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Un ladrón y su mujer

[Cuento - Texto completo.]

Manuel Rojas

Una tarde de principios de invierno, en aquel pueblo del sur, una mujer apareció ante la puerta de la cárcel. Era una mujer joven, alta, delgada, vestida de negro. El manto cubríale la cabeza y descendía hacia la cintura, envolviéndola completamente.

El viento, que a largas zancadas recorría las solitarias callejuelas del pueblo, ceñíale la ropa contra el cuerpo, haciéndola ver más alta y delgada.

Tenía la piel blanca y los ojos claros.

Estuvo un largo rato mirando la vieja y torcida puerta de la cárcel. Detrás de la reja, más allá del ancho corredor, un gendarme con aire aburrido se paseaba con su carabina al hombro. Por fin, la mujer avanzó y entró decidida. Llevaba un paquete colgando de la mano izquierda.

—¿Qué quiere? —preguntó el guardia, interrumpiendo su paseo.

—Quisiera… —dijo la mujer, pero en el mismo instante el gendarme gritó con voz gruesa:

—¡Cabo de guardia!

—¿Qué te pasa? —respondió una voz delgada desde el interior.

—Aquí hay una mujer que quiere… —empezó a decir el soldado, pero como no supo qué agregar, se encogió de hombros y recomenzó su paseo.

Apareció un vejete chico, delgado, de bigote blanco, vestido de uniforme, con la gorra torcida sobre la oreja y un gran manojo de llaves en la mano.

—¿Qué quiere, señora? —preguntó con voz amable.

La mujer se acercó a la reja.

—¿Hay aquí un preso que se llama Francisco Córdoba?

—¿Francisco Córdoba? Espérese… —respondió el cabo, rascándose la cabeza e inclinando más con este movimiento la gorrilla sobre la oreja—. Francisco Córdoba… Sí. Uno delgado, moreno, de bigote…

—Sí.

—¿Y qué?

—Yo soy su mujer y quisiera verlo para entregarle una ropa que le traigo.

—¡Um! Ahora no va a poder verlo. Es muy tarde. La ropa puede dejarla, con confianza; yo se la entregare.

—Y estos veinte pesos.

—¿Quiere mandarle veinte pesos? Muy bien. Démelos. No tenga cuidado, señora —agregó, risueño, viendo que la mujer dudaba;

—Sí, tome —dijo ella.

—Si quiere hablar con él, venga mañana temprano.

—Bueno; muchas gracias.

—De nada, señora. Vaya tranquila.

Todavía no había salido, cuando el cabo, dándose vuelta hacia adentro, gritó con voz estentórea:

—¡Francisco Córdoba!

—¡Eh! —respondió lejos una voz que ella conocía; la voz de su hombre.

Se detuvo, con la esperanza de oírla de nuevo, pero ningún otro grito salió del fondo de aquellas murallas húmedas.

—¡Francisco Córdoba!

—¿Qué hay, mi cabo? —preguntó el preso.

—Toma. Tu mujer ha venido a verte y te manda este paquete y estos veinte pesos.

—¿De veras, mi cabito? ¿Y por qué no me deja hablar con ella?

—Ya es muy tarde. Vendrá mañana en la mañana —respondió el cabo, abriendo la puerta y entregando al preso el paquete y el dinero.

—Muchas gracias, cabo.

—Abre el paquete.

—En seguida.

El paquete contenía ropa interior limpia. El cabo echó una mirada de reojo y cerrando la puerta del calabozo se fue. Pancho Córdoba, contento, cantando de gozo, empezó a cambiarse la ropa. Su mujercita había venido, trayéndole ropa limpia y dinero. ¡Tan linda y tan fiel!

Desde donde la llamara, por muy lejos que estuviera, venía siempre a verlo. Ni una vez faltó al reclamo de su hombre en desgracia. Se enterneció pensando en ella, tan seria, tan humilde, tan maternal, siempre sin quejarse, llena de solicitud y de atención.

Pancho Córdoba era un hombre delgado, moreno, de bigote negro. Vestía siempre muy correctamente. Era un poco jugador y otro poco ladrón, poseedor de mil mafias y de mil astucias, todas ellas encaminadas al poco loable fin de desvalijar al prójimo. ¿Qué es lo que no sabían hacer las manos de Pancho Córdoba? Desde jugar con ventaja al póquer, al monte o a la brisca, hasta extraer un billete de Banco, por muy escondido que estuviera en el fondo de los ajenos bolsillos, todo lo hacía. Era un verdadero pájaro de cuenta, hábil, alegre, despreocupado. Lo habían detenido en la estación de ese pueblo en los momentos en que pretendía dejar sin su repleta cartera a un respetable caballero, y a pesar de su aire de indignación, de su chaqué y de sus protestas de honradez, fue enviado rectamente a la cárcel.

Una vez que se hubo cambiado de ropa, se sintió otro hombre y se paseó con aire de importancia por el calabozo. Mañana vendría su mujer, haría algunas diligencias, gastaría algún dinero y seguramente lo pondrían en libertad. Conocía el sistema.

Dos horas después, los presos fueron sacados de sus calabozos y llevados al patio. Antes de las ocho era costumbre pasar lista a los detenidos. Esto servía también como recreo para los reos.

Apenas llegó al patio, el salteador Fortunato García, condenado a una larga condena, se acercó a él y le dijo:

—Pancho, oye bien lo que te voy decir.

—Habla.

—Óyeme sin mirarme. Cuando pase por aquí la guardia de relevo, los hombres de mi cuadrilla se echarán encima de los soldados y les quitarán las carabinas. Seguramente habrán tiros hasta para regalar. Mientras tanto, yo me con-eré hacia el fondo y saltaré la muralla que da al río. La fuga está preparada nada más que para mí; pero si quieres escaparte, sígueme. Si la treta sale bien, nos podemos ir muchos ¿Entendiste?

—Si, gracias.

—No me des las gracias todavía, porque es muy posible que si la cosa sale mal nos peguen un tiro. Atención.

Al principio, el proyecto le produjo un poco de miedo a Pancho Córdoba. Él no era hombre de tiros ni de situaciones trágicas. No le gustaban las emociones demasiado violentas. Pero pensándolo bien, el asunto no eran tan terrible y todo dependía del modo cómo se aprovechara el tiempo. Observaría el desarrollo de los acontecimientos y si las circunstancias se prestaban, se marcharía lo más rápidamente posible.

Pensó inmediatamente que su desconocimiento de la región era un obstáculo para su fuga y buscó, entre los hombres que lo rodeaban, a alguien conocedor del terreno que pudiera guiarlo y acompañarlo.

Entre los presos había dos indios araucanos mocetones fornidos, altos, macizos, condenados a varios años por un robo de animales. Se acercó a ellos y en breves palabras les puso al corriente de lo que se preparaba, comprometiéndose ellos a llevarlo consigo y no abandonarlo. Conocían la región como sus propias rucas.

—En cuanto me vean correr, síganme —les dijo Pancho Córdoba con aire de jefe.

Sin embargo, le quedó una última duda. ¿No sería una estupidez exponerse a recibir un tiro, ya que su causa no era grave y podía salir de un momento a otro? ¿Y su mujer.

Estaba pensando en ella cuando apareció en el patio el pelotón de gendarmes que abandonaba la guardia. Pasó por delante de los presos y desapareció por la puerta que daba hacia el exterior. Inmediatamente entró el grupo que cubriría la nueva guardia. Apenas los soldados llegaron a la mitad del patio, uno de los presos cerró la puerta y los demás se echaron aullando encima de los nuevos, centinelas. Gritos de violencia y quejidos de angustia se oyeron. A Pancho Córdoba se le encogió el corazón. Miró hacia el fondo del patio y vio que Fortunato García se lanzaba al aire desde lo alto de la muralla. La guardia, cogida de improviso, fue desarmada casi en su totalidad, y sus hombres, pálidos, se arrinconaban, rechinando los dientes de rabia. Dos soldados luchaban aún.

Tres hombres más saltaron la muralla. Francisco Córdoba se repuso y pensó que estaba perdiendo un tiempo precioso. Hizo un rápido cálculo y vio que todavía disponía de diez o quince minutos para ponerse a salvo. Además, ya era casi de noche y sería fácil escurrirse entre las sombras.

Sin saber cómo se encontró en lo alto de la pared.

Saltó en el aire y apenas tocó el suelo apretó a correr derecho. Un minuto después los indios corrían a su lado.

—Por aquí.

Se desviaron un poco y llegaron a la orilla de la barranca del río.

—No hay camino. ¡Tírate! —gritó uno de los indios, lanzándose al vacío.

Llevado por el ímpetu de la carrera, Pancho Córdoba no tuvo tiempo de reflexionar y cerrando los ojos saltó. Cayó en una pendiente de tierra suelta que se desmoroné y lo fue a dejar, rodando, a la orilla del río.

El indio más joven corría ya sobre el agua, chapoteando delante de Pancho. El otro venía detrás. Subieron la pendiente contraria y se encontraron a la orilla del río, frente al campo inmenso, nerviosos y entusiasmados por la fuga.

En ese momento se oyó el primer tiro en la cárcel y como si ésa hubiese sido la señal de partida, los tres echaron a correr como locos.

Los faldones del chaqué de Pancho Córdoba volaban detrás de él.

No supo cuánto tiempo estuvo corriendo. Con los puños cerrados, lleno de una alegría frenética, corría detrás del indio joven, procurando mantener la distancia. El indio corría con un trote largo, elástico, sostenido, resoplando como un caballo. El otro marchaba detrás de Pancho y él sentía su respiración rítmica y su paso liviano resonando en el silencio del campo. Se sentía seguro en medio de esos dos hombres tan sanos, tan robustos, que parecían dispuestos a correr todo el tiempo que fuera necesario y más aún.

Pero si Pancho Córdoba era ágil y liviano como un verdadero ladrón joven, no poseías en cambio, la formidable resistencia de sus compañeros. El sudor corría a chorros por su cuerno y a la hora escasa de marcha se dio cuenta de que no podría correr mucho tiempo más. Sentía el pecho y las piernas pesadas y la respiración producíale un dolor como de quemadura en la garganta. Empezó a perder terreno y tropezaba continuamente, vacilando en la carrera. Quiso detenerse, pero el indio que venía detrás le gritó:

—¡No te pares, huinca cobarde! ¡Corre!

El insulto le dio rabia, pero también le dio fuerzas y continuó corriendo. Pero aquel demonio que corría delante de él era incansable, no disminuía un instante su largo trote y parecía tocar apenas con sus pies la blanda hierba del campo.

De pronto tropezó y cayó rodando al suelo, con la boca abierta, extenuado. Los dos indios se detuvieron.

—¡Párate! ¡Corre! —le gritaron desesperados, rabiosos.

—No puedo. Váyanse ustedes. Déjenme solo —murmuró Pancho Córdoba.

—¡Párate! Vienen soldados… —le dijeron.

Pancho no respondió, no podía hablar. Entonces el indio más joven lo levantó bruscamente, se puso delante de él e inclinándose lo tomó sobre su espalda, reanudando la carrera. Pancho, avergonzado, se tomó del cuello del indio y se dejó llevar. Durante mucho rato el araucano corrió con su carga humana con un trote pesado pero continuo; cuando juzgó que el hombre había descansado lo — suficiente, lo soltó. Pancho Córdoba volvió a correr y corrió hasta caer nuevamente al suelo, rendido, tomándolo entonces en hombros el otro indio. Cuando éste lo dejó, se negó a correr más. Ya no había razón para proseguir corriendo, pues se habían alejado bastante y seguramente estaban fuera de peligro.

Sin embargo, siguieron andando de prisa, escuchando de rato en rato. Pero el campo estaba en silencio. Ni un grito, ni un disparo, ni un trote de caballo. La obscuridad era profunda y en medio de ella marchaban los tres hombres, mudos, respirando fatigosamente.

Al día siguiente, muy temprano, la mujer de Pancho Córdoba se encaminó hacia la cárcel. Había tenido noticias de la evasión, pero sin saber detalles de ella. Estaba pálida y demacrada. Apenas había dormido esa noche. En la obscuridad de su pieza, medio dormida, medio despierta, veía a su marido muerto, tendido de bruces en el suelo, o huyendo, perseguido por un soldado que le hacía fuego sin poder herirlo. Otras veces lo veía libre, sonriendo, o herido afirmado en un árbol, pálido, mirándola tristemente mientras ella lloraba.

¿Hasta cuándo viviría ella así? Todos los trances angustiosos en que él se encontraba a menudo, todos los peligros que corría, las prisiones, las fugas, los procesos, todo ese dolor continuo que forma la vida de un delincuente, recaía únicamente sobre ella. El soportaba los acontecimientos, vivíamos: ella sufríalos, viviendo siempre angustiada, recibiendo en su corazón de mujer todo el obscuro dolor de la vida de su hombre.

Resignada, silenciosa, iba de allá para acá, siguiéndolo en sus vicisitudes. Había unido su vida a la de ese hombre, queriéndolo, sin saber que era ladrón; cuando lo supo lo quiso más, sintiendo hacia él un cariño de madre y de hermana. Antes de llegar a la puerta de la cárcel, se detuvo indecisa.

¿Se habría fugado o no habría podido hacerlo? ¿Estaría herido o muerto? ¿Qué hacer?

Por fin se decidió a entrar.

Detrás de la reja se paseaba un gendarme con el arma al hombro. Pero éste no tenía el aire aburrido que tenía el de la tarde anterior. Este se paseaba resueltamente, con aspecto de guapeza y desafío.

—¿Qué quiere? —preguntó, deteniéndose y echando una mirada terrible sobre la mujer.

—Quisiera hablar con el cabo de guardia.

—¡Cabo de guardia! —gritó él.

Un hombre alto y moreno acudió. La guardia había sido cambiada y el simpático vejete de la gorrilla ladeada estaba descansando.

—¿Qué pasa? ¿Qué quiere, señora? —preguntó con voz brusca.

—Es que… el otro cabo me dijo que podía venir hoy en la mañana a ver a mi marido.

—¿Quién es su marido?

—Un detenido, Francisco Córdoba.

—¿Francisco Córdoba? —preguntó el cabo sorprendido.

—Sí. Yo vine ayer a hablar con él y el otro cabo me dijo…

—Sí. Sí; espérese. ¿De modo que usted es la mujer del reo Córdoba?

—Sí, yo soy.

—Muy bien, pase.

Abrió la reja y la mujer entró.

—Venga por acá.

La hizo entrar en un cuartucho donde había una mesa y una banca. Algunos grillos estaban colgados de la pared.

—Siéntese.

La mujer se sentó, tímida. Había notado que el cabo le dirigía furtivas miradas, como queriendo sorprendería. Además, su voz estaba llena de malicia. El hombre se plantó ante ella.

—¿Así es que usted quiere hablar con el preso Francisco Córdoba? —preguntó irónicamente.

—Sí, señor.

El gendarme la miró de arriba abajo y después de un momento preguntó:

—¿Usted no sabe lo que pasé anoche aquí?

—No, señor —mintió ella.

—Hubo una fuga. Los presos atacaron a la guardia e hirieron a dos soldados. Su marido fue uno de los cabecillas. ¿Usted no sabía que estaba preparando una fuga?

—No, señor, nada.

—¿No sabía nada, no? ¿Usted es de aquí del pueblo?

—No. señor; llegué ayer de Santiago.

—¿Él no le dijo nada a usted?

—Si no he hablado con él.

El cabo calló, mirando a la mujer. Después le dijo, repentinamente, queriendo confundirla:

—Usted ha venido al pueblo a preparar la fuga.

—No; él me escribió a Santiago pidiéndome que le trajera ropa y dinero. Nada más.

—¡Um! ¡Qué casualidad! Llegar el mismo día de la evasión. Y dice que no sabe nada…

La mujer, con la cabeza inclinada, sentía caer sobre ella la mirada y las palabras del cabo. Este, con las piernas abiertas, balanceaba el cuerpo, haciendo sonar el llavero que llevaba colgado de la mano izquierda.

—¿Y usted no sabe dónde está su marido?

—¿Se arrancó? —preguntó ella, anhelante.

El hombre largó una risotada.

—No, no alcanzó a irse. Está aquí, bien guardado. Espérese un momento.

Salió y volvió acompañado de un sargento. Ante la puerta conversaron los dos en voz baja. El sargento miraba de vez en cuando a la mujer. Terminada la conversación, avanzó hacia ella y díjole:

—Usted va a quedar detenida. Necesitamos hacer algunas averiguaciones.

La mujer no protestó. Sabía que era inútil.

—Vaya con el cabo.

—Por aquí.

El cabo guió a la mujer por una ancha galería de celdas y calabozos. Afirmados en los barrotes de las rejas, mudos, tristes, algunos presos miraban a la mujer y al cabo. No hacían un movimiento ni decían una palabra; no había ni sorpresa ni pena en sus rostros. Habían perdido toda expresión y parecían formar parte de aquellas rejas, de aquellas paredes y de aquellas tablas de las tarimas.

—¡Está triste la gallada! —murmuró el cabo irónicamente—. Se les dio vuelta la tortilla.

Aludía al poco éxito de la fuga, atribuyendo a ello la causa del silencio y de la tristeza de los presos.

Por fin en el último calabozo de la galería fue encerrada la mujer.

Al entrar, vio sobre la tarima una frazada manchada de sangre, extendida sobre un bulto que parecía el de una persona. No dijo una palabra; pero apenas el cabo cerró la puerta y se fue, avanzó hacia la tarima, cogió la frazada de una punta y tiró hacia atrás, con miedo, temiendo ver de pronto aparecer el rostro pálido de su hombre.

El muerto no era su marido; lo tapó cuidadosamente y fue a pararse ante la reja del calabozo. Después de irse el cabo, los presos habían comenzado a hablar en voz baja, de calabozo a calabozo, y ella sentía el cuchicheo a lo largo de la galería. Escuchando estaba, cuando cerca de ella una voz la llamó desde un calabozo:

—¡Señora! ¡Señora!

—¿Qué quiere? —respondió, sin ver al que llamaba.

La voz era suave y el que hablaba parecía tener el propósito de servirla o ayudarla.

—¿Por qué la traen a usted? —preguntó.

—Vine a ver a mi marido que está preso aquí; me han dicho que anoche hubo una fuga y he sido detenida mientras hacen algunas averiguaciones.

—¿Y quién es su marido? —preguntó la voz.

—Francisco Córdoba.

—¿Pancho Córdoba? Se fugó anoche con seis reos más.

—¿Se fugó?

—Sí, señora, alégrese.

La noticia corrió rápidamente por la galería ¡La mujer de Pancho Córdoba estaba allí! El tono de la conversación subió alegremente. La única distracción del momento la constituía el hablar de los que habían logrado fugarse.

Durante mucho rato estuvo oyendo contar, los detalles de la evasión. Tranquilizáronla los presos, diciéndole que su situación no era comprometedora y que tan pronto prestara la primera declaración la pondrían en libertad.

La charla de los presos la entretenía y la libraba de la horrible soledad de su calabozo, haciéndola olvidar un poco la fría presencia de aquel muerto.

Pero transcurrió el día y vino la tarde, helada, silenciosa. El rumor y el cuchicheo se fueron apagando poco a poco y por fin la mujer quedó aislada entre las paredes del calabozo. Hasta muy entrada la noche se mantuvo afirmada en la reja, de pie, sintiendo a su espalda algo molesto y extraño, procurando oír alguna voz, algún rumor de pasos, algo que la acompañara en su soledad.

Por fin sintió frío y cansancio. El viaje que había hecho desde la capital, la mala noche pasada, la falta de alimentación, la rindieron. Se levantó y haciendo un gran esfuerzo de valor, fue hacia el muerto y tomando la frazada de una punta empezó a descubrirlo. Cuando la hubo retirado completamente, caminó en punta de pies hasta un rincón, se arrebozó en la frazada y sentándose en el suelo, se quedó profundamente dormida.

Durante cinco días permaneció en la cárcel, Sin ser interrogada. El juez había sido llamado a la capital y ella tuvo que esperar su vuelta, pacientemente, resignada con su suerte. El cabo pequeño, el vejete de la gorrilla ladeada, venía siempre a hablar con ella, a acompañarla, y procuraba entretenerla contándole historias y chascarros. Le inspiraba piedad y simpatía aquella mujer que no protestaba, que quería tanto a su hombre y que esperaba sin desesperarse. Además, el cabito había apreciado mucho a Pancho Córdoba, tan jovial, tan generoso y… tan pillo.

A las horas de comida venía a dejarle personalmente la ración, un guisote horrible que ella no podía soportar.

—Hay que comer, hija mía. —decíale, paternalmente—. El que no come no digiere y para vivir hay que comer y digerir. Haga un empeñito. Mire, tápese la nariz, cierre los ojos y échese una cucharadita a la disimulada.

Ella reía y consentía en comer para agradar a aquel vejete tan simpático.

Por fin, al sexto día, habiendo regresado el juez, fue llevada a declarar, y como su declaración y la de la dueña de casa donde viviera una tarde y una noche fueran satisfactorias, fue puesta en libertad.

Desde la cárcel se fue hasta la estación, sola, silenciosa, tal como había llegado, y allí estuvo sentada hasta que llegó el tren.

Cuando subió, sintió que la chistaban, llamándola. Se dio vuelta y vio, en un rincón del coche, a su marido, a Pancho Córdoba, que le sonreía tiernamente. Al verlo sintió algo dulce y triste que le oprimía la garganta y el corazón y empezó a llorar calladamente, sin sollozar, como si se propusiera no hacer ruido.

Él la tomó de un brazo y la sentó a su lado, acariciándola. Estaba locuaz y hablaba alegremente:

—¿Te tuvieron presa todo este tiempo? Yo lo suponía… Fíjate que yo me fugué con dos indios araucanos, que me llevaron en hombros cuando me cansé de correr. Fuimos a dar no sé dónde, por allá, en las montañas, a sus rucas. Me atendieron como a un príncipe, me dieron bien de comer y cuando al venirme les ofrecí dinero, los veinte pesos que tú me mandaste, no me lo aceptaron. Les pregunté cómo podía pagarles, ¿y sabes lo que me pidieron? Los forros de seda del chaqué para hacerse bolsas tabaqueras. ¡Ja, ja, ja! ¡Qué diablos lesos! ¿Qué te parece?

Pero ella no contestó. Con la cabeza afirmada en el hombro de Pancho Córdoba, lloraba dulcemente, sintiendo que con el llanto descansaba su corazón atribulado.

*FIN*


Zig-Zag, Chile, 1928


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