Casa digital del escritor Luis López Nieves


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Tierra del oro

[Cuento - Texto completo.]

William Faulkner

I

 

De haber tenido treinta años no habría necesitado atizarse las dos aspirinas y el vaso mediado de ginebra a palo seco antes de sentirse en condiciones de aguantar los alfilerazos de la ducha en todo el cuerpo y de dominar el temblor de las manos para afeitarse. Bien es cierto que cuando tenía treinta años tampoco pudo permitirse el lujo de beber todas las noches las cantidades que bebía ahora; desde luego, no lo hubiera hecho hallándose con los hombres y las mujeres con que, a los cuarenta y ocho, bebía cada noche lo suyo, a pesar de saber durante las últimas horas, con el ruido de los cristales rotos y los chillidos estridentes de las mujeres ya borrachas, bien audibles pese a la batería y el saxo —horas durante las cuales llevaba algo mejor su carga, tanto en la cantidad de licor consumido como en la cuantía de las facturas pagadas—, que seis u ocho horas más tarde despertaría tras algo que no habría sido un sueño reparador, ni mucho menos, sino la estupefacción del alcohol, sin hueco alguno para ningún sueño, a partir de la cual había de extinguirse la barahúnda estrepitosa y ebria de la noche anterior, como si no le dejase el menor intervalo para el descanso o la recuperación, engullido por las conocidas formas del dormitorio, el pie de la cama silueteado a la luz de la mañana que entraba por las ventanas enmarcadas por las buganvillas, más allá de las cuales con ojos doloridos, casi insoportables, acertaba a vislumbrar lo que tal vez pudiera denominarse el monumento levantado en memoria de casi cinco lustros de industria y de afán, de astucia y de suerte, e incluso de fortaleza de espíritu, la otra ladera del cañón salpicada por las casas blancas y señoriales, medio escondidas tras los olivares de importación o bien apantalladas por las columnas sombrías y espaciadas de los cipreses cual si fuesen fachadas de templos orientales, los nombres y los rostros e incluso las voces de cuyos dueños eran insustanciales y archiconocidas hasta en los últimos rincones de los Estados Unidos de América y del mundo entero, allí donde los de Einstein y Rousseau y Esculapio nunca se habían pronunciado.

No despertó indispuesto. Nunca despertaba sintiéndose enfermo, nunca enfermaba por beber, no solo porque había bebido durante demasiado tiempo, o con demasiada constancia, sino por ser demasiado recio incluso al cabo de treinta años de vida muelle; estaba hecho de una pasta demasiado recia desde aquel día, treinta y cuatro años antes, en que con tan solo catorce escapó montado en los frenos de un vagón de un mercancías con rumbo oeste, huyendo de aquel poblachón de Nebraska que llevaba por nombre el de la historia y existencia de su padre, que lo impregnaba todo: un poblachón, desde luego, aunque solo en el sentido en que toda sombra es más alargada que el objeto que la proyecta. Seguía siendo un asentamiento de frontera incluso tal como lo recordaba en la época en que era un niño de cinco o seis años, la sombra proyectada y aumentada de un pequeño puesto de avanzada, unos cuantos chamizos de adobe en la inmensa desolación de las llanuras, en donde su padre, también llamado Ira Ewing, fue el primero en probar a segar el trigo durante los seis días comprendidos entre aquellos en que, al aire libre en primavera y en verano, y en la fétida penumbra del chamizo en otoño y en invierno, se dedicaba a predicar. El segundo Ira Ewing había hecho desde entonces un largo recorrido desde aquel poblachón yermo, sin un solo árbol, del que huyó en plena noche gracias a un tren de mercancías, hasta el lugar en que se encontraba tendido en esos momentos, en una casa que valía cien mil dólares, a la espera del instante en que por fin supiera que se podía levantar e ir al cuarto de baño y meterse dos aspirinas en la boca. Sus padres quisieron explicarle algo acerca de la fortaleza de espíritu, de la voluntad de resistir. A los catorce años no pudo contestarles con lógica, con razón, ni tampoco pudo explicarles qué deseaba: solo pudo fugarse. Tampoco fue que escapara de la dureza de trato de su padre, ni de su cólera. Escapó del paisaje mismo, de la inmensidad que no aliviaba un solo árbol, en el centro inencontrable de la cual le pareció ver la suma de la juventud desperdiciada de su padre con la de su madre, de sus vidas trocadas a cambio de qué, en forma de pequeño y desamparado paraje en el que la naturaleza permitía brotar el trigo efímero y esquilmado un solo instante en una estación del año antes de borrarlo del todo bajo la nieve primordial e invencible, como si (ni siquiera promesa, ni siquiera amenaza) fuese un desalentador y casi lúdico augurio de la condena final que espera a toda vida. Y ni siquiera es que escapara de esto, porque no escapó: fue tan solo que la ausencia, la desaparición o el traslado resultaron el único argumento que los chavales de catorce años supieron esgrimir contra los adultos con alguna que otra esperanza de salir bien librados. Pasó los diez años siguientes hecho a medias un vagabundo, a medias un trabajador ocasional, según bajaba por la costa del Pacífico, dejándose llevar hasta Los Ángeles; a los treinta años se había casado con una chica de Los Ángeles, hija de un carpintero, y era padre de un niño y una niña y se había afianzado en el negocio de la propiedad inmobiliaria, dueño como era de una promotora que había montado sin ayuda de nadie y había mantenido intacta a despecho de 1929; había procurado a sus hijos lujos y ventajas que su propio padre no solo no pudo haber siquiera soñado, sino que también hubiese condenado de plano al menos en teoría, como bien demostraba, y con razón, el periódico que el chófer filipino que todas las mañanas lo llevaba a la casa, lo desvestía y lo metía en la cama, había extraído del bolsillo de su chaqueta y había dejado en la mesilla. A la muerte de su padre, veinte años antes, había vuelto a Nebraska por primera vez, y de regreso se llevó a su madre, que estaba acomodada en una casa propia, solo que menos suntuosa, porque la madre se negó en redondo (con una suerte de firmeza inquebrantable, desvergonzada, fruto de la premeditación, que a él no le mereció ningún comentario) a disponer de otra más vistosa o mejor surtida. Era sin embargo la casa en la que habían vivido todos en un principio, aunque él, junto con su esposa e hijos, se mudó al cabo de un año. Hacía solo tres que volvieron a mudarse, y fue a la casa en la que acababa de despertar, en una zona residencial y selecta de Beverly Hills, aunque ni una sola vez, a lo largo de diecinueve años, dejó de pasar a visitarla (ni siquiera en los últimos cinco, años en los que el mero hecho de moverse por las mañanas le exigía un aterrador desgaste de ese carácter o esa fortaleza que había heredado del viejo Ira, y que al otro Ira le permitió detenerse en una llanura, en Nebraska, y armar un chamizo en el que su esposa pudo darle hijos mientras él plantaba trigo) cuando iba de camino al despacho (dando un rodeo de treinta kilómetros cuando iba al despacho) para pasar diez minutos con ella. Vivía su madre con toda la paz y toda la comodidad que supo él proporcionarle. Se había hecho cargo de sus cosas hasta tal extremo que no tenía ella ni que tomarse la molestia de que el dinero pasara por sus manos con objeto de ir tirando; había concertado en una tienda de comestibles y en una carnicería del vecindario que le abriesen crédito, de modo que era el jardinero japonés que acudía a diario a regar el jardín y cuidar las flores quien le hacía la compra; su madre ni siquiera veía las facturas. Y la única razón de que no tuviera criada era que incluso a los setenta se empeñaba con terquedad en cultivar su viejo hábito de prepararse la comida y ocuparse de las tareas domésticas por sí sola. Así pues, a todas luces parecía que hubiese obrado él con acierto. Tal vez hubo ocasiones en que, tendido en la cama, a la espera de acopiar la voluntad de levantarse y atizarse las aspirinas y el vaso de ginebra (las mañanas tal vez siguientes a las noches en que había bebido más que de costumbre, en las que las seis o siete horas que pasaba sumido en total inconsciencia no habían bastado para permitirle distinguir entre realidad e ilusión), acaso la sangre antigua, fuerte y despiadada, del clan de los Campbell, que Ira el viejo debía de haberle transmitido en herencia, le indujera a ver o a sentir o a imaginar que su padre lo contemplaba desde las alturas, vigilante del hijo pródigo y de todos sus logros. De ser así, Ira el viejo a buen seguro había tenido que ver en las dos mañanas anteriores los dos periódicos que el filipino extrajo de la chaqueta de su señor y dejó sobre la mesa de lectura, a lo que acaso se hubiera aprovechado de aquella sangre antigua para cobrarse venganza, y no solo por aquella tarde, treinta y cuatro años antes, sino también por los treinta y cuatro años enteros.

Cuando se armó de valor y recobró la voluntad y fue dueño de su cuerpo y por fin se levantó de la cama, tropezó con el periódico, que cayó al suelo y quedó abierto a sus pies, pero no lo miró. Permaneció como estaba, alto como era, con el pijama de seda, flaco, tal como su padre llegó a ser un hombre demacrado al cabo de tantos años de arduo faenar y de batallar sin descanso con la tierra impredecible e implacable (ni siquiera con la vida muelle que se había dado tenía barriga apenas), con la mirada perdida, mientras a sus pies resoplaba en toda su crudeza el titular, encima de cinco o seis fotografías desde las que su hija alternativamente miraba a cámara y lucía sus blancas piernas: APRIL LALEAR REVELA SECRETOS DE ORGÍA. Cuando por fin dio un paso plantó el pie encima del periódico y fue descalzo al cuarto de baño; fueron entonces sus manos temblorosas, dando sacudidas, las que miró según agitaba el tubo para que cayeran los dos comprimidos sobre el estante de cristal y destapaba la botella de ginebra para llenar el vaso hasta la mitad. Pero no miró el periódico, no lo miró ni siquiera cuando, ya afeitado, volvió al dormitorio y se dirigió a la cama, junto a la cual estaban sus zapatillas, y apartó el periódico para calzárselas. Tal vez, de seguro, no tuvo ninguna necesidad. El proceso judicial entraba en su tercer día de presencia en la prensa canalla, de modo que durante los dos días anteriores el rostro de su hija lo había asaltado desde todos los periódicos que abrió, aunque fuese un rostro endurecido, pálido, rubio, insondable; de seguro, nunca la olvidaba, ni siquiera mientras dormía, y nada más despertar se encontró pensando en el recuerdo de su hija tal como despertó con la ebria barahúnda de la noche anterior, que aún se extinguía ocho horas atrás, sin que mediase intervalo para el descanso o el olvido.

No obstante, ya vestido con un jersey de cuello alto, de un naranja tostado, por debajo del traje de franela gris, cuando descendió la escalinata de estilo colonial aparentaba sosiego y pleno dominio de sí. La delicada balaustrada de hierro forjado y los peldaños de mármol trazaban una curva descendente hasta el salón de terrazo, grande como un granero, pasado el cual oyó a su mujer y a su hijo conversar en la balconada donde estaban desayunando. El hijo se llamaba Voyd. Su esposa y él pusieron a los dos hijos sendos nombres nacidos de lo que podría denominarse un armisticio en el fragor de su mutuo desprecio: su mujer puso al chico el nombre de Voyd por algún motivo que él nunca llegó a saber, mientras él puso a la chica (a la niña cuyo rostro de mujer se le había encarado desde todos los periódicos que tocó a lo largo de dos días, encima o debajo del nombre de April Lalear) el nombre de Samantha, que era el de su madre. Los oyó conversar, la esposa entre la cual y él no hubo en los últimos años otra cosa que un trato civilizado, y no siempre en demasía, y el hijo al que una tarde, dos años antes, dejaron a la puerta de la casa completamente borracho, inconsciente, en un automóvil a cuyos ocupantes no llegó él a ver, tocándole a él en suerte la tarea de desvestir al hijo y acostarlo, momento en el cual descubrió que en vez de ropa interior llevaba un sostén y unos pantis. Minutos más tarde, al oír quizás la paliza, la madre de Voyd entró en la habitación y encontró a su marido golpeando al hijo aún inconsciente con una serie de toallas que un criado se ocupaba de empapar una vez tras otra en una palangana llena de agua y hielo. Golpeaba al hijo con toda su alma, ensañándose, adrede. Seguramente ni siquiera él supo si pretendía despabilar al hijo o si se conformó con darle una buena tunda. Su mujer, en cambio, optó de inmediato por la segunda conclusión. Presa de un enfurecido disgusto, intentó explicarle lo de la ropa interior femenina, pero su mujer se negó a escuchar nada, atacándole con rabia de marimacho. A partir de aquel día, el hijo se las apañó para ver a su padre solo en presencia de su madre (cosa que, dicho sea de paso, ni al hijo ni a la madre se les hizo muy difícil), ocasiones en las cuales el hijo trataba al padre con una mezcla de rencor amedrentado e insolencia vengativa, a medias de gato y a medias de mujer.

Salió a la balconada; callaron las voces. El sol, tamizado por la bruma de California, una calima difusa, alta, casi nebulosa, caía sobre la terraza con una suerte de traicionera ausencia de luminosidad. La terraza, de baldosas de terracota castigadas por el sol, se asomaba sobre el tajo pelado y áspero que formaba la pared de un cañón en la que no se acumulaba el polvo, y sobre o contra la cual brotaba una compacta alfombra de flores en feroz y exuberante paradoja de miríadas de colores, como si en lugar de tener raíces y alimentarse del terreno vivieran solo del aire y tan solo se hubieran posado con levedad sobre la pared de lava que no les proporcionaba sustento, por obra de alguien que más tarde regresaría para desmantelarla y llevársela. El hijo, Voyd, en apariencia desnudo, salvo por un pantalón corto del color del heno, el cuerpo bronceado y tenuemente perfumado por la crema depilatoria que se aplicaba en brazos, pecho y piernas, ocupaba una silla de mimbre, calzado con unas alpargatas de esparto, un periódico abierto sobre los muslos morenos. Era el periódico de mayor reputación en la ciudad, aunque a mitad de página también ostentaba un titular en negro; sin tener que detenerse, sin tener constancia de que lo había mirado, Ira también vio allí el nombre que no pudo dejar de reconocer. Fue a ocupar su sitio en la mesa; el filipino que todas las noches se encargaba de acostarlo, ahora con la chaqueta blanca de servicio, le acercó la silla. Junto al vaso de zumo de naranja y la taza que le esperaba había un ordenado montón de cartas, coronado por un telegrama. Se sentó y lo cogió entre los dedos; no miró a su esposa hasta que ésta tomó la palabra.

—Ha llamado por teléfono la señora Ewing. Dice que pases a visitarla cuando vayas al centro.

Se detuvo; se detuvieron las manos con que estaba abriendo el telegrama. Con los ojos entrecerrados para protegerse del sol miró el rostro que le miraba desde el otro lado de la mesa, el maquillaje uniforme, mate, los labios finos, las finas aletas nasales, los ojos azul claro, inmisericordes, el cabello meticulosamente platino, que parecía que se le hubiera implantado en el cuero cabelludo tras extraerlo a cepillo de un libro de pan de plata como los que se usan en las vidrieras esmaltadas.

—¿Cómo? —dijo—. ¿Por teléfono? ¿Aquí?

—¿Y por qué no? ¿O es que alguna vez he puesto pegas a que llame aquí alguna de tus… mujeres?

El telegrama sin abrir quedó hecho un gurruño en su mano.

—Tú ya me entiendes —dijo con encono—. No me ha llamado por teléfono en toda su vida. Y menos aún para dar ese recado. ¿Cuándo he dejado de ir a visitarla de camino al centro?

—¿Y cómo quieres que yo lo sepa? —dijo ella—. ¿O es que eres el mismo hijo ejemplar que has sido como marido y pareces ser como padre… modélico?

Su voz aún no era estridente, ni siquiera demasiado alta, y nadie se había percatado de lo rápido que respiraba, pues permanecía muy quieta, envarada, bajo el cabello impecable e increíble, mirándole con su pálida y ofendida inclemencia. Los dos se miraban de un lado a otro de la mesa de lujo, dos personas que veinte años antes debieran haber recurrido de inmediato, con toda naturalidad, sin pensarlo, en caso de apuro, la una a la otra, y que incluso diez años antes podrían haberlo hecho.

—Tú ya me entiendes —dijo de nuevo con encono, aprestándose a dominar el temblor que de seguro creyó causado por el alcohol de la noche anterior, por la disipación de sus efectos—. Ella no lee la prensa. Nunca ve ni un periódico. ¿Se lo has mandado tú?

—¿Yo? —dijo ella—. ¿Mandarle el qué?

—¡Al infierno! —exclamó él—. ¡Un periódico! ¿Qué va a ser? ¿Se lo has mandado tú? A mí no me mientas.

—¿Y qué importará si se lo he mandado? —exclamó ella—. ¿Quién es ella para no enterarse? ¿Quién es ella para que tú la escudes e impidas que se entere? ¿Has hecho algún esfuerzo para que no me entere yo? ¿Has hecho algún esfuerzo para impedir que sucediese? ¿Por qué no te has parado a pensar en todo esto durante todos estos años que te has pasado borracho, alelado a todas horas de tanto beber, sin enterarte, sin darte cuenta, sin que te importase lo que Samantha estaba…?

—Será la señorita April Lalear, la artista de cine. Por favor —intervino Voyd. No le prestaron atención; se miraban furibundos el uno al otro, cada uno a un lado de la mesa.

—Ah —dijo él, sosegado y rígido, sin mover los labios apenas—. Ahora resulta que yo también tengo la culpa de esto, ¿es eso? Soy yo el que ha hecho una furcia de mi hija, ¿es eso? A lo mejor, ahora me vas a decir que también soy yo el que ha hecho de mi hijo un m…

—¡Basta! —gritó ella. Estaba jadeando. Se miraban furibundos el uno al otro, cada uno a un lado de la mesa estilosa, separados por metro y medio de irrevocable división.

—Vamos, vamos —dijo Voyd—. No os metáis con la carrera de la muchacha. Después de todos estos años, cuando por fin parecía que había encontrado un papel que realmente era capaz de… —calló. Su padre se había vuelto hacia él y lo miraba. Voyd seguía arrellanado en su silla y miraba a su padre con esa velada insolencia que resultaba casi femenina. De súbito se tornó completamente femenina; con medio chillido en sordina se puso en pie de un brinco para darse a la fuga, pero fue demasiado tarde. Ira se encontraba encima de él, sujetándole no por el cuello, sino por la cara, con una sola mano, de tal manera que a Voyd se le deformó la boca en un puchero y babeó sobre la mano recia y temblorosa de su padre. La madre se abalanzó hacia ellos e intentó que Ira soltase al hijo, pero Ira la apartó de un empellón y la sujetó y la sostuvo con la otra mano, solo que ella se debatió y volvió a saltar.

—Adelante —dijo—. Dilo.

Pero Voyd no pudo decir nada, porque su padre le sujetaba las mandíbulas abiertas o, más probablemente, porque le atenazaba el pavor. Su cuerpo ya no estaba inmovilizado por la silla, y se retorcía y pataleaba a la vez que emitía un balbuciente, gimoteante babeo de pavor y su padre lo sujetaba con una mano y mantenía con la otra alejada a la madre, que no dejaba de dar alaridos. Ira soltó a Voyd de un empellón; el hijo cayó sobre la terraza, rodó y se puso en pie a la vez que se agazapaba y se alejaba hacia la puertaventana con un brazo protegiéndose la cara y maldiciendo a su padre. Desapareció. Ira hizo frente a su mujer sujetándola hasta que pareció calmarse, jadeando, el mapa del maquillaje trabajado con destreza y destacado en relieve como una máscara de papel recortada con precisión y empastada sobre el cuero cabelludo. La soltó.

—Eres un necio —le dijo—. Un necio y un borracho imperdonable. Y aún te preguntas por qué tus hijos…

—Sí —dijo él con aplomo—. De acuerdo. Eso ahora no importa. Lo hecho, hecho está. Ahora se trata de saber qué hacemos con todo esto. Mi padre sabría qué hacer. Ya lo hizo una vez —habló con una voz cortante, a la vez que leve y agradable: tanto que ella permaneció jadeando aún, pero quieta, observándole—. Me acuerdo muy bien. Yo tendría unos diez años. Teníamos ratas en el granero. Probamos todos los remedios. Con terriers, con veneno. Un día, mi padre me dijo que fuera con él. Fuimos al granero y sellamos todas las rendijas, todos los agujeros. Y le pegamos fuego. ¿Qué te parece? —entonces ella también se marchó. Él permaneció en pie unos instantes, pestañeando, con una palpitación en los globos oculares y en el cráneo, aguantando el impacto de la luz del sol, blanda e inmutable, y de la agresiva e inocente masa de flores—. ¡Philip! —llamó. Apareció el filipino, moreno e impasible, con una cafetera, para colocarla junto a la taza vacía y el vaso de zumo, por fuera del cual se habían condensado las gotas por efecto del hielo—. Tráeme una copa —dijo Ira. El filipino lo miró y se afanó en arreglar la mesa, cambiando de lugar la taza, dejando la cafetera, cambiando la taza de sitio otra vez, mientras Ira lo miraba—. ¿Me has oído? —dijo Ira. El filipino se irguió y lo miró de frente.

—Usted me dijo que no le diera nada de beber hasta que no se tomase el zumo de naranja y el café.

—¿Me vas a traer una copa, sí o no? —gritó Ira.

—Lo que usted diga, señor —dijo el filipino. Salió. Ira lo vio marchar. Esto había sucedido antes: sabía muy bien que el brandy no aparecería hasta que no se terminase el zumo de naranja y el café, aunque nunca llegó a saber dónde se ocultaba el filipino para vigilarlo. Tomó asiento y abrió el telegrama arrugado y lo leyó con el zumo de naranja en la otra mano. Era de su secretario: AMAÑO HECHO TODO LISTO ANTES DE REVELAR HISTORIA ANOCHE STOP TREINTA POR CIENTO PRIMERA PLANA STOP CITA CONCERTADA PARA USTED A LA TARDE EN EL JUZGADO STOP VENGA AL DESPACHO O LLAME. Lo volvió a leer, con el vaso de zumo de naranja todavía en alto. Dejó ambos sobre la mesa, se puso en pie y fue a tomar el periódico de la terraza, donde lo había dejado caer Voyd. Leyó el titular: UNA TAL LALEAR, HIJA DE DESTACADA FAMILIA DE LA CIUDAD. Reconoce que su verdadero nombre es Samantha Ewing y es hija de Ira Ewing, agente de la propiedad inmobiliaria. Lo leyó con calma y se dijo en voz alta:

—Ha sido ese japonés, él fue quien le mostró el periódico. El maldito jardinero.

Volvió a la mesa. Al cabo de un rato regresó el filipino con un brandy con soda, vestido ya con una llamativa chaqueta de tweed de imitación, para decirle que el coche estaba listo.

 

II

 

Su madre vivía en Glendale, en la casa que alquiló él al casarse y que luego compró, y en la que nacieron su hijo y su hija: un bungalow en un callejón sin salida, con abundantes magnolios, arbustos en flor y emparrados que el japonés cuidaba, retranqueado en la falda de un cerro yermo, repeinado y acicalado hasta ser un cementerio de cipreses y mármoles, tan impactante como una escenografía teatral, rematado por un rótulo de lámparas rojas que, en la bruma del valle de San Fernando, refulgía con anchura desdibujada, en una tonalidad rubí, como si del otro lado de la loma no estuviera el cielo, sino el infierno. La longitud del coche deportivo al volante del cual esperaba el filipino leyendo un periódico la dejaba enana. Pero ella no quería otra, tal como tampoco quería criado, coche ni teléfono: era una mujer demacrada, sobria, un tanto encorvada, a la que ni siquiera California y tampoco la vida regalada habían hecho engordar, sentada por lo común en una de las sillas que insistió en traerse desde Nebraska. Al principio se contentó con permitir que el mobiliario de Nebraska permaneciera en un guardamuebles, puesto que no fue necesario (cuando Ira se mudó con su esposa y sus hijos a la segunda casa, la que ocuparon en el ínterin, compraron muebles nuevos, dejando la primera casa completamente amueblada para su madre), aunque un día, él no recordaba cuándo exactamente, descubrió que había sacado esa silla del guardamuebles, solo ésa, y que la usaba en la casa. Más adelante, cuando empezó a percibir en ella cierta intranquilidad, le sugirió que le permitiera retirar de la casa el mobiliario que había en ella para rescatar el suyo del guardamuebles, pero ella rehusó, aparentemente más deseosa de dejar el mobiliario de Nebraska en donde estaba. Sentada de ese modo, con un echarpe de punto sobre los hombros, daba la impresión de que viviera menos o le perteneciera menos la casa, el domicilio en que residía, que al hijo, con su bronceado de playa y sus sienes plateadas y un tanto teatrales, con su ropa de tanto estilo, prendas bastante caras, engoladas y más bien tirando a antifonales. Ella apenas había cambiado en los treinta y cuatro años transcurridos; ni ella ni el viejo Ira Ewing, tal como lo recordaba el hijo, quien ya muerto había sufrido tan pocas alteraciones como las que tuvo en vida; así como el terruño que cultivó en lo más lejano de Nebraska pasó con el tiempo a ser un villorrio primero y después un poblachón, solo el aura de su padre fue en aumento, y creció hasta alcanzar las proporciones de un gigante que en algún momento irrevocable, y pese a todo reciente, se entregó sin más ayuda que la de sus propias manos a una pugna titánica con la tierra inmisericorde y resistió y en cierto modo la conquistó, a la par que conquistó la localidad, una sombra por completo desproporcionada con respecto de la figura demacrada y nudosa del hombre en sí. Y también la mujer en sí, según los recordaba a los dos el hijo en los tiempos lejanos. Dos personas que bebían el aire y que precisaban de comida y de sueño igual que él, y que a él lo habían traído al mundo, si bien eran extraños, como si pertenecieran a otra raza, uno junto al otro en su irrevocable soledad, como si se hubiesen extraviado procedentes de otro planeta, no como marido y mujer, sino como hermanos de sangre, incluso gemelos, nacidos de un mismo parto y con un mismo esfuerzo, porque habían adquirido una extraña paz gracias a la fortaleza de espíritu y la voluntad y la resolución de resistir.

—Vuelve a contarme qué es —dijo ella—. Intentaré entender.

—Así que ha sido Kazimura quien te mostró el maldito periódico —dijo él. A esto ella no contestó; ni siquiera lo estaba mirando.

—Me dices que ya ha salido antes en las películas, que lleva dos años saliendo en las películas. Que por eso tuvo que cambiarse de nombre, como se cambian todos de nombre.

—Sí. Los llaman los extras. Desde hace dos años, sí. Sabe Dios por qué.

—Y luego me dices que esto… que todo esto es para que pudiera salir ella en las películas…

Él comenzó a decir algo, pero se contuvo debido a una imprevista, pronta impaciencia, tal vez por la pena, tal vez por la desesperación, acaso por la rabia, y refrenó su voz, su tono, acallándolos.

—Dije que ésa era una de las razones posibles. Todo lo que de veras sé es que ese hombre tiene algo que ver con las películas, es el que reparte los papeles. Y que la policía los sorprendió a él y a Samantha y a la otra chica en un apartamento, con las puertas cerradas, y que Samantha y la otra mujer estaban desnudas. Dicen que él también estaba desnudo, pero él afirma que no fue así. Dice en el juicio que lo engañaron, que le quisieron cargar el mochuelo a él, que intentaban chantajearle para que él les diera un papel en una película; dice que lo engañaron con malas artes para que fuese a ese apartamento, y que allí se las ingeniaron para que entrase la policía justo cuando todos se habían quitado la ropa; dice que una de ellas hizo una señal por la ventana. Es posible que así sea. O a lo mejor es que se lo pasaron bien, que los sorprendieron a los tres en toda su inocencia —inmóvil, rígido, su rostro se deshizo en una sonrisa tenuemente amargada, sonriendo como si sonriese con un sufrimiento indomable, impasible, o como si tan solo sonriese con rabia. Su madre seguía pese a todo sin mirarle.

—Pero tú me dijiste que ella ya estaba en las películas. Que por eso tuvo que cambiarse de…

—Dije que había tenido algunos papeles de extra —dijo él, y de nuevo tuvo que contenerse, poner freno a sus nervios destrozados, al ultraje que sentía, lejos de la furia desatada de la impaciencia—. ¿Es que no logras entender que no consigues entrar en las películas solo con cambiarte de nombre? ¿No logras entender que no es fácil seguir en las películas incluso cuando ya has conseguido entrar en ese mundillo? ¿No te das cuenta de que eso no es fácil ni siquiera siendo mujer? ¿No te das cuenta de que llegan en manadas, en todos los trenes, y que son chicas cada vez más jóvenes y más bonitas que Samantha, chicas dispuestas a lo que sea con tal de salir en las películas? Aparentemente, también ella estaba dispuesta a lo que fuese, pero… ¿quién sabe si no estará dispuesta a aprender a hacer más cosas de lo que ella misma parece haber pensado? En fin, más vale que lo dejemos y no le demos más vueltas. Ella sola se ha hecho la cama, así que ahora tendrá que acostarse en ella. Yo lo único que puedo hacer es ayudarla a levantarse, pero no puedo encargarme de lavar las sábanas. Eso no puede hacerlo nadie. Tengo que irme, se me hace tarde —se puso en pie, mirándola—. Ah, me han dicho que esta mañana me llamaste por teléfono. ¿Era por todo esto?

—No —dijo ella. En ese momento sí lo miró. En ese momento sus manos nudosas comenzaron a frotarse una con la otra—. Una vez me ofreciste una persona de servicio.

—Sí. Hace quince años pensé que deberías tener a alguien que te ayudara. ¿Ahora has cambiado de parecer? ¿Quieres que me…?

Ella ya no lo miraba, aunque sus manos no dejaban de moverse.

—Eso fue hace quince años. Habría costado al menos quinientos dólares al año. Eso vendría a sumar…

Él se echó a reír, una carcajada seca, breve.

—Ya me gustaría ver a mí a la persona de servicio que podrías haber encontrado en Los Ángeles por quinientos dólares al año. Ya me gustaría. Pero… ¿qué…? —dejó de reírse y la miró.

—Eso vendría a sumar como mínimo cinco mil dólares —dijo ella.

Él la siguió mirando.

—¿Me estás pidiendo dinero otra vez? —dijo al cabo. Ella no contestó, no se movió, aunque las manos se frotaban una con otra, se pellizcaban una a la otra despacio, con sosiego—. Entiendo —dijo él—. Lo que quieres es marcharte. Quieres escapar de todo esto. ¡Pues yo también! —exclamó, esta vez sin atinar a contenerse—. ¡Yo también, que lo sepas! Pero tú no me elegiste a mí cuando quisiste tener un hijo, y tampoco he escogido yo a los dos que tengo. Sin embargo, tendré que soportarlos como son, y tú tendrás que soportarnos a todos nosotros. Eso no hay quien lo remedie —se contuvo entonces, jadeando, aquietándose a fuerza de voluntad, como cuando se levantaba de la cama, aunque su voz aún sonó con aspereza—. ¿Y adónde pensabas ir? ¿En dónde ibas a esconderte de todo esto?

—En casa —dijo ella.

—¿En casa? —repitió él; lo repitió con un extraño asombro—. ¿En casa? —dijo una vez más, antes de entender—. ¿Allí te pensabas volver? ¿Con esos inviernos, con esas nevadas, con todo eso? Caramba, pues no creo que llegaras a sobrevivir hasta las primeras navidades. ¿No te das cuenta? —ella no se movió, ni levantó la mirada para verlo—. Paparruchas —dijo él—. Esto se pasará como si nada, ya lo verás. De aquí a un mes serán otras dos las que la líen, y de esto no se acordará nadie más que nosotros. Y el dinero no lo necesitas. Llevas años pidiéndome dinero, pero no tienes ninguna necesidad. He tenido que preocuparme yo tanto por el dinero que una vez me juré que lo menos que podía hacer era ocuparme de tus asuntos, de modo que no tuvieras tú ni que ver siquiera un billete. Ahora he de irme; tengo un asunto pendiente en el despacho. Pero mañana vendré a verte.

Ya era la una de la tarde.

—Al juzgado —dijo al filipino arrellanándose en el asiento del coche—. Dios mío, qué ganas tengo de beber algo —se dejó llevar con los ojos cerrados, bañado por el sol; el secretario ya había saltado al estribo del coche antes de que él se diera cuenta de que habían llegado al juzgado. El secretario, también sin sombrero, llevaba una chaqueta de tweed auténtico; el jersey de cuello alto era negro por completo, igual de negro que su cabello, alisado y brillante y pegado al cráneo. Extendió ante Ira una página de periódico maquetada de modo que abarcase el espacio en blanco reservado a la fotografía, con el siguiente pie de foto: EL PADRE DE APRIL LALEAR. Bajo el espacio en blanco aparecía esta leyenda: IRA EWING, PRESIDENTE DE EWING REALTY CO., WILSHIRE BOULEVARD, BEVERLY HILLS.

—¿El treinta por ciento es lo máximo que ha conseguido? —dijo Ira. El secretario era joven; dedicó una mirada fulminante a Ira, un solo instante, con una furia vaga e impaciente.

—Joder, el treinta por ciento es el treinta por ciento. Van a hacer una tirada extra de mil ejemplares y van a utilizar nuestra lista de distribución de correspondencia. Aparecerá por toda la costa, de punta a punta, y al menos llegará a Reno. ¿Qué quería usted? No podíamos contar con que debajo de su foto pusieran, no sé, «Pase a página 14, donde hay un anuncio a media página» —Ira se recostó con los ojos cerrados, esperando a que se le pasara el dolor de cabeza.

—De acuerdo —dijo—. ¿Están listos?

—Todo en orden. Tendrá que entrar usted. Insistieron en que fuese dentro, de modo que todo el que la vea se dé cuenta de que está tomada en el juzgado.

—De acuerdo —dijo Ira, y bajó del coche. Con los ojos entrecerrados y el secretario sujetándole por el codo subió las escaleras y entró en el juzgado. El reportero y el fotógrafo estaban esperando, pero él aún no los vio; tuvo conciencia nada más de que lo rodeaba el gentío, del que supo que sobre todo estaría compuesto por mujeres, oyendo al secretario y a un policía despejar el camino por el pasillo, a las puertas de la sala.

—Aquí está bien —dijo el secretario. Ira se detuvo; la penumbra le resultaba menos hiriente en los ojos, aunque todavía no los abrió. Permaneció en pie oyendo al secretario y al policía pastorear a las mujeres a un lado y otro, apartando los rostros de todos; permaneció obediente; destelló el magnesio y le hirió los globos oculares de manera dolorosa, como en dos golpes sucesivos; tuvo una visión de los rostros macilentos que se alargaban para verlo desde un lado y otro del estrecho callejón formado por seres humanos; con los ojos apretados, cerrados con fuerza, se dio la vuelta y tropezó hasta que el reportero al cargo de la información le dirigió la palabra.

—Solo será un minuto, jefe —dijo—. Más vale tomar otra, por si acaso —esta vez permaneció con los ojos apretados; destelló el magnesio, los inundó la luz cegadora; con el olor fino y acre que despidió la lámpara, y con el secretario sujetándole de nuevo por el codo, se desplazó a ciegas hacia la luz del sol, hacia su coche. Esta vez no dio ninguna orden—. Tráeme algo de beber —dijo sin más. Viajó con los ojos de nuevo cerrados; el automóvil se internó en el tráfico del centro de la ciudad y poco a poco se fue desplazando a su antojo, poderoso, veloz; viajó así durante un largo rato, hasta notar que el automóvil enfilaba por la avenida jalonada por las palmeras y reducía la velocidad. Se detuvo. El portero le abrió la portezuela y le saludó por su nombre. El ascensorista también lo saludó por su nombre, y detuvo el ascensor en el piso indicado sin haber recibido indicación previa. Siguió por el pasillo y llamó a una puerta y ya buscaba la llave en el bolsillo cuando ésta se abrió y apareció una mujer en bañador, cubierta por un holgado albornoz de playa, una mujer de cabello cuidado, con permanente, de ojos castaños, que abrió de par en par para que entrase él y que luego la cerró a su espalda, sin dejar de mirarle con una sonrisa presta, luminosa, tenue, serena, que solo puede esbozar una mujer que ronda los cuarenta ante un hombre con el que no está casada y con el que no tiene secretos físicos, y pocos de carácter mental, a lo largo de mucho tiempo de gozar de una plácida y absoluta intimidad con él. Había estado casada, sin embargo, y tenía una hija de catorce años cuya manutención y estudios en un internado pagaba él de su bolsillo. La miró pestañeando mientras ella cerraba la puerta.

—Habrás visto los periódicos —dijo él. Ella lo besó no de repente, sin acalorarse, en una prolongación natural del movimiento con el que cerró la puerta, una suerte de movimiento cálido y envolvente—. ¡No lo entiendo! Con todas las ventajas que les he… con todo lo que he intentado hacer por ellos…

—Calla —dijo ella—. Anda, calla. Ponte el bañador. Te preparo una copa en cuanto te hayas cambiado. ¿Vas a querer almorzar algo si pido que nos lo suban?

—No, no quiero almorzar nada… Con todo lo que he intentado hacer por ellos…

—Calla, calla. Ponte el bañador mientras te preparo una copa. En la playa se estará de maravilla, ya lo verás —en el dormitorio encontró sobre la cama su bañador y su albornoz de playa. Se cambió, dejando el traje colgado en el armario en donde estaba la ropa de ella, en donde ya estaba colgado otro traje suyo y su ropa de tarde. Cuando volvió al cuarto de estar, ella le había preparado una copa; le dio fuego con un fósforo y lo vio sentarse y empuñar el vaso, mirándolo todavía con esa sonrisa serena e impersonal. Él la vio despojarse del albornoz y arrodillarse ante el mueble bar para llenar una petaca plateada, con el bañador de moda en el momento, tal como ese verano lo llevaban diez mil maniquíes sin vida en diez mil escaparates de toda la ciudad, tal como lo llevaban cien mil jóvenes por todas las playas de California. La miró, arrodillada; la espalda, las nalgas y los flancos en perfecta forma, incluso firmes aún (tan firmes, de hecho, que tendía a propasarse de musculosa, debido al ejercicio implacable y quizás demasiado riguroso a que se sometía con gusto), pese a ser los de una mujer de cuarenta años. Ojalá que todas esas jovencitas, toda esa carne femenina y fresca, desapareciera como por ensalmo, ojalá se la llevara incluso de la faz de la tierra una explosión. Se terminó la copa antes de que ella rellenase la petaca.

—Quiero otra —dijo.

—De acuerdo —dijo ella—. En cuanto lleguemos a la playa.

—No. Tiene que ser ahora mismo.

—Vayamos antes a la playa, anda. Son casi las tres de la tarde. ¿No te sentará mejor allí?

—No pretenderás decirme que no me puedo tomar otra ahora mismo.

—Claro que no —dijo ella, y deslizó la petaca en el bolsillo del albornoz mirándole de nuevo con esa sonrisa cálida, tenue, inescrutable—. Pero sí querría darme un chapuzón antes de que el agua esté demasiado fría —bajaron al coche; el filipino también conocía esa rutina: sujetó la puerta abierta para que ella se colase al volante y él subió en el asiento de atrás. Arrancó el coche; ella conducía bien—. ¿Por qué no te echas un rato y cierras los ojos? —dijo a Ira—. Anda, descansa hasta que lleguemos a la playa. Allí nos daremos un chapuzón y tomaremos una copa.

—No quiero descansar —dijo él—. Estoy bien —pero lo cierto es que cerró de nuevo los ojos y de nuevo notó avanzar el coche, poderoso, suave, veloz, llevando a cabo la excursión de costumbre, por la tarde, recorriendo las increíbles distancias de las que estaba compuesta la ciudad; de vez en cuando, de haberse puesto a mirar por la ventanilla, hubiera visto la ciudad con la luz del sol intensa, ablandada, vaga, neblinosa, azarosa, esparcida sobre la tierra árida y formando otros tantos jirones de papel de alegres colores, esparcidos sin orden ni concierto gracias al viento, con su curioso aire de no tener raíces, las casas luminosas, hermosas, alegres, sin sótanos ni cimientos, adheridas de cualquier manera a unos cuantos centímetros de tierra liviana, fácil de penetrar, más clara incluso que el polvo, colocadas a su vez a la ligera sobre la lava profunda, primigenia, que con un solo chaparrón de los fuertes podría desaparecer para siempre de la vista y del recuerdo del hombre, tal como una manguera de incendios barre un sumidero, esa ciudad de riqueza poco menos que incalculable, cuyo destino, de una forma extrañamente adecuada, consiste en quedar erigida sobre unos cuantos rollos de una sustancia cuyo valor se computa en miles de millones, y que se puede destruir por completo en un instante de descuido, con un fósforo sin más, entre el momento de prenderlo y el momento en que quien lo prenda pueda dar un salto para apagarlo presuroso.

—Hoy has visto a tu madre, supongo —dijo ella—. ¿Ya se había…?

—Sí —dijo él. No abrió los ojos—. El maldito japonés le ha ido con el cuento. Me ha vuelto a pedir dinero. Y he descubierto para qué lo quiere. Quiere salir corriendo, huir de todo esto, volver a Nebraska. Se lo dije, sí, se lo dije… Como le diese por volver allá, no iba a aguantar ni hasta las navidades. El primer mes del invierno acabará con ella. A lo mejor ni siquiera hace falta que llegue el invierno.

Ella seguía al volante, atenta a la carretera, aunque de alguna manera se las había ingeniado para resultar completamente inmóvil.

—Así que se trata de eso… —dijo.

Él no abrió los ojos.

—¿Se trata de qué?

—De que ésa es la razón por la que lleva tanto tiempo detrás de ti para que le des dinero, aunque sea calderilla. Qué cosas. Por más que te niegues, de vez en cuando te lo vuelve a pedir con la misma insistencia.

—¿Qué…? ¿Có…? —abrió los ojos y la miró de perfil, tras lo cual se incorporó de inmediato—. ¿Quieres decir… que lleva todo este tiempo deseosa de volver allá, esperando al momento de volver? ¿Quieres decir que durante todos estos años en los que no ha dejado de pedirme dinero… era eso lo que quería hacer con el dinero?

Ella le miró ágilmente, y volvió a mirar a la carretera.

—Si no, ¿qué otra cosa podía ser? ¿Para qué otra cosa podía querer ella el dinero?

—¿Para volver allí? —dijo él—. ¿A esos inviernos, a ese poblachón, a esa forma de vivir, en donde por fuerza tiene que darse cuenta de que con el primer invierno iba a bastar para…? Cualquiera diría que lo que quiere es morirse, ¿no te parece?

—Anda, calla —dijo ella enseguida—. Chsst. No digas eso. Eso no lo digas de nadie —ya se percibía el olor del mar; doblaron de pronto en dirección al litoral; la brisa brillante, cargada de salitre, les daba ya de lleno, les llegaba el sonido espaciado de las olas, lentas y constantes; entonces vieron el mar, el azul oscuro del agua que formaba filos de color crema en la curva blanqueada de la playa, salpicada de bañistas—. No pasaremos por el club —dijo ella—. Voy a aparcar aquí y así vamos derechos a la orilla —dejaron al filipino en el coche y descendieron a la playa. Ya estaba atestada de gente, luminosa, alegre, punteada de movimientos constantes. Ella escogió un lugar poco concurrido y extendió el albornoz.

—A ver esa copa —dijo él.

—Antes date un chapuzón —dijo ella. Él la miró. Se despojó despacio del albornoz; ella lo tomó y lo extendió al lado del suyo. Él la miró de pie.

—¿Cómo es la cosa? ¿Es que tienes que ser siempre más lista que yo, o es que debo yo creer a pie juntillas todo lo que tú me digas?

Ella lo miró luminosa, cálida, con cariño, inescrutable.

—A lo mejor son las dos cosas. A lo mejor no es ninguna de las dos. Anda, date un chapuzón; en cuanto vuelvas del agua te tengo preparada la petaca y un cigarrillo —cuando él regresó del agua, mojado, jadeando, el corazón algo desbocado, ella tenía la toalla lista, y le encendió un cigarrillo y le destapó la petaca cuando los dos se tendieron sobre los albornoces extendidos. Ella se tumbó apoyada en un codo, sonriéndole, alisándole el agua del cabello con la toalla mientras él jadeaba, a la espera de que el corazón frenase la velocidad de los latidos y se aquietase. Continuamente, entre el punto en que estaban y el agua, y en toda la extensión de la playa que alcanzaban a ver, pasaban los bañistas, jóvenes en bañador, jovencitas con poco más, con sus cuerpos bronceados, despreocupados, nada cohibidos. Así tumbado, le parecía que caminasen los bañistas por el borde mismo del mundo, como si solo ellos y quienes eran como ellos lo habitasen, y él a sus cuarenta y ocho años fuese el último superviviente de una raza olvidada, de otra especie, y le parecía como si ellos fuesen a su vez los precursores de una raza todavía no vista en la faz de la tierra: hombres y mujeres sin edad definida, bellos como dioses y diosas, y con la mentalidad de los niños pequeños. Se volvió de prisa y miró a la mujer que tenía al lado, el rostro sosegado, los ojos sabios, sonrientes, la piel y las sienes veteadas, las raíces de los cabellos vistosas allí donde el tinte y la permanente habían sido infructuosos, las venas azuladas y tenues en las piernas, una miríada de venas bajo la piel.

—¡Para mí estás más guapa que ninguna! —exclamó—. ¡Para mí eres mil veces mejor que cualquiera!

 

III

 

El jardinero japonés, con el sombrero calado, estaba dando golpecitos en el cristal y haciendo muecas, y no dejó de hacerlo hasta que la anciana señora Ewing salió a recibirle. Traía el periódico de la tarde con un titular marcado en negro: LA TAL LALEAR MONTA UN NÚMERO EN EL JUZGADO.

—Tome usted —dijo el japonés—. Lea mientras cojo agua.

—Me parece que hoy prefiero no echar ni un vistazo al periódico —dijo ella—, pero gracias de todos modos —regresó al cuarto de estar. Excepción hecha de la silla, el mobiliario estaba exactamente igual que estuvo cuando lo vio por vez primera, aquel día en que su hijo la llevó a la casa y le dijo que ése había de ser su nuevo hogar, y que su nuera y sus nietos eran su nueva familia. Apenas había cambiado nada, y lo poco que se había alterado era aquella parte de la que su hijo no sabía nada, y eso tampoco había cambiado en absoluto durante tanto tiempo que ella ni siquiera recordaba ya cuándo añadió la última moneda a las que guardaba en la hucha. Era un jarrón de porcelana que tenía en la repisa. Sabía tan a la perfección lo que tenía dentro que conocía de memoria hasta el último centavo; no obstante, lo tomó y se sentó en la silla que se había traído desde Nebraska y vació las monedas y con ellas cayó el horario desgastado en su regazo. El horario estaba doblado por la página en que lo había doblado ella aquel día en que fue caminando al centro de la ciudad, hasta la oficina en que se expendían los billetes, y quince años atrás lo guardó, aunque de aquello hacía tanto tiempo que el círculo que trazó a lápiz en torno al nudo ferroviario más cercano a Ewing, Estado de Nebraska, se había desdibujado del todo. Pero tampoco eso le hizo falta; se sabía la distancia exacta milla a milla, tal como se sabía el importe del billete hasta el último centavo, y allá a comienzos de los años veinte, cuando empezaron a preocuparse las compañías de ferrocarril y empezaron a caer las tarifas de los billetes de viajeros, no hubo agente de cambio y bolsa que mirase con atención las oscilaciones del mercado de los cereales, ni de otras mercancías, no al menos con la misma atención con que ella estuvo pendiente de los anuncios y tarifas de las compañías ferroviarias. Luego llegó el día en que por fin se estabilizaron los precios de los billetes, y el coste del trayecto a Ewing volvió a costar trece dólares más de lo que ella había sido capaz de ahorrar, y esto sucedió en una época en la que su fuente de ingresos se secó del todo. Su fuente de ingresos habían sido sus dos nietos. Cuando entró en aquella casa un día, veinte años antes, y vio a los dos niños pequeños por primera vez, los miró con una mezcla de retraimiento y afán a partes iguales. Iba a ser dependiente durante el resto de su vida, pero algo daría a cambio de su dependencia. No es que tratase de hacer otro Ira y otra Samantha Ewing a partir de las dos criaturas; ése fue el error que había cometido con su propio hijo, y eso fue lo que empujó a su hijo a huir del hogar. Ahora era mucho más sabia; ahora entendía que no era cuestión de repetir las adversidades: meramente se limitaría a tomar lo que había tenido cierto valor en su vida y en la de su esposo, aquello que habían aprendido por medio de las adversidades, de la resistencia, del honor y del orgullo y del valor, y a transmitírselo a los niños sin que ellos tuviesen que padecer adversidad ninguna, sin sufrimiento, sin asomo de desesperación. Había contado con que hubiera ciertas fricciones entre su nuera y ella, pero al mismo tiempo había supuesto que su hijo, el auténtico Ewing, había de ser su aliado en caso de roce; se había resignado incluso, al cabo de un año, a esperar, puesto que los niños todavía eran muy pequeños; no llegó a sentirse alarmada, puesto que también los niños eran auténticos Ewing: después de haber mirado en aquella primera búsqueda las caritas aún sin terminar de formar que tenían los dos, después de escrutarlas rasgo a rasgo, se dijo que era porque aún eran dos bebés, o poco más, y que por eso no se parecían aún a nadie. Por eso se contentó con esperar y ver cómo se desarrollaban los acontecimientos; ni siquiera llegó a saber que su hijo tenía en mente mudarse de casa hasta que le dijo que había comprado la otra, y que la casa en la que habían vivido quedaría como vivienda para ella hasta que muriese. Ella los vio marchar; ni dijo nada; no iba a empezar entonces. No empezó de hecho hasta pasados cinco años, durante los cuales vio a su hijo ganar dinero cada vez más deprisa, cada vez con mayor facilidad; lo vio amasar con una facilidad a todas luces despreciable, una facilidad a todas luces despectiva, esa sustancia por la que en cantidades mezquinas se había desvivido su marido, sin dejar de aspirar con uñas y dientes, con incorruptible rectitud, al honor y a la dignidad y al orgullo, y le vio gastar y derrochar del mismo modo lo amasado. Para entonces, había dado por imposible al hijo y había entendido tiempo atrás que ella y su nuera habían de ser enemigas morales, enemigas implacables, irrevocables. Fue al quinto año. Un día, en la casa de su hijo, vio a los dos niños tomar dinero del bolso de su madre, que se encontraba olvidado en una mesa. La propia madre desconocía cuánto dinero podía tener en el bolso; cuando la abuela se lo dijo montó en cólera y desafió a la anciana a que se lo demostrase. La abuela acusó a los niños, que negaron todo lo ocurrido sin que les variase un ápice la expresión de la cara. Ésa fue la auténtica ruptura que se produjo entre ella y la familia de su hijo; con posterioridad, vio a los dos niños solo cuando el hijo ocasionalmente los llevaba consigo en sus infalibles visitas diarias. Le quedaban unos cuantos dólares en monedas sueltas, que se había llevado desde Nebraska y había conservado intactos por espacio de cinco años, puesto que allí no tenía necesidad ninguna de recurrir a su dinero. Un día dejó a la vista una de las monedas cuando estaban los niños en la casa, y cuando volvió a ver si seguía en su sitio había desaparecido. A la mañana siguiente trató de hablar con su hijo a propósito de los niños, recordando la experiencia que había tenido con la nuera y abordando la cuestión de una manera indirecta, hablando del dinero en términos generales.

—Sí, así es —dijo el hijo—, estoy ganando dinero. Y mientras pueda pienso seguir ganándolo tan deprisa como esté en mi mano. Pienso dar a mis hijos lujos y ventajas que mi padre nunca soñó que pudiera disfrutar un niño.

—De eso se trata —dijo ella—. Ganas dinero con excesiva facilidad. Todo este país es demasiado fácil para nosotros, para los Ewing. Puede que no sea del todo malo para los que llevan aquí desde hace generaciones, eso ni lo sé ni lo puedo saber, pero sí sé que para nosotros no es bueno.

—Pero es que estos niños han nacido aquí.

—Solo llevan aquí una generación. La generación anterior a ellos nació en una chabola de adobe, con techo de tierra, en medio de la frontera que alcanzaba en Nebraska el cultivo del trigo. Y la generación anterior nació en una cabaña hecha de troncos, en Missouri. Y la anterior nació en un blocao de Kentucky, rodeado de indios a todas horas. Este mundo nunca ha sido fácil para los Ewing. Es posible que no haya querido el Señor que fuese un mundo fácil.

—Pero de ahora en adelante lo será —dijo él, y lo dijo con un tono de triunfo—. También lo es para ti y para mí, pero sobre todo lo es para ellos.

Y esto fue todo. Cuando se marchó, ella tomó asiento en la silla de Nebraska que había sacado del guardamuebles; se sentó en silencio, tranquila; era la primera silla de las que compró el viejo Ira Ewing después de construir una casa, una silla en la que ella meció al pequeño Ira y lo durmió en brazos muchas veces antes de que aprendiera a caminar, mientras el viejo Ira se sentaba en otra silla que había construido a partir de un tonel de harina, adusto, sosegado, incorruptible, tomándose el bien ganado descanso del crepúsculo, entre un día y el siguiente, y así permaneció sentada la anciana, diciéndose que eso fue todo. Su siguiente iniciativa fue curiosamente mucho más directa; hubo en ella algo del oportunismo del auténtico pionero, el aprovechamiento de una ventaja fría e inmediata, acorde con lo espartano de las circunstancias; fue como si por primera vez en toda su vida fuese ella capaz de aprovecharse de algo, cualquier cosa, lo que fuese, algo ganado mediante un trueque en el que cambió su juventud y su madurez y su fuerza por la inmensidad de Nebraska, y no con el fin de seguir viviendo, sino con el fin de morir en paz; aparentemente no vio en ello ni paradoja ni deshonestidad. Comenzó a hacer caramelos y pirulíes, comenzó a hacer pasteles con los materiales que su hijo le compraba a crédito, y comenzó a vendérselos a los dos nietos, a dárselos a cambio de las monedas que su padre les diera, o que acaso sisaban del bolso de la madre, y dio en esconder las monedas en el jarrón de porcelana, junto con el horario de los trenes, atenta al crecimiento de sus mezquinos ahorros en la hucha improvisada. Pero al cabo de unos cuantos años los niños crecieron y les dejaron de apetecer caramelos y pirulíes y pasteles, y fue entonces cuando ella vio cómo descendía el precio de los billetes de ferrocarril, y vio bajar aún más los precios, hasta quedar el suyo clavado a trece dólares de distancia. Sin embargo, no renunció a su empeño ni siquiera entonces. Su hijo quiso facilitarle una persona de servicio muchos años antes, y ella rechazó el ofrecimiento; creía que, cuando llegara el día, la hora adecuada, no se negaría él a darle al menos los trece dólares que le faltaban, los trece dólares que ella le había ahorrado. Y esto tampoco salió como había previsto y deseado. «Quizás no fuese la hora adecuada —se dijo—. Quizás lo intenté cuando era demasiado pronto. Quizás me dejé llevar por la impaciencia y la sorpresa —se dijo, mirando el montoncillo de monedas sueltas que tenía en el regazo—. O quizás él se llevó una sorpresa cuando dijo que no. A lo mejor, cuando haya tenido tiempo…». Se puso en pie. Introdujo las monedas en el jarrón y lo dejó de nuevo en la repisa, mirando el reloj en ese momento. Eran las cuatro, quedaban dos horas para que empezase a preparar la cena. El sol estaba en lo alto; vio el agua de la manga de riego centellear y destellar al sol cuando acudió a la ventana. Seguía el sol bien alto, seguía siendo por la tarde; los montes aparecían serenos e incoloros bajo el sol; la ciudad, la tierra se extendía en una miríada de colores bajo el sol, la tierra, el terreno que había generado cada año un millar de nuevos credos, de creencias, de panaceas, de curas, pero que no había generado en cambio una sola enfermedad con la cual refutar todo aquello; bajo los rayos del oro permanecía la tierra inalterable por la lluvia, por el clima, los días intercambiables, monótonos, hermosos, sin fin, incontables, extraídos del pasado de la culminación y extendiéndose sin fin hacia la culminación del futuro.

«Me quedaré aquí y viviré por siempre», se dijo.

*FIN*


“Golden Land”,
The American Mercury, 1935


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