Casa digital del escritor Luis López Nieves


Recibe gratis un cuento clásico semanal por correo electrónico

La tarde de un fauno

[Cuento - Texto completo.]

Adolfo Bioy Casares

Yo había dicho que las diferencias de temperamento que descubre cada cual entre hombres y mujeres, en definitiva, son las que descubre cada cual en el trato con su mujer y, en definitiva, son las que hay entre cualquiera y su prójimo.

—No sé —contestó alguien en aire de duda.

—Lo que sabemos todos —concluyó otro— es que uno vive solo, deseando encuentros imposibles.

—Eso es verdad —afirmó el del aire de duda; ahora, con ágil seguridad, tomó la palabra para no soltarla—. Vean, si no, lo que me pasó un invierno, años atrás. Las obligaciones me retuvieron por tres o cuatro días en el Tandil. Despaché el trabajo la primera mañana, pero resolví quedarme hasta el regreso de un ingeniero de la firma, que andaba por el Sur.

Era un invierno muy crudo; fuera de la cama usted no se hallaba en caja. Me sobraba el tiempo, y como no podía pasar la vida acostado, intenté una recorrida turística por parajes pintorescos; el frío, tras acortarla notablemente, me introdujo en un cinematógrafo, de donde me corrió a los pocos minutos, para devolverme al hotel. Allí entre té y cognac, a cada rato yo me levantaba del asiento y palpaba los radiadores, para cerciorarme de que la calefacción estaba encendida. Increíblemente, estaba encendida.

La segunda tarde, luego de un breve ensayo de matar el rato en un bar, que resultó deprimente, no me moví del hotel. El Palace, con sus columnas blancas y sus carnosas plantas en maceta, me agrada, porque reproduce, en una escala menor, de buen gusto, los grandes hoteles de la belle époque; pero ¿quién no recuerda el poemita del pájaro cautivo y la jaula de oro? Mi jaula, por otra parte, era de frío, de impaciencia y de tedio. La rueda del tiempo se había detenido. Yo leía los diarios hasta aprenderlos de memoria, amén del anuncio de un remate-feria, de fecha vencida, pinchado en la pared, y aquel otro de los rotarianos, que recomendaba: Visite Tandil. Divagué en pleno día como un desvelado en la mitad de la noche y me figuré de pronto, ustedes no lo creerán, que el único refugio para olvidar el aburrimiento era una aventura con una mujer.

Como me faltaba la mujer, en el comedor miré a las que ocupaban las mesas vecinas, por lo general señoras formales, abocadas al alimento propio y de chicuelos que correteaban en derredor, y vigilé, a lo largo de interminables horas, en el salón de lectura, con la impertérrita paciencia del pescador de caña, la puerta giratoria y el quiosco de hierros forjados del ascensor, otras tantas loterías cuyos premios no estimularon mi esperanza. Intuí entonces la interesante verdad de que las mujeres lindas no andan sueltas por el territorio de la República, sino que están reunidas en dos o tres lugares. Acababa de formular la regla, cuando descubrí la excepción. No la trajo el ascensor ni entró por la puerta giratoria. Estaba, como puesta por un mago, en un sillón, a mis espaldas. El puro instinto, o algún movimiento de Olga, me indujo a volver la cabeza y a mirar.

—Dormías —explicó afectuosamente—. Parecías alerta, un centinela, pero yo pasé a tu lado y no te desperté.

Olga es una muchacha muy linda. Atrae por el pelo rubio, la tonalidad y perfección de la piel, la nobleza de facciones y una grave diafanidad en la mirada, que guarda armonía con su alma recta, nunca pedante ni hostil. Es buena persona. A mí las buenas personas me gustan: todas pertenecen, lo he descubierto con extraordinaria lentitud, a la verdadera élite de la gente superior. En cuanto a la seguridad de que uno al arrimarse no recibirá mordiscos ni zarpazos, no importa demasiado, porque estamos en la vida dispuestos a cualquier cosa, pero tiene su mérito.

—¿Qué haces en el Tandil? —preguntó.

Tras explicar, pregunté:

—Y tú, ¿qué haces?

—Estoy esperando a mi marido —contestó—. Fue a revisar un campo en Juárez. Le llevará el día entero.

Sonreí intencionalmente o, mejor dicho, tontamente. Antes de casarse ella, pareció probable un amor entre nosotros. No pasó nada, no volví a verla, pero tampoco la olvidé. Quiero decir que al recordar a Olga, este centenar de kilos de carne de hombre, oscura e hirsuta, suspira. No sé si ustedes me entienden.

Me miró en los ojos, de una manera abierta, que valoré como prueba de la franqueza y de la naturalidad de las mujeres. Le devolví la mirada y comenté:

—Con este frío, uno no está en caja… —tras una vacilación, concluí rápidamente—, en ninguna parte.

—¿Frío, aquí, en el hotel? —preguntó.

—En el mundo entero —respondí con sinceridad—. ¿No tomarías un cognac o, mucho mejor, un té bien calentito?

—Un cognac —dijo.

Fuimos al bar. Mientras bebíamos el primer copón, advertí o imaginé que sus ojos se detenían, más de una vez, en los míos. Adelanté una pregunta bastante segura:

—¿Cómo te trata la vida?

La vida trata mal a todos, a casi todos. Por eso me sorprendió la respuesta de Olga.

—Demasiado bien.

Por si quedaba la posibilidad de un distingo entre vida y matrimonio, intenté una segunda pregunta, una pregunta que no falla, salvo con gente pequeña, de amor propio enorme.

—Y con tu marido, ¿cómo te va?

—¡Cómo quieres que me vaya! —exclamó.

—Claro, claro. Mi corazón no me engañaba.

Me interrumpió a tiempo.

—Es un hombre extraordinario —explicó—. Me gustaría que lo conocieras.

—No pido otra cosa —aseguré con hipocresía.

—Da vergüenza decirlo: me adora. No merezco tanta suerte.

—Tanta suerte —repetí con desconsuelo.

Entendí que yo estaba de más, como el médico ante un paciente en perfecta salud, y tuve ganas de retirarme cuanto antes. Olga —ella sí que es una persona extraordinaria— adivinó mi estado de ánimo.

—Perdóname —pidió—. Nada de peor gusto que elogiar a un hombre ante otro. Se ven como rivales y no dudes que en un toro encontraría uno mayor comprensión. Pero tú y yo, qué embromar, podemos dejar de lado la etiqueta y hablar francamente. Lo necesito tanto.

Con la última frase me desarmó. Quedé a la disposición de Olga, para lo que quisiera. Se lo dije. Tomándome las manos —no, no me las tomó, pero la efusión del momento correspondía al ademán—, mirándome en los ojos, murmuró:

—Gracias —después oí tres palabrejas que ya no esperaba—. No soy feliz.

Tuve que recurrir al coraje para aventurar la afirmación:

—Tú no quieres a tu marido.

—Con toda el alma —replicó.

—¿Y él? ¿No me dijiste que te quiere?

—Claro que me quiere.

—¿Entonces?

—¿Cómo, entonces? ¡Por eso mismo! ¿No entiendes?

—No, no entiendo —contesté con rabia.

Como si yo no estuviera, como si hablara para sí misma, declaró:

—Le di una prueba de cariño.

De repente recordé. Decía la verdad Olga. Era una historia de una deuda de honor. ¿Cómo pude olvidarla? Quizá recorramos la vida solos, existan muy poco los otros… Olga me había enamorado, se la llevó el individuo aquel y traté de borrarla de la memoria. Me creí perseguido por su recuerdo; pero muy pronto empecé a olvidar lo que me contaban de ella. A lo mejor olvidé esa historia, porque probaba que Olga quería a su marido; a lo mejor, porque olvidamos todo. El marido era un jugador incurable. (Parece que después Olga lo curó, con mano suave, pero segura, me dijeron). Una noche el individuo perdió más de lo que tenía, y como no conocía otro honor que el de las deudas de honor, a la mañana quiso pagar. Lo que se llama desprendida, Olga nunca fue —lo son pocas mujeres—, pero sacrificó buena parte de su fortuna para que el marido pagara. Una prueba de amor verdadera, porque en tales deudas no creía y en el dinero sí.

Pidió otro cognac. ¡La rapidez con que las mujeres beben y fuman! Se alejó el mozo; Olga habló tristemente:

—No soy digna —dijo.

—¿De tu marido? —pregunté. Me incorporé, busqué un espejo; como resultó demasiado grande para traerlo, con la mano lo señalé y grité a media voz—: ¡Mírate!

Sonrió. Era más linda aún cuando sonreía. Gravemente continuó:

—No soy digna. Tú has vivido, debes entender. Quiero decir que soy indigna.

Yo le aseguré que entendía, pero no bastante para ayudarla, y que desde luego no creía en ayudas de amigos ni de nadie. No por falta de voluntad, sino por la soledad de cada uno. ¿Me explico? Entonces me refirió la historia, un tanto sórdida, de su caída. Por una circunstancia que se me escapó, una tarde quedó no sé dónde, con un hombre extraordinariamente grosero y absurdo…

—Un hombre que por el aspecto no más —dijo— toda mujer desprecia. Creo que era peletero. No tengo nada contra los peleteros. Quiero que te lo imagines: gordo, rubio, sobre todo calvo, de cara sudada, con lentes de oro. Y de pronto yo estaba en sus brazos. Porque sí, nada más que porque sí.

—¿Volviste a verlo?

—¿Cómo te imaginas? Nunca. Pero si lo viera sería igual. No existe. ¿No te digo que no existe?

—Entonces —respondí— tampoco existe tu famosa caída.

Alegué que no era injusto considerar el hecho como ocurrido en un sueño y opiné que ella no debía atribuirle trascendencia alguna.

—Tan fácil —protestó.

—¿Cómo ese vertiginoso instante conmovería tu amor, firme y real como una roca? Por otra parte —argumenté— no está lejos la hora en que la sociedad, los hombres, revisemos la idea de traición. ¡Traición! ¡Qué palabra desmedida! No está lejos la hora en que nuestras más crudas novelas de amor se vuelvan totalmente ilegibles por ridículas. La gente no entenderá la gravedad con que tratamos las traiciones. Verá esta cuestión como una manía de nuestros novelistas, una manía inexplicable, como la del honor de las mujeres, tan localizado en un punto, que interesaba a los clásicos. No demos importancia a hechos que no la tienen. El amor no es eso. No es un juego, no es una ficción ridícula. Cuando queremos de verdad…

He olvidado cómo concluí el párrafo, pero doy fe de que dije «uno está por encima» y de que eché mano del adjetivo «inconmovible».

Yo proponía tales argumentos con mayor elocuencia que ahora y, ebrio de lógica, había cerrado los ojos; recuerdo perfectamente que antes de reabrirlos pensé: «Voy a recoger el triunfo»; pero recuerdo también que entonces tuve la primera duda y que me pregunté: «¿No saldrá ella con mejores razones?». ¡Tantas veces me ocurrió esto con las mujeres! Como si realmente poseyeran una mayor sabiduría sobre lo esencial de la vida, cuando creemos que solo un milagro nos mostraría las cosas bajo otra luz, las mujeres con naturalidad operan el milagro, dan razones que reconocemos como verdaderas, razones que anonadan las muestras, que nos dejan a la altura de niños teóricos, un poco estúpidos, porque hablan de lo que no saben.

Olga, cuándo no, suavemente movía la cabeza. Con extrema dulzura, como si de veras hablara con un niño, respondió:

—No, mi querido. Lo que dices está bien, en abstracto; en la realidad, no. ¿Cómo no descubriste todavía que en el amor intervienen sentimientos, no razones, y que a los sentimientos no los maneja la voluntad? Por lo mismo, no hay que razonar demasiado el amor. Con la religión, es lo más real que tenemos, pero no te pongas a razonarlos, porque no queda nada o, peor aun, se vuelven, como tú dices, ridículos. Probablemente el amor sea un juego; en los juegos hay que respetar las reglas. En todo caso, es algo muy delicado: no lo manosees, como lo he manoseado yo, porque lo estropeas irremediablemente.

Me acuerdo que pensé: No aprendo. Como otras veces, por orgullo del intelecto, yo había caído en el error de imaginar la vida, el mundo, del todo transparentes a la razón, y, como otras veces, una mujer me señalaba que siempre queda para cada cosa un fanal de bruma, un margen inexplicable.

—El gran amor —porfié— no es tan débil. Porque lo soples no cae. Aguanta. Está por encima.

Argumenté y protesté con ímpetu creciente, porque me habían convencido. Olga notaba, quién lo duda, que mi dialéctica sonaba a hueco.

Insistió todavía:

—Ah, si pudiera volver al momento anterior y reanudar el camino sin el revolcón infame.

Me conmovió el auténtico tono de dolor. ¡Qué no hubiera dado por consolarla! Para mí, Olga ya no era una mujer deseada, sino una hermana triste. Apelé a toda mi energía mental para encontrar cuanto antes el argumento incontrovertible. Mientras buscaba algo mejor pregunté:

—¿Cómo una caída fortuita puede contaminar el afecto?

—El afecto, no —dijo—, pero el amor no es únicamente afecto.

Como agudamente observó el negro Acosta, las mujeres tienen otra complejidad. Nosotros, entregados al inmediato asunto debatido, olvidamos que un poco más allá suele estar el verdadero móvil.

—Todo minuto —anuncié, al fin, en aire triunfal— toda hora, todo día te aleja, y si perseveras, aquel momento se perderá de vista, muy pronto, en el olvido.

—¿Si persevero? —preguntó con un ligero sobresalto—. ¿En qué?

—¿En qué? —repetí para ganar tiempo, porque la explicación me parecía redundante y molesta—. En el amor por tu marido, en la fidelidad, en todo lo que no me conviene, qué diablos.

Yo descontaba que mi estúpido exabrupto arrancaría siquiera una sonrisa. De ningún modo. No exagero: me pareció que de pronto Olga se había cansado mortalmente. Como si le costara un gran esfuerzo, protestó:

—Después de aquello, ahora, para mí no tiene sentido la fidelidad. ¿Entiendes?

Entendía, desde luego, pero ella misma, tan perfectamente me había persuadido, que al rato yo no podía, ¿cómo diré?, prevalerme de su infortunio.

Hubo un revuelo por el lado de la recepción. Alguien había llegado. No me cabe duda de que Olga y yo compartimos una misma expectativa. Cuando, por fin, entrevimos al viajero, Olga comentó con alivio:

—No podía ser mi marido. Ya te dije que tiene para todo el día en ese campo.

—¿Dónde pasó lo del peletero?

—En el hotel de…

No pregunten si mencionó el Azul o Las Flores, porque el punto preciso ¿qué importa? Les diré, en cambio, que al responder me miró en los ojos, un poco —la palabra es fuerte para algo tan fugaz— provocativamente.

Hubo un silencio en que oí el segundero de mi reloj. De manera visible Olga se entristeció. Ahí estaba, al alcance de la mano. —Dios mío, triste era más linda aún—, y reflexioné que si la perdía esa tarde probablemente la perdería para siempre.

—Vamos a tomar otro cognac —anuncié.

Tal vez ustedes imaginen que tuve, por jactancia, el propósito de castigarla. Se equivocan. Firmemente creo que ella habló de corazón, que fue sincera en todos los momentos. A mí me faltó agilidad para pasar de una idea a otra, y seguirla. Por eso la perdí, nada más.

*FIN*


El gran Serafín, 1967


Más Cuentos de Adolfo Bioy Casares