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Una historia sin final

[Cuento - Texto completo.]

Mark Twain

Teníamos un juego en el barco que era un buen pasatiempo; por lo general sucedía en la noche, en la sala de fumadores, cuando los hombres se desprendían de la monotonía y el aburrimiento de la jornada. Se trataba de completar historias incompletas. Es decir, alguno contaba una historia completa a excepción del final, y entonces los otros trataban de ofrecer un final según su propia invención. Cuando todos habían tenido su oportunidad, el que había presentado la historia revelaba el desenlace original y cada cual daba su opinión. Algunas veces, los nuevos finales resultaban ser mejores que el original. Pero la historia que exigió el más persistente, resuelto y ambicioso esfuerzo fue una que no tenía final, de tal forma que no había nada con qué comparar los desenlaces recién inventados. Aquel que la contó declaró que podía ofrecer todos los detalles sólo hasta cierto punto, pues eso era todo lo que sabía de la historia. La había leído en un volumen de relatos breves hacía veinticinco años, y lo habían interrumpido antes de llegar al final. Le daría cincuenta dólares a cualquiera que pudiera terminar la historia a satisfacción de un jurado elegido por nosotros mismos. Nombramos el jurado y forcejeamos con la trama. Inventamos múltiples finales, pero el jurado los rechazó todos. El jurado tenía razón. Se trataba de una historia cuyo autor tal vez habría podido completar satisfactoriamente, y si en realidad contó con esa buena fortuna me hubiera gustado conocer cuál fue el final. Cualquiera se dará cuenta que la fuerza de la historia radica en su núcleo, y que aparentemente no hay forma de transferir esa fuerza a la conclusión, donde por supuesto debería estar. En esencia, la historia era como sigue:

John Brown, de treinta y un años, bondadoso, gentil, sugestionable y tímido, vivía en un tranquilo pueblo de Missouri. Era superintendente de la escuela dominical presbiteriana. Se trataba de una humilde distinción; aún así, era la única distinción oficial que tenía, se sentía modestamente orgulloso de ella y se entregaba con devoción a su trabajo y sus intereses. Todos reconocían la extrema bondad de su carácter; de hecho, la gente afirmaba que estaba hecho de buenas intenciones y modestia, que siempre se podía contar con su ayuda cuando resultaba necesario, y también con su modestia, tanto si se necesitaba como si no.

Mary Taylor, de veintitrés años, humilde, dulce, agradable y hermosa tanto por su carácter como por su físico, significaba todo para él. Y él también lo era casi todo para ella. Ella se mostraba vacilante, las esperanzas de él eran altas. La madre de ella se había opuesto desde el principio. Pero ella, también, vacilaba; él podía darse cuenta. La había conmovido el interés afectuoso que él mostró por dos protegidas que ella tenía y por las contribuciones que él había hecho para su sustento. Eran dos hermanas desamparadas y ancianas que vivían en una cabaña de troncos, en un rincón solitario cerca de un cruce de caminos a unas cuatro millas de la granja de la señora Taylor. Una de las hermanas estaba loca, y algunas veces era un poco violenta, aunque no muy a menudo.

Pareció por fin que el tiempo se mostraba propicio para un avance definitivo, y Brown hizo acopio de valor para llevarlo a cabo. Llevaría una contribución el doble de lo usual y se ganaría a la madre; con su oposición anulada, el resto de la conquista sería segura y rápida.

Echó andar a media tarde de un plácido domingo en el suave verano de Missouri, e iba convenientemente equipado para su misión. Llevaba un traje completo de lino blanco con una cinta azul como corbata, y calzaba unos botines elegantes y ceñidos. Su caballo y su calesín eran los mejores entre lo que podía suministrar la caballeriza. La capa para el regazo era de lino blanco, nueva, y tenía un ribete bordado a mano que no podía tener rival en toda la región por su belleza y diseño.

Cuando había avanzado unas cuatro millas por el camino solitario y conducía su caballo al cabestro a lo largo de un puente de madera, su sombrero de paja salió volando y cayó en el arroyo, flotó corriente abajo y se atascó en unas ramas. No supo muy bien qué hacer. Tenía que recuperar el sombrero, eso era evidente, pero ¿cómo?

Entonces tuvo una idea. El camino estaba desierto, no había aún nadie por ahí. Sí, tomaría el riesgo. Condujo el caballo hasta el borde del camino y lo puso a pastar en la hierba; después se desvistió y puso la ropa en el calesín, acarició al caballo un rato para asegurar su compasión y lealtad, y se lanzó rápido al arroyo. Nadó y recobró rápidamente el sombrero. Pero cuando alcanzó la orilla, ¡el caballo había desaparecido!

Las piernas casi dejaron de sostenerlo. El caballo avanzaba despreocupadamente por el camino. Brown trotó detrás, diciendo, “whoa, whoa, buen muchacho”; pero cada vez que se acercaba lo suficiente para alcanzar de un salto el calesín, el caballo aceleraba un poco el paso y frustraba su intento. Y así siguió la cosa, el hombre desnudo desfalleciendo de ansiedad, y esperando a cada momento ver aparecer gente. Sin embargo lo seguía, implorándole al caballo, suplicándole, hasta que hubo recorrido una milla y se acercaba ya a la propiedad de los Taylor; entonces por fin tuvo éxito y logró subirse al calesín. Se puso de un golpe la camisa, la corbata y la chaqueta; entonces estiró la mano para alcanzar los… pero fue demasiado tarde; se reacomodó de inmediato y agarró la capa, pues había visto a alguien acercarse a la puerta: una mujer, pensó. Hizo girar el caballo hacia la izquierda, y lo espoleó enérgicamente camino arriba. El sendero era completamente recto y despejado a ambos lados; pero unas tres millas más adelante había un bosque y el camino daba un giro abrupto, y se sintió muy agradecido cuando llegó hasta ahí. Mientras tomaba la curva puso el caballo al paso y alargó la mano para buscar los pantalo… también demasiado tarde.

Se acababa de encontrar con la señora Enderby, la señora Glossop y la señora Taylor con Mary. Iban a pie y parecían estar cansadas y agitadas. Se lanzaron de inmediato hacia el calesín y le estrecharon la mano, y todas hablaron al mismo tiempo, diciendo, ansiosas y serias, cuánto se alegraban de que él hubiera llegado, de lo afortunado que resultaba el encuentro. Y entonces la señora Enderby dijo con admiración:

–Parece un accidente su llegada en este preciso instante; pero que nadie lo profane con esa palabra. Ha sido enviado… enviado desde lo alto.

Todas se mostraron impresionadas, y la señora Glossop dijo en tono respetuoso:

–Sarah Enderby, nunca has dicho nada más verdadero en toda tu vida. Esto no es un accidente, es una especial Divina Providencia. Él ha sido enviado. Es un ángel… un ángel tan verdadero como nunca lo ha sido ningún ángel… un ángel de salvación. Y digo ángel, Sarah Enderby, y no usaré ninguna palabra distinta. No permitan que nadie nunca me vuelva a decir que no existen cosas tales como las especiales Divinas Providencias; pues si esta no es una, díganme entonces qué es.

–Yo sé que es así –afirmó la señora Taylor, fervientemente–. John Brown podría reverenciarte; podría arrodillarme frente a ti. ¿No hubo algo que te lo dijo?… ¿No sentiste que habías sido enviado? Podría besar el dobladillo de esa capa en tu regazo.

Brown era incapaz de hablar; se sentía impotente por la vergüenza y el terror. La señora Taylor continuó:

–Por Dios, tan sólo da una mirada a tu alrededor, Julia Glossop. Cualquier persona puede ver la mano de la Divina Providencia en esto. Aquí, a mediodía ¿qué es lo que vemos? Vemos un humo que se eleva. Yo hablo y digo: “Se está quemando la cabaña de las ancianas”. ¿No fue así, Julia Glossop?

–Las mismas palabras que dijiste, Nancy Taylor. Yo me encontraba tan cerca de ti como lo estoy ahora, y pude escucharlas. Pudiste haber dicho choza en lugar de cabaña, pero en esencia es lo mismo. Y te veías pálida, además.

–¿Pálida? Estaba tan pálida como… por Dios, simplemente compáralo con esta capa. Entonces lo siguiente que dije fue, “Mary Taylor, dile al jornalero que prepare los caballos… iremos al rescate”. Y ella contestó, “Mamá, ¿no recuerdas que le dijiste que podía ir a visitar a su familia y pasar allá el domingo?” Y así había sido, lo declaro, lo había olvidado. “Entonces”, dije yo, “iremos a pie”. Y nos fuimos. Y nos encontramos con Sarah Enderby por el camino.

–Y seguimos todas juntas –añadió la señora Enderby–. Y encontramos que la loca había prendido fuego e incendiado la cabaña, y las dos pobres estaban tan viejas y débiles que no podían ponerse en movimiento. Y entonces las llevamos a un lugar cubierto y las acomodamos lo mejor posible y empezamos a preguntarnos qué hacer para encontrar la manera de transportarlas hasta la casa de Nancy Taylor. Y yo hablé y dije… ¿qué fue lo que dije? ¿No dije, “la Divina Providencia proveerá”?

–¡Pues tan seguro como que estás viva! Lo había olvidado.

–Yo también –dijo la señora Glossop y la señora Taylor agregó: pero sin duda lo dijiste. ¿No es eso asombroso?

–Sí, lo dije. Y entonces fuimos hacia donde el señor Moseley, a dos millas de distancia, y todos en la casa habían salido hacia un encuentro campestre en Stony Fork; y entonces nos devolvimos todo el trayecto, las dos millas, y después hasta aquí, otra milla… y la Divina Providencia ha provisto. Lo pueden ver por sí mismas.

Se miraron entre sí con un estremecimiento y levantando las manos dijeron al unísono: –Es absolutamente maravilloso.

–¿Qué creen entonces que deberíamos hacer –dijo la señora Glossop–, dejar que el señor Brown

lleve a las ancianas donde Nancy Taylor una por una, o que las suba a las dos en el calesín y que él dirija el caballo a pie?

Brown tragó saliva.

–Pero creo que tenemos un problema –comentó la señora Enderby–. Escuchen, estamos todas exhaustas y de cualquier forma que lo arreglemos va a ser difícil. Si el señor Brown las sube a las dos, por lo menos una de nosotras deberá regresar con él para ayudarlo, pues no podrá subirlas a las dos él solo tan indefensas como están.

–Eso es cierto –dijo la señora Taylor–. No parece… ¡cómo podría ser!… una de nosotras va hasta allá con el señor Brown, y las demás van hasta mi casa y lo preparan todo. Yo iré con él. Él y yo juntos podemos subir a una de las ancianas al calesín; después la llevaremos hasta mi casa y…

–¿Pero quién se hará cargo de la otra mujer? –preguntó la señora Enderby–. No podemos dejarla allá sola en el bosque, y menos si es la loca. Son ocho millas de ida y vuelta, ¿saben?

En ese momento, todas se habían sentado en la hierba al lado del calesín para descansar sus agotados cuerpos. Permanecieron un par de segundos en silencio, debatiéndose mentalmente frente a la intrincada situación. Entonces, a la señora Enderby se le iluminó el rostro y dijo:

–Creo tener ya la solución. Escuchen, no podemos caminar más. Piensen en lo que hemos caminado; cuatro millas allá, dos hasta donde los Moseley, son seis, y después de regreso hasta acá… son nueve millas desde el mediodía, y sin probar bocado: confieso que no entiendo cómo lo hicimos; y en cuanto a mí, estoy simplemente muerta de hambre. Ahora, alguna tiene que regresar para ayudarle al señor Brown, eso no tiene discusión; pero quien sea que vaya tiene que ir en el calesín y no a pie. Así que esta es mi idea: una de nosotras va en el calesín con el señor Brown; después sigue en el calesín hasta la casa de Nancy Taylor con una de las ancianas, dejando que el señor Brown se quede acompañando a la otra anciana, y las demás van ahora mismo a la casa de Nancy a descansar y esperar; entonces una de ustedes regresa en el calesín y recoge a la otra anciana y la lleva hasta la casa de Nancy, y el señor Brown regresa a pie.

–¡Magnífico! –exclamaron todas al tiempo–. Oh, eso será perfecto, esa es la solución perfecta.

Y todas afirmaron que la señora Enderby tenía la mejor mente planificadora del grupo, y afirmaron también que las sorprendía no haber pensado ellas mismas en ese plan tan sencillo. No había sido intención de esas buenas almas sencillas retirar el cumplido y no se percataron de que lo habían hecho. Después de consultarlo entre todas, decidieron que la señora Enderby debería acompañar de regreso al señor Brown, pues se le otorgaba el derecho a esa distinción por haber sido la que ideó el plan. Teniendo ya todo satisfactoriamente arreglado y resuelto, las damas se pusieron de pie, aliviadas y contentas, sacudieron sus trajes y tres de ellas empezaron a caminar hacia la granja. La señora Enderby puso el pie en el estribo del calesín dispuesta a subir, cuando Brown encontró un resto de voz y musitó:

–Por favor, señora Enderby, dígales que regresen… me siento muy débil. No puedo caminar, no puedo hacerlo.

–¡Pero, mi querido señor Brown! Se ve en realidad muy pálido. Me avergüenzo de mí misma por no haberme dado cuenta antes. ¡Regresen, todas ustedes! El señor Brown no se encuentra bien. ¿Hay algo que pueda hacer por usted, señor Brown? Lo siento mucho. ¿Tiene algún dolor?

–No, señora, sólo estoy débil; no estoy enfermo, sólo un poco débil… últimamente, no hace mucho, sólo últimamente.

Las otras mujeres regresaron, y expresaron ruidosamente sus condolencias y conmiseraciones, y se reprocharon a sí mismas por no haberse dado cuenta de lo pálido que estaba. Y de inmediato trazaron un nuevo plan, y no les costó mucho estar de acuerdo en que era de lejos el mejor plan de todos. Todas irían hasta la casa de Nancy Taylor y verían primero por el cuidado del señor Brown. Él

podía echarse en el sofá del vestíbulo, y mientras la señora Taylor y Mary lo atendían las otras señoras tomarían el calesín e irían a recoger a una de las ancianas y entonces una permanecería con la otra y…

Para ese instante, y sin hacer ninguna otra consulta, ya estaban todas a un lado de la cabeza del caballo y empezaban a darle la vuelta. El peligro era inminente, pero Brown recuperó de nuevo la voz, poniéndose a salvo. Dijo:

–Pero, señoras, ustedes están pasando por alto un asunto que hace el plan impracticable. Escuchen, si traen a una de las mujeres a la casa, y una de ustedes se queda allá con la otra, habrá entonces tres personas allá cuando una de ustedes vaya a buscarlas, pues alguien tiene que conducir el calesín, y tres no podrían regresar a casa en el calesín.

–¡Pero, claro, es verdad! –exclamaron todas al tiempo, y quedaron perplejas de nuevo.

–Dios, ¿qué podemos hacer? –preguntó la señora Glossop–. Es la cosa más enredada que haya visto nunca. Todo ese cuento del zorro, el ganso y el maíz… no es nada comparado con esto.

Volvieron a sentarse exhaustas, para seguir torturando sus mentes con un plan que pudiera funcionar. Entonces, Mary ofreció un plan; era su primer esfuerzo.

Les dijo:

–Soy joven y fuerte, y ya recuperé las energías. Acompañen al señor Brown hasta la casa y préstenle ayuda, ya ven cuánto la necesita. Yo me devuelvo y me hago cargo de las dos ancianas. Puedo estar allá en veinte minutos. Ustedes sigan haciendo lo que habían pensado en un principio: esperar en el camino principal frente a nuestra casa hasta que aparezca alguien con una carreta, y la mandan para que nos traigan de regreso a las tres. No tendrán que esperar mucho tiempo; los granjeros estarán pronto de regreso del pueblo. Mantendré tranquila y animada a la viejita Polly; a la loca no le hará falta.

Discutieron el plan y lo aceptaron; frente a las circunstancias, parecía ser el mejor posible, y además las dos ancianas debían estar ya desfalleciendo.

Brown se sintió aliviado y profundamente agradecido. Una vez lo dejaran llegar al camino principal encontraría una ruta de escape.

Entonces la señora Taylor dijo:

–Dentro de muy poco empezará el frío de la tarde, y esas dos pobres y arruinadas criaturas van a necesitar algo con qué cubrirse. Llévate esa capa de lino contigo, querida.

–Muy bien, madre, de acuerdo.

Entonces la muchacha dio un paso hacia el calesín y alargó la mano para agarrar la capa…

Ese era el final de la historia. El pasajero que la narró dijo que hacía veinticinco años, cuando la estaba leyendo, se vio interrumpido en ese punto: el tren se precipitó por un puente.

Al principio, creíamos que podíamos terminar la historia fácilmente, y empezamos a trabajar confiados. Pero muy pronto empezó a ser evidente que la cosa no era sencilla sino difícil e intrincada. La razón estaba en el carácter de Brown: gran generosidad y gentileza, pero con la complicación de su timidez y su retraimiento inusuales, particularmente en presencia de las damas. Estaba también su amor por Mary, en un estado de esperanza pero aún no del todo seguro; justo en un momento, en efecto, en que el asunto debía ser manejado con gran tacto, sin cometer errores, sin causar ofensas. Y estaba además la madre –indecisa, solícita sólo a medias– a quien había que conquistar mediante una diplomacia hábil e impecable, y de inmediato, pues tal vez no habría otra oportunidad. Por otro lado, estaban las indefensas ancianas allá lejos en los confines del bosque esperando; su destino y la felicidad de Brown estaban determinados por lo que él hiciera en los dos siguientes segundos. Mary estiraba la mano para agarrar la capa en su regazo; Brown debía tomar una decisión, no había tiempo que perder.

Por supuesto, el jurado no aceptaría ningún final de la historia que no fuera un final feliz; la conclusión debía dejar a Brown muy bien parado ante las damas, sin mancha en su comportamiento, sin menoscabo de su modestia, manteniendo intacto su espíritu de sacrificio, con las dos ancianas rescatadas gracias a él, su benefactor, y todo el grupo orgulloso y feliz gracias a él, todas cantando sus alabanzas.

Intentamos acomodar todo esto, pero nos acosaban obstáculos persistentes e irreconciliables. Descubrimos que la timidez de Brown no le permitiría soltar la capa. Este hecho ofendería a Mary y a su madre; y sorprendería a las otras señoras, en parte porque tal mezquindad hacia las sufridas ancianas estaría en contradicción con Brown, y en parte porque él era una especial Divina Providencia y claramente no podía actuar de ese modo. Si le preguntaran por la causa de ese comportamiento, su timidez no le permitiría confesar la verdad, y la falta de imaginación y práctica lo harían incapaz de ingeniarse una mentira que arreglara todo. Trabajamos en ese complicado problema hasta las tres de la mañana.

Mientras tanto, Mary seguía alargando la mano hacia la capa de lino. Nos dimos por vencidos y decidimos dejar que la alcanzara. Es privilegio del lector determinar por sí mismo cómo se resolvió la cosa.

*FIN*



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