que ver con su madre. Aunque sus ojos estaban llenos de terror y le temblaba todo el cuerpo, dijo:

—No estoy asustado.

—Bueno, hasta la vista. Siento marcharme, pero si tienes un compromiso, tienes un compromiso.

John cerró la puerta principal y Hugh se quedó solo en la casa vacía. Nada podía salvarlo ya. Incluso aunque toda una multitud de chicos estuviera viendo la televisión en la sala de estar, riendo con los chistes, tampoco eso le serviría de nada. Tenía que subir y encontrarla. Trató de darse valor con la última cosa que había dicho John, y repitió las palabras en voz alta: «Si tienes un compromiso, tienes un compromiso.» Pero las palabras no le transmitieron nada de la despreocupación y el valor de John; solo resultaron escalofriantes y extrañas en el silencio.

Se dio la vuelta despacio para subir la escalera. Su corazón no era como un balón, sino como un rápido tambor de jazz, que resonaba cada vez más de prisa mientras subía. Iba arrastrando los pies como si vadeara un río con el agua hasta las rodillas, y tenía que sujetarse al pasamanos. La casa parecía extraña, demencial. Al mirar desde arriba a la mesa del piso bajo con el jarrón de flores primaverales recién cortadas, también le parecieron en cierto modo extrañas. En el espejo del descansillo su propia cara le sobresaltó, hasta tal punto le pareció desencajada. La inicial del suéter de su escuela estaba al revés en el reflejo, y él tenía la boca abierta como un idiota de manicomio. La cerró y su aspecto mejoró. Pero los objetos que veía —la mesa abajo, el sofá arriba— parecían hasta cierto punto resquebrajados y discordantes debido al terror que sentía, aunque eran las cosas familiares de todos los días. Clavó los ojos en la puerta cerrada a la derecha de la escalera y el ritmo rápido del tambor de jazz aumentó.

Abrió la puerta del baño y por un instante el horror que lo había perseguido toda la tarde le hizo ver de nuevo el cuarto como «la otra vez». Su madre tumbada y muerta y sangre por todas partes: la muñeca con las venas cortadas y un charco rojo que se había deslizado por la pared de la bañera y se había acumulado en el fondo. Hugh tocó el marco de la puerta y recobró el equilibrio. Luego el cuarto se estabilizó y se dio cuenta de que no era «la otra vez». El sol de abril llenaba de luz los limpios azulejos blancos. Solo había resplandor de cuarto de baño y la luz del sol en la ventana. Entró en el dormitorio y vio la cama vacía con la colcha de color rosa. Los accesorios habituales descansaban sobre el tocador. La habitación tenía el mismo aspecto de siempre y no había sucedido nada… nada en absoluto, y Hugh se arrojó sobre la colcha rosa de la cama y lloró de alivio, y debido al tenso cansancio desolado que había durado demasiado tiempo. Los sollozos le sacudieron todo el cuerpo y tranquilizaron el tambor de jazz de su corazón acelerado.

No había llorado en todos aquellos meses. No había llorado «la otra vez», cuando, en la casa vacía, encontró a su madre ensangrentada de pies a cabeza. No lloró pero cometió un error de explorador. Alzó el pesado cuerpo antes de intentar vendarle la herida. No lloró cuando telefoneó a su padre. Tampoco lo hizo mientras decidían qué hacer. Ni cuando el médico propuso Milledgeville, ni siquiera cuando su padre y él la llevaron en el coche al hospital, aunque su padre sí lloró mientras regresaban a casa. Tampoco lloró por las cenas que preparaban: bistecs todas las noches durante un mes, hasta que sintieron que la carne se les salía por las orejas; luego se pasaron a los perritos calientes, hasta que también los aborrecieron. Les dio por repetir comidas hasta la saciedad y lo ensuciaban todo en la cocina, de manera que nunca estaba limpia excepto los sábados, cuando venía la sirvienta. Hugh tampoco lloró durante aquellas tardes solitarias después de haberse peleado con Clem Roberts y de sentir que los otros chicos pensaban cosas raras de su madre. Se quedaba en casa en la cocina desordenada y comía galletas de higos o tabletas de chocolate. O iba a ver la televisión en casa de una vecina, la señorita Richards, una solterona adicta a los programas para solteronas. No lloró cuando su padre bebía tanto que perdió el apetito y él tenía que comer solo. Tampoco había llorado en aquellas largas esperas dominicales en sus visitas a Milledgeville, donde vio en dos ocasiones en un balcón a una señora que estaba descalza y hablaba sola. Una señora que era una interna y que le produjo un horror indescriptible. No lloró cuando al principio su madre decía: No me castiguen obligándome a quedarme aquí. Déjenme volver a casa. No había llorado con las terribles palabras que lo perseguían: «cambio de vida», «loca», «Milledgeville». Hugh no pudo llorar durante aquellos largos meses llenos de monotonía, de carencias y de miedo.

Siguió sollozando sobre la colcha rosa, de tacto suave y fresco contra sus mejillas húmedas. Sollozaba tan alto que no oyó abrirse la puerta principal, ni tampoco oyó a su madre cuando llamó desde el pie de la escalera. Todavía sollozaba cuando su madre lo tocó y Hugh hundió el rostro con fuerza en la colcha. Tensó incluso las piernas y pataleó.

—Vamos, vamos, Huguito —dijo su madre, llamándolo por un nombre infantil, largo tiempo olvidado—. ¿Qué ha pasado?

Hugh redobló los sollozos, aunque su madre trataba de volverle la cara para verle los ojos. Quería preocuparla. No se volvió hasta que ella, finalmente, abandonó la cama y entonces la miró. Llevaba un vestido distinto: parecía seda azul en la pálida luz primaveral.

—¿Qué ha pasado, corazón?

El terror de la tarde había terminado, pero no se lo podía contar. No podía explicarle lo que había temido, ni explicarle el horror ante cosas que ya no estaban allí, pero que habían estado una vez.

—¿Por qué lo hiciste?

—He salido porque era el primer día cálido y de pronto me quería comprar algo de ropa nueva.

Pero Hugh no hablaba de ropa, pensaba en «la otra vez» y en el rencor que había empezado a nacerle cuando vio la sangre y el horror y sintió por qué me ha hecho esto a mí. Pensó en el rencor que sentía contra la persona que más quería en el mundo. Durante aquellos meses últimos, tan tristes, la indignación había rebotado sobre el amor, con mezclados sentimientos de culpa.

—Me he comprado dos vestidos y dos combinaciones. ¿Te gustan?

—¡Me parecen horribles! —dijo Hugh muy enfadado—. Se te ve la enagua.

Su madre giró sobre sí misma dos veces y se miró la enagua.

—Muchacho, se supone que se vea. Es la moda.

—No me gusta de todos modos.

—He comido un sándwich en el salón de té con dos tazas de chocolate y luego he ido a Mendel’s. Había tantas cosas bonitas que no conseguía marcharme. Compré los dos vestidos y ¡mira, Hugh! ¡Los zapatos!

Su madre se acercó a la cama y encendió la luz para que pudiese ver. Los zapatos no tenían tacón y eran azules, con destellos de diamantes sobre los dedos. Hugh no sabía cómo criticarlos.

—Parecen más zapatos de fiesta que calzado para salir a la calle. No había tenido nunca zapatos de color. No he podido resistirme.

Su madre hizo un conato de baile en dirección a la ventana, y consiguió que la enagua revoloteara por debajo del vestido nuevo. Hugh había dejado ya de llorar, pero seguía enfadado.

—No me gusta porque da la sensación de que tratas de parecer joven, y apuesto cualquier cosa a que has cumplido los cuarenta.

Su madre dejó de bailar y se quedó quieta junto a la ventana. El rostro se le llenó de tristeza.

—Cumpliré cuarenta y tres en junio.

Había conseguido herirla y de repente el enfado desapareció y solo quedó el amor.

—No debería haber dicho eso, mamá.

—Cuando estaba de compras me di cuenta de que llevaba más de un año sin pisar una tienda de modas. ¡Imagínate!

A Hugh le desarmó la tristeza tranquila de la persona a quien más quería. Le desarmó su amor y la belleza de su madre. Se limpió las lágrimas con la manga del suéter y se levantó de la cama.

—Nunca te he visto tan bonita, ni con un vestido y una enagua tan bonitos —se acuclilló delante de su madre y tocó los zapatos resplandecientes—. Los zapatos son de verdad fantásticos.

—En el mismo momento en que los vi pensé que te gustarían —levantó a Hugh y lo besó en la mejilla—. Ahora te he manchado de lápiz de labios.

Mientras se limpiaba el carmín, Hugh procedió a citar una réplica ingeniosa oída anteriormente:

—Eso solo demuestra que soy muy popular.

—Hugh, ¿por qué estabas llorando cuando entré? ¿Te ha pasado algo en la escuela?

—Ha sido solo que cuando he entrado en casa y he descubierto que te habías ido y no habías dejado una nota ni nada…

—Me he olvidado por completo de la nota.

—Y toda la tarde he sentido… Vino John Laney conmigo, pero se tenía que ir a vender entradas del Glee Club. Toda la tarde he sentido…

—¿Qué? ¿Qué era lo que te pasaba?

Pero no podía hablarle del terror ni de su causa. Finalmente, dijo:

—Toda la tarde me he sentido… extraño.

Después, cuando su padre regresó a casa, llamó a Hugh para que saliera con él al patio de atrás. Parecía preocupado, como si hubiera descubierto que Hugh había dejado a la intemperie una herramienta valiosa. Pero no había ninguna, y la pelota de baloncesto estaba de nuevo en su sitio en el balcón trasero.

—Hijo —empezó su padre—, hay algo de lo que quiero hablar contigo.

—Sí, papá.

—Tu madre me ha dicho que has estado llorando esta tarde —no esperó a recibir una explicación—. Solo deseo que no tengamos secretos el uno para el otro. ¿Hay algo relacionado con las clases, o con chicas, o alguna otra cosa que te preocupa? ¿Por qué llorabas?

Hugh recordó la tarde y ya estaba muy lejos, tan distante como un paisaje visto por el lado equivocado de un telescopio.

—No lo sé —dijo—. Imagino que quizá estaba un poco nervioso.

Su padre le pasó el brazo por encima del hombro.

—Nadie tiene razones para estar nervioso antes de cumplir los dieciséis. Todavía te queda mucho camino que recorrer.

—Lo sé.

—Nunca he visto a tu madre con tan buen aspecto. La encuentro alegre y preciosa, mejor que desde hace años. ¿No te das cuenta?

—La enagua… la combinación está pensada para que se vea. Es la nueva moda.

—Muy pronto llegará el verano —dijo su padre—. Y saldremos de excursión, para comer al aire libre, los tres —aquellas palabras le trajeron al instante la visión de un brillo cegador sobre el arroyo dorado y de bosques con follaje de verano y llenos de aventuras. Su padre añadió—: He venido aquí para decirte algo más.

—¿Sí, papá?

—Quiero que sepas que me doy cuenta de lo bien que te has portado durante toda esta época tan mala. Lo jodidamente bien que te has portado.

Su padre había utilizado una de esas palabras que solo se usan para hablar con un hombre adulto. Tampoco era una persona que hiciera elogios con facilidad: siempre se mostraba muy estricto con las notas del colegio y con las herramientas fuera de su sitio. A él nunca lo elogiaba ni utilizaba palabras de personas mayores ni nada parecido. Hugh sintió que se le encendía la cara y se la tocó con las manos, que estaban frías.

—Solo quería decirte eso, hijo —zarandeó a Hugh por el hombro—. Serás más alto que tu padre en un año o poco más —volvió muy de prisa a entrar en la casa, y dejó que su hijo paladeara el dulce y desacostumbrado sabor del elogio.

Hugh se quedó en el jardín cada vez más en sombra hasta que se desvanecieron los colores del crepúsculo por el Oeste y la glicinia pasó al morado oscuro. La luz de la cocina estaba encendida y vio a su madre preparando la cena. Comprendió que algo había terminado; el terror estaba ya lejos de él, y también la indignación que había chocado con el amor, el miedo y la culpa. Aunque sentía que nunca lloraría de nuevo —o al menos hasta que cumpliera dieciséis años—, en el brillo de sus lágrimas resplandecía la cocina segura, iluminada, ahora que ya no era un chico obsesionado, ahora que, por así decirlo, estaba contento, ahora que ya no tenía miedo.

FIN


“The Haunted Boy “,
Botteghe Oscure,
1955

1. Adiós: en español en el original.
2. Beaucoup: “mucho” en francés.


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