Casa digital del escritor Luis López Nieves


Recibe gratis un cuento clásico semanal por correo electrónico

La próxima vez

[Cuento - Texto completo.]

Henry James

Es digna de recordación la singularísima visita que esta mañana me tributó la señora Highmore: vino a proponerme que escribiera una gacetilla sobre su próxima gran obra de inminente aparición. Sus grandes obras han aparecido con tanta frecuencia sin necesitar mi patrocinio, que yo tenía sobrado derecho a quedarme mirándola de hito en hito; pero lo que sobre todo me maravilló fueron las razones en que fundamentaba su petición, y lo que me incita a escribir estas páginas son las remembranzas que en mí despertó su explicación de sus razones. En tanto hablábamos, el pobre Ray Limbert pareció estar sentado entre nosotros: la señora Highmore recordó que, hacía dieciocho años, mi vínculo con él había principiado cuando ella vino a mi casa antes de almorzar, tal como hoy, para aquella vez pedirme que lo ayudara. Aunque por entonces ella ignoraba cuán poco vale mi protección, al menos no lo ignora actualmente, y precisamente ello infunde comicidad a su visita. Conforme aproximo la antorcha hacia aquellos distantes años —vale decir, conforme trato de resolver con pluma vacilante y pensativa la larga suma de mis remembranzas—, advierto que estas dos ocasiones circundan la existencia pública de Limbert, o por lo menos mi pequeña apreciación de la misma. Fue la palabra “Fin”, con una pequeña rúbrica moralizadora, lo que la señora Highmore pareció ponerle hoy al pie de la última página. Como es “una de las más voluminosas plumas de nuestro tiempo”, muchísimas veces ha estampado tal palabra… pero nunca, seguramente, a despecho de su dominio profesional de las idóneas emociones, suscitando igual impresión de ese misterio y esa tristeza que, al modo de ver de las personas sensibles, suelen impregnar todas las historias humanas definitivamente caducas. En cualquier caso, su primero y su último pedido abre y cierra la historia de Ray Limbert; y cuando sus melancólicos recovecos recuperaron nitidez gracias a nuestra media hora de charla, me juré, mientras aquella iluminación durase, recobrar lo que pudiera de su delicada hechura y exponer con fina paciencia la inquietante lección.

Era portentoso ver cómo la señora Highmore ya había extraído una lección por su propia cuenta: no dudó en clarificarme lo sucedido a Ralph Limbert o, cuando menos, en facilitarme un atisbo de la noble admonición que ella había leído en la carrera de nuestro amigo. Ninguna prueba mejor de la vividez de esta parábola, con la que uno y otro estábamos realmente de acuerdo en amigable connivencia, que haber convertido al bien a una pecadora tan empedernida como la señora Highmore. Lo cierto es que no me cogía de nuevas: me recalcó, como tantas otras veces, que durante los últimos diez años ella había querido escribir una obra genuinamente artística, una obra cuyo éxito de ventas le importase un bledo. Además insistió en que a esta contumacia había sido empujada primordialmente observando lo que hacía su cuñado y de qué forma lo hacía. Como él no vendía, pobrecito, y como varias personas, entre las cuales figuraba yo, encarecían dicha circunstancia, ella concibió el capricho —y lo concibió desde los mismísimos inicios de su prolífica andadura— de alcanzar, siquiera por una vez, tan heroicas cotas. Anhelaba ser, a semejanza de Limbert, aunque desde luego solo por una vez, un fracaso exquisito. Un fracaso, un fracaso comercial, tenía algo que en cierto modo un éxito no lo tenía. Un éxito era tan prosaico como una abundante cena: nada más cabía decir sobre ella aparte que era abundante. En casos así, ¿quién sino la gente vulgar se entrega a justipreciar glotonamente los distintos platos? Y muy a menudo esa gente vulgar es quien otorga el éxito. Mirándolo bien, el éxito solo daba dinero; vale decir, daba tantísimo dinero que cualquier otra consecuencia parecía diminuta en comparación con aquélla. ¡Ahora bien, un fracaso —ah, con la ayuda de un inmenso talento, cierto es, porque había diversas clases de fracaso— podía dar tantísima reputación! Me hizo el honor —lo había hecho a menudo— de sugerirme que lo que ella entendía por reputación era que yo le arrojase una flor. Si se necesitaba un fracaso para obtener un fracaso, admití estar bastante cualificado para coronarla de laureles. Precisamente porque ella había hecho tantísimo dinero, y porque el señor Highmore lo había invertido con tantísima pericia, era por lo que estaba en condiciones de permitirse una hora de límpida gloria. Ella recordaba que siempre que la escuché suspirar aquel deseo, yo había estado presto a argüirle que un libro que se vende puede ser tan límpidamente glorioso como uno que no se vende. Naturalmente que ella era consciente de ello, pero también era consciente de que eran éstos los tiempos en que triunfa la novela insulsa, y de que nunca me oyó hablar de algo que “arrastraba a las multitudes” de la misma forma como en ciertas ocasiones me oyó hablar de algo que no las arrastraba, con dos o tres concisas palabras de respeto que, empleadas por mí, parecían implicar más de lo que significaban habitualmente, parecían sacralizar el tono del comentario, como por la mismísima impenetrabilidad del secreto.

En punto a estas alusiones me es lícito manifestar que, independientemente de lo que en ese instante pensara yo de mí propio en cuanto dispensador de justicia crítica, jamás había tenido reparo en carcajearme del afán con que la señora Highmore perseguía la calidad a todo trance. Ni por un día logró salvarse del cruel hado de ser popular, y no había ninguna razón para que no lo fuera, si bien yo nunca contribuí a ello. El público la quería, como comentaba traviesamente su marido; no pretendo decir que éste último, que intervenía en sus contratos y luchaba por ella con los editores e incluso —en sus más audaces gestiones— con los críticos, alguna vez barruntara que la señora Highmore trataba de conspirar contra su talento o más bien, como cabría decir, contra el mío. Tampoco pretendo decir que cuando la señora Highmore se proponía ser lo que llamaba sutil (pues ¿acaso Limbert no era sutil, y también yo?), sus infatigables lectores, benditos sean, sospecharan la trampa y reaccionaran de manera insólita: todo lo contrario, se alzaban entusiasmados en el aire para morder el anzuelo que ella creyó haber sostenido muy alto y, engulléndolo ufanamente de un solo bocado, meneaban su gran cola colectiva pidiendo más con toda inocencia. A ella no le era dado no gustar, y sus mayores refinamientos no espantaban. Siempre he tratado semejantes disgustos como un misterio digno del mayor respeto, mas esta mañana tuve plena conciencia de que eran la razón práctica por la cual ella se dirigía a mí. Así, pues, cuando me dijo con el rubor de un chiste atrevido en sus simpáticos mofletes rollizos: “Creo, ¿sabe?, que usted podría hacerme fracasar”, entendí muy bien su pensamiento. Pensaba ella que en otros tiempos había sido el fino escalpelo, como hiperbólicamente lo calificó alguien, de mi penetrante juicio lo que una y otra vez había cortado el tenue hilo del cual pendía en el mercado la suerte de Limbert. Pensaba que mi apoyo era comprometedor, que de hecho mis elogios eran fatídicos. Yo me había abonado a la incomprensible especialidad de no encontrar nada en determinadas celebridades, de encontrar demasiado en algún eventual desconocido y de juzgar todas las obras desde un punto de vista que, cualesquiera fueren mis razonamientos (y bien sabe Dios que nunca escamoteé mis razonamientos), siempre era estimado maligno y obscuro. En suma, mi amor era el amor que mata, pues mi sutileza, a diferencia de la de la señora Highmore, no hacía menear la cola del público. Ella no había olvidado que Limbert, a finales de su vida, y cuando era más grave su situación, no dejaba de dirigirse a mí, con un latente patetismo extraño en la mirada, para decirme: “Querido amigo mío, esta vez creo que por fin voy a arrasar, siempre que usted se calle”. Como quiera que en aquellos días callarme era favorecerlo ante el público masivo, cuya indiferencia casi lo había llevado a morirse de hambre, ahora romper mi silencio era favorecer a la señora Highmore ante el público minoritario.

La síntesis de todo lo anterior era que yo había amedrentado en demasía a los lectores, ahuyentándolos de nuestro amigo, pero que ella no estaba muerta de hambre y su luctuosa reputación necesitaba precisamente que yo hiciera eso mismo por ella. Y, según me insinuó benévola pero delicadamente, quedaba además, por si hicieran falta más razones, lo que podría considerarse el precio de mi breve e inteligente nota crítica. Me parece que lo insinuó con la creencia halagadora —a fuer de niña mimada de los libreros— de que por mis breves e inteligentes recensiones me ofrecían unos emolumentos sustanciosos. Sean éstos como fueren, de todos modos, sin duda se le había pasado por las mientes que la inquietud que el pobre Limbert manifestaba por sus ganancias llevaba implícita la nulidad de las mías. En definitiva, las molestias que pudiera acarrearme complacerla no serían jamás de orden pecuniario. Su visita, los motivos que la inspiraban, su fantástico anhelo de calidad y su ingeniosa teoría acerca de mi influjo crítico se me antojaron una excelente comedia, y cuando finalmente acepté estudiar la posibilidad de complacerla me dejó el manuscrito de su nueva novela. No supe alegar ningún pretexto para rehusar su súplica y desde entonces he estado repasándolo; pero me siento completamente abrumado ante lo que espera de mí. ¿Qué tendrá en la cabeza, pobre ilusa, y cómo se le ha ocurrido que el estro de la “calidad” haya podido permearla siquiera tres minutos? ¿Por qué se figura que esta vez ha sido “artística”? No es ahora otra cosa, presumo, que no haya sido siempre. ¿Qué cree haber suprimido? ¿Qué imagina haber agregado? Nada ha suprimido ni agregado. Habré de enviarle una carta de disculpa. Es un libro inexistente, y no se me alcanza qué podría escribir de él. ¿Cómo remediar que sus insaciables lectores lo ingurgiten con la voracidad habitual?

 

1

 

Ella ya comenzaba a jalonar su trayectoria con el fervor de dichos lectores cuando me abordó, a principios de la década de los setenta, para interesarme por la suerte de su futuro cuñado, basándose paradójicamente en el amor no correspondido que yo había albergado por la hermana de ella misma. La bonita y sonrosada Maud me había dado calabazas, pero dentro de ese pequeño y agitado círculo parecía yo tener fama de comprensivo. La bonita y sonrosada Maud, que por entonces, antes de que sus sinsabores llegasen, resultaba tan sumamente cautivadora que hasta la deslucida Jane era agradecidamente consciente de todo lo que eso le granjeaba a la familia… Maud Stannace, muy bibliófila también, muy lánguida y terriblemente dependiente de su madre, había cedido —desacertadamente, según mi subjetiva opinión— al enamorado galanteo de Ray Limbert, a quien la señora Stannace veía con malos ojos. A decir verdad, eran pocas las cosas que la señora Stannace veía con buenos ojos: le era motivo de consternación que las dos muchachas, maculadas por la estirpe del padre (éste había publicado unos incoloros Recuerdos o chatas Conversaciones con su padre), heredaran improcedentes aficiones literarias. Aunque no hija, ni siquiera sobrina, era, si no estoy equivocado, prima segunda de un centenar de condes y gran defensora de las relaciones familiares, luego muy otros eran sus nupciales proyectos para su hija brillante, máxime después de que su hija exánime (con tal displicencia juzgaba originariamente a quien habría de escribir ochenta volúmenes) se convirtiera en la segunda esposa de un excirujano castrense, padre ya de cuatro niños. A las claras, la señora Stannace soñaba con que la bonita y sonrosada Maud separase algún candidato, que no sería echado de menos, del abundante racimo de nobles. Puesto que se interesaba solo por primos segundos resolví desaprender el camino a su casa, una de las contadas sendas elegantes, como una vez me lo recordó, que yo podía permitirme hollar. A Ralph Limbert, que no era nadie y que no había hecho nada —ni siquiera logró graduarse en Cambridge—, lo recomendaba exclusivamente el enigmático hechizo que ejercía sobre su hija menor; pero su hija menor, si es que en ella había una chispa de amor filial, no perpetraría la irrespetuosidad de abandonar por Ralph Limbert a una madre hondamente apegada e intensamente susceptible.

Estas cosas las supe por Jane Highmore, quien, cual si sus libros fueran niños (no los tuvo de otra clase), había aguardado hasta después de casada para mostrar sus aptitudes y ya prometía rodear a su encantado marido (a él se le atribuía, por alguna misteriosa razón, parte del mérito) de una gran prole en grupos de trillizos, que, rectamente encaminados, serían el báculo de su vejez. Ahora Maud y Ralph, ninguno de los cuales tenía ni un penique, estaban formalmente prometidos; su desposorio estaba sujeto a la condición de que él ganara unos ingresos regulares. No cabía concebir una más enamorada pareja de jóvenes, y la señora Highmore, mujer bondadosa, que además tenía un sentido profesional de las historias sentimentales, ansiaba protegerlos. Lo que deseaba era conseguirle un empleo estable a Ralph Limbert, y se le había ocurrido que yo podría ayudarla a conseguírselo, aunque, de hecho, nada semejante hubiera obtenido yo hasta entonces para mí mismo. Pero nadie ignoraba que yo era muy exigente, en tanto que el pobre Ralph, con la humildad del genio, estaba dispuesto a aceptar cualquier cometido, por modesto que fuera, con tal de ganar un mínimo sueldo. Si, por ejemplo, pudiera entrar en un periódico, lo demás terminaría viniendo por añadidura. Cierto es que sus dos novelas, una de las cuales me trajo la señora Highmore, habían pasado inadvertidas y que a ella personalmente no la atraían de una manera irresistible; pero, así y todo, podía garantizarme que me bastaría tratarlo diez minutos (y nuestra entrevista debía celebrarse lo antes posible) para recibir la impresión de un gran talento potencial.

Nos dimos cita tan pronto como terminé la novela que me dejó la señora Highmore, novela en cuya hermosa construcción hallé un deslumbrante carácter que por entonces ya desesperaba yo de encontrar. Seguramente, yo, sin saberlo, había estado buscando con gran tesón un autor a quien pudiera colocar por encima del bien y del mal; sea como fuere, cuando trabé conocimiento con Ralph Limbert y su obra me rendí a una de las más exquisitas emociones de mi vida literaria: la novedosa sensación de una actividad en la cual podía dejar descansar a mi espíritu crítico. Este profundo y saludable descanso no ha sido turbado hasta la fecha. Ha sido una prolongada entrega total, el lujo de no discernir entre lo malo y lo bueno. Él no podía decepcionarme, escribiera lo que escribiese, pues tanto la peor como la mejor de sus páginas virtualmente me causaban igual deleite. Era un caso, supongo, de armonía preestablecida, en el cual, me apresuro a agregarlo, hoy día estoy muy bien acompañado. En la actualidad somos un clan numeroso, partícipes de la misma paz, sentados a la sombra del mismo árbol, junto al murmullo de la fuente cantarína, resguardados del tórrido desierto y, que yo sepa, acaso no merecedores de otro reproche que la costumbre de estimar excesivamente a las personas según lo que opinen sobre determinado estilo. Si fuera la misión de estas páginas, pese a ello, constituir la crónica de mi entusiasmo, no las habría emprendido: se ocupan de Ralph Limbert en coyunturas ajenas a mí o en las que solo tuve una intervención secundaria. Antiguamente, yo hablaba mucho de su obra, pero rara vez lo hago ahora: la hermandad de nuestra fe se ha convertido en una orden silenciosa cual la de los trapenses. Si hasta el día de su muerte, después de terribles desencantos, la primera impresión que él causaba sugería indefectiblemente la palabra “ingenuo”, fácil es imaginar lo que hubo de ser cuando en su cara todavía aleteaba la luz de la época juvenil. Yo nunca había visto a un hombre de genio que fuera tan poco pagado de sí propio, a un sujeto experimentado que estuviera menos a la defensiva. En los tiempos en que lo conocí, su inocencia aún no había sido puesta a prueba. Ya comenzaba a tropezar en la vida, mas estaba pletórico de grandes ilusiones y de la dulce presencia de Maud Stan nace. Engañosamente melancólico, de pelo negro y tez pálida, tenía ojos de niño inteligente y voz de broncínea campana. A la muchacha con quien acababa de comprometerse le atribuía aún más cualidades que yo; con el andar del tiempo hube de comprobar que, como es lógico, uno y otro le habíamos atribuido demasiadas. Aquel extraño vínculo, el que nos unía a los tres, se hizo perfectamente llevadero desde que reconocí honestamente cuánto más tolerante era él con ella de lo que lo habría sido yo. Me alegraba que Maud no pudiera exprimir mi paciencia y, por su lado, Maud hallaba cierto placer en poder mostrarse impertinente conmigo sin incurrir en el reproche de ser una mala esposa.

A Limbert, por lo visto, sus dos novelas no le habían reportado dinero; tan solo le habían reportado, en la medida en que por entonces pude discernirlo, homenajes que le robaban tiempo. Pero los homenajes sí le reportaron algunas otras cosas: sin ir más lejos, gracias a mí, al cabo de tres meses, El Faro de Puerto Oscuro. No recuerdo cómo logré que lo nombraran cronista londinense de ese gran órgano de la prensa del Norte, a no ser que alguien me hubiera ofrecido esa tarea. Quizá yo renuncié en beneficio suyo, persuadiendo al director de que Limbert era con diferencia el hombre más capaz. Más capaz era lógicamente un hombre que estaría sacrificándose para casarse con una mujer preciosa. Ninguno de los dos servía, como hubieron de demostrarlo los acontecimientos, pero la inadecuación de Limbert era menos escandalosa. El Faro de Puerto Oscuro tenía dos cronistas londinenses: uno de política; el otro, de temas supuestamente artísticos. Se esperaba que ambos fueran dinámicos, y lo que se les sugería era que no sería censurable que tratasen de rivalizar en dinamismo. ¡Menudo problema se le presentaba a Limbert al tratar de ser más dinámico que Pat Moyle, el cronista político de aquella época! Jamás me había parecido tan candoroso como cuando aceptó acometer este empeño, cuyo resultado fue vencer a la señora Stannace, por cuanto, naturalmente, dejó hecho trizas su pretexto para oponerse al desposorio. Todo es sonrisas y lágrimas cuando contemplo retrospectivamente esos tiempos admirables, en los cuales nada era más romántico que nuestra apasionada visión de la realidad. En ningún paraíso de idealistas se escuchó jamás semejante canción de cuna. No tenía nada que ver con la vida bohemia; era el perfecto templo de la señora Grundy. Éramos conscientes de ser bastante anticonvencionales, y eso nos eximía de la obligación de parecerlo; estábamos seguros de cumplir con nuestro deber o de procurar cumplirlo, pero eso nos daba permiso para soñar. Eso sí, soñábamos sin olvidar la tabla de multiplicar: seríamos prácticos o no seríamos nada. ¡Ah, aquellas bocanadas de humo y súbitos epigramas felices, aquellas picaras alusiones y escrúpulos desechados! Para Limbert lo fundamental era terminar su próximo libro, y precisamente la inverosímil ocupación que había encontrado en El Faro le daría desahogo y soltura para ello. Esa clase de trabajo, tan humana y flexible y sugestiva, era una experiencia estupenda; al recoger elementos para sus dos crónicas semanales cosechaba también fragmentos de vida y, por lo tanto, materiales para literatura. Las publicaciones nuevas, las exposiciones nuevas, las personas nuevas: para nosotros, nada había de ser demasiado moderno y nadie demasiado desaconsejable. Lo presentábamos todo y los presentábamos a todos en la tertulia de la señora Stannace, a la cual torné a concurrir.

A decir verdad, la señora Stannace sentíase en extraña compañía: no la molestaban en exceso los libros nuevos, aunque algunos le parecieran bastante raros, pero abrigaba resueltas objeciones contra las personas nuevas. Sin embargo, era sabido que la pobre Lady Robeck escribía pseudónimamente en un periódico, y, desde luego, tal hecho, en su atinencia a la alta sociedad, confería cierta faceta seductora a la profesión. Pero nosotros habíamos premeditado que todas las facetas resultaran seductoras y no cesábamos de estudiar todo lo que un periódico como El Faro exigía. Proporcionarle a un periódico como El Faro todo lo que exigía y ninguna otra cosa más, sin duda no era una tarea arrebatadora, pero sí absolutamente respetable, máxime para un hombre con una novia antojadiza y una futura suegra exasperada. Las primeras crónicas de Limbert me parecieron tan deliciosas como su género lo permitía, si bien no he de negar que, a despecho de comprender cuán importante era hacer concesiones, quedé una pizca desconcertado ante la diligencia con que se había adaptado al tono del oficio. Por supuesto que había que adaptarse, pero ¿realmente era indispensable tanta celeridad? El muchacho era más espabilado, como dijo Maud Stannace, de lo que ella misma había osado esperar. En verdad convenía ser astutos como las serpientes. Si tenía que darles periodismo… pues bien, eso ira: periodismo. Si tenía que ser “cotilla”… pues bien, eso era cotilla. Una que otra vez llegué a sonrojarme —¡bobo de mí!— por algunos de sus excesos. Deploraba que se mostrase tan voluble; aun así, ¡si eso le permitía progresar…! No a él mismo directamente, claro está, pero sí a su libro, a efectos prácticos y en el sentido a que habíamos restringido todas nuestras elevadas ideas sobre progresos. Todo fuera por el libro. Mientras tanto, el bálsamo cotidiano lo constituían las confidencias sobre los avances del libro (y las recibíamos harto prometedoras), los silenciosos cheques mensuales desde Puerto Oscuro, y el sonrosadísimo color de los pequeños preparativos nupciales de Maud, que eran tan delicados, en su corta escala, como si ella hubiese sido un colibrí que construyera su nido. Cuando al cabo de tres meses su novio trabajaba asentadamente en el periódico, cosa que, por lo que se nos alcanzaba, no descontentaba a nadie excepto a la señora Stannace, quien en este respecto era por demás tortuosa y aun quizá envidiosa… cuando la situación, por fin, decía, había tomado un cariz tan amable, se fijó la fecha del desposorio. En aquel entonces, yo publiqué mi primer libro, hoy justicieramente olvidado, una breve colección de ensayos literarios, ocurrencias críticas aparecidas en un diario menos remunerativo pero también menos voluble que El Faro, pequeñas ironías y éxtasis, grandes frases y descarríos; y esa misma semana el pobre Limbert le consagró la mitad de una de sus crónicas, con el feliz sentimiento de, esta vez, satisfacerse a sí mismo no menos que alegrar el desayuno de los lectores de Puerto Oscuro. Me acuerdo de que me dijo que lo que él había tenido que escribir sobre mí no era literatura, sino periodismo, banal periodismo; pero ¿qué importaba ello si indirectamente redundaba, como bien sabíamos, en provecho de la literatura? Por mi recién aparecido volumen, según recuerdo, yo había cobrado diez libras, y con parte de este dinero compré en Vigo Street un rebuscado objeto de plata de ley para Maud Stannace, que fui a llevarle personalmente como regalo de boda. En la salita de su madre —marchito habitáculo empenumbrado por biombos, atestado de fotografías de cetrinas personas distinguidas que firmaban ostentosamente al pie de su imagen y observaban con ojos retocados desde pequeñas ventanas de felpa— se me hizo esperar durante un rato tan prolongado como para intuir en la atmósfera hogareña la confusa vibración de algún desastre. Cuando entró nuestra damisela, estaba muy pálida y también sus ojos habían sido retocados.

—Algo malo ha sucedido —dije al punto; y como en realidad nunca me había fiado más que a medias del relativo consentimiento matrimonial de su madre, me aventuré con un inelegante gruñido a mencionar a la señora Stannace.

—Sí, me ha hecho una escena penosa: ella insiste en que posterguemos el casamiento. Somos muy desdichados: al pobre Ray lo han destituido. —Y sus lágrimas tornaron a afluir.

Hasta entonces me había sentido tan tranquilo, que la miré pasmado:

—Destituido ¿de dónde?

—Del diario, lógicamente. El Faro, en sus propias palabras, lo ha puesto de patitas en la calle. Sus crónicas no gustan: no son del estilo que ellos quieren.

Mi perplejidad no pudo menos que aumentar:

—Entonces, ¿de cuál estilo las quieren?

—Quieren algo más popular.

—¡¿Más?! —exclamé despavorido.

—Más chismoso, más indiscreto. Quieren “periodismo”. Quieren algo desmesuradamente vulgar.

—¡Caramba, pero si así son sus crónicas! —espeté.

Esto era fuerte, conque procuré reportarme, si bien la muchacha me brindó su perdón con una hermosa sonrisa triste:

—Lo mismo afirma el propio Ray. Dice que se había rebajado tanto.

—Pues bien, en tal caso tiene que rebajarse aún más. Debe conservar su colocación.

—¡No puede! —gimió la pobre Maud—. Dice que ha hecho todo lo posible, que ha sido abyecto, que se ha arrastrado como un gusano; y que si eso no les gusta…

—¿Acepta irse? —atajé descorazonado.

Se alzó trágicamente de hombros:

—¿Qué otro proceder le cabe adoptar? Les ha escrito diciéndoles que el trabajo que ha hecho para ellos es lo peor que puede hacer para cobrar su sueldo.

—Entonces —insistí con un destello de esperanza—, ¿le ofrecerán más por hacer algo peor?

—Nada de eso —contestó—; ni siquiera le han ofrecido que continúe con menos sueldo. No lo consideran lo bastante divertido.

Reflexioné un momento, y dije:

—¡Pero, a buen seguro, algo como la crónica en que hablaba de mi libro no puede…!

—¡Su dichoso libro fue la gota que colmó el vaso! Debió hablar de él trivialmente.

—¡Pues si no les parece ya…! —comencé. Pero de nuevo procuré reportarme—. Je vous porte malheur —dije.

Ella no lo negó; se limitó a proseguir:

—¿Qué diantres puede hacer ahora?

—¡Algo bastante preferible! ¡Literatura!

—Pero ¿con qué diantres vamos a casarnos?

Otra vez medité, y dije:

—Se casarán con El tono mayor.

 

2

 

El tono mayor era la nueva novela y, por consiguiente, el quid era terminarla; consumación ésta para la cual, en cierta forma, había preparado el camino el dinero ganado en tres meses de El Faro. La rescisión de este diario fue un duro golpe, pero por entonces yo no adivinaba lo peor; no adivinaba que, además de un golpe, era asimismo un indicio. Era el primer síntoma de las posposiciones a las que con el tiempo habría de sucumbir el pobre Limbert. Como no presintió todo su significado, estaba en el mejor de los mundos. Las dificultades eran ley de vida, pero podía agradecer al cielo que surgieran con motivo de sus colaboraciones en el atroz periódico. Sin embargo, había dificultades inspiradoras, vale decir, las dificultades de El tono mayor, que a fin de cuentas había sido humillante dejar de lado con el fin de hacer volatines para ganar algunos peniques. A Ray Limbert el acariciar amorosamente estas convicciones le valió para amenizar su proceso de culminar el libro; no es que no se sintiera algo disgustado, a mi modo de ver, por su fracasado ensayo de hacer concesiones. Si ya era triste haberse visto en la necesidad de pasar por el aro, era aún más triste que ello no le hubiera servido de nada. Pero en lo sucesivo no habría más concesiones o al menos no habría más aros. El único éxito válido es aquél en armonía con nuestra auténtica idiosincrasia. Esencialmente, la coherencia confiere distinción, y ¿qué es el talento sino el arte de revelar sin cortapisas la personalidad propia, cualquiera que ésta sea? Nuestra obra manifiesta nuestro espíritu o nada manifiesta. Con ternura rememoro que en aquella época intercambiábamos estas admirables observaciones y muchas otras; y que además éramos muy felices, pese a postergaciones y anonimatos, pese también a eventuales escalofríos como los que podía ocasionarnos el haber comprobado lóbregamente que hasta unas conscientes necedades periodísticas estaban muy fuera del alcance del vulgo. Fácil era disipar las sombras reflexionando que todo lo que había que hacer era no escribir para el vulgo; ciertamente, Limbert no escribía para el vulgo mientras elaboraba El tono mayor. Las dotes literarias genuinas solo eran fatales en determinados ambientes, que precisamente eran los ambientes a los que ahora habíamos cerrado la puerta. La señora Stannace, hasta ese momento desmayada sobre sus chafados cojines, se puso en pie tan pronto como logró el aplazamiento del desposorio, y el que no hubiera logrado nada más le parecía a Maud, pálida y orgullosa, una especie de suprema victoria para ella misma, que demostraba la fortaleza de su propio temple. Eso era verdad, me pareció, máxime tratándose de una muchacha a quien la habían enseñado a ser, ante todo y sobre todo, suave y dócil cual flor. Lo que ella le daba a Ray Limbert tenía que ser pagado por éste sometiéndose, entonces y siempre, a sus caprichosas y profusas necesidades; pero ella le había hecho una generosa, casi maravillosa dádiva… y yo lo afirmo aun recordando cuántas mujeres sensibles, antaño y hogaño, han amado su obra de escritor. La muchacha con quien iba a casarse, no solo estaba enamorada de él, sino que, además (esto era lo extraordinario), realmente había visto mejor que casi todos lo que él era capaz de hacer. Lo más extraordinario era que no quería que hiciese nada diferente. En verdad, esta confianza ilimitada era la manifestación primordial de su devoción; eso sí, como todo acto de fe, lógicamente reclamaba milagros. Para un poeta era una esposa exquisita, aunque acaso no fuera la más idónea para un hombre poco adinerado.

Pues bien, en todo caso, tendríamos milagros y estábamos en una inmejorable tesitura para recibirlos. Cada día aumentaba el número de los nuestros, y nos forjábamos una idea elevada hasta de los singulares trabajos que redactaba nuestro amigo para ganarse las habichuelas. No encontró nada como El Faro, pero sí algunas revistas más o menos bonancibles que le encargaron uno que otro artículo. Aunque constantemente había de saltar de lo personal a lo alimenticio, sin duda no era un portento de ductilidad, pero sí que era, tal vez gracias a cierto método que había en esa locura, un portento de infalibilidad. Empero, no todos se percataban de ello: los directores de varias revistas le pedían que contribuyera a sus páginas, pero una sola vez. Iba granjeándose la pequeña fama de ser el hombre indicado para escribir la primera vez: su colaboración inspiraba oscuros recelos respecto de lo que podría suceder la vez siguiente. Servía para causar impresión, pero nadie parecía saber a punto fijo las consecuencias que acarrearía la impresión causada. La sencilla razón era que nadie había tenido todavía la posibilidad de leer El tono mayor, esa rosa ardiente que, privadamente, nosotros contemplábamos formarse pétalo tras pétalo y llamarada tras llamarada. Nada tenía importancia excepto esto, pues ya le habían prometido publicarlo en brillantes condiciones: oferta ésta muy comentada en la tertulia de Jane Highmore, donde en este punto mis remembranzas principian a espesarse de veras. Las rosas de ella despuntaban sin parar y su vida social iba en aumento al compás de sus éxitos editoriales. En casa de Jane Highmore nos daba la sensación de encontrar a “todo el mundo” (así pensábamos, huelga decirlo, cuando nos encontrábamos entre nosotros). Ray Limbert y nuestra anfitriona habían estrechado gran amistad, solo empañada por el hecho de que su marido lo tenía en gran desconsideración; cuando lo llamaban inteligente, este personaje quería saber qué “ofrecía” para demostrarlo, y ciertamente no había comparación entre lo que Ray Limbert y Jane Highmore ofrecían. El señor Highmore tomaba en cuenta el volumen de trabajo realizado. Como quien se calienta al fuego de una chimenea, levantaba las colas de su levita y, tranquila la conciencia, se ponía de espaldas a la pulcra biblioteca donde varias camadas de trillizos estaban cronológicamente ordenadas. La armonía entre su esposa y su futuro cuñado se basaba, como he insinuado ya, en que a cada cual le habría gustado muchísimo ser el otro. Necesariamente valoraba Limbert a una mujer que, aparte ser la mejor criatura del mundo y adalid de su hermana menor, habría tenido, en caso de condescender a ello, tanto éxito en El Faro. Por su lado, la señora Highmore lo declaraba sin ambigüedades: “¿Se dan ustedes cuenta de que él creará exactamente lo que yo quiero crear? Nunca lo crearé yo misma, pero, en cambio, él sí. En verdad creará mi obra, y lo odiaré por eso. ¡El miserable!”. Eso de odiarlo era afectuosa broma, pues el miserable le agradaba sobremanera.

Fue ella quien persuadió a su propio editor de que le prometiera publicar El tono mayor y le adelantara una importante suma a Limbert, dando por sentado que, como suele decirse, el libro tendría aceptación. Tan buena noticia fue proclamada al final de una de aquellas veladas en casa de la señora Highmore, cuando solo quedábamos tres o cuatro personas íntimas y casi se habían acabado las reservas de cigarrillos; pero todavía habían de llegar mejores noticias en otra de tales reuniones, y jamás he podido olvidar que, como era yo mismo quien tenía el privilegio de portarlas, las reservé, pensando en el efecto que causarían, hasta que solo permaneciera un grupo selecto. Ahora el grupo selecto era cada vez más numeroso, pero mi revelación era únicamente para sus más granados miembros… entre los cuales, naturalmente, figuraba el propio Limbert, con quien me disputé un cigarrillo antes de anunciarle que, a consecuencia de una reunión que había tenido yo aquella misma tarde, y de un sutil argumento que esgrimí con eficacia, la perla de los editores, el editor de la señora Highmore, convenía además en anticipar por entregas la novela en su revista. Estaba de acuerdo en “señalizarla” y en pagarle por tamaño privilegio unos honorarios aún más jugosos. Suscité un rosario de balbuceos que por último se articularon en caudalosas palabras, pero al pobre Limbert le falló la voz (no ignoraba que nos volveríamos juntos) y fue alguna otra persona quien inquirió cuál había sido mi sutil argumento. No recuerdo qué florida invención respondí entonces; hoy no tengo por qué ocultar que mi sutil argumento había consistido en el sencillo alegato de que el libro era admirable. Le había dicho:

—Vamos, mi querido amigo, sea valiente. ¡Arriésguese!

El querido amigo pareció comenzar a sentirse llamado a acometer una osada proeza, y yo aumenté su cosquilleo informándolo con entera sinceridad para que no se llamara a engaño sobre la calidad de la obra. Dubitativamente se aferró a dos o tres relativismos, que barrí poniéndolo cara a cara con la imponente verdad: era, ni más ni menos, una joya. ¿No se atrevía a recogerla? El peligro que corría pareció influir sobre él como la anaconda sobre el conejo; hipnotizado y paralizado, la rosada garganta se lo tragó. Cuando una semana antes, atendiendo mi súplica, Limbert me dejó por un día el manuscrito completo, primorosamente pasado a limpio por Maud Stannace, yo me había arrebolado de indignación pensando que el autor de tales páginas carecía de los medios normales para casarse. Enardecido, había pasado a ponerme en campaña para subsanar tamaño escándalo, conque si tres semanas más tarde, al empezar a prepublicarse El tono mayor, la señora Stannace fue puesta entre la espada y la pared, fue directamente por mi culpa. Para que se llevara a cabo el desposorio había exigido unos ingresos regulares; y esos ingresos regulares se lograban por fin.

Tenía que reconocerlo, y luego de mucho desconsuelo entre sus fotografías lo reconoció hasta el grado de aceptar las ventajas que habría en que la nueva pareja se quedara a vivir con ella, contribuyendo cada parte proporcionalmente a los gastos de un común hogar. Jane Highmore insistía en que no dejaran sola a su madre, mas fue la propia señora Stannace quien fijó la proporción que Limbert, al menos, a despecho de sus numerosas fluctuaciones pecuniarias, no hubo de incumplir jamás. Sus ingresos habían sido “regularizados” fuera de toda duda: la señora Stannace se había doblegado tan mortificadamente al hecho, que después de admitirlo no volvió a cuestionarlo y lo dio por sentado hasta el fin. Largo tiempo duró la aparición por entregas de El tono mayor, y mucho antes de que concluyera, ya Limbert y Maud habían contraído esponsales y quedado establecido el común hogar. Seguramente estos meses iniciales fueron los más venturosos en los anales de la nueva familia, con las recientes campanas de la boda y los probables laureles de la gloria, el seguro curso apacible del libro y la cordial música familiar, a la vuelta de la casa, de los estruendosos éxitos de la señora Highmore. A Ralph semejantes meses le permitieron esbozar otro libro, así como darme la feliz nueva, al cabo de algún tiempo, de que sería padre. A veces debatíamos sobre si El tono mayor causaba o no impresión, pero hasta no ponernos de acuerdo sobre qué hay que entender por causar impresión, nuestras discrepancias solo podían ser ociosas. Varias personas le escribieron y varias solicitaron serle presentadas: ¿era eso causar impresión? Uno de los amenos “semanarios”, fustigando a las tediosas revistas “mensuales”, dijo que desde el principio la obra era “crasamente inartística”: ¿no era eso causar impresión? En otro lado la proclamaron “un estudio de caracteres extraordinariamente sutil”: ¿no era eso tampoco? Pero sin duda la impresión más intensa la recibió el editor cuando, al fin, el libro, en sus tres tomos de color limón, le fue servido en frío como tres flanes en una sola bandeja: no amortizó su inversión y, que yo sepa, sigue sin haberla amortizado hasta hoy. La novela de Ralph Limbert logró una gran hazaña en vez de un gran éxito. Convirtió a sus lectores en amigos y a sus amigos en adoradores; consagró al autor, por así decirlo, colocándolo fuera de discusión; pero en punto a ventas desapareció en la oscuridad. Era en suma una obra exquisita, pero que dudosamente merecía publicarse desde el punto de vista económico, e incapaz, sin lugar a dudas, de permitir que hogar alguno se mantuviera a su costa. Dada la intervención que tuve, me enteraron puntualmente de lo sucedido. La señora Highmore insistió en que el segundo tomo le había inspirado ideas, y quizá esas ideas se encuentren en alguna de sus propias novelas, a cuya popularidad es incluso posible que hayan contribuido. La obra de Limbert no terminaba de ser exactamente lo que ella quería crear, pero se acercaba a ello. Ella lo había advertido sobre todo, me informó, a la luz de un estudio crítico que yo publiqué en una pequeña revista, del cual el editor citó profusamente en la publicidad y sobre el cual se tejió la absurda habladuría de que estaba escrito por el propio Limbert. Recuerdo que cuando pregunté cómo se había originado tan peregrino infundio, me contestaron: “¡Oh, ¿sabe usted?, es exactamente la forma en que él lo habría escrito!”. Acaso mi ánimo decayera un poco al reflexionar que con semejantes analogías entre nuestros estilos podría haberlas también entre nuestros destinos.

Aciago iba a ser, en todo caso, el destino de Limbert a menos que algo pudiera hacerse para impedirlo, tal como una y otra vez constatamos a lo largo de los cuatro o cinco años siguientes. Desde luego, lo que podía hacerse para impedirlo era que él escribiera el libro por antonomasia: un libro que mejorara su coyuntura, aliviara de verdad la carga que se había echado sobre los hombros y llegara a expresar inmortalmente su talento. Para las creaciones que sucedieron a El tono mayor tuvo que aceptar inevitablemente condiciones nada ventajosas, y además en unos momentos en que ya la modestia de sus fondos principiaba a colocarlo en un trance apretado. Con tres hijos, una esposa refinada, y una complicación aún más onerosa que éstas, era de capital importancia que un hombre diera exclusivamente lo mejor de sí. Escribiera Limbert lo que escribiese, siempre daba lo mejor de sí; al menos, tal opiné yo siempre, e invariablemente lo puse por escrito, aunque mis opiniones escritas, bien lo sabe Dios, no propiciaran la anhelada mejora de su coyuntura. Lo cierto es que todo el mundo lo opinaba también, conque entre tan numerosas preocupaciones quedaba siempre el consuelo de saber que su reputación era inamovible. Los dos libros que sucedieron a El tono mayor influyeron decisivamente para cimentarle esa reputación, y Jane Highmore vivía exclamando: “¡Es usted único, querido Ray, absolutamente único!”. Acerca de su reputación, a buen seguro única, al querido Ray no le cabía la menor duda en sus débiles conatos de discusión con sus editores. Su cuñada procuraba además darle buenos consejos: era un manantial de sugerencias astutas, de recomendaciones expertas. Sin duda que tales consejos habrían debido resultarle el doble de valiosos porque enteramente versaban sobre la mejor manera de “trabajarse”, como decía ella, una posición valiéndose de una pizca de marrullería. Salvo en los esporádicos casos en que manifestaba el deseo de hacer algún día, al estilo de Limbert, una obra para sí misma, nunca la oí distinguir entre el interés literario y el crematístico. Ella lo incitaba a las baladronadas, recordándole que en este mundo ignaro nos estiman de acuerdo con la idea que tengamos de nosotros mismos, y que hasta con nuestros admiradores era una equivocación fatal ser demasiado sinceros: había que aparentar riqueza en todo instante o, por lo menos, dar a entender que los libros que escribimos se venden bien. Al escucharla se habría pensado que la profesión literaria no era más que un audaz juego de imposturas. Nuestra idea, independientemente de su valía, solo tenía sentido si terminaba obteniendo difusión encomiástica en los periódicos. “Yo doy a entender, se lo aseguro, que su éxito es meteórico. ¡Al menos eso sí puedo hacer por usted!”, le aseveraba a menudo… ya que el señor Highmore se oponía tajantemente a que la señora Stannace se viniera a vivir con ellos.

A esta señora yo no podía evitar considerarla la mayor complicación en la vida de Limbert: apenas le dejaba un reducido espacio para moverse y, dentro de ese espacio, se veía obligado nuestro amigo a realizar su obra como mejor pudiera. Acaso yerro en la impresión de que ella estaba siempre encima, en el doble sentido espiritual y material de la expresión, pues Limbert, pese a no ser hombre de poner en práctica los consejos de la señora Highmore, se guardaba desapacibles confesiones y alzaba insuficientes telones como para que fuera posible escrutar la intimidad de su hogar. Acaso yo exagere retrospectivamente sus ocultas angustias, pues, al fin y a la postre, esos años fueron aquéllos en que su talento se expresó con mayor lozanía y durante los cuales se atuvo con menores inconsecuencias a su ideario artístico. No hablábamos precisamente de la señora Stannace ni, más adelante, de su propia esposa, en esas luengas conversaciones muy fumadoras que de tiempo en tiempo sosteníamos en su rinconcito, del cual pasábamos, como solíamos decir, al parque. El parque era el jardín trasero de la casa, y hasta el estudio de Limbert, contiguo al comedor, llegaba a través de su poco insonorizadora puerta plegadiza el alboroto de los niños cuando tomaban la merienda. A veces nos refugiábamos para charlar en un banco, entre los arbustos, desde el cual veíamos agitarse, en una ventana de arriba, la cabeza de la señora Stannace con su peinado en forma de tiara. Dentro o fuera de la casa la existencia de Limbert estaba abrumada por una región anonadante que, en conversación conmigo, él designaba, de un modo abarcador e inintencionadamente afilado, como el Piso de Arriba. En el Piso de Arriba era donde se fraguaban las tormentas: allí la señora Stannace llevaba sus cuentas y su ceremonial, la señora Limbert tenía sus hijos y sus jaquecas, los timbres sonaban incansablemente llamando a las criadas, y, en suma, acaecía todo lo apremiante que él, pluma en mano, debía solventar de alguna manera en su gris cuartito al nivel del jardín. No creo que le gustara subir al Piso de Arriba, mas no precisé que me comunicara detalladísimas confidencias para percibir que se le exigía que una servidumbre numerosa sí lo hiciera. Las mujeres de la familia Stannace tenían marcadas costumbres de grandes señoras, y no he conocido otra casa donde tres criadas y una institutriz dieran tanta impresión de un séquito real. “¡Oh, son tan diabólicamente, tan ancestralmente refinadas!”, se le escapó a Limbert en un instante de fatiga. Curiosamente, era a causa de que Maud era tan polifacéticamente refinada por lo que otrora nos habíamos enamorado ambos de ella. De todos modos, aquello no era pretexto para hacer sonar la nota quejosa; ningún inconveniente doméstico podía empañarle duraderamente a Limbert la gran felicidad de aquellos años, la felicidad que nos hacía compañía cuandoquiera que charlábamos y que siempre tornaba placenteras nuestras charlas: la sensación de que él estaba pisándole los talones al triunfo, aproximándosele cada vez más, tocándolo por fin, y sabiendo que cuando volviera a tocarlo otra vez sería para aferrarlo y no soltarlo ya jamás. Claro está que por triunfo no entendíamos exactamente lo mismo, sin ir más lejos, que la señora Highmore. A guisa de definición, Limbert acostumbraba citarme algo que yo había consignado en el albur de una de mis propias páginas, cierto aforismo al efecto de que un hombre de su oficio lo alcanza si logra expresar a la perfección un tema admirable. Pues bien, ¿acaso Limbert no había rozado ya esa perfección?

 

3

 

Nada más alcanzar a conciencia la sobredicha perfección, empero, se produjo el cambio: no diré el cambio de su fortuna —¿qué importaba eso en realidad?—, sino el de su fe, de su ánimo y, más exactamente, de su método. Conforme escribo estos renglones me parece revivir la noche en que vislumbré el primer atisbo. Los encontré a los dos en una cena; eran invitados habituales que habían alcanzado el penúltimo escalón, ese escalón que teóricamente es una asistencia selectiva y en la práctica una resignación fastidiada, pues era a fines de temporada y aun espíritus más briosos que ellos ya estaban exhaustos. La noche resultaba sofocante y el ambiente del banquete era tal que constreñía la conversación de los comensales a rechazar los platos y su apetito a olisquear el perfume de alguna flor. Me extrañó, por lo tanto, hallar a la señora Limbert más animada que nunca. Tan vivida como una página de su marido, ostentaba uno de esos hálitos de hermosura que son el milagro de su sexo y uno de esos costosos vestidos que son el milagro del nuestro. Asimismo traía un elegante cupé, en el que había ofrecido salvar de un cabriolé venido a menos a una anciana aristócrata; así, pues, cuando ambas partieron le propuse a su marido, a quien encontré en la puerta, que volviéramos caminando. No anduvimos mucho sin que me confiara que tenía novedades que relatarme; él había aceptado, quién iba a decirlo, un “alto cargo revisteril”. Le habían hecho la propuesta ese mismo día y había tenido que responder en cuestión de horas, sin tiempo para reflexionarlo ni hacerse aconsejar; víctima de un súbito antojo, el señor Bousefield, propietario de una “revista mensual con clase”, se había precipitado sobre él, como suele decirse, llovido del cielo. Le había ofrecido el cargo de director. Las cosas no se presentaban mal; había de por medio un sueldo y una orientación: ambos, dentro de lo que cabe, más bien elevados. Paseábamos lentamente por las calles desiertas, deteniéndonos bajo los faroles, y yo, en medio de las explicaciones que me ofrendó Limbert, y de las inferencias que realicé, procuré desechar mi acongojado presentimiento del negro desenlace. Me reveló más de lo que hasta entonces me revelara. No lograba equilibrar su presupuesto familiar, cosa que era grave: los gastos hogareños rebasaban sus posibilidades actuales. Era perentorio que por fin hiciera dinero y debía laborar exclusivamente para ganarlo. Ese último año, tal necesidad había alcanzado una fuerza rotunda, se había ensañado con él y lo había tumbado de espaldas. Él se había forjado una estrategia, esta vez no ignoraba cómo habría de proceder; en alguna ocasión apropiada en que dispusiéramos de tiempo para comentarla exhaustivamente, me la explicaría de punta a cabo. Su próximo trabajo en la revista iba a ayudarlo, con tal que él se ayudara a sí mismo. Si la estrategia fracasaba, él y Maud habrían de hacer algo drástico: cambiar de vida, irse de Londres, mudarse a provincias, alquilar una humilde residencia rural por treinta libras anuales, meter a los niños en un internado público. Lo noté excitado, y admitió estarlo: había salido de un estado como de sonambulismo. Hasta la fecha había seguido el rumbo equivocado, cometido error tras error. Y ahora lo entusiasmaba la visión del remedio; inefable, grotescamente sencilla, su nueva estrategia se le había ocurrido, sin embargo, solo uno o dos días antes. No, no me diría cuál era; me daba la noche para averiguarla, y si yo no la averiguaba sería porque era un inconsciente igual que él. Pero un hombre que vive solo podía permitirse el lujo de ser un inconsciente. En cambio, él necesitaba unas fornidas espaldas para sobrellevar su pesada carga; por consiguiente, ahora debía procurar ante todo fornirse las espaldas. En lo atinente a su próximo cargo de director de la revista mensual, de veras le había llegado del cielo, porque de ningún modo era un caso como el de El Faro de Puerto Oscuro, sino lo más opuesto que cabía imaginar. Su propietario, el pujante señor Bousefield, se había dirigido a él precisamente porque su nombre, que habría de figurar en portada, no emblematizaba lo voluble. De lo que se trataba era de hacer —ah, desde luego que con amenidad— una protesta contra lo banal. Bousefield quería que Ray Limbert continuara siendo el mismo: para eso lo había escogido. ¿A que por parte de Bousefield era un gesto admirable y valeroso? Bousefield quería literatura, veía aproximarse la gran reacción, el nuevo camino por donde habrían de orientarse las letras. “Pero ¿dónde hallará usted literatura?”, inquirí pesimista; a lo cual contestó, riendo, que no tenía que obtener literatura, sino solo lo que Bousefield se tomaría por tal.

En esta simple frase y sin mayor trabajo descubrí su famosa estrategia. Lo que tendría que hacer en adelante no sería su obra, sino lo que la gente se tomaría por su obra. Tan pronto como hallé una oportunidad debatí extensamente con él la cuestión y, de todos nuestros vivaces coloquios, éste permanece en mi recuerdo como el más animado a que habíamos de entregarnos. Ello no fue, me apresuro a agregarlo, porque me opusiera a sus conclusiones; fue por la mismísima hondura con que, una vez que hube sondeado sus entristecidas premisas, me llegaron al alma. Ya estaba bien de decir con Jane Highmore que él era único, absolutamente único: su impar eminencia lo había llevado al borde de la ruina. Numerosas personas admiraban sus libros, nada era más incontestable; no obstante, parecían oponerse radicalmente a suscribirse a ellos o comprarlos: los mendigaban, o los pedían prestados, o los robaban, o quizá delegaran en uno del grupo la tarea de aprenderlos de memoria y declamarlos, cual los bardos de la antigüedad, a las multitudes atentas. De cualquier modo, se precisaba una ingeniosa teoría que explicara el inveteradamente restringido caudal de sus ventas. No podían vivir de sus libros cinco personas; en consecuencia, debía modificarse ora la naturaleza de las obras en circulación, ora la de los organismos que se alimentaban de ellas. Probablemente el cambio primero era más factible de considerar que el segundo, y así lo hizo Limbert con soberana intensidad, y esta intensidad, aún mayor que la que hasta entonces había tenido yo ocasión de admirar en él, auguraba novedosidad e imprevisibilidad en la próxima etapa de su carrera.

—He estado dándome cabezazos contra un muro como un idiota —me dijo en nuestros ratos confidenciales—; y usted, mi querido amigo, si no le importa que se lo diga, ha estado ayudándome a que hiciera el idiota. Nos pasábamos horas hablando de “triunfo”, válgame Dios, como enclaustrados monjes que cantasen a coro, acariciando la bella ilusión de que estriba en las obras mismas, en expresar de una forma admirable un tema admirable, como usted decía, o en hacer más vibrante, como no sé quién ha dicho no sé dónde, la voz propia. En suma, he procedido como si lo único que hubiera que hacer fuera acatar la ley del talento propio, y me figuraba que si ciertas consecuencias no se producían era por la sencilla razón de no haberla acatado suficientemente. Mi desastre me ha estado bien empleado… quiero decir, por haber usado aquella maldita palabra. No es más que una palabreja de viajante de comercio, de buhonero. ¿Qué es el “triunfo” a fin de cuentas? Cuando un libro está bien, está bien; desde luego es una vergüenza que no lo esté. Cuando se vende, se vende; da dinero igual que las patatas y la cerveza. Si en un sentido acecha el descrédito artístico, y en el otro los inconvenientes de la popularidad, ciertamente es cómodo, pero de ninguna manera glorioso, haberse escabullido de ambas cosas. Los varones discretos no alegan su probidad o su mala suerte. ¡Al diablo el triunfo! Quiero que mis libros se vendan; quiero resultar popular. Es asunto de vida o muerte. Tengo que transitar ese camino. He transitado demasiado el camino opuesto… y ya me lo conozco palmo a palmo. Necesito cultivar el mercado; es una ciencia como cualquier otra. Tengo que ser infernalmente astuto. Será divertidísimo, lo presiento: viviré una existencia resonante y cosecharé pingües beneficios. No he sido fácil; debo ser fácil. No he sido accesible; debo ser accesible. Es otro arte… o tal vez no sea arte de ninguna manera. Es algo distinto; servidor tiene que descubrir qué es. ¿Es algo endemoniadamente raro? ¿Se sonroja usted? ¿Algo apenas decente? ¡Pues mayor incentivo para la curiosidad! La curiosidad es un acicate formidable; nos divertiremos enormemente. Cualquiera lo hace: solo hay que dominar el método. Desde luego tengo muchísimo que olvidar; pero ¿qué es la vida, como dice Jane Highmore, sino una lección? Tengo que tomar de Jane todo lo que pueda, y todo lo que ella pueda darme. Jane no sabe explicarse mucho: es pura intuición; sus procesos mentales son oscuros; la inspiración desciende sobre ella y se apodera de ella. Pero mi propósito es estudiarla reverentemente en sus obras. Sí, una vez me retó usted a que la leyera, pero ahora tengo afilada mi espada: declaro que voy a leer uno de sus libros. Juro que lo haré. ¡Y lo terminaré aunque perezca!

No pretendo que hiciera de una vez todos estos comentarios; mas no dejó de hacer ninguno de ellos en un momento u otro, pues menudearon las ocasiones propicias ya que había pasado a consagrar de todo punto su vida a esta nueva necesidad. No era cuestión de que contara o no contara, valga la expresión, con mi solidaridad moral: la contundente circunstancia de sus desdichas no permitía emitir juicios de valor; trocaba todas mis emociones en ansias de coger los prismáticos. Yo lo observaba como habría observado una larga carrera o una partida de caza, poniéndome irresistiblemente de su parte aunque muy ocupado en calcular sus posibilidades de éxito. A decir verdad, confieso haber tenido muchas veces el corazón en la boca a causa de la infinita distancia que tan rápidamente tenía él que cubrir. Lo veía correr sin descanso por la árida llanura, lo veía adelantarse, virar, ganar, perder; y durante todo el tiempo albergaba yo una secreta convicción. Yo quería que pudiese mantener su populoso hogar, pero íntimamente no ignoraba que si lograba tener éxito con su actual método, le profesaría menos estima. Y eso me instilaba un completo horror. Mientras tanto, en todo lo que estaba a mi alcance, yo lo sostenía y auxiliaba… tanto más cuanto que desde el comienzo lo había prevenido categóricamente, con una compadecida sonrisa que él en su bondad no juzgó exasperante, contra cualquier crédula presunción de que a un hombre le cupiera escapar de sí mismo. Por lo menos era manifiesto que Ray Limbert jamás podría escapar de sí mismo; pero uno podía simular por él, y simularlo porfiadamente, que sí podría… y en un principio el señor Bousefield resultó una espléndida contribución a ese fin. Ralph estuvo encantador al manifestarme que también para mí era ésta la definitiva oportunidad: la oportunidad, tan milagrosamente concedida, de que yo colaborara en una publicación de renombre. Él no tenía inconveniente en que mi firma apareciese a menudo, pues ¿acaso no estaba yo precisamente en el nuevo camino por donde según el señor Bousefield iban a orientarse las letras? Eso era lo menos que él podía hacer por mí. Y yo podría escribir sobre lo que quisiera, sobre absolutamente todo… excepto sobre el nuevo estilo de Ralph Limbert. Él no quería que nadie hiciera notar ostensiblemente el surgimiento de este segundo estilo; era menester obrar en forma subrepticia, dejar creer al público haberlo descubierto por sí mismo desde hacía mucho tiempo. “¿Ralph Limbert? Caramba, ¿es que alguna vez no estuvo presente en nuestras vidas?”. Eso deseaba que acabaran diciendo. Por lo demás, el público detesta cualquier asomo de estilo, y nunca hay que despertar a un león dormido. Había convenido con el señor Bousefield —y él no necesitó insistir en esta cuestión: fue este hombre excelente el que insistió— que publicaría en la revista, por entregas, una de sus preciosas novelas. Respecto de la calidad de su próxima novela, empero, Limbert planeaba solapadamente mostrarse menos exigente que con el resto de las colaboraciones. Tal era otra de las razones por las cuales no debía yo escribir sobre su nuevo estilo; era prudente no alertar al señor Bousefield sobre que la revista de gran categoría estaba expuesta a prostituirse. Para cuando lo descubriera por sí mismo, el público —le gros public— ya habría mordido el anzuelo, y quizá ello alentara al señor Bousefield a mostrarse magnánimo y perdonar. En suma, todo tendría calidad literaria, y yo la tendría por encima de todo; solo Ralph Limbert no la tendría; antes preferiría abandonar la empresa. Sería tosco, burdo, basto; deliberadamente sería como no había sido antes.

A su debido tiempo percibí que el conseguir que “todo lo demás” tuviera calidad literaria le daba más trabajo de lo que habría pensado; mas este quebradero de cabeza quedaba ampliamente resarcido por la facilidad con que podía lograr que nadie excediera la cota máxima que él mismo había fijado en su fuero interno. Había aprendido bien la vieja lección de El Faro: tenía presente que a la hora de la verdad su función debía ser bajar el nivel de sus colaboradores más bien que subirlo. En ocasiones me parecía que llevaba esta idea una pizca demasiado lejos, pero me instó a no afligirme: tenía su límite, y su límite era inexorable. Reservaría la vulgaridad total para su novela por entregas, que lo hacía sudar sangre; todo lo demás se caracterizaría por la mejor de las características: esa medianía que ata, que gusta. Bousefield, reconoció él, era orgulloso, era riguroso: nada le parecía lo bastante bueno salvo lo convencionalmente bueno; pero Limbert se había acorazado contra eventuales comentarios adversos a su nueva creación, resuelto a no cejar en su noble empeño. ¿No era cierto, por lo demás, que si desde arriba lo acusaren de ligereza, su fuerza consistiría en señalar mis colaboraciones? Por eso mismo, yo debía dar libre rienda a mi talento, yo debía abundar en mi propia dirección, yo debía ser su recurso en caso de accidente. Su idea del accidente era que de pronto el señor Bousefield advirtiera lo que el director de la revista urdía soterradamente en materia de ficción por entregas. Entonces éste habría de admitir con toda humildad que en efecto no era eso lo que su dilecto amigo quería, pero ahí estaría yo más que nunca para ser presentado como un paradigma saludable. Entretanto, mi misión era distraer la atención con colaboraciones ostentosamente arduas, bizarramente impopulares; debería asegurarme de tener siempre a mano alguna colaboración de esa índole. Yo siempre tenía a mano muchas colaboraciones de esa índole; no necesitaba preocuparse: todos los meses, gracias a mí, la revista estaría en condiciones de responder satisfactoriamente ante aquella posible acusación de incumplir el nivel de exigencia del señor Bousefield. En conversación con Limbert, el señor Bousefield había manifestado —eso sí, tras mucha reflexión— que estaba dispuesto a ser perfectamente humano; pero asimismo había agregado que no estaba dispuesto a que abusaran de su mansedumbre. Yo me consideraba cualquier cosa excepto la personificación de semejante abuso… y eso que yo también proyectaba (oculté estas intenciones a mi amistoso director) alcanzar mayor repercusión popular. Me atrevo a decir que tenía más fe en mi proyectada trivialidad que en la de Limbert; al menos juzgué que esa dorada medianía en que él cifraba su prosperidad en cuanto director estaría mejor asegurada si también la practicaba yo mismo. Mes tras mes la practiqué en forma de una monstruosa superficialidad, solo rogándole al cielo que mi director no me dijera, como tantísimas veces me había dicho en otras coyunturas, que mis escritos eran excelsos. Yo no ignoraba lo que ello significaría: significaría, en resumidas cuentas, el desastre de mis anhelos de populismo. Lo que sí llegó a decirme cordialmente fue que mis escritos eran lo preciso para llevar a buen puerto su artimaña (su nueva manera había traído consigo una adopción seria —seria menos cuando bromeábamos sobre ella en la intimidad— de las locuciones típicas de una genuina aventura temeraria). Lo que yo intentaba era mantenerlo a ciegas a él, tal como él al señor Bousefield, y nada evidenciaba que no estuviera yo lográndolo considerablemente; cada caso, pues, le ofrecía al otro un auspicioso paralelismo. Él nunca advertía mi descenso, y por lo tanto cabía pensar que el señor Bousefield nunca advertiría el suyo. Pero ¿y si al final no lo advertía absolutamente nadie?: ésta era una pregunta que me salpimentaba la vida con un sentimiento de suspense. Tantas cosas dependían de semejante interrogación, que lo que me alivió fue no saber enseguida la respuesta. De hecho hube de aguardar por espacio de un año, el año de prueba que Limbert había sonsacado sagazmente al señor Bousefield, ese año durante el cual, gracias a su infernal astucia, el señor Bousefield no habría de intervenir en la revista. Limbert nos había suplicado que durante ese transcurso lo dejáramos solo. Su terror a mi bisturí crítico era una rara fuerza pavorosa que lo espeluznaba permanentemente: él lo explicaba por el hecho de que yo lo comprendía demasiado bien, tornaba demasiado explícitas sus intenciones, escudriñaba cada rincón de sus novelas. Y cuanto más escudriñaba yo su obra, menos se vendía su obra; literalmente lo ponía al desnudo, y eso le era fatal.

De acuerdo con su deseo, me abstuve de hablar sobre su libro próximo. Más aún: cerré los ojos, me tapé los traicioneros oídos. Indujo a muchos de nosotros a que hiciéramos tal cosa (de tamañas devociones éramos capaces), conque, sin echar una ojeada a sus páginas mes tras mes y sin oír nada sobre ellas fuera de su ansioso silencio abochornado, solo vagamente participé en los murmullos que hubo en torno de su sacrificio. Corría la voz de que los lectores se llevarían una sorpresa; se rumoreaba, se escribía, que Limbert estaba haciendo una desesperada apuesta. De su inminente obra se murmuraba que era “producto de un cálculo para obtener una aceptación más general”. Estas noticias suscitaron la reprobación de determinados sectores y sobre todo, pienso, de ciertas personas que jamás lo leyeron, o que desde luego no habían gastado nunca un chelín por él y que estaban pendientes, a más no poder, de las atracciones que les ofrecía el mismo diario que informaba de su degradación. Hasta cierto punto me esperanzó tanta inclemencia; parecía implicar que él estaba haciendo algo realmente sonado. Por otro lado, me alarmé de todo punto cuando llegó a mis manos un periódico estadounidense (que en principio quería yo leer por razones distintas del motivo que me consternó), el cual, inesperadamente para mí, citaba un pasaje de nuestro amigo extraído de la más reciente entrega de la revista. El pasaje —por más que me resistí no pude dejar de leerlo— era sencillamente soberbio. ¡Ah, tendría que irse a vivir al campo si era eso lo peor que conseguía escribir! Me embargó la desazón al comprobar cuán minúsculos eran sus progresos desde la época en que se le había ocurrido competir con Pat Moyle. Pat no habría podido firmar ni un renglón del párrafo citado en el periódico estadounidense. Durante las postreras semanas, conforme se aproximaba el momento de leer la obra entera, apenas si logré soportar mi gran impaciencia por hacerlo, y jamás olvidaré la tarde de julio en que pude poner punto final a mis dudas. Al regresar a casa a la hora de comer encontré los dos volúmenes sobre mi mesa de trabajo; y la noche entera la pasé absorto en su lectura, deslumbrado, azarado, frotándome los ojos, estupefacto ante la monstruosa farsa. ¿Era una monstruosa farsa su segunda manera?, ¿era esto su estilo renovado, su desesperada apuesta, su cálculo para obtener una aceptación más general y su estrategia para eludir el fracaso comercial? ¿Había estado engañando a todos sus amigos o, lo que es aún más doloroso, se había engañado a sí propio? ¿Fácil? ¿Cómo diantres podía considerarse fácil? ¿Accesible? ¿En qué lugar del mundo podía ser accesible? En ese libro intenso y fascinador había puesto toda su inteligencia y su poder hechiceresco: era una obra maestra desatada, sobrehumana, inexorable, aplastante. Era, qué duda cabe, al igual que sus antiguas crónicas de El Faro, lo más bajo que podía caer; pero la perversidad del esfuerzo, aunque heroico, había sido frustrada por la pureza del talento. ¿A qué espejismo había cedido, qué mudable brújula traidora lo había guiado? Su honra permanecía invulnerada, sus mercenarios proyectos habían quedado fallidos. Me sentí demudado por la entera impresión y mis subsiguientes consideraciones. Era un fiasco demasiado magnífico, era un triunfo demasiado horrible; lo celebré con una extraña tristeza, lo deploré casi con arrobamiento. A decir verdad, en tanto la rauda noche palidecía y yo, vacilante de emoción, me asomaba a la altísima ventana de mi cuarto a fin de buscar el resplandor de la aurora estival, acabé percatándome de que visitaban mis ojos lágrimas de conmiseración maravillada. Al Este, sobre los tejados de Londres, el cielo se tornaba de un admirable escarlata trágico. Ése mismo era el color de su memorable equivocación.

 

4

 

Si la impresión que tuve no hubiese sido tan gravosa, seguramente se la habría comunicado no bien terminé el desayuno; mas la situación era tan turbadora que pasé meditabundo la mitad del día, nuevamente zambullido en el libro, dando vuelta casi febrilmente a sus páginas y haciendo lo imposible por hallar en ellas, en beneficio de mi amigo, algún indicio de tranquilidad, alguna razón para congratularlo. Las consecuencias de esta imprudente tentativa fueron sencillamente escalofriantes: los malditos volúmenes, imperturbables e impecables, con sus inagotables secretos y su profundísimo calado, hacían pensar en una bella mujer cada vez más enigmática o en la repetida audición de una magnificente sinfonía. En su manera de escurrírseme había algo casi siniestro. Sin embargo, no podía callar (mi silencio haría suponer que la novela no era de mi gusto); así que al caer la tarde, haciendo acopio de valor, me acerqué a la casa del infeliz Limbert, aunque dando cuantos rodeos pude. Por el camino vi pasar en una lujosa victoria a Jane Highmore, quien al reconocerme enseguida dio muestras de agitación e inmediatamente hizo detenerse el carruaje. Para mí fue un alivio: ello demoraría el instante en que yo tendría que afrontar el pálido rostro delicado de nuestro amigo esperando mi justo dictamen. Ante la arrebolada inquietud con que la señora Highmore me preguntó si sabía las últimas noticias inferí que un dictamen había sido dictaminado ya.

—¿Qué noticias? ¿Sobre el libro?

—Sobre esa insoportable revista. Maud y Ralph están consternados en extremo. Él ha perdido su colocación: tuvo una espantosa trifulca con el señor Bousefield.

Quedé atónito, pero no sin entender, pese a mi estupor, que la Historia se repite. Recordé a Maud, años atrás, haciéndome saber que lo habían destituido de El Faro, y ahora, vagas, fantasmales, las mismas razones flotaban en el aire. Esta vez, sin embargo, yo estaba prevenido; lo había sospechado. Luego de una pausa recobré el aliento suficiente para inquirir:

—¿La hizo demasiado banal?

La perplejidad de la señora Highmore sobrepasó la mía:

—¿Demasiado “banal”? La hizo demasiado trascendente. El señor Bousefield dice que ha hundido la revista. —Al advertir mi asombro, ahondó—: ¿No se ha enterado de lo que ha ocurrido? ¿Es que Ray, en su aflicción, pobre hombre, no ha mandado llamarlo? ¿No ha oído nada de nada? Entonces será mejor que se entere antes de verlos. Suba, se lo relataré mientras damos una vuelta. —Estábamos junto a Regent’s Park. En cuanto subí con extraordinaria alacridad y el carruaje empezó a cruzarlo, prosiguió—: Sucedió lo que yo temía, ¿sabe? Destilaba cultura. Le confirió un nivel demasiado alto.

Sentí que me hundía en el derrumbe general:

—¿De qué habla usted?

—Caramba, de esa condenada revista. Se han quedado en la calle. Tendré que cargar con mamá.

Me sobrepuse:

—¿Qué diantres, entonces, pretendía Bousefield? Afirmaba desear categoría intelectual.

—Ya, pero Ray se extralimitó.

—Caramba, Bousefield decía que nunca podría tener demasiada categoría.

—Pues Ray se las industrió para excederse: interpretó tan literalmente las palabras del señor Bousefield. Por lo visto, la empresa iba marchando pésimamente, pero el propietario no podía rechistar, porque había pactado dejarle al director la libertad más absoluta. Tenía que permanecer cruzado de brazos mientras su barco zozobraba. Hace uno o dos días terminó el plazo de prueba, conque ya podía hablar por fin. Y habló, según Maud, de una manera fulminante; fue a la casa y le echó una bronca al pobre Ray. Ray no se abstuvo de replicarle: le recordó su propia idea acerca del nuevo camino por que habrían de orientarse las letras.

Balbuceé desconsolado:

—Y ¿abjuró Bousefield de aquella idea? ¿No se orientarán ya las letras por ese camino?

La señora Highmore vaciló:

—Se diría que las letras no tienen mayor prisa. En todo caso, Ray se les ha anticipado indebidamente. Habría debido contemporizar un poco, dice el señor Bousefield; pero yo empiezo a creer —dijo mi compañera— que Ray no sabe contemporizar, ¿no le parece? —Como aún duraba mi emoción del día anterior, difícilmente estaba en condiciones de contradecirla—. Publicaba colaboraciones excesivamente intelectuales.

—¡¿Excesivamente intelectuales?! —me extrañé—. ¡Caramba, a mí en muchos casos (en la mayoría de ellos, para ser exactos) me parecían bastante ñoñas!

—¡Oh, usted es aún más exigente que él! El señor Bousefield dice que por supuesto quería colaboraciones sugestivas e inteligentes, de las cuales pudiera jactarse. Pero argumenta que Ray no hace la más mínima concesión a las debilidades humanas. Que daba todo en dosis abusivas.

Perceptiblemente para mi compañera, según me temo, me estremecí ante sus palabras; experimenté una punzada que me hizo reconsiderar. Entonces dije:

—¿Se refiere usted, por ventura, a mis colaboraciones? —Tanto se demoraba la señora Highmore en responderme, que de algún modo cobré conciencia de una nueva desazón; y al cabo de un instante, encarándola en un todo, le puse una mano sobre el brazo, le atalayé el rostro e insistí apremiantemente—: ¿Cree usted que el señor Bousefield hablaba de mis “Lucubraciones ocasionales”?

Por último afrontó mi mirada:

—¿Se siente capaz de arrostrar que yo se lo diga?

—Supongo que ahora ya me siento capaz de arrostrar cualquier cosa.

—Pues bien, sí que es eso lo que intentaba yo insinuarle. Han discutido largamente por usted. El señor Bousefield quiere que él lo expulse de la revista.

Le así el brazo con aún mayor apremio:

—¿Y Limbert no acepta?

—Parece aferrarse a usted. El señor Bousefield dice que no hay revista que pueda permitírselo.

Se me escapó una carcajada que sobresaltó al cochero.

—Caramba, mi querida amiga, ¿el señor Bousefield tiene realmente idea de lo que le cuesto? —dije.

—Vaya que sí. Dice que es usted caro a cualquier precio, que contribuye como nadie a que la nave se vaya a pique. Sus “Lucubraciones”, llamadas “ocasionales”, son mortalmente asiduas: usted escribe allí mes tras mes y no escribe para ninguna otra publicación. Y no aporta precisamente un aumento de lectores.

—Lo que aporto son las más deliciosas de las ironías.

—Tengo entendido que Ray contestó lo mismo. El señor Bousefield replicó que sus deliciosas ironías aburren a las piedras y hacen desertar al público. Nadie puede comprender lo que usted escribe, y aunque comprendieran, tampoco los interesaría. Que conste que estoy limitándome a repetir sus palabras.

—Nunca pare de hacerlo, se lo ruego; a ver si, así, Limbert las toma en consideración. Y ahora tengo que dejarla, si no le importa: necesito hablar de eso con él a la mayor brevedad.

—Lo llevo hasta la casa. Porque eso no es todo —dijo la señora Highmore. Y, conforme proseguía el carruaje, me participó lo restante—: El señor Bousefield le salió con un inequívoco ultimátum: le exigió la necesaria incorporación de Minnie Meadows.

—¿Minnie Meadows? —Quedé desorientado.

—La nueva satírica de quien todos hablan. Escribe una serie de parodias descacharrantes y él quiere que el pobre Ray la contrate para la revista.

—¿Ésa es la idea de la literatura que tiene el señor Bousefield?

—No, pero según él es la idea que tiene el público y en alguna medida hay que tomar en cuenta al público. Aux grands maux les grands remèdes. Hay que reconquistarlo a toda prisa, y para ello nadie mejor que Minnie. Es la mejor concesión que podría hacerse a las debilidades humanas; valdría, cuando menos, para probar que no todo va a ser tan… vaya, tan como usted. Ahora bien, Ray no acepta contratar a Minnie, no está dispuesto a descender hasta Minnie, no quiere ni oír hablar de Minnie. Cuando el señor Bousefield (algo autoritariamente, según creo) le manifestó que Minnie era la condición sine qua non para que continuara dirigiendo la revista, Ray le contestó con cierta virulencia diciéndole que se fuera con Minnie a un lugar inmencionable. Y la historia se acabó, claro está. En verdad fue toda una escena.

—Eso mismo fue lo que aconteció en El Faro —repuse cabizbajo—. ¡Pobre hombre, parece destinado a las grandes escenas! ¿Fue por Minnie, pues, por lo que definitivamente cortaron? —La señora Highmore exhaló desesperanza en un sonido que interpreté como un asentimiento, y cuando el carruaje hubo avanzado algún trecho más, bruscamente salí de mi ensimismamiento infiriéndole gran sorpresa—. ¡No es posible! ¡Debe rebajarse hasta Minnie!

—Demasiado tarde… aparte que todavía hay algo además de todo lo que acabo de referirle. El señor Bousefield hace otra objeción.

—¿Cuál, si puede saberse?

—¿No la adivina?

Reflexioné:

—¿Que tampoco publique sus novelas?

—Ni un renglón más de ellas. Es otra cosa que ninguna revista puede tolerar. Ahora que ya ha aparecido el último capítulo de la más reciente, el señor Bousefield se declara totalmente defraudado.

Literalmente di un salto en el asiento:

—Entonces, ¿le parece vulgar?

La señora Highmore semejó asombrarse:

—Qué va, le parece pesado.

—¿Pesado? ¿Ralph Limbert? ¡Pero si es tan fino como una aguja!

—Viene a ser lo mismo: una aguja no es capaz de atravesar la pared de la indiferencia lectora. El señor Bousefield contaba con algo que penetrara, algo que tuviera un éxito más vasto. Ray dice que quiere berbiquíes descomunales. —Desfallecí una vez más; mi ligera exaltación se trocó en melancólico alivio; y luego de un instante de silencio le pregunté si ella había leído la novela de nuestro amigo—. No —contestó—; antes de que saliera el primer capítulo, él ardientemente me hizo prometer que no habría de leerla.

—¿Ni siquiera ahora, cuando se ha publicado en libro?

—Me pidió que nunca la leyera. Me dijo que estaba ensayando algo inferior. Naturalmente, comprendí lo que se había propuesto, y le rogué que me permitiera hojearla por mera curiosidad. Pero se mantuvo en sus trece, afirmando que no podía soportar que una mujer como yo lo viera caer tan bajo.

—A Dios gracias, solo ha caído en la miseria —repuse—. Su experimento es ni más ni menos que un fracaso.

—En tal caso, ¿Bousefield tiene razón? ¿El libro no marchará?

—No dará ni un paso, como dicen en Fleet Street. Es de extraordinaria belleza.

—¡Pobrecito, después de tanto afanarse! —suspiró Jane Highmore con extraordinaria ternura—. ¿Qué va a ser de ellos, entonces?

Me quedé callado un instante.

—Tendrá usted que cargar con la señora Stannace —dije.

También ella se quedó callada.

—¡Antes debo hablarlo con Cecil! —respondió por último. A aquellas alturas, Cecil, o sea el señor Highmore, ya tenía ideas comprobadas, y yo lo sabía, acerca de la general imposibilidad de cualesquiera condiciones circundantes para adaptarse al temperamento de la señora Stannace. Mucho se alegraba de que su suegra hubiese encontrado el idóneo hogar donde vivir. Ese hogar era el de Ray Limbert, escritor imperceptible pero persona maleable—. Los pobrecillos todavía piensan, ¿sabe usted? —completó mi compañera—, que la novela dará inicio a su fortuna. Si es cierto lo que usted dice, quedarán cruelmente chasqueados.

—¡Si lo sabré yo! Su novela me ha hecho pasar una noche inolvidable. Él preservaba sus ilusiones gracias a que muchos nos habíamos comprometido a no leerla mientras aparecía por entregas. Como ignorábamos la verdad, nada teníamos que decirle. Lo cierto es que, ahora que la verdad ha salido a la luz, es casi parejamente difícil saber qué decirle. De ahí que yo no acabara de animarme a visitarlo. ¿Cómo expresarle mi entusiasmo después de su desenlace con el señor Bousefield?

Mientras que yo continuaba presa del nerviosismo, mi compañera experimentó cierto acceso de serenidad:

—¡Pues entonces celebro no haberla leído y, por lo tanto, no tener cosas desagradables que decirle! —Habíamos llegado a la puerta de la casa de Limbert, y yo le hice señas al cochero para que se detuviera—. Pero volverá a intentarlo con esa persistencia que lo caracteriza: confiará en la próxima vez.

—Siempre ha confiado en el futuro. ¿Qué remedio le queda, si comprueba que el éxito inmediato va a parar a otros? Como no sabe moverse en el presente, lucha pensando en los días que habrán de venir. Admito que su plan de una “nueva manera” lo ha movido a luchar más que nunca. Da igual —sentencié, sin excesivas ganas de apearme del carruaje—. La necesidad de mantener a su familia, la esperanza de gustar a un público masivo, continuarán atándolo a la próxima vez. Pero la próxima vez quedará tan chasqueado como ahora. ¡Y la próxima y la próxima y la próxima vez!

Yo hablaba con un tono de clarividencia casi preternatural; a todas luces, ello hizo estremecerse a la señora Highmore.

—¿Qué será de él, entonces? —insistió quejumbrosamente.

—No creo que me interese demasiado lo que pueda ser de él —respondí con un visible aumento incesante de mi fanatismo—; yo diría que ya es bastante trabajo preocuparse de lo que pueda ser de su facultad de procurar belleza. En suma, ignoro si su obra tendrá éxito algún día; únicamente estoy cierto de que proseguirá realizándola. Y siempre será de la misma calidad. De nuevo luchará con presunta y todavía más infernal astucia para que el vulgo lo lea, y de nuevo el vulgo lo eludirá fatalmente, pues su infernal astucia será inútil disfraz de su genio. —Detenidos frente a la casa, yo continuaba augurando el porvenir del pobre Limbert. Extrañamente, me consolaba saber lo peor, y seguía vaticinando con una seguridad que hoy, retrospectivamente, se me antoja pasmosa—: Que voulez-vous? ¡Es imposible fabricar alpargatas con hilo de seda! Resultará todo lo lamentable que usted quiera, pero hay personas que no pueden ser vulgares por mucho que se esfuercen en ello. Él no puede serlo; no logrará serlo, se lo garantizo, ni siquiera una vez. No basta luchar por ello: es un don fatal. Es notorio que a Limbert no le es dable bajar de sus alturas. Pertenece a las alturas. Esas alturas inhala, en esas alturas habita, ¡y hasta esas alturas no tengo otra alternativa que ascender —concluí, mientras me despedía de mi cobijadora— para llevarle las feas noticias del mundo en que nosotros vivimos!

 

5

 

Pocos meses bastaron para otorgarme la razón cabalmente. El libro no dio ni un paso, tal como había dicho yo; permaneció estancado en el mismo sitio, y no mucho después caía en el vacío como por uno de esos precipicios que dejan boquiabiertos a los turistas. En otras palabras, los lectores fueron con él tan implacables como Ray Limbert con Minnie Meadows. Con una festiva cabriola, Minnie saltó la valla que le opuso Limbert, no obstante; en cambio, Limbert se vio tristemente impotente para salvar el muro de la soberana indiferencia del público. Aquellas próximas veces de que hablé en mi diálogo con Jane Highmore, las contemplo ahora depuradas por la memoria. Él reintentó su desesperada apuesta, y nuevamente luchó en vano. Mucho me temo que, a causa de su ruptura con el señor Bousefield, en los círculos profesionales lo etiquetaron como una especie de personaje intratable; y con entera franqueza puedo asegurar que yo jamás logré obsequiarle ninguna sórdida prebenda por haber promovido mi labor cuando se le había presentado la oportunidad de protegerme. Para mi propio consuelo pienso que cualquier perjuicio que yo le hiciera con la intempestiva publicación de una serie de artículos críticos pensados para lectores distintos de sus ya convencidos admiradores, en todo caso era equivalente al perjuicio que él mismo se hacía. En más de una ocasión, tal como ya he apuntado, hube de callarme cediendo a sus propios ruegos; pero, en los casos en que él veía la oportunidad de darme un espaldarazo, mi frecuente alegato de que tales favores no eran prudentes no conseguía hacerlo percatarse del peligro que entrañaba para él la posibilidad de que el público asociara nuestros nombres. En resumidas cuentas, él cantaba mis alabanzas siempre que podía: a veces en algunas revistas donde su firma aún gozaba de crédito, a veces en las fiestas a que acudía. Hablaba de mí a los demás cuando no conseguía que me invitaran a formar parte de unas y otras, aunque permanentemente entraba en nuestro pacto el que yo no me ocupara de él. “¿Cómo puedo ayudarlo eficazmente si usted me pondera?”, acostumbraba él preguntarme; desde mi punto de vista, se mostraba exageradamente temeroso de que pudieran acusarnos de amiguismo. A mí ese riesgo me dejaba frío, pues mis elogios no obedecían a razones de orden privado; sin embargo, tal como ya he sugerido, si yo permanecía mudo era sobre todo porque me entregaba a una fascinada observación del curso de su carrera, fascinada observación que de suyo constituía un homenaje y a la que en aquellos accidentados años postrimeros él mismo me había restringido a efectos prácticos.

Veo escorzado todo lo restante de su paradójica existencia: en mi actual posición lo veo desde el final hacia atrás, con los pequeños detalles más contemporáneos agrandándose tal como ocurre en las perspectivas naturales. Inicialmente, emigrar de Londres le prometió indiscutibles ventajas —menores gastos, mayor ocio—, condiciones todas que habrían de llevarlo repetidamente al posible éxito de la próxima vez. La señora Stannace, que censuraba terminantemente semejante decisión, aducía que su yerno, si quedaba desterrado en un villorrio, limitado a la sociedad de las aves domésticas, se vería desprovisto de ese contacto indispensable con el ancho mundo cuyas maneras y costumbres debe reflejar un pintor de la comedia humana. Ella esgrimía los más vistosos argumentos para conservarlo en contacto, como lo denominaba ella, con la buena sociedad: preguntaba, más bien insistentemente, sobre qué podía escribir un novelista desde el momento en que cesara de tener a mano a la aristocracia para plasmarla a partir de la observación directa. En Londres, por fortuna, un hombre inteligente era ni más ni menos que un hombre inteligente: en Londres había mansiones encantadoras donde una persona de la indudable capacidad de Ray, aunque careciese de la facultad de hacer el mejor uso de la misma, nunca dejaría de hallar un rinconcito discreto desde el cual observar decorosamente el caleidoscopio social. Pero ¿qué importancia tenía el caleidoscopio de las aves domésticas y a qué ilusorios ahorros no habría de conducirlo su ir y venir por la campiña (con tanto dinero como cuesta alquilar calesas en las hosterías) para dejar tarjetas de visita en las residencias de los diversos magnates del condado? Esta inquietud por los temas que había de tratar Limbert en sus obras era la especiosa púrpura con que, denodadamente resuelta a no vivir apartada en una aldea, la señora Stannace engalanaba su aversión a colocarse bajo la férula de Cecil Highmore. No ignoraba que Cecil Highmore era el dueño y señor de su casa entera, lo mismo de la planta baja que del piso de arriba, conque no cejaba en su cuento sobre las conveniencias que el Norte de Londres procuraba a las obras de Limbert. A todo esto, la casa de los Highmore quedaba en un elegantísimo barrio de dicha zona, habiéndose mudado ellos recientemente a Stanhope Gardens; pero Cecil Highmore era maravillosamente avispado y no anhelaba trato alguno con su suegra como no fuera en calidad de mera visitante. A la señora Stannace no le gustaban las posiciones falsas; pero, por otro lado, no se resignaba a sacrificar sus antiguas costumbres. Su mundo sí que era un mundo de mansiones encantadoras donde dejaba tarjetas de visita, y fue una suerte que desde el Piso de Arriba no pudiera escuchar el juicio que a Limbert, en su cuartito gris, mientras me comentaba sus nuevos proyectos de vida, le merecieron los magnates de condado y las conveniencias de Londres. Desposeída de toda garantía, la señora Stannace terminó por irse a vivir a Stanhope Gardens cual simple criada, con restricciones incluso al número de sus pertenencias que podía traerse, en tanto que, durante el año que sucedió a este cataclismo, Limbert, paseándose conmigo entre las aves domésticas (fui a visitarlo con frecuencia), solía explayarse largamente sobre que, habida cuenta de lo que actualmente trataba de hacer en el terreno literario, era una gran ventaja haberse librado del caleidoscopio social. Habiendo pergeñado una infalible fórmula descaradamente comercial para su próximo libro, ¿qué podían importarle la comedia humana o las maneras y costumbres o el ancho mundo o el alquiler de las calesas? Tanto daba un lugar como otro para llevar a cabo su remozada nueva estrategia. Había hallado un rinconcito tan discreto como el que más de cualquier mansión encantadora: una vieja casa húmeda de baratísimo alquiler, lo cual le permitía, además de costear la educación de su progenie, el supremo lujo de comportarse como un hombre pobre. Esta última era una satisfacción que ces dames, como las motejaba él, nunca habían querido concederle.

Al principio me desoló que fuera tan ínfima su recompensa, tan magra su conquista; pero acabé por sentir el encanto de su actual sencillez: era un albergue para los tres o cuatro nuevos esplendorosos malogros a que adivinablemente estaría condenada su estrategia. Los limité a tres o cuatro porque tuve la punzante impresión de que su aventura revisteril, a despecho de que perpetuamente hacíamos chistes ruidosos sobre ella, en realidad lo había lastimado de una manera muy profunda. Nunca se despojó enteramente de la conmoción producida por la grotesca falta de proporción que había habido entre su esfuerzo, uno de los más intensos de su vida, y el hondamente desconcertante resultado obtenido. En él desde ese momento hubo una herida moral, que paulatinamente fue minando su vitalidad. Conforme año tras año constataba el fiasco de su cíclica estrategia ilusoriamente infalible para remediar su indigencia, yo solía preguntarme de dónde sacaba las energías que le permitían volver a la carga. Cada una de las veces volvía al ataque con un ahínco más mitigado, pero no me cabía duda de que la tensión misma acabaría por romper la cuerda. Una y otra vez recibimos su fatídica obra de arte, pero ¿qué recibía él, pobre hombre, que andaba detrás de algo tan distinto? Y de por medio hubo asimismo problemas de otra índole: fenómenos más insólitos y misterios más intrincados, que yo por condolencia, no por morbosidad, solía comentar en la intimidad con la señora Limbert. Tampoco ella, la adorable mujercita, dejó de llevarse sorpresas: después de alejarse de Londres, y eso que ya había transcurrido mucho tiempo desde la anterior vez que quedara encinta, fue madre otras dos veces. Y la señora Stannace, en un sentido menos categórico, también volvió a exhibir, con respecto al hogar del cual había desertado, un carácter de ejemplaridad. Por lo visto, al establecerse en Stanhope Gardens no le habían incluido, en la lista de condiciones restrictivas, la de que no fuera y viniera resentidamente de Gonerila a Regania. Cayó sobre las aves domésticas como si fuera el mismísimo Lear con su séquito de caballeros —o, en este caso, de condes— bastante mermado, y el común hogar quedó recompuesto. El común hogar se hizo trizas y se reconstruyó varias veces antes de que Ray Limbert muriera. Y a él hasta el final de su vida lo obsesionó la superstición de haber deshecho cruelmente el primitivo hogar de la señora Stannace; no era justo que a Maud, a quien nunca le dio la situación que se merecía, él la privara también de su madre. Siempre estuve cierto de que la idea de saldar esta deuda constituía gran parte del estímulo que lo aguijaba en su tesonero esfuerzo por lograr un éxito de ventas. Me daba la sensación de que la señora Stannace aún conservaba fortuna, sin embargo de que ella misma afirmara haberla dilapidado sacando constantemente de apuros al matrimonio, sempiternamente convocada a paliar déficits. Tal sospecha me asediaba; estaba persuadido de que ella guardaba fondos en secreto, y yo me repetía que no podía ser tan perversa como para, cuando llegaren sus últimos instantes, no legarle todo su caudal a la menos opulenta de sus hijas. Mi piedad por los Limbert hacía que mis pensamientos giraran, tal vez indecorosamente, alrededor de esta escena final, soñando para ellos con un futuro venturoso en que, de alguna manera, un tal saneamiento económico los resarciera de sus penurias.

Empero, esto me servía de muy relativo consuelo, ya que, en primer lugar, se trataba únicamente de meras conjeturas y, en segundo, cada vez me parecía más improbable que Limbert la sobreviviera. Nunca me aventuré a sondearlo acerca de lo que temía o esperaba él de aquellas presuntas disposiciones testamentarias, pues tras la crisis sellada por su emigración de Londres empecé a sentir escrúpulos en traerle a la memoria sus carencias materiales. El pobre estaba en verdad amargado, y había cuestiones respecto de las cuales eso nos hacía guardar silencio a ambos. A medida que pugnaba más por el éxito, nuestra querida aritmética lastimera, antaño tan fértil en bromas, desaparecía de la conversación. Todavía bromeábamos abundantemente acerca de añagazas literarias futuras, pero nuestras alusiones a consecuencias económicas pasadas se hacían progresivamente escuetas y tangenciales. Como de costumbre, con inusitadas metáforas y sutiles eufemismos, él hablaba de los lazos que continuaba tendiendo, aunque todos nosotros habíamos convenido en dar por sentado que el animal ya había caído en la trampa. En realidad, esta táctica se me había aparecido como necesaria desde la tarde en que la señora Highmore me dejara en casa de su cuñado, después de la visita del señor Bousefield. En aquella oportunidad, al presentarme ante Limbert, el conflicto de la revista volvió a serle impuesto a mi conversación, pero luego de agotar el asunto Bousefield pasamos a la novela, que no pude menos que confesarle haber devorado. Y a partir de tal momento —el momento en que, respondiendo a sus anhelosas preguntas, hube de participarle mi terrible impresión— la imagen de su rostro sobresaltado perdura en mí. En aquella coyuntura no supe enmascarar la verdad; pero más adelante, en todas las próximas veces, sí enmascaré, lo reconozco, la opinión que me merecían sus nuevos libros. Todos lo hacíamos religiosamente, en la medida de lo posible; utilizábamos ingeniosos circunloquios para no ensalzar los pasajes más intensos, las bellezas que mejor traicionaban a su propósito, cual grotesco grupo de admiradores que ha determinado mentir a un artista sincero. Y, al callar nuestras felicitaciones y disimular nuestra fruición, en modo alguno asombrábamos a Limbert, a fuer de convencido de estar escribiendo obras mediocres. Fue un motivo de satisfacción asegurarnos el incondicional apoyo de su esposa, quien en los últimos tiempos entró a conspirar con nosotros, lo cual habla en su honor, y se sentía halagada por la frecuencia con que unánimemente le pedíamos que nos aclarara en alguna forma el portentoso enigma. Repetidamente nos habíamos formulado el enigma a nosotros mismos hasta caer agotados, planteándonos la interrogante de cómo era posible que Limbert, empleando toda su sabiduría, compusiera una música pretendida para los oídos más vulgares y que, infaliblemente, esa música estuviera destinada a los ángeles. Siendo nosotros los ángeles, por así decirlo, en toda ocasión teníamos escasas quejas contra el milagro; pero su falta de lógica, teniendo en cuenta la intención que lo había presidido, era terriblemente frustrante. Se parecía a sumar una columna interminable de números y errar siempre; ninguno de nosotros era capaz de retener tantísimas cifras. Limbert ofrecía una vianda cuyos ingredientes habían sido huesos y cáscaras secas; así, pues, ¿en virtud de qué ley sabía a gloria? ¿Merced a qué traición conseguía su cerebro infringir las estrictas normas que le imponía? Había alguna interferencia del buen gusto, alguna fijación en lo exquisito. Únicamente sabíamos decirnos que el genio lo desbarata todo, o que nuestro infeliz escritor carecía de flair. Cuando salía en busca de ajos, volvía trayendo un ramo de heliotropos.

Me apresuro a agregar que la señora Limbert, aunque no atinaba a esclarecernos el misterio, nos obsequiaba con numerosas anécdotas y ejemplos, habiendo hallado su triaca contra el desconcierto exactamente en lo mismo que nosotros: en una devoción más intensa y en una concepción más pura de lo que es la gloria. Muchas fueron sus desilusiones y finalmente sus privaciones, muy estrecho su margen de maniobra; pero había acabado por aceptar la dolorosa molienda de la vida y daba vueltas a la noria con la mejor voluntad. Intrínsecamente se volvió una de los nuestros: siempre se mostraba comprensiva. Al cabo, cuando se acrecentaron insuperablemente sus penalidades con motivo de la endeble salud de Limbert, fue conmovedora y admirable su declaración de que ni por toda la prosperidad del mundo habría cambiado el gran orgullo de ser su esposa. Una vez —solo una vez, en una hora angustiada durante sus atribulados días londinenses— me había dicho que en verdad estaba obligada a considerarlo un genio porque, si no, la alternativa sería sentir vergüenza de él. En los inicios había lamentado claramente —y en un órgano muy tierno— que casi todos lo dejaran atrás; pero creo que en los últimos tiempos se habría sentido casi abochornada si, repentinamente, sus tiradas se hubiesen multiplicado. Verdad es que su veneración no fue expuesta jamás a tan duro golpe. A ella le habría gustado muchísimo que fueran ricos, pero habría echado de menos algo que finalmente había aprendido a considerar muy valioso. También recuerdo haberle oído otra frase: una frase al efecto de que naturalmente, si ella hubiese podido imponerlo, habría querido que él tuviese tanta fama como Shakespeare o Scott, pero, en vista de que era imposible, al menos se alegraba de que no fuese como… Y mencionó a dos señores cuyos nombres prefiero callar. Seguramente algunas veces se carcajeaba para no caer en la reacción opuesta. Colaboraba apasionadamente en el segundo estilo de su marido, reemplazándolo en faenas que estaba demasiado agotado para realizar: espigaba entre los rastrojos, recogía cualquier hilacha para construir el nido y fatigaba las bibliotecas circulantes en busca del gran secreto del éxito, como siempre lo denominábamos. Porque Limbert, cuando caía muy enfermo, abandonaba casi por entero sus lecturas. Por suerte no se vio forzado a abandonar todo lo demás hasta después de haber publicado El corazón oculto. Había padecido fiebre reumática durante la primavera, cuando todavía no había concluido esta novela, y tal achaque, además de interrumpir su labor, había quebrado profundamente su organismo y debilitado sus defensas. Logró restablecerse y ponerse de nuevo manos a la obra, pero los médicos diagnosticaron que tenía amenazantemente débil el órgano más vital y le ordenaron con cierta severidad llevar una vida exenta de preocupaciones. Habría podido antojárseme posible que ahora sus preocupaciones fuesen a finalizar, pues al mejorar un poco me expresó su casi contagiosa convicción de que nunca había ingeniado una apuesta tan segura como la de El corazón oculto. Es siniestramente cómico reflexionar que esta soberbia novela corta, la más breve pero acaso la más emotiva de sus obras, fue ideada en sus comienzos como una “narración de corte aventurero” tópica y huera. Muy intrépidamente, Limbert aspiró a emular a los más adocenados cultivadores del género, mas yo me pregunto cuántos lectores consiguieron decidir en qué sección de sus bibliotecas debían clasificar El corazón oculto. Al llegar el verano, los médicos le recetaron taxativamente que pasara el invierno en Egipto, recalcándole con malhumorada claridad las complicaciones que podrían sobrevenirle si descuidaba esta advertencia de no exponerse al clima invernal inglés, Limbert no era hombre de descuidar nada… pero Egipto nos pareció tan inalcanzable como una segunda edición. Concluyó El corazón oculto con las fuerzas que le prestó el temor y la esperanza, pues si su novela alcanzaba a funcionar igual que suelen hacerlo los “libros así”, como dijo el editor, sí podría disponer de un fondo de dinero. Supe a qué atenerme, como lo había sabido en todos los casos anteriores, no bien leí su honda y delicada novela. En este prolongado respecto, el pobre Limbert hacía pensar en esos padres pertinaces que solo consiguen tener hijas. Fervorosamente se pide al cielo un heredero, un robusto varón, y se consultan almanaques y parteras; pero no hay medio de conjurar el hechizo. El corazón oculto resultó, por así decirlo, otra hembra. Cuando llegó el invierno, por consiguiente, hubo que descartar el viaje a Egipto. Jane Highmore, por lo que sé, quiso prestarle dinero, y hubo admiradores todavía más entusiastas que hicieron todo lo posible para que aceptara la ayuda de ellos mismos. Este “movimiento” cundió tanto entre sus amigos, que se habría puesto a su disposición una suma considerable; mas él se mantuvo inflexible: ello se debió, supongo, a su imposibilidad de olvidar los sacrificios que, por su parte, él mismo había hecho. Había sacrificado su honor y su orgullo, y los había sacrificado precisamente por dinero. Saltaba a la vista que, si se lo permitía su salud, tendría que continuar sacrificándolos, pero solo estaba dispuesto a hacerlo de la manera a la que, según consideraba él, ya se había habituado estoicamente. Llevaba muchos años pugnando por obtener el favor del público; ahora bien, si el favor del público le era indispensable para vivir, solo podía aceptarlo bajo la forma de un contrato y derechos de autor.

Durante la primera mitad del invierno, y a diferencia de lo que nos temíamos, Limbert no empeoró, conque fui con gran júbilo a pasar la Navidad entre las aves domésticas. A altas horas de la Nochebuena, sentados junto a la chimenea cuando ya los demás de la familia habían ido a acostarse tras nuestra celebración de un humilde festejo, me contó que la noche anterior había tenido, en horas insomnes, la más feliz inspiración que jamás lo había visitado en las tinieblas para sugerirle una obra estupenda. “He acertado a vislumbrar un argumento que, a fe mía, lo contiene todo”, me dijo, “y me maravilla que no se me ocurriese hasta ahora”. Nada más me refirió acerca de tal idea, contrariamente a lo que había llegado a ser su práctica habitual, y solo más tarde supe, por intermedio de la señora Limbert, que había comenzado a escribir y que estaba embebido en el tema de Humillación. Sin embargo, no viviría lo suficiente para completarla. Trabajó un par de meses en sigiloso misterio, sin hacerle confidencias sobre los avances ni siquiera a su esposa. No la requirió para que lo ayudara a cerciorarse del efecto; no la reclutó para la conquista editorial como en sus batallas anteriores. Lo sabíamos enfrascado en la confección de su novela, mas no aludía a la impresión que ésta podría causar en el público. Lo visité en febrero y lo noté bastante feliz. El quid era que estaba hondamente interesado y lo satisfacían los presagios. Tuve la extraña sensación emocionada de que se había desentendido de los agüeros mercantiles e incluso de que una gran indiferencia lo alejaba de todo lo que no fuese la temeraria conciencia de su arte. En sus oídos ya no resonaba el reclamo del éxito: al final, como sucede muchas veces, había vuelto a la rotunda despreocupación material de los años mozos. ¿Sería que, intuyendo borrosamente que se le terminaba la existencia, esta vez escribía exclusivamente para sí? Conjeturábamos y aguardábamos; lo sentíamos un poco aturrullado. Lo que ocurría, según me convencí posteriormente, era que se había olvidado por entero del problema de si su obra se vendería o no. Se había despertado una mañana, nuevamente, en el país de los sueños, con el alma serena y una hermosa idea. Y se quedó en el país de los sueños hasta que la muerte vino a su puerta, pues la pluma solo cayó de sus manos cuando los ojos se le cerraron para siempre, al detenerse súbitamente su corazón en tanto apoyaba la nuca en el respaldo de la silla. La novela que dejó inacabada es un fragmento magistral; a todas luces, habría sido uno de sus más altos triunfos. No estoy en condiciones de afirmar que habría sido un éxito de ventas.

*FIN*


“The Next Time”,
The Yellow Book, 1895


Más Cuentos de Henry James