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Datos para el viudo

[Cuento - Texto completo.]

Mario Benedetti

1.

Hubiera deseado que no quedase nadie, que todos —los ofendidos, los desconcertados, los alegres— estuvieran de nuevo en sus casas suspirando de tranquilidad porque la complicación era de otros, y no arriesgaban nada, conversando con sus mujeres, sus hijos, sus sirvientas, acerca de esa muerta que él les había ofrecido, lo bastante joven como para traer alusiones románticas o fastidiosas citas de un Manrique chacoteado, lo bastante hermosa como para provocar algún brinco de vigor en sus cansados lechos conyugales después de leer el crimen cotidiano, ya que él, Jaime Abal, les había dado su muerta sin excusarse, sin importarle mucho que se la llevaran, como quien ofrece un aperitivo a los amigos y ellos después de contemplar su nariz afilada, sus labios de cartón amarillo, sus pómulos hoscos, todavía desafiantes, se acostumbraron de inmediato a su ausencia, la aprendieron, casi la reanudaron; pasaban junto a él, tartamudeaban algo, le estrechaban la mano, y hasta hubo una voz —¿de quién?— inesperadamente sincera, que supo decirle: «No hay consuelo», y entonces él, que venía respondiendo alternativamente: «Es horrible», «Gracias», «Es horrible», «Gracias», sin preocuparse del rumbo exacto de cada pésame sintió una suerte de alivio, se dio cuenta de que al fin respiraba porque alguien había pronunciado su única verdad, la sola ley vigente de un nuevo, áspero código, al que era necesario acostumbrarse y con el cual era preciso convivir como si fuera una presencia de carne y hueso, una socia oculta y sin embargo terriblemente poderosa, porque eso era la muerte de ella, la vacilante, insegura muerte joven que se había resistido a ser nombrada, a escuchar su tímido reclamo, porque no podía ser, porque ella misma parecía tener lástima de su propia actitud, de su encogida búsqueda del fin, como si existiera aún en el pasado una esperanza inmóvil que jamás nadie podría anular, una posibilidad que ni se alejase ni viniese en su busca, pero a la que acaso fuera posible acertar en esa partida de azar estricto, rabiosamente leal, que juegan los supersticiosos frente a sí mismos, como si en el futuro quedaran disponibles un viaje, una fiesta, un accidente, cualquier cosa que abriera de golpe el tupido presente, iluminándolo, dejándolo libre de la forzosa y forzada voluntad, de una desesperación espuria y conocida, dejándolo libre, dejándola libre —¿por qué no?— de Jaime Abal, y esa sospecha interceptaba cada posible obtención del consuelo, porque nada se sabe, porque siempre es innoble forcejear con la propia conciencia, porque para ver claro habría sido inútil que no quedase nadie.

 

2.

«Eso es todo —pensó Jaime Abal— pero ¿por qué? Ya estoy de vuelta, inerme y repetido. Me han amputado una mujer, eso es todo. Pero ¿por qué? Aguardé a que se acomodara voluntariamente, a que se comprometiera en mi mundo como yo me había comprometido en el suyo. ¿Juventud frustrada? Puede ser. Pero no siempre es dable elevarse, afirmarse sobre los demás, oír a desconocidos pronunciar nuestro nombre; no siempre es posible convertirse en alguien. Tal vez se equivocara acerca del amor. Pero el nuestro tuvo alguna vez un sentido.»

Solo habían quedado su madre y Ramona. A los demás les pidió que se fueran. Desde allí, sentado frente al escritorio, escuchaba el trajín de la madre, haciendo con rapidez el trabajo diario que ella había cumplido siempre lentamente, con acompasado desgano.

Nada se movía en aquel mezquino espacio. El ruido de la calle se elevaba hasta este decimosexto piso como un opaco, enfurruñado rumor, y solo alguna bocina, que allá abajo quizá fuera estridente, llegaba de vez en vez como un grito lejano, como un débil llamado arrepentido.

De un momento a otro entraría la madre con el té. Se lo había hecho anunciar por Ramona: «Dice la señora mayor que usted debe tomar algo, que no puede seguir así». En el oscuro rostro de la mujer, un poco ajado de tanto lloro, de tanto comentario en la cocina acerca de la señora Marta y otras muertas, había intentado abrirse paso la sonrisa servil, los dientes blanquísimos, pero un viejo mohín de llanto, refractario a toda plausible serenidad, había aflojado otra vez los resortes de aquella cara simple y compasiva.

Miró, en la biblioteca, los anchos lomos encuadernados en piel. Eso también era todo hasta ayer. Siempre que llegaba de la oficina, con el olor de la calle aplastado en la ropa, en el rostro, en las manos, como si fuese el único enemigo del mundo, acorralado, sediento, incapaz de soportar un solo bandazo más de humanidad, entonces la simple presencia inerte de esos libros, de esos mundos posibles acechando su vuelta, bastaba para calmarlo, para hacerle olvidar la penuria del día. Se quedaba leyendo en el estudio, hasta medianoche. Se prometía mucho menos; en realidad, mentía prometerse. Pero cuando se acostaba, ella estaba durmiendo. ¿Sería esa culpa la razón del castigo? ¿Qué era en definitiva esta muerte? ¿Un reproche? ¿Un perdón? ¿Simplemente un silencio?

Sobre el hombro izquierdo, sonó la voz acostumbrada de la madre: «Aquí está el té. Tenés que tomar algo, Jaime, no podés seguir así».

 

3.

«¿Pero quién es? ¿Cómo es?», preguntó Jaime. «Dice que se llama Pablo Pierri y que usted no lo conoce.» «¿Que no lo conozco?» «Así dijo. Y también que quiere hablarle de la pobre señora.» ¿Quién podría? «Bueno, que pase.»

Mientras Ramona iba en busca de Pierri, Jaime pensó que ese intruso iba a llevarlo a una zona prohibida, sin luz, y experimentó cierta repugnancia hacia su propia curiosidad inevitable.

Pero el hombre apareció y no era antipático. Algo más bajo que Jaime, de unos treinta a treinta y cinco años, con ojos oscuros y pelo rubio, sin entradas. El traje era gris, de confección; la camisa, blanca y barata; los zapatos, marrones y sin lustre. Pero el conjunto, inesperadamente, no irradiaba vulgaridad. Metido sin mayor compromiso en aquella ropa que contrastaba con su pulcra afabilidad, Pierri sometía instantáneamente a su interlocutor, aunque éste estuviese, como Jaime, incómodo y aletargado. Jaime adivinaba, además, que el inseguro equilibrio de su mutua presentación, de las primeras palabras medidas por la costumbre, del examen recíproco de sus reacciones, se habría roto inevitablemente con la sola, imposible presencia de Marta. Su muerte neutralizaba toda violencia, suavizaba las cosas hasta el punto de que él pudiera encontrar tolerable que un tipo cualquiera, un desconocido llamado Pierri, pusiera a su disposición un pasado inédito, una vida marginal, otra Marta.

«Usted no esperaba este sufrimiento», decía ahora, «y por eso se encuentra indefenso, con un poco de dolor y otro poco de miedo. No sé si me explico: miedo a la soledad. ¿O acaso me equivoco?». «Sí, se equivoca», dijo Jaime, con esfuerzo, «se equivoca por completo. Es cierto que todavía no he alcanzado el verdadero punto de separación con la vida de Marta, con mi hábito de Marta que sale a mi encuentro cuando menos lo espero, pero aun así puedo asegurarle que estoy tan lejos del dolor como del miedo. Fíjese que la soledad ya no tiene importancia. No tengo a quién referirla. Más bien estoy perplejo». «Una mera variante del miedo o, acaso, un anticipo. Cuando se quede sin sorpresa, enfrentado a su propia alma, a la desaparición de su dolor, flotando en el alivio de saberse consolado, no se irrite aún. Todavía no habrá terminado con ella, con usted mismo en tiempo de ella. Le quedará su miedo, su miedo sin sorpresa, definitivo, inmóvil.» «Pero ¿miedo a qué?» «Usted dice que la soledad no tiene importancia. Y es natural que lo diga, porque está sin impulso, porque este repentino abismo en la costumbre le ha henchido de una serenidad desusada, le ha permitido encontrarse más fuerte de lo que alguna vez esperó, y en medio de todo se mira tranquilo y sin fastidio. Pero cuando deje atrás esta zona que podríamos llamar de depresión eufórica, usted verá cómo resbala sin más hacia el futuro, sin que ninguna voluntad alcance a detenerlo.»

Un repentino enojo se apoderó de Jaime. En realidad, la situación era bastante absurda: que un desconocido se permitiera rezongarle, advertirle, señalar su posible trayectoria, prohibirle las disculpas, los efugios corrientes, personales. Pero lo que más le enojaba era reconocer que, de a poco y sin quererlo, iba admitiendo la credibilidad de la advertencia. «Bueno», dijo amoscado, «todos resbalamos hacia el futuro». «Sí», replicó el otro, sin pausa, «pero éste puede ser atroz. Usted sabrá entonces que es posible revivir, volver a sentir la dureza, la fuerza recurrente de la vida. Y solo allí temerá la soledad, porque si una vez usted estuvo vinculado a una mujer, y esa mujer sin embargo pasó, y después de ella usted no puede referir a nadie su soledad, también sabrá que cada vez que quiera a otra mujer, ésta pasará, y usted se quedará sin nadie a quien referir su soledad. ¿O acaso pretende que exista una soledad más sola, más interminablemente hundida en el futuro? En realidad —agregó sonriendo— es admisible que se sienta miedo».

Se produjo un silencio corto, suficiente sin embargo para que Jaime buscara otra salida. «Usted… ¿conoció a Marta?» No bien lo dijo, comprendió que su impaciencia era un modo de confesarse humillado. No debía haberlo preguntado. Pero ya era tarde. Pierri ya estaba respondiendo: «Hace muchos años que conocí a su mujer». «Ah.» «Pero nunca la perdí de vista.» El tipo se mostraba ahora más cordial que nunca; no era posible rechazarlo. «Por favor», dijo Jaime. Estaba sentado ominosamente en el sofá, pero enrojeció como si hubiese caído de rodillas y tuviera a solo cinco centímetros de sus ojos los zapatos sin lustre del intruso. «Por favor, hábleme de ella.» «Naturalmente», dijo Pierri, dueño de sí mismo, de la habitación, de Jaime, del pasado, «pero antes de hablarle de Marta es preciso que le hable de Gerardo».

 

4.

«Gerardo solía pegarme», dijo Pierri, «no obstante, yo no tenía suficientes razones para quererle mal. Me llevaba dos años y algunos viciosos brotes de ventaja. Fumaba, tenía un gran repertorio pornográfico, conocía los gestos obscenos de más éxito. Sin embargo, yo experimentaba un apacible interés por su futuro inmediato y expuesto. A menudo tuve la sensación de que ocultaba su pureza como si fuese una llaguita, una de esas lastimaduras que nunca acaban de curarse y se transforman con el tiempo en obsesiones. Recuerdo que habíamos ido hasta la carretera. A las siete pasaba el autobús de Montevideo, y Gerardo debía recoger un paquete de libros. Echado en el pasto, yo me sentía contento. Se me había dormido una pierna y el filo del terraplén me arruinaba los riñones, pero el cielo cercano y malva me rozaba los ojos. Claro que Gerardo prefería hablar, y esa tarde, sorpresivamente, se embargó en confidencias. Con cierto aburrimiento, consciente tan solo de que estaba desbaratando mi silencio, yo lo escuchaba murmurar. De pronto me enteré de las palabras, me di cuenta de que se ponía cochino, que me relataba sus vicios solitarios, y, sin yo desearlo en absoluto, me sentí enrojecer. Entonces me miró, me gritó ¡idiota! Y me pegó dos veces en la cara, con la mano abierta. Ahí perdí toda la vergüenza y me puse a reír. Por un lado, no tenía ánimos para responder a su reacción, y por otro, era quizá la mejor salida, la más barata. Luego vino el ómnibus, recogimos los libros, y nos fuimos sin ganas de hablar, deseando separarnos. No le guardé rencor. Comprendí que, sencillamente, yo le había fallado. Había intentado mostrarme su vida culpable, clandestina, y cometí el doble error de avergonzarme y avergonzarlo. De modo que los golpes estaban bien y pensé que quedábamos a mano. Pero sospecho que él nunca me lo perdonó. Otra vez hablábamos de mi madre. Mi madre era alta, naturalmente encorvada, y a mí me provocaba una tierna desazón verla aún más inclinada sobre los canteros de nuestro jardincito, donde ella decía que mataba el tiempo y donde realmente el tiempo la mataba. Gerardo no tenía madre y experimentaba una admiración un poco agria hacia la mía. De modo que yo no me demoraba en tibios escrúpulos al contarle mis recuerdos de ella, mis cercanísimos recuerdos de aquella mañana, de aquel mediodía, de esa misma tarde, antes de que perdieran su vida aislada y empezaran a fundirse con los otros recuerdos normalmente incorporados a mi afecto. No entiendo eso, dijo. Quise entonces pormenorizarle la anécdota: cómo había espiado a mi madre desde una rendija del galpón; cómo ella, creyéndose sola, se había detenido ante unas rosas abatidas, y las había mirado, simplemente mirado. No entiendo, repitió. Apelando entonces a un inconsciente fondo de crueldad, recurrí a una subdivisión de pormenores: cómo su mirada había recorrido las rosas, cómo había en su actitud algo de amargura, de insólita depresión frente a aquella ausencia repentina de dolor, de belleza, de vida. De pronto Gerardo se me vino encima, fuera de sí, dispuesto a todo, y entonces comprendí que ahora sí había entendido. Sin embargo, lo peor fue con Marta. Marta era más o menos de mi edad. Parecía mayor cuando entornaba los párpados y los labios se le movían casi imperceptiblemente, como si pronunciaran ideas en lugar de palabras. A veces salíamos los tres en bicicleta. Marta era muy nerviosa. Siempre que aparecía un vehículo en sentido contrario, era posible distinguir un rápido temblor en su bicicleta, como si vacilase entre arrojarse bajo las ruedas que se acercaban, o tirarse directamente a la cuneta. En esos casos yo sabía lo que tenía que hacer: me adelantaba por la izquierda, colocándome entre su máquina y el paso del vehículo, de modo que pudiese sujetarla o por lo menos propinarle un empujón hacia la derecha. Fue eso precisamente lo que pasó esa tarde. El autobús venía inclinado hacia nuestro lado y eso aumentó la nerviosidad de Marta. La vi vacilar dos veces amenazadoramente. Cuando el ómnibus estaba ya sobre nosotros, levantó los brazos aterrorizada. Se caía sin remedio y preferí empujarla a la cuneta. Gerardo, que iba adelante y se había dado vuelta, alcanzó a distinguir mi ademán, no mi intención. Bajó de la bicicleta y contempló el cuadro que formábamos. Marta sucia de barro, con las rodillas ensangrentadas; yo, pasmado como un imbécil, sin atinar a ayudarla. Gerardo vino, le limpió las rodillas como pudo, y acercándoseme, sin decir nada, casi tranquilo, me dio un tremendo puñetazo en la sien. No sé qué hizo Marta ni qué dijo, si es que dijo algo. Creo recordar que subieron de nuevo en sus bicicletas y se fueron despacio, sin mirarme. Quedé un poco mareado, con la impresión de que todo aquello era un malentendido. No me era posible sentir odio por un malentendido, por algo que más tarde seguramente se aclararía. Pero nunca se aclaró. Nunca supieron ellos que quedé ahí llorando, desconcertado, hasta que la noche me entumeció de frío».

 

5.

«Mi casa quedaba frente a la parada ferroviaria», decía ahora Pierri, «la de Gerardo, a una legua de la mía. Solo la de Marta daba a la carretera. Lo que nos unía, lo que teníamos en común, era nuestro ocio, nuestro tiempo vacío. No sabíamos hablar, no teníamos tema, no deseábamos nada; nuestra vida se formaba de excursiones improvisadas, de vagabundeos, de juegos ásperos. A Marta la tratábamos como a otro varón. En los años de colegio, habíamos ido juntos hasta el pueblo. Ahora que todo el tiempo era nuestro, compartíamos los mutismos, el río, las caminatas. Gerardo vivía con unos tíos acomodados, que poco o nada se ocupaban de él. La familia de Marta tenía en ese entonces (cuando usted la conoció, ya lo habían vendido) un lindo chalet, con un auto y dos perros en el jardín, y tres o cuatro mujeres en la cocina. Pero los padres permanecían en Montevideo semanas enteras, durante las cuales nada estorbaba la libertad de Marta. En cuanto a mí, vivía con mi madre en la casa que le había puesto Don Elías, un estanciero que según decían todos había sido mi padre y ahora descansaba en el cementerio de la cuchilla. Yo pensaba que eso no era cierto, primero porque mi madre nunca me hablaba de él, y luego porque en Los Arrayanes envejecía aún la viuda de don Elías con sus cuatro hijos varones. Yo no sabía de dónde venía la plata. Sin embargo, vivíamos pasablemente sin que ni mi madre ni yo tuviéramos que esforzarnos. No sobraba nada; tampoco faltaba. Después que abandoné el colegio, fui durante unos años el vago más integral de la región. Se me veía en el galpón, leyendo novelones que me prestaba Gerardo o tirado en el pasto, contemplando el cielo, de puro holgazán, o subido al ombú, frente a la cocina. Mi placer mayor consistía en la bicicleta, en ir en busca de Marta o de Gerardo o en que ellos pasaran a buscarme. Cuando Gerardo enfermó, íbamos a verlo cada dos o tres días. Lo hallábamos suave, casi desconocido. Nunca supe por qué, pero parecía como si la fiebre le volviera dulces los ojos y la voz. Nos hablaba despacio, sin torpeza, con una ternura nada convencional, mostrando una imprevista aptitud para la paz, para la fantasía. Cierta tarde llegó a tomarnos una mano a Marta y otra a mí, y murmuró: “¡Ah, viejos!”, rodeándose de una sonrisa tan desaforada que nos dejó con miedo, con recelo. Cuando salíamos, Marta dijo que lo encontraba raro. Yo opiné que sería la fiebre. Pedaleamos unos diez minutos. El camino estaba desierto. Atrás, en la cuchilla, podía verse el sol en su brillo penúltimo. Los árboles que íbamos pasando quedaban grises, como si imitaran —con pesadez, sin imaginación— sus propias siluetas del mediodía. Delante de mí, Marta se dejaba ir en un declive. Por primera vez tuve noción de su edad, de su sexo, de su libertad, de su pelo castaño. Quedé hipnotizado por aquellas desgarbadas, tiesas pantorrillas que mantenían firmes los pedales. Sentí que me aflojaba, que perdía las fuerzas en el descubrimiento. En ese instante, Marta, desprevenida, dio vuelta la cabeza y encontró mi asombro, mi pregunta, todo mi ser cambiado. Se fue irremediablemente a la cuneta. Cuando me detuve para ayudarla, cuando tartamudeamos algo acerca de la rueda averiada, cuando reanudamos la marcha sin mirarnos, yo sabía que la amistad había concluido, y ella también sabía que empezaba otro odio, otra riña, otro juego. Desde entonces, si iba a ver a Gerardo enfermo, me gustaba ir solo, de mañana temprano, cuando únicamente podía cruzarme con los tres o cuatro obreros de la fábrica de aceite que dejaban el turno de la noche. Acababa de descubrir, o quizá de inventar, la sinrazón de mi ocio, y me gustaba cavilar sobre lo poco que había hecho, sobre lo mucho que pensaba hacer. Mientras pedaleaba, recorría, solo ahora consciente, la relativa paz económica de mi madre, el nombre sin recuerdos de don Elías, mi incansable, tediosa holgazanería. Me venía entonces una bocanada de vergüenza, de vida inútil. Deshonesto, me sentía deshonesto. Por mi madre, por mí, por la inexistencia de don Elías, que ya estaba bien muerto. Todavía no había juntado fuerzas para recostarme en un símbolo más importante, para conseguir el atrevimiento que me pusiera a salvo. Todavía me parecía inevitable un tímido porcentaje de procacidad, de desvergüenza. No me desesperaba, porque en realidad no estaba endurecido, mis vicios de pensamiento, mis hábitos de poca cosa, estaban huecos de pasión, equivalían tan solo a una dirección elegida al azar, como si el bien y el mal hubieran tenido partes iguales en ese antiguo futuro que era difícil reconquistar en su pureza, como si el mal hubiese venido a mí clandestinamente, miserablemente, por la espalda, sin dejarme lugar a una sola pregunta. El mal era mi nacimiento, la plata de don Elías, el silencio de mi madre, los golpes de Gerardo. El mal era cualquier cosa absurda, reiterada, insufrible; era una crisis en mis relaciones entre el mundo y yo, entre Gerardo y yo, entre Marta y yo. Era el deseo de olvidarme y también el ridículo que amenazaba ese deseo. Era la conciencia desvaída, con sus deliberadas omisiones y sus temblores de entresueño. Era, en fin, lo que Marta decía. Sí, Marta —todavía disponible, equivocada, grave— había echado la cabeza hacia atrás, había esperado que yo deseara su gesto, se había concedido aun una breve postergación de mi imagen suya, antes de desaparecer, antes de convertirse en otra. Solo entonces dijo: “Y además está lo de tu madre”. Todo lo otro, pues, lo que había estado enumerando durante casi media hora (sus futuros estudios, nuestras edades, las prevenciones de sus padres, mi ineptitud general para lo útil) eran meros subproductos del no puede ser inicial, pero en cambio esto, lo de mi madre, era algo grave, sólido, cierto, era el no puede ser en su brutal franqueza. Lo de mi madre era yo mismo, la plata de don Elías, la imposibilidad de que la hija del agrimensor y el hijo de la puta se dieran la mano y se contaran los dedos, como hacen los idiotas y los felices. Así, pues, si iba a ver a Gerardo enfermo, de mañana temprano, bajo un cielo clemente, empalagoso, convenciéndome de que no era un deber, sabiendo que yo estimaba más al violento de antes que a este melifluo febril que me recibía sereno, casi como una hermana, y me decía señalando el sillón verde: “Vení, sentate aquí”, si iba a verlo era porque sabía que al final tendría que decírselo, que mi secreto surgiría inevitablemente en algún forzoso silencio que aún me faltaba elegir. Pero esa vez el silencio se eligió a sí mismo. Lo vi formarse, anunciarse ostensiblemente en las cadenas del diálogo, en la dirección latente de las palabras. Fue cuando iba a estallar, cuando había apoyado mis brazos en los besuqueantes pajaritos de la colcha, fue precisamente cuando yo iba a empezar: “Debo hablarte de Marta”, que él se incorporó afirmando los codos sobre la almohada, me miró sin asombro, con todo el rostro, tan prolijamente como si estuviera contándome los granos, las pequeñas arrugas, y comenzó a decirme: “Debo hablarte de Marta”».

 

6.

Ya hacía un buen rato que Pierri se había despedido con un breve apretón de manos. Ni amistad ni reconciliación; ni siquiera cortesía. Fue simplemente el obligado restablecimiento de esa nada que había existido entre ellos, la vuelta a las mismas preguntas, al peor aislamiento. De modo que ella tampoco había querido a Pierri. De modo que éste no era el enemigo. De modo que —al menos Pierri así lo aseguraba— ella tampoco había querido a Gerardo. «Él se restableció lentamente», había dicho Pierri, «pero yo no fui más. Marta sí lo siguió viendo, aunque aparentemente no le importaba mucho. A decir verdad, no sé cuándo ni cómo Gerardo le habrá hecho el amor. No los vi juntos hasta un año después, una tarde que había baile en el pueblo. Ellos nunca iban, yo tampoco. Pero esa vez fui con dos muchachas». Qué diferente cuando ella le dijo, antes de casarse, no eres el primero, qué diferente contestar no importa, total todo era prisa y desnudarla, qué diferente a imaginarla ahora junto a hombres concretos, altos, bajos, imberbes con caritas de manzana y granos asquerosos, y otros más varoniles, con duros ojos de codicia y manos que no imaginan, manos que recorren simplemente la carne. «Las dejé bailando porque estaba aburrido y deseaba que la noche terminara cuanto antes. Entré en aquella pieza porque la confundí con otra que oficiaba de guardarropa, y encendí la luz. Me di vuelta tan rápido, que ellos, abrazados, besándose, no tuvieron tiempo de separarse. Estaban tan juntos que…»

En ese instante él se había puesto de pie y había dicho: «Bueno, basta», y luego, ante el silencio desganado del otro: «Ahora, váyase». Entonces Pierri le había dado la mano. Las comisuras de los labios se le levantaban, como si no pudiera dejar de sonreír. «No lo tome así. Aunque no le otorgue mayor tranquilidad, puedo asegurarle que ella no quiso nunca a Gerardo. Pero digamos mejor que ella nunca quiso a Gerardo más de lo que pudo quererlo a usted. Y si esta afirmación le sigue pareciendo aventurada, digamos entonces que a Gerardo no lo quiso más que a mí.»

 

7.

mis proyectos, pero ahora ¿qué pasa, qué me pasa? No puedo aguantar su educada tolerancia, no puedo aguantarlo así, todo lecturas, metido siempre en su asquerosa humildad, en su contenida rebelión. ¿Por qué contenida, Dios mío? Miseria de mártir, con sus empalagosos ojos de agachado, de fugitivo, de advertido. ¿Qué tengo yo que ver con ese huesudo cuerpo ajeno, con esas manos sudorosas, con ese disculpable disculpado? No quiero un sedante, no quiero un tipo que me mire con ojos de ternero.

Quiero un hombre en la cama. Ana, tú lo sabes, ya no tenemos veinte años para que nos desinfectemos después de manosear los pecados capitales. La cosa es destruirnos o lograrlo. Pero ¿podré contra estos solitarios envilecidos, modestos sacerdotes viscerales, contra estos crápulas irreprochables, Jaime, la madre, los amigos? Después de todo, acaso usemos y defendamos morales opuestas, acaso la de ellos y la mía sean éticas de mercachifle. Pero lo cierto es que no puedo seguir este engaño. No existen trampas para cazar el afecto. Te diré más, no tengo interés en cazarlo. Estoy virtualmente llena de odio y, lo que es peor, he empezado a disfrutarlo. Me gusta ofenderle, hacerle patente su ignorancia de mí, me gusta derribar sus escasos impulsos, sus pocas ambiciones. ¿Si te dijera que a veces quisiera verle caído, caído para siempre, con una bala entre los ojos, despatarrado, inerte? También hay días en que aspiro a que la bala sea para mí. Ana, yo no he tenido suerte. No quiero blasfemar, pero solo pienso barbaridades, cosas demasiado obscenas acerca de Dios y su cortejo. Yo no he tenido suerte, Ana. Y eso no me da tristeza sino rabia. Y más rabia me da que él desconozca que no he tenido suerte, que ignore lo de Gerardo, lo de Pierri, lo de Luis María. Lo de Luis María, especialmente porque ignorando eso lo desconoce todo. ¿Puedo acaso

*FIN*


La muerte y otras sorpresas, 1968


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