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Mano Cruel

[Cuento - Texto completo.]

Augusto Roa Bastos

Lo despertaron el sol y el gran ruido que llenaba la plaza. Parpadeó asombrado. Se restregó los ojos con las manos. Críspulo Gauto no lo quería creer, pero era verdad: la plaza solitaria, en uno de cuyos bancos se había tendido a dormir muerto de cansancio a la noche, estaba en la mañana atascada de gente, resonante con el rumor de la multitud, con el sonido de las bandas, con el repique de las campanas. Le pareció que las campanas repicaban sobre él. No solamente el sol, también las banderas encendían las calles, los edificios, que parecían moverse, avanzar, bajo las franjas tricolores ondeantes. Empezó a temer que hubiera dormido varios días seguidos. Pero en seguida iba a encontrar que no habían sido días sino años.

Recordó haber entrevisto confusamente al dormirse la mole de un edificio entre las hojas, con una plazoleta delante bordeada de una gradería semicircular. Ahora veía, entre la gente, que era una iglesia. Las campanas atronaban allí. Comprobó con estupor que se había dormido poco menos que en el atrio de la Catedral de Asunción. Sospechó que durante el sueño el oleaje de la multitud hubiera arrastrado el banco hasta allí. Pero comprobó también que si él estaba extrañado por todo lo que veía, la gente no estaba menos extrañada de verlo allí a él, en esa actitud y con esa facha. Pasaban mirándolo algunos con sorna, otros sonriéndose y dándose con el codo. Uno, más decidido, le dijo:

—Levantate na. Vamo’al Tedeum.

Lleno de vergüenza y de sorda irritación, Críspulo Gauto se levantó con sus raídas bombachas, su blusa de sarga y sus remendadas alpargatas y se mezcló a la multitud vestida de fiesta. Se aproximó aún más al atrio. En medio de apretujones, consiguió trepar algunas gradas. Desde allí se divisaba bien todo el atrio donde montaban guardia algunos soldados en uniforme de gala a lo largo de una alfombra roja extendida desde la puerta mayor hasta la calle. Allí el sitio estaba despejado de gente. De pronto los soldados se pusieron rígidos, como si los hubiera tocado una descarga eléctrica, y presentaron sus armas. Una banda arrancó con una briosa introducción. Críspulo Gauto estaba un poco asustado, pero el espectáculo prometía ser interesante. Nunca en su vida, llena de tumbos y azarosas corridas, había visto un Tedéum. Era la oportunidad.

Por las gradas, sobre la alfombra roja, empezaron a subir los imponentes señores enlevitados de la comitiva. Al arribeño Críspulo Gauto se le antojó ver gente de otro planeta. Los amplios abdómenes, las, gruesas caras mofletudas como vaciadas ya en un histórico gesto de piedra, bajo los altísimos y relucientes sombreros de copa, añadieron un matiz singular a su asombro. Esos zapatos tan brillantes como los sombreros, que se iban arrastrando sobre la alfombra roja, eran impresionantes. Críspulo Gauto sintió que los pulgares se le retorcían con una picazón inentendible de codicia dentro de las alpargatas rotosas.

Los señores mofletudos y serios, vestidos de negro, no eran pocos. Primero fue una fila, después otra y otra. En la cuarta fila, casi en el centro, vio a su antiguo amigote más mofletudo e imponente que los otros.

Y entonces su asombro se desbordó y lo arrastró como una creciente hacia atrás en los años, en los azares, en los recuerdos.

 

Lo primero que vio fue una calesita de pueblo, en su pueblo, en Paraguay, apretado suavemente por la sombra azul de los cerros, bajo el cielo azul lleno de luz, vacío de nubes.

Se vio de muchacho, encargado de la calesita. Cobraba las subidas, daba vueltas al malacate y atendía el gangoso fonógrafo, en las horas de función. Por la noche, rendido y con hambre, todavía tenía que aceitar los bujes, frotar los coches y caballitos hasta dejarlos lustrosos, barrer y dejar todo limpio para poder cerrar la carpa y luego tenderse a dormir en uno de los cochecitos. Era cobrador, caballo de malacate, sereno, todo. El dueño, un viejo desalmado y avaro, no le daba respiro. Solo cuando la catarata le tapó en poco tiempo los dos ojos, el viejo le propuso «trabajar a medias».

 

En ese tiempo había llegado el otro, un muchachón moreno y fornido, casi de su misma edad. Venía de otro pueblo. Llegó con una guitarra. Le dijo:

—Aquí hay mucho trabajo para uno solo. Podríamo’ asociarnos. Yo toco y canto, mientras vo te voleá el malacate. Ese fonógrafo ya no da más. Y, por otro lado, el trabajo entre do’ es más mejor. Nos va a ir lindo. Nosotro nacimo’ luego para socios.

Lo envolvió desde el principio. El socio cantaba bastante bonito con su ancha voz retumbante. Además tenía ka’a-vó. Con los chicos, el mujerío aumentó alrededor de la calesita los días de función. No se podía decir sino que venían a oír cantar al «morocho simpático». Sin apurarse (al hembraje —decía— hay que vichearlo bien primero), eligió entre todas no a la más linda: la eligió a Juanita, la niñera tesava conchavada en la casa de don Pedro Bóveda, el comerciante más fuerte del pueblo. La morocha bizca traía al chico, el hijo único del comerciante, todos los sábados y domingos a la calesita. Sin que nadie se diera cuenta, el cantor encandiló a la bizquita. Una tarde (en realidad ya era de noche), le dijo al socio:

—Llévate al crío de don Pedro al montecito del arroyo. No te muevas hasta que yo vaya. Voy a quedarme un rato con ésta —y señaló a la bizca que miraba asustada en dos direcciones.

—Bueno… ¿y esto? —protestó tímidamente Críspulo, mostrando con un gesto la calesita ya casi desierta.

—No te quebrantes por eso. Yo voy a cerrar. Llévalo al chico, te digo.

Críspulo Gauto cargó en brazos al hijo del comerciante y lo llevó hacia el arroyo, pensando con cierta envidia en la fiesta del socio con la bizca dentro de la carpa cerrada de la calesita. Ni remotamente se le ocurrió que el socio estaba matando en ese momento dos pájaros de un tiro. El chico se durmió pronto entre los culantrillos del arroyo.

El otro llegó como después de dos horas silbando alegremente. Críspulo, deprimido y achicado, le preguntó:

—Y… ¿qué tal te jué?

—¿A mí? ¿Por qué? —la inocencia del socio era perfecta.

—Con la bizca, pues… —insinuó Críspulo más humillado todavía.

—Ahá… Bien nomás. Eso duró un momentito. Ahora hay algo má’ importante que la tesava. El asunto se está poniendo lindo —y se restregaba las manos con verdadera satisfacción.

—¿Qué es? —preguntó Críspulo sin pizca de malicia.

—Don Pedro Bóveda anda buscando como loco a su hijo…

—Allí está —le interrumpió Críspulo en un brinco—. Me dijiste que lo trajera aquí, mientras te entendías con la niñera. Vamos a llevarlo en seguida.

—No te apure na, vyro.

—¿Por qué? No te entiendo.

—Don Pedro está ofreciendo plata a quien le encuentre a su hijo. Ahora mismo vas a ir a su casa…

—Y le llevo al chico —volvió a interrumpir Críspulo, cada vez más asustado.

—No seas apurado, te digo, tavyrón. Si le llevamo’ el chico en seguida, no’ va a dar una propina nomás. Pero a don Pedro Bóveda le podemos sacar mucha plata. ¿No entendé pikó? Ahora mismo le vas a ir a decir que un desconocido te manda para que le digas que él tiene escondido el chico y que pide tanto para soltarlo…

—¡Mba’evéicharamo! ¡Nunca voy a hacer eso!

—Te vas a embromar entonces, vyro. La bizca ya le dijo al patrón que un hombre la atropelló en la oscuridad, que la golpeó con un palo en la cabeza y que después de arrancarle al chico a tirones, echó a correr sin que pudiera ver quién era. Yo le enseñé muy bien cómo tiene que declarar en el juzgado. Además le puse el chichón en la cabeza. Si no hacés lo que te digo, te va a ir mal, Críspulo. No sea na vyro… Es la oportunidad para hacernos de un poco de plata. Total, don Pedro tiene de sobra. No lo va a sentir.

La voz del socio se hizo insinuante sin dejar de ser amenazadora. Críspulo Gauto parecía una mosca en una tela de araña, hipnotizado por los ojos, por la voz del socio que no dejaba de sonreír con sus dientes blancos y grandes en la oscuridad.

El golpe tuvo éxito. Un éxito parcial. Una regular cantidad de dinero de don Pedro Bóveda llegó a manos del autor del atraco. A Críspulo Gauto lo llevaron al juzgado, preso por sospechas de extorsión y tentativa de rapto. Le habían visto entregar el dinero a un desconocido en la noche. El pobre Críspulo tenía petrificada la lengua por el miedo, por la vergüenza, por la maléfica fascinación de su socio. No pudo declarar. Nadie supo quién era el cómplice, el «desconocido» que le ayudó a estafar a don Pedro y que recibió el dinero montado en un caballo sobre el cual huyó en la oscuridad dejando al chico en los brazos de Críspulo.

Cuando volvió de la cárcel de Asunción donde purgó un año de prisión preventiva, el socio era dueño de la calesita. La había comprado con la plata del rapto. Lo recibió muy amable. Realmente emocionado le dijo abrazándolo:

—Aquí está tu puesto, Críspulo. Lo’ güenos amigos se deben ayudar en la desgracia.

Y Críspulo Gauto volvió a empuñar el malacate de la calesita, pero ya no a medias como antes con el viejo. Solo por las malas fritangas que comía, por alguno que otro trago que de tarde en tarde se echaba al gañote. Hubiera querido emborracharse, sin embargo, hasta morir.

Así conoció a Mano Cruel. Ya para entonces le habían dado este nombre en el pueblo. Él estaba orondo, orgulloso con el mote que le parecía la consagración popular de sus méritos. Lo sacó de las mesas del monte, del truco, de las ruedas de guaripola, de las partidas de billar, en las que si había alguno que perdía o que pagaba nunca era, claro está, Mano Cruel, por una notable coincidencia que se hizo su rasgo más característico. Pero él tenía sus encantos, sus chistes, su simpatía fresca y campechana. Con eso equilibraba la situación.

Y nadie se lo tomaba a mal. Al contrario, las reuniones sin Mano Cruel parecían velorios.

 

Y fue en un velorio, en el velorio de don Simeón Balmaceda, el rico hacendado caapuqueño, cuando Críspulo Gauto le vio hacer a Mano Cruel algo increíble.

Corrían alrededor del muerto la botella de caña y la guampa del tereré para los hombres y el mate dulce con leche y huïtï de coco para las mujeres, cuando el finado don Simeón empezó a increpar torrencialmente a la concurrencia, sin moverse de su sitio entre las velas, sin levantar la cabeza, sin mover siquiera los labios para dar paso a las palabras hinchadas por el enojo de ultratumba. Todo el mundo reconoció la voz ronca e iracunda del viejo hacendado. Ahora salía aún más ronca e iracunda por la muerte. Los increpaba e insultaba por la irreverencia de estar allí festejando su cadáver con el pretexto de unas lágrimas hipócritas que en realidad no mojaban los ojos de nadie.

—¡Infelices, miserables, ladrones! —bramó el muerto—. ¿Creen ustedes que porque yo estoy con las tripas frías, bien reventado y muerto, no escucho vuestra risa, vuestros chistes indecentes, vuestras maldiciones alrededor de mi teongué? ¡Fuera de aquí, chanchos asquerosos, malagradecidos!

Todos huyeron despavorecidos, menos uno. Al lado del furioso cadáver solo Mano Cruel quedó tranquilo e impávido como si no hubiera oído nada. Su desmesurado coraje hizo más vergonzosa la fuga de los demás.

Y pareció también apaciguar, tranquilizar poco a poco al inmenso estanciero muerto que volvió a parecerse a un muerto. Críspulo Gauto y algunos otros hicieron de tripas corazón y regresaron cautelosamente al velorio. Mano Cruel no se había movido de su sitio. Una vaga sonrisa le jugueteaba en la boca grande y carnosa. El único que parecía haberse movido un poco era el finado: tenía abierta la boca y una mano caída al costado. La expresión del rostro fofo y pálido era monstruosa: denotaba el tremendo esfuerzo que había agotado al cadáver en la filípica póstuma. Doña Tomasa de Balmaceda, la viuda, estaba enloqueciendo. Las demás mujeres no estaban mejor que ella. Los hombres iban y venían del yuyal y se paraban en la puerta, rígidos y silenciosos, esperando a cada momento que el muerto volviera a insultarlos.

A la madrugada, Mano Cruel y Críspulo Gauto se retiraron del velorio. Mano Cruel no había perdido su buen humor.

—¿Qué te parece, Críspulo, la lección que les di a esos sinvergüenzas? ¡Venir a burlarse de un pobre muerto en su mismo velorio, solo porque era un rico miserable y malagüelta! ¡No saben respetá’!

—Pero… ¿entonces el que habló no era el… el muerto… sino… sino…?

—Yo… —concluyó Mano Cruel la frase tartamuda de Críspulo—. ¿Quién picó quería entonce que juera, vyro? ¿No te dite cuenta?

—No… Mano. Era nicó propiamente voí la voz del finado don Simeón.

—¿No sabe’ acaso que puedo remedar cualquier voz de cristiano o de animal?

—Ahora podé remedar hasta la voz de los muertos. Mano…

—Sí, pero me cobré el trabajito —metió la mano en el bolsillo y sacó la dentadura postiza de don Simeón, llena de dientes de oro, y también el grueso anillo amelonado con un diamante, que había sido el orgullo del difunto.

Ante los idiotizados ojos de Críspulo, la dentadura y el anillo, fúnebres y radiantes, parecían en las manos de Mano Cruel, bajo su perenne sonrisa y los primeros rayos de sol, los inocentes juguetes de un chico.

Después recordó aquella larga gira con Mano Cruel por los pueblos. Recordó en uno de estos pueblos el episodio en que su socio había puesto un nido de vacichu’í bajo la silla de un demente que se hacía pasar por enviado de Dios y tenía enloquecida a la pobre gente con sus sermones lunáticos.

El peregrinaje siguió. Tuvieron que salir de allí casi huyendo para eludir la venganza del loco divino. En Villarrica la calesita se convirtió en un circo ambulante. Los dientes de oro y el anillo de don Simeón habían hecho posible la compra. El ciclón que destruyó a Villa Encarnación les dejó a ambos la vida, pero se llevó el circo, con lo que el anillo y los dientes volvieron a la fúnebre noche de donde habían salido.

Pero Mano Cruel era invencible. No lo podían doblegar profetas ni ciclones. Su tormenta íntima era más poderosa que la naturaleza y los hombres. Y era dúctil e ingenioso. Tenía la activa versatilidad del agua, del fuego, del viento.

 

Mano Cruel se «consiguió» unos gallos finos, «de ley», y se hizo gallero. Pronto las riñas no tuvieron secretos para él. Daba la impresión de ser un gallero nato, de haberse criado en los reñideros, de no haber tenido en su vida otra ocupación que ese espléndido y bárbaro oficio que deriva en un diminuto acontecimiento plástico, a lo sumo decorativo, la tremenda, la antigua ansiedad de matar de los hombres.

Los gallos de Mano Cruel eran imbatibles. Parecía que tuvieran las espuelas y el pico untados en dinamita. No había bichos que les pudiesen resistir. Reventaban lo que les pusieran al paso: criollos, jacas, calcutas, ingleses, moñones, barbuchos, lo que fuera. Copaban las riñas al barrer de sus picotazos y espuelazos. Mano Cruel se llenó los bolsillos de billetones de todos colores. Críspulo cuidaba los gallos, los volaba, los entrenaba bajo la experta e inflexible fiscalización de Mano Cruel. Los llevaba de las galleras a los reñideros, cobraba las apuestas, recibía los insultos. Nunca se había sentido más infeliz y más pobre, sin contar la invencible repugnancia que le provocaba el sanguinario espectáculo de las riñas que parecían tener en éxtasis a Mano Cruel.

Sin embargo, fue la única vez que Críspulo Gauto se tomó un desquite sobre su socio, por todo lo que le había hecho y por todo lo que aún había de hacerle. Pero fue un desquite simbólico, demasiado complicado, circunstancial, indirecto, casi insignificante.

El hecho ocurrió más o menos así. En una riña de Maciel, como sucedía siempre, y en cualquier parte, el gallo de Mano Cruel se quedó muy pronto sin contrincante en el ruedo de ponchos. En pocas vueltas el canario colorado dentirrostro había volteado a tres fijas imperdibles. Combativo y cruel, más que un gallo parecía un halcón gigante con destellos dorados y blancos en el plumaje sangriento. De las patas amarillas emergían las agudas y largas espuelas, azuladas, metálicas, húmedas todavía con la sangre de los contrarios. Mano Cruel era el mismo diablo. Entonces Mano desafió a su socio. Era una treta convenida, para «despistar», para animar un poco a los galleros acobardados, Críspulo arrojó al ruedo como carnada el pollo inservible que Mano le había regalado en un verdadero rapto de generosidad.

El canario colorado atropelló como una luz y de dos puñaladas certeras vació los dos ojos del pollo de Críspulo. Se oyó el crujido de las espuelas en el hueso, como si alguien hubiera partido un coco con una piedra. Pero el pollo no se dio por vencido. Rodó, pero se levantó y volvió a atacar como un fantasma al terrible canario. Fue un combate épico, increíble, la lucha de un ángel con un demonio. Los galleros estaban fascinados por ese espectáculo indescriptible, que superaba toda posibilidad real, toda fantasía. Ciego y despicado, chorreando en su propia sangre, el ridículo giro chorreado de Críspulo se fue tragando poco a poco al canario a espuelazo limpio. En un último salto, con un doble gancho cruzado le hizo estallar la cabeza. El canario rodó y no volvió a levantarse. Quedó inmóvil como una piedra húmeda, rojiza. Entonces el pollo barcino de Críspulo se le subió encima y extendiendo las alas lanzó un chorro blancuzco y humeante sobre el contrincante muerto y cantó con una clarinada corta y triunfal. Fue el único desquite indirecto que en toda su vida pudo tomarse Críspulo Gauto contra Mano Cruel. Pero su satisfacción fue incomparable.

Mano Cruel renunció entonces a los gallos Poseía el tino de no insistir en una veta que se había terminado. Se dedicó casi sin transición a las carreras de caballos. En poco tiempo se hizo dueño del mejor parejero del Sur. Nadie le podía ganar, como había sucedido con los gallos. Le empezaron también a recular a los depósitos. Pero la inventiva de Mano era inagotable. Se deshizo del tordillo invicto. Aparentemente lo cambió por un número inverosímil de parejeros de todos los pelos y señales. Empezó a ñanir con un tostado, después con un doradillo, después con un overo lobuno, ganando una carrera tras otra, domingo tras domingo, hasta que en una de ellas el excesivo sudor del caballo corrió la capa de pintura con que Mano Cruel disfrazaba al tordillo, y el fraude quedó al descubierto. Quien lo salvó fue Críspulo. Estaba en la raya de llegada y vio el «despinte» del parejero. Le gritó al socio:

—¡Cuidado, Mano! El tordillo se te viene encima…

Como el contrario era un alazán, Mano entendió y siguió en una carrera infinita por el campo, hasta que desapareció ante la estupefacción de todos los presentes. El perdedor recuperó el dinero del depósito que Críspulo no se atrevió a retirar en nombre de su socio. No podía explicar satisfactoriamente esa huida. Además, ciertos escrúpulos eran en él irremediables.

Se encontraron en Iturbe. Estaba escrito que allí debían separarse. Pero antes vio todavía a Mano Cruel realizar allí otra de sus típicas hazañas. Fue la última, una carambola de lujo de despedida. Después lo perdió de vista.

El comisario del pueblo estaba casado con una hermosa mujer que había venido de lejos y seguía teniendo los ojos lejanos y ansiosos. La férrea tiranía conyugal y los celos del marido no habían conseguido sino poner más ansiosas y lejanas esas miradas lánguidas e insaciables.

Mano Cruel se prendó en el acto de esas miradas y de esa mujer. Y la cercó con su estrategia misteriosa, única, inimitable. Nadie se percató del idilio secreto. Ni siquiera Críspulo Gauto. Nadie pensó en un hecho tan imposible como ése. Nadie, ni siquiera el comisario que celaba hasta de su sombra, hasta de las libélulas.

Mano Cruel trazó un plan. Un plan que tenía como siempre la concisa intuición de lo práctico. Sabía por ejemplo que, además de celoso, el comisario era absolutista y absorbente. Ningún episodio, por mínimo que fuese, podía desarrollarse en el pueblo sin su directa intervención fiscalizadora. En este hecho simple basó la complicada trama de su plan. Y triunfó, porque sabía por experiencia que el hombre cauto y desconfiado carece de imaginación. Contra un hombre así él no podía temer, puesto que todas sus victorias habían sido menos el fruto de su astucia que de su viva y fragante fantasía.

Una tarde vinieron a avisar al comisario que Mano Cruel se había ahogado en el río. Encontraron su ropa al borde del agua, en la playa. Se habría estado bañando y algún remanso traicionero se lo habría tragado.

El comisario besó a su mujer, que tenía esa tarde los ojos más lánguidos y lejanos, tomó su caballo y fue al río a organizar el salvamento de Mano Cruel, de quien había recibido muchas atenciones, incluso dinero en efectivo. Mano Cruel sabía con quién debía ser atento y manirroto.

—Es un hombre agradable y honrado —había terminado por admitir el comisario en un ruedo de compis, en el billar de la estación—. Va a llegar muy lejos —agregó, pensando que el arribeño generoso y dicharachero pudiera incluso llegar a regalarle el espléndido tordillo en que había venido montado.

Con la convicción de que el tordillo sería suyo, se metió en una canoa para dirigir personalmente la búsqueda del amigo y gran hombre futuro, o rescatar por lo menos su cadáver a las traidoras aguas del Tebicuary. Todo el pueblo, excepto, naturalmente, la mujer del comisario, se había volcado en las barrancas para presenciar la búsqueda de Mano Cruel, en quien vieron desde que llegó, un personaje pintoresco y notable por muchos conceptos.

Con un largo botador al extremo del cual habían atado un gancho, el comisario, ronco y afónico por las órdenes y los gritos, pero incansable, fue sondando la correntada centímetro a centímetro en procura del ahogado. Pero el cuerpo de Mano Cruel no aparecía por ninguna parte. No podía estar allí, puesto que en momentos en que el comisario hundía el palo en su busca, ese cuerpo lleno de vida y de imaginación, de salud y del gozo de vivir, se agitaba trémulo y soñador al lado de la mujer del comisario en la casa desierta, en el pueblo desierto, ellos dos solos en medio de ese momento único pero también irrepetible.

 

Desde entonces lo había perdido de vista. Una o dos vinculaciones más con Mano Cruel le deparó aún el entrelazamiento de sus destinos vagabundos. Pero solo se enteró de ellas indirecta y tardíamente.

La última cosa que supo fue el compromiso matrimonial de Mano Cruel con su hermana Margarita, en Paraguarí. Críspulo dudó desde el comienzo de este matrimonio, aunque en ningún momento dudó del carácter del noviazgo. Un tiempo después, como a las cansadas, se enteró de la gravidez de su hermana, del nacimieiito de la sobrina, y de que aún, después de tres años, lo estaban esperando para el casorio al ubicuo e inhallable Mano Cruel.

Casi más que por la hermana Críspulo Gauto se dolió por Mano Cruel. Estos últimos datos, que en forma fragmentaria y espaciada le habían llegado acerca del antiguo socio y camarada, lo mostraban en una lamentable declinación. Estaba seguro de que una presa como su hermana Mangacha no podía nunca haber halagado a un cazador como él. Ni tampoco la vieja y común triquiñuela empleada.

En tiempos de su común vagabundaje, Críspulo se había hecho a la idea de un Mano Cruel un poco eterno en su viveza, en su mágico espíritu práctico, en su taimada vocación de rapiña. Eran el color de su temperamento, como el rojo es el color natural de la sangre. Había convertido a aquel compañero de sus antiguas correrías, a ese individuo inusitado y singular, en una generalidad, en una abstracción viviente, sin posible ocaso, como no podía pensar, por ejemplo, en el individuo buitre sino en la especie buitre, invulnerable a los cambios, a la edad, a la muerte.

Y allí estaba Mano Cruel en el centro de la cuarta fila de imponentes señores vestidos de negro que iban avanzando por la alfombra roja del atrio hacia el esplendor ritual del Tedéum. Una vertiginosa calesita empezó a girar en los ojos de Crispido Gauto en una especie de cerrazón gris. Un lejano gallo de riña, ciego y ensangrentado, cantó en sus oídos. Pero la gorda e impresionante figura de Mano Cruel, embutida en el sacón negro y larguísimo y coronada por el negro y altísimo sombrero de copa, siguió avanzando en medio de su torbellino mental, precisamente como se lo había figurado siempre: una idea inmutable, como vaciada ya en un histórico volumen de piedra.

Críspulo Gauto, con sus raídas bombachas y sus alpargatas rotosas, lo siguió hipnotizado como antes, filtrándose entre la multitud. Entró en la Catedral. Siguió filtrándose por el costado de la nave. Avanzó. Llegó casi hasta el altar mayor. Rodeó un inmenso pilar blanco. Desde allí veía las filas de reclinatorios rojos, las filas de hombres vestidos de negro, arrodillados. Divisó a Mano Cruel y Mano Cruel lo divisó a él, asomado medrosamente detrás del pilar. Cambiaron una breve mirada. Algo como el recuerdo de una sonrisa jugueteó en la boca grande y carnosa. La misma a la que había visto decretar en otros tiempos los innumerables nacimientos y transformaciones. La última era la del personaje campanudo. Mano Cruel aparentó no reconocerlo. En seguida bajó los ojos e inclinó el rostro hacia el suelo. Críspulo Gauto vio que sus labios se movían lentamente. Supuso que estaría rezando. Pensó que esta repentina capacidad de oración no le sentaba mal a Mano Cruel. Pensó que era sincero. Murmuró solamente para sí:

—¡Nunca creí que Mano…! —se interrumpió cuando sintió que dos pares de manos poco amistosas lo aferraban de los brazos.

Habrían debido desconfiar de este chococué zaparrastroso que acechaba a los poguasús de la comitiva con sospechosa insistencia, semiescondido detrás del pilar. Cuando se dio cuenta, ya lo sacaban hacia afuera. Lo llevaron a empellones. A empellones lo metieron por la puerta de un gran caserón circular que se le antojó conocido.

*FIN*


El trueno entre las hojas, Buenos Aires, 1953


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